LA BICENTENARIA ARGENTINA AGROPECUARIA

Del saladero a la soja, de granero del mundo a la 125.

 

Introducción

Un japonés pierde su mirada en un interminable trigal de la llanura pampeana. Un suizo se deleita en un tambo cordobés. Un francés disfruta un viñedo mendocino. Un español siente suyo los olivares catamarqueños. Cualquier ciudadano del mundo, en cualquier rincón productivo argentino, sentiría que tiene todas las herramientas para generar un exitoso plan productivo en el marco de un país pujante y proveedor de alimentos al mundo, todos, menos nosotros, los argentinos.

Así cuenta la historia. Pasaron  200 años y estamos como entonces, discutiendo a base de prueba y error aquello que podríamos, pero que nunca fuimos. Fue por entonces Criollos y Españoles, siguieron Unitarios y Federales, Radicales y Conservadores, Peronistas y No Peronistas, Militares y Montoneros. Pusimos todo el esfuerzo para pasar de ser “granero del mundo” a tener un sector agropecuario paralizado casi al borde de ni siquiera cumplir con la demanda interna. Ni el japonés, ni el suizo, ni el francés ni nadie en este mundo logran comprender qué hicimos en doscientos años. Más bien no logran entender cómo no hicimos aquello que cae de maduro: ser un país potencia como consecuencia de nuestros recursos, de nuestras tierras fértiles, de los ríos que riegan nuestras pampas, del ganado que engorda con eficiencia y calidad. No se comprende, y mucho menos en un mundo con tecnología disponible para regar el desierto y genética para triplicar los rindes de nuestros cultivos. Es penoso ver que no solo dejamos pasar el tren de la historia, sino que nuestros propios hijos no se alimentan debidamente. El agro argentino debería ser la potente locomotora de un tren que inevitablemente nos conducirá a un crecimiento y a un relevante posicionamiento a nivel mundial. Hoy el agro argentino, doscientos años después, se asemeja a un vagón abandonado en una estación olvidada, perdiendo inigualables oportunidades de crecimiento dentro del contexto mundial. Pregonaron nuestros líderes que el gran desafío es construir un proyecto como nación a mediano y largo plazo, un proyecto agroindustrial que nos permita abastecer de alimentos y biocombustibles al mundo. Tantas veces lo dijimos, y otras tantas atentamos contra esa misma idea.

En esta Argentina Bicentenaria sensato sería  sentarnos a diseñar ese proyecto, y de una vez por todas ponerlo en práctica con visión global, valores humanos, dejando de lado rencores y viejas heridas, con acciones modernas, trabajando en equipo, diagnosticando problemáticas y actuando profesionalmente en consecuencia. No parece difícil. Parece mucho más fácil que el desafío que tuvieron  sociedades al borde del aniquilamiento hace tan solo sesenta años durante la Segunda Guerra, mucho más fácil que países donde la fertilidad y el agua son bienes de lujo y, sin embargo, en mucho menos que doscientos años lograron el desarrollo y consecuente inclusión en el grupo de los países más poderosos del planeta. Nuestra Argentina Bicentenaria nos invita más a la reflexión que al festejo. Como escribió el poeta, “al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”, pero los argentinos parecemos haber sido la excepción, volvemos a cometer los mismos errores una y otra vez.

 A continuación una breve descripción de las etapas y modelos agropecuarios que la Argentina Agropecuaria vivió en doscientos años. Sin duda ningún modelo fue mejor que otro. Seguramente aprovechando y aprendiendo de lo mejor de cada uno de ellos, podamos sentar las bases de un plan estratégico agropecuario argentino a corto y mediano plazo, con vigencia y  la fuerza de una política de estado.

 

 

 

El saladero

Hace doscientos años las demandas del mundo no eran tan diferentes a las actuales respecto de nuestra potencialidad agroexportadora. Allá por el siglo XIX,  Europa demandaba alimentos y eso origina el corrimiento de la frontera virreinal en pos de la integración territorial. Declarada la independencia, las expediciones militares tienen como premisa consolidar el dominio del gobierno  sobre la pampa húmeda. Por entonces las exportaciones demandaban productos de origen ganadero como el cuero, astas, sebo o carnes saladas (charqui); nuestro origen agropecuario fue ganadero no agrícola. Las siembras de cultivos solo tenían por fin alimentar a la población interna y los soldados de las campañas. En este contexto comienza a poblarse “La Pampa”, consolidando los fortines, las tiendas de campaña; nacen las pulperías, los chacareros, y se trazan los primeros poblados rurales.

La por entonces estancia colonial se ve favorecida por las crecientes exportaciones de productos ganaderos y da origen a la denominada primera industria nacional exportadora: el saladero.

Esta floreciente industria comienza a demandar asalariados y establece los primeros núcleos urbanos en la periferia de las instalaciones destinadas al procesamiento de cueros y carnes. Establece largos traslados de hacienda desde el corazón de la pampa hasta los saladeros. Se extienden las estancias pampa adentro desarrollando el primer sistema productivo agropecuario argentino, la ganadería.

El crecimiento de las exportaciones genera cambios en la ecuación del poder económico. Ya no se trataba solo de poseer grandes extensiones, sino cabezas de ganado y una estratégica sociedad comercial entre los grandes ganaderos y los propietarios de los saladeros. Además es aquí donde por primera vez se establece una variable que aún hoy en pleno siglo XXI es motivo de acalorados debates, la renta de los propietarios rurales como consecuencia de la producción de sus campos.

Por entonces ganaderos y saladeristas ostentaban poder económico como consecuencia de la  renta de un sistema agroexportador que aunque precario marcó el nacimiento y dio forma a un sector social de la Argentina que se mantuvo como uno de los más poderosos y dominantes del poder político y económico de la vida nacional y que prevalecerá hasta pasada la primera mitad del siglo XX.

 El poder económico del productor rural lo llevó al poder político. Esta situación marcó un escenario, que analizado en detalle, no dista mucho del escenario actual.

Por entonces el gobierno intenta fomentar la agricultura, siguiendo el modelo europeo o de los EEUU, pero la rentabilidad que generaba el comercio dejaba sin capitales interesados en invertir en las actividades que pregonaba o intentaba marcar como política de estado el gobierno. La falta de capital, créditos caros, y ausencia de tecnología y mano de obra calificada atentaron al desarrollo agroindustrial. La rentabilidad estaba en la precaria industrialización ganadera, y  ya desde entonces el gobierno, los productores y comerciantes no supieron sentarse a diseñar un plan estratégico, una política de integración que fomentara la agricultura, el  desarrollo industrial y el valor agregado a las materias primas.

Así es, nuestros egoísmos y desencuentros no son propiedad de nuestros tiempos; hace unos doscientos años frustramos el nacimiento de una nación agroindustrial.

 

Inmigración y agricultura

Dependientes de la ganadería proveedora de saladero, la pampa húmeda se va poblando muy lentamente, sin escenarios estimulantes para su conquista social y con enormes extensiones destinadas al pastoreo y en manos de unos pocos grandes hacendados, en parte relacionados con los capitales  importadores ingleses. La inversión era nula, y la especulación sobre el creciente valor de las tierras entraba en escena en detrimento del suelo como fuente de producción.

Aquellos colonos chacareros sobrevivientes del esplendor terrateniente son obligados a pagar altos arrendamientos y  a introducir mejoras en los campos, a la espera de una oportunidad para que la agricultura y la demanda internacional de granos les permitieran sentarse a negociar de igual con los propietarios de las tierras.

El empobrecimiento de la agricultura europea a finales del siglo XIX da lugar a la gran inmigración.

Pero un dato que no es menor: venían en busca de un país agrícola; la Argentina, por entonces, era un país ganadero, donde no más de 30 peones son más que suficientes por millar de cabezas de ganado.

Así la gran mayoría de la ola migratoria no pasa de los grandes centros urbanos, y en lugar de colonizar la pampa, en manos de los terratenientes, su deprimida economía no le permitía más que trabajar de asalariado o, como mucho, abrir un comercio en un centro urbano. Esto antes que tener que pagar grandes arrendamientos y tomar créditos para introducir mejoras e insumos al iniciar una producción agrícola.

Pero no solo se da una inmigración empobrecida particularmente del sur de Europa sino que, en menor medida, europeos nórdicos establecen lazos comerciales con los terratenientes locales, promoviendo la economía y contratación de mano de obra dentro de sus enriquecidas corporaciones.

Así, este aporte migratorio va transformando la sociedad y su contexto acompañado de la organización y consolidación del Estado Nacional. Para 1880 se registran grandes cambios políticos, sociales, culturales y económicos que, consecuentemente, se tornarán en el auge económico y desarrollo de la agricultura que se vislumbra en la primera década del siglo XX. Se inicia una Argentina próspera con una deslumbrante activación del sistema comercial e industrial de la mano de un pujante sector agropecuario que supo integrar la ganadería y la agricultura como base de desarrollo nacional.

 

Granero del mundo

El siglo XX amanece para la Argentina, como aquellos días radiantes donde un sexto sentido nos augura felicidad y prosperidad. Grandes inversiones extranjeras llegan a nuestro país, como a ningún otro de América Latina; el proceso de transformación había duplicado las hectáreas cultivadas, triplicado el stock ganadero, triplicado la extensión de vías férreas, modernizado el puerto y Buenos Aires comenzaba a no tener nada que envidiar a las grandes capitales europeas.

El Viejo Mundo privilegió a la Argentina como su proveedor preferencial de materias primas, y Argentina fue conocida como “el granero del mundo”.

Pero no todo aquello que reluce es oro. La prosperidad no estaba al alcance de todos. El modelo agroexportador generaba divisas solo para una clase selecta que, envuelta en lujo y majestuosidad, parecía disfrutar de los beneplácitos que brindaban los viejos imperios a sus gobernantes, sobre todo si a modo de la otrora clase plebeya, peones rurales, obreros y chacareros tenían por utopía un mínimo bienestar económico como fruto de su trabajo. Un siglo después, la brecha entre las clases sociales, entre los centros urbanos y suburbanos, entre el centro y el interior, no presenta grandes mejorías.

El siglo XX fue mostrando sus cartas. Un país exportador de materias primas e importador de manufacturas principalmente de su histórico socio Gran Bretaña. La Primera Guerra Mundial pone al descubierto la fragilidad del modelo, pero las medidas de un Estado claramente intervencionista y con EEUU como el principal socio en el intercambio comercial generan un incipiente crecimiento llevando a lograr un PBI que posicionó a la Argentina entre las diez principales potencias económicas. Sí, es correcto, el sexto mayor PBI del mundo para ser preciso,  y aunque setenta años después hayamos declarado el default a las naciones del concierto mundial, alguna vez en estos jóvenes doscientos años, Argentina se sentó en la mesa de las potencias mundiales.

El afamado Jueves Negro de 1929 y  la Segunda Guerra modifica el escenario mundial y las exportaciones agropecuarias nacionales van en irreversible caída, marcando el final del modelo agroexportador. El “granero del mundo” ya no era tal y el crecimiento que dicho modelo generó quedaba en la historia.

Llegó la hora de intentar un modelo de industrialización, que conviva con el modelo agroexportador, teñido de conflictos por ausencia de un sistema de integración entre ambos sectores, con un Estado fuertemente intervencionista, y así,  en lugar de un plan estratégico de desarrollo agroindustrial surgen antagonismos que nos conducen a quedarnos a mitad de camino en el anhelo del desarrollo. El país se endeuda fuertemente con el exterior y las políticas paternalistas nos aíslan de la tecnología y la mano de obra especializada que avanzaba en el mundo de posguerra. Las políticas de desarrollo agroindustrial fueron boicoteadas por sucesivas recetas neoliberales, concentrando la riqueza, aumento de la pobreza y un sector agropecuario deficiente en la aplicación de tecnologías que deterioró gravemente la participación de la producción agropecuaria nacional en los mercados internacionales.

La apertura democrática de 1983 junto a la apertura económica de los años 90, convertibilidad incluida, devolvieron al agro argentino al contexto mundial. Se acortó drásticamente la brecha tecnológica con los países desarrollados y desembarcan los denominados paquetes tecnológicos productos de la biotecnología. Se destaca un crecimiento económico pero nuevamente la falta de integración sectorial, y la ausencia de políticas de estado de desarrollo estratégico nacional, conllevan a la concentración de la riqueza no solo en el sector agroexportador, sino también en el financiero y de servicios, disparando así la desocupación estructural. Al igual que aquel modelo ganadero de mediados y finales del siglo XIX, donde la relación mano de obra – cabeza de ganado generó las concentraciones urbanas en detrimento de una integración territorial y social, esta vez la tecnología suplantaba la necesidad de mano de obra y, en lugar de cabezas de ganado, fueron hectáreas de soja las que se cuidaban solas. Llegó el default, la reestructuración de la deuda y el fin de la convertibilidad.

Una política de dólar alto favoreció las exportaciones agropecuarias y la demanda de los mercados emergentes, como el asiático; llevaron al sector agropecuario a volcarse fuertemente a la producción agrícola, y avanzaron, gracias a la biotecnología, sobre la frontera agrícola en desprecio de una poco rentable ganadería, siendo el propio modelo y el contexto mundial, más la ausencia de políticas agropecuarias, quienes favorecieron una agriculturización y en particular la sojización de la producción agrícola argentina. Los dividendos de exportación generaron grandes aportes a la recuperación de las arcas del tesoro nacional post-default, y eran la fuente de financiamiento de los planes sociales que intentaban ocultar bajo la alfombra problemas de desocupación por falta de oportunidades de empleo genuino.

 

 La 125

Pero como esas tormentas tropicales tan frecuentes por estos tiempos, una mañana de 2008 aparecieron las famosas  “retenciones móviles”, que con un rápido análisis y sumando impuestos ya existentes, resuelven la ecuación de una forma muy sencilla: la mitad de la cosecha es del productor, la otra mitad del gobierno. Esa medida implementada unilateralmente por el gobierno nacional, no solo cayó como balde de agua fría entre los productores, sino fue creer que el mismísimo demonio habitaba la Casa  Rosada. Unidos como nunca antes los productores agropecuarios, comenzaron una de las mayores medidas de fuerza y protesta que la historia recuerde. Los gobernantes reaccionaron como si semejante manifestación fuera una gran exposición del sector agropecuario en las rutas y pueblos del interior del país. Los días pasaron, y lejos de encontrar soluciones el conflicto dividió a la sociedad y opinión de los argentinos.

Otra vez cuando poníamos el enésimo ladrillo se desplomó la torre. Otra vez los fanatismos intolerantes, nos decía que pasaron casi 200 años y estamos como entonces... divididos.

¿Todo esto generó la soja? Sin duda que no. La soja, las retenciones, los paros, las contra marchas, son solo consecuencias de la falta de ese proyecto nacional, las consecuencias de seguir mirando un pasado trágico y no mirar un futuro promisorio que aún podemos alcanzar.

 

Plan Estratégico

El Bicentenario nos encuentra ante la bifurcación del camino. Por un lado continuar a prueba y error aplicando recetas coyunturales con objetivos destinados al beneficio político del poder de turno.

Por otro lado es la oportunidad para generar un plan estratégico sobre las políticas agropecuarias, agroalimentarias y agroindustriales que cuente con el consenso de todos los actores del sector y se garantice su viabilidad más allá del signo político de turno. Pensar en tener el camino a seguir en materia de producción agropecuaria y alimentos en los próximos cinco, diez, quince años es una obligación para los dirigentes políticos, sociales y  profesionales del siglo XXI.

Debemos direccionar nuestros esfuerzos a ser proveedores mundiales de alimentos, pensando en dar a nuestros commodities valor agregado en origen. La estrategia agropecuaria debe ser articulada con una estrategia nacional de integración y, si dichas bases establecen que el sector agroexportador es sustento de gran parte de los ingresos estatales por derechos de exportación y comercialización, pues se deberán sentar las partes interesadas a negociar con sensatez y dignidad patriótica. Debemos pregonar el debate para generar un plan estratégico que contemple soberanía y seguridad alimentaria nutricional. Sí apuntamos a proveer alimentos al mundo, pues ni un solo argentino debe estar privado del acceso económico y material a los alimentos requeridos para una vida de calidad nutricional. En tiempos de soja, cabe recordar un dato en este contexto: la proteína vegetal no reemplaza a la proteína de origen animal. Este dato es clave en el desarrollo de la intelectualidad de nuestras generaciones venideras y deben ser contempladas en un plan estratégico agroalimentario.

Nuestro país es amplio, poseedor de numerosos agroecosistemas que posibilitan diferentes producciones y economías regionales, cuya viabilidad garantizan el desarrollo e integración territorial.

 

Conclusión

Como vimos, los argentinos somos huérfanos de una visión compartida de futuro. Durante doscientos años hemos puesto todo nuestro esfuerzo para imponer los intereses sectoriales y no hemos privilegiado un proyecto como sociedad, como país.

No es muy difícil analizarlo. Nadie se casa sin un proyecto de pareja, de familia. Nadie estudia una carrera sin tener como objetivo el ejercicio profesional. Debemos entonces tener un proyecto de país. Debemos sentarnos todos a la mesa del debate y decidir el camino a transitar, la senda que nos lleve a lograr la equidad de oportunidades para el bienestar social, la competitividad a nivel mundial, y sobre todo la confianza entre los argentinos dejando de lado tantos años de desencuentro.

Cada uno de quienes vivimos esta Argentina Bicentenaria, seremos protagonista de otros cien años de fracasos y desencuentros, o seremos responsable de la fundación de un país unido, avanzando hacia el mismo objetivo, pluralista, integrador, capaz de entender que, el no estar de acuerdo no da derecho a bloquear cien rutas, ni de copar un plaza con conductas medievales.

Solo son necesarias ocho, diez, o quince horas de trabajo diario serio, responsable, profesional, con espíritu  de consenso, que nos lleve a un 25 de Mayo de 2060 sabiendo que solo cincuenta años fueron necesarios para recuperar  dos siglos de nuestra historia, que a la luz de los acontecimientos, hoy, parecen ser dos siglos perdidos.

Debemos trabajar noche y día,  pero una Argentina proveedora de alimentos al mundo entero es posible.

Dios quiera sea el Bicentenario el punto de partida, para que de una vez por todas, aquella histórica frase tome vigencia, por nosotros, por nuestros hijos: “Se levanta sobre la faz de la Tierra una nueva y gloriosa Nación”; que así sea.