UNA MIRADA DESDE EL BICENTENARIO DE

 DOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA UNIVERSIDAD DEL FUTURO.

 

Pablo Gabriel Varela

 

La permanente recurrencia a la universidad por parte de la sociedad es más que bicentenaria. La universidad argentina y cualquier universidad que se precie de ser eso,  universidad, carga sobre sus espaldas con una historia que nace en el mundo[1] hace más de ocho siglos y que se nutre de la “multiversidad” como elemento primordial. No es posible desprenderse de ese legado que ha quedado por escrito más allá de las épocas y de sus actores, porque, ciertamente, quien niega su herencia, ¿no niega su origen?

Comprometida con ese pasado, la universidad construye en su presente su futuro, debiendo reflexionar  - de manera sostenida – acerca de los principios que como institución educativa tiene que mantener, aplicar y desarrollar como forma explícita de su compromiso con la comunidad de la cual es parte.

Los procesos de globalización, con sus aspectos positivos y negativos, están pautando configuraciones a las cuales la universidad, como institución social, podrá ajustarse sin perder su verdadero “ser en sí” – de acuerdo con el pensamiento quilesiano[2] -  y privilegiando, quizás, algunas de sus funciones.

            En los nuevos escenarios, la universidad podrá adoptar configuraciones más armónicas con los procesos sociales derivados de la globalización, de la ciencia y de la tecnología, pero deberá seguir siendo fiel a la irrenunciable misión de formar  a los estudiantes como personas, más allá de sus aspectos meramente técnicos  y profesionales.

            Como institución educativa, la universidad debe, también, fortalecer, en los nuevos contextos, su carácter anticipatorio sobre firmes bases científicas. Tendrá que estar, más que nunca, por delante de los acontecimientos, buscando ofrecer soluciones posibles y orientaciones a los problemas que se le pueden presentar.

            Ante los avances de la ciencia, de la tecnología, y las nuevas formas de relación entre los países y las comunidades, la universidad debe  constituirse en el lugar en el cual exista el espacio suficiente para la reflexión y la investigación vinculadas con las inquietudes y necesidades  de las sociedades.

En 2006, en nuestro trabajo presentado en el panel sobre el sistema educativo expresábamos, en el marco del documento Educación y Proyecto de Vida – que cumplía 21 años desde au aparición -,  que era menester destacar que en su punto 28  aludía al documento de Puebla que, con claridad meridiana, manifiesta  que “el objetivo de toda educación genuina es el de humanizar y personalizar al hombre, sin desviarlo, antes bien, orientándolo eficazmente hacia su fin último que trasciende la finitud esencial del hombre”. Y es allí mismo, donde refiere a la educación personalista, personalizada y personalizante, que tanto desarrolló el P. Ismael Quiles S.J., en particular, en dos  de sus obras fundamentales: “La persona humana” y “Filosofía de la Educación Personalista, abordando la temática sobre la base de su Antropología Insistencial. En la segunda de las mencionadas, señala que “el fin de la educación es el desarrollo armónico de todas las cualidades, capacidades o facultades del ser humano en orden a la personalización”; y pone especial énfasis en que el enfoque educativo superará el mero hecho de individualizar la educación, para avanzar en lo que significa educar en una adecuada concepción de la persona humana y propiciatoria de su pleno desarrollo como tal. 

En concomitancia, una  pensadora que vivió muy pocos años -  pero con una gran intensidad y  trascendencia a través de sus libros -, Simone Weil[3], amiga de Gustave Thibon[4] – uno de los destacados filósofos católicos contemporáneos -  tiene un trabajo muy profundo, particularmente interesante, sobre la atención humana y en especial la atención escolar. En ese escrito  retoma el tema de los trascendentales y establece que la gran tarea de la educación es, precisamente,  que a través de esa atención se pueda llegar a lo bello, a lo bueno y a la verdad, como trabajo fundamental de la vida de la persona. Tanto así lo considera que, con ironía, llega a decir que “todo lo demás casi no importa”.

En ese sentido, y desde la perspectiva sucintamente descrita,  abordaremos  dos principios,  a nuestro entender fundamentales, que jamás pueden ser abandonados en ninguna de las tres funciones universitarias prístinas como son la docencia, la investigación y la extensión. Dichos principios son: la orientación y la formación.

 

La universidad y el  principio de la orientación.

 

Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el principio de la orientación debe ser el rasgo distintivo del proceso educativo concebido en todos los niveles de la educación sistemática. Desde el ingreso del niño a la educación inicial la orientación, ejercida por los docentes y sin excluir la que naturalmente brindan los padres,  tiene que acompañar cada etapa educativa hacia la siguiente. Orientación que atañe a todas las facetas de la vida en el marco de la escuela y fuera de ella.

¡Cuánto más debe afirmarse dicho principio en la institución de la educación superior por excelencia como lo es la universidad, en la que debe preparase, precisamente, a la persona “en lo superior” y para “lo superior”, según el decir del P. Alfonso Borrero Cabal[5]!

Es dable recibir, con frecuencia,  comentarios respecto de la falta de definiciones, conocimientos y experiencias que tienen los jóvenes cuando ingresan a la universidad. Y eso es cierto. Pero las preguntas que surgen ante este hecho son: ¿qué hacer ante ello?, ¿qué atender primero: las carencias personales o las de conocimientos?, ¿es posible subsanar algo de esta situación?

En un verdadero rescate de la interpretación pedagógica del término orientar, partimos del necesario reconocimiento del acto educativo como relación interpersonal[6] entre impares, en la cual el educador guía – muestra el rumbo, orienta, encauza - al educando en un proceso que apunta al desarrollo de la integralidad de la persona. Es en esa instancia en la que se produce el descubrimiento de todo lo que se desconoce o de lo que se carece, convirtiéndose en un punto de partida de la acción de orientar que luego abarcará otros aspectos de la vida universitaria.

El principio de la orientación está íntimamente ligado a la búsqueda de la verdad,  cuestión  distintiva de la institución universitaria que en el caso de las universidades católicas se ve claramente desarrollada en la Constitución Apostólica de S.S. Juan Pablo II [7] que el pasado 15 de agosto cumplió su vigésimo aniversario.

La universidad, como una de las instituciones históricas más importantes de la humanidad, ha debido afrontar, desde sus inicios, diferentes problemas y uno de los que siempre le ha producido preocupaciones ha sido y sigue siendo hasta hoy el relativo a las condiciones – madurativas, cognoscitivas, de habilidades y destrezas, para nombrar algunas - en que llegan sus ingresantes.

La  realidad indica que la falta de orientación  que debieron haber dado los diferentes niveles del sistema educativo anteriormente hace crisis - en muchos casos -, justamente, en el ingreso universitario que no sólo se funda en los conocimientos, hábitos y habilidades no adquiridos sino que, además, agrega la desorientación ante la necesidad de elegir un estudio superior que implica,  consecuentemente, la opción de una forma de vida.

Es en esa encrucijada donde la universidad debe desplegar un sinnúmero de estrategias educativas con el objeto de cubrir deficiencias vocacionales, madurativas e  instruccionales,  a fin de encauzar – orientar – al estudiante que se incorpora a la institución.

Pero bien sabemos que, aún superado ese primer trance que puede llevar los primeros años de las carreras, la tarea de orientar debe continuar acompañando la totalidad del camino emprendido por el alumno hasta la finalización de sus estudios y su graduación.

De allí surgen las tutorías docentes o de estudiantes avanzados, los talleres de interacción, los grupos de estudio dirigido, los ateneos, los encuentros disciplinarios e interdisciplinarios, las actividades asistenciales y remediales y tantas otras acciones que pretenden continuar esa labor, cada vez más necesaria, de conducir o, al menos, ayudar a conducir los pasos del estudiante hacia el logro de sus metas universitarias.

La tarea orientadora de la universidad hacia sus alumnos, más allá de los avances que puedan producirse en el campo de la ciencia y la tecnología, se avisora como  un desafío hacia el futuro cada vez más complejo y exigente.  

 

 

 

La universidad y el  principio de la formación.

 

Vale la pena iterar que la universidad es, en esencia, y aunque decirlo parezca una obviedad, una institución de la educación. Sin lugar a dudas, es la institución que, dentro de cualquier sistema educativo de un país, tiene la mayor responsabilidad respecto de su relación con las demás instituciones educativas de los diferentes niveles de enseñanza[8], y, al mismo tiempo, la que mayor compromiso adquiere con la sociedad de la cual es parte.

En definitiva, cuando apreciamos que la institución universitaria es la “hermana mayor” en un sistema educativo, entendemos que por esa razón  no puede – ni debe – abandonar o desatender el principal cometido de su acción: la formación de la persona humana, en todas sus dimensiones y  constituida sobre la base del concepto integral de la misma[9] .

Fiel a su principio de institución educativa “que forma”, la universidad debe asumir que, concretar esta tarea, implica “pensarse como formadora”.

¿Qué significa que la universidad se piense como formadora?

En rigor de verdad, su significado es múltiple. Para presentarlo, brevemente, nos referiremos a cuatro tópicos: dos que podríamos llamar instrumentales o de organización; y, otros dos, conceptuales y de fundamento.

En primer término,  la universidad se define a través de sus objetivos institucionales que declaran, públicamente, hacia dónde se encamina, qué cometidos persigue, qué rumbo toma; y lo expresa en sus propios estatutos. Por lo tanto, uno de sus objetivos debe ser la formación, en el marco integral de la persona humana.

En segundo término, esos objetivos enunciados y escritos en un documento liminar se encarnan en políticas institucionales que se ven plasmadas, concretamente, en acciones tendientes al cumplimiento de aquellos. En algunas instituciones universitarias estas políticas están también contempladas en su propio estatuto; en cambio en otras, se ven reflejadas en otros documentos o en lo que se denomina su ideario. De una u otra forma, esas políticas tienen difusión pública.

En tercer término, como “institución” debe retomar – y revitalizar – entre sus objetivos fundamentales los que planteara el trabajo realizado por J. Delors [10] para la UNESCO – también conocido como Informe Delors -  respecto de los cuatro pilares de la educación para el siglo XXI: aprender a ser – ya esgrimido en los ’70 en el denominado Informe Faure (Edgar) -; aprender a conocer; aprender a hacer; y aprender a convivir. Cuatro “aprenderes” esenciales que impregnan la totalidad del quehacer universitario: la docencia en todas sus formas; la investigación científica y tecnológica, con sus matices y  modos de hacerse  y difundirse; y la extensión, en el amplio espectro de servicios a la comunidad y como fuente de irradiación de la cultura.

Y en cuarto término, la universidad diseña y encara sus funciones desde un enfoque que apunta a una formación que excede la mera preparación – científica, técnica o tecnológica -  de profesionales, o de investigadores  o de prestadores de servicios a la sociedad, puesto que, a cada una, le agrega el valor que otorga, desde la búsqueda de la verdad, el proceder ético, solidario y que reconoce en el otro (o los otros) a una persona  humana con todo lo que ello significa. Más que en cualquiera de las épocas pasadas, la sociedad demandará en el futuro  personas más desarrolladas en sus capacidades individuales que asuman con madurez sus roles profesionales para que puedan “orientar y servir” a los demás en escenarios donde la “sobreinformación y el engaño” generan una “niebla social” que no permite visualizar con claridad los problemas y sus  soluciones reales.

Para que ese diseño se logre, la universidad “ad intra” debe crear instancias de reflexión  permanente – y, en especial,  crítica – acerca de esos grandes temas y problemas que atraviesan transdisciplinariamente[11]  la totalidad de la institución y de sus miembros: los profesores, los estudiantes, los investigadores, los directivos, los administrativos, los graduados; como así también impactan en los diferentes sectores de la sociedad a la que aquella pertenece.

Asimismo, la estructura institucional  tiene que incluir actividades académicas, curriculares y extracurriculares, para la profundización del debate de los aspectos filosóficos, éticos, sociales y teológicos – para las instituciones universitarias confesionales – que se vinculan con las carreras de grado, de posgrado, con los programas y proyectos de  investigación y las actividades, cursos y servicios que se prestan a terceros. Esto supone la existencia de contenidos teóricos y prácticos específicos,  ya sea a través de módulos o unidades en los programas de las materias, o de obligaciones académicas (asignaturas o seminarios) especialmente  conformadas con ese fin.

Es posible observar que, en algunos casos, los planes de estudio presentan una apertura a temas que van más allá de los contenidos estrictamente vinculados con la carrera o profesión que se estudia, pero eso no es suficiente. Los procesos formativos verdaderos requieren la conjunción de distintos tipos de esfuerzos que se encaminen hacia una misma finalidad. La existencia de objetivos de cátedra que den cuenta de una orientación de la materia, que trascienda lo cognoscitivo e incursione en el campo de los valores y las responsabilidades, es otra alternativa válida que bien puede complementar otras acciones ya mencionadas.

Es innegable la necesidad de incorporar ética y su correspondiente ética profesional como eje formativo[12] en todas las carreras, pero es también innegable que, si pretendemos una formación integral y sólida de los graduados,  es insuficiente. No alcanza con tener una materia o un seminario que, en determinados casos, hasta queda totalmente fuera de contexto. Es menester tomar conciencia de ello y examinar los diseños curriculares de las carreras de grado y de posgrado para poder evaluar con precisión las necesidades reales de la formación que queremos brindar.

En 1972, E. Martínez Márquez se refería al concepto de educación permanente y lo que significaba para el hombre del futuro la necesaria actualización profesional;  destacaba que a esa exigencia habría que añadirle las propias del crecimiento demográfico, de la industrialización, de la aparición de nuevas profesiones, de los medios de comunicación, entre otras. Y concluía,  que “El problema indeclinable exige de nuevo el enfoque de lo humano y la solución de las humanidades[13]

Han pasado casi cuarenta años del momento en que fueran escritas las ideas expresadas en el párrafo anterior  y observamos que, con otros factores demandantes sumados a los señalados - que en gran medida se mantienen-, la respuesta es y será la misma: la formación, lo humano, el enfoque de la persona humana como núcleo de la formación universitaria.

 

Conclusiones

 

Posicionados en el Bicentenario de nuestra Nación, somos concientes de que la demanda de educación superior, en general, y de educación universitaria, en particular, será  cada vez mayor habida cuenta  del nivel creciente del número de alumnos en la enseñanza secundaria[14] y los requisitos de empleabilidad existentes en los ámbitos laborales. Todo hace suponer que estas dos variables sigan incrementándose con el correr de las décadas.

Por otra parte, el desarrollo científico y tecnológico se acelerará y la producción de conocimiento como consecuencia. Esta realidad marcará aún más las asimetrías que existen a pesar de los esfuerzos nacionales y regionales que se llevan a cabo.

Más que nunca, el rol de la universidad ante los factores enunciados se revitaliza y determina que deba responder con idoneidad y eficiencia  a los requerimientos de   una sociedad en  cambio.

Pensar la universidad del futuro, desde el Bicentenario,  supone recurrir a  las raíces educativas que la constituyen y, desde esa situación,  hacer frente a nuevos desafíos que, indefectiblemente, pasarán por sus grandes misiones: el hombre, la ciencia  y la sociedad.

El afianzamiento de sus principios educativos de orientar y de formar  tiene que ser la garantía para que la universidad pueda dar a la sociedad  de las próximas décadas los  profesionales e investigadores que verdaderamente necesita.  

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

AAVV. Homenaje al Profesor Doctor Don Ricardo Marín Ibáñez. Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1990.

Borrero Cabal, Alfonso. Seminario General Internacional. Formación de Administradores Universitarios. Universidades del Mercosur. SEGISUR. Universidad Católica del Uruguay “Dámaso Antonio Larrañaga”, Piriápolis (Uruguay), 1991-1992.

Delors, Jacques. La educación encierra un tesoro. UNESCO, París, 1996.

Juan Pablo II. Constitución Apostólica sobre las Universidades Católicas .EUS, Buenos Aires, 1990.

Quiles, Ismael. . Antropología Filosófica In-sistencial. Obras de Ismael Quiles S.J. Volumen 1. Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1978.

. Filosofía de la Educación Personalista. Obras de Ismael Quiles S.J. Volumen 5 – Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1984.

Martínez Márquez, Eduardo. Universidad auténtica. Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1972.

Morin, Edgar. Articular los saberes. Ediciones Universidad del Salvador, Buenos Aires, 2007.

UNESCO. Documento de política para el cambio y el desarrollo de la educación superior. UNESCO, París, 1995.

Varela, Pablo Gabriel. El educador profesional. Su formación. Itinerarium, Buenos Aires, 1987.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Si bien en nuestro país reconocemos como antecedentes la creación de la Universidad de Córdoba en 1623 y la de la Universidad de Buenos Aires en 1821.

[2] Cfr. QUILES, Ismael. Antropología Filosófica In-sistencial. Editorial Depalma, Buenos Aires, 1978.

[3] (1909-1943) Autora, entre otros, de A la espera de Dios y La gravedad y la gracia

[4] (1903-2001) Autor de El equilibrio y la armonía

[5] Cfr. Borrero Cabal, Alfonso. Seminario General Internacional. Formación de Administradores Universitarios. Universidades del Mercosur. SEGISUR. Universidad Católica del Uruguay “Dámaso Antonio Larrañaga”, Piriápolis (Uruguay), 1991-1992.

[6] Cfr. Quiles, Ismael. Filosofía de la Educación Personalista. Obras de Ismael Quiles S.J. Volumen 5 – Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1984.

[7] Cfr. Juan Pablo II. Constitución Apostólica sobre las Universidades Católicas .EUS, Buenos Aires, 1990, págs. 13 y 14.

[8] Cfr. UNESCO. Documento de política para el cambio y el desarrollo de la educación superior. UNESCO, París, 1995.

[9] Juan Ferrero (Universidad de Deusto)  en su trabajo La formación de educadores: ¿profesionaliza la Universidad?,  afirma “…, la Universidad de nuestros días tiende a acentuar de tal suerte la función profesionalizadota que corre el riesgo de convertir esta función de elemento constituyente en elemento definitorio de la actividad universitaria;…” En  AAVV. Homenaje al Profesor Doctor Don Ricardo Marín Ibáñez. Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1990, pág. 110.

[10] Delors, Jacques. La educación encierra un tesoro. UNESCO, París, 1996.

[11] Morin, Edgar. Articular los saberes. Ediciones Universidad del Salvador, Buenos Aires, 2007, pág. 55.

[12] Varela, Pablo Gabriel. El educador profesional. Su formación. Itinerarium, Buenos Aires, 1987, págs. 23 y 24.

[13] Martínez Márquez, Eduardo. Universidad auténtica. Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1972, pág. 50.

[14] En nuestro país, la aplicación de la Ley 26.206, de Educación Nacional, sancionada en 2006, lleva a 13 los años de educación obligatoria, incluyendo de esta forma la totalidad del ciclo secundario, lo cual hace pensar que traerá aparejado el incremento de la demanda de educación superior.