Europa: una aventura inacabada /  Zygmunt Bauman. Buenos Aires, Losada, 2009. 203 págs. ISBN 9789500396646

 

El autor enfoca la realización del libro como una representación o expresión literaria de los acontecimientos que se vivían en la realidad europea. Su edición original del año 2004 se enmarcaba en un momento en el que (en octubre de ese mismo año) se habían suscitado importantes acontecimientos y debates en torno al tratado por el cual se establece una constitución para Europa; el conocido tratado constitucional que llegaba como la etapa posterior a Maastricht.

Esto suscitó discusiones sobre el sistema de votación, llegando a otros sectores como futuras adhesiones, y el papel que los partidos políticos europeos jugarían en su ratificación por cada uno de los miembros. Más allá de la recomendación del propio parlamento europeo a los Estados miembro para la aprobación del tratado constitucional y de los llamamientos públicos de representantes políticos, como el ex presidente francés Jacques Chirac, se encontraron fuertes rechazos a su ratificación en países como Francia y Holanda. No obstante, ello se enmarcaba en un escenario, no solo europeo a nivel regional, sino directamente en la política internacional por los importantes acontecimientos para el orden internacional, como los atentados del 11-S y la invasión a Irak, que habían generado una marcada división en los miembros de la UE.

Zygmunt Bauman es sociólogo, nacido en Polonia. De familia judía, emigró a Rusia durante la ocupación del nazismo. Posteriormente, volvió a Polonia a estudiar y militó en el Partido Comunista. Las tensiones políticas lo llevaron a trasladarse a Inglaterra donde reside desde 1971. Allí se desempeña como profesor emérito de la Universidad de Leeds.

El desarrollo, los ejes del libro e, incluso, los cuestionamientos presentados han dado lugar a una obra sobresaliente en su contenido y sus reflexiones. Fuertemente atractiva, no solo para un sociólogo, sino también para aquellos vinculados con el mundo de las Ciencias Sociales, especialmente politólogos, internacionalistas e interesados en el estudio de los procesos de integración.

Además de ser uno de los principales referentes de los debates europeos, la sencillez de su escritura, hacen de Bauman un autor elegido por muchas personas no vinculadas al mundo científico social o académico. La obra embarca al lector en una expresión sencilla, comprensible, también profunda y con el notable sesgo característico de Bauman, el de una inteligencia audaz, provocadora y crítica.

Desde que el lector se zambulle en la obra, Bauman comienza, la explicación del título de su libro, abordando el concepto de Europa. Un concepto que considera como algo creado, construido y aún en construcción, tal vez interminable, pero demandante sobre todas las cosas, de inventiva. Mas allá de las definiciones espaciales y territoriales, y de las concepciones políticas de soberanía, se ve cómo el carácter de ser europeo trasciende la realidad impuesta por la geografía. La esencia europea va por delante, como meta por alcanzar.

Los debates propios de la identidad, llevan a cuestionar, más allá del establecimiento de límites geográficos, los límites étnicos o culturales de Europa y estos últimos, a rever los primeros. La noción de ser o sentirse europeo no se limita a haber nacido o vivido en el continente, sostiene Bauman. Esta idea me recuerda las concepciones que Florencio Hubeñak hace, en sus notables investigaciones, sobre el mito político romano, su papel educador, enmarcado en el paternalismo y el destino manifiesto. Son llamativas las anécdotas de la Batalla de los Campos Cataláunicos, donde junto al ejército romano, los visigodos de Teodorico I defendían el imperio de las hordas de Atila, más que los propios romanos (como comúnmente se dice: “más papista que el Papa”). Es decir: hombres que no habían nacido en Roma, ni jamás habían estado allí, daban su vida por defender una ciudad que no existía.

La europea es caracterizada por el autor como una cultura expansiva, incapaz de fijarse fronteras o hacerlo por el solo deseo de traspasarlas. El concepto de identidad europea, implica la contemplación del otro, de la otredad, como dice el autor, de lo externo, en términos de asimilación. Europa descubrió, pero no fue descubierta; dominó, pero no fue dominada; fue copiada u obligó a que la copiaran, pero no copió. Tuvo lo que el autor denomina una clara función globalizadora. Su expansión marcó decisivamente a la humanidad, y en ese proceso se destacó el provecho de su superioridad militar y económica, así como el trato despótico y el desprecio por otras formas de vida, en su misión civilizadora. Si bien tomó elementos de otros para su provecho, sobre todo científicos, siempre apostó a ser Europa. Forjó su identidad, desde el medioevo, como occidental y cristiana, recogiendo su herencia helénica, romana y cristiana; después, sumó lo germano, con Carlomagno, y luego, el capitalismo, en su entrada a la modernidad.

Europa termina siendo sinónimo de modernidad. El cientificismo y el racionalismo propios de la modernidad europea comienzan a estimular esa tendencia a explorar, rever, reinterpretar, recrear, y a la investigación crítica del mundo, como lo expresa el autor. Esta cultura fue aquella que se llamó así misma civilización, que exploró, influyó y moldeó el mundo, desde el liberalismo universalista hasta el nacionalismo y sus imperialismos. Como el positivismo del siglo XIX, recogiendo la idea de progreso, avanza sobre los últimos territorios de cosmovización de los imperialismos nacionales, a donde se lleva la civilización, la occidental y cristiana, la europea. El imperialismo británico en la India que había denunciado tan fervientemente Rosa Luxemburgo es un notorio ejemplo de cosmovización. Con fuertes componentes social-darwinistas, autores, como Nietzche, evidencian representaciones artístico-literarias que dan impulso a los imperialismos de la Europa bismarkiana.

Estas expresiones van a encontrarse también en Argentina, en los exponentes de la Generación del ’37, en obras como Facundo o Civilización y Barbarie de Domingo F. Sarmiento. En nuestro país, la civilización avanzaría puertas adentro sobre los considerados elementos de atraso en el proceso de conformación de los Estados nación modernos, que se consolidan en América Latina, según el brasilero Moniz Bandeira, luego de la Guerra de la Triple Alianza. El personaje del gaucho sería considerado como anormal, siguiendo la visión de Michel Foucault, y el Rosismo representaría la barbarie. Nuestra historia volvería a repetir o reflotar la antinomia civilización/barbarie en el siglo XX, pero esta vez, la barbarie sería el peronismo. Así como Europa tiene sus representaciones literarias con la Guerra de los Mundos de H. G. Wells, la expresión por excelencia del texto antiimperialista, también la Argentina tendrá la reivindicación de los elementos de la barbarie con una magistral obra de análisis sociológico como Martín Fierro de José Hernández. Casi una reivindicación como la que Cayo Cornelio Tácito hace del hombre germano en la Roma decadente.

Europa actuó como si fuera la dueña del planeta, descargando sus problemas en él y ofreciendo, a su vez, un modo de vida que creía superior, un orden frente al desorden. Dice Bauman:

La misión realmente completa resultó ser la extensión por todo el mundo de un impulso compulsivo, obsesivo y adictivo de ordenar y reordenar (nombre en clave: modernización), y de la necesidad irresistible de degradar modos de vida y de ganarse la vida pasados y presentes por medio de la eliminación de su valor de supervivencia y su capacidad de mejorar la existencia (nombre en clave: progreso económico): las dos specialités de la maison européene responsables del más prolífico suministro de ‘desechos humanos”. (p.30)

El autor aborda factores que pueden considerarse de decadencia en el escenario europeo, como: una población joven decreciente, la emergencia de nuevas potencias económicas e, incluso, el eclipse de sus sistemas intelectuales. Se muestra una Europa que ya no puede buscar más soluciones globales a sus problemas locales (ahora busca que los problemas globales no se vuelvan locales) como antaño, que ha visto surgir la posibilidad de modernización sin occidentalización y que ya no tiene legitimación alguna de su estilo de vida, aquel que antes sirvió como punto de referencia para la aprobación de cualquier otra forma de vivir. Afirma Bauman: “La presencia europea es cada vez menos visible, tanto en lo físico como lo espiritual” (p. 48)

Los Estatutos de la Identidad, aprobados en 1995 por el 41° Congreso de la Europa-Union Deutschland, enmarcan a Europa como una “comunidad de valores” con sus raíces históricas en la antigüedad clásica y la herencia cristiana, pero también la caracterizan como una “comunidad de responsabilidad”. Al respecto, el autor establece que este estatuto es claramente utópico:

Tal veredicto podría ser correcto; pero la identidad europea fue una utopía en todos los momentos de su historia. Tal vez el único elemento constante que hizo de la historia de Europa una historia coherente y al fin cohesiva fue el espíritu utópico que es endémico a su identidad, una identidad eternamente inalcanzada aun, enojosamente alusiva y siempre en desacuerdo con la realidad de su tiempo. El lugar de Europa estuvo siempre entre el “debería ser” y el “es”, y es por esto que tenia que ser un lugar de experimentación y aventuras continuas, lo cual ciertamente ha sido (p. 57).

Defender la identidad es defender una utopía (del griego ou que significa no y topos que significa lugar), es decir, el lugar que no existe. Se defiende una utopía de lo que es Europa, algo así como la defensa del sueño americano, que tanto enarbolan los presidentes norteamericanos.

En un orden mundial abierto al capitalismo y al libre mercado como requisito para la democracia, Europa se ve (como nunca antes le había sucedido) bajo la sombra de otra potencia, los Estados Unidos. Las consecuencias de este orden, de un capital globalizado que no se detiene frente al sufrimiento humano, hacen que el mundo exterior no sea más una aventura para la visión europea, se perdieron el deseo y la voluntad de aventura. El mundo es hostil y amenazador. Europa se esfuerza por que los problemas locales del mundo no tengan solución en su tierra, es decir, que sigan siendo locales. Esto refuerza las instancias de diferenciación del nosotros y del ellos, fortaleciendo las perspectivas de seguridad y las visiones xenófobas, con una sociedad volcada al consumo de elementos que, sin posibilidad alguna de saciedad, le provean progresivamente una seguridad que jamás será suficiente. Los únicos ellos que entran son aquellos destinados a hacer los trabajos sucios. Esto ayuda a formar, a su vez, el arquetipo de enemigo que amenaza la forma de vida consumista, la libertad y la democracia, los valores universales de occidente, los valores de la civilización, impuestos por el hegemón, a cualquier precio. Vale la pena destacar en este punto la investigación de Edward Said en Orientalismo, que hace un notable rastrillaje de las producciones artísticas norteamericanas en las cuales se construye el arquetipo de hombre oriental con claros factores negativos.

Se defiende el es de la identidad europea, su forma de vida y sus niveles altos de consumo, frente al debería ser, que implica sus responsabilidades y los efectos negativos que generó en el mundo en los siglos pasados, más propios de la barbarie que de la civilización. Aquí, el otro pasa a ser componente necesario en el escenario multicultural que se evidencia en el viejo continente. Enfrentar estas responsabilidades y defender sus formas de vida hace que el proceso de integración institucional que ha comenzado Europa tenga estos factores entre sus ingredientes. Contemplando, incluso, cómo ha declinado la influencia europea en los asuntos de la política internacional. Bauman llega a afirmar el camino de Europa hacia la plena concepción kantiana, en contraposición al mundo hobbesiano que desparrama el hegemon con su falta de diálogo y fuerza bruta. Para estos problemas globales (a los cuales con tanto empeño ha aportado Europa) y los “desechos humanos” generados por el progreso económico fue precisamente este Estado social el que logró erigirse como una tercera vía entre el capitalismo salvaje y el comunismo en el escenario de la Guerra Fría. Pero no lo logra hoy, ante un capitalismo globalizado frente al cual no hay alternativas.

Nuevamente, se trae a consideración el papel de Europa en la política internacional y su proceso de integración. La formación de una confederación de Estados sobre la construcción de la concepción de un Estado social podría darle a Europa otra vez una relevancia más notoria en los asuntos internacionales. Sin embargo, ni los países ni Europa en su conjunto con el proceso de integración parecen orientarse a esto. En un contexto actual de ajuste económico sobre las clases trabajadoras y de salvatajes de bancos —y sus gerentes con abultados sueldos en aumento—, países como España y Grecia han mostrado enormes descontentos sociales ante la ofensiva de la derecha de desarticular el Estado social. El poder del capital global ha llevado a los europeos, mejor dicho, a sus elites dirigentes, en concordancia de intereses con la oligarquía financiera (aquella que ya denunciaba Nicolai Bujarin en la II Internacional), a sacrificar (como bien denuncia el autor) el mayor logro de la sociedad europea, un Estado que garantizaba la seguridad social.

En el nivel de las unidades de análisis, podemos ver cómo la crisis internacional de los años pasados ha golpeado fuertemente la economía europea, generando endeudamientos y altas tasas de desempleo, en muchos casos, debido a la explosión de la burbuja inmobiliaria, producto de la inversión del excedente capitalista en procesos urbanos especulativos, tema que ha desarrollado con gran detalle el geógrafo David Harvey. Los bancos centrales de las naciones prestaron a los bancos privados que, a su vez, otorgaron préstamos para hipotecas basura. Luego, al cortarse el pago, los bancos entraron en crisis y necesitaron nuevamente préstamos de los bancos centrales que fueron otorgados a través de los organismos internacionales de crédito, generando el endeudamiento de los países y la necesidad imperiosa de recortar gastos. Esta última medida no saldría de los sueldos de los gerentes bancarios, sino de los recursos destinados a educación, salud y beneficios sociales, es decir, de los elementos que componían el Estado social:

Las instituciones del Estado social están siendo desmanteladas una tras otra, al tiempo que se eliminan una tras otra las restricciones antes impuestas a las actividades empresariales y a la libre interacción de los mercados y sus consecuencias […]. El Estado se lava las manos de la vulnerabilidad y la incertidumbre que se derivan de la lógica del libre mercado (o de su falta de lógica), al que ahora se presenta como un problema privado, al que se tienen que enfrentar los individuos por separado, y solamente con los recursos que tiene cada uno a su disposición. (p. 124)

Francia, con Sarkozy; Grecia; Irlanda; Portugal, y hasta España, con Rodríguez Zapatero: parece que el aburguesamiento de los partidos de izquierda es una constante; terminan por compartir medidas con los Gobiernos de derecha, siempre al servicio del capital financiero global.

El Estado social en decadencia es progresivamente reemplazado por el Estado de seguridad (este es el tercer punto relevante de la obra de Bauman, luego de la identidad europea y el contexto sistémico hostil por el capital global en donde queda eclipsada frente al poder de los Estados Unidos). Hay un notable cambio en el concepto de seguridad que ya no se vincula con la dignidad humana sino con la seguridad personal y privada, y la lucha antiterrorista: “Tras haber rescindido o reducido severamente su anterior interferencia programática en la inseguridad causada por el mercado, los Estados contemporáneos deben buscar otros tipos no económicos de vulnerabilidad e inseguridad sobre los que basar su legitimidad. Actúan como si hubiesen decidido pasar de Estados sociales a Estados de seguridad” (p. 125).

Ya hemos mencionado brevemente las implicancias psicológicas de la seguridad. Pueden ser reales, pero también inventarse, exagerarse, dirigirse, imaginarse, etc. La seguridad nunca es total. Se termina generando una adicción al miedo y una obsesión por la seguridad, de forma tal que la producción hobbesiana del miedo supere y repliegue de las preocupaciones a las inseguridades o los miedos económicos. Los miedos modernos nacidos de la desregularización y el individualismo destruyeron los vínculos de solidaridad y, progresivamente, al sector público. El vecino se convierte en enemigo y el nacionalismo acentúa dramáticamente los conceptos de nosotros y ellos. El mismo miedo que el Estado social iba a erradicar comienza a ser gestionado por el mercado de consumo, que lo dirige a la formación de una industria de seguridad como principal beneficiaria del desmantelamiento del Estado social.

Se genera según el autor, un proceso en el que el mercado ha absorbido el poder del Estado y se ha pasado de institucionalizar los conflictos a criminalizarlos. La opción de dirigir la sensación de inseguridad a la inmigración se ha vuelto una conducta común, lo cual representa un indicador notable o una consecuencia de la desarticulación del Estado social, comenzada a mediados de los setenta con la desregularización del capital global y el fin de los 30 años gloriosos de Europa. El Estado no fue capaz de proteger ante los golpes del mercado, aunque sí lo intentó y resultó en una crisis de legitimación (Habermas) que atacó sus políticas económicas y disminuyó progresivamente sus decisiones soberanas. La posterior búsqueda de una legitimación alternativa llevó a los Estados a dirigir sus enfoques al mismo lugar que los bienes de consumo: la seguridad personal. Por tanto, el Estado reclama para sí un sector de dominio monopólico buscando un tipo de amenaza a la seguridad:

De ese modo se manifiestan nuevas modalidades criminales que dan mucho que hacer a los gobiernos para proteger la seguridad amenazada de sus ciudadanos. El continuo migración-crimen-seguridad (una expresión de Goodey) les permite a los Estados de Europa encontrar su poderosa nueva legitimación en la nueva mezcla de vigilancia y política de inmigración. (p. 167).

De la misma forma que, terminada la Segunda Guerra Mundial, en la que el Estado, bajo concepciones realistas dominantes, se había visto incapaz de garantizar la paz y la sociedad se encontraba apremiada por la necesidad de encontrarla, éste se volcó a la formación del Estado social, hoy gira a un Estado de seguridad, que hace la guerra contra el terrorismo, que, además, no es un actor sino una práctica.

Europa debe afrontar viejos y nuevos desafíos, muchos de ellos, vinculados a su proceso de integración. El Acuerdo de Schengen es un indicador de cómo se sientan las bases para una política de inmigración pero luego cada país establece la suya por encima de esa base. Esto evidencia el rechazo de algunos miembros a renunciar a determinados aspectos de su soberanía, incluso cuando es clara la necesidad de hacer frente de forma conjunta a desafíos globales y la una búsqueda de una solidaridad supranacional. Si bien la UE tiene una excelente coordinación en algunas materias, quedan elementos aún pendientes. No hay integración en seguridad mas allá de la unión monetaria, hay diferentes competitividades y sistemas fiscales que dificultan la integración económica, y la mayoría de las medidas son regulativas y no redistributivas. La mirada está puesta en la integración, cuando el concepto de unidad está por encima.

La tan joven UNASUR ya tiene una apuesta fuerte a la unidad, por haber surgido de una visión política estratégica. Europa parece haber dejado de ser el modelo de integración. Sin embargo, Bauman no se queda en este punto y va más a fondo, a impulsar el debate de la integración a escalas más altas, preguntándose por las fuerzas motivadoras de los actores para la integración en el contexto de orden global: “Así, podemos preguntarnos con preocupación si los marcos de la política mundial ahora disponibles pueden servir (o, en realidad, hacer de incubadora) para las prácticas de la forma de gobierno global emergente” (p. 193).

Según el autor, la identidad europea, aún en búsqueda, debe perseguir, en su proceso de integración, una nueva forma de dirigirse un mundo hobbesiano marcado por la hegemonía de los Estados Unidos y los problemas globales generados por el dominio del mercado. Potenciado por estas cuestiones el Estado de seguridad ha ganado un notable terreno. La perspectiva kantiana y el resurgimiento del Estado social podrían ofrecer a Europa como una vía alternativa al dominio global del capital y a los conflictos presentes. Esto sería una forma de recuperar una posición relevante en la política internacional: “La naciente federación europea se enfrenta ahora a la tarea de repetir la hazaña que logró el Estado-nación de la primera modernidad: volver a unir el Estado y la política, que en estos momentos se encuentran separados y navegando en direcciones opuestas” (p. 182).

A medida que la lectura avanza, el lector parece sentirse convencido de la objetividad que Bauman intenta impregnar en el asunto; hasta él mismo se pregunta sobre las acusaciones de eurocentrismo y la necesidad de los europeos de lavarse las manos de las consecuencias desfavorables de las acciones de Europa sobre el mundo. Es reconfortante leer la agudeza crítica de un autor europeo sobre Europa misma, que a pesar de todo, no deja de ser fuertemente optimista.

 

Lic. Tomás Bontempo[*]

 



[*] Docente de la Licenciatura en Relaciones Internacionales de la Universidad del Salvador