La gobernabilidad democrática y el Peronismo

Juan Carlos Herrera*

 

Resumen

El presente artículo debate acerca del proceso político argentino posterior a la crisis 2001/2002. En este sentido, habiendo transcurrido diez años y tres períodos de gobierno, es preciso reconocer que el escenario de las relaciones políticas sigue manifestando las tensiones y conflictos propios de una realidad impactada por cambios sociales, económicos y de naturaleza cultural que modificaron drásticamente el patrón de integración de la sociedad argentina anterior a la crisis mencionada. En consecuencia, es necesario adecuar las visiones teóricas a los fenómenos observados para evaluar las herramientas de intervención política que se proponen abordar los problemas estructurales determinantes de los principales desafíos de la acción de gobierno.

Palabras clave: Proceso político; Crisis; Integración; Problemas estructurales

Abstract

This article argues about the Argentinian political process after the 2001/2002 crisis. With the crisis ten years away and three presidential periods already completed, it is precise to recognize that the political arena is still showing tensions and conflicts related to social, economic and cultural changes which drastically modified the integration pattern of the previous-to-the-crisis Argentinian society. As a result, it is necessary to fit the theoretical visions into the observed phenomena, in order to evaluate alternatives of political intervention toward the structural issues that determine the main challenges to the government action.

Keywords: Political process; Crisis; Social integration; Structural issues

 

 

Los términos del problema

El proceso político argentino se caracteriza por reflejar una dinámica de variabilidad y creciente complejidad que se explica, en gran medida, por los efectos de la crisis de 2001/2002. Habiendo transcurrido diez años y tres períodos de gobierno, es preciso reconocer que el escenario de las relaciones políticas sigue manifestando las tensiones y conflictos propios de una realidad impactada por cambios sociales, económicos y de naturaleza cultural que modificaron drásticamente el patrón de integración de la sociedad argentina anterior a la crisis mencionada. En consecuencia, es necesario adecuar las visiones teóricas a los fenómenos observados para evaluar las herramientas de intervención política que se proponen abordar los problemas estructurales, determinantes de los principales desafíos de la acción de gobierno.

A grandes rasgos, se puede afirmar que los últimos años han visto crecer no sólo las expectativas y demandas de inclusión social, sino también, aquellas referidas a la calidad de dicha inclusión, reclamadas a las políticas públicas de salud, educación, empleo, vivienda, desarrollo urbano y seguridad. Demandas que presentan una doble dimensión: por una parte, la reconstitución de pisos históricos en materia de empleo y recuperación del ingreso asalariado y, por otra, aquellas concernientes a mejorar los niveles de inclusión social y de equidad en el conjunto de la sociedad argentina.

En consonancia con esta realidad, cabe recordar que el desarrollo del proceso democrático en Argentina, desde la recuperación del Estado de Derecho, se ha caracterizado por la búsqueda y configuración de un paradigma de gobernabilidad que, aunque de modo contradictorio y a veces errático, fue logrando avances que perfeccionaron el funcionamiento del propio sistema democrático:

           

-         la plena soberanía del Estado de Derecho y la creciente eficacia de las instituciones democráticas para restituir garantías individuales y derechos sociales, en el marco de una preservación cada vez más problemática del orden público democrático[1];

-         el ejercicio de regulaciones y controles sobre los factores de inestabilidad socioeconómica[2];

-         la reconstrucción de un sistema político que reconozca la diversidad de actores en competencia, incentivando la negociación política para la formación de consensos, promoviendo los controles democráticos y preservando la autonomía decisoria del Gobierno en la implementación de las políticas públicas.[3]

             Durante este período, que alcanza un cuarto de siglo, la actuación del Peronismo, como fenómeno sociopolítico, ha tenido creciente preponderancia en los procesos de agregación de las demandas socioeconómicas y, en tal sentido, ha manifestado de modo persistente una voluntad de predominio y de hegemonía política, aunque ejerciendo alternativamente, los roles de gobierno y de oposición.

Asociado con este protagonismo, y habiéndose probado su actuación en situaciones críticas, el imaginario político pareciera atribuirle a este actor, la capacidad de garantizar la “gobernabilidad”, en la medida de la eficacia demostrada para operar la “capacidad de gobierno”[4] en “situaciones de excepcionalidad”. Situaciones que responden a experiencias de crisis sucesivas, una de las cuales puso en riesgo la estabilidad propia del sistema político. A los efectos de esta caracterización, se entenderá por “gobernabilidad” la capacidad del sistema político para preservar el equilibrio dinámico e inestable, entre las demandas de la sociedad, por una parte,  y la disposición del poder público para adoptar decisiones oportunas y eficaces (Camou, 2001).

            De confirmarse esta presunción, se podría ensayar una conclusión anticipada, en el sentido de considerar al Peronismo como una fuerza política que ha logrado concitar un “quantum” de expectativas favorables en la sociedad, debido a cierta elasticidad para representar y gestionar las demandas de actores colectivos que pugnan por realizar sus derechos de integración social. Actores colectivos que se movilizan organizadamente, para confrontar aquellas decisiones del poder público que son percibidas como amenazas al sistema básico de garantías y derechos sociolaborales que, a su vez,  constituyen un fundamento imprescindible para sostener la estabilidad democrática. 

            Mucho se ha escrito en torno a la naturaleza sociopolítica del Peronismo, en especial, sobre la vinculación entre Partido y Movimiento que pone de manifiesto la problemática del liderazgo carismático como legitimador de la práctica política. Sin adentrarse en tales debates, se puede decir que el Peronismo, más allá de las diversas experiencias históricas que ha protagonizado, en el gobierno y en la oposición, se caracteriza como una estructura de movilización social y política cuya práctica reclama una instancia de liderazgo, probada en la eficacia de promover alianzas contingentes, cimentadas entre dirigentes con poder territorial y sindical. Es posible que esta aseveración aparezca limitativa e, incluso, reduccionista en su formulación. Sin embargo, en términos de su funcionamiento como estructura de poder, no parece exagerado afirmar que el Peronismo, en última instancia, tiende a manifestarse como una confederación de dirigentes que se reconocen en sus respectivas capacidades de convocar y movilizar actores colectivos para hacerlos partícipes de la dialéctica del poder político[5]. 

            En este marco de consideraciones, cabe preguntarse, entonces, si aquel atributo de “gobernabilidad” que muchos reconocen en el Peronismo se limita al modo de gobernar las crisis en situaciones de excepcionalidad o si, por el contrario, aquella gobernabilidad se entiende como cierta capacidad para formular e implementar políticas públicas que hagan sustentable un nuevo ordenamiento socioeconómico y político.

 

Situaciones de excepción: tres experiencias que confirman la regla.

            Con el propósito de reflexionar en torno a esta cuestión y a modo de un ejercicio teórico, se pueden considerar tres experiencias de gobierno confrontadas a emergencias de crisis que convergen en un modo de manejo de la excepcionalidad política como dato común, aunque con resultados dispares en términos de sustentabilidad de los ordenamientos postcrisis:

-         el período 1989-1991 que marca la gestión de la crisis inflacionaria,

-         el período 2001-2002 que abarca la crisis del modelo de convertibilidad monetario,

-         el período 2003-2007 que comprende el primer período del Gobierno electo postcrisis 2001. 

            En este marco, se puede aventurar una hipótesis de trabajo en el sentido de atribuirle al peronismo cierta capacidad para habilitar liderazgos que logran hegemonizar el gobierno de las crisis, aunque esta misma situación presenta la contracara de dificultar la construcción de escenarios de negociación y búsqueda de consensos para asegurar la estabilización de aquellas mismas políticas que permitieron superar las situaciones de excepcionalidad. A tales efectos, se entiende por “situación de excepcionalidad” la contrapuesta a la propia de “normalidad”, que implica la rutina determinada por la observancia de la legalidad y la regularidad de las instituciones de gobierno. Más precisamente, la “excepcionalidad” podría ser considerada como una eventualidad o contingencia que puede configurarse en función de un caso de necesidad extrema para preservar la estabilidad del sistema político. En este texto, dicho concepto busca diferenciarse del “Estado de excepción” en la medida que éste se ocupa de una situación de máxima gravedad que pone en peligro a la propia existencia del Estado. “Para que una situación sea calificada de excepcional, no basta con que se presente un caso no previsto por el ordenamiento institucional. Además es necesario que se dé en un contexto de una lucha por el poder de tal magnitud que sea capaz de agrupar a los oponentes en amigos y enemigos.” (Schmitt, 1998)  

            Considerando tales prevenciones, se puede afirmar que en “situaciones de excepción”, el Peronismo ha logrado restituir, en diferentes oportunidades históricas, las condiciones básicas del orden político y social con bases mínimas de consenso[6], en tanto dichos procesos de estabilización fueron logrados por la  integración de las demandas básicas de amplios sectores sociales movilizados en respuesta a los efectos de las crisis. Esta integración de las demandas populares necesariamente se planteó como el eje constitutivo de la nueva agenda política en cada época posterior a una crisis. En este sentido, se podría afirmar que las intervenciones de los Gobiernos peronistas, con su capacidad de decidir en tales situaciones, hicieron posible la recuperación de niveles de gobernabilidad compatibles con la sustentabilidad de los procesos democráticos.

            Como puede observarse, esta perspectiva de análisis no se interesa por la dimensión ideológica, en términos de coherencia entre la ideología y la práctica política; tampoco, por si es válido hablar de “un peronismo o varios peronismos” (Sidicaro, 2002); mucho menos, por el ángulo de observación político-institucional, referido a la dinámica de fortalecimiento autónomo de las instituciones de representación y control del poder político. El intento aquí expuesto se concentra en aproximarse a la lógica de la toma de decisiones en situaciones de crisis, de acuerdo con tres datos principales:

-         inteligencia para decidir el momento político de la ruptura con el “status quo” precedente,

-         estrategias para definir antagonistas en la competencia política,

-         voluntad para imponer una hegemonía fundada en una jerarquía nueva de valores, poderes y alianzas.

            Es sabido que, en todo proceso de crisis, se pueden distinguir condiciones objetivas y subjetivas que inciden en su materialización. En este sentido, las crisis argentinas de las últimas dos décadas manifiestan, por un lado, las inconsistencias propias del sistema de toma de decisiones y, por otro, la proliferación y agudización de las demandas de sectores económicos y actores sociales que, debido a la complejidad de esas demandas, desafían la capacidad de los Gobiernos para formular y aplicar políticas públicas eficaces. En consecuencia, resulta difícil determinar en qué medida el éxito de una gestión política de la crisis es resultado de la capacidad del Gobierno para tomar decisiones de excepción sobre la situación heredada o, también, para generar las condiciones de dicha excepcionalidad, de tal modo que pueda preparar, con mayores grados de libertad, las estrategias de intervención orientadas a resolverla. Tanto en un caso como en otro, la cuestión radica, en principio, en la capacidad del actor político para restablecer el equilibrio del sistema y hacerlo sustentable, en términos de preservar las adhesiones de los actores colectivos, aun alterando las premisas ideológicas invocadas en esa representación. Esto último quedó en evidencia con el giro ideológico planteado por el Gobierno del presidente Carlos Menem, cuando la promesa de la “revolución productiva” se transmutó en un “populismo ambiguo” que subordinó la soberanía de la decisión política a los intereses de la expansión económica y financiera transnacional. En aquella oportunidad, la estrategia antiinflacionaria funcionó como una herramienta de la nueva cosmovisión liberal fundamentada en la globalización de los mercados, lo que facilitó los procesos de privatizaciones y desregulación de la economía argentina.

            Desde otro ángulo se podría preguntar qué sucede con la problemática que representa el peronismo cuando ejerce su rol de fuerza opositora, en el sentido de una “oposición leal” al Régimen y asociada al cuidado de la estabilidad política, para usar el concepto de Linz (1991). Siguiendo el razonamiento anterior, se podría suponer que, en situaciones de normalidad, disminuirían las expectativas para impulsar una alternativa política del gobierno, en cuyo caso, la voluntad de poder que ha caracterizado a las movilizaciones del Peronismo podría explorar en las condiciones de excepcionalidad que requieran de sus competencias y habilidades para ejercer el poder en tiempos de crisis. Esta especulación es abonada por la observación de aquellos acontecimientos sociopolíticos que desembocaron en situaciones de excepcionalidad y que fueron agudizadas por la acción político-sindical, lo que afectó la estabilidad del Gobierno de turno. Cabe recordar, en este punto, la situación que determinó el cese anticipado del Gobierno presidido por el Dr. Raúl Alfonsín y, años después, la renuncia imprevista del presidente Fernando De la Rúa en el contexto de la crisis que determinó el colapso del programa de convertibilidad monetaria y el “default” al pago de la deuda externa. 

            En este marco, el Peronismo pareciera revelarse como una fuerza política que demuestra ostensiblemente su voluntad de poder al definir las estrategias de acceso al gobierno y de continuidad, aunque sin menoscabar las reglas de juego de la institucionalidad democrática a pesar de que la dinámica de la toma de decisiones pareciera llevar al límite la estabilidad de esas propias instituciones.

            Como fue enunciado más arriba, este análisis se inclina por una perspectiva “realista” sin apelar a evaluaciones ideológicas que planteen situaciones de mayor o menor coherencia doctrinaria. Sin embargo, esto no impide calificar en el eje izquierda-derecha las experiencias de gobierno en función de la discriminación que implica la estructuración del conflicto de poder entre aliados/opositores y del conflicto de intereses que desembocará en la oposición entre beneficiados/perjudicados.

            No obstante, la observación de los procesos históricos permite afirmar que el Peronismo siempre planteó la confrontación ideológica en términos antagónicos, aunque en la práctica se acercara más a una competencia política de tipo “agonista” —en términos utilizados por Mouffe (2007) — o entre reconocidos adversarios, reformulando la premisa del “Realismo político” que opone amigo/enemigo (Schmitt, 1998).

            Con el objeto de profundizar en la reflexión, vale intentar una caracterización de los procesos experimentados en las últimas dos décadas: al inicio de las administraciones de Carlos Menem —1989/91—;  posteriormente, de Eduardo Duhalde —2002/03—, y finalmente, de Néstor Kirchner —2003/2007—. Se entiende que estas comprendieron “situaciones de excepción” que fueron superadas, en gran medida, por la intervención de decisiones de política pública que resultaron eficaces para contener y encauzar la creciente conflictividad social con amenazas disruptivas y que crearon las condiciones para nuevos ordenamientos socioeconómicos y políticos, construidos sobre renovados equilibrios entre los actores de poder.

            De acuerdo con los términos del planteo precedente, se podría sostener entonces que, el reconocimiento de la eficacia del Peronismo como actor político depende, en gran medida, de su capacidad para gobernar “situaciones de excepción” determinadas por crisis agudas que amenazan a la estabilidad del sistema político. Dicha capacidad es concebida sobre la base de la disposición para tomar decisiones sobre tres aspectos fundamentales[7]:

-         seleccionar los problemas críticos y determinar el orden de prioridades;

-         evaluación estratégica; identificación de las variables y recursos susceptibles de control más o menos directo;

-         liderazgo político y experiencia de gobierno que facilita la toma de decisiones.

            En las experiencias mencionadas, se puede observar que estas características están presentes en la configuración de los nuevos Gobiernos y hacen posible que la excepcionalidad fuera gobernada a partir de:

-         Modificación del orden de selección y valoración de los problemas críticos:

-         estabilidad cambiaria y monetaria (1990-91),

-         suspensión del pago de la deuda externa y devaluación monetaria con efectos competitivos en la economía (2002),

-         vinculación del crecimiento de la economía a la distribución de la renta con el propósito de la inclusión social, como condición de la continuidad democrática (2003).

-         Selección de las variables por controlar y formulación de políticas:

-         desregulación/privatización de la economía (1991),

-         regulación del Estado sobre los procesos económicos (2002),

-         determinación del nuevo patrón de crecimiento económico: desendeudamiento; fomento de la producción nacional, creación de empleo formal y libre negociación paritaria (2003).[8]

            Con respecto al tipo de liderazgo explicitado, los tres casos reflejan las diferencias del contexto: en el primero, hubo un ejercicio del poder en clave decisionista[9] facilitado por el sostén de la mayoría electoral obtenida un año antes (1989); en el segundo, el déficit de legitimidad que afectaba al Gobierno en virtud de no haber sido electo en comicios nacionales sino por una Asamblea Legislativa exigió que las expectativas “decisionistas” fueran  atemperadas por la necesaria intervención de las negociaciones con la coalición parlamentaria; el tercer caso reflejó un nuevo decisionismo político centrado en la necesidad de asegurar el control del poder público sobre la economía para asignar recursos a la estrategia de recuperar soberanía —desendeudamiento externo— y a políticas de inclusión social.

            En el primer caso, la administración Menem reconoce la incidencia de factores externos de larga data que se remontan a las condiciones impuestas por el endeudamiento externo contraído por la Dictadura Militar y agravado por el inicio de la globalización económica y financiera de fines de los años ochenta. El Gobierno del presidente Alfonsín no pudo superar las restricciones impuestas por la deuda externa, las resistencias de un poder militar con capacidad de amenaza y las demandas crecientes por el deterioro extenso de las condiciones socioeconómicas.

            Para evitar la eclosión de una crisis que hubiera dificultado reconstituir la estabilidad del sistema político, el presidente Alfonsín accedió al adelanto de la entrega del Gobierno a las nuevas autoridades electas en 1989. De esta manera, el Peronismo asumía el Gobierno en una “situación de excepción” que requería una concentración efectiva del poder político. La agenda del nuevo Gobierno contemplaba tres problemas principales: neutralizar la capacidad desestabilizadora de los reductos del poder militar, imponer un programa de estabilización antiinflacionaria, cambiar las condiciones para una renegociación de la deuda externa, en el marco de una apertura de los mercados a la inversión externa, saneamiento fiscal y reactivación del consumo.

            La experiencia del Menemismo —1989/91— refleja este proceso, en la medida que pudo alejar el riesgo inflacionario, restricción permanente del desarrollo económico durante cuatro décadas. Los  hitos más importantes corresponden a la aplicación del Plan Bonex en diciembre de 1989, el posterior esquema de “ajuste fiscal” que incluyó la devaluación de la moneda y la retracción del gasto público, y la designación de Domingo F. Cavallo como Ministro de Economía que tendría a su cargo la aplicación del Programa de Convertibilidad Monetaria.

            El Programa de Convertibilidad hizo posible la estabilización de precios y salarios, la recuperación de niveles del ingreso social durante los primeros años y el financiamiento de la “reconversión laboral”. Todo esto, en un contexto de crecimiento del PBI que se extendió hasta la crisis financiera internacional de 1995, punto de inflexión que determinaría el inicio de un proceso recesivo, agudizado a partir de 1998 y hasta mediados de 2002.

            Posteriormente, otra administración peronista volvería a hacerse cargo del gobierno el 1° de enero de 2002 para dar respuesta a la crisis generada por la debacle del sistema de convertibilidad monetaria durante el mes de diciembre de 2001. En tal sentido, marcaría los primeros pasos de un proceso de recuperación de la capacidad reguladora del Estado sobre la economía y el control de la conflictividad social, condiciones que harían posible la reconstrucción del poder arbitral del Estado.

            El Gobierno del presidente Eduardo Duhalde, iniciado el 1° de enero de 2002, se extiende hasta el 25 de mayo de 2003. Tiene como escenario una situación de excepcionalidad que obliga a implementar una agenda de emergencia ante la crisis: reducir los niveles de conflictividad social que se manifestaban en acciones de protesta generalizadas y aumentaban la deslegitimación del régimen político; paliar la emergencia social con políticas subsidiadas de contención de los niveles de pobreza extrema, y devaluar la moneda para devolverle niveles de competitividad a la economía. Acciones, todas ellas, que reconocen la actuación de la clase política y otros sectores de la dirigencia, como agentes de mediación y de pacificación[10] ante la agudización de los conflictos.

            Seguidamente, la administración inaugurada por la presidencia del Dr. Néstor Kirchner representa los inicios o, si se prefiere, la recuperación de la legitimidad de la acción política, reinstalando la soberanía del poder público para formular políticas activas que requerían de la movilización de recursos ideológicos, institucionales y organizacionales. Estos recursos habían sido desestimados por más de una década en aras de la matriz ideológica neoliberal del “pensamiento único”. Se trata de un proceso que renueva la significación de lo político como capacidad de intervención del Estado y de la política como arena de confrontación y negociación de los actores de poder.

            El Gobierno de Néstor Kirchner destacará: la recuperación de la legitimidad democrática, haciendo foco en la política de Derechos Humanos y la renovación del Poder Judicial; el acompañamiento del crecimiento económico con “desendeudamiento externo” y redistribución de la renta para recuperar niveles de inclusión social; ante la crisis de los partidos, la reconstrucción de espacios de comunicación política; el desafío al monopolio mediático, y el cambio de los ejes del discurso político entronizando nuevos valores democráticos.

            Las tres experiencias muestran momentos distintivos que reflejan la acción política en la excepcionalidad. En primer lugar, la contención de los efectos desestabilizadores de la crisis; en segundo lugar, el cambio de paradigma económico, y finalmente, el afianzamiento de un modelo político que busca hacer sustentable el proceso de cambios iniciados en la fase de emergencia de la crisis. Todo ello implica una nueva arquitectura desde el punto de vista institucional, de acción política, de equilibrio con los actores económicos y de consolidación de una base social de apoyo a la construcción de las políticas públicas.

 

Los procesos y sus momentos

            Estos procesos pueden ser analizados en los niveles: institucional, de acción política (negociación y decisión) y de inclusión/exclusión de factores de poder y actores sociales.

            En los tres casos reseñados, es posible observar el desarrollo de momentos decisivos en el proceso que va de la crisis a la estabilización del sistema:

-         el momento 1 que fija las prioridades para gobernar la emergencia,

-         el momento 2 que trasciende los límites fijados por la emergencia y crea las condiciones para construir un nuevo modelo de articulación de las variables socioeconómicas y políticas,

-         el momento 3 que desarrolla la política: elección de aliados para hacer sustentable el modelo.

            Gobernar la excepción no puede caracterizarse como el manejo coyuntural de la crisis. “La excepción califica la decisión, como acción plenamente soberana”[11], autónoma, que reconoce grados de libertad a pesar de las restricciones impuestas por la coyuntura. Las decisiones que se agotan en el manejo coyunturalista, por el contrario, son decisiones incrementales, que no alteran la dinámica de actuación de los actores de poder, respetan la correlación de fuerzas, no generan rupturas y, por tanto, no alcanzan para sustentar un nuevo ordenamiento sociopolítico. Son decisiones que suponen cambios incrementales con el propósito de corregir el proceso aunque sin modificar su direccionalidad. Por otra parte, las decisiones de ruptura determinan las bases de un nuevo ordenamiento que establece la inclusión/exclusión de actores determinados.

            Inclusión/exclusión, desde una perspectiva de “realismo político”, tiene que ver con la discriminación amigo/enemigo. Incluyo a los amigos como destinatarios de mis políticas y excluyo a mis enemigos aunque no del campo de la acción y la confrontación política. Amigos son aquellos cuyos intereses coinciden con el objetivo de las políticas o son tenidos en cuenta para afectarlos de un modo positivo. Mientras, que el antagonista asume el costo de mis políticas, precisamente, porque su condición de enemigo deviene de la oposición radical a mi proyecto político.

            Tomando este criterio, se puede observar el comportamiento del primer caso: el presidente Menem no define un cambio contundente desde el inicio de su gestión. Intenta un programa de reactivación y reconstitución del aparato productivo apelando a al Plan BB (Bunge& Born) con la expectativa de que profundizaría las variables del modelo desarrollista, intentando una administración más eficiente de los recursos económicos. Diversos acontecimientos inesperados, junto a la resistencia de los actores del poder económico de plegarse a un modelo de desarrollo nacional cuando estaban anunciándose las nuevas condiciones impuestas por la globalización de los mercados, incidieron en la decisión que finalmente asumió el Gobierno de impulsar un viraje drástico, una decisión de ruptura con la orientación desarrollista. La convertibilidad monetaria sentaría las bases de un nuevo ordenamiento de las variables económicas determinando la inclusión de nuevos actores —emergentes del ámbito transnacional— y la exclusión de otros —industria nacional y sindicatos— que habían sustentado el modelo económico y social del último medio siglo.

            Por otra parte, la experiencia del año 2002 implica una situación de excepcionalidad en lo político: acefalía del Gobierno; en lo económico: la virtual paralización de la actividad económica por falta de circulante monetario, y en lo social: la emergencia planteada por la imposibilidad de subsanar o satisfacer las demandas sociales básicas. La situación exigía una decisión de ruptura con la direccionalidad del proceso económico, era preciso generar un efecto de shock —devaluación— que planteara una reorientación drástica de la política económica para que la capacidad del aparato productivo recuperara competitividad en el sector externo.

            Cabe recordar el brevísimo interregno de la presidencia de Adolfo Rodriguez Sáa (diciembre de 2001), que cubrió la acefalía del Gobierno con la promesa de resolver la crisis, cuyo diagnóstico reflejaba una aproximación no rupturista. En efecto, por aquellos días, la dirigencia del Peronismo acentuaba la naturaleza política de la crisis y consideraba que el cambio de gobierno, anclado en la decisión de suspender los pagos de los servicios de la deuda externa, permitiría construir otro escenario de negociación con los acreedores externos y el FMI, para renovar la confianza de los organismos internacionales, reconociendo esta vez, la capacidad soberana de la Argentina para negociar nuevas reglas de juego que posibilitaran recuperar la capacidad de pago.

            El resultado fue otro muy distinto, y lo que emergió fue una crisis de gobernabilidad que planteaba una situación caracterizada por la acumulación de anomalías y tensiones que reflejaron la incapacidad del Gobierno para responder con eficacia a las demandas de la sociedad, en términos de políticas públicas eficaces y oportunas. Con la crisis de gobernabilidad, se ponía de manifiesto una situación de excepcionalidad que el Gobierno emergente no alcanzó a percibir en su verdadera magnitud y agudizó aun más,  declarando el default a los compromisos externos, sin proponerse el cambio del programa de la convertibilidad monetaria que constituía el núcleo del problema. Posteriormente, el Dr. Duhalde decide abandonar el programa de convertibilidad y confiar en la devaluación monetaria como el instrumento que le garantizaría recuperar niveles de competitividad de la economía argentina. 

            En los procesos de crisis que implican rupturas del orden sociopolítico, puede distinguirse una primera fase o momento que expresa las posiciones moderadas, de cambios incrementales, generalmente de corta duración y condenadas al fracaso, para dar lugar a una segunda fase de características rupturistas que funda las bases del nuevo ordenamiento socioeconómico y político. Las administraciones de Carlos Menem, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner se constituyeron a través de rupturas políticas con el ordenamiento precedente, determinando nuevas exclusiones e inclusiones de actores sociales y de poder.

            El Gobierno de Kirchner, por su parte, se caracterizará por su “eficacia decisional” (Bobbio, Matteucci & Pasquino, 1998, p. 539) para ejecutar las decisiones relevantes que consistirán en hacer sustentable el cambio de paradigma prefigurado por las políticas de excepción e inaugurar la direccionalidad del proceso político. Esta tarea implicará contraposiciones de intereses y proyectos sostenidos por actores con poder de veto a las decisiones del poder público. Estas contraposiciones llegaron a situaciones extremas como fue el caso del conflicto con el sector agropecuario, donde la competencia dio lugar a impugnaciones y mensajes que fueron percibidos por el Gobierno como “destituyentes”.[12]

            En los tres casos ejemplificados, se advierte cierta coherencia entre las decisiones que posibilitaron la salida de las crisis y las políticas que sucedieron en términos de afianzar un nuevo paradigma socioeconómico y político. En el caso de la administración del presidente Menem, el programa de convertibilidad exigía la continuidad de un conjunto de políticas públicas definidas por la “desestización”, vía privatizaciones y desregulaciones, que subordinaron la problemática de la integración económico-social a las nuevas reglas de la competencia impuestas por la hegemonía del mercado, con las consecuencias conocidas en términos de exclusión de actores sociales.

            Al principio de la administración menemista, el programa político expresado de modo discursivo, explicitaba una voluntad de incluir a los sectores más afectados por la crisis hiperinflacionaria —trabajadores—, “revolución productiva y salariazo”, junto a los empresarios industriales cuya trayectoria hacía pensar en un efecto dinamizador hacia un nuevo ciclo de crecimiento económico. Bien pronto se revelaron las limitaciones impuestas por el endeudamiento externo y la presión de los agentes financieros internacionales que pugnaban por un modelo neoliberal bajo el paradigma de la globalización de los mercados. De este modo, la convertibilidad redefinió los ejes de la inclusión/exclusión y la adopción del credo neoliberal determinó una nueva hegemonía asentada sobre la dominación del capital financiero y otros sectores capitalistas que se hicieron cargo de la gestión del Estado, devaluando el rol de la  mediación política y social. La sociedad como espacio de configuración de actores colectivos se diluyó y las relaciones con el Estado tuvieron dos canales: la relación Estado-cliente (servicios públicos) y la relación Estado-beneficiario (subsidios compensatorios). El debilitamiento de los partidos políticos, por su parte, hizo del Parlamento un ámbito de negociaciones de intereses corporativos y regionales, contextualizadas en dos supuestos aceptados por la mayoría: la no injerencia de la política en el funcionamiento de la matriz económico-monetaria y la adhesión al paradigma asistencialista de la política social.

            La crisis de 2001/2002, por su parte, demostrará el agotamiento del esquema neoliberal y la necesidad de confrontar con la hegemonía articulada sobre la dominación del poder financiero asociado a los organismos internacionales de crédito que intentarán impedir, hasta último momento, el cambio de la matriz económico-monetaria de la convertibilidad. La crisis también determinará el inicio de un cambio necesario en los patrones de inclusión social y política que será posible con la implementación de un nuevo esquema de crecimiento económico, asentado sobre la competitividad del sector externo. El fracaso de la economía desregulada y las privatizaciones abrió las puertas a la recuperación del Estado en sus funciones de regulación y habilitación de un nuevo esquema de intermediaciones con la sociedad.

            Con las elecciones de mediados del 2003 y el triunfo de la candidatura del Dr. Néstor Kirchner, se abrirá una diversidad de opiniones, muchas de ellas contradictorias, en torno a las perspectivas del nuevo proceso y a las posibilidades de que el Peronismo habilite un nuevo período de cambios históricos en la Argentina.

            Es evidente que el Gobierno surgido de aquellas elecciones implicaba una situación de excepcionalidad determinada por la crisis; que dicha situación exigía decisiones ágiles y oportunas en la máxima instancia del poder público; que las urgencias conspiraban contra la oportunidad de convocar a consensos con los actores de poder, en la medida que todos ellos tenían responsabilidad en el desencadenamiento de la crisis. Es claro que éstos, además, mantenían posiciones intransigentes que maximizaban la puja de intereses sectoriales. Estas posiciones no atendían a la necesidad prioritaria de reconstruir los equilibrios sociales en un marco de restitución de derechos básicos y de recuperación del rol estratégico del Estado, para imponer nuevas reglas de juego orientadas al crecimiento de la economía centrada en las necesidades del mercado interno y en la consecuente inclusión de segmentos sociales desplazados por la recesión y el desempleo.

            Las elecciones nacionales, debido a los bajos guarismos obtenidos por la “fórmula ganadora (22%)”, pusieron de manifiesto la necesidad de una conducción legitimada para gobernar el proceso de transición  posterior a la crisis, cuyo desempeño sería evaluado de modo positivo en los comicios de 2005 y 2007. De esta manera, las perspectivas del proceso de gobierno se afianzaron, mientras la crisis dejaba atrás sus  manifestaciones más disruptivas. Desde entonces, la preocupación por la gobernabilidad democrática se orientará en orden a la sustentabilidad de las políticas adoptadas, al tiempo que aparecen fuertes cuestionamientos al modelo de liderazgo hegemónico que hizo posible la ruptura con el paradigma neoliberal.

 

Institucionalidad y Peronismo

            De acuerdo con lo expuesto, cabe retomar la problemática central: las capacidades del Peronismo para gobernar fuera de la excepcionalidad. Ello equivale a plantear la cuestión del fortalecimiento de la institucionalidad democrática, aunque se debería agregar que dicha tarea no puede abordarse desconociendo la realidad de una sociedad en tensión consigo misma, de grandes contradicciones socioeconómicas que conspiran para desarrollar un modelo propio de integración y equidad social. En otras palabras, la pregunta debería llevar a cuestionarse: ¿qué tipo de institucionalidad sería la más eficaz para perfeccionar la sustentabilidad de las políticas que aseguraron la superación de la crisis?

            Las opiniones al respecto son dispares, aunque en términos generales se agrupan en: quienes ponen el acento en la reconstrucción institucional para afianzar el orden republicano sin menoscabar los grados de expansión democrática se que han operado en los últimos años, y aquellos que afirman la necesidad de mantener un modelo concentrado de responsabilidad —liderazgo— en la decisión política, que garantice los cambios estructurales para hacer posible la cohesión de una sociedad transformada.

            Lo anterior expresa a grandes rasgos las orientaciones generales de los discursos públicos de los actores políticos, sin considerar sus probables intenciones. Estos discursos reflejan en cierto sentido una “conciencia práctica” que, de acuerdo con Guidens, refleja el conocimiento implícito que los actores ponen en juego en la interacción social, pero que no pueden expresar discursivamente.

            Quedan fuera de estas consideraciones aquellas concepciones ideológicas extremas de izquierda y derecha que, invocando la representación de intereses económicos y sociales, buscan representarse en el ámbito político, sea con fines de regresión a la utopía perdida de la sociedad de mercado o postulando una agudización extrema de la movilización social que desemboque de modo azaroso en un cambio del régimen político. De esta manera, la cuestión permanece planteada respecto de quién o quienes podrán garantizar escenarios de gobernabilidad democrática sin riesgos de reversiones ni de fugas hacia adelante que reproduzcan escenarios de crisis ya conocidos.

            En este contexto, las preguntas tienden a vincularse con los márgenes de acción que puede ofrecer una próxima gestión peronista, tomando en consideración dos características que le son muy propias: por una parte, su concepción más “realista” del fenómeno político y, por otra, la capacidad de monopolizar la decisión política para estabilizar desequilibrios generados por la dinámica que siempre impone la puja de intereses sectoriales. Atributos, éstos, de un modelo de acción política cuestionado por las fuerzas de la oposición. Se le reprocha las intenciones de pasar por encima de las reglas y la dinámica de las instituciones republicanas, lo que fortalecería aun más, la capacidad del Gobierno para tomar decisiones y ejercer el poder de un modo más concentrado.

            Desde una perspectiva institucionalista, el Peronismo es caracterizado por el manejo discrecional de los arreglos institucionales, que terminaría privilegiando la imposición de intereses sectoriales, corporativos o de grupos. Según este punto de vista, que se pretende más comprensivo de las expectativas democráticas, resultaría cada vez más dificultosa la materialización de acuerdos intersectoriales que reflejen el “interés general”. En consecuencia, para esta visión institucionalista, la gobernabilidad democrática en la Argentina requiere de actores racionales, dotados de responsabilidad social que orienten sus preferencias hacia negociaciones de fórmulas políticas de consenso que preserven el “interés general”. Lo mencionado corresponde a un enfoque puramente teórico, sobre cuya base puede plantearse la premisa de fortalecer la práctica de la negociación en el interior de cada uno de los espacios políticos, tomando como eje del debate la confrontación de modelos programáticos, de modo que puedan generalizarse las negociaciones de consensos básicos entre los actores políticos y sus estructuras partidarias. Hacer más transparentes los conflictos de intereses en el marco de confrontaciones ideológicas y programáticas, redundará en fortalecer la capacidad de las estructuras de mediación política para lograr mayor gobernabilidad democrática para el sistema político en su conjunto.   

            Si se observa el contexto histórico argentino y regional, se advierte que, en general, los procesos políticos de la última década se caracterizan por un incremento de las prácticas “decisionistas” en el ejercicio del poder público. Éste fenómeno, por otra parte, ha comenzado a evidenciarse también en el escenario político europeo, como respuesta a las restricciones impuestas por la crisis y el reforzamiento de las estrategias conservadoras en defensa de la economía de mercado.

            Obviamente, están ocurriendo cambios económicos y sociales que requieren iguales reformulaciones de los sistemas democráticos para perfeccionar la integración de las demandas que las sociedades plantean al poder político. Aún están plenamente vigentes en América Latina, las imposiciones de una modernización globalizada y transnacional que impulsó la doctrina del “Estado mínimo”. Aquel orden neoliberal, fundado sobre el desencanto que produjo la crisis del Estado de bienestar y las renovadas expectativas en un mundo que escamoteaba el papel de la política en el contexto de la muerte de las ideologías, generó la ilusión de una sociedad sin antagonismos ni sujetos colectivos. Si, como afirmaba Margaret Thatcher: “la sociedad no existe, solo existen los individuos”, los conflictos están limitados a oposiciones de intereses individuales y, en ese contexto, la política pierde sentido y es reemplazada por el paradigma de una racionalidad administrativa o gerencial. Una concepción tecnocrática ajena a la complejidad que representa el gobierno de sujetos colectivos, de pueblos con identidades en conflicto y territorios.

            El revertir de tales procesos y la resignificación de la política como espacio de confrontaciones y de acuerdos señala nuevos desafíos que exigen visiones renovadas de la política y la democracia.  

            Si se considera al Peronismo como una fuerza política que se reconfigura, en función de la correlación de fuerzas e intereses y cuya representación se expresa en la ampliación de los contenidos democráticos, en términos de mayor equidad social, la negociación de las cuotas de poder en el interior del partido no puede ir separada de la competencia programática ni de la participación organizada de los actores colectivos. En el Peronismo no hay un jefe que determine la arena de la negociación. El factor determinante está constituido por las cuotas de poder que están en juego y la capacidad para representar las preferencias de un sujeto colectivo. El modo que asume esa competencia es lo que ha determinado históricamente la viabilidad de la unidad en el agrupación. No es exagerado afirmar, entonces, que la dinámica de las negociaciones internas tiende a un equilibrio de tipo cooperativo. Aun en los casos de conflictos que tienden a “suma cero”, estos no se transmiten a las situaciones en las que resulta imperioso acatar la renovación de liderazgos. La experiencia de la “renovación peronista” en la década del ochenta, la selección de candidatos en “elecciones internas” y la resignación del primer puesto en la contienda electoral de mediados de 2003 constituyen ejemplos en tal sentido. 

            Posiblemente, la búsqueda de un consenso ideológico sin fisuras constituya la tarea más problemática. El Peronismo tiene proyecto de futuro, en tanto, referencia de un pasado modélico. Su línea de fuerza ideológica es la restitución de una conquista histórica (la justicia social) que en cada período histórico plantea conceptos y estrategias de mayor heterogeneidad. Estos cambios de escenarios históricos han incentivado la profecía de una muerte del Peronismo como fenómeno histórico, ejemplificado en la experiencia “transformista” del Menemismo cuando asumió el credo neoliberal con su corolario de la muerte del Estado y las ideologías para adecuarse a las imposiciones de la globalización transnacional (Sidicaro, 2002). El libre mercado y la precarización laboral terminaron con la organización sindical como eje articulador de una hegemonía ideológica y política que logró imponerse durante décadas, en un contexto de movilidad social ascendente.

            Sin embargo la dinámica de la conducción política se contrapone a la rigidez de las instituciones formales y a las restricciones que éstas suelen imponer a los procesos de cambio y de transformación de las estructuras sociales. En el Peronismo se negocia entre pares para delegar el poder, y la garantía de la negociación es la eficacia en el ejercicio del poder hacia adentro del Movimiento y del Gobierno, de cara a la sociedad (la eficacia del gobierno es lo determinante antes que el apego a la doctrina o a una racionalidad institucional). A diferencia de otras fuerzas políticas, la representatividad en el Peronismo tiene que ver con la capacidad del dirigente de solucionar problemas en su comunidad, antes que en el prestigio o capacidad de hacerlos visibles.

 

Perspectivas y Conclusiones

            A modo de conclusión, se puede afirmar que la gestión del Peronismo durante la presente década ha logrado cambiar los ejes del modelo de “sociedad de mercado” por las bases de un nuevo paradigma que encuentra su centro en la recuperación de la soberanía de lo político. Ello implica desarrollar o perfeccionar una agenda de consenso que comprenda la dinámica del ejercicio del poder político en un marco de creciente confrontación de intereses sectoriales y, por otra parte, un programa de gestión de gobierno que, reconociendo la complejidad de los problemas por resolver, se proponga, entre otras cosas, atender: a) expectativas y demandas de creciente inclusión social que deben ser orientadas a lograr niveles más consistentes de integración socioeconómica con parámetros que privilegien estrategias innovadoras en todas las dimensiones del desarrollo nacional; b) mayor independencia económica de los ciclos inestables de nivel internacional; c) demandas que requieren decisiones públicas eficaces de corto plazo y que exigen, también, el acento puesto en la planificación de intervenciones de mediano plazo; d) modernización del Estado para superar el retraso e inadecuación del aparato público, en función de promover una dinámica de gobierno centrada en la obtención de resultados que transformen los problemas estructurales; e) atender a la debilidad de los partidos políticos que requieren de una nueva institucionalidad para facilitar la tarea de gobierno, y propiciar tareas de control del poder público, previsibles en sus comportamientos, replanteando el debate en torno a la disciplina de partido y promoviendo la formación de dirigentes que superen el “amateurismo político” y el liderazgo gerencialista; f) fragmentación de opciones políticas, evolución desde la crisis de representación de los partidos a la consolidación de coaliciones de partidos, incentivos para consolidar alianzas programáticas y fortalecer el parlamento como un espacio fundamental para negociar consensos básicos.


Referencias

Bobbio, N.; Matteucci, N. & Pasquino, G. (1998). Diccionario de ciencia política. (10ª. ed.) México: Ed. Siglo XXI.

Camou, A. (Ed.) (2001). Los desafíos de la gobernabilidad. México: Flacso/IISUNAM/Plaza y Valdés.

Laclau, E. (2005). La razón populista. México: Fondo de Cultura Económica.

Linz, J. J. (1991). La quiebra de las democracias. Buenos Aires: Alianza Universidad.

Matus, C.  (2007). Los tres cinturones del gobierno. Buenos Aires: Universidad Nacional de La Matanza; Fundación CIGOB; Fundación ALTADIR.

Mouffe, Ch. (2007). En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Elizalde, L.; Fernández Pedemonte, D. & Riorda, M.;  (2006). La construcción del consenso: gestión de la comunicación gubernamental. Buenos Aires: La Crujía.

Schmitt, Carl (1998). El concepto de lo político. Madrid: Alianza.

Schmitt, Carl (1985). Teología Política. Buenos Aires. Ed. Struhart & Cía.

Sidicaro, R. (2002). Los tres peronismos: Estado y poder económico 1946-55 / 1973-76 / 1989-99. Buenos Aires: Siglo XXI.


Notas



[1] Se hace referencia al período inaugural que debió confrontar con reductos del poder militar opuestos a la restitución de la justicia sobre la plena vigencia de los Derechos Humanos.

[2] En este punto cabe recordar la crisis hiperinflacionaria en el contexto del endeudamiento externo —fines de los años 80— y, posteriormente, la prolongada recesión que desembocó en la debacle del programa de “convertibilidad monetaria” (2001).

[3] Este proceso se afianzó a partir de la postcrisis 2001, abandonando la ideología de la “sociedad de mercado” y reconstituyendo el rol estratégico del Estado.

[4] La capacidad de gobierno se define como la combinación de experticia —conocimiento técnico— y liderazgo político que resulta en la capacidad de tomar decisiones y lograr asentimiento democrático. (Matus, 2010).

[5] No se propone aquí la discusión respecto de los modos de participación de los actores populares en el poder político que sería materia de una investigación diferente, sino de cómo los actores populares se sienten implicados en los espacios de participación que se reconocen en una determinada modalidad de toma de decisiones. A esto se ha referido (Laclau, 2005), para quien el Populismo se define a partir de cómo los sectores populares se sienten interpelados por el proyecto político encarnado en la voluntad del líder.

[6] Consenso, como ausencia de oposiciones o impugnaciones a un acto del poder político. Ver Elizalde; Fernández  Pedemonte & Riorda, 2006.

[7] Esta idea está inspirada en las tres variables postuladas por Matus (2007) para caracterizar el gobierno: proyecto de gobierno, capacidad de gobierno y gobernabilidad del sistema.

[8] Los ejemplos no son exhaustivos sino a título ilustrativo para sostener la orientación del razonamiento.

[9] Utilizo el término “decisionismo” en el sentido de un “realismo” moderado que reconoce el rol preformativo del poder en la construcción de la institucionalidad política.

[10] La decisión de adelantar la entrega del gobierno ante los episodios de violencia —Kostecki y Santillán— configuran esa voluntad de pacificación.

[11] “Soberano es quien decide en el estado de excepción” (Schmitt, 1998)

[12] “La contraposición política es la más extrema e intensa de todas y cualquier otra contraposición concreta es tanto más política cuanto más se acerca al punto extremo: el de reagrupamiento basado en los conceptos de amigo y enemigo” (Schmitt, 1985, p. 112).

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* Doctor en Ciencia Política (USAL). Docente de Políticas Públicas y Gobernabilidad (UNTREF).

Artículo recibido: 10-03-2011  Aceptado: 19-07-2011

MIRÍADA. Año 4,  No.7  (2011)

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales (IDICSO), ISSN: 1851-9431