El estigma clientelar en las transferencias monetarias condicionales de Latinoamérica[1]

Facundo García Valverde*

* Instituto de Filosofía “Ezequiel de Olaso”, CONICET. Correo electrónico:fgvalverde@filo.uba.ar

Artículo recibido 11/08/2020     Artículo aprobado: 28/01/2021

MIRÍADA. Año 13, N.º 17 (2021), pp. 323-344

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales (IDICSO). ISSN: 1851-9431.

Resumen

Toda política antipobreza latinoamericana pareciera ser sospechada de fomentar prácticas clientelares y de permitir la instrumentalización política. Las transferencias monetarias condicionadas representan un claro ejemplo de esto, ya que, a pesar de no presentar casos significativos de instrumentalización política, continúan bajo sospecha. El objetivo de este artículo es explicar críticamente la permanencia de tal actitud, tomando como casos paradigmáticos las transferencias condicionales de México, Brasil y Argentina. La tesis que se defenderá es que esto ocurre por la presencia estable de un estigma clientelar impuesto a la identidad política de los latinoamericanos pobres, el cual implica un significado desacreditador y menospreciativo de cualquier tipo de participación política de los titulares de tales políticas. Para ello, se contrastarán dos interpretaciones de la persistencia de la sospecha: la “preocupación ciudadana” y la “preocupación estigmatizante”. Se mostrará que solo la segunda, que reconoce la presencia del estigma clientelar, ofrece una explicación adecuada del problema planteado, ya que, en primer lugar, reconoce el dilema opresivo de la participación política de los latinoamericanos pobres y, en segundo lugar, puede explicar por qué numerosos métodos participativos y de contraloría utilizados por estos programas no terminan de ser ni exitosos ni empoderadores.

Palabras clave: clientelismo político,transferencias monetarias condicionales,participación política,estigmatización.

Abstract

Every Latin-American antipoverty policy seems to be suspected of promoting clientelar practices and allowing political instrumentalization. Conditional cash transfers are a typical example of this, since, despite not having significant cases of political instrumentalization, are considered suspicious. The aim of this paper is to critically explain this suspicion, taking conditional transfers in México, Brazil and Argentina as paradigmatic cases. The claim of this paper is that this persistence occurs due to the stable presence of a clientelar stigma that is imposed to the political identity of Latin-American poor people. This stigma implies a disparaging meaning attached to any form of political participation conducted by the right holders of these programs. In order to do this, two interpretations for this persistence are offered: “citizen concern” and the “stigmatizing concern”. It will be showed that only the latter –—which assumes the presence of the clientelar stigma –— offers an adequate explanation to the problem, since, in the first place, acknowledges the oppressive dilemma faced by Latin-American poor people regarding their political participation and, in the second place, can explain why several participatory and accountability methods used by conditional cash transfers are neither successful nor empowering.

Keywords: political clientelism,conditional cash transfers,political participation,stigmatization.

Durante la última década, las políticas de protección social latinoamericanas fueron reformuladas sustantivamente, pasándose gradual e intermitentemente de un modelo asistencialista que distribuía bienes a poblaciones rigurosamente focalizadas a un modelo basado en transferencias monetarias a amplios sectores de la ciudadanía más vulnerable. El caso paradigmático de este nuevo modelo han sido las transferencias monetarias condicionadas (TMC) que persiguen los objetivos de combatir la indigencia, aliviar la pobreza y quebrar su transmisión intergeneracional. Sus principios operativos son simples: el Estado otorga dinero a las madres pobres con la condición de que asuman un comportamiento de inversión en capital humano, típicamente la asistencia de los niños a la escuela y a centros de salud. A raíz de esta masividad, algunas consecuencias son claras y poco controversiales: el treinta por ciento de la población latinoamericana recibe de manera directa o indirecta alguno de estos beneficios; las inversiones en capital humano han aumentado de manera lenta pero regular, y su grado de aceptabilidad social es relativamente alto (Cecchini y Madariaga, 2011).

Si bien hay múltiples y heterogéneas causas y razones para esta transformación, existe cierto consenso en que la transformación asumía una razón política importante: evitar el clientelismo político (Fiszbein y Schady, 2009, p. 6; Levy y Rodríguez, 2005, p. 10; PNUD, 2004, p. 41). Las TMC fueron presentadas como políticas sociales que debían bloquearse contra la utilización clientelar típica de sus predecesoras (por ejemplo, el Pronasol mexicano, el Plan Jefas y Jefes de Hogar argentino y el Programa de Distribuição de Alimentosbrasileño); y, así, utilizaron un criterio de focalización y selectividad pretendidamente inmune a la manipulación política (Cecchini y Madariaga, 2011, p. 167; Gruenberg, 2010). Esta protección anticlientlelística de las diversas TMC fue perseguida a través de dos elementos. Por un lado, a través de elementos administrativos-burocráticos, como la bancarización de la propia transferencia, su masividad (por la cual los recursos estatales superan largamente los recursos a disposición de los intermediarios políticos), su administración federal y no descentralizada del programa (Adelantado y Scherer, 2008; Borges Sugiyama y Hunter, 2014), y, por último, en que su atribución no operó por vía de la demanda, sino por una identificación, selección y asignación de recursos por parte del Estado (Hevia, 2011). Por el otro lado, a través de elementos de contraloría (accountability) y participación —como la creación de espacios de monitoreo y reunión de las titulares y organizaciones de la sociedad civil— que intentaban que las beneficiarias se convirtiesen en titulares de derecho y propietarias del programa.

La evidencia sugiere que no han existido casos masivos y geográficamente generalizados de clientelismo como contrapartida al goce y acceso de estas transferencias (Cecchini y Rico, 2015, pp. 356-358). Dado esto, era de esperar que la preocupación por la instrumentalización política de los pobres dejara de ser acuciante. Sin embargo, esto no ocurrió.

Por el contrario, esa preocupación adquirió, tanto en el ámbito académico como en la esfera pública, una nueva forma. El problema clientelar se reconvirtió en si era posible establecer una correlación entre el triunfo electoral del partido político en el gobierno y la concentración geográfica de beneficiarias de estas transferencias. Si esta correlación se diera, afirmaba el argumento, las TMC introducirían una fuerte desigualdad política para quienes no están en el poder, creando clientelas cautivas y obstaculizando la competencia electoral. El resultado de estas investigaciones fue variable: pareciera existir cierta correlación positiva a favor de los oficialismos, aunque no una negativa con respecto a la performance electoral de los candidatos que no ocupan el cargo; al mismo tiempo, existe cierta evidencia de que esos efectos proficialismo no son de largo plazo y que no se introduce una realineación radical de las identidades políticas de los peor situados (Aguirre, 2016; Baez et al., 2012; De La O, 2013; Zucco, 2013).

De esta manera, las TMC están atravesadas por una tensión política conflictiva bifronte. Por un lado, tienen objetivos y medidas anticlientelares. Por otro lado, incluso cuando esos objetivos sean satisfechos, la sospecha de instrumentalización política sigue vigente.

El objetivo del texto es explicar críticamente tal tensión y la permanente reconversión del problema clientelar respecto a las TMC en particular. La tesis del texto es que tal reconversión se produce por la estabilidad y permanencia de un conjunto de actitudes y prácticas que, por una parte, menosprecian la identidad política de los pobres y, por otra, cristalizan la diferencia de un “nosotros” que evalúa moralmente a un “ellos” que es evaluado. Ese conjunto constituye un estigma clientelar que, como se mostrará, surge de la asunción de una perspectiva moralizante sobre cómo debería ser la relación política entre las latinoamericanas pobres y los gobiernos.

El trabajo se concentrará en las TMC más destacadas del continente, la mexicana Progresa/Oportunidades, la brasileña Bolsa Família y la argentina Asignación Universal por Hijo[2]desde su implementación hasta nuestros días. La elección de estas políticas como foco para contrastar la hipótesis del estigma clientelar no es arbitraria. En primer lugar, como sostiene Zucco (2010), las TMC están focalizadas en un grupo poblacional que, por su perfil socioeconómico, es el blanco preferido de prácticas clientelares y que, además, recibe bienes privados y tangibles. En segundo lugar, la masividad de estas TMC ha producido una extensísima literatura que habilita a una evaluación comparativa y que, a pesar de las considerables diferencias internas, permite extraer algunas conclusiones generales. Por último, estos tres países son los que poseían cierta tradición de instrumentalización política de los programas de morigeración de la pobreza, con lo cual la preocupación era razonable.

La estructura del trabajo es la siguiente. La sección I está dedicada a definir con precisión el estigma clientelar. Para ello, se contrastarán dos interpretaciones de por qué el problema clientelar sigue postulándose incluso cuando no hay evidencia sólida para identificar tales prácticas. Estas dos interpretaciones se denominarán “preocupación ciudadana” y “preocupación estigmatizante” y se presentan como dos paradigmas ideales que analizan un mismo fenómeno político con una imbricación diferente de evidencia empírica y elementos valorativos y que pueden hallarse implícitamente en la literatura sobre clientelismo político. La sección II mostrará por qué la preocupación estigmatizante, formulada tomando los trabajos antropológicos de Combes y Vommaro (2016), ofrece una respuesta más adecuada a nuestra pregunta, en el sentido de que puede explicar por qué el estigma clientelar persiste y de por qué la preocupación ciudadana es autofrustrante.

Algunas aclaraciones metodológicas son pertinentes antes de comenzar la argumentación. El texto no presenta nueva información empírica, sino que estructura información conceptual heterogénea de estas TMC para, en primer lugar, poner de manifiesto diferentes formas genéricas de comprender al clientelismo político y, en segundo lugar, mostrar cómo cada una de ellas evalúa e interpreta de forma divergente la tensión bifronte que asumen las TMC.

Esta reconceptualización de la tensión es necesaria desde una metodología crítica que asume que las justificaciones de las políticas públicas en general y de las sociales en particular deben incorporar a las creencias y narrativas de legitimación como configuradoras de reglas operativas, expresiones de imágenes y formas de relacionarse con las titulares de los beneficios y como obstaculizadoras e inauguradoras de oportunidades de acción colectiva (Forst, 2015). Estos elementos incorporados suelen entrar en contradicción con objetivos explícitos de las políticas, y, a lo largo de esa contradicción, la teoría crítica puede ofrecer objeciones internas tanto a esas políticas como a esa sociedad (Pinzani y Leão Rego, 2013, pp. 24-27). En definitiva, la reconceptualización se constituye como parte de un análisis crítico de las relaciones de poder que dan sentido y validez a las TMC, entendidas como un espacio nouménico que construye un dominio (cerrado o poroso, monista o plural) de justificaciones discursivas.

Las interpretaciones de la reconversión del problema clientelar

Preocupación ciudadana

El clientelismo político, por meras razones de eficiencia económica, afecta más a quienes necesitan rápidamente de dinero o de bienes y, a través de una distribución arbitraria de privilegios y daños, perjudica todavía más a quienes se ven excluidos (Stokes, 2007). A causa de esto, la presencia de grandes sectores de la población que viven en situaciones de indigencia y pobreza forma un caldo de cultivo para la estabilidad de fenómenos clientelares, es decir, de un entramado de relaciones por medio de las cuales un patrón, un cacique político o un líder barrial logra apoyo político a cambio de beneficios económicos.

Los informes periodísticos y las investigaciones no solo sobre partidos políticos basados en esta relación de reciprocidad desigual, sino también sobre regímenes políticos clientelares abundan en la región. El caciquismo mexicano (Fox, 1994), estructurado durante muchos años por el monopolio de un único partido en el gobierno; los punteros políticos de los partidos peronistas y radicales en Argentina (Brusco, Nazareno y Stokes, 2004); o los cabos eleitorais brasileños (Farias, 2000) se constituyen como sistemas de intermediación entre un Estado único y alejado y una ciudadanía con múltiples problemas cotidianos irresueltos. Al mismo tiempo, la percepción de la presencia de las formas más crudas de clientelismo político (bienes por un voto) sobrevuela toda la región: según encuestas realizadas por Transparencia Internacional (2019) del Barómetro Global de la Corrupción en América Latina y el Caribe, en México, República Dominicana y Brasil, esa percepción tenía el mayor porcentaje (entre un 50 y un 40 %), mientras que en Argentina era menor, aunque también alto (un 20 %).

Dado este contexto general, la preocupación ciudadana por evitar la instrumentalización política de las TMC se hace completamente razonable. En la medida en que estas políticas estén condicionadas al favor político, a la relación directa con un intermediario político y, en general, a una reciprocidad asimétrica, las titulares no gozan de los derechos incondicionales de la ciudadanía y los no beneficiarios no solo quedarán excluidos de la ciudadanía, sino también de esa red de reciprocidad. El intento de bloquear el rédito electoral que estos programas podrían traer a los políticos oficialistas se entendería, entonces, como la continuación de un paradigma que pretende incluir a sectores excluidos y altamente instrumentalizados a una ciudadanía social que no sea dependiente de sus elecciones partidarias (Cecchini y Martínez, 2011, pp. 74-93).

Así, la explicación de la reconversión del problema clientelar desde la preocupación ciudadana implica el contraste de los fenómenos clientelares con unas relaciones igualitarias entre ciudadanos, es decir, de la incompatibilidad normativa entre dos tipos de relaciones políticas. De acuerdo con el ideal regulativo de la participación política igualitaria en una democracia, cada ciudadano tiene el derecho a ejercer sus libertades políticas para intercambiar libremente información y perspectivas heterogéneas sobre problemas de cooperación, para decidir sin temor a represalias y sin que sus acciones o creencias estén dominadas por miembros más poderosos. Cuando tal ideal regulativo es respetado, las libertades políticas adquieren tres dimensiones de valor. Por ejemplo, siguiendo a Amartya Sen (2000), satisfacen un valor instrumental al producir resultados más justos y aceptables, un valor intrínseco al expresar el igual respeto debido a las preocupaciones y perspectivas de cada ciudadano y un valor constructivo, ya que crean un espacio dialógico donde el propio intercambio intersubjetivo pueda modificar los criterios de evaluación y los problemas de cooperación tratados. Así, este ideal promovería una intersección estimulante entre los diferentes efectos que hacen de las libertades políticas elementos valiosos.

La extensión del clientelismo político daña completamente estos valores. En primer lugar, el valor intrínseco se ve seriamente cuestionado, ya que las libertades políticas formales de los ciudadanos son utilizadas como medios para la preferencia política del agente más poderoso a través de un puntero, patrón o cabo electoral (Bohman, 1997). En segundo lugar, el valor constructivo queda completamente minimizado, ya que la crítica y la reformulación de los procedimientos y de los estándares de evaluación quedan sometidas al balance propio del statu quo y a la dependencia del intermediario como única garantía del beneficio. En tercer lugar, el valor instrumental desaparece, ya que la relación de asimetría estructural hace que el juicio del más poderoso sofoque la mera posibilidad del juicio del menos poderoso. Al continuar la relación de dominación, lo hunde más en una dependencia, y la promesa democrática de que se considerarán seriamente sus intereses y sus juicios se convierte en un mero ejercicio de cinismo (PNUD, 2004, p. 132).

Preocupación estigmatizante

La segunda forma de explicar la persistencia del problema clientelar consiste en interpretarla como la estabilización de una mirada desconfiada y menospreciativa que un grupo socioeconómico difuso impone a la participación política de un grupo socioeconómico definido. Esta mirada, entonces, impondría una moralización jerárquica que construya y malinterprete a los elementos socialmente complejos de la práctica clientelar.

Tal moralización sería operacionalizada a través de la imposición de un estigma a la participación política de los pobres. Este estigma clientelar puede definirse como la identidad disvaliosa impuesta a un grupo socioeconómico determinado (las beneficiarias de las TMC) por parte de otro grupo difuso (los no beneficiarios de las TMC) en relación con un conjunto de acciones políticas. Retomando la clásica definición de Ervin Goffman (1963), el estigma clientelar es un atributo profundamente desacreditador por el cual la identidad política de las latinoamericanas pobres es subvalorada y gracias al cual ese grupo social es considerado moralmente disvalioso.

La preocupación estigmatizante utiliza tal estigma para explicar la reconversión del problema clientelar. Esta se produciría gracias al carácter autoconfirmatorio que adquiere el estigma clientelar, es decir, a que su permanencia estable no requiere fundamentalmente de evidencia sociológica o estadística. Si un estigma no es consecuencia de una acción incorrecta (como sí lo sería un castigo), la activación del estigma clientelar no requiere de la presencia de casos masivos y dispersos de clientelismo en las TMC o de un sesgo persistente hacia los oficialismos. Por el contrario, solo requiere de una mirada desconfiada y menospreciativa hacia la participación política de las latinoamericanas pobres. Tal mirada se asienta en la aparentemente razonable tesis de las precondiciones sociales y económicas de la ciudadanía, según la cual aquellos individuos que satisfacen esas condiciones participarían políticamente de una manera dominada y altamente vulnerable a quienes puedan ofrecer una mínima mejoría en su situación.

De esta forma, la preocupación estigmatizante añade una perspectiva intersubjetiva al análisis de la persistencia del problema clientelar, es decir, que las creencias de los “ciudadanos genuinos” impactan decisivamente en el valor de las libertades de las beneficiarias. A diferencia de otro tipo de recursos, el valor de los recursos políticos no puede analizarse individual y separadamente, sino de forma comparativa e intersubjetiva. Puesto de otra forma, lo que puede hacer un ciudadano con recursos políticos iguales dependerá, de una manera constitutiva y no contingente, de la intersección con cómo otros ciudadanos las ejercen, de las restricciones y oportunidades estructurales y de las instituciones políticas. Por ejemplo, el valor de las libertades políticas de una minoría racial será muy diferente si el contexto donde las ejerce es racista o no lo es.

Una de las ventajas de esta explicación es que incluye los juicios de los ciudadanos que “no participan” de las TMC en la construcción del estigma clientelar. Después de todo, la función del estigma clientelar, qua estigma, es distinguir un nosotros que evalúa moralmente de un ellos que padece el estigma, es decir, el conjunto de los “no clientes” cuya participación política es genuina y no dominada y el conjunto de los “clientes” cuya participación sería autointeresada, dominada y poco educada. En esta misma dirección, Wilkis (2013), por un lado, y Combes y Vommaro (2016, p. 138), por el otro, resaltaron cómo los “no clientes” participan también de esa relación, ya que aplican jerárquicamente estándares normativos y otorgan un significado simplificador y reduccionista a las relaciones clientelares como si solo fueran un instante de intercambio de reciprocidades desiguales.

Existen algunas formas indirectas para contrastar la preocupación estigmatizante. Por ejemplo, si esta fuese una explicación adecuada, tanto los mecanismos de control como los de participación en las propias TMC estarían severamente limitados y sesgados a favor de ese estigma y no a favor de la voz de las beneficiarias de los programas de asistencia. Al mismo tiempo, la presencia de relaciones clientelares y del impacto clientelar en ese tipo de programas estaría más bien apoyada por percepciones de la ciudadanía en general que por la de los propios afectados.

Combes y Vommaro (2016) describen una situación de este estilo. Algunas ONG especializadas en transparencia instalaron en un barrio pobre argentino urnas para denunciar anónimamente casos de corrupción y clientelismo respecto a la asignación y cobro de programas sociales antipobreza. Sin embargo, las denuncias anónimas realizadas no eran sobre casos de clientelismo, sino de errores burocráticos o administrativos, tales como cobrar dos beneficios diferentes, declaraciones incorrectas de ingreso, entre otros (Combes y Vommaro, 2016, pp. 132-133). Más allá de que los usos clientelares serían más riesgosos de denunciar (y, por lo tanto, una baja tasa de denuncia es esperable)[3], el número se opone diametralmente a una encuesta llevada a cabo durante esa misma década; según esta, un 95 % de los habitantes de esa misma región se manifestó de acuerdo o muy de acuerdo con la idea de que los planes eran usados políticamente, y solo un 4 % declaró estar en desacuerdo o muy en desacuerdo con tal afirmación (Cruces y Rovner, 2008, pp. 69-70), siendo ese porcentaje un poco mayor si el hogar contaba con un beneficiario. De esta manera, adquiere sentido referirse al clientelismo político como una especie de fantasma que, según Barbara Schröter (2008), “es invisible pero está presente en todos lados” (p. 141).

La interpretación de las prácticas clientelares

Las dos explicaciones ofrecidas representan modelos contrapuestos para explicar la continuidad del problema clientelar. En esta breve sección, se reconstruyen sus puntos en desacuerdo con respecto a la metodología, la conceptualización y la crítica. Como se intentará mostrar, tales divergencias no se deben tanto a la opacidad del fenómeno social o a un desacuerdo semántico, sino a una divergente imbricación entre hechos y valores, esto es que cada una de esas interpretaciones selecciona los hechos definitorios del clientelismo político con base en un determinado orden axiológico-normativo y que, a su vez, este orden se forma a partir de procesos históricos y sociales.

Como se desprende de la instructiva reconstrucción que realiza Fabiola Cárcar (2012) de la laberíntica literatura sobre las prácticas clientelares, los diferentes ejes sobre los que podría establecerse una taxonomía (geográfico, histórico, teórico, micro o macro, sistémico o individualista, etc.) están atravesados por esta imbricación entre hechos y valores. Esto se debe a que cada interpretación de las prácticas clientelares debería explicar si la reciprocidad desigual que las define implica dominación o si constituye una acción estratégica de los clientes para obtener eficientemente influencia política, si las sociedades genéricamente clientelares forman un obstáculo para la modernización estructural o si sociedades igualitarias pueden ser alcanzadas a través de (y conjuntamente con) estos fenómenos. A su vez, cada una de las interpretaciones del clientelismo se centra en un aspecto del complejo fenómeno; las concepciones estructuralistas destacan los incentivos y mercados que intentan ser captados por las fuerzas del espectro político, las concepciones estratégicas se basan en estudios etnográficos de relaciones particulares, las concepciones normativas subrayan los obstáculos que el clientelismo introduce a la acción colectiva autónoma, etc.

La primera diferencia radica en la metodología que se aplica a la práctica que se interpreta. Mientras que la preocupación ciudadana analiza la relación desigual e individualizada entre un patrón y un ciudadano, la preocupación estigmatizante analiza la relación jerárquica entre una sociedad que impone un significado moral y aquel grupo que recibe tal significado. Aquí es relevante señalar que la diferencia entre las explicaciones no se halla en los principios normativos democráticos con los que se aborda el problema, ya que, en última instancia, ambas persiguen cierto ideal universal de una comunidad política que satisfaga un principio sustantivo de igualdad política, en el que los ciudadanos no vean coartado el uso de sus libertades políticas ya sea por el contexto simbólico en el cual participan o por no poder escapar a la dominación por parte de individuos políticamente más poderosos.

En segundo lugar, existe una profunda diferencia respecto de la definición del clientelismo, la cual excede la cuestión meramente semántica. Bajo la preocupación ciudadana, la descripción de los contornos de la relación clientelar emerge de la construcción idealizada del comportamiento político de participantes “no clientes”; si estos votan y participan de forma autónoma, sin hallarse en situaciones de reciprocidad desigual y sin tener que abdicar de sus preferencias políticas a favor de los caciques o punteros, todos aquellos ciudadanos que no hacen ello constituyen el fenómeno clientelar que debe analizarse. Dado esto, la dimensión crítica de la interpretación sugiere que las formas para bloquear o desincentivar esas prácticas deben dirigirse a la destrucción de los lazos clientelares, al aumento de los controles y a la instalación de funcionarios oficiales como intermediarios y facilitadores. Por el contrario, bajo la preocupación estigmatizante, la construcción simbólica de la relación clientelar adquiere un lugar central y, por lo tanto, tiende a complejizar sociológicamente la práctica clientelar. Los trabajos etnográficos y antropológicos muestran que la relación clientelar constituye un entramado complejo de relaciones asimétricas de conocimiento directo y confianza que se construye informalmente a lo largo del tiempo y que exige, a la vez, el cumplimiento de obligaciones recíprocas (Auyero y Benzecry, 2016; Vommaro y Combes, 2016).

Dado esto, la dimensión crítica de la interpretación adquiere una configuración distinta: las formas de bloquear y desincentivar estas prácticas se encuentran, en la preocupación estigmatizante, o bien poco desarrolladas (ya que asumen que el control y la punitivización serán ineficientes) o bien colocadas en reformas estructurales que ofrezcan a los “clientes” alternativas realistas alas relaciones clientelares. Según esta preocupación, es imposible ignorar que la estabilidad de estas relaciones es un claro producto del vínculo débil y estratificado entre el Estado y los ciudadanos, donde los beneficios de la cooperación o bien llegan en cuentagotas o bien no llegan; cuando se ignora esto y se insiste en una participación idealizada como crítica a las relaciones clientelares, se termina perjudicando aún más a los peor situados.

Así, los lazos clientelares son interpretados como una alternativa subóptima (pero más realista que su ausencia) para alcanzar algún grado de influencia y de participación efectiva en la agenda pública y en los representantes (Corzo Fernández, 2002). Después de todo, estos lazos se presentan a los “clientes” como una forma eficiente y ágil de solución de problemas de la vida cotidiana (desde conflictos administrativos hasta la inscripción en programas asistenciales) que contrasta dramáticamente con la lentitud de una burocracia estatal que, por su presunta imparcialidad, resulta indiferente a la urgencia (Aguirre, 2013, p. 165). En esta dirección, no participar de estas relaciones no acerca al ciudadano menos aventajado a un ideal regulativo de igual ciudadanía, sino a una incapacidad de que sus demandas y reclamos sean tomados en cuenta. Sin duda, esta propia “elección” entre, por un lado, no ser cliente y no ser escuchado y, por el otro, ser escuchado al costo de ser cliente muestra de una manera prístina tanto lo opresivo de las condiciones en las que surgen los fenómenos clientelares como la racionalidad de la opción clientelar.

Las preocupaciones ante la reconversión del problema clientelar

En esta sección, se defienden dos razones por las cuales la preocupación estigmatizante es más adecuada que la preocupación ciudadana para explicar la reconversión del problema clientelar. La primera es que la preocupación estigmatizante revela un dilema opresivo para el valor de las libertades políticas de las latinoamericanas pobres. La segunda es que la preocupación ciudadana tiene un carácter autofrustrante, el cual solo es reconocido gracias a la preocupación estigmatizante.

La preocupación ciudadana y un dilema opresivo

La preocupación estigmatizante ofrece una mejor explicación al poner de relieve la asimetría en las evaluaciones y en las razones que se esgrimen para poner al incentivo bajo sospecha, ya que, después de todo, no es inmediatamente claro por qué estos resultados son problemáticos. En un sentido obvio, sería valioso que los ciudadanos voten de acuerdo a una deliberación basada en estándares de justicia que trasciendan su mero autointerés. Sin embargo, en un sentido menos obvio, no es claro por qué esta exigencia se les impone solo a las beneficiarias de políticas antipobreza y no también al resto de los ciudadanos. La preocupación estigmatizante explicaría, entonces, que el estigma clientelar sealo que opera para distinguir qué deliberaciones políticas deben ser sospechadas y cuáles no.

Por ejemplo, la preocupación ciudadana no señalaría como problemático el hecho de que, en aquellas regiones más beneficiadas por exenciones impositivas al cultivo de cereales, resulten triunfadores aquellos políticos que apoyan tales medidas. Por el contrario, ese resultado sería el esperable de un incentivo introducido por esa política, que, aunque no tiene una selección excluyente de beneficiarios, beneficia más a unos que a otros. Si esto es así, la preocupación ciudadana asumiría una perspectiva moralizante únicamente sobre cómo deberían ser las relaciones políticas entre los pobres y los políticos.

Al mismo tiempo, la preocupación estigmatizante revela un dilema aún más opresivo para la participación política de las latinoamericanas pobres: o bien estas rechazan participar de relaciones clientelares, pero reciben, de todas formas, el estigma clientelar; o bien participan de relaciones clientelares y reciben el estigma clientelar. En otros términos, cuando la latinoamericana pobre puede escapar de una relación desigual con un intermediario político, se encuentra todavía atrapada en una relación más desigual con los “no patrones” y “no clientes”. Estos pueden emitir su juicio crítico como si fuera autónomo y desinteresado, afectando la legitimidad de los reclamos y, no obstante, sentir menor responsabilidad con las beneficiarias, ya que sus lazos —comparados con los de los “patrones”— no son ni recíprocos ni personalizados.

De esta forma, el valor instrumental de las libertades políticas nunca está presente para las latinoamericanas peor situadas y, por lo tanto, es racionalmente eficiente no participar, excepto en pequeñas asociaciones barriales o comunitarias donde exista horizontalidad. Si bien en ellas pueden desarrollar mínimos lazos sociales y sentimientos razonables de empoderamiento, deben, no obstante, mantenerse lo suficientemente “bajo el radar” como para no activar el estigma clientelar. Esta opción crea, a su vez, las condiciones circulares para generar un vacío político que debe ser llenado con alguien, en general, una organización que crea vínculos clientelares.

Carácter autofrustrante de la preocupación ciudadana

Como ya se señaló al comienzo del trabajo, la protección de este tipo de programas de la instrumentalización política fue perseguida a través de dos elementos: los burocrático-administrativos y aquellos relacionados con los espacios participativos que los propios programas inauguraron. En este apartado, se muestra que el diseño de este segundo elemento terminó por reforzar el estigma clientelar y que, por lo tanto, la preocupación ciudadana puede paradójicamente limitar los espacios y oportunidades para la participación política de los menos aventajados.

Este segundo elemento incluye algunas instancias participativas como actividades secundarias, pero, no obstante, vinculadas al funcionamiento del programa. Para comprenderlas mejor, conviene clasificarlas de acuerdo con dos ejes: uno vinculado al tipo de actividad vinculada (1) y otro vinculado a dos etapas sucesivas, la de la participación individualizada y la de la controlaría (2).

La participación limitada

Con respecto al eje de las actividades, es posible distinguir entre (a) aquellas vinculadas con la participación pasiva (Crocker, 2007, p. 433), en las que los individuos son considerados miembros de un grupo, pero solo escuchan pasivamente a los informes y decisiones que otros —los responsables de los programas— toman, y (b) aquellas vinculadas con la participación peticionaria, donde la beneficiaria cuenta con un espacio para declarar irregularidades, reclamar por errores de focalización, entre otros, y donde puede exigir a las autoridades el remedio de algunos problemas de implementación (Crocker, 2007, p. 433). Entre las primeras pueden ubicarse a las pláticas periódicas de la mexicana Progresa[4], donde las titulares reciben información de promotoras elegidas comunitariamente sobre cuidados de la salud y las condicionalidades. Entre las segundas, pueden ubicarse las instancias de control social de la TMC brasileña Bolsa Família que están constituidas intersectorialmente entre funcionarios gubernamentales y miembros de la sociedad civil y cuyas funciones son planear, monitorear, evaluar y fiscalizar la gestión del programa (Hevia, 2009).

Ambos tipos de actividades reflejan aspectos esenciales de la preocupación ciudadana y su objetivo de convertir a las beneficiarias en “agentes de su propio destino” o en auténticas propietarias del programa (González de la Rocha, 2005, p. 83). Tales actividades constituirían canales públicos para representar sus intereses, recibir información, y potenciar las redes sociales de cooperación y solidaridad; al mismo tiempo, la participación en actividades comunitarias podría generar efectos transitivos que creen nuevas conductas y hábitos.

Las evaluaciones de este tipo de actividad son desalentadoras, aunque resultan instructivas para los objetivos de este trabajo. Si bien algunas evaluaciones empíricas de las TMC muestran que esas instancias participativas han permitido la corrección de errores de inclusión o exclusión y un intercambio de experiencias y estrategias para lidiar con aspectos conflictivos (Adato, 2004), existen múltiples evaluaciones que muestran la fragilidad de esos “buzones de queja” (Hevia, 2009). Por un lado, las beneficiarias siguen sin poseer ni los recursos ni las oportunidades formales para influir sobre el diseño y la operación del programa; y, por el otro, las beneficiarias “líderes” (promotoras, vocales, Madre Líder, etc.) solo distribuyen información oficial del programa, con lo que se convierten más en representantes del programa que de las beneficiarias (Molyneux, 2006, pp. 436-440). A su vez, las beneficiarias forman una nueva identidad social, pero no la de ciudadanas, sino la de beneficiarias del programa social en cuestión, lo cual crea tensiones considerables con las no beneficiarias (Olvera, 2009, p. 288). El diagnóstico es inevitable: la creación de instancias consultivas y de control parcial de las propias beneficiarias es poco más que formal y no impacta en la definición, evaluación y diseño de los programas sociales.  

De esta manera, tal transformación jerárquica del sujeto al que se le debe la contraloría produce mecanismos que utilizan la participación limitada de las beneficiarias para mejorar la transparencia de la TMC, pero, como se mostrará al analizar el segundo eje, ello no impacta en las libertades políticas de las latinoamericanas vulnerables.

Las etapas de la “participación”

La “segunda generación” de TMC adoptó algunos mecanismos de contraloría social (accountability), pero, lamentablemente, el diagnóstico no se modificó. Por ejemplo, el Bolsa Família incorporó nuevos espacios colaborativos y conselhos para planear, evaluar y auditar regularmente el programa. Sin embargo, estos suelen estar ocupados por ONG y otras organizaciones civiles y no por las beneficiarias; estas siguen prefiriendo el voto y la protesta como formas de exigir rendición de cuentas a los políticos. Así, aunque estas instancias mejoraron el grado de contraloría frente a la prensa y a la sociedad, la participación de las propias titulares resultó escasísima, debido a falta de información, temor a expresar quejas ante superiores o sencilla falta de tiempo (Borges Sugiyama, 2016, pp. 1198-1199; Hevia, 2011, pp. 219-226; Molyneux, Jones y Samuels, 2016).

Algo similar ocurrió con el caso mexicano Oportunidades, donde se reemplazó el sistema de promotoras por la creación de comités de promoción comunitaria, compuestos por beneficiarias cuyas funciones eran administrativas y de activación de reclamos formales. Dado que los representantes del programa tienen que estar presentes en todas las instancias y que es este mismo el que designa sus funciones, el poder de los comités es extremadamente mínimo; como señala Hevia (2009), las beneficiarias “no tienen mecanismos efectivos para oponerse a decisiones que pueden ir en contra de sus intereses (como por ejemplo cambiar la sede de pago o regular las faenas o condicionalidades no oficiales)” (p. 388).

En esta dirección, resulta importante retomar la profunda investigación llevada a cabo por Felipe Hevia de la Jara. De acuerdo con él, lo que explica la formalidad de estas instancias participativas es que, después de todo, la rendición de cuentas se realiza a favor de mantener la legitimidad del propio programa frente a la comunidad internacional y a la ciudadanía no beneficiaria; los responsables de las TMC no rinden cuentas a los afectados, sino a las agencias de crédito internacional y a los no beneficiarios que contribuyen a la protección social no contributiva (Hevia, 2009, p. 391; Rossel, Antia y Manzi, 2020). Como ha sucedido gráficamente en el caso de Bolsa Família, la difusión regular y demagógica de casos de clientelismo político (Barrientos, 2013, pp. 424-425; Lindert y Vincensini, 2010) puede destruir rápidamente la legitimidad política de estas políticas públicas y alejar la cooperación internacional de organismos que tienen como valor principal la eficiencia. Dado esto, más allá de las declaraciones consistentes con la preocupación ciudadana y una revalorización genérica de la participación de las beneficiarias, estas débiles instancias de participación son mejor comprendidas como señales simbólicas que intentan mantener externamente la creencia en la eficiencia administrativa de las TMC.

Entre la estabilidad del estigma clientelar y la habitualidad de las transferencias

Estas evaluaciones sugieren que la preocupación ciudadana resulta autofrustrante. Como se mostró, esto se debe a que está articulada en las sospechas sobre la participación política de los pobres y entonces restringe demasiado los espacios participativos, no ofreciendo oportunidades para que las titulares resignifiquen la protección social y mucho menos para que esa resignificación altere el juicio de los nobeneficiarios. De tal manera, la tensión política bifronte entre objetivos anticlientelares y sospechas de clientelismo obstruye cualquier potencial emancipador de estas políticas.

La continuidad del estigma clientelar y la reconversión del problema clientelar se convierten en efectos completamente esperables y no en anomalías. Las titulares siguen siendo reinterpretadas y significadas a partir de las identidades que otros les asignan, y, por lo tanto, el valor de sus libertades políticas sigue dependiendo fuertemente de tales significados, entre los cuales figura el estigma clientelar. Este permanece inalterado como una continua sospecha de los motivos y formas de participación de las latinoamericanas pobres.

La preocupación estigmatizante permite reconocer este carácter autofrustrante, y en ello radica su atractivo. Por ejemplo, puede explicar por qué, frente a errores administrativos (focalización o cobros de las transferencias), las instancias participativas o de contraloría resultan ineficientes y lejanas para las titulares y, por el contrario, les resulta mucho más sencillo y menos desgastante comunicarse y solicitar ayuda al intermediario político cercano (Combes y Vommaro, 2012); los costos temporales e informativos de reclamar a instituciones estatales son muy elevados para las ciudadanas que tienen poca disponibilidad de tiempo y poca experiencia en el reclamo o en la comunicación oficial (Hevia, 2011, p. 232; Pautassi, Arcidiácono y Straschnoy, 2013, p. 32).

Más allá de este sombrío panorama respecto de la irreductibilidad del estigma clientelar, existe una dialéctica interesante entre la estabilidad política de las TMC y la relación política que las titulares entablan con estos programas y que podría debilitar el impacto del estigma clientelar.

Por un lado, los partidos y líderes políticos que eran firmes críticos de este tipo de programas han debido morigerar sus críticas, no tanto por haber comprendido realmente la evidencia disponible, sino por haber comprendido que estos programas sociales son poco costosos, son aceptados socialmente y el costo político de rechazarlos es muy alto (Hall, 2008).Por otro lado, las titulares de las transferencias admiten, en distintas regiones y climas políticos, que el riesgo de que estos programas sean eliminados es alto (Kliksberg y Novacovsky, 2015, pp. 259-266). Si bien en algunos casos, como los registrados por Borges Sugiyama (2016) en entrevistas focales, esta amenaza es recibida con cierta ilusión de poder político y de que el responsable deeliminar el programa “no podría salirse con la suya” o “que nadie lo votaría más” (pp. 1198-1199), la reacción más generalizada pareciera ser cierta resignación fatalista. Como lo mostraron varias evaluaciones cualitativas, la percepción de las titulares de que la transferencia es más bien confusa y variable, como se recoge en expresiones, como “esto es un regalo de Lula”, “Cristina dijo que esto es un derecho, entonces es un derecho, porque a Cristina la quiero” (Kliksberg y Novacovsky, 2015, p. 260; Maldonado, Najera y Segovia, 2006; Pinzani y Leão Rego, 2013, pp. 216-218).

Estos dos hechos sugieren una conjunción contradictoria (los políticos son reacios a pagar el costo político de desmantelar estos programas y las titulares no perciben tener el poder para impedírselos) que, no obstante, podría reforzar el valor de las libertades de participación política de las latinoamericanas pobres. En este sentido y como aventuraron Hickey y King (2016), no es tanto el pronunciamiento mecanizado de que la protección social es un derecho ni que las beneficiarias son titulares de derechos como la continuidad de los programas lo que puede generar en las aún beneficiarias la percepción encarnada de que son, efectivamente, derechos y que esto implica, entre otras cosas, la expansión de sus capacidades políticas a través de las protestas, exigencias de contraloría y de participación igualitaria.

Si esta “esperanza” es fundada, el logro más importante de estos programas con respecto a libertades para la participación política no sería intrínseco, sino extrínseco. Puesto de otra forma, si bien estos programas no crearon ni diseñaron espacios públicos significativos de deliberación entre beneficiarias y no beneficiarios, ni se intentó desmitificar los múltiples estereotipos con los que los “no clientes” los evaluaban, es posible aventurar que su permanencia y estabilidad se constituya en una especie de catalizador de resistencias políticas en la medida en que se articulen en la gramática de los derechos, más familiar para los no beneficiarios. El estigma clientelar podría, entonces, perder su fuerza y su potencia cuando los estigmatizados puedan resignificar concretamente —a través de reclamos y protestas— las transferencias monetarias ya no como una herramienta para sacarlos de las trampas clientelares, sino como un derecho que obstruye las restricciones estructurales al desarrollo de sus libertades políticas.

Conclusiones

Este trabajo explicó por qué la sospecha acerca de la instrumentalización política de las TMC no depende de la evidencia estadística o sociológica disponible de casos masivos de clientelismo. La hipótesis que se contrastó fue que el estigma clientelar cubre profundamente la valoración de la participación política de las latinoamericanas pobres y que, incluso, tiñe los espacios y mecanismos participativos ofrecidos por esas políticas. La forma en que se contrastó esta hipótesis fue contraponer dos interpretaciones rivales de esa reconversión: una que la explica como una preocupación genuinamente democrática y otra que la explica como una preocupación estigmatizante de la participación política de las latinoamericanas pobres. En el artículo, se mostró que la segunda interpretación era más adecuada y explicativa porque, por un lado, es capaz de exponer el dilema opresivo que el estigma clientelar coloca al valor de las libertades políticas de los peor situados y porque, por otro lado, es capaz de revelar el carácter autofrustrante de las instituciones participativas que no ponían en cuestión al estigma clientelar.

Un análisis de las TMC desde la teoría crítica como el realizado aquí permite exponer esta contradicción, esta tensión política bifronte, no como un error puntual, sino como una consecuencia esperable de una imbricación entre hechos y valores. Esta imbricación, como se ha intentado mostrar, está plasmada en el estigma clientelar y surge de una configuración del espacio de justificación transido por el poder de quienes imponen el estigma y de quienes no tienen otra opción más que recibirlo o resistirlo.


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[1]Este texto fue producido en el marco del Proyecto de Investigación “Políticas de protección condicionales o incondicionales: una discusión más allá de la eficiencia”, el cual fue financiado por el Programa en Desarrollo Humano de FLACSO-Argentina. Versiones previas fueron presentadas durante 2019 en el VII Congreso Alcadeca en la Universidad de las Américas de Puebla. Tanto los comentarios de los participantes, así como las observaciones de lxs referís de Miríada han contribuido sustancialmente a la mejora de este artículo. Los errores remanentes son exclusivamente míos.

[2]La literatura sobre el funcionamiento y evaluación de estas tres políticas es vastísima y heterogénea. Dos textos comparativos pueden resultar una buena introducción: Lo Vuolo (2011) y Hevia (2009).

[3] Esta característica contribuye fuertemente al carácter autoconfirmatorio del estigma clientelar; frente a la ausencia de denuncias o de no identificación de relaciones clientelares, el investigador puede afirmar que eso no significa que no ocurran, ya que las características del clientelismo rehúsan la visibilidad pública. De esta forma, dónde detener la búsqueda de relaciones clientelares depende más de la decisión del investigador que de la realidad.

[4] Este mecanismo y su sistema de elección de promotoras fue reemplazado durante la siguiente TMC mexicana, Oportunidades, por comités de promoción comunitaria que cuentan con vocales. Esta modificación se produjo por la sobrecarga no remunerada del trabajo de las promotoras y por los casos aislados de abuso de poder (Adato y Roopnaraine, 2010; González de la Rocha, 2005).