Capital social, redes de confianza y cambio climático.

Un enfoque neoinstitucionalista-tecnocrático

María Ángeles Abellán López*

* Universidad de Valencia. Correo electrónico: maria.a.abellan@uv.es.

Artículo recibido: 25/04/2020          Artículo aprobado:25/08/2020

MIRÍADA. Año 13, N.º 17 (2021), pp. 251-269

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales (IDICSO). ISSN: 1851-9431

Resumen

Este artículo trata sobre el papel del capital social y las teorías antiutilitaristas en el contexto de la adaptación al cambio climático. Instituciones internacionales y gobiernos reconocen el valor de los bienes relacionales y la creación de capacidades colectivas de las comunidades para luchar contra la crisis climática. Sin embargo, hay una praxis tecnocrática que frustra los esfuerzos participativos. De esta manera, la participación es más un ejercicio retórico que real. La adaptación al cambio climático, que afecta de manera determinante a la cohesión social, política y económica, se considera un problema técnico sin tener en cuenta los aspectos sociales que forman parte de las relaciones entre sociedad y medioambiente.

Palabras clave: antiutilitarismo, capital social, cambio climático, gobernanza, reciprocidad.

Abstract

This article focuses on the role of social capital and anti-utilitarian theories in the context of adaptation to climate change. International institutions and governments recognize the value of relational assets and the collective capacity building of communities to fight the climate crisis.However, there is a technocratic praxis that frustrates participatory efforts. In this way, participation is more a rhetorical exercise than a real one.Adaptation to climate change, which decisively affects social, political and economic cohesion, is considered a technical problem and does not include the social aspects that are part of the relationship between society and the environment.

        Keywords:anti-utilitarianism, social capital, climate change,governance, reciprocity.

La preocupación por el calentamiento climático antropogénico se ha instalado en la agenda global y sugiere un interés por identificar nuevas acciones sostenibles para afrontar el futuro. El abordaje de la crisis ecológica es un problema que concierne a toda la sociedad mundial y requiere nuevas formas de gobernanza social y de cogestión sostenible que superen el modelo de acumulación capitalista y la lógica mercantil. El nuevo reto para enfrentar la crisis medioambiental pasaría por una revisión del modelo neoliberal, la eliminación de resistencias tanto políticas como económicas y una mayor participación democrática de la ciudadanía en la lógica decisional. El éxito de las políticas públicas medioambientales necesita de una mayor colaboración entre el Estado y la sociedad a través de los grupos sociales que la conforman. En consecuencia, la gestión climática concierne a la política, al mercado y a la sociedad civil. Por esta razón, se ha generalizado una tendencia cada vez más creciente a identificar bienes relacionales y buenas prácticas para facilitar la adaptación al cambio climático. La desconfianza en los mercados y en la política abrió un debate en torno a los comunes, a fórmulas de gestión comunitarias, a la construcción de capacidades aprovechando los conocimientos locales y a las buenas prácticas cooperativas opuestas a la lógica mercantilista, utilitarista e individualista. La idea subyacente es que las sociedades y comunidades que tejen un entramado sólido de recursos relacionales tienen mayores posibilidades de incidir en la arena política y transformar la realidad social que aquellas con un enfoque individualista y utilitario. Toda acción medioambiental está situada en el campo de lo social, que irradia un haz de relaciones de diverso tipo e intensidad. Los bienes relacionales dependen de actividades e interacciones interpersonales y grupales muy intensas que se caracterizan por la reciprocidad, la simultaneidad, la intangibilidad y la coproducción. Como señala Donati (1993, 2018), los bienes relacionales no son públicos ni privados; solo pueden ser coproducidos y consumidos simultáneamente por los participantes en las redes asociativas informales que no dependen ni del Estado ni del mercado. Por esta razón, el presente trabajo se propone describir estos bienes relacionales en un marco que pone el énfasis en superar el dilema dicotómico Estado o mercado en relación con el medioambiente.

La finalidad de este trabajo es establecer vínculos teóricos y descubrir puntos de encuentro entre los recursos relacionales y los procesos de adaptación al cambio climático para, posteriormente, identificar ciertas resistencias tecnocráticas que obstaculizan las tendencias participativas. Así, por un lado, el andamiaje teórico de este trabajo revisa los procesos de formación de estos bienes relacionales; concretamente, el capital social, el don y los comunes en sus relaciones entre sociedad y medioambiente. Por otro lado, el marco teórico se ha conectado con datos empíricos procedentes de diversas fuentes documentales. En consecuencia, para la elaboración de este artículo, se han recopilado documentos procedentes de instituciones, como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la Unión Europea (UE), la World Values Survey(WVS) y se ha consultado una amplia bibliografía que incluye referencias de reciente publicación.

La multilateralidad no gubernamental y la necesidad de desarrollar capacidades y conocimientos locales son un leit motiv en los documentos consultados en el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC, siglas en inglés de Intergovernment Panel on Climate Change), así como en el informe especial Cambio climático y la Tierra (2019a), las conclusiones de la COP 25 y el documento Summary for Policymakers (2019b). La redacción de los informes y recomendaciones sobre los problemas medioambientales se caracteriza por un enfoque tecnocrático propio de una estrategia top-down. Las formas actuales de enmarcar los problemas climáticos y de formular respuestas no se adhieren a la gobernanza participativa, sino más bien se toman decisiones que no suelen involucrar a los sectores más vulnerables por la crisis ecológica. La gobernanza climática se identifica, pues, con una gobernanza tecnocrática. Sin embargo, se comienza a percibir un cambio de actitud que enfatiza que la crisis ecológica no se solucionará solo con el recurso a expertos, sino que requiere la construcción de capacidades colectivas y la participación de las poblaciones afectadas en la gobernanza climática, lo que sugiere una estrategia bottom-up.Así, por ejemplo, se identifican recomendaciones para alentar prácticas sociales, el impulso de la acción colectiva, la posesión consuetudinaria de recursos, la educación y cogestión sostenibles, la creación de redes resilientes y la cosimultaneidad del uso de conocimiento científico, indígena y local como fórmulas para brindar respuestas flexibles y adaptativas al cambio climático.

La disposición de los contenidos del presente trabajo es la siguiente. Tras esta introducción, que incluye la metodología y fuentes utilizadas, en primer lugar se plantea la adaptación al cambio climático como un proceso de gobernanza y como construcción de capacidades. Para ello, relacionaremos las recomendaciones del IPCC con la gobernanza y la creación de capacidades en la crisis medioambiental, puesto que la crisis ecológica es una crisis de la sociedad. El Estado ostenta un rol preponderante para la regulación y gestión de los asuntos medioambientales; sin embargo, el actual marco de gobernanza requiere contar con otros actores para generar redes cooperativas y crear sinergias colectivas, especialmente a escala local.

En segundo lugar, se identifican teorías antiutilitaristas con señas de identidad propia que ofrecen propuestas diferentes a los sistemas de intercambio principales y hegemónicos, que son el Estado y el mercado. Concretamente, este trabajo se centra en la teoría del don (Caillé, 2000, 2009, 2014; Mauss, 1950) y en la de los comunes (Ostrom, 1990, 1998, 2010). Ambas teorías suministran fórmulas alternativas a la visión utilitaria e invocan valores, como la gratuidad, la espontaneidad, la entrega, la compasión y la empatía. La vocación de estas teorías es suministrar una base epistemológica en la integración de prácticas basadas en la cooperación, la reciprocidad y la confianza para atender la evolución de las relaciones sociales en las sociedades contemporáneas.

En tercer lugar, se aborda el capital social, que ha cosechado éxito en las ciencias sociales y humanas (Bourdieu, 1980; Coleman, 1988, 1990; Fukuyama, 1996, 2000; Putnam, 1993, 1995, 2000, 2002) y que hunde sus raíces en la idea de la eficacia de la acción humana, muy conocida en la teoría sociológica. El fortalecimiento del capital social de las comunidades locales y vulnerables al cambio climático ha encontrado cierto eco en las investigaciones para incentivar un emprendedurismo sostenible. Finalmente, se ofrecen unas conclusiones que sintetizan las ideas del trabajo.

La metodología combina un enfoque teórico normativo con la utilización de técnicas de investigación social cualitativas. Concretamente, se han recopilado y analizado documentos de instituciones internacionales; se ha revisitado la literatura y consultado una amplia bibliografía junto con el imprescindible esfuerzo hermenéutico para reinterpretar las lecturas consultadas.

Para terminar este epígrafe introductorio, hay que aclarar que en la búsqueda de cierta agilidad semántica se han utilizado expresiones como “cambio climático”, “calentamiento global”, “crisis ecológica”, “reto o desafío medioambiental” para eludir las inevitables reiteraciones. Finalmente, en la redacción de este artículo se ha utilizado el masculino universal por economía lingüística, pero que, en todo caso, debe entenderse desde una perspectiva inclusiva.

La adaptación al cambio climático como gobernanza y construcción de capacidades

La preocupación por la crisis ecológica se ha instalado en la agenda mundial con un papel destacado en la política internacional. Los problemas medioambientales son problemas complejos, wicked problems (Rittel y Webber, 1973), que incorporan visiones y enfoques heterogéneos y que se resisten, incluso, a ser definidos con claridad. Cuando se habla de crisis medioambiental, se nos representan diversas imágenes, como emisiones de CO2, inundaciones, aumento de temperaturas, malacalidad del aire y de las aguas, reducción de la capa de ozono, desertificación de los paisajes y territorios, elevación del nivel del mar, efecto invernadero, desaparición de playas, destrucción de la biodiversidad, agotamiento de los recursos naturales, preocupación por la inseguridad alimentaria, etc. El cambio climático ha afectado a numerosas comunidades por todo el planeta que han quedado expuestas a diversas vulnerabilidades, y sus efectos no solo repercuten en el presente, sino que son también transferibles a las futuras generaciones.

El Estado sigue ostentando un rol preponderante en la regulación y gestión de los asuntos medioambientales, pero, dada la complejidad de los problemas del mundo contemporáneo, ha cambiado los modos de gobernar generando interdependencias, coordinaciones y sinergias con los diversos actores (Aguilar Villanueva, 2006). La adaptación al cambio climático requiere la intervención de los poderes gubernamentales para implementar políticas públicas o construir grandes infraestructuras, pero esta constatación no es óbice para que la acción colectiva no pueda participar. La efectividad de la política medioambiental depende en gran medida de la creación de vínculos entre el Estado y los grupos sociales (Buttel, 2000), pero también de la capacidad de las comunidades de actuar colectivamente (Adger et al., 2003). La creación de redes de cooperación entre los actores sociales, de sinergias entre la sociedad y el Estado, puede ser la base de un desarrollo sostenible (Oltra y Alarcón, 2005). La acción colectiva favorece una adaptación de los actores no solo a escala local, sino que se extiende a las relaciones entre los ciudadanos a través de prácticas de difusión o de isomorfismo. Ostrom (1996) sostenía que la implicación de la ciudadanía en la búsqueda de soluciones a los problemas colectivos puede necesitar más tiempo en las etapas iniciales del proceso, pero obtiene mejores resultados a largo plazo.

En el marco de las investigaciones relacionadas con la gestión de los recursos naturales y la adaptación al cambio climático, se han pergeñado nuevas formas de gobernanza social para enfrentar los retos ecológicos. En este contexto, se ha reconocido el papel que desempeñan los conocimientos y prácticas sociales basados en el capital social, la economía del don y la gestión de los bienes comunes como elementos influyentes en la adaptación al cambio climático y a la sostenibilidad territorial. En el marco de la crisis ecológica, se está reconfigurando un entramado de relaciones sociales caracterizado por la interdependencia entre los agentes, las instituciones y los recursos de los que dependen (Adger, 1999).

Cuando se habla de cambio climático, se invoca de manera ineludible al IPCC[1] de la Naciones Unidas. El último informe del IPCC analiza el trabajo titulado El cambio climático y la tierra (2019a),en el que la sostenibilidad aparece como la prioridad global para enfrentar el desafío climático y la consecución de resultados positivos depende de la implantación de sistemas de gobernanza a nivel local. El mencionado informe explica cómo la crisis climática afecta a las formas de vida y a la seguridad alimentaria, puesto que existen patrones sostenibles y otros que no lo son tanto. Es decir, hay actuaciones humanas que requieren más agua, tierra y energía, lo que a su vez provoca más emisiones de gases de efecto invernadero. Los sistemas más sostenibles son los que presentan mayores oportunidades de adaptación al cambio climático. Existen, pues, maneras de gestionar tanto los riesgos medioambientales como de reducir sus vulnerabilidades a través de enfoques resilientes. La COP 25[2] ha destacado el multilateralismo activista y la necesidad de mayor impulso a la acción de actores no gubernamentales en la lucha contra el cambio climático.

Asimismo, y en una línea similar, el informe elaborado por el IPCC Summaryfor Policymakers (2019b) sugiere fórmulas consuetudinarias de posesión de la tierra, de cogestión, de mapeo comunitario y de descentralización como respuesta al cambio climático. También es significativo el apoyo que se brinda tanto al conocimiento científico como al conocimiento local que emerge de la acción colectiva en su esfuerzo para adaptarse al cambio climático. Las recomendaciones del IPCC señalan una diversidad de adaptaciones posibles al cambio climático, que abarcan tanto la construcción de capacidades autóctonas fundamentadas en prácticas y costumbres sociales como la educación en prácticas de gestión sostenibles.

        Las respuestas adaptativas dependen en última instancia de las condiciones socioeconómicas locales y de los diferentes contextos ambientales y culturales. Por esta razón, la tendencia actual es desplegar varias opciones que generen un abanico de repuestas en cuyo diseño se incorporen políticas públicas, instituciones y sistemas de gobernanza que impulsen la resiliencia social y la participación. En este sentido, y dada la diversidad de actores involucrados, se privilegian enfoques de políticas que incluyan sistemas combinados sobre clima, salud, protección social, redes de seguridad adaptativas, sistemas de alerta temprana y planes de contingencia.

El Banco Mundial define la capacidad como una aptitud de las personas, grupos, instituciones y sociedades para resolver los problemas, adoptar decisiones basadas en información, definir prioridades y planear su futuro. Cuando hablamos de construcción de capacidades, se suele distinguir entre capacidades duras (infraestructuras,tecnología) y capacidades blandas (recursos organizativos, capital social) (Ortiz y Taylor, 2009). Los efectos del cambio climático conducen a las comunidades afectadas a desarrollar capacidades y buscar estrategias para reducir vulnerabilidades, lo que conlleva elaborar adaptaciones anticipadas. Si estamos inmersos en un marco político institucional que favorece la participación, la cooperación y la integración entre los actores sociales, las oportunidades de construcción de capacidades serán mayores. Siguiendo a Jänicke (1997), el proceso de construcción de capacidades implicaría el desarrollo de tres capacidades base, que son la integración, la participación y la información. La materialización de esta tríada favorece la confianza, la reciprocidad, la cooperación y aporta mayor resiliencia a las sociedades y comunidades. En la tabla 1, se ofrecen las definiciones de las principales instituciones internacionales sobre la construcción de capacidades.

Tabla 1. Definiciones de las principales instituciones internacionales

Instituciones

Definición de capacidad

Construcción de capacidades

OCDE/CAD (Comité de Ayuda al Desarrollo)

Aptitud de las personas, las organizaciones y la sociedad en su conjunto para gestionar sus asuntos satisfactoriamente.

Proceso por el cual las personas, las organizaciones y la sociedad en su conjunto liberan, fortalecen, crean, adaptan y mantienen la capacidad a lo largo del tiempo.

BANCO MUNDIAL

Aptitud de las personas, instituciones y sociedades para resolver los problemas, hacer elecciones basadas en información, definir sus prioridades y planear sus futuros.

Proceso gradual de toma de iniciativa para confeccionar las intervenciones necesarias para satisfacer sus necesidades invirtiendo y construyendo capital humano y cambiando y fortaleciendo las prácticas institucionales.

PNUD

Aptitud de las personas, instituciones y sociedades para realizar funciones, resolver problemas y definir y alcanzar objetivos de manera sostenible.

Proceso por el que las personas, organizaciones y sociedades consiguen, fortalecen y mantienen las capacidades para definir y conseguir sus propios objetivos de desarrollo a lo largo del tiempo.

Fuente: Elaboración propia a partir de las fuentes institucionales.

        La construcción de capacidades fortalece las redes de intercambio y guarda una estrecha relación con las teorías antiutilitarias que empoderan a las comunidades.Abordaremos esta cuestión en los siguientes epígrafes.

Utilitarismo y teorías antiutilitaristas: el don y los comunes

Uno de los resultados de la crisis económica de 2008 ha sido la desconfianza en los mercados y, en cierta forma, también en la política, lo que ha generado interés por fórmulas de gestión no mercantiles, como los comunes y la economía del don. Estos modelos antiutilitarias operan dentro de una dinámica de intercambio compensadora e involucran diferentes sectores, como el medio ambiente, la gobernanza rural, la igualdad, los cuidados, la cultura, etc.

Tradicionalmente, la ciencia económica ha explicado el orden social como un orden espontáneo emergente, como una “catalaxia” (Hayeck, 1986), que busca de manera no coordinada los intereses privados. Así, la economía es una disciplina que encuentra su justificación en el cálculo y el interés, mientras que la sociología se fundó por oposición al utilitarismo (Caillé y Vandenberghe, 2016). El utilitarismo y el individualismo metodológico fundamentan la teoría de la elección racional (TER), que entiende que los individuos actúan racionalmente cuando persiguen sus propios intereses, mediante un cálculo de costes-beneficios. Este individuo utilitarista es la unidad de análisis y el maximizador del beneficio.

Las relaciones entre acciones individuales y las instituciones se abordan sobre la base de que los individuos racionales construyen las instituciones para regular el comportamiento recíproco, resolver el problema de coordinar acciones y anticipar resultados poco eficientes o irracionales. La TER influyó de manera notable en otras áreas de conocimiento, y de esta manera surgió la Public Choice[3]o teoría de la elección pública. Ubicada en la frontera entre la economía y la ciencia política, consiste en estudiar con la metodología y las herramientas económicas el proceso de decisiones que se toman en el campo del sector público, a partir de la premisa básica de que quien decide es el individuo. Los individuos racionales se adaptan a las reglas, a las convenciones sociales y a las instituciones en función de sus preferencias e intereses particulares. Los utilitaristas piensan que el mercado es la institución que mejor se adapta para promover la cooperación de los individuos y para facilitar la vida en común.

Sin embargo, como examinaremos en este trabajo, hay otras conceptualizaciones sobre el intercambio que promueven fórmulas alternativas antiutilitarias que no siguen la lógica mercantil y privilegian la confianza, la reciprocidad y la generosidad. Para Caillé (2009), el antiutilitarismo no es una visión negativa de la sociedad, muy al contrario, se trata de una visión positiva y alternativa que enfatiza los principios de humanidad, sociabilidad y reciprocidad.

La teoría del don fue elaborada por Mauss (1950) para referirse a un fenómeno social que presta especial atención a la capacidad, tanto individual como colectiva, de generar relaciones sociales en una dinámica recíproca. La reciprocidad alude al conjunto de convenciones que incita a los individuos a tomar medidas positivas si ellos esperan que los otros hagan lo mismo, lo que facilita la acción colectiva (Ostrom, 1998). Un individuo es confiable si pone los recursos a disposición de la otra parte en ausencia de un contrato formal (Coleman, 1990). La confianza y la reciprocidad sustentan la cohesión social, el desarrollo de relaciones duraderas y lo que Arrow (1968, 1974) denominó la “institución invisible”.

El don emerge como un tercer paradigma entre el individualismo y el holismo que defiende una economía moral capacitada para impregnar todas las instituciones sociales. Este tercer paradigma contribuye a dilucidar lo que no es del orden del don: el capitalismo financiero, la economía especulativa, el extractivismo insostenible y la globalización salvaje (Caillé, 2000).

Para Mauss (1950), las sociedades son mucho más justas cuando institucionalizan ciclos de intercambio que operan con una lógica compensadora. De hecho, Mauss considera a los humanos como homo donator reciprocans, visión que es compatible con otros enfoques de alteridad, intersujetividad y socialidad. No se trata de suprimir ni el Estado ni el mercado, sino que la teoría del don pretende ofrecer una alternativa al utilitarismo y en esta tentativa no está sola. Existe una constelación de teorías que trabajan sintonizadas con la del don, como la teoría de la acción comunicativa (Habermas, 2001), la del reconocimiento (Fraser y Honneth, 2003) y la de los cuidados (Tronto, 1994). A pesar de las diferencias, estas teorías insisten en ciertos elementos: interdependencia, apertura, ética y reciprocidad centradas en seres humanos concretos y sensibles; y las une cierta preocupación por superar la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y por asumir el cuidado de los otros (Caillé, 2000). La intercomunicación y la reciprocidad son fundamentales para el descubrimiento de Mauss (1950) de la triple obligación del regalo: dar, aceptar y devolver como base de la vida social en las comunidades de intercambio. El dar no es una cosa, sino un proceso de triple compromiso: iniciar, aceptar y devolver el don; no es algo simple, sino más bien complejo, que implica motivaciones contradictorias, como la obligación, la espontaneidad, el interés y la generosidad, en un sistema de acciones e interacciones que están en la raíz de la sociedad (Caillé, 2000, 2009).

Las economías del don son formas de coordinación ideadas ad hoc para regular localmente los intercambios e interacciones en una comunidad que constituye y es constituida por un bien común (Lafuente y Corsín, 2010). Hablar de bienes comunes es referirse a la noción del don, y es que en lo común se plasma la habilidad para desmarcarse de la lógica mercantil e inaugurar un ciclo de empoderamiento colectivo. Para Lafuente y Corsín (2010), las tecnologías del don consisten en dispositivos organizacionales, maquinarias de transacción, sistemas de reconocimiento, artefactos de movilización y mecanismos de retroalimentación que implementan una serie de prácticas para gestionar de manera colectiva los comunes. Estos bienes comunes pueden ser agrícolas, forestales, acuíferos, pesca, aguas, usos de los suelos, zonas de pastoreo, montes, pastizales, caza, relaciones sociales, cuidados, cultura y saberes tradicionales. Los bienes comunes son propiedades que se poseen de manera colectiva por costumbre y tradición. Las lógicas mercantilistas y las actuaciones de los Estados han marginado y despojado de esta posesión colectiva a numerosas comunidades. Muchos problemas de desarrollo y sostenibilidad de diversos territorios son resultado de procesos de reasignación de recursos de la economía capitalista, precisamente porque las actividades agrícolas de subsistencia no encajaban en dicho modelo. En consecuencia, se ha producido una marginación económica de aquellos territorios que se autoabastecían a partir de los usos tradicionales del suelo. Sin embargo, son los gobiernos y no las comunidades los que han cosechado los enormes beneficios de los bienes comunes de las economías rurales durante el último siglo. Esta afirmación es importante si pensamos que los comunes proveen el sustento diario de miles de familias en todo el mundo. Como estrategia de acción política, la idea de bienes comunes considera que tanto el capitalismo como el estatalismo (y el extractivismo) destruyen y, a la vez, se apropian de la capacidad colectiva de garantizar la reproducción social (Lafuente y Corsín, 2010).

La gestión de los comunes se caracteriza por cuatro principios fundamentales: la universalidad, la sostenibilidad, la inalienabilidad y la democracia. El primero de estos principios, la universalidad, se refiere al derecho de acceso a los bienes de todos los miembros de la comunidad concernida. El segundo principio, la sostenibilidad, trata de asegurar el futuro de los recursos comunes para las generaciones venideras, lo que implica una responsabilidad tanto individual como colectiva para su mantenimiento y cuidado. El tercer principio es la inalienabilidad, que supone que los bienes comunes no se venden, no se especula con ellos, no se pueden privatizar, y su valor es de uso y no de cambio. El último y cuarto principio es la gestión democrática de los comunes, que comporta la aplicación de reglas democráticas en la deliberación y toma de decisiones.

La clave para entender la singularidad de los bienes comunes es su gestión y su uso colectivo basado en la reciprocidad. La cogestión y las economías del don forman parte del capital social que existe o puede existir en comunidades determinadas y que son la base para la adaptación al cambio climático. Es decir, el capital social es uno de los elementos institucionales y estructurales que influye en la capacidad de los actores para responder a la crisis medioambiental.

A continuación, vamos a exponer en qué consiste el concepto de capital social y sus implicaciones.

El capital social como bien relacional

Este epígrafe atiende a los vínculos que se establecen entre la crisis medioambiental y el capital social. Este concepto es uno de los más fructíferos de las últimas décadas y ha quedado plenamente incorporado alos discursos social, económico y político. La idea central del capital social es comprender cómo los individuos y las instituciones pueden lograr sus objetivos comunes lo más eficaz y justamente posible y que las redes sociales son extraordinariamente valiosas.

Si bien la idea de capital social no es nueva, y sus antecedentes pueden remontarse hasta Tocqueville, suele aceptarse que el concepto de capital social se utilizó de manera independiente a lo largo del siglo xx en una trayectoria que puede rastrearse a través de autores como Hanifan, Jacobs, Loury, Bourdieu, Coleman, Putnam, Fukuyama, Field y Woolcock, por citar solo algunos.

El uso del término puede sorprender por su semántica económica, pero hay que tener en cuenta que la reflexiones primigenias en torno a este se deben al desarrollo dela tesis de capital humano de Gary Becker[4]. El concepto de capital social ha sido incorporado en los trabajos de instituciones mundiales como la OCDE, el Banco Mundial, la CEPA, la ONU y la UE.Así, por ejemplo, en 2001 la OCDE publicó el informe titulado The Well-being of Nations. The role of human and social capital (2001), en el que sus principales referentes son Coleman, Putnam y Fukuyama.

Pero antes de la generalización del capital social en la disciplina, Bourdieu (1980) constató que la presencia de redes estables y de relaciones institucionalizadas se materializaba a través de prácticas basadas en la cooperación, en la confianza y en la reciprocidad. El sociólogo francés afirmaba que la sociedad tiene varias esferas sociales que utilizan determinadas formas de capital, especialmente, económico, cultural y social, que permiten a los individuos acceder a las oportunidades. El capital no se refiere solo a bienes materiales, sino que incluye intangibles, los cuales pueden intercambiarse por otras formas de capital. El capital cultural puede traducirse en capital económico y utilizarse para ascender en la estructura social. Hay que entender el marco conceptual que maneja Bourdieu como una cuasipropiedad de los individuos, y habrá que esperar a las teorizaciones de Coleman, Putnam y Fukuyama para hallar una visión en clave colectiva y enfocada en la operacionalización del concepto.

Para Coleman (1988, 1990), el capital social tiene un vínculo directo con el capital humano y se trata tanto de un recurso individual como colectivo. Según este autor, el capital social surge como una alternativa a la ley y el contrato y tiene notables beneficios, como la mejora del flujo de información, la benevolencia, la solidaridad y cooperación de los demás hacia nosotros y viceversa.

Por su parte, Robert Putnam (2000), en su estudio sobre la disminución del compromiso cívico democrático en los Estados Unidos, amplió el concepto de capital social para designar tanto las relaciones interpersonales, las redes sociales como los recursos cooperativos. El capital social guarda una estrecha relación con la virtud cívica al integrarse en una densa red de relaciones sociales que generan confianza y reciprocidad generalizada. Para Putnam (2000), una sociedad con estas características es más eficiente, siendo el capital social su “pegamento” sociológico. Junto con Coleman y Putnam, Fukuyama (1996, 2000), es otro de los autores que ha teorizado sobre el capital social desligándolo del capital humano. De esta forma, el capital social no es una propiedad individual, sino una propiedad de las relaciones sociales.

El denominador común de todas estas ideas es que las redes sociales y la confianza facilitan la cooperación y contribuyen a integrar aspectos no económicos en la vida social que mejoran la convivencia y la seguridad. En síntesis, el concepto de capital social enfatiza un proceso de acumulación relacional (Field, 2008), un acervo colectivo de capacidades, habilidades, aptitudes y valores.

En tanto variable relacional, el capital social se articula a través de tres tipos de vínculos denominados bonding, bridging y linking (Woolcock, 1998, 2000). Seguidamente, vamos a desgranar en qué consisten cada uno de ellos y sus relaciones con la adaptación al cambio climático (Adger et al., 2003; Pelling, 2010; Pelling y High, 2005; Wolf et al., 2010).

La expresión bonding se refiere a los vínculos emocionales entre miembros de la familia y personas allegadas. Este tipo de lazo materializa una vinculación estrecha entre los miembros de los grupos sociales. Por su lado, bridging designa las relaciones horizontales o de apoyo entre amigos, compañeros y colegas que, desde el enfoque de la adaptación al cambio climático, se refieren a los vínculos entre los individuos que comparten una identidad social. Finalmente, linking denomina los vínculos verticales entre los estratos sociales a los que acceden diferentes grupos en la jerarquía de poderes, estatus social y riqueza. Desde el punto de vista de la adaptación al cambio climático, alude a la confianza entre los diferentes actores sociales e institucionales.

Esta reformulación de los vínculos del capital social con la adaptación al cambio climático es importante por varias razones que resumiremos en tres puntos clave. En primer lugar, el capital social es una de las mayores riquezas per se de todos los países; constituye un intangible tan valioso como otras formas de riqueza y contribuye tanto al desarrollo económico como al bienestar subjetivo (Stiglitz, Sen y Fitoussi, 2009). En segundo lugar, el capital social es un bien relacional que, además de su dimensión instrumental, tiene una dimensión expresiva y afectiva. Los bienes relacionales son de este modo una parte inherente al capital social que se produce y se consume en las relaciones sociales. Entre estos, se cuentan la amistad, el reconocimiento, el sentido de pertenencia, el amor, el cuidado, la identidad, el apoyo emocional, la reputación y la aprobación social (Gui y Sugden, 2005; Nussbaum, 1988; Uhlaner, 1989), que contribuyen a empoderar comunidades. En tercer y último lugar, el capital social permite comprender qué características o variables sociales potencian las capacidades, individuales y colectivas para responder al desafío medioambiental (Pelling, 2010; Pelling y High, 2005). Por ejemplo, un estudio sostiene que el capital social bonding ha permitido en ciertas comunidades de la India un compromiso para desarrollar cambios colectivos (Baker, 2005). Otras investigaciones afirman que el cambio climático y la sobreexplotación de recursos naturales son un fallo del Estado más que del mercado (Dasgupta, 2014). La idea es que las respuestas para combatir las externalidades pasan por fortalecer el capital social de las comunidades vulnerables.

Las ciencias sociales están asistiendo a un giro hacia los estudios antiutilitaristas, al papel de la confianza y la reciprocidad en las relaciones humanas. Elinor Ostrom (2010) sintetiza los vínculos entre reputación, confianza, reciprocidad y cooperación en un ciclo cuyos elementos se retroalimentan circularmente, de manera que la confianza y la reciprocidad se traducen en mayores beneficios de la acción colectiva.Las personas que confían en otras tienen comportamientos más cooperativos y desarrollan más reciprocidad en sus intercambios con terceros, lo que repercute en una reducción de los costes de información, la vigilancia de contratos, conflicto, arbitrajes, intermediación, reducción del fraude y del oportunismo. Según la World Values Survey: Round Seven (Haerpfer et al., 2020), muchas sociedades funcionan con un modelo de relaciones sociales opacadas donde la ausencia de confianza genera costes económicos, sociales y personales. Las comunidades que tienen un alto nivel de capital social perciben la confianza como un bien público que facilita el intercambio de recursos y de información entre los individuos y los grupos, lo que aumenta la innovación y la capacidad de aprendizaje (Pelling y High, 2005).

Llegados a este punto, cabría preguntarse qué papel tienen el capital social y los bienes relacionales en las políticas medioambientales. En el siguiente apartado se exponen los principales obstáculos tecnocráticos a la gobernanza climática participativa.

Tecnocracia y participación en la gobernanza climática

A lo largo de este trabajo, se han planteado numerosos argumentos sobre los beneficios de los bienes relacionales y del capital social en la adaptación al cambio climático por las comunidades vulnerables.Sin embargo, en la formulación de las políticas públicas no es habitual la presencia del capital social ni de prácticas participativas o experiencias equivalentes; y, si bien hay un reconocimiento más o menos mayoritario de que la participación es deseable, lo cierto es que hay más retórica participativa que realidad.

La evidencia muestra el interés de las poblaciones afectadas por participar en la gobernanza climática, y los bienes relacionales son la herramienta que permite la creación de redes y de capacidades colectivas. Sin embargo, el marco tecnocrático suele imponerse a pesar de la invocación constante a los ideales normativos de inclusión y de cogestión; son los tecnócratas los que tienen la última palabra en la definición de las políticas públicas medioambientales. Esto es así porque la incorporación de principios participativos colisiona con los valores utilitarios o productivistas predominantes. Las actitudes tecnocráticas sugieren que las decisiones sobre política ambiental deben ser dirigidas por científicos, economistas e ingenieros.

En esta tesitura, cabe preguntarse si son efectivas las políticas públicas de adaptación climática sin la participación de los grupos más afectados, puesto que el enfoque top-down no es capaz de capturar de manera específica el nivel local. Lo cierto es que las prescripciones universalistas para tener cierto éxito requieren apoyarse en las prácticas locales. Sin embargo, puede constatarse que los colectivos más vulnerables no solo no participan en la gobernanza climática, sino que, además, tienen un acceso muy limitado tanto a los medios de vida como a los procesos decisionales (Moser y Ekstrom, 2010; Schlosberg, 2012).

Para Young (2000), las formas actuales de enfocar la crisis climática y de elaborar respuestas políticas no se ajustan a la sabiduría popular sobre la gobernanza representativa. En consecuencia, la desconexión entre la toma de decisiones climáticas y las demandas de una gobernanza inclusiva se acentúa. Ahora bien, algunas investigaciones sociales arrojan cierta esperanza cuando afirman que la adaptación proactiva, la participación en la toma de decisiones para reducir las vulnerabilidades, la construcción de capacidades resilientes y el aprovechamiento de nuevas oportunidades son soluciones prometedoras a la crisis ecológica (Füssel, 2007; Nelson, Adger y Brown, 2007).

La adaptación al cambio climático, que afecta de manera determinante a la cohesión social, política y económica de las poblaciones, se considera un problema técnico sin tener en cuenta el conocimiento de las ciencias sociales. El abordaje de tales problemas se enfoca exclusivamente desde una perspectiva ingenieril o mercantil por personas con poca capacitación en la recopilación de datos desde la perspectiva de las ciencias sociales y sin registros para identificar los aspectos que, ineludiblemente, forman parte de las relaciones sociedad y medioambiente.

Conclusiones

La protección medioambiental se ha convertido en uno de los mayores retos globales. La preocupación por el medio ambiente, las consecuencias ecológicas y la sostenibilidad son un objetivo prioritario de las ciencias sociales. La adaptación al cambio climático ofrece elementos teóricos y analíticos que sirven para comprender las relaciones entre sociedad y medio ambiente. Los bienes relacionales, como el capital social, el don y los comunes, que han cosechado atención académica y política en las últimas décadas, han permitido desarrollar investigaciones sociológicas sobre la valía de las redes sociales y la construcción de capacidades colectivas resilientes.

La conexión entre las teorías antiutilitaristas y la adaptación al cambio climático ofrece líneas innovadoras de investigación en las ciencias sociales que pueden pergeñar estudios para dar respuesta a problemas concretos. Hemos visto que el IPCC afirma la necesidad de sostener las instituciones tradicionales que han funcionado durante siglos, lo que implica superar el dilema mercado o Estado y valorar propuestas de cogestión y lógicas compensadoras ajenas al contractualismo mercantil.

Si bien hay un reconocimiento general del valor de las comunidades de intercambio, de la participación, experiencias y conocimientos locales en la adaptación al cambio climático, lo cierto es que se queda en un ejercicio más retórico que real. El discurso tecnocrático frustra muchos esfuerzos para participar, y se suele afirmar que se facilita la participación, cuando, en realidad, las poblaciones afectadas participan poco. Sin embargo, por una parte, una adaptación justa e inclusiva debe dar voz a las personas y grupos más vulnerables en la toma de decisiones, respetar sus prácticas relacionales y fomentar la construcción de las capacidades colectivas. Por otra parte, las cuestiones de adaptación climática se enfocan como problemas técnicos y se obvian los aspectos sociales, que son esenciales en la relación entre sociedad y medioambiente.

Futuras investigaciones empíricas han de determinar cómo las políticas climáticas incorporan u obstaculizan las preocupaciones de las poblaciones vulnerables, cómo se acomodan las prácticas participativas y qué papel han de desempeñar las ciencias sociales en la gobernanza tecnocrática de la cuestión climática.


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[1] The Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) es el organismo de las Naciones Unidas para evaluar la ciencia relacionada con el cambio climático.

[2] La Conferencia de las Partes, o COP por sus siglas en inglés, es la reunión de los países firmantes del Convenio Marco de Naciones Unidad sobre el Cambio Climático (CMNUCC). En este foro de alto nivel político, se adoptan decisiones a nivel internacional para luchar contra el cambio climático y disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero.

[3] James Buchanan y Gordon Tullock fueron los artífices de la Escuela de Elección Pública. En 1962 escribieron El Cálculo del consenso (1962/1980), que se convirtió en una obra de referencia.

[4]Gary Becker publicó en 1964 su obra Human Capital, en la que analizaba las actividades que influían en las rentas monetaria y psíquica futuras de la gente y que aumentaban sus recursos. Denominaba inversiones en capital humano a estas actividades, cuyas principales formas son la educación, formación, cuidados médicos, emigración y búsqueda de información sobre consumo, oportunidades y rentas. El capital humano designa el conjunto de capacidades productivas que un individuo va acumulando como una inversión a futuro.