Política de la gratitud y el don: altruismo social en un programa de familias de tránsito en Buenos Aires

Sebastián Fuentes*

* Programa Educación, Conocimiento y Sociedad, Área Educación de FLACSO-CONICET, Universidad Nacional de Tres de Febrero. Correo electrónico: sebasfuentes3@gmail.com.

Artículo recibido: 27/04/2020    Artículo aprobado: 25/09/2020

MIRÍADA. Año 13, N.º 17 (2021), pp. 219-249

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales (IDICSO). ISSN: 1851-9431

Resumen

Basado en una investigación etnográfica centrada en las prácticas de altruismo social de estudiantes universitarias, profesionales y grupos familiares, analizo la circulación de niños/as pequeños/as en el sistema de protección de derechos, en la provincia de Buenos Aires. El trabajo se enfoca en la política de la gratitud y la deuda como experiencias producidas por los actores sociales involucrados a partir del sentimiento y del valor de don y deuda que se configuran alrededor del tránsito. Cuando al tránsito sucede la adopción del/a niño/a, las familias de tránsito son incorporadas al parentesco “definitivo” de los niños/as, disputando sentidos dominantes sobre la familia, la crianza y la filiación asociados a la propiedad de los/as hijos/as. Se propone conceptualizar la acción social como colectiva, dados los límites de interpretaciones liberales sobre la finalidad de las acciones de los individuos y la producción de lo socialmente valioso, en un contexto sociocultural donde la solidaridad es tan reconocida y jerarquizada como otras valoraciones morales dominantes. Las prácticas de las familias de tránsito son acciones salutogénicas generadoras de lazos sociales y de una red de reciprocidades y reconocimientos, vistas desde una economía política del valor. La producción, circulación y apropiación de jerarquías y de valores que las familias nombran, como “amor”, “entrega” y “gratitud”, generan obligaciones morales y solidaridades que se extienden más allá de los actores implicados, configurando una acción y movimiento humanitario en torno a las representaciones y sentimientos que despierta el cuidado de niños/as pequeños/as que han atravesado situaciones de abandono y vulneración de derechos.

Palabras clave: altruismo, valores, profesionales, gratitud, parentesco.

Abstract

Based on ethnographic research focused on the practices of social altruism developed by university students, professionals and family groups, I analyze the circulation of young children in the rights protection system in the province of Buenos Aires. The work addresses the politics of gratitude and debt as experiences produced by the social actors involved, from the feeling and value of gift and debt that are configured around the transit. When transit is followed by child adoption, foster families are incorporated into the “definitive” kinship of children, disputing dominant meanings about family, upbringing and filiation associated with child ownership. It proposes to conceptualize social action as collective, given the limits of liberal interpretations on the purpose of the actions of individuals and the production of what is socially valuable, in a socio-cultural context where solidarity is as recognized and hierarchical as other dominant moral values. The work describes the practices of foster care families as healing actions that generate social ties and a network of reciprocity and recognition. To this end, the political economy of value is analysed: the production, circulation and appropriation of hierarchies and values that families name, as “love”, “dedication” and “gratitude”, and which generate moral obligations and a solidarity that extends beyond the families, professionals and students involved, shaping a humanitarian action and movement around the representations and feelings awakened by the care of babies who have gone through situations of abandonment and violation of rights.

Keywords: altruism, values, professionals, gratitude, kinship.

“Son todas cosas [por las] que uno tiene que ser agradecido, no es que empezás desde cero con un bebé de siete meses que no tiene horarios, no sabe cómo alimentarse”, me decía Miranda[1] cuando la entrevisté a fines de 2018. Hacía dos años que Miranda y Javier habían adoptado a Victoria, cuya progenitora había manifestado su voluntad de no hacerse cargo de la crianza. A los pocos días de nacer, intervino el Servicio Local (SL) de Protección de Derechos del Niño, Niña y Adolescente de una localidad del Gran Buenos Aires, solicitando una vacante en un programa de familias de tránsito. El Servicio Zonal (SZ) de Protección de Derechos los derivó hacia el Programa Familias de Guadalupe (PFG) en Muñiz, en el partido de San Miguel. Una familia voluntaria del programa, integrada por Beatriz y Pedro junto a sus hijos biológicos, la acogió durante siete meses, hasta que el juzgado de familia decretó su estado de adoptabilidad y convocó a uno de los matrimonios del Registro Único de Aspirantes a Guarda (RUAGA), a los que ya había entrevistado numerosas veces para otras posibles adopciones: Miranda y Javier eran los elegidos como padres adoptivos de Victoria.

Miranda me contaba su gratitud hacia Beatriz y Pedro, de los que finalmente se terminaron haciendo amigos y quienes pasaron a ser los “tíos” de Victoria. Continuaba:

Cuando nosotros vamos o ellos vienen acá y están con Victoria, te das cuenta del amor real, ese amor, que yo digo que sale por los poros, que tienen con la bebé. Compartimos millones de cosas. Ya nos fuimos de viaje, nos fuimos de vacaciones.

Entre familia de tránsito y familia adoptiva no hay vínculo jurídico. Esta última no está obligada a sostener una relación entre el/a niño/a y la familia de tránsito, ya sea que esta la/o haya cuidado dos, siete o veinticuatro meses. La activa producción de gratitud desencadenada por la circulación de niños (Fonseca, 2010) a lo largo del sistema de protección de derechos de niños, niñas y adolescentes genera un tipo de lazo social y escenifica una relación de poder que disputa sentidos acerca de lo socialmente legitimado como “valores” sociales. Y desafía a las ciencias sociales en los modos de pensar y conceptualizar el proceso sociocultural de producción de valor.

En este artículo me propongo abordar la producción de valores sociales (Narotzky y Besnier, 2014) a partir de una investigación etnográfica entre niños/as, familias de tránsito, familias adoptivas, profesionales que coordinan un programa que las/os reúne y otros/as que integran juzgados de familia, y estudiantes universitarias que acompañan todo ese proceso en el marco de un proyecto de extensión universitaria. Miro la circulación de niños y la gratitud generada en el marco de una economía política de producción de lo valioso que explica agenciamientos y relaciones de poder, es decir, cómo se distribuye el poder y cómo se construyen posiciones, criterios y trayectorias valiosas que instalan modos diferenciales de comprender las jerarquías sociales y sus pujas en sociedades igualitaristas, meritocráticas y sobre todo liberales como la argentina. El artículo busca desplegar una reflexión que problematice las explicaciones sobre la acción social, sus “valores” y los criterios que jerarquizan a las personas, y sus prácticas. La producción, circulación, distribución y apropiación de lo deseable o necesario constituye una hipótesis que permite desnaturalizar construcciones nativas y analíticas que suelen oponer economía ymoral, egoísmo y generosidad, interés y desinterés. En sociedades complejas lo que es valioso siempre se declina en plural; no obstante ello, las disputas por establecer criterios de justificación y legitimación y de hegemonía están siempre en juego.

El enfoque etnográfico puede contribuir a identificar cómo se construye lo valioso y cómo se naturalizan unidades de sentido ancladas en el individuo (Dumont, 1977); esta consideración liberal es el gran articulador de los presupuestos que estructuran las jerarquías en las sociedades contemporáneas y buena parte de las discusiones académicas. Para Narotzky y Besnier (2014), es necesario repensar cómo concebimos la vida económica a partir de la realidad cotidiana de los grupos sociales,lo que las personas hacen para ganarse la vida, tomando distancia de modelos formales o prescriptivos. Lo valioso se estructura como tal para explicar la finalidad de las acciones de los individuos, y lo que se evalúa post facto es la relación entre una unidad analítica, el sujeto entendido como individuo y los fines de su acción, o la racionalidad con arreglo a fines instrumentales o valorativos en la lectura weberiana (Caillé, 2015). Este esquema es el que someto a análisis y busco comprender ese supuesto entendiendo que el individuo configura ya de por sí una distinción que como tal posee su valor, siguiendo la perspectiva estructuralista que proviene de Saussure (Graeber, 2018). La combinación que de esta perspectiva hace Sahlins (2013, 2017) permite abordar la producción de objetos valiosos por las distinciones significativas que una sociedad deposita o produce en ellos. Retomo este planteo para indagar en el objeto de estudio construido —la gratitud y la deuda que genera la circulación de niños/as pequeños/as en el sistema de protección de derechos, sobre todo en la relación entre familias de tránsito y familias adoptivas— buscando entender allí los contextos y las estructuras de poder y de sentido que hacen que algunos elementos se distingan por sobre otros. Desde una concepción plural y sobre todo situada, premisa de una perspectiva antropológica que busca reconstruir y ubicar la perspectiva de los actores y de los contextos de interacción, entiendo que la producción de valor no sigue necesariamente patrones económicos o de acumulación de bienes, definidos como tales en su búsqueda. Considero que la gratitud y el reconocimiento social constituyen bienes, pero también experiencias socialmente relevantes, subjetivadoras y productoras de colectivos sociales, entre otras cuestiones, porque igualan a los sujetos como dignos de reconocimiento en su capacidad de participar de los sistemas de intercambio. Entiendo que los supuestos liberales pueden ser problematizados si la pregunta se desplaza de “¿por qué los individuos hacen lo que hacen?” a “¿en qué contextos y situaciones esos sentimientos y ‘valores’ producen efectos de subjetividad y de lazo social?”.

Desarrollo esta perspectiva dialogando con los estudios sobre reciprocidad, intercambio, don y gratitud que se inician con Malinowski (1986) y Mauss (2009) y que han sido trabajados en distintos contextos etnográficos vinculados a la producción de valor en su desplazamiento (Besnier, 2011; Graeber, 2013; Guyer, 2005; entre muchos otros), en contextos de prácticas estatales (Cardoso de Oliveira, 2004). De un modo más reciente, me baso en aquellos estudios que se enfocan en la configuración humanitaria como orden moral y como organizadora de prácticas sociales que producen sentimientos humanitaristas (Fassin, 2016; Fuentes, 2019b; Malkki, 2015; entre muchos otros). Los estudios antropológicos sobre reciprocidad ubican la cuestión en torno a las prácticas de intercambio y los efectos en la estructuración social, así como en procesos de igualación y desigualación, la circulación de prestigios y la configuración de relaciones que nivelan o desnivelan a partir de sentimientos de deuda y gratitud, de obligaciones morales construidas entre actores que hacen a su sostenimiento y reproducción social. En este sentido, la pregunta por la utilidad de los intercambios y de los bienes puestos a circular es fundamental, porque hay intercambios estructurados en torno al mandato de la generosidad, por ejemplo, cuyos efectos deben ser incluidos en los análisis abocados a comprender la circulación y producción de personas y objetos valiosos (Caillé, 2015). El diálogo con aquella literatura puede enriquecer las discusiones que tienden a reposicionar la unidad de sentido y de valor más allá de los individuos, y a anclarla en las prácticas o en lo que las personas y los grupos realizan para que la vida valga la pena (Narotzky y Besnier, 2014), en su amplio sentido, para sí y para las futuras generaciones. Allí importan el trabajo y las relaciones de confianza y cuidado que no suelen entrar en los análisis económicos o economicistas sobre la economía política de lo valioso. La racionalización del don y sobre todo su justificación —demandar su justificación a los actores y formularse la pregunta como investigación— parecieran estructurar el orden social y el modo de estudiarlo a partir de la idea de que por debajo de todo proceso social solo hay finalidades. Como dicen Goldbout (1998) y Caillé (2015), es necesario incorporar los nombres y prácticas de los actores que hacen al lazo social, como las de cuidado, reparación, respeto, renunciamiento, entrega, etc.

Entiendo la producción de sentimientos humanitarios como una modalidad global y local del tiempo presenteenla que se produce específicamente un cierto tipo de virtudes cívicas. Aquíla economía de los valores, su producción y circulación diferencial no necesariamente se oponena la búsqueda de prestigios sociales o de otra índole. Es decir, no pretendo oponer el campo de la economía moral al campo de la economía de mercado, sino que ambosforman parte de la vida cotidiana de adultos/as y de niños/as, produciendo sensibilidades que operan también como mandatos morales. Me interesa señalar que la razón humanitaria produce subjetividad (Fassin, 2016) y que las obligaciones morales producen una economía (Hann, 2018) entendida como un proceso de poder, de construcción de valores que están en disputa en sistemas altamente conflictivos, demandantes, desbordados y complejos, como en este caso el sistema de protección de derechos (Villalta y Llobet, 2015). Los “sentimientos” constituyen aquí instancias claves para entender a quién se ayuda, cómo se lo hace, quiénes merecen la atención y, sobre todo, cuál es la dimensión colectiva de esas sensibilidades.

Enfoque metodológico

El artículo se basa en una investigación etnográfica realizada durante cuatro años en el marco de un proyecto de antropología aplicada que, en un primer momento, se articulaba con la licenciatura en Psicomotricidad de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), de la que soy investigador y docente, y una organización social, El Vallecito de la Guadalupe, que lleva adelante el Programa Familias de Guadalupe. Se desarrolló un proyecto de extensión que tomó la forma de un voluntariado universitario[2] entre 2014 y 2019. Durante más de cuatro años, participé de reuniones de familias de tránsito y de distintos eventos institucionales de la organización social, visité sus hogares, entrevisté a adultos/as intervinientes y sistematicé información personal (legajos y recorridos de cada niño/a)[3]. Llevé registro de chats que sostuve con algunas familias en diversas ocasiones y algunos informes/registros de visitas a los hogares de las familias de tránsito que realizaron estudiantes de psicomotricidad y que fueron presentados y compartidos en el marco del proyecto de voluntariado. Durante todo ese tiempo, construí una relación con las familias de tránsito; las trabajadoras sociales, psicólogas y psicomotricistas de la organización; y los bebés que eran cuidados por las familias. Hacia 2017, con el proyecto de extensión en curso, elaboré un proyecto de investigación etnográfica que se enfocaba en otras técnicas y que me permitió abordar las prácticas y sentidos de integrantes de juzgados de familia, de familias adoptivas del programa y de las estudiantes involucradas en el proyecto. El eje de la investigación fueron las prácticas y vínculos de reciprocidad y la producción de gratitud durante la circulación de niños/as (Fonseca, 2010) en el sistema de protección de sus derechos. Este proceso se activa cuando acontecen situaciones similares a la de Victoria: abandono, violencia, problemáticas del grupo familiar o decisiones vinculadas a tomar distancia de la posición de maternidad por parte de mujeres que, por lo general, atraviesan situaciones de vulneraciones graves, como violencia de género y violaciones. Los programas de acogimiento familiar intervienen en un momento particular de la circulación: mientras se resuelve la situación de origen del niño/a, o se declara la adoptabilidad, es necesario que los/as bebés cuenten con un espacio de cuidado singularizado que no sea un hospital ni una gran institución de hospicio (“hogares”). Las familias de acogimiento o de tránsito vienen a resolver esa situación, y la práctica y el vínculo creado no generan ningún tipo de lazo jurídicamente reconocido en términos del parentesco ni un canal que acorte el circuito de la adopción. Las familias son voluntarias, no reciben remuneración (en este caso) y, además, declaran no estar inscriptas en los listados de adopción. Los programas de familias de tránsito constituyen una iniciativa formal relativamente reciente, en el sentido de que es una práctica reconocida y promovida por el Estado (por ejemplo, ayudando financieramente a la organización que coordina a las familias voluntarias). No obstante ello, las formas de arreglo familiar para el cuidado de niños/as no propios/as no es una novedad si se analiza la historia de los modos en que los sectores populares sostienen la crianza y el desarrollo de los niños/as (Fonseca, 1998).

El proyecto de extensión formalmente denominado Voluntariado Universitario se desarrolló para acompañar a las familias de tránsito y a las profesionales del PFG[4], y, al mismo tiempo, para construir un espacio de intercambio de saberes socialmente pertinentes en la formación de psicomotricistas de la UNTREF. A lo largo del recorrido de más de cinco años del proyecto, se desarrollaron actividades públicas (jornadas universitarias, producción de un video para redes sociales, elaboración de un informe de sistematización entregado a la organización, spots radiales, ponencias y publicaciones) que buscaron jerarquizar al PFG, la articulación intersectorial entre universidad y organización social, y dar a conocer la figura social de la familia de tránsito. En este sentido, la práctica que desarrollé se posiciona como una antropología aplicada, aunque haya estado enmarcada desde 2017 hasta 2019 en un proyecto de investigación. Entiendo la antropología aplicada como una posición reflexiva sobre la acción y la producción de conocimiento, una praxis (Moya, 2015) de diálogo e interlocución que permite la escucha y la puesta en circulación de saberes, su recontextualización y la interpretación de las posiciones de cada uno de los actores intervinientes, asumiendo que la perspectiva etnográfica y la posición de cada uno de ellos hace a la construcción del problema que se quiere conocer, resolver, acompañar y abordar. Desde ese lugar, sostuve procesos de diálogo que buscaban visibilizar el sentido de las prácticas de los actores (familias, profesionales, estudiantes) en función de la priorización de los/as niños/as, ubicándolos/as además como activos productores y demandantes del cuidado que reciben. Fueron esa perspectiva y esa relación de trabajo las que me permitieronluego construir una etnografía en términos académicos. Desde una posición reflexiva desplegué distintas técnicas etnográficas (observación participante y no participante, documentación, entrevistas no estructuradas, conversaciones con informantes, etc.), buscando jerarquizar las prácticas de los actores como procesos de conocimiento y de confrontación ética con otros actores y situaciones. Me posicioné en una ética de la intervención (Planes et al., 2014) según la cualel conocimiento es reconocido como parte de los saberes que hacen y dan sentido a una situación, y el rol del antropólogo se concentra en la ponderación, diálogo y traducción de esos saberes de los que los mismos actores pueden apropiarse.

El proceso de producción de conocimiento en el tránsito entre una antropología aplicada y un proyecto de investigación etnográfica —más allá de mi vínculo como coordinador del proyecto de extensión, que finalizó en mayo de 2019— implicó problematizar la posición que sostenía como coordinador de un proyecto donde se desarrolla también una práctica altruista. Mi intención era indagar, desde la misma ética profesional y la formación universitaria, la idea de “devolución” que está tan presente en las prácticas solidarias que ponen como mandato el “devolver” a la sociedad lo que esta produce —conocimiento, con su consiguiente inversión pública—. Mi análisis sitúa esa posición de intercambio entre las familias de tránsito y las familias adoptivas a partir de la circulación de bebés, pero valdría también la inclusión allí de la experiencia de deuda producida en las estudiantes y en quienes participamos del proyecto. La intencionalidad de mi práctica fue situar a las familias y a las profesionales como activos/as productores/as de poder y de saber, y a las estudiantes como actores relevantes en el proceso de circulación de niño/as a lo largo del sistema. El proyecto de extensión buscó favorecer la apropiación del mismo conocimiento (familiar, profesional, universitario y el propiamente antropológico) que se generaba y emergía en diálogos, interacciones, eventos y creación de dispositivos específicos[5].

Producción de gratitud en el tránsito de bebés: la circulación de recursos, sentimientos y valores

La categoría de circulación de niños/as (Fonseca, 2010) permite situar, por un lado, la experiencia y trayectoria de niños/as en los arreglos que los grupos familiares realizan para asegurarse el cuidado y las apuestas a futuro de sus hijos/as. Por otro lado,si bien esta categoría ha permitido visibilizar las resoluciones del cuidado y la crianza en los sectores populares sin intervención del Estado, en este trabajo la retomoconsiderando un proceso de circulación estatal-comunitario-familiar de niños/as: en torno a ellos/as y debido a la relación que las familias establecen con ellos/as, se producen valores y sentimientos humanitarios en los distintos actores implicados en ese recorrido.

La circulación se inicia cuando elSL (dependiente de autoridades municipales) informa de una medida de abrigo al SZ (dependiente de autoridades provinciales). Este contacta a las coordinadoras del programa para consultar si existe alguna familia disponible para “hacer un tránsito”. El SZ lleva el registro de “vacantes” en distintos programas que desarrollan organizaciones como El Vallecito de la Guadalupe. Como parte de ese convenio, la provincia de Buenos Aires transfiere a la organización social una “beca”, un monto de dinero por cada niño/a que recibe el programa. Ese dinero se destina al pago de honorarios de las profesionales del programa, viáticos y gastos de funcionamiento de la organización. Las familias no reciben ningún tipo de ingreso por esta tarea. Hasta aquí, la circulación de niños/as se produce concomitantemente con una circulación de recursos económicos; pero la retribución no se destina al grupo familiar de modo directo, sino a la organización, al colectivo institucional, que asegura estándares mínimos técnico-profesionales de acompañamiento y supervisión del tipo de cuidado que reciben los/as niños/as.

La ausencia de retribución económica al grupo de acogimiento instala una donación específica, una relación y unaintencionalidad que suspenden el ingreso económico como motivación: en una sociedad capitalista y frente a la existencia de programas que sí retribuyen o apoyan económicamente a las familias, se realza el valor moral y ético de la tarea de las familias, deslindada por completo de cualquier motivación basada en un criterio financiero. En términos nativos, ello enaltece el valor social, de tipo moral, de la familia de tránsito: su reconocimiento social va a ser mayor aún. Entre familias y estudiantes que no conocían la experiencia, y en notas periodísticas, se resaltan ciertas dimensiones épicas o heroicas y de mucho esfuerzo, dado que no todas las familias poseen ingresos medios-altos.

En el caso de las profesionales del PFG, todas mujeres, el ingreso económico se justifica en la lógica del trabajo remunerado y en un posicionamiento crítico en relación con la pauperización de los ingresos de las profesiones “sociales” y de cuidado, que no casualmente son las que menor remuneración reciben cuando se los compara con campos profesionales más masculinizados en su composición. Identifiqué una posiciónfrente al ejercicio “voluntario” de la profesión que cuestiona el vocacionalismo como ideología que contribuye a desjerarquizar social, profesional y salarialmente el trabajo específicamente técnico en el campo social. Al mismo tiempo, ese posicionamiento se construye como meritorio y “serio” al remarcar que los/as niños/as pequeños/as que han padecido vulneraciones merecen un cuidado tanto familiar como profesional que sea reconocido como tal.

El/la niño/a llega a la familia de tránsito que se hará cargo de su cuidado. La tarea de cuidado cotidiano y constante a la que se dedican las familias de tránsito constituye en sí mismaun fuerte trabajo emocional (Esquivel et al., 2012), de involucramiento, desde el aseo del/de la niño/a hasta la celebración de su cumpleaños en tránsitos prolongados, vacaciones o fiestas familiares a las que concurren con ellos/as. El desgaste y cansancio que muchas veces eso produce se compensa y se sostiene en el reconocimiento social del valor del trabajo que realizan.

Además del acompañamiento del tránsito del/de la niño/a y del grupo familiar que lo/a cuida, mediante visitas, llamados, asistencia frente a situaciones de enfermedad, entre otras acciones, las profesionales del PFG siguen los expedientes judiciales, las “causas” de los/as niños/as, los procesos de decisión sobre la adoptabilidad o sobre las posibilidades de retorno al grupo familiar de origen o ampliado. Se considera que el límite establecido por la ley provincial[6], de 180 días para la medida de abrigo, es el tiempo adecuado para que los SL puedan, por ejemplo, entrevistar varias veces a la madre biológica y ver si se “arrepintió” y quiere hacerse cargo de la crianza; o que es un tiempo prudencial para intentar localizar a los progenitores en el caso de un abandono del/de la niño/a en la vía pública o en un hospital.

Mientras las familias de tránsito cuidan al/a la niño/a, solicitan novedades sobre la marcha de la causa o de la situación de la familia de origen: la falta de información alimenta la incertidumbre sobre los plazos, es decir, sobre la misma temporalidad de la experiencia. En muchos casos[7], los procesos se extienden mucho más allá de los 180 días. En las entrevistas que realicé y en los diálogos e intercambios de las reuniones mensuales y de los grupos de Whatsapp, las familias de tránsito cuentan situaciones cotidianas de reconocimiento social: en el supermercado, entablan una conversación con la cajera, que, al saber que ese bebé “no es propio” y que no lo adoptarán, se llena de elogios y admiración; la administrativa de un hospital público afirma: “no nos hacen hacer cola, nos atienden directo”. Esos beneficios se integran en una suerte de sentimiento colectivo de gratitud que consagra la trayectoria solidaria de muchas de estas familias y que se basa en una sensibilidad social hacia la primera infancia, la representación de la niñez como desvalida y la tarea de las familias de tránsito como de rescate y salvación.

Si bien las familias provienen y participan de redes sociales en las que desarrollan prácticas altruistas (Béjar, 2006), hay una suerte de trayectoria solidaria ascendente que llega a un cierto sumun en la experiencia de cuidar a niños/as pequeños/as. Están acostumbrados al reconocimiento social, pero, en este caso, su comunitarización posibilita el sostenimiento de esa práctica que demanda no una ayuda durante un fin de semana, sino la apertura del grupo familiar, sus recursos,tiempos yvida hogareña, en una dedicación total al cuidado de un/a niño/a pequeño/a.

Esa experiencia “de la ayuda, del compromiso hacia lo humanitario” (psicóloga, PFG) desencadena sentimientos que involucran a nuevos actores como un efecto contagio: “es la misma familia de tránsito, que la amiga se conmovió y quiere tener la experiencia de ser familia de tránsito. Entonces se van buscando ellos mismos en sus propios círculos, en sus propias redes” (trabajadora social, PFG). Además, dentro y fuera de los espacios religiosos de pertenencia, las familias se van involucrando e involucran a otras en el cuidado de estos/as niños/as, aunque, de acuerdo con el testimonio de una de ellas, “no se hagan familias de tránsito como nosotras” (Mirta, familia de tránsito). Se despierta un cierto movimiento de simpatía “por lo que hacen” que toma forma en las interacciones, las emociones y las prácticas —de donación de recursos materiales, por ejemplo— que realizan personas que se van vinculando con las familias de tránsito al conocerlas.

Esas redes de vida cotidiana fortalecen la circulación de sentimientos de gratitud hacia las familias como reconocimiento de lo que hacen. Se estructura allí el valor de la entrega de la familia de tránsito a una tarea de sacrificio enfocada en una relación familiar que está destinada a deslindarse de lo familiar: cuidar a un/a niño/a en una familia para no “quedártelo/a”. La sensibilidad social producida se basa en el presupuesto contrario: en la percepción de que los/as niños/as pertenecen a un adulto o a un grupo familiar y de que, por extensión, ese/a niño/a al cuidado de la familia de tránsito le pertenece o tiene un lazo con el conjunto de la sociedad.

La transitoriedad de las familias de tránsito instala, entonces, la posibilidad de una experiencia maternal/paternal destinada a no permanecer, al menos bajo esa forma, durante mucho tiempo[8]. Opera una representación social sobre la primera infancia, sobre los niños/as pequeños/as como claves en la continuación de la sociedad (Firth, 1977), como los sucesores del grupo social. El agradecimiento de desconocidos y conocidos es el bien que reciben las familias, reafirmando una suerte de responsabilidad social y pertenencia sobre la primera infancia. El reconocimiento social se basa en una suerte de posesión (todos/as somos responsables y estos/as niños/as nos pertenecen a todos/as) y desposesión social (de la familia de tránsito) sobre los/as niños/as. La “entrega” del/de la niño/a a su familia de origen o adoptiva al finalizar el tránsito es leída como una renuncia de propiedad, una generosidad ilimitada.

La situación de salud es un emergente relevante para observar no solo la sensibilidad humanitaria, sino también los usos estratégicos que frente a esa sensibilidad realizan las familias de tránsito. Por medio de redes y contactos propios o de la organización, las familias de tránsito consiguen el acceso a estudios e incluso en ocasiones a intervenciones quirúrgicas —cuando son necesarias— cubiertas por el sistema de salud pública. No existe ninguna medida legal que les permita que los/as niños/as en situación de tránsito puedan ser ingresados a la cobertura de obra social o prepaga que poseen estos grupos familiares[9], ya que no poseen una guarda —que sí funciona en los casos deadopción, cuando se otorga una guarda transitoria con fines de adopción—, sino una medida de abrigo.

No obstante ello, sucede algo particular: por lo general, estos/as niños/as en situación de tránsito suelen ser priorizados/as en la atención por parte de los profesionales de los hospitales públicos, una evidencia sobre la sensibilidad social humanitaria que atraviesa de modos extensos a los distintos actores sociales que intervienen en la circulación de los niños/as que han sido separados/as de su grupo familiar de origen. El sentimiento que despierta la infancia separada de su familia de origen, incluso funcionando bajo el estereotipo de la “infancia abandonada”[10], abre puertas y facilita el acceso y garantía de cobertura de derechos básicos. Los sentimientos de deuda hacia la familia de tránsito se fortalecen en la percepción sobre los riesgos de vida de los/as niños/as que acogen y sus necesidades, activando no solo una red de gratitud, sino también de recursos sociales valiosos que hacen viable la circulación de los/as niños/as y su desarrollo.

Ese ámbito de reconocimiento social y la expectativa a futuro de un posible lazo y sobre todo de una gratitud más singularizada —la de la familia adoptiva— contribuyen al sostenimiento de la práctica, del cuidado singular,en palabras de un papá de tránsito, como “si fuera mi propio hijo, o más”. Vista como relación de intercambio, las familias de tránsito experimentan gratitud hacia el/a niño/a que cuidan. El/la niño/a no es un bien que se intercambia, sino un sujeto que produce activamente el cuidado que necesita. Mónica, una madre de tránsito, lo entendía como una “revolución”: todo el hogar alrededor del/de la niño/a, la vida cotidiana totalmente cambiada, no dormir, preocuparse y angustiarse si llora y no lo/a puede calmar, o si se enferma y requiere internación. Alicia, otra madre de tránsito, lo explicaba desde la tranquilidad y la paz: darle sentido a una vida frente a la cual ya desde antes sentía gratitud, y también un sentido trascendente de “devolución” hacia la vida, Dios y los astros. Hay una conexión con lo trascendente y un contexto de vitalización que activamente producen los/as niños/as pequeños/as en las familias de tránsito. Las familias lo significan en estos términos y sitúan una experiencia frente a la cual siempre van a estar en deuda y agradecidas.

Una política de la gratitud: anticipar la relación desde la vinculación

Si el/la niño/a, luego de un tiempo bajo medida de abrigo en una familia transitoria, pasa a ser declarado/a en estado de adoptabilidad, el juzgado inicia la búsqueda de familias a partir del RUAGA, que funciona bajo el ámbito de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires. Cuando el/la niño/a pasa de la familia de tránsito a la familia adoptante que eligió el juzgado, aparece en escena la vinculación, una instancia clave en la circulación de los/as niños/as y de puja de poder entre familias de tránsito y las profesionales del programa, por un lado, y los equipos técnicos de los juzgados y los mismos jueces, por el otro, ya que no todos los juzgados valoran positivamente el rol de las familias de tránsito o la temporalidad de los/as niños/as en la construcción de un lazo con su nuevo grupo familiar.

Una acción común es el encuadre de la vinculación. La familia adoptiva, luego de ser notificada por el juez de familia, no se comunica con la familia de tránsito, sino con las profesionales del programa: ellas primero se reúnen con la familia adoptiva para contarle tanto la situación y el recorrido del/de la bebé como las características de la familia de tránsito, remarcando el lazo creado y la relevancia de ir estableciendo un vínculo de modo gradual para la salud y comprensión del/de la niño/a. Cuando conoce a su familia adoptiva, las profesionales suelen plantear la posibilidad de que el vínculo entre niño y familia de tránsito continúe de alguna manera, “siempre dejando[lo] abierto a la decisión de ellos y desde el respeto de la decisión que ellos tomen también porque es comprensible” (profesional del PFG).

Desde algunos juzgados se valora la relación creada entre niño/a y familia de tránsito, y se los/as incluye activamente en el proceso de vinculación:

por lo general, trabajamos con ella y ha venido acá la familia de tránsito con la familia, ahí sí por ahí se conocen acá las familias, no los nenes [sino] las familias y entonces la familia de tránsito le cuenta, qué sé yo: “esta es la carpetita, le gusta dormir con el cosito [muñeco] (psiquiatra, juzgado de familia).

La vinculación escenifica la circulación y el intercambio, ubicando a los/as niños/as como protagonistas, mientras las profesionales van supervisando y “leyendo” la apropiación que el/la niño/a, por más pequeño/a que sea, va haciendo de la situación. En esos intercambios iniciales entre familias de tránsito y familias adoptivas, la circulación de objetos y saberes sobre el/la niño/a constituye el activo más valioso ofrecido por las primeras a las segundas. Consejos, recomendaciones, un cuaderno con fotos y anotaciones (tipo “diario”) llevado adelante por la familia de tránsito con toda la historia del/de la niño/a constituyen regalos que acompañan el proceso de adopción.  

La gratitud y el reconocimiento es el gran organizador de lo que acontece entre familias de tránsito y familias adoptivas al momento de la vinculación y es, además, un proceso activamente producido por las profesionales: al poner en jerarquía la situación del/de la niño/a que creó un vínculo con la familia de tránsito, la familia adoptiva se siente también compelida a reconocer la tarea. Los regalos y consejos, entendidos como dones, son ofrecidos como ritual por las familias de tránsito: constituyen objetos y prácticas que acompañan la salida de un grupo familiar y el ingreso a otro nuevo. Las familias de tránsito y las profesionales que las acompañan no tienen ninguna jurisdicción legal sobre ese proceso.

Cuando las familias adoptivas conocen el recorrido social y clínico de muchos de estos niños/as (que ingresan al programa con alguna problemática de salud, por ejemplo), el cuidado y el “amor” —como casi todos lo denominan— dispuestos por la familia de tránsito son doblemente valorados. Se suscita una profunda relación y afección de deuda. Miranda decía: “¿Cómo yo no puedo amar o querer de la forma en que los quiero a ellos si ellos estuvieron cuidando a nuestra hija durante siete meses? Le dieron absolutamente todo lo que mi hija no tenía”. Hay una política del reconocimiento y la gratitud producida por las familias de tránsito, las profesionales del programa e incluso por los/as niños/as, con sus apelaciones, en los más “grandes”, de “ma” o “pa” a su familia de tránsito.

La política de la gratitud y reconocimiento desplegada se refuerza en la percepción social que lleva a las familias adoptivas a sentirse en deuda con las familias de tránsito y con el programa. Señalo la dimensión no individual y siempre colectivizada de la deuda y la gratitud porque orienta la lectura del reconocimiento social hacia una suerte de unidad analítica mayor que el individuo: para las familias adoptivas, la relación no es establecida meramente entre familias, sino entre la misma familia adoptiva y toda una organización social.

La proyeccióna futuro, el sueño de “poder seguir viéndolo/a” luego de la adopción constituye una inquietud de todos los grupos familiares del PFG. Por parte de las familias de tránsito, la gratitud aparece tanto como un sentimiento esperado como otorgado: reconocen la gratitud que vuelcan hacia ellas las familias que adoptan, la esperan y, al relatar su experiencia, revelan también una suerte de gratitud hacia ese/a niño/a y “hacia la vida” y otras denominaciones de la trascendencia que elaboran de acuerdo a sus creencias religiosas (Fuentes, 2017). Un valor social es activamente producido, y sus efectos se visibilizan en la conformación del parentesco: lo valioso se produce en y por la circulación de niños/as, las intervenciones y los discursos profesionales, y los sentimientos y vínculos que dan sentido a la vida cotidiana de los actores y sus futuros (Naroztky y Besnier, 2014). Allí se manifiesta la economía política de los valores, en las prácticas y contextos donde los actores dan sentido y sostienen su vida en un marco significativo.

Como señalé previamente (Fuentes, 2019a), ello implicará el posicionamiento en la estructura del parentesco, es decir, en las figuras de tíos/as, como contaba Miranda al inicio del texto. En ese sentido, los sentimientos y valores de la gratitud y la deuda quedarán integrados a las formas sociales de la familia, donde los intercambios rituales se configuran en función de relaciones y deberes relativos a la intimidad y al compromiso afectivo, y, sobre todo, en la idea de la estabilidad y la permanencia tan en tensión en el caso de la experiencia social de la circulación de niños/as en familias de tránsito.

Salutogénesis, relaciones de reciprocidad y parentesco

“Victoria vino como si hubiese estado con nosotros los primeros siete meses de vida y siguió con horario, con rutina. Es diferente, muy diferente”. Miranda me cuenta el desarrollo de Victoria, el efecto del cuidado singular que recibió en la familia de tránsito. Reconoce su incorporación de la vida en familia como una dimensión de salud, un signo de lo “bien cuidada” y socializada que estaba. Pero no deja de señalar que el proceso de vinculación de Victoria estaba también atravesado por tensiones con la familia adoptiva:

El segundo día [de la vinculación] que la tenía a upa,Victoria lloraba desconsoladamente, y sumaba que la calme Beatriz, pero por una cuestión [de la niña]. En una adopción, si vos sos egoísta, egoísta en todo sentido, no lo hagas. Acá es todo bajo el amor, bajo el ceder, todo para que esté bien [la niña]. Porque, en realidad, yo podía ir y decir: “Bueno, Beatriz, quiero yo manejarme con la nena, vos andate, chau”. Pero, bueno, no, el primer día me acuerdo que Victoria se puso a llorar y, con todo el dolor del alma [le dije]: “Bueno, tomá, calmala”, claro, porque siete meses estuvo la bebé con ella, ella fue la que la calmaba, y es así (Miranda, familia de tránsito).

Hay un proceso no nombrado sobre la propiedad e impropiedad de los/as hijos/as que la experiencia social de esta práctica sitúa y que la priorización de la salud y los procesos de subjetivación de los/as niños/as permiten comprender. Cuando las familias de tránsito me contaban que los cuidaban como si fueran sus propios/as hijos/as, está supuesta la relación de propiedad y pertenencia, relación que estructura un modo de concebir a la progenie[11].

La experiencia del tránsito de los/as niños/as pone en tensión esa modalidad. Esa propiedad provoca sorpresa y admiración social: cómo dedicarse tanto a un hijo/a a sabiendas de que “no te lo vas a quedar”. Esa entrega no es el final del tránsito, sino que marca todo el proceso desde su inicio: es casi un mantra repetido por las profesionales y por las mismas familias de tránsito con experiencias anteriores, que se convencen de ello en cada reunión mensual y lo transmiten a las nuevas familias. Se trata de un proceso de creación cultural porque la figura social de la familia de tránsito, como modo culturalmente reconocido y naturalizado, aún no se halla presente en la sociedad como un modelo, ya que cuestiona la manera de pensar la relación de filiación y la agencia de los/as niños/as en su circulación. Es decir, es un modelo moral o ético, existe como figura socialmente reconocida por el Estado —aunque no jurídicamente—, pero no está naturalizado como modo legítimo del parentesco. En ello pesan sus atributos de transitoriedad y no propiedad.

La tensión de Miranda escenifica el motivo de la gratitud: el cuidado singularizado produce bebés sanos/as, ubicados/as en la cultura, socializados/as en una posición del parentesco (la filiatoria) que es trasladada desde una situación transitoria a una más estable. El respeto de ese proceso, el reconocimiento social y de salud, va de la mano con el reconocimiento de gratitud hacia la familia que lo hizo posible.

También las profesionales intervinientes experimentan e identifican el efecto salutogénico que produce el paso de los/as bebés por el programa y las relaciones de reciprocidad y de producción de parentesco que se generan a partir de la experiencia gratificante de “deuda”:

Solamente uno los ve en la foto, ¿no? Vos ves la foto de Juanita [niña ya adoptada], tan hermosa nena, y vos sabés de dónde proviene y la risa de los nenes te das cuenta [del impacto], han sido niños que han pasado los primeros días en el hospital, la mayoría, pero después [mejoraron]. Es que ellos pasan a ser en las familias [de tránsito] el centro como cualquier bebé en nuestras familias. O sea, no hay diferencia. Yo creo que los malcrían más que a los propios hijos; son el centro de la familia. Entonces, es lo que todo niño necesita, digamos, ¿no? El cuidado en su primera infancia (trabajadora social, PFG).

Entre algunos actores especializados en el campo de la salud, el cuidado es ponderado en su potencial salutogénico, y el cuerpo en desarrollo de los/as niños/as emerge como el gran campo de actuación y evidencia. Una psiquiatra me contaba cómo “con los bebés hay una cosa de apego mucho más espontánea, más corporal, más directa, no está la cosa… Todavía en el cuerpo hay una imagen en formación”. Observaba, al mismo tiempo, el impacto que tiene la familia de tránsito de modo diferencial:

Lo que notamos es que en general los bebitos, salvo los que estuvieron en familias de tránsito, los que están en hogares vienen como con una… Hay algo de la desvitalización y del modo como se dirigen al otro con la mirada, hay algo que se nota averiado; pero, cuando el contacto es bueno, inmediatamente [se] revierte, es impresionante. Hay hasta niños que parecen medio “autistas” y luego se recuperan (psiquiatra, juzgado de familia)[12].

En esta evaluación diferencial, es evidente que el “paso” por el espacio familiar no produce una mera familiarización. También genera una singularización de la atención corporal que se refleja en la vitalidad, en las capacidades de interacción, reacción, atención, en el tono y en el establecimiento de posiciones corporales—miradas que se buscan y se sostienen— que hacen a las evidencias posibles del potencial salutogénico de las familias de tránsito.

Las propias familias ubican su práctica en una trama institucional en la que se fortalece la capacidad salutogénica del proceso de tránsito. En este sentido, las familias de tránsito se posicionan a sí mismas en un contexto mayor, en un proyecto vinculado a la organización social, pero mucho más allá de ella, en el que es la misma sociedad la que se hace cargo del/de la niño/a y de “reparar” un daño que tampoco es responsabilidad exclusiva de sus progenitores/as:

Gabriel siempre supo que estábamos esperando a sus papás, él no fue un conflicto emocional, hoy es un niño sano, sano, sano, ¿pero quién lo hace sano? Nosotros, la sociedad. No es “él sanó gratis”. La sociedad; los padres [adoptivos], que nos aceptaron a nosotros tal como somos; y nosotros, que aceptamos a los padres tal como son, sin juzgar y sin criticar (Graciela, familia de tránsito).

El impacto en su desarrollo posterior se escenifica en las miradas, en la comodidad y soltura corporal (Bourdieu, 1986) que estos/as niños/as van conquistando en los espacios familiares que los/as acogen, tanto en el tránsito como en la adopción. La posición de centralidad en la familia de tránsito, el “malcriar” que señala la trabajadora social, hacen a una de las funciones básicas y propias de las familias en nuestras sociedades. A veces escenificado como cariño particular, atención exclusiva, ser mimados/as por toda la familia y la familia amplia donde transitan, y por sus vecinos/as y conocidos/as, por profesionales y estudiantes universitarias, esto resitúa la cuestión que señalaba Graciela: es toda la sociedad desplegando una política de cuidado y atención singular a la primera infancia.

Si bien aún no hay indicadores que provengan del campo de la medicina y la salud mental, los relatos y, sobre todo, el acompañamiento que durante cuatro años pude hacer de catorce familias y de veinte niños/as que pasaron por el programa facilitan la identificación de factores protectores vinculados a procesos de desarrollo subjetivo y corporal en un contexto saludable. De alguna manera, el ingreso a la cultura, la socialización temprana y, en términos de la psicomotricidad, el diálogo tónico y, para la antropología, la práctica de crianza particular y singular que se genera en las familias de tránsito producen un cuerpo infante en el que se despliegan potencialidades, en las que se trabajan cuestiones vinculadas a patologías previas o situaciones particulares de desamparo o violencia[13].

Sin embargo, la perspectiva salutogénica está en tensión con la visión que sobre la institución familia sostienen en algunos juzgados, ancladaen una representación social hegemónica sobre la relación paterno/materno-filial como propiedad y en la idea de la permanencia y estabilidad del parentesco —como analizaré más adelante—. A lo largo de los años, en mi participación en las reuniones mensuales de familias de tránsito, en las visitas a los hogares junto a las estudiantes de psicomotricidad, en las entrevistas a las familias y en el encuentro frecuente con los/as mismos/as niños/as, pude observar cómo estos/as pasaban a ocupar un lugar central en la vida de las familias: la producción del parentesco resultaba clave para “alojar” a los/as niños/as en una posición en la estructura familiar[14]. En muchas familias se observa una cierta reticencia a nombrarlos/as como hijo/a, y, si el/la niño/a permanece durante mucho más tiempo que los 180 días y empieza a conquistar el lenguaje oral, el balbuceo “papá” o “mamá” provoca preocupación en los/as adultos/as. El reconocimiento que hacen los/as niños/as en esas figuras maternales y paternales constituye un proceso conflictivo: un don que no se recibe como tal, sino con mucha aprehensión. Muchas de las familias planteaban: “no somos su familia definitiva”, reforzando el discurso instalado sobre la supuesta impertinencia del lazo construido. Junto a las estudiantes de psicomotricidad, trabajamos en la naturalización de ese proceso: esos/as niños/as cuentan con el recurso que les brinda la cultura y que aprenden en muchos de los hogares de las familias de tránsito donde hay niños/as de ese grupo familiar. Si todos/as los/as niños/as llaman “papá” o “mamá” a esos/as adultos/as, es de esperar que ello suceda en los/as niños/as de tránsito, y es un indicador de que hay un lazo singular y estructural —por el parentesco— que los ha alojado efectivamente y del cual se están apropiando y reconociendo.

Aquí es donde la situación de transitoriedad cuestiona la representación social sobre lo definitivo de la familia, otorgado por la metáfora de la sangre. Sin embargo, atravesar esa tensión es productivo, y buena parte del posicionamiento construido en el proyecto desde la antropología y desde la psicomotricidad se enfocó en brindar soporte analítico y discursivo que otorgara y consolidara la fortaleza salutogénica de la práctica de cuidado de estos grupos familiares hacia los/as niños/as. Tal como las mismas investigaciones antropológicas lo han indicado (Fonseca, 1995), los/as niños/as pueden tener a lo largo de su vida varias madres. Ello no entraña per se ningún tipo de riesgo psíquico ni confusión. La circulación de niños/as produce parentesco amalgamando la supuesta estabilidad de la sangre con la supuesta transitoriedad del acogimiento familiar.

Una familia de tránsito que cuenta con una casa de gran tamaño decidió invitar a la familia adoptiva para que se quedara a dormir en su casa durante el tiempo que durara la vinculación, para “darles el protagonismo a ellos como papás”. El relato de Graciela escenifica las posibilidades de construir una transición respetuosa de tiempos y adaptaciones necesarias en niños/as y adultos/as:

Pero lo bueno de ellos es que aceptaron cama, colchón, sábanas, su carrito, toda su ropa, biberones, comida, la leche que yo compraba por caja, sus juguetes, su pata pata, todo, toda su estimulación, su DVD, todo lo aceptaron. Entonces, cuando Martín pasó el domingo de casa a la otra casa y le acomodaron todo como su cuarto, él no sintió nada. Cuando se fue, le dije: “Tienes a tus papás, mira a tus papás”, entonces, él se fue feliz, nos hizo “adiós”, él ya tenía año y seis meses, él ya era un niño que “chau”, así nos hizo [mueve la mano como saludando]. Nosotros nos quedamos llorando, estábamos muy tristes, es más, mi esposo fue muy inteligente, nosotros salimos mucho, nos fuimos a comer, hablamos mucho del tema. Y, cuando se fue el domingo, se fue temprano en la mañana, en la tarde ellos nos invitaron a tomar la merienda a su casa para que Martín sepa que nosotros somos ya ahora la visita, somos los tíos. Yo soy la tía Gra, porque él me decía “Tía Gra”, o sea, “¡Gra!” por todos lados (Graciela, familia de tránsito).

La ubicación en la estructura del parentesco sella una alianza entre las familias que en muchos casos dura años o toda la vida y está motivada por el sentimiento de gratitud y por los regalos que trae el/a niño/a, su historia, para la familia adoptiva. La gratitud es aquí experimentada como una emoción y como un valor de tipo moral. Como emoción se enlaza con el proceso de circulación de niños/as que tiene como punto de “llegada” a la adopción y a la familia adoptiva. La recepción de un niño/a sano/a, fortalecido/a y cuidado/a que, además, conoce la vida en una familia constituye una de las facetas de la relación de intercambio y reciprocidad, y una experiencia subjetiva de don (el/la niño/a) y deuda hacia quienes lo cuidaron que instala el valor de reconocerse parte de ese mismo sistema, la dignidad de reconocer al otro como igual (Cardoso de Oliveira, 2004). Ese regalo y los regalos que lo acompañan incluyen a la familia de tránsito, frente a la cual no solo se siente, sino también se debe actuar y sostener el lazo.

Las interpretaciones sobre la acción social: ¿cuál es la unidad de análisis?

El análisis de sus trayectorias no permite identificar un único perfil social en lo que se refiere a las creencias religiosas de las familias de tránsito. Quienes participan activamente de credos y prácticas religiosas institucionalizadas reconocen que la experiencia religiosa les ayuda a sostener el tránsito, y ubican su tarea en el marco de un mandato moral o religioso por el amor. “‘Ámense los unos a los otros’. Todo el amor, todo está basado en eso. Ahí se van los egos, se va el protagonismo”, relataba Mirta, integrante de una familia de tránsito. Algunas son creyentes evangélicas, otras católicas, otras mormonas, otras se reconocen como parte de sistemas filosófico-religiosos, como la antroposofía. En los matrimonios, por ejemplo, hay algunos integrados por una persona creyente y otraagnóstica. Aunque el programa lleve un nombre católico, al igual que la asociación civil, sus integrantes no necesariamente profesan esa o alguna otra creencia y no poseen vínculo con la iglesia católica.

La finalidad religiosa no agota ni arroja luz sobre el sentido de la acción social. La distinción de las acciones con arreglo a valores o a fines instrumentales es infructuosa en este caso, un límite analítico. De hecho, a lo largo de las entrevistas y de conversaciones informales con las familias de tránsito, las preguntas sobre sus “motivaciones” o “finalidades” quedaban descontextualizadas y sin sentido, cuando les consultaba por ello en una visita a sus hogares en el medio del cuidado de un/a niño/a en tránsito. Las familias contestaban amablemente haciendo alusión a sentidos trascendentes, a la felicidad que sentían en la experiencia, con categorías tales como “amor”, “retribución”, “entrega”. Pero la elocuencia de María, una de ellas, posibilitó que lo pensara de otra manera: sentados en su pequeño living mientras Laureano, de un año y medio, jugaba en el piso con sus juguetes, María simplemente me puso una cara de obviedad y me señaló, con las manos abiertas, a Laureano en esa situación, con ella bajo su cuidado y protección.

Su señalamiento no indica algo imposible de traducir al discurso y por lo tanto al significado: la motivación, si aún valía la pregunta, era la escena, la experiencia de vínculo y sociedad que propiciaban cada uno de los/as niños/as en ellas, en las estudiantes, en mí como investigador y, más adelante, en las familias adoptivas. Hay una cierta inutilidad en ese tipo de preguntas porque la respuesta social a la cuestión de la primera infancia es colectiva y porque la experiencia de crianza y cuidado no merecía mayor fundamentación que el significado amplio y generoso de la escena.

Las prácticas sociales de las familias de tránsito, a la luz de los estudios sobre intercambio y reciprocidad (Cardoso de Oliveira, 2004) y sobre la producción de los valores (Graeber, 2018), instalan el valor social del desinterés. El cuestionamiento a la búsqueda de satisfacción de intereses, o a la epistemología que considera como motor de lo social la relación entre individuos e intereses o finalidades, merece una crítica. Los adultos integrantes de las familias de tránsito realizan su práctica en función de la acumulación de un capital simbólico muy específico, un capital moral (Fuentes, 2019a; Wilkis, 2014). Es posible observar un recorrido de actividades solidarias, humanitarias y religiosas que tienen a otro “necesitado” como destinatario (Fuentes, 2017) en las trayectorias de las familias de tránsito.

Sin embargo, el análisis centrado en la búsqueda de una aparente ganancia (en el terreno moral, ya que no la hay en el campo económico) tiene sus límites incluso en aquellas perspectivas que trabajan sobre la idea del interés en el desinterés como un modo de construir una posición trascendental y, por lo tanto, valiosa en términos de reconocimiento social. Estas perspectivas no terminan de captar la singularidad del proceso sociocultural analizado.

Primero, porque descontextualizan las prácticas, enfocándolas solamente en el individuo: en el caso analizado, la unidad de análisis es mayor —son grupos familiares—, pero, además, su experiencia de colectivización indica que entre individuo y finalidad de la acción social hay mucho más. Hay grupos sociales que se organizan en instituciones, historias sociales de los mismos grupos familiares, trayectorias y posiciones profesionales sobre el tipo de trabajo que realizan otros actores —como los universitarios— que intervienen a partir del desarrollo de un compromiso, es decir, de una acción que se estructura por medio de un involucramiento cuyo análisis de objetivos o intereses sería fútil. Las prácticas de cuidado de la primera infancia en tránsito constituyen una experiencia colectiva. ¿Qué produce la acción colectiva organizada en este sistema de circulación e intercambio que instalan los/as niños/as pequeños/as? Lazo social, pertenencia a un colectivo, integración en una suerte de red humanitaria, y la producción —como decía una estudiante— de una experiencia particular (no de un objetivo) que cobra sentido cuando se comparte tiempo con los/las bebés y con sus familias. Consultadas, algunas estudiantes planteaban una finalidad específica: adquirir práctica preprofesional. Pero otras o las mismas que sugerían esto también hacían referencia a la singularidad del proceso social que estaban acompañando, el involucramiento que producía este tipo de experiencia colectiva como lo más significativo y “motivador”. Hasta el objetivo pedagógico de formación preprofesional del proyecto de extensión queda relativizado bajo aquella experiencia de integración en el circuito de circulación de niños/as pequeños/as, que activamente produce sentimientos y lógicas de sentido significativas para los actores. Lo significativo se experimenta así como un campo de valor. Es el valor de la misma experiencia lo que hace subordinar interpretaciones finalistas de la acción. Individual.

Segundo, porque transforman una perspectiva nativa (la de un individuo que maximiza ganancias, sean del campo de valores que sean) en una teoría para analizar prácticas sociales. Sea una perspectiva de análisis bourdiesiana —la del capital moral— o una basada en el homo oeconomicus de modo más explícito, la unidad de análisis aquí debe ser la cultura, es decir, la economía política que produce, distribuye y consume/apropia lo valioso en sus múltiples campos y dimensiones, que siempre son resultado de relaciones de poder y de producción de sentido. Estos son procesos en los que están involucrados actores que se agrupan para hacer que la vida tenga sentido y valor (Nartozsky y Besnier, 2014).

El reconocimiento social y moral puede ser un bien buscado, pero el interés analítico está en el efecto grupo, es decir, en cómo se produce sociedad y su continuidad por medio del cuidado de niños/as pequeños/as a través de distintos grupos familiares. Hay un valor socialmente producido que es la experiencia de agrupación, de parentesco y de pertenencia a un colectivo mayor que producen los/as niños/as y su circulación. El valor de lo colectivo está en la instancia de producción, en la de circulación y en la de apropiación de ese valor, por su expansión a otros espacios y redes, la integración de la familia de tránsito y la organización social en la vida de la familia adoptiva. En este sentido me interesa señalar la utilidad de esta perspectiva de análisis a partir de los efectos que tiene la colectivización del humanitarismo por medio de esta red de cuidados.

El reconocimiento social y moral constituye un impulso y una red para sostener la defensa de los derechos de niños/as frente a los arbitrios del Poder Judicial, y a la complejidad de las situaciones sociales de abandono, violencia y carencias profundas que atravesaron los/as niños/as pequeños/as en sus primeros días de vida, en el contexto de una sociedad que produce valoraciones de sujetos basadas en criterios de maximización de ganancias económicas, materiales o simbólicas (prestigio y “éxito”). La interpretación que sostengo a partir de la investigación etnográfica es que la práctica social analizada constituye un terreno para la producción de valores y de teorías que superen la epistemología homo oeconomicus basada en una relación solipsista entre individuo y fines sociales.

Los criterios para la valoración y el lugar que les otorgan a las familias de tránsito, como señalé previamente, contrastan fuertemente de juzgado en juzgado:

si hay un juez, una jueza o un juez, y dice: “bueno, mire, ahora es su hijo, no le tiene por qué dar más bolilla a la familia de tránsito”, yo, papás adoptivos con miedo a la figura que representan y que me puede sacar mi hijo, y yo le hago caso [al juez], no la veo más [a la familia de tránsito] (trabajadora social, PFG).

Mientras la familia de tránsito y la adoptiva y el equipo que coordina el PFG bregan por el respeto del proceso de conocimiento e interreconocimiento mutuo entre niño/a y familia adoptiva, la autoridad judicial impone una temporalidad que no respeta esos procesos subjetivos y culturales y pone en duda incluso la intencionalidad adoptiva de la familia aspirante. Este tipo de situaciones puntuales no es tan excepcional y habla de un fuerte desconocimiento acerca de los procesos subjetivos implicados en la adopción, de la perspectiva de derechos que rige o debería regir el proceso y, finalmente, del rol de las familias de tránsito. En algunos casos el personal de los juzgados de familia plantea directamente el corte de ese vínculo: recomendaciones como “ustedes [como familia adoptiva] tienen que hacer su propio nido”, o “[si siguen vinculados a la familia de tránsito], van a confundir al niño” son frecuentes.

El programa claramente va más allá de lo que debería hacer según el marco normativo y de convenios, esto es, asegurarse de que las familias voluntarias estén cuidando de modo saludable a los/as niños/as, y elevar a los organismos, sobre todo al SZ, los informes respectivos. Las profesionales del programa, al realizar el seguimiento sobre qué tipo de decisión están por tomar el SL y el juzgado —retorno al grupo familiar, declaración del estado de adoptabilidad— presionan al Poder Judicial, elevando notas, pidiendo informes, “visitando” los juzgados, etc.:

Nosotros ahí legalmente no tenemos parte en el expediente. Lo que pasa, que nosotros nos conformamos en parte, nos hacemos parte. No sé, presentamos igual ante los juzgados [aunque no estemos reconocidos], presentamos los informes al juzgado porque los locales están colapsados, entonces, como el bebé está bien, digo, como pasó el peligro (trabajadora social, PFG).

Las profesionales del programa avaladas, pero también vigiladas por las familias producen una presión sobre el Poder Judicial y sobre los SL y SZ. Dan su opinión cuando una intervención del SL parece poco atinada o cuando hay demoras que no parecen justificarse. Frente a estas situaciones hay presiones, visitas, llamados y hasta denuncias de las profesionales del programa contra algunos jueces[15] que no actúan a tiempo o avasallan con sus decisiones las situaciones de los/as niños/as, por ejemplo, no respetando los procesos y tiempos de vinculación.

El grupo de profesionales asume los colapsos intermitentes del sistema de protección, o su desborde constante[16], al establecer canales de comunicación directa donde no fueron solicitados. De esta manera abren una brecha para asegurar un mayor seguimiento y presión sobre la resolución de la causa, es decir, sobre la decisión de qué debe suceder con el/la niño/a. Buscan que la transitoriedad no se transforme en “permanente”, es decir, en un abandono práctico de la causa y, por lo tanto, del/de la niño/a en la familia de tránsito.

Así se va produciendo un proceso de construcción de poder:

Lo que pasa, que nosotros optimizamos tiempo. La verdad, que, entre ir a un local que no sabe y tiene que preguntar a un juzgado y un zonal que no sabe y tiene que preguntar a un juzgado, nosotros vamos directamente al juzgado. Tratamos de hacernos parte, a la fuerza, y tratamos de tener participación ahí. Eso es lo que pasa (trabajadora social, PFG).

La pregunta sobre sus motivaciones e intereses revela su inutilidad porque son interpretaciones finalistas sobre la acción: la denuncia no les conviene porque expone la inoperancia o la falta de poder del SL y del SZ; expone a los equipos técnicos de esos mismos juzgados, que en ocasiones no están de acuerdo con las decisiones arbitrarias que toman los jueces, sus jefes en la estructura laboral. Corren el riesgo, además, de que, frente a futuros tránsitos de niños/as que lleguen al programa con una causa abierta en ese juzgado, el mismo juez tome decisiones que los/as perjudiquen debido a la denuncia que hizo la institución[17]. Tampoco constituye un activo moral que el equipo profesional podría esgrimir frente a las familias porque queda revelado, también, el escaso poder relativo que como organización social poseen frente al Poder Judicial.

La acción (que no es individual, sino institucional y colectiva) se entiende en función de una práctica y de un marco comunitario ético donde tal práctica es ineludible, merece ser realizada y es experimentada por las profesionales como una obligación. No obstante ello, no es moral, puesto que la decisión se pondera de modo colectivo y de modo reflexivo. Constituye una barrera para el poder judicial sostenida en función de la experiencia que produce el acompañamiento de los/as bebés y de sus familias de tránsito y se enmarca en un compromiso también ético con la consideración de los/as niños/as como sujetos de derecho y en la valoración del lazo de parentesco transitorio producido en el cuidado.

El PFG pone en escena la jerarquía del poder judicial por sobre el poder de los servicios de protección de derechos, jerarquía que sigue funcionando a pesar de los más de catorce años de vigencia de las leyes de protección de derechos de niños/as en la provincia de Buenos Aires y en el país. La singularización del cuidado que produce este tipo de programas conlleva una situación que visibiliza al sistema de protección como un espacio altamente conflictivo, un terreno de luchas de poder en el que la jerarquía del poder judicial es puesta en tela de juicio, y todo en función de la particularidad del cuidado y de los efectos emocionales y éticos que produce cuidar a estos/as niños/as pequeños/as.

Conclusiones

La recepción de un/a niño/a sano/a, fortalecido/a y cuidado/a que, además, conoce la vida en una familia constituye una de las facetas de la relación de intercambio y reciprocidad (Mauss, 2009) entre familias de tránsito y familias adoptivas. Una experiencia subjetiva de don (el niño) y deuda de las familias adoptivas hacia quienes lo cuidaron que instala el valor de reconocerse parte de ese mismo sistema, la dignidad de reconocer al otro como igual (Cardoso de Oliveira, 2004). El desprecio y la desidia se experimentan en función de la jerarquía judicial, que en diversos casos desconoce los procesos de subjetivación y de desarrollo saludable de los/as niños/as pequeños/as en las familias de tránsito, guiándose por lógicas burocráticas o discursos familiaristas que niegan la fluidez y la plasticidad del parentesco y de las posiciones de filiación. Permanecer alejados del proceso de intercambio que producen los/as niños/as pequeños/as en su circulación dificulta la comprensión de ese proceso social: los actores judiciales no integran casi ninguna faceta del intercambio y, al momento de evaluar y otorgar la guarda transitoria a las familias adoptivas, no necesariamente suelen anclarse, salvo algunos casos, en una mirada liberal y de posesión sobre el/la niño/a. Frente al posible desprecio como desconocimiento de la tarea realizada, el PFG, sus profesionales y familias, se posicionan éticamente en la crítica al dispositivo judicial y en la reivindicación de una experiencia social que se basa en la afirmación de la desposesión transitoria, para la construcción de un vínculo que dure “de por vida” (en la posición del parentesco tío/a). En la economía política de producción de valores, la desposesión se destaca por su contraste con lo establecido, por señalar modos alternativos sobre lo que significa la paternidad/maternidad. Instala también como valiosas otras formas del parentesco.

Por parte de las familias de tránsito, la gratitud aparece como un sentimiento esperado y otorgado: la experimentan de modos singulares y colectivos frente a la misma tarea de cuidar y ver el proceso de desarrollo de los/as niños/as pequeños/as, al reconocimiento que estos les otorgan y les otorgarán —como futuros/as tíos/as— y al reconocimiento social que contribuye a dar sentido y sostener la tarea de las familias de tránsito.

Estas se hacen poseedoras de una serie de virtudes singulares que no están presentes en los otros actores, que justamente les reconocen y otorgan esa valoración, esa posesión de un bien escaso, el altruismo (Béjar, 2006), y una solidaridad superlativa. Pero la lógica economicista de la escasez no constituye la única interpretación posible. Hay un agenciamiento ético para quienes desarrollan esa tarea y para quienes la conocen, de cerca o de lejos, que permite cuestionar una serie de valores y órdenes establecidos, que hace que la gratitud crezca como “valor” no en función de su escasez, sino de la red social que crea y de su amplitud. El crecimiento del reconocimiento social sobre las familias de tránsito no las ubica en un altar moral, sino que integra a quienes otorgan ese reconocimiento en la red de cuidados y soportes que hacen posible esa tarea. La negación o suspensión de la relación de propiedad filiatoria posibilita una cierta responsabilización colectiva sobre el cuidado de los/as niños/as pequeños/as.

Asimismo, la interpretación epistemológica que propuse sitúa la insuficiencia de una mirada anclada en el individuo y su acción con arreglo a la finalidad que sea. Esta perspectiva economicista de maximización de las ganancias (aunque sean “morales”) no permite comprender una experiencia de fuerte compromiso emocional y moral. Es decir, hay que pensar la circulación de niños/as también como un proceso de creación y circulación de valores y de agrupaciones y colectivos sociales, que son las unidades analíticas pertinentes para dar cuenta de quiénes son los que producen qué jerarquías sociales, es decir, qué es lo valioso en sociedades ancladas, incluso analíticamente, en perspectivas sobre la acumulación de prestigios en el individuo. Si la economía es mucho más que una forma de acción social o una teoría aislada de las existencias y prácticas cotidianas (Narotzky y Besnier, 2014), el proceso de valorización y su economía política constituyen una perspectiva más productiva para conceptualizar la reproducción social.

La jerarquía ética desplegada por esta práctica de cuidados singularizada y familiar cuestiona otros ordenamientos del valor, interpelando la preeminencia de otros valores sociales en el contexto de una sociedad tanto desigual como igualitarista y meritocrática como la argentina (Chaves, Fuentes y Vecino, 2016). Aunque esas virtudes posean nombres específicos y estén culturalmente dotadas de significaciones particulares, como “desinterés”, “sacrificio”, “heroísmo”, “entrega”, la relación entre familias de tránsito y sociedad instala no solo una admiración y una capitalización moral (en la que todos estamos implicados, incluso quien escribe), sino también la preeminencia de valores éticos colectivamente producidos, por sobre otras producciones de valor, como el capital económico, la riqueza, el éxito.

Este profundo sentimiento social condiciona la producción de esa extendida sensibilidad hacia los/as niños/as pequeños/as y hacia las familias de tránsito. Esa suerte de valoración del desinterés es, sin embargo, engañosa: las familias y las profesionales del PFG actúan estratégicamente para lograr una jerarquía ética, cuestionando incluso las representaciones y discursos jerárquicos de actores judiciales que suelen actuar en contra de ello. Gratitud no es ingenuidad, sino una política que potencia a un colectivo que produce poder a partir de aquella experiencia significativa, dadora de sentido y creadora de lazo social.


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[1] Empleo pseudónimos para resguardar la identidad de las personas. Entrecomillo frases o palabras nativas.

[2]El proyecto se llamaba “Niños/as en tránsito” y se enmarcó en el Programa Nacional de Voluntariado Universitario, desde 2016 denominado Compromiso Social Universitario. Era un programa de la Secretaría de Políticas Universitarias del Ministerio de Educación de la Nación que buscaba apoyar técnica y financieramente la realización de proyectos comunitarios que involucraran a estudiantes y docentes de universidades nacionales en experiencias de extensión con la comunidad, en todos los campos del saber.

[3] Informes elaborados por las profesionales del programa, documentos de “medidas de abrigo” y otros informes producidos por los servicios locales de protección de derechos o por los juzgados de familia.

[4] El programa estaba integrado por dos trabajadoras sociales, una psicóloga y una psicomotricista. Entre 2013 y 2018 —cuando hice un relevamiento—, habían pasado por el programa alrededor de veinte familias de tránsito, algunas habiendo realizado varios “tránsitos” de distintos bebés, y treinta y tres niños/as.

[5] Por ejemplo, un espacio de bebés durante la reunión mensual de familias de tránsito e iniciativas vinculadas a talleres, conversaciones y juegos que permitían a las familias y profesionales identificar prácticas y sentidos hasta entonces naturalizados sobre su tarea y su lugar en la circulación de niños/as.

[6] La Ley de Promoción y Protección Integral de Derechos de los Niños N.º 13.298 (2005) establece los organismos que integran el Sistema de Protección de Derechos de los Niños y sus atribuciones y funciones. Desde 2016 la autoridad de aplicación es el Organismo Provincial de Niñez y Adolescencia; marca la responsabilidad de los municipios/partidos de la provincia de Buenos Aires en la ejecución de políticas que aseguren el cumplimiento de derechos, creando sus propios SL, que actúan de oficio o ante denuncias en situaciones en las que esté en juego la integridad de niños/as de su distrito. Los juzgados de familia controlan la legalidad de las intervenciones de los SL cuando involucren medidas excepcionales, como la separación del/de la niño/a de su familia. Los SZ ejercen funciones de coordinación de los SL. La ley provincial también da lugar a las organizaciones sociales que trabajan en territorio y desarrollan iniciativas de protección y promoción de los derechos de niños/as y adolescentes. Con ellas establece convenios para la realización de programas específicos, como el aquí descripto. El sistema de protección está conformado por ese entramado, estableciendo la responsabilidad estatal, del Poder Ejecutivo sobre todo, en la promoción y protección de derechos y legitimando un tipo de intervención intersectorial enel que se reconoce el rol de las organizaciones de la sociedad civil (art. 14, Ley N.º 13.298, 2005).

[7] Mis valoracionesen relación confrecuencias, cantidades y magnitudes de “casos” sonconstruidas y situadas a partir del análisis sistemático de este programa de familias de tránsito, y de las opiniones e informaciones recogidas en entrevistas con actores del sistema. No pretenden establecer frecuencias ni estadísticas poblacionales, que,además, son escasas en el ámbito de la provincia de Buenos Aires.

[8] El parentesco está para perpetuarse, dice Lévi-Strauss (1987), pero aclara que no se trata de una perpetuación biológica, sino de la estabilización social, es decir, el funcionamiento y reproducción social. En eso (se) juega el parentesco, en funcionar como un sistema que permita a las generaciones posteriores continuar.

[9] A los efectos de cualquier certificación de identidad y de vínculo entre el/a niño/a y la familia de tránsito, el programa les extiende una constancia de que la medida de abrigo que establece el servicio localen el PFG se realiza en la familia de tránsito integradapor x adultos, y se les da también una copia de la medida de abrigo, que les puede servir, por ejemplo, cuando concurren a un hospital o durante un viaje al interior del país, del cual, además, deben informar al servicio local y al juzgado de familia.

[10] Las situaciones sociales son mucho más complejas. Solo señalo que ese estereotipo y representación, así como el de las familias de tránsito como “héroes” humanitarios, constituye estratégicamente una herramienta de poder para estas familias y para el bienestar de estos/as niños/as, ya que facilita trámites, asegura atenciones en el sistema de salud, de discapacidad, entre otros.

[11] Claramente está en tensión con la perspectiva de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes. Sería relevante indagar las dificultades de la apropiación de esta perspectiva en el Poder Judicial y, en general, en el Sistema de Protección, no tanto porque se opongan a las medidas y valores establecidos por el denominado poder del modelo de patronato, sino porque también se oponen a un conjunto ideológico que asigna propiedad a niños/as pequeños/as y no derecho de niños/as a una o varias familias.

[12]Hay una concepción dual entre profesionales del sistema de protección, que de algún modo se entienden en las formaciones culturales de/sobre los niños de familias de sectores populares o críticamente empobrecidos. Por un lado, está instalada la idea de una primera infancia cuya atención es crucial: si no se atienden las necesidades físicas y psíquicas de los/as niños/as en sus primeros meses, su futuro aparecería enteramente determinado. Si bien esto tiene asidero en estudios científicos de distintos campos (psicología, medicina, nutrición, etc.), lo cierto es que estos puntos extremos de cero atención/cuidado hacia el/la niño/a escasamente ocurren. En el otro, hay explicaciones más matizadas. Se entiende que lo que sucede en los primeros meses de vida del/de la niño/a es crucial para su desarrollo, pero se valora, igualmente la “plasticidad”, las posibilidades de alcanzar puntos importantes del desarrollo en su propia temporalidad y de acuerdo a contextos y condiciones sociales de interacción que llegan en momentos distintos al esperado.

[13] En investigaciones realizadas en centros de salud mental con personas adultas, se observan procesos muy similares. El registrode la vitalización y el sostenimiento de gestos constituyen claves observables en etnografía de los procesos de salud-enfermedad-atención (Sy, 2014).

[14] “Un sistema de parentesco no consiste en los lazos objetivos de filiación o de consanguinidad dados entre los individuos; existe solamente en la conciencia de los hombres; es un sistema arbitrario de representaciones y no el desarrollo espontáneo de una situación de hecho” (Levi-Strauss, 1987, p. 94).

[15] Las denuncias se realizan en la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires.

[16] Debo mencionar una situación estructural: desde 2014, al menos, las medidas de huelga que intermitentemente toman los trabajadores del Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires, en reclamos legítimos de tipo salarial, sumados a losamplios períodos de “feria judicial” —dos semanas en julio, todo un mes en enero— coadyuvan a la extensión de los plazos previstos para las medidas de abrigo. Así, por ejemplo, si un juzgado, a partir de la solicitud de un servicio local, declara en diciembre el estado de adoptabilidad de un/a niño/a que se encuentra en una familia de tránsito, la búsqueda de familias recién se va a iniciar en el mes de febrero, yla vinculación, posiblemente en el mes de marzo, postergando aún más el tránsito de ese/a niño/a. Además, según nos informaron, en algunos juzgados de familia se pueden estar manejando hasta dos mil causas de distinto tipo durante un año.

[17] Ninguna de esas denuncias tuvo algún efecto en el trabajo o en la carrera de las personas denunciadas.