Para abrir las ciencias sociales. Cuatro conceptos antiutilitaristas

Jaime Torres Guillén*

*Universidad de Guadalajara. Correo electrónico: torresguillen@hotmail.com.

Artículo recibido:05/05/2020     Artículo aprobado: 21/08/2020

MIRÍADA. Año 13, N.º 17 (2021), pp. 83-125.

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales (IDICSO). ISSN: 1851 9431

Resumen

El artículo expone los conceptos de Común, economía moral, reconocimiento y convivencialidad como cuatro términos analíticos y políticos con los cuales se han debatido los supuestos del pensamiento único utilitarista agrupados en la teoría de la modernización, a saber, la tragedia de los comunes, la necesidad de las racionalizaciones e innovaciones económicas, la maximización utilitaria del interés privado como base de las relaciones humanas y la promesa del progreso industrial. El trabajo se concentra en abonar a la reestructuración de las ciencias sociales a través de rehabilitar y ampliar el ejercicio teórico de estos conceptos, más allá de lo realizado por Pierre Dardot y Christian Laval, E. P. Thompson, Axel Honneth e Iván Illich.

Palabras clave:antiutilitarismo, Común,economía moral,reconocimiento,convivencialidad.

Abstract

The article exposes the concepts of Common, moral economy, recognition and conviviality as four analytical and political terms through which the assumptions of the unique utilitarian thought grouped in the theory of modernization have been discussed. These are, namely, the tragedy of the commons, the utilitarian maximization of private interest as well as the need for economic rationalizations and innovations as the basis of human relations and the promise of industrial progress. The work focuses on contributing to the restructuring of the social sciences by rehabilitating and extending the theoretical exercise of these concepts, beyond what has been done by Pierre Dardot and Christian Laval, E. P. Thompson, Axel Honneth and Iván Illich.

Keywords: anti-utilitarianism, Common,moral economy,recognition,conviviality.

La Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales se creó en 1993 bajo la coordinación de Immanuel Wallerstein. El informe de dicha comisión se publicó en México, en 1996, en la colección “El mundo del siglo XXI”, editada por el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la editorial Siglo XXI. Coordinaba esta colección Pablo González Casanova.

El problema central de la comisión estaba guiado por la pregunta: ¿qué tipo de ciencia social debemos construir? Los miembros de la comisión discutieron el inicio de estas ciencias desde el siglo XVIII hasta su institucionalización en 1945 y los problemas de estudio disciplinar que se eligieron hasta finales del siglo XX. Para responder la pregunta central,se debatieron una serie de criterios. Por ejemplo, el derribar las barreras artificiales entre los seres humanos y la naturaleza; liberar los estudios de cualquier ortodoxia arbitraria; replantear las categorías de tiempo y espacio para interpretar la realidad social; superar las investigaciones basadas en la autonomía de la esfera de lo social, lo económico y lo político; reconocer que toda conceptualización se basa en compromisos filosóficos; aceptar que las utopías forman parte del estudio de las ciencias sociales yque habría que concebir la objetividad como resultado del aprendizaje humano, el cual ofrece evidencias de lo que es posible.También, pensar en problemas y relaciones, promover la discusión colectiva y evitar la hegemonía de los expertos y las perspectivas Estadocéntricas de los estudios (Wallerstein, 1996, pp. 80, 82, 85, 88, 90, 91 y 99).

Aunque el proyecto es de gran relevancia debido al objetivo que se trazó, la mayoría de las recomendaciones de la comisión estuvieron dirigidas a las instituciones de investigación formales. Un ejemplo fue el de reorganizar los programas de investigación dentro de las estructuras universitarias. Sin embargo, la reestructuración de las ciencias sociales propuesta por la comisión no hizo énfasis en los conceptos. Considero que esta ausencia debe ser atendida.

El presente artículo se inscribe en el espíritu de la Comisión Gulbenkian y atiende en parte esta ausencia, a saber, trabajar en la reestructuración de los conceptos en ciencias sociales. Retoma uno de los debates abordados por la comisión: el que las ciencias sociales desde 1945 tienen un compromiso filosófico con la teoría de la modernización (Wallerstein, 1996, p. 44). Las disciplinas que parten de este compromiso utilitarista suponen que el desarrollo económico aplica para todos los espacios y tiempos, por lo que todas las energías de investigación deberían enfocarse en ello. Entiendo por utilitarismo el supuesto que limita las acciones de los individuos a decisiones maximizadoras de beneficios. El contenido de este supuesto ya ha sido cuestionado[1], pero sigue vigente y afecta la posible reestructuración de las ciencias sociales. Pienso que, para abonar al proyecto de abrir estas ciencias, se tendrían que cuestionar ahora en su nivel conceptual.

Para esta labor, se puede recurrir a conceptos ya existentes que he denominado antiutilitaristas. Si partimos del principio de que toda formación científica retiene conceptos anteriores, los redefine, reestructura y acota (González Casanova, 1998, p. 11), entonces una investigación orientada por conceptos confrontados con experiencias de prácticas sociales puede abonar esta labor. En el espíritu antes señalado, los conceptos de Común, economía moral, reconocimiento y convivencialidad serán discutidos aquí.

Estos conceptos tienen dos dimensiones que los exponentes elegidos (Pierre Dardot y Christian Laval, E. P. Thompson, Axel Honneth e Iván Illich, respectivamente) han procurado explicitar. Por un lado, son conceptos analíticos porque fueron construidos intelectualmente para comprender realidades sociales que pudieran observarse a partir de un esquema teórico contrario al pensamiento utilitarista. Esto es, frente a la propuesta de los nuevos universales emanada del pensamiento instrumental, presentan un contraste para estudiar las relaciones sociales sin el dogma del costo-beneficio. Esto también quiere decir que tales conceptos tienen límites y alcances teóricos y metodológicos los cuales pueden detectarse una vez que son expuestos y debatidos en términos analíticos. Por otro lado, los conceptos poseen también una dimensión política. Con ellos o a través de ellos, se proponen principios normativos no utilitaristas para los vínculos humanos; en algunos casos, más allá del Estado y del capital.

Conviene aclarar que el artículo centra su debate en los conceptos y no en los autores seleccionados. La razón de elegir tales conceptos radica en que cada uno de ellos contiene un potencial para contrarrestar los dogmas del pensamiento utilitarista. El común cuestiona el dogma de la propiedad; la economía moral abre los horizontes del sustento humano más allá de la vida material; el reconocimiento desvela los límites de la libertad negativa y los nuevos contenidos de la justicia; y la convivencialidad explicita los daños irreversibles que ocasionan las ideas y prácticas de la mentalidad industrial. Esto quiere decir que, aunque los autores que aparecen son importantes, no se limita a ellos el debate para la reestructuración de los conceptos, antes bien, se trata de ir más allá de estos. En lo que sigue, se esboza un ejercicio en el que se acota y se redefine cada uno de los conceptos mencionados, procurando confrontarlos con ejemplos o experiencias de prácticas sociales y establecer su potencial analítico y político de modo tal que permita comprender fenómenos de la vida social en una perspectiva antiutilitarista.

El concepto de Común

En los años noventa del siglo XX, luego de la publicación de Governing the Commons,de Elinor Ostrom (1990/2015), apareció una perspectiva convencional que cuestionó el dogma de quienes, afianzados en la tesis de Garrett Hardin[2], afirmaran que los llamados recursos naturales (bosques, praderas, lagos, océanos, clima, espacio cibernético) solo se pueden administrar de manera eficaz ya sea por el Estado o por la iniciativa privada. Frente a este dogma, Ostrom (2015) mostró que “lo que se observa en el mundo es que ni el Estado ni el mercado han logrado con éxito que los individuos mantengan un uso productivo, de largo plazo, de los sistemas de recursos naturales” (p. 36). A través de ejemplos empíricos sobre iniciativas con éxitos y fracasos de regulación y administración de determinados recursos comunes, Ostrom problematizó las capacidades y limitaciones de las instituciones de autogobierno para administrar bienes comunes.

Este dogma, derivado del mito de la tragedia de los comunes, fue muy divulgado. Sentó las bases para que pareciera sentido común afirmar que la cooperación entre seres racionales es imposible. Esta fue en parte la razón por la que la noción de lo común se oscureció durante décadas. De ahí que, cuando se habla o se escribe sobre los recursos de uso común, se toma el modelo de Hardin como una verdad absoluta al grado de hacer afirmaciones como la de J. A. Moore: la tragedia de los comunes de Hardin debería ser leída por todos los estudiantes, incluso, “debería ser leída por todos los seres humanos” (Moore, 1985, citado por Ostrom, 2015, p. 45).

Aunque la crítica de Ostrom es potente, sobre todo por la calidad de su trabajo empírico, donde muestra modelos de organización de recursos de uso común de pastoreo y forestales de montaña en Suiza y Japón, lo mismo que los sistemas de irrigación en España y Filipinas (Ostrom, 2015, p. 118), su trabajo está en la perspectiva del neoinstitucionalismo que solo pretende corregir las instituciones del actual sistema político y económico. Es notable su queja ante los modelos de “solución” de los juegos de los comunes, pero esta continúa en la perspectiva utilitarista. Ostrom piensa la “utilidad común” como una especie de gestión del aseguramiento de los recursos como dominio intermedio entre el Estado y el mercado.Por tanto, no pretende hacer de lo común un principio general de reorganización de la sociedad (Dardot y Laval, 2015, p. 177).

En realidad, la cuestión de lo común no es solo una cuestión analítica, también es política. Podría decirse que la crítica al dogma de la tragedia de los comunes tiene antecedentes en diversas partes del planeta. Concretamente, en Europa, en la reivindicación de lo común, cuya génesis puede rastrearse en el término inglés commons, que se oponía al concepto de enclosures (Dardot y Laval, 2015, p. 21). En Europa, por comunes se entendían las reglas que se aplicaban campesinos o pastores de una misma comunidad para el uso de caminos, bosques y pastos (Dardot y Laval, 2015, p. 110).

Los enclosures desplazaron la institución[3] del común, como lo expuso Marx (1867/1977) en su famoso capítulo de El Capital “El secreto de la acumulación originaria”, donde explicita el proceso histórico de escisión entre productor y medios de producción (p. 893):

En la historia del proceso de escisión hacen época, desde el punto de vista histórico, los momentos en los que se separa súbita y violentamente a grandes masas humanas de sus medios de subsistencia y de producción y se las arroja, en calidad de proletarios totalmente libres, al mercado de trabajo. La expropiación que despoja de la tierra al trabajador constituye el fundamento de todo el proceso (Marx, 1977, p. 895).

En Inglaterra, de donde toma el ejemplo Marx por darse ahí una forma clásica de expropiación, previa a los enclosures, los campesinos podían usufructuar la tierra comunal, sembrar pequeñas parcelas, apacentar el ganado, recolectar leña y hacer uso de todo tipo de bienes que les permitíangestionar la existencia común. Esta práctica de los cercamientos infectó todas las latitudes del mundo colonial y posteriormente se globalizó con los nuevos enclosures:la privatización de todo lo que el mercado capitalista conciba con utilidad, incluida la literatura y el arte (copyright), lo inventado y descubierto (patentes).Hoy existe una amplia resistencia a estos nuevos cercamientos. La perspectiva política del común ha estado presente de diversas maneras y expresiones; una prueba radica en la cantidad de trabajos que reivindican la cuestión (Bollier, 2016; Bollier y Helfrich, 2012; Coriat, 2015; Gutiérrez Aguilar, 2017; Hardt y Negri, 2011; Linebaugh, 2014; Linsalata y Salazar Lohman, 2015; Ostrom, 2015; Tzul Tzul y Navarro, 2016).

Pero, además de la cuestión política del común, está la que tiene que ver con diversas derivaciones normativas de este: las que remiten al dar, la reciprocidad y el reconocimiento[4]. En diversas partes del planeta, podemos encontrar conceptos como comunidad, comunalidad, comuna, común unión, comunitario, los cuales, aunque pueden tener diferencias entre sí, tienen una misma raíz: Común[5]. Lo sustantivo del contenido de estos conceptos está en su nivel moral o normativo, el cual podría convertirse en parte de ciertos enfoques teóricos con los que se cuestionen los supuestos del pensamiento único que reduce las relaciones humanas a la maximización utilitaria del interés privado.

Un ejercicio de esta propuesta es la que presento a continuación. Se trata de una lectura profunda de Común como concepto del derecho romano que realizaron Pierre Dardot y Christian Laval (2015). Con su trabajo, ambos autores se detuvieron en el detalle de entender que una característica esencial de Común en el derecho antiguo es su carácter de inapropiabilidad frente a las cosas públicas que están destinadas al uso común, pero que tienen la impronta de ser propiedad del Estado.De esta manera, hay cosas públicas (del Estado) comunes (uso y apropiación) y cosas comunes (res comunes omnium) que no “pertenecen a nadie y cuyo uso es común a todos. Son tales como el aire, el agua corriente, el mar y la orilla del mar, que se extiende hasta donde llegan las olas en las grandes mareas de invierno” (Dardot y Laval, 2015, p. 41).

No habrá que confundir la inapropiabilidad natural de las cosas comunes con el Común. Las cosas comunes son por naturaleza accesibles a todos, inmensas o fugaces (contemplar las estrellas, disfrutar la arena de las playas o el fondo del océano) y, por tanto, no son susceptibles de ser apropiadas. Pero no es lo mismo res nullius in bonis, esto es, las cosas inapropiables por ser inalienables (las estrellas), ni tampoco las “cosas sin amo” o res nullius, esto es, aquellas que pueden ser susceptibles de ser apropiadas, una vez que cambia su estatus (por ejemplo, al aplicarle un esfuerzo personal, como lo planteó John Locke), que el Común. Sobre el tema, conviene hacer algunas aclaraciones.

No cabe duda de que, sobre el punto, el trabajo de Michael Hardt y Antonio Negri (2011) es pionero en el intento de aclarar el concepto de Común. Lo entienden como los bienes comunes materiales que resultan de la producción social y que “son necesarios para la interacción social y la producción ulterior, tales como saberes, lenguajes, códigos, información, afectos, etc.” (Hardt y Negri, 2011, p. 10).

Sin embargo, al utilizar el concepto de commonwealth, no dejan de lado la versión del pensamiento político anglosajón que sitúa el Común en la base de una comunidad organizada políticamente, gobernada por una especie de bienestarismo (la República de la propiedad que instituye la política del bien común). Es verdad, esta idea de Común se sitúa más allá de lo público y lo privado al reclamar la expropiación de la cooperación, pero para mantener abierta la opción a un tipo de organización política (socialismo o comunismo). En su análisis, Hardt y Negri (2011) no renuncian a la apropiación al exponer que, si una riqueza común es robada por quien posee la propiedad, entonces sería necesario instaurar un nuevo orden que devuelva lo robado a sus verdaderos propietarios. Esto muestra que “los socialistas y los comunistas siguen apegados a la fórmula de la propiedad comunitaria porque son víctimas de la ilusión que hace ver en el capital y en el Estado las fuentes de la riqueza” (Dardot y Laval, 2015, p. 243).

Los límites del concepto commonwealth se extienden también para el caso del término inglés“derecho común” (CommonLaw). Aunque es cierto que este derecho común tiene su base en la costumbre y no en el derecho legislado, su contenido está atrapado en el racionalismo utilitario de los discursos nacionalistas. La última fase del desarrollo del CommonLawtermina en la palabra de los jueces, que son al final de cuentas los guardianes del Estado. Lo común de este derecho es la adhesión de todos a lo sentenciado (Dardot y Laval, 2015, pp. 331-332). Por tanto, lo común como costumbre es, en realidad, derecho “elaborado por un cuerpo de expertos, abogados y jueces ocupados en seleccionar en las costumbres aquello que es compatible con el respeto de la propiedad privada” (Dardot y Laval, 2015, p. 262).

Por variados que sean estos planteamientos, o bien vinculan explícitamente lo que llaman bienes comunes a la propiedad pública o al Estado, o bien, a cualquier otra noción de propiedad. Para el caso del presente apartado, el eje de discusión no radica entre propiedad privada y propiedad común, sino entre lo inapropiable y la propiedad, ya sea privada o estatal.

El planteamiento de Dardot y Laval sobre diferenciar el Común de lo público y las cosas comunes pasa por superar el ámbito del derecho romano radicalizando la idea de que existen no solo cosas inapropiables por naturaleza, sino un derecho de inapropiabilidad, sobre todo, de aquello que se ha llamado recursos en el pensamiento utilitarista. Esto es sumamente importante luego de la aparición de las retóricas de los bienes comunes con las que tanto organismos internacionales como organizaciones no gubernamentales tratan de apropiarse del término. Con palabras como “patrimonio común”, “patrimonio de la humanidad”, “conservacionismo”, “reserva”, tratan de apropiarse del Común bajo el discurso de “preservar” los recursos del planeta para las próximas generaciones. En estos, sigue presente el patrón de la apropiación.

Ahora bien, si el Común no son las cosas públicas, ni las cosas comunes, ¿qué es?; ¿cuál es su contenido y su práctica? El contenido del concepto Común es producto de una actividad normativa o, más bien, como dicen Dardot y Laval, de una coactividad basada en una moral. Es resultado de un quehacer de personas que establecen formas de vivir com-partidas no exentas de conflicto o tensión. Común no son cosas que están en la naturaleza y que podemos percibir como co-pertenencia, co-propiedad o co-posesión. No son bienes públicos o cosas públicas que procurarán la utilidad de todos. Tal como lo plantea David Bollier (2016, p. 28), el paradigma de los comunes no considera de entrada un sistema de propiedad y el control de los recursos. Hay Común solo en las prácticas sociales que parten de la idea de lo inapropiable.

Por tanto, la idea del comunismo, socialismo o progresismo que concibe al Común como una utilidad tutelada por el Estado escapa de esta radicalización; pero también las versiones de comunitarismo o comunidad porque siguen atrapadas en el fetiche de la apropiación, gestión o manejo utilitario de “los recursos”. Una versión “dulce” de la comunidad de los bienes puede que parta del rechazo a toda propiedad individual, pero enfatiza de manera exagerada la igualdad perfecta de la especie humana; incluso la idea marxista de la asociación libre de los productores tiene en su seno este ideal. El marxismo, además de soñar con una comunidad libre de conflictos, concibe la idea de Común no como una práctica normativa crítica, sino como una ontología propia de las cosas: la de ser (pertenecer) a todos. Ahí la sustancia de la apropiación o la propiedad permanece intacta.

Comprender el Común como lo inapropiable

Podemos hacer un ejercicio de aclaración para comprender a cabalidad el concepto de Común a partir del trabajo de Giorgio Agamben (2014) sobre las fuentes franciscanas en el Medioevo. En la interpretación del mensaje de Francisco y de los teóricos franciscanos sobre el tema de la pobreza[6]y del uso de las cosas, Agamben encuentra implicaciones teóricas para la historia del derecho y de la Iglesia. Estas implicaciones, afirma el autor, desafían la inteligencia de Occidente al plantear el problema de “cómo pensar una forma-de-vida, es decir, una vida humana que se sustraiga por completo a ser capturada por el derecho, y un uso de los cuerpos y del mundo que no se sustancie jamás en una apropiación” (Agamben, 2014, p. 14).

Agamben piensa que esta forma de vida franciscana se podría entender como aquella que renuncia al derecho. Basa su afirmación en los acontecimientos históricos en los cuales se enfrentaron conventuales y espirituales con el clero seglar y la curia medieval, los que llegan a su punto de ruptura bajo el pontificado de Juan XXII. Para su argumento, toma el material de apoyo de la controversia suscitada a partir de

la bula Exiit qui seminat del año 1279, con la cual Nicolás III, acepta la abdicación de los franciscanos a toda propiedad, aunque queda como uso de hecho de las cosas[7], hasta la bula Ad conditorem canonis, de 1322, en que Juan XXII, abrogando la decisión de su predecesor, afirma el carácter inseparable del uso y la propiedad, y le atribuye a la orden la propiedad común de los bienes de los que hace uso. […] los franciscanos que intervienen en la controversia (además de Buenaventura, debemos citar al menos a Oliva, Miguel de Cesena, Bonagratia de Bérgamo, Ricardo de Conington, Francisco de Ascoli, Guillermo de Ockham y Juan Peckham), el principio que para ellos es invariable y no negociable puede resumirse en estos términos: para la orden, como para su fundador, lo que está en juego es la abdicatio omnis iuris, o sea la posibilidad de una existencia humana fuera del derecho (Agamben, 2014, p. 158).

Si atendemos bien esta lectura de Agamben, encontraremos que la disputa eclesial por la vida en común remite al debate sobre la propiedad. En dicha disputa, lo que está en juego es el uso de facto de las cosas; los franciscanos están contra la idea de apropiarse de las cosas y convertirlas en propiedad. De esta manera, en ese momento de la historia, el franciscanismo puede definirse como un movimiento religioso que pretende realizar una vida y una praxis humana, absolutamente fuera de las determinaciones del derecho y la propiedad. Como hermanos menores, los franciscanos en términos jurídicos son ajenos a cualquier derecho, son pupilos, hijos de familia, pertenecen a un padre y, por tanto, no pueden poseer nada. Son parvulus y pazzus y por ello renuncian al derecho y a la posesión.

La abdicatio iuris (renuncia al derecho) (con el retorno que implica al estado de naturaleza anterior a la caída) y la separación entre propiedad y uso constituyen el dispositivo esencial del cual se sirven los franciscanos para definir técnicamente la peculiar condición que ellos llaman “pobreza” (Agamben, 2014, p. 162).Esta disyunción entre vida y derecho representa un desafío a las instituciones de la jerarquía eclesiástica, porque la forma de vida franciscana y el oficio del sacerdote, entran en tensión. De esta manera, “el franciscanismo representa el momento en el que la tensión entre forma vitae y officium se disuelve, no porque la vida sea absorbida en la liturgia, sino, por el contrario, porque vida y oficio alcanzan su máxima disyunción” (Agamben, 2014, p. 170). Una forma de vida que apela a la pobreza no puede ser officium. Para Francisco la disyunción queda clara: “o se vive según la forma del Santo Evangelio o se vive según la forma de la Santa Iglesia Romana”.Aunque Francisco afirma en más de una ocasión el incondicional acatamiento de los frailes menores a los clérigos, este es posible y adquiere su sentido solo sobre la base de la radical heterogeneidad de las dos formas de vida (Agamben, 2014, p. 172).

La tensión viene de dos conceptos que fundamentan ideas contrarias: pobreza y propiedad. La discusión jurídica del término propiedad como dominio de las cosas, frente al término “uso de las cosas”, ofrece elementos para entender qué estaba de fondo en la forma de vida franciscana que había descubierto la vida o el Común como inapropiabilidad:

Si es cierto, sin embargo, que la argumentación jurídica aquí está dirigida a abrir un espacio por fuera del derecho, también es cierto que la desactivación del derecho es operada no por el propio derecho, sino a través de una praxis -la abdicatio iuris y el uso- que el derecho no produce aunque reconoce como externa a sí (Agamben, 2014, p. 178).

Agamben (2014, p. 194)considera que la importancia de la quaestio de esta tensión, efecto del debate teológico-jurídico, desde el punto de vista de la historia de la filosofía, es que el pensamiento franciscano no se orientó por formas esencialistas de la vida, sino por una praxis del común que exigía a todas luces liberarse de las signaturas del derecho y del oficio. Pero, precisamente por la vía del derecho romano y por su exigencia de una consideración jurídica de no poseer bienes, los franciscanos serán derrotados en su pretensión. Su idea de la vida en común no jurídica o el Común de lo inapropiable queda en suspenso.

Existen dos razones para argumentar por qué queda suspendida la comprensión de lo inapropiable en la historia occidental. Por un lado, la vida común no jurídica, intuida por los monjes benedictinos y después descubierta por los franciscanos, no estaba signada en los conceptos e instituciones del momento. No existían las categorías para denominar esas realidades o prácticas de vida. Por otro lado, no existió ninguna escuela de pensamiento que las desarrollara. Por eso expresa Agamben (2014, p. 204) quela “altísima pobreza”, con su uso de las cosas, es la forma-de-vida que comienza cuando todas las formas de vida de Occidente han llegado a su consumación histórica.

La forma de vida franciscana, según Agamben, se equivocó al hacer del uso de hecho de las cosas su principal vía negativa con respecto al derecho. Y es que “el carácter factual del uso no es en sí suficiente para garantizar una exterioridad con respecto al derecho, ya que todo hecho puede transformarse en derecho, así como todo derecho puede implicar un aspecto factual” (Agamben, 2014, p. 197). Aunque habría que reconocer, para hacer justicia a los franciscanos, que esa abdicación al derecho, en su parte de la propiedad, es algo que hoy ni siquiera nos atrevemos a pensar.

Ahora bien, lo que podemos rescatar de la lectura de Agamben es que la experiencia le permite al autor hacer más esfuerzos por aclarar ese umbral al que llegó la vida monacal y franciscana en torno al descubrimiento que bien podríamos llamar el Común de lo inapropiable.De ahí su pregunta final:

¿Cómo puede el uso, es decir, una relación con el mundo en cuanto inapropiable, traducirse en un ethos y en una forma de vida? ¿Qué ontología y qué ética le corresponderán a una vida que, en el uso, se constituye como inseparable de su forma? El intento de responder a estas preguntas exigirá necesariamente confrontarse con el paradigma ontológico operativo en cuyo molde la liturgia, a través de un proceso secular, terminó por constreñir a la ética y a la política de Occidente (Agamben, 2014, p. 205).

Aunque el debate que aquí hemos presentado, a partir de la lectura de Agamben, es de naturaleza teológica, traerá consecuencias posteriormente en otras esferas de la vida humana. Por decir algo, la idea de propiedad y vida individual (libertad) desplazaron casi por completo otras formas de concebir la vida humana en común. Propiedad y libertad se erigieron como derechos absolutos. A pesar de ello, como ya se dijo, actualmente se ha reavivado el debate sobre el Común. Considero que el descubrimiento que hicieron los religiosos medievales en Occidente puede decirnos algo al respecto.

El ethos del Común

La lectura de Agamben (2014) y el planteamiento de Dardot y Laval(2015) coinciden en la idea de que el Común desplaza la noción de “derecho de propiedad”. La diferencia está en que los últimos consideran que la práctica del Común como quehacer de personas que establecen formas de vivir com-partidas vinculada a la inapropiabilidad de la realidad puede convertirse en un derecho de lo común (acto consciente de institución) ajeno al CommonLaw (Dardot y Laval, 2015, p. 262).

Considero que un análisis sobre el Común como crítica antiutilitarista tendría mejor éxito si el planteamiento normativo fuera moral. No es un derecho el que surge de las prácticas del Común, sino una experiencia de descubrimiento: una relación con el mundo en cuanto inapropiable. Se trataría de cuestionar si, de esta experiencia o descubrimiento de la nuda vida, se puede construir un ethos que termine con el fetiche de la propiedad. La tarea no es entonces instituir lo inapropiable como acción política de un nuevo derecho, sino la construcción de un ethos del Común.

Estoy de acuerdo con Dardot y Laval (2015, p. 366) en que el Común no es un asunto de gestión de una cosa o de un bien, sino una actividad que se construye no sin conflicto y que en buena medida esto es una cuestión política. Sin embargo, lo que “instituye” lo inapropiable no es la política, sino la acción moral de quien participa en el Común como experiencia de vida, esto es, como práctica de un ethos. Los autores lo dicen muy bien al afirmar: “La prueba de lo común no es la de la duración sino la de una práctica social, queda pendiente la pregunta acerca de la naturaleza de una práctica así y cuáles son sus sujetos” (Dardot y Laval, 2015, p. 366). Sin embargo, los autores están volviendo al derecho cuando escriben:

Si un mundo nuevo es posible, sólo puede ser creado a partir de instituciones establecidas sobre las bases de un derecho social, a saber, un derecho creado por la sociedad y para la sociedad, diferente en este punto de la tradición jurídica de origen y para la sociedad, diferente en este punto de la tradición jurídica de origen romano, que hace del legislador la fuente de la ley (Dardot y Laval, 2015, p. 421).

Volver al derecho, cualquiera que este sea, es regresar a la Ley, esa representación universal que domina las cosas como naturalezas jurídicas. Basados en Proudhon, Dardot y Laval defienden el derecho social del derecho estatal. Pero la institución del Común no tendría porqué normarse a partir de un derecho, un ethos social también es normativo y tiene su raíz en lo común, lo colectivo, el reconocimiento, la mutualidad y el don.

Cuando los autores plantean un derecho social natural que dispone de reglas de derecho autónomas e independientes del derecho estatal, siguen atrapados en una versión proudhoniana de la autogestión o el asociacionismo que remplazaría el gobierno y la ley del Estado por medio del gran taller que gira en torno al trabajo colectivo (Dardot y Laval, 2015, pp. 432, 519 y 520). Este federalismo político o comunalismo sigue el patrón de la soberanía que invita a crear nuevas formas jurídicas.

Pero, para otorgarle una mayor claridad al contenido del Común y argumentar con mayor potencia una crítica antiutilitarista, habría que desarrollar más la idea de un ethos social de lo inapropiable que un derecho social comunalista como lo piensan estos autores. Un ethos del Común no depositaría su contenido, como Dardot y Laval lo afirman, en la cooperación socialista o solidaridad mediante el trabajo (Dardot y Laval, 2015, p. 446), sino en la desactivación del derecho a través de una praxis como forma de vida. Cuando los autores reivindican el Común en el gran taller comunalista, apelan al officium y no a la abdicatio iuris con la que se abre la posibilidad de practicar la inapropiabilidad.

Desactivado el derecho como representación universal que domina las cosas como propiedades, surge una forma de vida donde la austeridad no significa escasez o pobreza, sino vivir de lo necesario bajo el criterio de una phronēsis que se hace costumbre. La austeridad como forma de vida no es un mito, las sociedades de la abundancia que estudió Marshall Sahlins (1977) son un ejemplo de ello. También la información etnográfica que muestra Marcel Mauss en suEnsayo sobre el don (2009) es una referencia fundamental para argumentar lo que aquí se ha discutido. En los sistemas de prestaciones totales de los que habla Mauss, se encuentran, sin lugar a dudas, ejemplos de ethos del común (Mauss, 2009, pp. 72 y ss., 108 y 113).

Por esto, pensar el Común como crítica a la razón utilitarista rinde más frutos no como construcción política, sino como ethos social. Pero, basados en Cornelius Castoriadis, Dardot y Laval (2015) creen que el Común es una actividad política (praxis instituyente) donde se ponen en común las palabras y los pensamientos; lo entienden como una coactividad fundada en la cobligación cuya cualidad se encuentra en las prácticas y dicen:

Lo común es ante todo un asunto de institución y de gobierno y debe ser sostenido así por la «praxis instituyente» a lo largo del tiempo mediante la práctica que debe autorizarse o modificarse de acuerdo a dicha praxis. La praxis instituyente es, pues, una práctica de gobiernos de los comunes a través de los conflictos que les dan vida (p. 665).

El acierto de Dardot y Laval es haber llegado al principio del Común como una norma de inapropiabilidad;el error, querer dilucidar este principio en el campo del derecho y la política. Para estar mejor preparados sobre la idea de un ethos del Común como crítica antiutilitarista, habría que conocer formas concretas de vida a través de las cuales se reproduce la inapropiabilidad. Para abordar esa cuestión seriamente, sería necesario examinar, por un lado, las condiciones de lucha en que se encuentran quienes proponen un mundo más allá del Estado y el capital y, por otro lado, las prácticas que instauran las instituciones normativas que ellos han creado para escapar del dominio que sobre su existencia y sus actividades ejercen aquellos. En palabras de estos autores, “necesitamos concebir otro modelo teórico de lo común, que dé mejor cuenta de la creatividad histórica de las personas y que sea, en consecuencia, más ‘operativo’ en el plano estratégico” (Dardot y Laval, 2015, p. 258).

Economía moral: práctica normativa popular

En The Making of the English Working Class(1963/2012), a diferencia de Condition of the Working Class in England in 1844 de Engels, E. P. Thompson no siguió el argumento de que la explotación económica contra la clase obrera era la causa de la rebelión popular, sino que observó que los motines ocasionados por el alza del precio del pan, la nueva maquinaria que desplazaba al trabajador, los reclutamientos forzados, los cercamientos de praderas en Inglaterra del siglo XVIII y principios del XIX tenían un componente de naturaleza moral. Diversos motines, especialmente los motivados por el pan o por la subsistencia, estaban legitimados por principios que calificaban de inmorales los métodos con los que se hacía “subir el precio de las provisiones especulando con las necesidades de la población” (Thompson, 2012, p. 86). El descontento popular tenía su raíz en el coste del pan y no en la reducción de los salarios.

En dicha obra, Thompson denominó a estas acciones populares economía moral, pero en un sentido antiguo y paternalista. Pertenecían al derecho consuetudinario contra la especulación y el acaparamiento de provisiones, que a finales del siglo XVIII ya había sido reformado, pero se mantenía firme en las mentalidades de los pobres y de algún Lord (Thompson, 2012, p. 90).

Posteriormente, en “La economía ‘moral’ de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII” y en “La economía moral revisada”, ambos incluidos en Costumbres en común (1971/1995), Thompson amplió el concepto en un sentido más analítico. Se concentró en ejemplos de la resistencia de la gente común, contra las prácticas utilitaristas y los supuestos del mercado autorregulado que comenzaban a surtir efecto por ese entonces. Sobre el caso, el historiador británico muestra una serie de acontecimientos de la Inglaterra del siglo XVIII, los cuales permiten inferir que los usos y las costumbres populares fueron desplazados por la ofensiva de las clases dominantes para incorporar nuevas formas de relaciones sociales acorde a la sociedad del intercambio capitalista.

En esta ofensiva, la mentalidad de la gente común fue calificada de supersticiosa, falsa, extraña y perniciosa. Estos calificativos la condenaban como seres incapaces de acceder al “saber universal”. En realidad, era un ataque contra una cultura de los pobres e imponer una manera de concebir el mundo, la naturaleza y las relaciones sociales. Con la transición de las sociedades orgánicas a las relaciones capitalistas, los moralistas recomendaban, como Bernard Mandeville en Fábulas de las abejas(1714), que los pobres no accedieran a la educación, pues, de lo contrario, entre más conocimiento hubiera en la cabeza de “un Pastor, un Labrador o cualquier otro Campesino, así como de las cosas que son Extrañas a su Trabajo o Empleo, menos apto será pasar por las Fatigas y Penalidades del mismo con Alegría y Contento” (citado en Thompson, 1995, p. 16). La fórmula era perfecta: si los pobres no accedían a la educación, se orientarían por sus “costumbres”, que, en la nueva cultura, estarían descalificadas, por lo que la tarea fue filtrar la moral y el conocimiento del mundo de las clases dominantes hacia los grupos subalternos para que se limitaran a aceptar el nuevo orden.

El campo de disputa de ese momento y en ese contexto se gestó alrededor del cercamiento de tierras, la disciplina de trabajo, los mercados de granos “libres” y no regulados, que gobernantes, comerciantes y patronos quisieron imponer. En ese campo, en la Inglaterra del siglo XVIII, Thompson logra sacar a la luz una cultura tradicional rebelde que se resiste en nombre de la costumbre a las racionalizaciones e innovaciones económicas que afectarán sus vidas. Descubrió una serie de creencias, usos y costumbres asociadas con la comercialización de alimentos en tiempos de escasez, vinculadas a emociones profundas y exigencias de la gente común hacia las autoridades, por la indignación que provocaba el lucro a costa de la necesidad de la gente. Thompson denominó a esoeconomía moral de la multitud en clara diferencia de la economía moral paternalista[8].

Es cierto que “La economía moral de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII” de Thompson es una discusión contra el reduccionismo económico que presenta una imagen abreviada del hombre económico, contra la desmoralización de la economía o contra la libertad del comercio ante cualquier regulación, de la que Adam Smith fue uno de sus precursores. Pero aquí vale una aclaración: no es que el historiador sugiera “que Smith y sus colegas fuesen inmorales o no se preocuparan por el bien público. Antes bien, lo que se quiere decir es que la nueva economía política estaba libre de la intrusión de imperativos morales” (Thompson, 1995, p. 230), sin que estos hubiesen desaparecido de las prácticas de los pobres.

Lo interesante de la economía moral de la multitud es que no solo desafiaba toda economía política, sino que centraba su atención en la defensa de un sistema normativo sobre el sustento humano por una razón de peso: en el siglo XVIII, los precios altos del pan se materializaban en mortandad (Thompson, 1995, p. 290). Lo que aparecía en ese contexto (como puede suceder en la actualidad en diferentes latitudes) era que toda obligación sobre el abastecimiento para el sustento humano era incompatible con el imperativo de la ganancia y el interés privado. Pero lo más importante: el sentido común popular se rebelaba mediante juicios normativos sobre el producir, dar y recibir. Los precios altos, el agiotaje, el acaparamiento de granos, la especulación eran fuente de indignación para las clases populares de Inglaterra en el siglo XVIII, por lo que se comunicaba una obligación moral común para la protesta.  

En suma, el trabajo de Thompson demostró, al menos en el caso que estudió, que la racionalidad capitalista es contraria a las normas de la comunidad y al sentido común del sustento humano. También, que el conflicto que se generaba tenía su base no en una disputa ideológica o política, sino en un antagonismo moral. Por eso definió con más cuidado el concepto de economía moral al acercarlo con la rebelión de la multitud y no con el control paternalista de la economía. Además, Thompson comprendió que la economía moral no solo existe como creencias y prácticas sobre el comercio de alimentos en tiempos de escasez, sino como ideas y acciones normativas profundas convertidas en “exigencias que la multitud hacía a las autoridades en tales crisis y la indignación provocada por el agiotaje en las situaciones de emergencia que representaban una amenaza para la vida comunicaban una obligación ‘moral’ particular de protestar” (Thompson, 1995, p. 380). Fue a ese conjunto de razón práctica que llamó economía moral de los pobres.

Rehabilitar el concepto de economía moral

Si la economía moral es un concepto que remite a una moral popular y no una economía en su sentido utilitario, entonces trata de normas, códigos y símbolos practicados por una comunidad de personas que desean vivir en libertad social. Es una praxis que viene de las clases subalternas y rivaliza con la coerción de las instituciones de Estado o de las clases dominantes para obligar a “que los nuevos poderes rindan cuentas de los efectos de sus actividades sobre los desposeídos, para sostener nuevas formas de solidaridad” (Rogan, 2017, p. 173). Esta manera de entender el concepto pasa por tratarlo en un sentido analítico. Esto es, trabajarlo en una teoría normativa de la acción cuyo contenido se deriva de prácticas morales de las clases subalternas constantemente en disputa. Con dicho concepto es posible analizar los escenarios en que se ponen en operación principios normativos contra leyes, decretos, legislaciones que amenazan la costumbre, autonomía, subsistencia y los códigos morales de los pobres.

Sin embargo, a pesar de que existe una enorme bibliografía (Chandravarkar, 1994; Daston, 1995; Götz, 2015; Sandbrook y Cohen, 1976; Scott, 1976; Stansell, 1987; Tomlinson, 2011; Wilentz, 1984; Womack, 1969) que muestra la influencia que tuvo el concepto de Thompson, considero que la idea de economía moral aún no se ha desarrollado a cabalidad, por lo que es preciso rehabilitar el concepto, en especial, en su potencial analítico y político contra el utilitarismo.

Se trataría de no limitarlo al uso que le proporcionó Thompson. El logro de este ya es una herencia de método: observar y estudiar las luchas populares en un nivel normativo o moral. Sin embargo, el concepto no puede quedar como una patente de Thompson, ni como un término que solo se puede aplicar a la tensión entre formas de vida tradicionales y las del mercado moderno (Götz, 2015, p. 147).

Existen diferentes maneras de abordar el concepto para su rehabilitación[9]. De hecho, antes de Thompson, economistas, religiosos y reformadores del siglo XVIII, así como socialistas de la primera mitad del siglo XIX usaban el término de diferentes maneras, pero sobre todo con un significado ético (Götz, 2015, pp. 150-151). El único antecedente que Thompson reconoce es el usado por la sociedad paternalista para quienes las normas y obligaciones morales remiten a un comportamiento correcto dentro del legítimo orden social. A este concepto fue el que opuso su economía moral de la multitud.

Si nos quedásemos con la versión de Thompson, el concepto de economía moral no podría generalizarse a otras regiones fuera del contexto europeo del siglo XVIII. Además, estaría limitado a una cuestión de la vida material humana. Para quitarle esta camisa de fuerza, se requiere ampliar la mirada de lo moral del término y aclarar la noción de subsistencia, esto es, del supuesto económico del concepto.

Para lograr esto, propongo recurrir a la propuesta de Karl Polanyi(1994, p. 59) de reconsiderar en su totalidad el problema del sustento material de los seres humanos y al gran trabajo de Marcel Mauss (2009) sobre el don. Ambos evitan identificar fenómenos económicos con fenómenos de mercado y concebir el trabajo humano en sentido utilitario. En ellos, la concepción de la vida humana no se limita a los incentivos materiales para ser y hacer; tiene diversos motivos para la acción: motivos religiosos, de honor, estéticos, de costumbre, políticos o morales (Polanyi, 1994, p. 84; Mauss, 2009).

La economía que contiene el concepto de economía moral es significativa, trata del sustento humano y no de la escasez. La pregunta que se desprende de aquí no es cómo ser “racional” ante la escasez, sino cómo debemos elegir lo moralmente justo, bueno o correcto para el intercambio de bienes y prestaciones (Mauss, 2009, p. 234). Se entiende economía en un sentido sustantivo y no formal (medios-fines):“La economía substantiva debe considerarse a dos niveles: al de la interacción entre el hombre y su entorno y al de la institucionalización de ese proceso” (Polanyi, 1994, p. 104). De esta manera, la economía no es una esfera autónoma de la determinada comunidad, sino una manera de integrar a esta última a partir de la reciprocidad, redistribución e intercambio. La relación entre los humanos y el entorno supone un proceso normativo, una institución moral. No es abstracta, sino que es resultado de prácticas y deliberaciones siempre en tensión. Esto quiere decir que no existe un contenido definido a priori, sino que se gesta en la práctica social.

Por lo que toca al término moral, es necesario ampliar esta dimensión normativa de la acción. Corresponde a la evaluación del sistema de normas y obligaciones que construye determinado grupo de personas, a partir de ciertos principios de bien, justicia, dignidad o reconocimiento (Fassin, 2009, p. 1243). Exploró esta dimensión James C. Scott en The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in Southeast Asia (1976). Scott enfatiza el contenido moral de la ética de la subsistencia de los campesinos del Sudeste Asiático, quienes cuestionan violaciones a sus nociones de justicia, derechos, obligaciones y reciprocidad. La idea central de Scott es que, viviendo al filo de la marginalidad y las inclemencias del clima, los campesinos y sus familias tienen poco margen para calcular o maximizar su utilidad en términos de la racionalidad neoclásica (Scott, 1976, p. 4). No son radicalmente igualitarios, sino que buscan obtener recursos para poder vivir en el interior de sus aldeas o comunidades de manera colectiva. Se trata de asegurar la subsistencia, de ahí deriva una moral que aplica de manera simbólica para quienes están incluidos.

La economía moral de esta ética de la subsistencia tendría que verse como una protesta contra la introducción del trabajo asalariado o los ingresos derivados de un salario mínimo. Scott plantea que la explotación en términos de un robo al plusvalor producido es menos escandalosa que el desplazamiento de formas de subsistencia tradicionales. La lógica de la ética de subsistencia que observó Scott en el sudeste de Asia se relacionaba con las elecciones y valores de los campesinos. Esto es así porque este tipo de instituciones creadas en la base de las relaciones sociales minimizan el riesgo en condiciones de precariedad y al mismo tiempo representan una protesta moral contra la sociedad colonial en la que viven (Scott, 1976, p. 55).

A Scott le interesaron las estrategias de resistencia más que los estallidos de violencia. Esta es la primera diferencia con E. P. Thompson. La segunda es que, al reintroducir las valores en el concepto de economía moral, estos devienen en el elemento central. Ahí aparece la evaluación moral que se gesta a partir de los sentimientos de lo que se considera injusto (Fassin, 2009, p.1249) cuando las expectativas sobre el respeto, lealtad y reconocimiento social son transgredidas. Sin embargo, aunque la disputa central ya no es el precio de los cereales, en el análisis de Scott sigue presente la perspectiva de las sociedades duales: sociedades que no conocen el mercado utilitarista se ven presionadas por la economía liberal[10] (Fassin, 2009, p.1250).

Para salir de este dualismo en el que se ha arrinconado al concepto de economía moral, habría que ampliar la mirada en la dimensión moral de este. Un comportamiento político, jurídico o ético puede comprenderse a la luz de la economía moral. Esta segunda dimensión remite a una disputa moral como la que muestra el Colectivo Rosa Bonheur(2013) en el caso de Roubaix, antiguo bastión de la industria textil francesa situado en el eje Lille-Roubaix-Tourcoing, cerca de la frontera con Bélgica, donde, en las últimas décadas, la desindustrialización, la privatización de las formas de gestión social del riesgo y las lógicas securitarias han generado una exclusión de las clases populares. En este contexto, tales sectores de esta población han construido estrategias de subsistencia, en una lucha cotidiana por una recualificación material y simbólica. En su trabajo, dicho colectivo despliega la dimensión moral del concepto de economía moral a partir de lo que se disputa en relaciones de dominación donde se encuadran procesos de subjetivación y las negociaciones entre los actores sociales en torno a las normas que regulan la vida social (Colectivo Rosa Bonheur, 2013, p. 462).

En este tenor, para motivar el ejercicio de rehabilitar el concepto de economía moral en su dimensión moral, sin recurrir ya a la herencia puntual de Thompson ni a los abordajes dualistas antes mencionados, mostraré un caso en el contexto del México contemporáneo.

Un caso mexicano de economía moral

En la ciudad de Hermosillo, Sonora, México, el 5 de junio de 2009 se incendió una estancia infantil. En dicho incendio murieron 25 niños y 24 niñas y 70 más sufrieron lesiones graves. El nombre de la estancia era Guardería ABC[11]. El terrible acontecimiento mostró que la corrupción y la cadena de favores entre las élites locales y funcionarios del gobierno mexicano en todos sus niveles eran cosa común. Desde las irregularidades en los procedimientos para otorgar licencias para el negocio de guarderías a grupos cercanos al poder político hasta la defensa y ocultamiento de los responsables del horrendo homicidio por parte de las autoridades de todos los niveles del Estado pusieron al descubierto las contradicciones de clase invisibilizadas durante décadas en esa región del norte del país, y gestaron una de las luchas sociales contra la subordinación moral y política más significativa en el México contemporáneo. Hasta el momento, no existen responsables juzgados ni un proceso de justicia del cual las víctimas (madres, padres, familiares y lesionados) resultasen beneficiados.

En efecto, no fueron las instituciones del Estado quienes, después de ocurridos los hechos, apelaron a una noción de justicia cuyo contenido se vinculaba con los derechos de los niños y niñas, la reivindicación ética del derecho a la vida, la integridad, el desarrollo de la infancia y la estima social de las trabajadoras, además de la exigencia de castigo a los responsables. Fue una pluralidad de personas que, a los primeros días de la tragedia, comenzaron a congregarse y autoconvocarse en la plaza pública de Hermosillo, Emiliana de Zubeldía.

Fue en esa plaza donde nació el Movimiento Ciudadano por la Justicia 5 de Junio. Lo integraron algunas madres y padres de las víctimas y ciudadanos de la más amplia pluralidad. Aparte de las movilizaciones y protestas para exigir castigo a los responsables, una legislación nacional sobre estancias infantiles, asegurar los derechos de los niños, indemnización a los lesionados y sus familias, entre otras demandas, el movimiento construyó un contenido moral en sus prácticas y discursos con el que le disputó al Estado y a las clases dominantes de la región una idea de justicia.

El Estado y sus aliados trabajaron día y noche para reducir el potencial de la protesta, limitando el eco de la acción colectiva-comunicativa del movimiento. La prensa bajaba el nivel de intensidad de la noticia, la Iglesia católica llamaba a sus fieles a vivir cada quien su duelo, el gobierno local ofrecía indemnizaciones y terapia psicológica a la misma hora en que se realizaba la asamblea de los indignados y el Estado mexicano practicaba el “tortuguismo” en los procesos judiciales.

Frente a esta estrategia material, el movimiento imaginó una acción simbólica que bien podríamos llamar economía moral. Realizó una serie de juicios ciudadanos contra los presuntos culpables del incendio de la Guardería ABC. Los juicios tenían un claro mensaje: además de un reproche moral a los involucrados en el hecho, se erigía una evaluación crítica de la justicia en México, esto es, su objetivo era señalar las fallas de las instituciones mexicanas en materia de justicia y trabajar por corregirlas.

A pesar de que los juicios no serían vinculantes en términos jurídicos, ofrecerían elementos para una formación ciudadana y un aprendizaje social sobre lo que debería entenderse por justicia. La responsabilidad, reciprocidad, don y reconocimiento eran los valores que daban contenido a estos juicios. Nada tenían que ver con actitudes de linchamiento, de venganza o de suplir a las autoridades legalmente encargadas de los juicios penales. De hecho, en ninguno de los juicios participaron las madres o padres de las víctimas como juez o jurado; antes bien, respetando los principios más básicos de la justicia, como la imparcialidad, plantearon que en los juicios se trataría con igualdad de derechos y respeto a las personas imputadas como regularmente se hace en un juicio formal.

El primer juicio se llevó a cabo el 5 de marzo de 2010 en la explanada del Museo y Biblioteca de la Universidad de Sonora, ubicada en la ciudad de Hermosillo. Tanto el cargo de juez como los de secretario, fiscal, defensor y jurado estaban integrados por ciudadanos de diversos sectores de la localidad, quienes previamente se habían inscrito para participar en dicho proceso. En él, mediante una racionalidad jurídica y moral, se acusó y se declaró culpables a los dueños de la Guardería ABC por tráfico de influencias y gozar de impunidad en la subrogación del servicio de guarderías aprovechándose de sus vínculos con la familia del presidente de la República y del gobernador de la entidad, además de fraude contra el Estado al no atender las recomendaciones de las autoridades para garantizar la seguridad a los doscientos menores que asistían a la guardería (Ortega, 2013).

Las sentencias tuvieron un verdadero contenido de justicia restaurativa o de justicia como virtud. Se trataba de que parte de los responsables reconocieran sus actos, con los que habían agraviado no solo a cuarenta y nueve niños y niñas fallecidos en la guardería, sino a sus familias y la comunidad de Hermosillo. Se les otorgó una oportunidad para que participaran en la terapéutica social necesaria en casos tan traumáticos como estos. La sentencia consistió en celebrar un acto de conciliación mediante el cual los dueños de la guardería pedirían públicamente perdón el día 5 de junio de 2010 a las 14.45 horas, en el lugar en donde estuvo ubicada la Guardería ABC. También, quedarían inhabilitados de por vida para tener una estancia infantil y custodia de niños por sí mismos o por interpósita persona y cubrir el monto del capital defraudado a los derechohabientes durante los años que estuvieron subrogando la guardería, además de atender personalmente a los niños que han quedado lesionados y a sus familiares. En caso de no cumplir con las sanciones impuestas por la asamblea ciudadana, quedarían inhabilitados para sus derechos políticos y para estar inscritos en cualquier nómina de las instituciones del Estado ya sea a nivel municipal, estatal o federal[12].

Este primer juicio, aunque fue un ejercicio simbólico, como lo fueron también los otros dos[13], tuvo elementos para constituirse como un aprendizaje social en virtud de que con él se evaluó de manera crítica a las instituciones del Estado mexicano por “realizar acciones que benefician al empresario poseedor de los bienes de capital sin respeto a los derechos de los mexicanos”, además de que perfiló el rumbo del sistema de justicia en México, orientado, en este caso, al cuidado y reconocimiento efectivo de los derechos de la infancia resumidos en el lema “ABC nunca más”.

En el último juicio, se declaró culpable al Estado mexicano y se sentenció en términos de una justicia como virtud con el propósito de buscar la restauración de las relaciones personales y comunitarias deterioradas por el incendio de la Guardería ABC, el cual se debió en buena medida a lo que hizo y dejó de hacer el Estado y sus instituciones. La sentencia exigió que el Estado mexicano debía(a) modificar el esquema de subrogación de guarderías violatorio de la Constitución; (b) impulsar políticas públicas en los tres niveles de gobierno para la protección de los infantes y jóvenes; (c)observar y proteger los derechos de los niños en la primera infancia; (d) desahogar con prontitud los juicios a servidores públicos sujetos a proceso y ampliar acción penal según las denuncias; (e) ofrecer una auténtica disculpa pública a las víctimas, familiares y sociedad en general por agravios derivados del incendio en la Guardería ABC; (f) trabajar para garantizar la no repetición de este tipo de tragedias; (g) dotar de atención de por vida a infantes afectados por el incendio; y g) construir unmonumento conmemorativo para honrar la memoria de los niños y niñas víctimas del incendio de la guardería.

Estos actos pueden concebirse como prácticas de una moral popular cuyas normas, códigos y símbolos son creados por una comunidad de personas que desean vivir en libertad social. Es una praxis que viene de las clases subalternas y rivaliza con la imposición de sistemas normativos estatales que atenta con los valores de la responsabilidad, el reconocimiento y la reciprocidad. Devienen de un sentimiento de injusticia y de agravio social y exigen el sustento de la vida en un sentido no material, sino moral.

El ejercicio de los juicios del Movimiento Ciudadano por la Justicia 5 de Junio amplió el horizonte de la libertad negativa propio de las sociedades liberales modernas, las cuales limitan la idea de justicia a los derechos individuales. Lo hizo, sobre todo, al cuestionar que las instancias judiciales del Estado mexicano querían circunscribir la responsabilidad sobre el caso de la Guardería ABC solo a individuos y no a entes estatales y sus respectivos representantes. Esto es, los juicios iban más allá del simple señalamiento judicial a individuos que tendrían que asumir sus responsabilidades derivadas de las decisiones tomadas. Planteaban más bien que las instancias desde donde se enmarcaron las intenciones y motivos del obrar de los sujetos se inscriben en un marco institucional, en este caso, estatal, el cual, en vez de cumplir con la obligación de mantener el vínculo intersubjetivo entre las personas para la realización colectiva de sus vidas, entregó al capital económico el destino de cuarenta y nueveniños y niñas y la salud vital de sus familias. Estos juicios fueron a todas luces una economía moral o una práctica moral antiutilitarista.

Además, este movimiento logró abrirse a otras fuentes del derecho con las que fue posible la evaluación moral de ciertas relaciones sociales en México y proyectar algunas bases para la construcción de instituciones de convivencia justas. La idea de reconstruir formas éticas de comportamiento que ayuden a la formación de una voluntad común y democrática estaba sin duda en el contenido y práctica de esta economía moral.

Con estos actos simbólicos de resistencia, el movimiento tomó fortaleza en su insubordinación moral y política para contener la infraestructura con que el Estado y la oligarquía de Hermosillo intentaban frenar la movilización y el apoyo popular hacia la exigencia de justicia. Con su arte de la resistencia, el Movimiento Ciudadano por la Justicia 5 de Junio había construido un contenido material de la justicia a través de una estructura de palabras, oraciones escritas expresadas en discursos y prácticas con las que defendía su exigencia de justicia y su crítica social al sistema político y económico de México. Sus acciones podrían considerarse un caso de economía moral por el reclamo de restituir un sustento moral de la vida, la cual fue mancillada por las prácticas del poder estatal.

La idea de reconocimiento en Axel Honneth

Así como la doctrina del mercado autorregulado, el contractualismo es una doctrina utilitarista a la que la filosofía política moderna recurre para explicarsela fuente de la socialización humana. Ahí nació la idea del derecho natural moderno, la noción de Estado como poder político y su legitimación. El supuesto antropológico del contractualismo es, como decía Marx, una “robinsonada” porque entiende la sociedad como producto de un pacto original entre individuos cuyo único interés es la autoconservación. La lucha por la supervivencia sería la base de dicho pacto. Este supuesto utilitarista legitima la necesidad del Estado, instancia que monopoliza legítimamente la violencia y por ende es la raíz del fundamento de la autoridad y la obediencia.

Contra estos principios, hacia el atardecer del siglo XX, Axel Honneth escribió La lucha por el reconocimiento (1997). En ella, el concepto de derecho natural de los iusnaturalistas se puso en duda. Argumentó que este parte de determinaciones ficticias de la naturaleza humana porque el modelo mental del contractualismo supone premisas que difícilmente pueden verificarse en los comportamientos reales de los seres humanos. Por ejemplo, el pensar en acciones individuales de las personas y dejar de lado lo que constituye a estas: la vida en común.

Para construir su obra, Honneth vuelve a las lecturas del joven Hegel para entender mejor la relación intersubjetiva social[14].Sugirió al lado de Hegel que el conflicto que se suscita entre los individuos no es producto de su autoconservación física, sino del reconocimiento subjetivo de las dimensiones de la individualidad humana. En Hegel, Honneth (1997, pp. 29 y 36) encuentra una nueva idea de socialidad descentrada del principio iusnaturalista de la lucha de todos contra todos, sobre todo al imputar a los conflictos sociales una especie de potencial de aprendizaje práctico moral.

Honneth se interesó en el concepto de eticidad (Sittlichkeit) hegeliana, entendido como el reconocimiento mutuo de los actores que ven realizadas sus propias metas en las de los demás. Sin duda, como lo han hecho notar algunos autores, el término castellano de eticidad está lejos de expresar lo que Hegel planteó como Sittlichkeit en su Filosofía del derecho. Pero, tratando de mantener su significado original, habrá que oponerlo a las perspectivas kantianas de moralidad (Amengual Coll, 2001, pp. 377-378; Hegel, 1821/2005, p. 113; Negro Pavón, 1982, p. 27), para entenderlo más como normas y usos establecidos racionalmente por una comunidad que fomentan la convivencia (Flores Miller, 2014, p. 219; Gandler, 2009, pp. 86-87; Leyva, 2014, p. 342; Rendón Alarcón, 2008, p. 78; Taylor, 2014, p. 162). La Sittlichkeit, podríamos decir, es una construcción, un logro de quienes ven en sus propias metas la vida de los demás, como lo fue en las polis griegas (Taylor, 2014, p. 165).

A partir de esta noción, Axel Honneth piensa que el idealismo hegeliano sobre una comunidad moral, en tanto que secuencia escalonada de una lucha por el reconocimiento, solo podría actualizarse desde una perspectiva de una teoría social llena de contenido normativo (Honneth, 1997, p. 88). Como bien se sabe, Honneth (1997) discute que las fuentes motivacionales de la confrontación socialprovienen de una lucha por el reconocimiento, es decir, de una lucha moral contra cualquier forma de menosprecio; y, para armar su aparato teórico (pp. 90 y 93), vincula la filosofía del derecho de Hegel al trabajo de psicología social de George Herbert Mead.

El trabajo de Axel Honneth brinda pistas para contrarrestar el utilitarismo en ciencias sociales. Sin embargo, su análisis todavía está en un nivel histórico-crítico, esto es, su planteamiento perfila rutas para entender las convicciones axiológicas y la cultura cívica de los sujetos quienes reclaman reconocimiento en la trama de la vida social y, con ello, postulan una ética para la convivencia alterna a la de los sistemas normativos hegemónicos, pero sin vincularlo aún con alguna investigación empírica.

A pesar de esto, su actualización de la idea del reconocimiento de Hegel permite vínculos con horizontes disciplinarios no filosóficos, como la sociología, antropología, psicología u otras ciencias sociales. Es verdad que Jürgen Habermas, Paul Ricoeur, Nancy Fraser y Charles Taylor se han preocupado de dicha actualización en sus estudios y que existe además una lectura ontológico-social sobre el reconocimiento en los trabajos de Robert B. Brandom, Terry Pinkard y Robert B. Pippin, y, en la ética aplicada contemporánea, un ejercicio sobre el respeto y la autonomía de las personas en contextos de desigualdad social (Siep, 2014). Sin embargo, solo en el trabajo de Honneth se encuentra una filosofía práctica desde la cual se puede vincular una reflexión normativa con las acciones morales de una comunidad histórica determinada.

Reconocimiento y reconstrucción normativa de la sociedad

Una manera de potenciar el concepto de reconocimiento es vincularlo con un trabajo etnográfico que recoja de manera empírica ciertas experiencias de reclamo de justicia y con una estrategia metodológica que articule las intenciones normativas de los agraviados en una teoría social. Un programa de investigación de esta naturaleza plantearía el problema que sugiere Honneth (2011, p. 57): ¿cómo tienen que ser planteadas las categorías de una teoría social para que, después de todo, sean capaces de descifrar formas de moralidad empíricamente operantes?

Para responder a esta pregunta, en su trabajo de filosofía social, Honneth propuso un camino que denominó reconstrucción normativa. Debe entenderse por ella un procedimiento que intenta implementar las intenciones normativas de una teoría de la justicia, a través de una crítica teoría de la sociedad, en formas de moralidad empíricas. Para ello toma directamente los valores justificados inmanentemente en las instituciones como guía de la elaboración y la clasificación del material empírico (Honneth, 2014, p. 19). El camino que propone permite construir indicadores de menosprecio que alerten sobre las bases de la injusticia y su corrección, porque la humillación y el desprecio siempre están latentes y presentes donde existen instituciones, Estado o gobierno. Por eso, para Honneth, retomar la intención hegeliana de esbozar una teoría de la justicia a partir de los requisitos morales de las sociedades actuales pasa por concebir instituciones de reconocimiento que generen un comportamiento normado que capacita a los actores a entenderse mutuamente[15].

Para iniciar su tarea de la reconstrucción normativa, Honneth (2014, pp. 171 y ss.) presenta las características de las sociedades que él denomina democráticas liberales, las cuales han desarrollado condiciones de justicia (reconocimiento) a través de la esfera institucional de las relaciones personales, de la acción de la economía de mercado y la esfera institucional de la vida pública-política. Con respecto a la primera característica, en Occidente, dice Honneth, se desarrollaron formas de intimidad y privacidad (amistad, matrimonio, familia) que forman un tipo de fermento muy elemental de toda eticidad. En la amistad existe una relación social sin coerción, de confianza y con reciprocidad, lo que podría constituir reconocimiento. El problema es que solo es una relación de dos.

En la familia, prosigue Honneth, la experiencia del hijo implica un tercero que participa en las relaciones sociales y es a la vez un desafío para la esfera del reconocimiento mutuo fijado por normas institucionalizadas. Si el “nosotros” se hace más patente en ella, se obliga a transformar las relaciones familiares patriarcales en democráticas u horizontales, lo que aparece como una experiencia de eticidad. Entonces, la familia contemporánea, aunque con fragilidad, puede ofrecer un laboratorio de aprendizajes de reconocimiento a través de los ensayos de interacción democrática y cooperativa de sus miembros. Sin embargo, existe un límite: estas experiencias solo pueden tener un arraigo institucional si existen condiciones socioeconómicas para que florezcan. Otro obstáculo se observa en las actuales instituciones basadas en el liberalismo político; estas dejan al margen esta posibilidad al tratar a la familia solo como una condición dada en la naturaleza (Honneth, 2014, p. 231).

Sobre la economía de mercado, Honneth cuestiona que, en dicha esfera, las relaciones sociales tengan su origen en estrategias individuales para acrecentar la utilidad de los individuos en sus deseos privados. Desde ahí, parece poco probable que salga algún elemento para la eticidad. Antes bien reconoce que con ella se presentaron deterioros en la vida social. Para Honneth, la promesa de mejora para todos es una alquimia en esta esfera porque socava las condiciones del reconocimiento. Una salida pudiese ser la existencia de un funcionamiento normativo más exigente en el que los implicados admitirían tales relaciones de mercado, siempre y cuando exista una aprobación moral de todos los participantes (Honneth, 2014, p. 243). Pero sigue sin respuesta la pregunta sobre cuáles serían los valores que limitarían los sistemas de intercambio capitalista y cómo funcionaría. Para colmo, el sistema de mercado ni siquiera permite a una gran parte de la población el ejercicio de la promesa de la libertad negativa (Honneth, 2014, p. 296).

Como puede observarse, Honneth (2014, p. 341) sitúa el núcleo de su reconstrucción normativa en la lucha por la voluntad democrática surgida en la sociedad europea del siglo XIX, especialmente aquella que abanderó la construcción de la institución de la vida público-política. Piensa que esta lucha por la libertad podría apuntalar el caso de las otras dos esferas debido a que encarna no solo una libertad individual y confía que en ella están puestos fundamentos para las obligaciones sociales.

De esta manera, Honneth reconstruye normativamente el tema de la opinión pública como parte de la evolución de la esfera de la vida público-política del siglo XIX en dos dimensiones: modificación de los espacios de comunicación políticos y el crecimiento de la tecnología de los medios (Honneth, 2014, p. 350). Por tal motivo, para el autor, la eticidad del siglo XIX puede ser reconstruida tanto en su nivel teórico y tecnológico mediante garantías jurídicas para la construcción de la opinión y la voluntad informada y el desarrollo de una cultura política de la solidaridad que reoriente los procesos de individualización hacia formas sociales de reciprocidad y reconocimiento. La esfera de la construcción de la voluntad democrática debe guiar a las otras (la esfera íntima y la economía de mercado) porque las relaciones de estas no alcanzan por sí solas a terminar la labor del aprendizaje que se requiere para lograr la conciencia del reconocimiento y la reciprocidad social.

Así, Honneth termina amparando toda su discusión sobre la reconstrucción normativa en el Estado de derecho democrático entendido como la realización estatal de la libertad social. Con esto no se refiere a una cuestión plebiscitaria ni representativa, sino a una realización de la opinión y la voluntad pública que demanda bajo formas normativas programas sociales que se traducen en proyectos legislativos o jurídicos (Honneth, 2014, p. 408). Es decir, no es solo el Estado constitucional que basa su atención normativa en requisitos jurídicos, sino un Estado democrático que toma en cuenta componentes no jurídicos para la realización de la justicia social: reconocimiento, respeto y estima social.

A mi manera de ver, Honneth tiene un déficit en el contenido histórico de su reconstrucción normativa. Primero, su idea de reconstrucción de la voluntad democrática está limitada a los Estados europeos y a las sociedades liberales. Aunque reconoce que se pueden idealizar las prácticas sociales endilgadas a los hombres (las mujeres no eran tomadas en cuenta) europeos del siglo XIX, apuesta por su contenido. Además, como no aclara con precisión que tal voluntad democrática ya se gestaba desde el siglo XVIII en las tabernas “plebeyas” y en las barricadas de las luchas callejeras (Honneth, 2014, pp. 348 y 349), deja la impresión de que lo democrático surgió en el pensamiento liberal.

Segundo, es cierto que también cuestiona la distorsión que generó la libertad moral de dicha voluntad democrática, sobre todo cuando se interpreta en ella la autonomía personal solo en categorías de lo correcto y de obligaciones antes bien de dirimir sobre la vida buena, pero no menciona con firmeza que tal distorsión sistémica es la base de las relaciones capitalistas. Por ejemplo, en su análisis de las esferas de acción de “las sociedades democráticas liberales”, llama a la esfera de la acción capitalista simplemente economía de mercado. Con ello se limita a reconocer que en dicha esfera laspatologías surgen cuando los individuos entienden mal el significado de las prácticas institucionalizadas de reconocimiento, por lo que las obligaciones frente a otros pierden fuerza.

Pero los mecanismos y dinámicas de la injusticia no son una simple distorsión de las relaciones morales de los actores sociales quienes se encuentran en las distintas esferas de la reproducción social, son plataformas establecidas sistémicamente por el capitalismo actual. Las patologías sociales o las dinámicas de desprecio que generan sufrimiento tienen una base estructural en el modo de producción imperante.

Diagnosticar patologías sociales

Por tal motivo, para abonar a las ciencias sociales con el concepto antiutilitarista del reconocimiento, hay que dar un paso con Honneth e ir más allá de él. Para realizar esto, partamos de una tesis: en las actuales formas de reproducción capitalista, los sujetos, más que prosperar, sufren. El principal lugar del sufrimiento es el cuerpo y se expresa en la salud: depresión, enfermedades del corazón, ansiedad, diabetes,estrés, hipertensión, baja autoestima, muerte. Esta afirmación viene de un diagnóstico social que observa patologías en las actuales sociedades capitalistas del desprecio, la competencia, el éxito y el intercambio (Marmot, 2004, p. 25; Pickett, 2009, p. 43; Wilkinson, 2005).

La teoría del reconocimiento de Axel Honneth puede ser capaz de diagnosticar patologías dentro del capitalismo y plantear una teoría normativa para la acción, si se cumplen dos condiciones. Primero,se debe superar el contenido histórico de su reconstrucción normativa porque esta solo pretende corregir el individualismo en las relaciones institucionales del capitalismo, por lo que con ello se olvida la raíz del sufrimiento de injusticia. Segundo, su teoría crítica debe trabajar al lado de un cuerpo de saberes empíricos, como los de la epidemiología, la sociología o la antropología social, con los cuales no solo justifique el conocimiento de los diagnósticos de patologías, sino que ponga en operación el potencial de la teoría del reconocimiento en contextos más amplios no limitados a “sociedades bien ordenadas” o “liberales y democráticas”.

De esta manera, todos los estudios empíricos que analizan, miden y comparan las desigualdades de individuos en el interior de una nación o entre países, las normas institucionales, las prácticas políticas, las pautas de interacción social, las experiencias de los agraviados y los efectos en la vida social podrían vincularse con una teoría crítica que ofrezca los argumentos normativos con los cuales se podrían evaluar los resultados de los estudios empíricos, de tal manera que estos sean interpretados a la luz de los mecanismos y dinámicas que justifican el sistema capitalista, y con ello abrir de nuevo el horizonte al cambio social.

Con esto, a partir de los diagnósticos de patologías sociales en las sociedades del intercambio capitalista, el horizonte de una reconstrucción normativa no tendría por qué limitarse a una sociedad “democrático-liberal” donde el máximo valor es la vida pública. Si en la mayoría de las actuales sociedades impera, sin lugar a duda, la distanciación, exclusión, jerarquización y explotación, las cuales no son simples distorsiones de la vida social, sino mecanismos bien definidos en la estructura institucional de la sociedad cuya racionalidad tiene, como característica principal, la generalización de la competencia como norma de conducta y la empresa como modelo de subjetivación, la reconstrucción normativa que propone Honneth es limitada.

En la redefinición del concepto de reconocimiento, hay que ir con Honneth y más allá de Honneth. Se trata de avanzar en la reactualización del reconocimiento hegeliano desplegando los potenciales teóricos y metodológicos del concepto en campos disciplinarios como la sociología o la antropología, convirtiéndose con ello, en un auténtico programa de investigación antiutilitarista[16].

La convivencialidad como concepto normativo

Iván Illich vivió en México entre 1960 y los primeros años de la década de 1970. Ahí gestó las ideas que luego publicaría como La convivencialidad (2006). Como él mismo lo dijo, tomóel término de Brillat-Savarin (1882), quien lo usó en un sentido de convivialité o convivialidad derivada del placer sincero y amigable del comer (pp. 149 y 150).

En los últimos años, este concepto ha sido retomado (Magnelli, 2020, pp. 11 y ss.). En 2011 aparecieron en forma de libros los debates entre Alain Caillé, Serge Latouche y Patrick Viveret sobre lo que denominaron convivialismo (Caillé, 2011;Caillé et al., 2011). Fruto de este debate, en 2013 apareció el Manifiesto Convivialista, y, en 2020, el Segundo Manifiesto Convivialista. Con este concepto se nombra a doctrinas, sabidurías o filosofías, actuales y antiguas, seculares o religiosas, con las que se construyen principios que permitan a los seres humanos cooperar entre sí, bajo la conciencia de la finitud de la naturaleza y una preocupación compartida por el cuidado del mundo. Según sus autores, es el arte de vivir juntos bajo cinco principios(Internationale Convivialiste, 2020, pp. 41 y ss.):

  1. Principio de naturalidad común: los humanos no viven fuera de una naturaleza de la que se hacen “dueños y poseedores”.
  2. Principio de humanidad común, bajo el cual se respeta las diferencias de cada persona.
  3. Principio de socialidad común, que reconoce las diferentes formas de vida colectiva.
  4. Principio de individuación legítima, el cual permite a cada persona desarrollar sus capacidades singulares.
  5. Principio de oposición creativa: se acepta el disenso, pero dentro de los anteriores principios.

Ahora bien, aunque existen estos abordajes, el término de convivialidad no solo es polisémico (Papi, 2012), sinoque hay diferentes maneras de trabajarlo. Por ejemplo, en mi caso, reconozco que Illich usa el término convivialidad, pero considero que, para la reestructuración de conceptos que aquí se propone, vale la pena utilizar mejor la palabra convivencialidad, tal como lo hicieron los traductores al español de su obra. Mi argumento es que esta diferencia ayuda a distinguir el contenido que Illich construyó de dicho concepto, al significarlo no solo en su aspecto amistoso o virtuoso de las relaciones humanas, como lo hacen quienes lanzaron los dos manifiestos convivialistas, sino al enfatizar con él la autonomía de una sociedad. Primera diferencia con respecto a los manifiestos convivialistas. A continuación, desarrollo el argumento dicho anteriormente.

Como bien se sabe, Illich (2006) planteó la siguiente hipótesis:

existen características técnicas en los medios de producción que hacen imposible su control en un proceso político. Sólo una sociedad que acepte la necesidad de escoger un techo común de ciertas dimensiones técnicas en sus medios de producción tiene alternativas políticas (p. 369).

El techo común del que hablaba Illich tiene una base normativa. Para lograrlo, se requiere establecer una serie de criterios morales con los que se evaluarían las dimensiones técnicas de una sociedad. Por ello su crítica a la razón industrial y a la metamorfosis de las profesiones que esta engendra y alimenta debe entenderse a partir de este supuesto.

Para comprender mejor lo que aquí se expone, es fundamental que la crítica de Illich se entienda como la construcción de un debate normativo sobre cómo podríamos gestionar convivencialmente nuestra existencia. No debería leerse como un manifiesto antimoderno contra la ciencia y las innovaciones tecnológicas o a favor de algún tipo de gobierno específico.

Aunque su crítica sí va dirigida contra el modo de producción capitalista, no defiende y promueve el comunismo o el socialismo ni tampoco alguna utopía determinada en la cabeza del filósofo ni un tipo de organización social basada en algún proyecto político. Los manifiestos convivialistas se declaran antineoliberales y sí promueven una utopía. Segunda diferencia con ellos.

Podríamos decir que las tesis de Illich son todo un programa antiutilitarista, esto es, un programa de investigación que cuestiona el supuesto del interés utilitario como base de la acción humana y propone superarlo. Illich critica la mentalidad industrial, la cual sostiene que el único modo instrumental de transformar productivamente el mundo es la lógica de la ventaja material o la maximización de los intereses particulares a partir de las relaciones medios-fines.

Pero Iván Illich no fue el único que criticó la mentalidad industrial y sus efectos materiales. Antes que él, Herbert Marcuse (1968, p. 51) llamaba la atención sobre los efectos de la racionalidad industrial[17], especialmente la coordinación y manipulación total de esta, la cual generaba pérdida de autonomía, libertad e iniciativa personal en las sociedades donde se desarrollaba. La estandarización de prácticas, deseos y necesidades industriales, decía Marcuse (1968, p. 52), contiene el cambio social e integra políticamente a los individuos de manera unidimensional. Sin embargo, a diferencia de Illich, Marcuse (1968, pp. 86 y 89) no propuso una reducción de la productividad, sino una redirección de esta en la sociedad opulenta porque para él la libertad podría localizarse en el mismo mundo del trabajo técnico.

Pienso que la crítica de Illich es más radical que la de Marcuse. Esto no quiere decir que sea más verdadera, sino que profundiza en la raíz de la destrucción ambiental y, sobre todo, el tipo de persona que engendra la sociedad industrial: mano de obra especializada, consumidores dóciles y usuarios-clientes resignados (Illich, 2006, p. 371). Además, considero que sus tesis aún no se han operativizado, pero tampoco han sido invalidadas. Siguen siendo un robusto programa de investigación que espera ser reactivado. Las siguientes líneas quieren ser una motivación para poner en operación este programa antiutilitarista a través del concepto de convivencialidad.

Lo primero que habría que destacar del programa de investigación de Iván Illich (2006) son sus dos dimensiones que lo componen, a saber, una analítica y otra política. Ambas corresponden a su hipótesis planteada. La dimensión analítica se propone probar que “existen características técnicas en los medios de producción que hacen imposible su control en un proceso político”. De manera indirecta, este desafío ha sido confirmado en parte por las diferentes comunidades científicas que estudian la evolución del medio ambiente, la ecología y la contaminación del planeta[18].

La segunda deviene en una dimensión normativa al afirmar que “sólo una sociedad que acepte la necesidad de escoger un techo común de ciertas dimensiones técnicas en sus medios de producción tiene alternativas políticas”. En esta dimensión no se trata de probar nada, sino de discutir de manera argumentada la necesidad de construir un techo común para la gestión de la existencia humana. Se trata de un debate que propone reconocer los límites del crecimiento económico bajo la premisa: “cuando una labor con herramientas sobrepasa un umbral definido por la escala ad hoc, se vuelve contra su fin, amenazando luego destruir el cuerpo social en su totalidad” (Illich, 2006, p. 372). Esta dimensión política representa un desafío mucho mayor que la analítica porque no depende de un estudio académico, sino de la creación de herramientas convivenciales.

Pero, en el programa antiutilitarista de Illich, ambas dimensiones importan porque no están separadas. Por ello, en los dos apartados que siguen,abono a cada una de estas dimensiones en unidad. Planteo no un desarrollo completo de la hipótesis o su confirmación, sino un esbozo de algunos elementos analíticos y políticos con los que podría reactivarse el programa de investigación de la convivencialidad. Son apuntes sobre la importancia que tendría la crítica al crecimiento económico como mito-motor de la mentalidad industrial y el desarrollo de reflexiones morales sobre la convivencialidad.

Contra el mito-motor del crecimiento económico y la escasez

El pensamiento utilitarista es apologeta del crecimiento económico, y su motor conceptual: la escasez. La introyección en las sociedades actuales del deseo de satisfacer necesidades infinitas hace posible las retóricas del crecimiento económico y la máxima explotación de la vida. A pesar de que hasta los economistas convencionales cuestionan el mito del crecimiento económico, este no ha dejado de triunfar[19]. Por ejemplo, con datos de 1820 a 2012, un economista muestra como ningún país de los llamados desarrollados ha logrado un incremento de la producción por habitante superior al 1,5%. Esto lo lleva a afirmar que es una ilusión creer que se logrará un crecimiento del 3 o 4% anual (Pikkety, 2014, p. 111). La cuestión es que cualquiera que sea la naturaleza del capital (tierras, inmobiliario, industria, capital financiero), el propietario de este consume y acumula sin trabajar, lo que representa una desventaja para quien vive de sus ingresos del esfuerzo del trabajo. Esto deviene no solo en desigualdades económicas, sino también en prácticas utilitaristas nocivas que se multiplican al desear los sueños del crecimiento económico.

¿Cómo entender la mala fama que tiene ya el crecimiento no solo entre los ecologistas y ambientalistas, sino incluso en economistas famosos? Si seguimos las tesis de Illich y los hechos del mundo actual, en el fondo de la sociedad industrial o ahora postindustrial o globalizada, veremos que la escasez sigue siendo el mito-motor del crecimiento. Esto es lo que permite que las herramientas que se generan en nuestras sociedades posean solo dimensiones técnicas y no éticas. Por ejemplo, la herramienta de productividad no tiene un techo o límite establecido por alguna herramienta convivencial, sino que se presenta de manera infinita. Por ser este tipo de orientación social un peligro inminente para la especie humana y para toda la vida en el planeta, debe ser cuestionado.

Marshall Sahlins (1977) puso en evidencia el mito-motor de la mentalidad industrial cuando acuñó el término “sociedades de la abundancia” para comprender la gestión de la existencia de los cazadores recolectores de Australia y África. Para estos, “las necesidades materiales humanas son finitas y escasas y los medios técnicos, inalterables pero por regla general adecuados” (Sahlins, 1977, p. 14). Sin embargo, durante décadas la economía comenzó a estudiarlos bajo la idea sombría de economía de subsistencia: recursos escasos, tiempo libre limitado, demanda incesante de alimentos, ausencia de excedente económico, máximo de energía por parte del mayor número de personas, y creó el mito-motor del crecimiento y la productividad económica a partir de la idea de que los bienes siempre son escasos.Para Sahlins (1977),esta sombría visión tradicional de la situación de los cazadores recolectores, además de ser un prejuicio, es extrantropológica y corresponde a una apreciación ideológica que dio paso al principio que rige las modernas sociedades, sean estas capitalistas o comunistas: “la aplicación de medios insuficientes frente a fines alternativos para obtener la mayor satisfacción posible en determinadas circunstancias” (pp. 15, 16 y 17).

Frente a estos prejuicios, el trabajo antropológico demostró que las sociedades de la abundancia tienen un grado de satisfacción alto, derivado de la consecución de alimentos, tiempo libre y el desprecio de las pertenencias causado por su movimiento constante (Sahlins, 1977, pp. 24 y 27). Como la movilidad y la propiedad son incompatibles, en las sociedades de la abundancia los impulsos del tener nunca se institucionalizaron, a diferencia de Occidente, donde el tener es una institución jurídica llamada propiedad.

Para su discusión, Sahlins se sirve de los datos reunidos por la American-Australian Scientific Expedition to Arnhem Land en 1948 y varios estudios de la caza, recolección y alimentación publicados más tarde, como el de McCarthy y McArthur (1960) y Hiatt (1965). Sobre el caso de África, en los estudios de J. C. Woodburn (1968) sobre los hadza, aparecen las mismas prácticas de la abundancia como en los aborígenes australianos. Los hadza, dice Sahlins (1977), se preocupan más por el juego que por la caza: “En especial durante la larga estación seca pasan la mayor parte de los días en el juego, tal vez sólo para perder las flechas con punta de metal que en otras oportunidades necesitan para la caza mayor” (p. 40).

En estas sociedades, se observa la obtención de alimento sin esfuerzos excesivos, y sus costes laborales son incluso menores que el de los agricultores filipinos del tipo neolítico, cuyo promedio de trabajo es de tres horas y veinte minutos por día sin contar otras actividades de subsistencia. Según los datos recabados por Sahlins, los cazadores y recolectores no trabajan más de dos horas diarias, y la abundancia no solo está relacionada con la disminución de los costes laborales, sino con la satisfacción alimenticia.

El contraste con Occidente es drástico, sobre todo porque en esta civilización, a pesar de todo el poder tecnológico existente, el hambre es una institución (Sahlins, 1977, p. 51). Lo mismo pasa con la pobreza, en Occidente esta ya es toda una institución:

La población más primitiva del mundo tenía escasas posesiones, pero no era pobre. La pobreza no es una determinada y pequeña cantidad de cosas, ni es sólo una relación entre medios y fines; es sobre todo una relación entre personas. La pobreza es un estado social. Y como tal es un invento de la civilización (Sahlins, 1977, p. 52).

Una de las líneas por reactivar en el programa de investigación de Illich sería abonar con más evidencias la manera en que la cultura industrial erigió un altar a lo inalcanzable: las necesidades infinitas (Sahlins, 1977, p. 53). Esto permitiría observar con más precisión las causas de la adicción por explotar al máximo la naturaleza y a temer a un enemigo común: la escasez. Ayudaría a probar la dimensión analítica de la hipótesis de Illich a través de demostrar cómo la satisfacción de necesidades infinitas en medio de la escasez (economía) definió el tipo de organización social, jurídica y política que hoy tenemos, así como sus consecuencias. Además, abriría una línea de investigación histórica que ofreciera datos sobre cómo otros modos de producción, como el comunismo y el socialismo de Estado, siguieron los patrones de la mentalidad industrial, pues, cuando existieron, hablaron el mismo idioma que el capitalismo (Illich, 2006, p. 400) y alimentaron, cada cual a su manera, el mito-motor del crecimiento económico.

Reactivar el debate sobre las herramientas convivenciales

La tesis de Illich es clara: señala que existen umbrales que no deben rebasarse. Es una tesis moral en la que la noción de austeridad engloba la alegría y la amistad al evaluar las herramientas que se gestan en determinado modo de producción. Es una tesis que invita a construir una herramienta particular: la convivencialidad. Lo convivencial de una sociedad es la capacidad de sus miembros para determinar de manera normativa los umbrales nocivos de cualquier herramienta (bicicleta, destornillador, motor, automóvil, televisión, minas, escuela, hospital, leyes, fábricas, internet). Entonces, si convivencial es la sociedad en la que las personas controlan sus herramientas, cualquiera de estas, creada en esta perspectiva, tendría que tener un criterio para determinar los umbrales nocivos.

Cuando Iván Illich escribió su texto, las energías utópicas parecían mucho más activas que hoy. Actualmente, el pensamiento social está impregnado de pesimismo o de desorientación teórica derivada del posmodernismo. Desde esta perspectiva, el panorama del siglo XXI se dibuja terrible: guerras interminables, contaminación planetaria, desigualdades en aumento, estados de excepción, control generalizado, pandemias globales, terrorismo, crimen organizado y catástrofes múltiples.

Frente a los efectos de la desorientación teórica que fortalece las prácticas utilitaristas, reactivar el debate iniciado por Illich se torna urgente si queremos contribuir a potenciar la dimensión moral de su hipótesis que dice: “sólo una sociedad que acepte la necesidad de escoger un techo común de ciertas dimensiones técnicas en sus medios de producción tiene alternativas políticas” (Illich, 2006, p. 369). En su programa de investigación, Illich delineó las bases prácticas de ese techo común. A continuación, presento algunas de estas al lado de una reflexión propia con la finalidad de motivar la redefinición del concepto de convivencialidad.

  1. Desconfiar de los especialistas

Las profesiones generan expertos. Los profesionistas desarrollan habilidades técnicas más que actitudes éticas. Esta es la razón por la que un experto no sabe de umbrales o límites de las herramientas. Por lo regular es adoctrinado en el ideal del progreso; habla como un intoxicado del mercado y la industria. Las profesiones no generan convivencialidad porque atentan contra la autonomía de las personas y su creatividad.

  1. Subvertir la escolarización

La escuela impone saberes y prácticas. Certifica el valor de cada persona en el mercado, por ello genera desigualdad, segregación social y divide el mundo entre exitosos y los fracasados. La escuela no procura ni potencia el reconocimiento (amor, estima, solidaridad) ni desarrolla la capacidad de cada quien para moldear su porvenir.

c)         Construir gramáticas morales

El derecho y las normas sociales vigentes no siempre orientan las decisiones y la acción de las personas hacia una vida lograda. Las razones y las prácticas de los valores de la equidad, la autonomía creadora, la viabilidad y la justicia (gramáticas morales) creadas por la gente común son parte imprescindible para construir herramientas convivenciales.

d)         Poner fin al trabajo

Trabajar es tripaliare, esto es ‘torturar’. El trabajo supone siempre una relación subordinada: que una persona imponga a otra un deseo o un fin. En la sociedad industrial, el trabajo es más nocivo por el estado mental que subyace en él: ganar tiempo, reducir el espacio, aumentar la energía, multiplicar los bienes, prolongar la vida humana y satisfacer los deseos infinitamente. Esta mentalidad destruye las economías morales, las bases del reconocimiento, las normas del común y deja sin posibilidad el imaginar y crear la convivencialidad.

e)         Contra el consumo obligatorio

La estratificación o el estatus social promueve los valores capitalistas: competencia y consumo. Estos valores presionan la voluntad y las acciones de los sujetos para insertarse de manera sumisa en el mercado realmente existente: la escuela, la fábrica, el supermercado, la institución pública o privada, todas estas herramientas industriales. Así, se aprende a valorar la jerarquía y la disciplina como un bien de consumo.

f)         Promover la práctica social de lo que es público (la democracia)

Pensar por cuenta propia, sin restricciones ni cercos coercitivos para la expresión públicaes el núcleo de la democracia como herramienta convivencial. En ella la autonomía es el principio rector porque lo que se va a construir democráticamente siempre es indeterminable. En esta práctica social no existe la representación, porque esta es una figura ficticia de la política profesional. Solo así podría entenderse esta herramienta convivencial que construye juicios y decisiones autoinstituyentes y autolimitantes.

Este techo común de la dimensión moral de la hipótesis de Illich(2006, p. 401) invita a descubrir y crear herramientas para la convivencialidad, pero jamás poseerlas o monopolizarlas. Esta es la razón por la que los profesionistas o expertos no tendrían razón de ser en una sociedad convivencial. Como las herramientas convivenciales no se conciben como instrumentos burocráticos para detener la corrupción, corregir políticas públicas o como programas políticos para apropiarse de los medios de producción y cambiar sistemas políticos, aquellos no se necesitan. Crear herramientas convivenciales es imaginar y crear otro mundo social.

Pero no habría que ser ingenuos cuando reflexionamos todo esto. Iván Illich nunca dudó de que, de ser posible una transición a una sociedad convivencial, ello traería sufrimientos y sacrificios. No solo por la resistencia de los adictos a los objetos de la industria de masas y de los apologetas del crecimiento económico, sino también por los sentimientos y emociones que generarían la sobriedad y la falta de mercancías a la mano.

Entonces, las herramientas convivenciales no conducen a un modelo ejemplar de sociedad. Es un tipo de práctica social que pondría límites al mito-motor del crecimiento y a los efectos nocivos de la sociedad industrial. Estos límites no son reglas que puedan aplicarse mecánicamente, “sino indicadores de la acción política concerniente a todo lo que se debe evitar. Son criterios de detección de una amenaza que permiten a cada uno hacer valer su propia libertad” (Illich, 2006, p. 399).

La sociedad convivencial no puede existir como unidad homogénea, ha existido y existe de muchas maneras. Pienso en el pasado, en la Comuna de París, en las diversas mutualistas y cooperativas del siglo XIX o en la Cuba del periodo especial (Muíño, 2017, p. 17). En el presente, pienso en el estado de Kerala en la India, señalado como el lugar con un mayor índice de desarrollo humano; en Ladakh, región india al oeste del Tíbet, donde la sociedad compleja vive sin herramientas modernas (Norberg-Hodge, 1991);o en el actual confederacionalismo kurdo y su lucha por la autodeterminación. En América Latina, pienso en todas las personas que luchan por la vía campesina para la soberanía alimentaria, en la Universidad de la Tierra en Oaxaca y Chiapas, a donde se va a aprender a aprender: aprender a comer, sanar y habitar, sin necesidad de profesores o títulos.

Entonces, un programa de investigación como el de Illich podría establecer marcos analíticos y políticos para conocer mejor las diferentes formas de la convivencialidad en el mundo. Para lograrlo, habría que expresarse en un lenguaje común, contra todo tecnicismo de los expertos, y generar un ethos que modifique las relaciones sociales jerárquicas y competitivas que se practican en los actuales centros de ciencia e investigación. Este sería un prerrequisito para cualquier intento de rehabilitar el concepto de convivencialidad.

Palabras finales

El artículo se concentró en esbozar algunas ampliaciones del trabajo analítico y político que Pierre Dardot y Christian Laval, E. P. Thompson, Axel Honneth e Iván Ilich realizaron con sus conceptos aquí denominados antiutilitaristas. La intención fue abonar a la reestructuración de las ciencias sociales en el espíritu forjado por la Comisión Gulbenkian a partir de desplegar de manera crítica el contenido de los conceptos de Común, economía moral, reconocimiento y convivencialidad. Cada concepto es utilizado por sus autores en clara oposición a las versiones utilitaristas en filosofía y en ciencias sociales, pero lo central de este trabajo no es la descripción de ello, sino la discusión de las distintas formas de rehabilitarlos y reestructurarlos más allá del uso de los autores.

El concepto de Común prosigue el debate contra la divulgación de la tragedia de los comunes, la cual afirma que la cooperación entre seres racionales es imposible. Su ampliación en este trabajo consistió en enfatizar el elemento normativo del concepto al discutir que no es un derecho el que surge de las prácticas del Común, sino una experiencia de descubrimiento: una relación con el mundo en cuanto inapropiable desde la que se podría construir un ethos que termine con el fetiche de la propiedad.

La noción de economía moral es un concepto que remite a una moral popular y no a una economía en su sentido utilitario. Permite estudiar las prácticas normativas que vienen de las clases subalternas que rivalizan con la coerción de las instituciones del Estado o de las clases dominantes. El ejercicio sobre este concepto consistió en ampliar la dimensión moral del término correspondiente a la evaluación del sistema de normas y obligaciones que construye determinado grupo de personas a partir de ciertos principios de bien, justicia, dignidad o reconocimiento. En este apartado, presenté un caso en el contexto del México contemporáneo, para materializar el ejercicio teórico.

El concepto de reconocimiento brinda pistas para contrarrestar el utilitarismo en ciencias sociales. Sin embargo, en la versión de Honneth, todavía está en un nivel histórico-crítico. Su planteamiento perfila rutas para entender las convicciones axiológicas y la cultura cívica de los sujetos, quienes reclaman reconocimiento en la trama de la vida social y, con ello, postulan una ética para la convivencia diferente a la de los sistemas normativos hegemónicos, pero sin vincularlo aún con alguna investigación empírica. La propuesta aquí presentada planteó relacionar un trabajo etnográfico sobre experiencias de reclamo de justicia y una estrategia metodológica que articule las intenciones normativas de los agraviados en una teoría social.

Las tesis que subyacen en el concepto de convivencialidad de Iván Illich aún no se han operativizado, pero tampoco han sido invalidadas. Esto demuestra que son un robusto programa de investigación que espera ser reactivado. La propuesta aquí presentada enfatizó las dos dimensiones (analítica y política) de la hipótesis de Illich, con lo que podría rehabilitarse el programa de investigación de la convivencialidad, a saber, la crítica al crecimiento económico como mito-motor de la mentalidad industrial y el desarrollo de herramientas convivenciales.  

La reestructuración de las ciencias sociales pasa por revisar los conceptos con los que se interpretan los fenómenos políticos, culturales, económicos o morales de la vida humana. En ciencias sociales, todo concepto es un instrumento analítico, pero también político, con el que se pone en marcha tal interpretación. Atender este asunto es esencial a la hora no solo de cuestionar el alcance cognitivo de determinado concepto, sino al momento de contrastar su compromiso filosófico.

Es justo reconocer que esto último es una herencia de Marcel Mauss (2009), quien enfatizó que los estudios que hacemos “no sólo echan luz sobre nuestra moral y no sólo ayudan a orientar nuestro ideal”, sino también ayudan a vislumbrar “mejores procedimientos de gestión aplicables en nuestras sociedades” (p. 239).

Estoy seguro de que mi trabajo presenta imprecisiones y que algunos de sus argumentos son debatibles o refutables. Pienso que este hecho es una virtud y no un defecto, pues no propongo un modelo ni tampoco una respuesta definitiva a los problemas conceptuales de las ciencias sociales. Otra vez, en esto el espíritu de Mauss me guía, me basta con tener la convicción de que, siguiendo esta ruta crítica, encontraremos numerosos hechos que confirmen nuestras hipótesis y anhelos.


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[1] Ver Ermakoff (2017).

[2]“La expresión ‘la tragedia de los comunes’ [de Hardin] ha llegado a simbolizar la degradación del ambiente que puede esperarse siempre, cuando muchos individuos utilizan simultáneamente un recurso escaso(Ostrom, 2015, p. 36). Pero Hardin no es original en esta idea. Aristóteles antes que él observó que “lo que es común para la mayoría es de hecho objeto del menor cuidado” (Ostrom, 2015, p. 37). Además, “la fábula de Hardin no alcanza pues a concebir la existencia de una ‘economía moral’ —de acuerdo con las palabras de Edward P. Thompson— que rija las reglas consuetudinarias de uso de los comunes, lo cual es un contrasentido fundamental desde el punto de vista histórico” (Dardot y Laval, 2015, p. 168).

[3] Sigo la idea de institución de Ostrom, la cual supone que los individuos organizan actividades repetitivas bajo normas que tienen efectos en ellos y en otros.

[4] Conviene precisar que, sobre este punto, son bastantes los trabajos antiutilitaristas que se han desarrollado al respecto a partir de El ensayo del don, de Marcel Mauss (1924/2009). Por ejemplo, los desarrollados por Alain Caillé y el Movimiento Antiutilitarista en Ciencias Sociales (MAUSS). Para un abordaje general y puntual de estos últimos, ver Caillé (2007 y 2010), Magnelli (2020) y Martins (2020).

[5] A partir de ahora, utilizaré el término “Común” con mayúscula para enfatizar la discusión sobre este y diferenciarlo de otros términos, como “cosas comunes”, “bienes comunes” o “lo común” en su sentido de ‘público’.

[6] Habría que entenderla, primero, en un sentido teológico cristiano: humildad; y también en un sentido cultural y moral de una forma de vida que escapa a la institucionalización del derecho y de la economía.

[7] Los conceptos sobre la relación jurídica entre humanos y las cosas son propiedad privada, posesión, usufructo, derecho de uso (ius utendi) y uso de hecho (usus facti).

[8] Hubo quienes se quedaron con esta versión de Thompson sobre el concepto de economía moral. Por ejemplo, Nickel (1989).

[9] VerArnold (2001), Booth (1994), Fassin (2009), Svallfors (2006).

[10] Un ejemplo de este dualismo en América Latina es el estudio de Brooke (1992).

[11]Para una cronología de los hechos, verOsorno (2010) y Encinas Moreno (2014), también Torres (2020), especialmente el capítulo V.

[12]Ver Ehuitv (2010, 6 de marzo).

[13]Véase Ehuitv (2010, 6 de mayo).

[14] Una explicación sobre la lectura de Honneth del joven Hegel puede consultarse en Torres Guillén(2013).

[15]Honneth reconoce que tanto Émile Durkheim como Talcott Parsons, como sociólogos, utilizaron un procedimiento normativo cuando investigaron cómo los valores e ideales aceptados socialmente se conservan a través del ciclo de la reproducción social. Sin embargo, en su preocupación por explicar los posibles riesgos de la integración normativa, ninguno de los dos se interesó por esbozar una teoría de la justicia como lo intentó Hegel (Honneth, 2014, p. 20).

[16]Se puede consultar un ejercicio de lo señalado aquí en Torres Guillén (2020).

[17] No habrá que confundir el término industrial con industrialización. Con industrial me refiero a la mentalidad que basa su orientación y acción en una racionalidad utilitarista de medios-fines. La industrialización fue una expresión de esta mentalidad, pero fue superada por el actual advenimiento de la sociedad de servicios o la llamada economía tercerizada. Aunque hoy se hable de la existencia de una sociedad posindustrial, la mentalidad industrial no ha terminado, ni tampoco sus patologías (Cohen, 2007, pp. 38 y 39).

[18] Ante la emergencia del cambio climático, la Agencia Internacional de la Energía acepta que la concentración de recursos energéticos, en especial en industrias de fracking y gas lutita, impiden tener esperanza en cualquier mitigación significativa del carbono (Mann y Wainwright, 2018, pp. 59 y ss.).

[19] Actualmente, existe una idea del decrecimiento, en buena medida basada en las ideas de Iván Illich. Quienes la sostienen (Georgescu-Roegen, 2006; Gorz, 1979; Latouche, 2006; Ridoux, 2006) abogan por limitar el crecimiento económico a partir de disminuir la producción y uso de la energía.