El “vitalismo” de Carl Schmitt: entre Hermann Heller y Oswald Spengler[1]

Ricardo J. Laleff Ilieff*

* Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigador del CONICET en el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Docente de grado y posgrado en el área de teoría y filosofía política. Correo electrónico: ric.lal.ilie@gmail.com

Artículo recibido: 18/12/2017                Artículo aceptado: 06/02/2018

MIRÍADA. Año 10 No. 14 (2018) p. X-X

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales. (IDICSO). ISSN: 1851-9431

Resumen

El artículo parte de la consideración esgrimida por Hermann Heller en torno al supuesto carácter vitalista del pensamiento de Carl Schmitt y su consecuente vinculación con el de Oswald Spengler. A partir de allí se rastrean las implicancias interpretativas de tal adjetivación en vistas de pensar el fundamento schmittiano de lo político. Se sostiene que, a diferencia del supuesto belicismo destacado por Heller, lo que une a Spengler y a Schmitt es la común evocación de la comunidad mediante la figura del soldado prusiano. Sin embargo, en ese punto se encuentra una diferencia fundamental entre ambos pensadores que lleva a repensar la cuestión de la vida en la obra de Schmitt.

Palabras clave: Comunidad; Guerra; Prusianismo; Conservadurismo.

Abstract

The article analyses what Herman Heller judges Carl Schmitt’s vitalist thought by relating it to Oswald Spengler’s. In order to go deeper on Carl Schmitt’s political thought, there can be tracked Heller’s basis on that characterization. Whereas Heller finds a belligerent character on Schmitt’s thought, the article argues that what’s in common between Spengler and Schmitt is that they both get to the community subject by bringing up the symbol of Prussian soldier. Nevertheless, there is an essential difference between the two authors which leads Schmit to rethink life topic.

Keywords: Community; War; Prussianism; Conservatism.

Introducción

El presente trabajo tiene como eje indagar en la obra de Carl Schmitt a partir de una imputación efectuada por su contemporáneo Hermann Heller, quien lo consideró un autor vitalista y le adjudicó ser el continuador del legado de Oswald Spengler. Analizar los aspectos fundamentales de este juicio permitirá observar el lugar que ocupan la vida y la existencia en el pensamiento político schmittiano. Como se verá más adelante, Heller unió a Schmitt con Spengler destacando al supuesto belicismo de ambos como la matriz de su compartido vitalismo, el cual se encontraría en la base de sus respectivas adhesiones al fascismo europeo.

La hipótesis de lectura que será desplegada en esta comunicación retoma, y al mismo tiempo crítica, el decir de Heller. Se sostendrá que si bien la vida resulta un tópico crucial para el pensamiento schmittiano, no alcanza para catalogarlo de vitalista y para hacerlo tributario de las especulaciones spenglerianas. En consecuencia, se argumentará que el supuesto belicismo de Schmitt debe ser cabalmente sopesado y enmarcado en su perspectiva acerca de la politicidad. De todas maneras, en las próximas páginas se pondrá de relieve que es factible presumir una certera vinculación entre los autores aludidos, aunque estructurada de una forma distinta a la sugerida por el pensador socialdemócrata.

Antes de abocarse al objetivo mentado, es menester aclarar el enfoque analítico a utilizar, puesto que en el presente trabajo, al no rastrear vínculos biográficos o contactos históricos para corroborar o falsear considerandos, se recurrirá a un abordaje que asuma la tarea de pensar las implicancias teórico-políticas de la consideración helleriana en vistas de ahondar en ciertas aristas del decir schmittiano. Por esta razón es que la revisión de la perspectiva de Heller que se efectuará en el primer y segundo apartado del escrito oficiará solo de encuadre general de la reflexión, poniendo de manifiesto el surco de una pregunta importante y planteando posibles derivas analíticas a partir de ella. De modo que serán movilizados solo aquellos aspectos de los escritos de Heller que hagan al foco mismo de la interrogación sobre el supuesto cuño vitalista de las cavilaciones schmittianas. En virtud de lo dicho, resulta importante señalar los considerandos más generales en los cuales Heller cifró sus observaciones puntuales.

En el tercer apartado, la mencionada labor será completada dando paso al núcleo de la hipótesis de este artículo, el cual permite argumentar que el problema schmittiano de la vida clarifica la real importancia de la guerra y alumbra a la noción de comunidad –noción de larga tradición en el pensamiento social alemán (Álvaro, 2015; De Marinis, 2013)–. De modo que al revisar cómo Schmitt ligó la comunidad a la existencia de la unidad política y a la lógica amigo-enemigo, será posible efectuar una lectura que plantee la piedra angular de las posibles similitudes teóricas que se tejen con Spengler.

Finalmente, en el cuarto apartado, la vinculación entre Schmitt y Spengler se desplegará acabadamente al reunir las aristas evidenciadas en los apartados previos y al examinar nuevas, planteadas en sus dos secciones específicas, las cuales pondrán en movimiento los argumentos centrales de dos obras en particular, a saber: Prusianismo y socialismo, de Spengler (1984), y Estructura del Estado y derrumbamiento del Segundo Reich, de Schmitt (2006). Tal ejercicio permitirá cotejar las interpretaciones de los autores sobre el motivo por el cual Alemania fue derrotada en la Primera Guerra Mundial y observar cómo, con aspectos harto análogos, en cada obra se retoma la figura del soldado prusiano. Sin embargo, a pesar de los importantes puntos de contactos que se puedan establecer, se concluirá que la perspectiva schmittiana se aleja indefectiblemente del vitalismo spengleriano en un punto no menor que concierne, precisamente, a lo político y a su relación con la vida.

Hermann Heller y el planteamiento del problema

La sospecha del carácter vitalista del pensamiento de Schmitt fue deslizada por Heller en algunos de sus trabajos más importantes. Tal presunción colaboraba con –o quizás derivaba de– sus intenciones político-partidarias adscriptas a la social-democracia alemana. Heller persiguió la empresa de fundamentar una política de compromiso en una época en la cual las pasiones y las necesidades poco entendían de mesura. Sabía perfectamente bien que para ello debía debilitar posturas intelectuales no menos eminentes que el aura de sus enunciadores. Sus escritos avanzaban con igual determinación contra el positivismo liberal y el conservadurismo de las ciencias jurídicas. Sin embargo, en esa apuesta teórico-política, supo recuperar principios de ambas corrientes al mismo tiempo que se preocupaba por marcar desavenencias y desacuerdos con algunos de los más ilustres representantes del pensamiento jurídico de aquel entonces. Desde la mixtura de un equilibrio conceptual embarazoso buscó, por un lado, conciliar la indispensabilidad de la decisión con la construcción de un soberano a partir de las voluntades individuales y, por otro, hacer coincidir los derechos del individuo con la idea de justicia social. Asimismo, su sincretismo tomó partido en las diatribas producidas tras el cisma bernsteiniano, abogando por el establecimiento de un socialismo que conservara la maquinaria del Estado y se amalgamara con las raíces nacionales y europeas[2].

Aunque sea cierto que no quiso “democratizar” a Schmitt, Heller parece haber pretendido sí utilizar algunas de las formulaciones teóricas más reconocidas del polémico autor –allende a la democracia liberal–, lo que exigía efectuar importantes salvedades y aclaraciones teórico-políticas. Es menester recordar que tal empresa no siempre fue lograda de forma acabada, aunque puede que el motivo se debiera menos a sus (in)capacidades teóricas que a las causas político-partidarias abrazadas, pues Heller abogó tanto por las costumbres parlamentarias como por la necesidad de instalar cambios sustanciales en la estructura social alemana; todo ello a partir de una sobreestimación de la posibilidad de alcanzar consensos de amplio espectro en el marco de urgencias sociales notorias.

De manera que, en los difíciles años de entreguerras, Heller lejos estuvo de sostener una postura como la schmittiana; postura que, desde la aparición de Teología política de Schmitt, en 1922, procuró establecer un poder decisor en la cúspide del Estado para combatir el peligro rojo. Aun así, Heller recuperó a la figura de la decisión y la resignificó como parte de una apuesta democrática-parlamentaria. En consecuencia, entendió por decisión aquella prerrogativa constitucional que emanaba de los individuos. La decisión mentada por Schmitt, en cambio, exigía algo que los defensores de Weimar aborrecían y buscaban extirpar. Para ellos, el liderazgo personalista formaba parte de un problema de la política alemana, pues había ya en su historia demasiados mesías y salvadores providenciales. Por eso Heller apostaba a reemplazar la tendencia de la cultura política de su comunidad por el accionar racional de los partidos. Lo que es menester recordar es que estos no querían canalizar los conflictos mediante las instituciones del régimen, sino dar unilateralmente las respuestas a las preguntas más acuciantes de la coyuntura[3].

Intuitivo frente a una época desconcertante; legitimador de un ordenamiento que pretendía erigirse en la bisagra decisiva entre un mundo en plena disolución, y otro, con más proyecciones valorativas que indicios certeros; Heller fue testigo de cómo la República de Weimar vaciló y fue despezada por posiciones férreas y centrífugas. Atravesado por aciertos y derrotas, por luces y sombras, sus escritos resultan fructíferos para pensar una época y recuperar algunos rasgos de sus interpelaciones teóricas a distintos personajes de la época[4]. Sin embargo, por cuestiones de espacio, no se dirá mucho más sobre las singularidades del pensamiento helleriano y sus deudas e innovaciones interpretativas[5], solo aquello estrictamente necesario para reponer “el vitalismo” que el socialdemócrata le adjudicó a Schmitt. En este sentido, Heller indicó con particular énfasis un elemento conceptual no siempre del todo destacado en los textos de Schmitt de la segunda mitad de la década de 1920, esto es, que el origen de lo político reside en la defensa de una forma de vida estructurada una vez que la comunidad decide repeler o conjurar a sus posibles acechadores.

Heller, sin embargo, no avanzó mucho más sobre esa línea, solo la destacó a los fines de mostrar la deriva de ese vitalismo y la supuesta contradicción que producía con el propio concepto de lo político, mentado por el oriundo de Plettenberg. En esa apuesta, señaló a Schmitt como el último exponente del vitalismo, vinculándolo explícitamente con Spengler. Pero, ¿realmente es posible afirmar que Schmitt era un vitalista? ¿Su obra recibió efectivamente el influjo de Spengler? Por otro lado, ¿algo tan heterogéneo como el vitalismo desemboca necesariamente en el fascismo? En este sentido, los apoyos explícitos que en algún momento de sus respectivas trayectorias, tanto Schmitt como Spengler, supieron brindarle al movimiento de Mussolini ¿se debieron a tal “corriente” de pensamiento a la cual supuestamente se adscribían?

Algunas de las respuestas a estas preguntas no podrán ser del todo desplegadas aquí. La modesta intención de este escrito consiste únicamente en analizar si efectivamente puede concebirse a Schmitt como un vitalista, y si su pensamiento se encuentra conectado, en términos conceptuales, con el de Spengler. Para ello, se comenzará con una explicitación sobre este último punto, que complejizará la respuesta acerca del primero. Se argumentará que Heller, preocupado por debatir con Schmitt, reparó en su supuesto carácter belicista sin tocar de lleno aquello que se encontraba por detrás de la pregunta schmittiana sobre lo bélico, cuestión aprehensible sobre todo en El concepto de lo político (Schmitt, 1984) y evidente en las páginas colaboracionistas de Estructura del Estado y derrumbamiento del Segundo Reich (Schmitt, 2006).

Ahora bien, aun sabiendo que por su temprano fallecimiento Heller no llegó a conocer este último trabajo de Schmitt[6], reponer sus argumentos centrales permitirá contrastar con mayores elementos su afirmación. Se podrá así ahondar en determinados puntos de contacto entre Schmitt y Spengler que tienen como piedra angular la noción alemana de comunidad [Gemeinschaft][7]. No obstante, una diferencia decisiva surge entre los autores vinculados y su perspectiva política, diferencia que reconduce la argumentación a las limitaciones últimas del planteamiento efectuado por Heller. En este sentido, se mostrará cómo el vitalismo spengleriano, que recupera a la comunidad, reside en el irracionalismo de la cultura; mientras que la óptica schmittiana señala que la defensa de la vida de la comunidad –es decir, la acción eminentemente política– concierne la puesta en marcha de una decisión racional y óptima para conservarla, lo cual llevará a sopesar cabalmente la hipótesis sugerida por Heller.

La imputación

En un artículo publicado en 1933, Heller (1996b) señaló que la problemática de estudio y la metodología de la Ciencia Política carecían de una delimitación clara, y que su ejercicio resultaba “inconcebible” (p. 96) sin los aportes de la teoría del Estado. Desde su perspectiva, dicha disciplina debía describir, explicar y criticar los fenómenos políticos, por lo que era menester desprenderse de métodos valorativos como el de Wilhelm Dilthey. Cabe señalar que la figura de este padre del historicismo y de la hermenéutica resulta sumamente significativa en el mencionado texto, en tanto a través de ella no solo se pueden aprehender mejor los posicionamientos epistemológicos de Heller, sino también comprender hasta dónde dicho autor planteó su encono hacia el vitalismo.

En lo que concierne al primer aspecto, en La ciencia política (Heller, 1996b), Dilthey aparece destacado expresamente, mientras que en relación al segundo es su ausencia la que despierta atención. Heller terminó por excluirlo de una línea vitalista que, desde su perspectiva, se había iniciado en los trabajos de Nietzsche y Bergson; continuado en los de Sorel, Pareto, Spengler y culminado en los textos de Schmitt. En cierta medida, Heller omitió lo mucho que había hecho Dilthey para el pensar sobre la “vida”. Sin embargo, la exclusión parece deberse a un motivo bien preciso: para Heller, el pensamiento de Dilthey no tocaba el nervio de la política de entreguerras como sí lo hacían otros autores, sobre todo ciertos vitalistas[8]. Por ello, Heller (1996b) despegó a Dilthey de aquellos que, con sus posicionamientos intelectuales, habían llevado a cabo una “relativización radical del pensamiento en términos de ‘vida’, introduciendo “un peligro verdaderamente serio” (p. 119).

En suma, mientras la crítica a Dilthey se enfocaba en lo metodológico, aquella dirigida contra los vitalistas implicaba un problema alrededor de la Ciencia Política más concreta; estos habían hecho del irracionalismo el centro de una apuesta política retrógrada sobre la cual la ciencia no podía hacer nada, ya que se trataba de “la sublimación de una situación vital sumamente individualizada y completamente irracional” (Heller, 1996b, p. 119). Por su parte, la reflexión epistemológica helleriana se erigía en el signo de una tentativa por encausar la realidad mediante el poder de la razón. Esto explica el motivo por el cual la Ciencia Política debía “aislar del flujo de la evolución histórica y social un conjunto inequívoco de constantes fijas” (Heller, 1996b, p. 122) al contar con la posibilidad de indicar la veracidad o falsedad de ciertas tentativas, a diferencia de la postura del “irracionalista activista” (Heller, 1996b, p. 122)[9].

Sin Dilthey en la discusión, y casi sin mención posterior de peso a Nietzsche, Bergson y Pareto; Heller prosiguió su breve escrito referenciando que las perspectivas de Sorel, Spengler y Schmitt conducían necesariamente a lo bélico. Pocas líneas después de tal aseveración, Sorel es dejado de lado por Heller; en el centro de examinación solamente quedan Spengler y Schmitt, quienes concebían la guerra como “la forma primitiva de todas las formas políticas”[10]. Cabe indicar que aun cuando el nombre de Spengler fuera relevante para su esquema de análisis, Heller deseaba ocuparse particularmente de Schmitt. Es que dicho jurista no solo era para Heller (1985b) un vitalista y un belicista, sino también el verdadero teórico del “fascismo alemán” (p. 121)[11].

En Democracia política y homogeneidad social, Heller (1996a) supo emprender una marcada recuperación de la obra schmittiana, principalmente en lo que concernía a la vinculación del Estado con la decisión y a la importancia de su defensa de la unidad política. Pero independientemente de que coincidiera con Schmitt en algunos elementos no menores –como aquel referido a que toda política debía “en caso de apuro, responder al ataque a esa unidad con la aniquilación física del atacante” (Heller, 1996a, p. 259)–, los puntos de acuerdo no hacían disminuir la profundidad de los distanciamientos explícitos. Heller (1996a) ponderó la decisión de una manera diferente a como lo hizo Schmitt, subrayando su origen en voluntades individuales que se expresan mediante el sufragio. Asimismo, rechazó la lógica amigo-enemigo propia del nacido en Plettenberg, debido a que no aprehendía “todas las acciones y motivaciones” (Heller, 1996a, p. 259) existentes en el mundo de lo político[12].

De modo que la primera divergencia con Schmitt manifestada por Heller (1996a) estribaba en las intencionalidades políticas; la segunda, en cambio, refería directamente a los límites explicativos de un concepto, mientras que la tercera –aunque derivada de la anterior– sugería una supuesta contradicción teórica que limitaba la capacidad de su teoría del Estado. El siguiente párrafo resultará ilustrativo para entender hacia dónde apuntaba Heller:

El contraste amigo-enemigo de Carl Schmitt es incapaz de darnos el sentido del Estado, porque desde el principio, en el espíritu del autor, se ha de considerar como extraño a la realidad de sentido, como un contraste puramente vital frente a un ser de índole diversa, poseedor de una esencia vital-original y negador de otra. (Heller, 1996a, p. 260)

Según Heller (1996a), esta supuesta falta de matices en el pensar schmittiano conllevaba la reducción de lo político a la lucha con un otro que no comparte la forma de vida. En consecuencia, lo político schmittiano parece ya no depender de sí mismo, es decir de lo político, dado que “el origen y la existencia de la comunidad política” (p. 260) resulta algo “eminentemente no político” (p. 260), por lo que la distinción amigo-enemigo tampoco representaría una distinción particularmente política y mucho menos la distinción política por antonomasia. Para Heller (1996a), Schmitt mismo anuló su propio intento de clarificación sobre la noción de lo político debido a lo irracional del vitalismo que se encontraba en su decir, lo cual desembocaba en un marcado belicismo de tipo fascista.

En su empresa, destinada a conservar el paradigma del soberano-individuo –constructor de la voluntad general– con el decisionismo de la autoridad institucional, Heller (1996a) desacreditó la postura de Schmitt sin mayores considerandos. La consecuencia teórica de tal movimiento interpretativo imposibilitó captar la capital relación entre vida y política que se expresa en el decir schmittiano. Reponer aquí los argumentos brindados por el oriundo de Plettenberg en torno al carácter no-belicista de su planteo, al igual que la extensa trama de su decisionismo, sería impropio. Para el argumento propuesto, basta decir que Schmitt remarcó la politicidad necesaria de los asuntos de los hombres y señaló que a todo agrupamiento le concernía la defensa de su forma de vida como condición sine qua non del ejercicio político. En suma, al menos en lo referido a este punto, los límites teóricos schmittianos no provienen del andarivel señalado por Heller (1996a).

Ahora bien, la postura helleriana encierra un acierto hermenéutico, pues pone el foco en la importancia de indagar cómo la visión schmittiana se relaciona con una forma de vida. El asunto consiste, entonces, en descifrar su real relación con lo político. ¿Concibió Schmitt la forma de vida como algo ajeno a lo político o, mejor dicho, como algo que daba lugar a lo político pero que no se encontraba ya presupuesto en él? Heller no dijo más al respecto, no continuó su reflexión en torno a este punto sumamente importante. Desde la perspectiva de estas páginas, el origen schmittiano de lo político responde a una decisión de la comunidad de darse existencia política y, por tanto, de afirmarse autónomamente frente a otros agrupamientos. Esto conduce la reflexión iniciada por Heller hacia otros lugares interpretativos.

La comunidad y lo político

En El concepto de lo político, Schmitt (1984) afirmó que la lógica protección-obediencia de Thomas Hobbes representaba la amalgama moderna que estructuraba una forma temporal de lo político. Lo visibilizado por Hobbes no era más que el dispositivo por el cual el Estado moderno funcionaba. En el mundo griego y en el medieval se habían producido otras formas de autoridad. Por ello, para Schmitt (1984b), el carácter contingente del Estado hacía impropio entender lo político a través de él. Es que en su visión, el Estado no representaba más que un artificio técnico que había posibilitado la vida en conjunto resolviendo las guerras civiles y confesionales de los siglos xvi y xvii[13]. El mencionado jurista se ocupó así de remarcar que la relación hobbesiana supo penetrar en el nervio de la política moderna[14]. Pero Schmitt (1984) no retomó explícitamente a la figura del pacto de una obra como el Leviatán, y ello no porque negara la importancia política del individuo, sino porque su noción de individuo –como se deslizará más adelante– se comprende en relación a su deber como miembros de la comunidad. De allí que en El concepto de lo político destacara la importancia de la prerrogativa que, a comienzos del siglo xx, supo adquirir el Estado al poder disponer de la vida de los individuos, algo impensable en la concepción de Hobbes.

Si en Heller lo político se articula de abajo hacia arriba –de los individuos hacia la autoridad racional-legal–, en Schmitt se gesta comunitariamente, dando lugar a una forma política que en tiempos de las masas no prescinde del individuo, sino que lo sitúa al interior de una totalidad a la que pertenece y a la que le debe obediencia con su vida. En este esquema, la autoridad soberana define en y sobre la excepción a fin de conservar la existencia de la unidad política[15].

Como ya se ha dicho, Heller hizo hincapié en el carácter belicista de la lógica amigo-enemigo sin advertir que, en el pensamiento schmittiano, el verdadero valor de lo bélico consiste en ser el momento de elucidación de lo político al mostrar los agrupamientos humanos con total nitidez. Denegada por el propio Schmitt la relación protección-obediencia como fundamento de lo político, pasa a ser resignificada como la amalgama necesaria para la puesta en marcha del dispositivo estatal, en una época atravesada por el fuero interno. Dicho de otro modo, en la guerra se verifica cómo la comunidad permanece en la Modernidad más allá del imperio de la sociedad atomizada, con base en el individuo. Para Schmitt, la unidad política vuelve a su núcleo primario en aquellos momentos en los cuales se pone en riesgo su propia existencia como todo.

Como ya se ha dicho, la defensa y estructuración de la vida de la unidad dependen de una decisión racional que busca conservarlas por medio de las mejores formas. En este marco, Schmitt reactualizó la discusión que Ferdinand Tönnies (1947) había planteado con toda claridad en su famosa obra de 1887 intitulada Comunidad y Sociedad[16]. Para Schmitt, la visión de Tönnies no remitía a un antagonismo sobre el que había que decidir, no se trataba de la defensa de lo orgánico y lo natural de la comunidad frente a lo mecánico y artificial de la sociedad, sino más bien de la correcta articulación entre ambas instancias porque la secularización, la tecnificación capitalista y la complejización social habían hecho ya su surco inclaudicable en Occidente[17].

Si realmente fueron las reservas privadas, presupuestas por el propio Hobbes, las que aniquilaron al artificio solucionador de las guerras civiles, la prerrogativa de disponer de la vida de los individuos por parte del Leviatán representó el último intento de hacer lo necesario para que aquella maquinaria –de raíz fallida pero incomparablemente útil– funcionase (Schmitt, 2004). Aquellas notorias atribuciones bélicas otorgadas a la forma política moderna en las primeras décadas del siglo xx –que resultaban representativas de una situación de totalización epocal incuestionable (LaleffIlieff, 2015b)–, hicieron que el propio Estado se desprendiese de aquello que había significado el principal mérito de Hobbes, es decir, construir la política desde el individuo, ciñéndolo a una lógica social. Tal novedosa atribución debía ser complementada por una ética para con el Estado, esto es, una ética concebida como evolución de los desarrollos de Kant y de Hegel sobre dicha materia, la cual fue presentada por el propio autor en Ética de Estado y Estado pluralista (Schmitt, 2011a).

Lo que se ha querido señalar es que la figura de la comunidad condensa los distintos puntos que explican la conexión schmittiana entre lo político y la vida y cómo, a partir de ello, es posible sopesar cabalmente el adjetivo vitalista, usado por Heller para rotular el pensamiento del polémico jurista. Con esto en mente, aquella nota al pie de El concepto de lo político (Schmitt, 1984) –que solo consta de una frase de Emil Lederer– resulta altamente sugerente y refuerza lo expresado: “el día de la movilización, la sociedad existente hasta entonces se transformó en una comunidad” (p. 41). Lo dicho podría solventarse aún más con lo expresado por el propio Schmitt en Teoría de la constitución (Schmitt, 2011b) –obra publicada un año después que El concepto de lo político, pero escrita en paralelo a él–, en donde se exhibe el pasaje por el cual la comunidad decide darse una existencia política asumiendo una forma que, en la modernidad, no es otra que la del Estado nación[18].

Como ya se ha dicho, Heller no reparó en estos elementos, más bien se ocupó de mostrar que el origen schmittiano de lo político consistía en la defensa de la vida sin repensar los problemas acuciantes que implicaban la protección de la comunidad y la organización de su politicidad[19]. No observó que el origen schmittiano de lo político resulta profundamente político aunque no natural[20], puesto que siempre se trata de la defensa de una forma específica de vida que comprende disposiciones materiales así como también valores específicos[21]. De este modo, la argumentación aquí propuesta puede valerse también de la crítica desplegada por Strauss (2010) en su famoso Comentario al trabajo schmittiano de 1927,en el cual sugirió que la defensa de lo político allí mentada no tenía que ver con el belicismo, sino más bien con la defensa de un tipo de moralidad. Por consiguiente, estos distintos aspectos denotan la importancia política que el propio Schmitt le adjudicó en su obra a los valores comunitarios, importancia que en ciertos momentos de su trayectoria se encontraba velada, mas no oculta u olvidada (LaleffIlieff, 2015a)[22].

Heller reunió algunos de los elementos adecuados para analizar estos aspectos del pensamiento schmittiano, sobre todo al conectarlos con el problema de la vida y al sugerir cierto vínculo con la obra de Spengler. Sin embargo, en la perspectiva schmittiana la guerra no es la piedra angular de los agrupamientos, tampoco responde a una mera proclama de su conservadurismo político; se trata, en verdad, de una categoría que permite clarificar el lugar central de la comunidad en sus fundamentos teórico-políticos. En consecuencia, poco tiene que ver con el irracionalismo propio del vitalismo. Lo que pudo llegar a unir teóricamente a Spengler y a Schmitt no provenía de la común adscripción a un tipo de vitalismo belicista, tampoco de las posiciones reaccionarias ligadas al fascismo. No hay que descuidar el hecho de que la vida, para Spengler, sea la del individuo o la de la civilización, poseía una connotación espontánea e irracional; en cambio, para Schmitt era la vida de la comunidad política la que resultaba nodal. Se trata de una diferencia crucial. Sin embargo, a pesar de ello, existen ciertas similitudes entre muchas de las disquisiciones teóricas spenglerianas y schmittianas. Nótese, por ejemplo, la llamativa similitud de la siguiente frase presente en El concepto de lo político (Schmitt, 1984), “lo ‘político’ no desaparecerá de este mundo debido a que un pueblo ya no tiene la fortaleza o la voluntad de mantenerse dentro del ámbito ‘político’: desaparece simplemente un pueblo débil” (p. 49), con la siguiente de Prusianismo y socialismo (Spengler, 1984):

 

Y aunque una humanidad cansada y sin alma renunciara a la guerra y a su existencia estadual como el hombre antiguo en los siglos postreros, o el hindú o el chino en la actualidad, se transformaría de conductor de guerra en objeto por el cual otros la llevarían a cabo. (p. 69).

Al respecto se podría conjeturar que se trata de una semejanza debido a un mismo clima de época –tal como podrían sugerir las críticas de ambos al parlamentarismo y a la democracia liberal[23]– o simplemente derivadas del hecho de que Schmitt haya estado atento –como casi todo lector alemán de la época– a la obra spengleriana[24]. Sin embargo, la vinculación tenía mucho más asidero, tal como lo demuestra una nueva concordancia aparecida en 1934 que le otorga, a su vez, relevancia a los recientes pasajes mencionados. En ese año, Schmitt caracterizó al soldado prusiano como el adalid de la lucha de la comunidad ante la traición burguesa manifestada durante la Primera Guerra; el mismo gesto que Spengler había desplegado una década atrás al recuperar la idea de socialismo prusiano. Claro que sobre este punto también se podría señalar que la idea de “traición” o de “puñalada por la espalda” no es de cuño spengleriano ni schmittiano, sino más bien una expresión ampliamente extendida en la Alemania de entonces, sobre todo en los círculos conservadores. Sin embargo, lo que se desea expresar es que este aspecto contextual asume una sintomática afinidad entre las resignificaciones efectuadas por dichos pensadores, lo que denota menos un común carácter belicista derivado de un mismo sustrato vitalista “fascista” que una tematización de la noción de comunidad como fundamento de la vida en conjunto, esto es, como un elemento que trasciende a la historicidad moderna pero que se mantiene en ella y que, indudablemente, puede tener connotaciones autoritarias y xenófobas. Ahora bien, lejos se está de desconocer que la categoría de comunidad también estaba ampliamente extendida en la Alemania de la época (Álvaro, 2015; Losurdo, 2003), el punto es que asume una importancia específica para este trabajo. Permite, por un lado, ir más allá del productivo juicio helleriano sobre el común belicismo de Spengler y de Schmitt y, por otro, cifra la vinculación entre los autores mencionados en una constelación conceptual que termina por distanciarlos, y coadyuva así a observar aristas no del todo apreciadas del propio pensamiento schmittiano.

El uniforme prusiano

Diez años separaron a Prusianismo y socialismo de Spengler (1984) de Estructura del Estado y derrumbamiento del Segundo Reich de Schmitt (2006). A pesar de esa distancia temporal, Spengler y Schmitt pensaron la derrota de 1918 con un gesto análogo, apropiándose del herido orgullo alemán y versionando –cada uno a su manera– aquella idea de “la puñalada por la espalda”.

Derivado de las anotaciones del primer tomo de La decadencia de Occidente (Spengler, 1993), Spengler publicó su trabajo un año después del segundo tomo de su famoso escrito con un claro tono panfletario, diferente al estilo erudito de La decadencia. Por su parte, en 1934, Schmitt desplegó un análisis bajo la forma de una crónica jurídico-política de la caída del Segundo Reich, lo que terminaría oficiando de una verdadera apología de la empresa gubernamental hitleriana que se había iniciado poniendo fin a las “zozobras” weimarianas, al dominio del parlamentarismo y a la “soberanía del burgués”. Si bien es verdad que muchos de estos tópicos ya estaban presentes en Legalidad y legitimidad (Schmitt, 2002), en el que se destacaba la necesidad de llevar a cabo una verdadera obra constitucional amparada en la tradición y en la comunidad[25], fue durante los primeros años del régimen nazi que Schmitt procuró legitimar al nuevo estado de cosas a los fines de congraciarse con él –puesto que, anteriormente, había escrito en contra del triunfante movimiento– y de autoerigirse en su gran representante teórico, algo que finalmente no ocurrió[26].

Como se verá a continuación, no es menor lo que se cifra en términos teórico-políticos detrás de la figura del soldado prusiano. Con ella, Spengler y Schmitt no solo evocaron lo propio de todo ejército –es decir la pertenencia a un mismo cuerpo, la semejanza, la igualdad, la disciplina y la entrega– sino también a una tradición prusiana de “excelencia” y de autoritarismo.

Spengler: el falso y el verdadero socialismo

Spengler ponderó a algunos hombres alemanes que se autoidentificaban como socialistas –pues, desde su óptica, efectivamente estaban a tono con el “verdadero socialismo”– mientras que denostó a los comunistas por su plena identificación con el marxismo. Los términos “prusianismo” y “socialismo” –en apariencia contradictorios– fueron reconciliados por Spengler (1984) y, al mismo tiempo, esgrimidos como crítica mordaz al intelectualismo:

Espíritu prusiano primitivo y sentimiento socialista que en la actualidad se odian con odio entre hermanos, son una misma cosa. Esto no lo enseña la literatura, sino la inexorable realidad histórica, en la que la sangre, hecha cuerpo, atropella a los meros ideales, a las frases y a las conclusiones (p. 9).

Ya en los primeros párrafos de la introducción a Prusianismo y socialismo, Spengler (1984) negó el uso del concepto de socialismo del que se valían los marxistas, aun cuando “la cuestión obrera” fuera la clave en la “lucha final de los ideales germánicos” (p. 87). Desde su óptica, Marx había sido solo “un crítico y nunca un creador”, una suerte de “padrastro del socialismo”, en tanto los principios de este no se hallan “en el papel, pues fluyen en la sangre” y “sólo la sangre viene a resolver respecto del futuro” (p. 8). De este modo, Spengler (1984) hacía gala del núcleo característico del vitalismo, esto eso, del irracionalismo y del antiintelectualismo[27].

¿Dónde residía entonces el verdadero socialismo para él? Únicamente en Alemania, pues, según sus propias palabras, “los alemanes, somos socialistas, aunque jamás nos habíamos percatado de ello” (Spengler, 1984, p. 8), mientras que los otros pueblos, aun cuando lo intentaran, “no lograrán serlo” jamás (Spengler, 1984, p. 8). De este modo, el autor ponía en el centro un desconocimiento sobre la propia raíz alemana al mismo tiempo que destacaba su singularidad. En ese marco antiintelectualista, declaró que Alemania siempre había “luchado por la victoria o el aniquilamiento” (p. 11) y no simplemente por el “triunfo o la derrota” (p. 11). Desde su perspectiva, las ideas germánicas –“que como todas las ideas verdaderas no se expresan, sino que se experimentan” (Spengler, 1984, p. 12)– supieron motivar las grandes conflagraciones de la cultura de la civilización, ya sea en la época de Martín Lutero; en el período napoleónico, con aquella “obra maestra de Estado” (Spengler, 1984, p. 12) –que fue la creación “más genuina y más pura” (Spengler, 1984, p. 12) de los alemanes–; como también en tiempos de la Primera Guerra Mundial.

Así, Spengler (1984) destacó un antagonismo histórico compuesto por un espíritu antialemán y otro profundamente alemán. En este marco, señaló que el mayor peligro provenía de parte de los propios nativos del suelo germánico, que se adscribían a lo foráneo, ya sea mediante las reivindicaciones típicas de los hombres de partido –cuya supuesta “superioridad” (Spengler, 1984, p. 15) no era más que “una concepción inglesa” (Spengler, 1984, p. 15)– o del socialismo marxista. De este modo, en la óptica spengleriana la matriz misma de la traición que Alemania “sufriría” en la Primera Guerra estaba ya planteada.

En su mencionado panfleto, Spengler criticó severamente el liberalismo y el marxismo. Con el objeto de deslegitimar esta última tendencia, caracterizó los sucesos revolucionarios de noviembre de 1918 como el producto de un “chusma encabezada por la hez literaria” (Spengler, 1984, p. 16) que se amparaba en el rótulo de socialismo, mientras el verdadero socialismo “se encontraba en lucha suprema en el frente o yacía en las fosas comunes en media Europa” (Spengler, 1984, p. 16), dado que “se había levantado en 1914 en defensa de la patria amenazada y ahora era traicionado en esta forma” (Spengler, 1984, p. 16) [28].

En consecuencia, según Spengler, el verdadero socialismo se encontraba en la sangre y no en la razón. El problema es que los alemanes no se reconocían como socialistas aun cuando lo eran profundamente. Por ello, dicho pensador señaló que el esquema de clases no era más que un invento, pues “cada alemán verdadero es un obrero” (Spengler, 1984, p. 18). El punto es que los verdaderos obreros –así como sucedía con los “verdaderos” socialistas–, no eran los marxistas. Es que frente a un socialismo falso y peligroso –a lo que habría agregar también “antialemán”–, Spengler (1984) ponderó reiteradamente uno de otro cuño, acaso el único auténtico. En este marco, elogiaba una y otra vez a August Bebel, como contrapartida a la impugnación constante a Marx. De hecho, lo señala como aquel que basó toda su obra en el “instinto inglés y no en un instinto económico humano general” (Spengler, 1984, p. 64); de allí que no haya entendido la diferencia entre “la esclavitud industrial inglesa” y la idea típicamente prusiana de ser “servidor del Estado”(Spengler, 1984, p. 91):

si Marx hubiese comprendido la razón del trabajo prusiano, de la labor por ella misma, como servicio que se presta a la colectividad y no para sí, sino como una obligación que ennoblece, sin consideración al trabajo que se ejecuta, posiblemente no habría redactado su manifiesto (Spengler, 1984, p. 94)[29].

Para Spengler, a diferencia del espíritu prusiano o del español, el inglés visualizaba al mundo “no como Estado, ni Iglesia, sino como botín” (Spengler, 1984, p. 107). La suya era, en verdad, una concepción movida por la materialidad más indigna. Según Spengler (1984), fue la visión hegemónica inglesa la que articuló un verdadero frente que supo nutrirse de los problemas internos y externos de Alemania. En consecuencia, revolución social y derrota militar se unieron por obra del espíritu inglés, por lo que “el estallido de la revolución fue al mismo tiempo la rendición del país al enemigo” (Spengler, 1984, p. 28): “en 1792 patria y revolución eran idénticos, en 1919 representaban contrastes” (Spengler, 1984, p. 28). En ese marco, “el marxismo y el socialismo, la teoría de la clase y el instinto de la comunidad” (Spengler, 1984, p. 19) se separaron definitivamente.

En Occidente imperaban distintas formas de egoísmo. Por tal razón, distinguió dos modelos de ponderación del individuo opuestos al esquema comunitario alemán: uno de ellos propulsado por Inglaterra y el otro por Francia[30]. Según el nacido en Blankenburg, el espíritu inglés le otorgaba todo el poder al individuo, incentivando “el triunfo del más fuerte” (p.23); mientras que el francés abrazaba las ideas de que “el poder no le pertenece a nadie” (p.23), pero tanto uno como el otro propugnaban una “nada de Estado” (p.23). Ello contrastaba con la máxima del espíritu alemán, que consistía en que “todo el poder pertenece a la comunidad” (p.23) y, por tanto, el “todo es soberano”(p.23); de manera que el emperador mismo no era más que “el primer servidor del Estado”(p.23), ya que “a cada uno le es asignado su puesto y obedece” (p.23), lo que termina por estructurar al verdadero socialismo, “autoritario”, “antiliberal y antidemocrático”(p. 23).

Sin embargo, para Spengler (1984), “el socialismo alemán” (p. 84) había experimentado su “mayor derrota” (p.84), ya que “el enemigo” lo había “obligado a levantar el arma contra sí mismo” (p. 84). De este modo, en 1919 la “honorabilidad” (Spengler, 1984) del país había llegado “al más bajo nivel” (p. 25) dada la capitulación de la guerra y el establecimiento de una constitución como la weimariana, marcada por los intentos revolucionarios marxistas e influenciada por el parlamentarismo anglosajón –aquel modelo en retroceso que inclusive estaba “declinando con rapidez” (p. 25) en Inglaterra–. Los creadores de la nueva república confiaron demasiado en la norma olvidando que “lo que queda estatuido en una Constitución es lo secundario” (Spengler, 1984, p.26), en tanto “lo esencial” (p. 26) es lo que “el instinto colectivo deriva de ella” (p. 26). La sentencia spengleriana resultaba, en suma, definitiva: Weimar había abjurado del prusianismo, es decir, de “la libertad en la obediencia” (Spengler, 1984, p. 44) y del “sentimiento de solidaridad” (p. 44), cuestiones ambas que lograban “la existencia en común” (p.43) y afianzaban el sacrificio del individuo “por la colectividad” (p. 43).

Asimismo, en Prusianismo y socialismo (Spengler, 1984) se puede apreciar la idea de que Alemania condensaba la situación civilizacional de Occidente. Por ello es que Spengler (1984) afirmó que había “en cada país un partido económico inglés y otro prusiano” (p. 68), es decir, un partido que favorecía al individualismo con su consecuente materialismo y otro que procuraba mantener la fidelidad con sus tradiciones y su ritmo de vida autóctonos. Por tal motivo, Alemania debía dar la batalla por la autonomía de todos esos pueblos. En esa lucha inclaudicable se encontraba en juego no “sólo el destino alemán, sino el de toda la civilización” (Spengler, 1984, p.122); de allí que esta fuera “una cuestión decisiva, no sólo para Alemania, sino para el mundo” (p. 122) y de allí también que debiera resolverse en Alemania y por Alemania “en beneficio del mundo” (p. 122). Dada esta importante misión, era menester restablecer entonces la idea de jerarquía propia del prusianismo, aquella que definía un lugar para cada uno de sus hombres y mujeres en favor de la comunidad, pues “cada uno por y para sí, es ser inglés” (Spengler, 1984, p.46) mientras que “todos por la colectividad, es ser prusiano” (p. 46).

En suma, para Spengler, el prusianismo entendía solo de servicio debido a que sus valores se encontraban amparados por aquella “ética elevada, no la del éxito sino la de la labor”. Así es que “el capitán” resultaba “preferido al teniente aunque éste sea príncipe o millonario” (Spengler, 1984, p. 49); así es que Federico Guillermo I –y no Marx– fue el primer y verdadero “socialista” (Spengler, 1984, p. 56).

Schmitt: la falsa y la verdadera constitución

A través de las díadas “gobierno-parlamento” (Schmitt, 2006, p. 1), “Estado-sociedad” (p. 1) y “soldado-burgués” (p. 1) Schmitt (2006) explicó el conflicto nodal que atravesó al Segundo Reich. Todas ellas indicaban una misma confrontación entre lo prusiano y lo burgués. Para Schmitt (2006), este antagonismo creció al interior de la propia forma política alemana, conviviendo por un tiempo y constituyéndose en la razón del desenlace acaecido con la Primera Guerra.

        En ese marco, los “éxitos insuperables” (Schmitt, 2006, p. 9) de la política exterior alemana solaparon la tarea de desgaste y dominación emprendida por el Estado constitucional burgués. Así es que el Estado del soldado fue perdiendo terreno poco a poco[31]. Desde la perspectiva schmittiana, existió un elemento que atentó contra las prerrogativas de la tradición militar-prusiana y cuyo instrumento principal fue el constitucionalismo de raigambre burguesa. A partir de allí, estableció el “conflicto a muerte por el mando” (Schmitt, 2006, p. 5) entre el “Estado-ejército y la sociedad-burguesía” (p. 5), dando lugar al “enmascaramiento” (p. 4) producido “por el dominio de dos generaciones de doctrina del Estado liberal” (p. 4), lo que había “impedido, hasta ahora, avanzar hasta la cauda más honda y verdadera de la quiebra que se produjo el año 1918” (p. 4). En ese escenario se cifraba “el núcleo de todas las problemáticas estatales internas” (Schmitt, 2006, p. 6) que había significado “el verdadero desarrollo de la enfermedad” (p. 6) sufrida a través de una “exageración envelada, mentirosa” (p. 6), que consistió en la identificación falaz del constitucionalismo con el parlamentarismo (p. 6).

Según Schmitt (2006), como respuesta al “movimiento liberal del año 1848” (p. 10), el rey alemán intentó una suerte de compromiso al procurar “unir un Estado militar y de funcionarios con un Estado constitucional burgués” (p. 10), dando lugar entonces a una estructura “dualista” (p. 10) de la forma política compuesta por el ejército como “médula del Estado prusiano” (p. 10) y el “Derecho del Estado liberal burgués”(p. 10). En consecuencia, no se trató de una “partición compensacional y funcional” ni de un “juste milieu” (Schmitt, 2006, p. 13), sino de la gestación de un abismo que puso en jaque a la misma unidad política alemana. Por lo que en dicho contexto, la apelación a una constitución no significaba límites al rey sino la “negación de las bases y repercusiones del Estado militar prusiano” (Schmitt, 2006, p. 25). Esto derivó en que el gobierno se convirtiera en parlamentario y “su ejército en un ejército del Parlamento” (p. 5), lo que significó “sucumbir a un espíritu extraño” (Schmitt, 2006, p. 3).

Erosionado lo militar –vehículo de unificación interna y de gravitación en la arena internacional–, Alemania quedó debilitada y extraña a sí misma. Los funcionarios dejaron de ser el “estamento capaz de llevar la vida del Estado y dotar de unidad política al pueblo alemán” (Schmitt, 2006, p. 11) puesto que, de extracción burguesa, la mayoría de ellos había sido educada bajo paradigmas privatistas del consejo. Se concebían así como responsables ante las normas de una constitución que no recogía la “pregunta esencial” (p. 8), a diferencia de lo enarbolado por Prusia, portadora “de una singular misión histórica fundada en el carácter marcial del Estado” (p. 12).

De este modo, cuando Guillermo I procuró extender el servicio militar obligatorio a tres años, pero recibió la férrea negativa del parlamento, que abogaba simplemente por un “ciudadano instruido militarmente” (Schmitt, 2006, p. 15). Para Schmitt (2006), ello señalaba algo más que lucha por el gobierno, en tanto se trataba del problema del “mando, formación y educación” (p. 15). El parlamentarismo burgués pretendía la construcción de un súbdito liberal sin el deber frente a su unidad[32]. Se avanzaba así de lo público a lo privado, de la primacía de lo político a lo económico, del modelo militar al industrial con la ayuda inestimable del marxismo:

Mediante la paulatina transformación hacia el súbdito liberal, se habían hecho visibles las diferencias entre tipos de personas, la diferencia de formación y posición frente a la sangre y la tierra. El trabajador alemán que avanzaba con fuerza en sus pretensiones, acrecentó la problemática. Aunque el trabajador poseía todas las cualidades militares de los alemanes, se puso con rapidez bajo el mando extranjero, Por eso él se convirtió en una eficaz herramienta del verdadera usufructuario del constitucional liberal, o sea, de la política de centro católica y de la política marxista internacional en aquella lucha contra el imperio prusiano alemán de Bismarck (Schmitt, 2006, p. 15)[33].

Sin embargo, el Estado prusiano no se quedó inerte ante el avance de lo burgués; defendió el derecho de sus soldados a seguir jurando por su bandera y por su rey y no por las normas de una constitución vacua. Asimismo, supo liberarse del “refrendo ministerial” (Schmitt, 2006, p. 16) por un tiempo –al manejar los ascensos y nombramientos de sus hombres– y sustraerse de “las repercusiones políticas del Estado constitucional liberal” (p. 16). Se trataba, no obstante, de una posición “defensiva” (Schmitt, 2006, p. 18), de una suerte de “isla que estaba casi inundada” (p.19) “cuya suerte estaba echada” (p. 19).

Si bien esta situación no se advertía en toda su magnitud por aquellas “guerras victoriosas” –como “ha conocido pocas la historia mundial” (Schmitt, 2006, p. 64)–, lo cierto es que, para él, el quiebre entre los dos principios llegaría a ser tan profundo que significaría la trágica derrota de las premisas prusianas y, con ellas, la derrota de Alemania en la guerra. Las otrora victorias en la política europea ya no podían darse en un enfrentamiento de corte mundial que exigía una férrea unión al interior de las fronteras[34], mucho menos mediante un parlamento cada vez más fortalecido, que hacía “lo posible y lo imposible para impedir la victoria” (Schmitt, 2006, p. 26). En suma, por las armas del Derecho público y constitucional, Alemania había sido derrotada, había sido traicionada.

Ahora bien, ¿qué papel cumplió el monarca en todo este proceso? Según Schmitt (2006), si bien la responsabilidad no fue de Guillermo I –quien aunque lejos de ser un genio de la política, había “comprendido la relación histórica supraindividual” (p. 27) y “oía solamente la voz de obligación hacia el Estado” (p. 27)–, sus “correctas” (p. 27) formas constitucionales no colaboraron para cambiar las relaciones de fuerzas. De manera que el Kaiser quedó cada vez más aislado de sus prerrogativas, debido al divorcio entre la jefatura militar y la política y sin “nexo de unión” con su pueblo. En tal contexto, no sirvió de nada que la gran mayoría de los alemanes estuviera “dispuesto de parte del Estado alemán del soldado” (Schmitt, 2006, p. 32), pues el constitucionalismo burgués había erosionado la lealtad para con la unidad política obligando “a todos los que querían ser fieles a la Constitución a rupturas mortales que acrecentaron la totalidad de las desuniones de la política” (Schmitt, 2006, p. 32). Como se podrá apreciar, Schmitt resaltó así el inestimable peso de la organización política en la defensa de una forma de vida.

Según dicho autor, el ejército debería haber apostado a “su derecho de conducción total, que es inherente a toda conducción política y decisión” (Schmitt, 2006, p. 33) y a no dejarse “ganar terreno” (p. 33) frente al “concepto de formación de la sociedad burguesa” p. 33) que la concebía como “la escuela de formación de la nación, solamente en contingencia de guerra” (p. 33). De modo que aquel “gran pueblo dotado de una inaudita fuerza militar, y con un ejército incomparable y una sociedad industrial avanzada” (Schmitt, 2006, p. 35), llegó a un conflicto de escala mundial con “ausencia de una auténtica conducción política” (p. 35); “Prusia no mandaba ya, y el Reich aún no lo dirigía” (p. 40). El “jefe supremo de la guerra” (Schmitt, 2006, p. 44) no tenía “posibilidad real de gobierno” (p. 44); se trataba pues, “de un Reich grande hundido por dentro debido a la situación constitucional” (p. 47).

Si bien el Estado Mayor se manifestó acertadamente en una “cuestión vital para el pueblo alemán” (Schmitt, 2006, p. 48) como lo era “la preparación para una guerra total” (p. 48), fue estéril ante “la lógica del constitucionalismo burgués” (p. 48) que “rompió desde adentro la estructura estatal del Imperio Alemán” (p. 48). En ese marco, “la disposición natural hacia un Estado verdadero se trastocó” (Schmitt, 2006, p. 52) y la capacidad de resistencia en la guerra quedó por ende triturada (p. 61).

En este momento clave para la unidad política, a la tarea de erosión burguesa se le sumó la desestabilización socialista[35]. Perdida la contienda, Schmitt destacó que Alemania quedó a merced de los hijos de la división, de aquellos que propiciaron una derrota que los benefició. Tras ella, la forma constitucional no respondió a las exigencias epocales[36]. La naciente república estaba atravesada por una contradicción nodal ya que apelaba a “un Estado popular sin contar con un ejército popular, y una democracia inerme” (Schmitt, 2006, p. 76), por lo que terminó siendo “un instrumento para el desarme y la sumisión” (p. 76). Se llamaba al hombre individuo, a la unidad sociedad y se estructuraba lo público desde lo privado. En otros términos, “se intentaba organizar un derecho al sufragio universal sin un servicio militar obligatorio general, una clase de burgueses que no prestasen un servicio general de Estado-, una monstruosidad asombrosa” (Schmitt, 2006, p. 76). Desde esta perspectiva, Weimar no era más que “un compromiso” (Schmitt, 2006, p. 76), pero uno perimido e inactual. El pluralismo fortalecido en su disputa histórica hizo “de la unidad política un producto de desechos de sus compromisos diarios” (p. 78)[37].

Para el Schmitt colaboracionista con el nazismo, la salida de esta situación no podía desarrollarse “a través de una legalidad semejante” (Schmitt, 1006, p. 84) a la weimariana, sino “de lo profundo del pueblo alemán”(p. 84), es decir, “del movimiento nacional socialista” (p. 84). En este marco, Hitler era el “mariscal general del ejército en la guerra mundial alemana” (Schmitt, 2006, p. 85) y, como “soldado alemán” (p. 85) y “soldado político” (p. 85), era apoyado “por la pretensión de totalidad de un movimiento emergente” (p. 85). En él la comunidad había depositado “todo el poder estatal del Reich” (Schmitt, 2006, p. 85) para así “dotar a Alemania de una nueva Constitución” (p. 85) que respondiera acertadamente a la pregunta sobre la forma de vida de su pueblo[38] y lo librara “de la confusión de más de cien años de constitucionalismo burgués” (p. 85), dando así “comienzo a la obra revolucionaria de una organización estatal alemana en vez de las fachadas constitucionales” (p. 85).

Consideraciones finales

En un texto como este, que recupera la noción política de comunidad, una conclusión central que se puede derivar de lo expresado es que Schmitt pensó dicha noción desde un registro de indagación eminentemente político y no cultural, a diferencia de Spengler o Heller. Sin embargo, los tres destacaron que la comunidad era, de una forma u otra, lo políticamente verdadero[39].

Como se ha visto, las fronteras de la comunidad son rígidas, el deber impuesto a la vida de un hombre por su pertenencia a ese todo debe solventarse con la posibilidad de morir por su defensa. Schmitt no estaría tan en desacuerdo con aquellas palabras finales de la obra de Spengler (1984), que remarcaban la necesidad de restablecer “la voluntad de obedecer, a fin de poder mandar, morir a fin de poder vencer” (p. 124)[40]. Pero, más que poder sugerir un acuerdo debido a cierto belicismo como lo hizo Heller, se trata de pensar qué hay detrás de la importancia de la guerra para la política. Se ha visto que en ella, para Schmitt, se condensa la finitud de todo lo existente, los límites y fundamentos de todo agrupamiento, la exigencia de subordinación y jerarquía a la que apela una visión de la socialización armónica a la que también, con sus matices evidentes, adscribió Heller. Por ello, el supuesto belicismo de Spengler y de Schmitt es, en verdad, un comunitarismo. El prusianismo de ambos encerraba la evocación a la comunidad tras el cisma de la derrota bélica, la apuesta al autoritarismo político y al disciplinamiento social.

Sin embargo, Schmitt no estaría de acuerdo con Spengler (1984) en pasajes como aquel en el cual este sostuvo que “la vida prima con respecto a la razón” (p. 101), pues “existe de por sí y para sí y por el profundo orden en que transcurre, nos es dado contemplarla y sentirla, y quizás describirla; pero no para descomponerla como buena o mala como correcta o errada, como útil o deseable” (p. 103). Para Schmitt, la vida de la comunidad necesitaba siempre de la organización pues resultaba impensable sin ella, por lo que era menester sostener un dispositivo que funcionase frente a las posibles amenazas contra su integridad.

De ahí que, para Schmitt, la forma política debe estar a la altura de la decisión de autonomía de un pueblo que quiere ser políticamente libre, caso contrario desaparece. Pero Heller no se percató de todo esto motivado, quizás, por su intento de impugnar también en el terreno de la teoría a las simpatías políticas de Schmitt. Nótese que, a diferencia de Spengler, desde la óptica schmittiana el instinto nada podía hacer en términos políticos, porque se trataba siempre de la vida de una unidad política y la vida de una unidad no se asemeja a la vida del individuo ni a la de la cultura. En consecuencia, si en el pensamiento schmittiano hay algo semejante al vitalismo, ese vitalismo es de nuevo tipo y lejos está de Spengler y del irracionalismo.

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Notas


[1] Quiero agradecer a Mandela Muniagurria por sus aportes a una versión preliminar de este escrito, así como también a Horacio Cagni por su amabilidad.

[2] Nótese la siguiente frase de Heller (1985c), cuya real importancia para este artículo será comprendida a medida que se desarrolle: “el socialismo no significa en modo alguno el fin, sino la plenitud de la comunidad nacional del pueblo por la clase, sino la destrucción de la clase por una auténtica comunidad nacional popular” (p. 163).

[3] En 1931, tras citar el trabajo de Schmitt sobre el parlamentarismo, Heller (1985b) destacó que, a diferencia de lo que este sostenía allí, la organización liberal no se encontraba en crisis. El problema de la forma política derivaba, según su criterio, en la falta del “supuesto de una comunidad de valores y de aspiraciones, base de discusión indispensable a los partidos para la libre discusión parlamentaria” (p. 24).

[4] En este sentido se destacan también sus debates con Hans Kelsen. Al respecto, véase: Dyzenhaus (1997);  Fondevila Marón (2014) y Vita (2014).

[5] Sobre distintos aspectos del pensar helleriano, se recomiendan los trabajos de: Castaño y Serini (2016); Martín (2011); Monereo (2009) y Vita (2015).

[6] De modo que esta apuesta interpretativa va en línea contraria a lo expresado por el propio Heller (1998) en 1934, cuando sostuvo que Schmitt –al igual que Sorel, Pareto y Spengler– mantuvo “el vacío de contenido” (p. 225) de lo político con su lógica amigo-enemigo; también, aunque claro está por motivos distintos, lo expresado en el presente artículo se opone al irracionalismo que Karl Löwith (2006) le adjudicó al ocasionalismo schmittiano.

[7] Asimismo, en distintas anotaciones a pie de página se dejará asentado la importancia que dicha noción tuvo también para el pensamiento helleriano.

[8] Es probable que dada la magnitud del impacto de la obra nietzscheana no se necesitara de la intervención casi paralela de Dilthey para que cobrara relevancia cierto decir sobre la vida, pero ello no quita para nada el hecho de que los trabajos de este autor no hayan sido cruciales. Dilthey insertó dicho problema de la vida en un nivel distinto al que hasta ese momento ocupaba, ligándolo además a una apuesta ambiciosa que procuraba desarrollar un método propio para las ciencias del espíritu. Resulta evidente que Heller quería indicar una suerte de tradición política que había asumido el problema de la vida de una forma reaccionaria y violenta en donde Dilthey, claro está, no aparecía adscripto.

[9] En la póstuma obra Teoría del Estado (Heller, 1998) se puede leer una crítica semejante al vitalismo. Por su parte, en Europa y el fascismo su autor también se pronunció extensamente sobre dicha corriente; destacó que resultaba “incapaz de renovar los contenidos políticos”, aunque “sí de destruirlos” (1985b, p. 45). Así, el vitalista podía acercarse por igual, con su “carácter cínico y rapaz”, al “imperialismo”, al “nacionalismo” y a “la lucha de clases” (1985b, p.45). Por ello, Heller consideraba que “todo” se reducía “en el fondo a distinguir entre vida y vida justa” (1985b, p. 45). De allí que preguntara, irónicamente, ¿“en qué creen” los vitalistas? (1985b, p. 43).

[10] Ya en La soberanía (1995) –como también lo haría años después en Europa y el fascismo–, Heller asoció a Schmitt con Sorel quien, junto a los contrarrevolucionarios monárquicos, aparecía identificado como la piedra angular de la postura schmittiana en favor de la dictadura. Para Heller (Heller, 1995), la apelación del jurista a esta institución típica de la república romana no era otra cosa que una reactualización de los viejos postulados proclives a la “soberanía del príncipe” (p.159). A pesar de esta crítica, Heller (1995) le reconoció a Schmitt haber regenerado acertadamente “el dogma de la soberanía mediante la reintegración de un sujeto de voluntad capaz de ser su titular” (p. 153); empero, le imputó no haber acertado en donde ella efectivamente debía residir.

[11] Podría pensarse que se trataba de una imputación derivada de que Heller concebía a Schmitt como su gran contrincante teórico y también político –recuérdese, por caso, el importante conflicto de 1932 acerca de la intervención al gobierno de Prusia que tuvo a ambos pensadores como abogados de cada uno de los bandos en litigio–. Cabe señalar que, si bien el oriundo de Plettenberg se había mostrado cercano al fascismo italiano (Bendersky, 1987; Galli 1996, 2011; Mehring, 2014), sus contactos con el nacionalsocialismo se producirían recién con el ascenso de Hitler a la Cancillería, ya que antes se había mostrado crítico con el movimiento nazi (Dotti, 2002). Por su parte, Spengler también apoyó abiertamente al fascismo pero, a diferencia de Schmitt, sus relaciones con el nazismo siempre fueron reconocidamente más complejas (Cagni & Massot, 1993).

[12] Sobre este punto se podría decir que poco pareció importarle a Heller la distinción que el propio Schmitt (1984) efectuó en torno a la “cotidianidad” (p. 24) de lo político –lo que sin mayores considerandos podría llamarse “la política” (p. 24)– y el concepto propiamente dicho de lo político.

[13] Cabe recordar que, en la edición definitiva de 1932 de El concepto de lo político, Schmitt (1984) decretó la muerte del Estado.

[14] Bien se podría afirmar con Leo Strauss (2010) que, en su rol de buen crítico de la modernidad, Schmitt no dejó nunca de ser un moderno.

[15] De entre los muchos trabajos que se pueden consultar sobre el decisionismo schmittiano, se recomiendan los siguientes: Arditi (2008); Böckenförde (1998); Dotti (2000); Galli (1996) y Löwith (2006).

[16] Se trata de una obra que estaba –y estaría– muy presente en el mundo alemán de la primera mitad del siglo xx. De hecho, en 1929-1939, Heller (1996c) contrapuso la “correcta” visión de Fichte y Marx a una equívoca perspectiva “histórico-sociológica del Estado” –en clara referencia a Tönnies–, en la cual “permanecen libertad y forma, individuo y comunidad en una relación de tensión eterna aunque históricamente cambiante” (p. 62). Asimismo, en el caso del decir de Heller, se podrían rastrear otros usos –aunque no del todo armónicos– del concepto comunidad, que más que licuar su centralidad la acentúan; por ejemplo, en “Estado, nación y socialdemocracia” (Heller, 1985a) y en Socialismo y nación (Heller, 1985c) la comunidad aparece como la esfera superior al individuo y se vincula con la idea de nación, sangre y suelo; mientras que en Las ideas políticas contemporáneas (Heller, 2004 [1926]) y en La soberanía (Heller, 1995) es el individuo quien articula distintas comunidades que inclusive sobrepasan las fronteras nacionales y que colaboran con la construcción de una identidad europea supraestatal. Por último, vale señalar que también Spengler se mostró sumamente interesado en los trabajos sociológicos de Tönnies (Cagni, 1989).

[17] Esto no implica una teleología en Schmitt ni mucho menos. Representa, más bien, la importancia que el registro de la historia posee en su perspectiva, tal como se ha podido observar en su distinción sobre el carácter contingente de lo estatal y sobre el carácter permanente de lo político.

[18] Para un análisis específico sobre este punto, véase: Laleff Ilieff (2014).

[19] Heller (1985b) mantuvo la idea de que la lógica amigo-enemigo tenía su origen en el irracionalismo de la vida y no en la defensa de ciertos valores. Paradójicamente, su propia postura aparecía como defensora de ciertos valores que debían guiar a la práctica política, aun cuando su discurso apelara al poder de la razón y al de la ciencia.

[20] Jorge Dotti (2014) –acaso uno de los comentaristas más importantes de Schmitt de habla castellana– admitió la presencia de esta dimensión comunitaria en el pensamiento del alemán. Dotti la consideró, no obstante, como el producto de una suerte de “dejo aristotelizante” que más que oponerse a la dimensión teológica, tiende a radicalizarla. En sus propias palabras, “esta no dilucidada ontología –digamos– politizante, pero no estatalizante no puede menguar la dignidad superior de la condición estatal y de la importancia decisiva de la decisión soberana en la configuración del pueblo de un Estado” (p. 37). Pero aquello que esa presencia “no puede” hacer es mantener el esquema teológico-político más allá del uso que el propio Schmitt le dio en algunos pasajes de su trayectoria, pues hacerlo implicaría volver a entender el Estado de una manera mucho más acorde a su carácter contingente, tal como lo hizo el propio autor en trabajos como El concepto (Schmitt, 1984) y Teoría de la constitución (Schmitt, 2011b).

[21] ¿No podría también aplicarse esta mirada al propio Heller comprendiendo todos los reparos necesarios y las especificidades evidentes? Recuérdese que, desde su óptica, no podía haber “comunidad política de aspiraciones, ni comunidad jurídica, sin una base común de valores” (Heller, 1985c, p. 173). Como si tal referencia no fuera suficiente para evidenciar tal aspecto de su decir, en su análisis sobre la emergencia del movimiento de Mussolini, Heller (1985b) remarcó que para evitar el fascismo a Italia le faltó que “el antagonismo de clases” (p. 30) estuviera “vinculado por una comunidad de valores” (p. 72).

[22] Esto conduce al problema de la mitología política en su pensamiento y a la necesidad de estudiarlo de una forma distinta a la realizada por Yves-Charles Zarka (2010), ya que si la comunidad es el fundamento de lo político, si la forma política no se gesta por una mediación sino como una construcción de la propia comunidad en vista de su conservación y si, finalmente, la vida implica una moralidad y la realización de una idea, ¿Schmitt no estaría entonces próximo a la mitología? En consecuencia, el carácter universalista de lo teológico y el particularista de lo mitológico, la humanidad frente a la nación y la imposibilidad de un imperio mundial en un pluriverso político serían algunos de los elementos que debían ser considerados para avanzar en tal empresa analítica.

[23] Críticas visibles en distintos trabajos, entre los que se destacan: Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual de Schmitt (2008 [1923]) y Años decisivos de Spengler (1962 [1933]).

[24] Lo que podría atestiguarse con una referencia a La decadencia de Occidente presente en una conferencia de Schmitt (1984) de 1929 –“La generación alemana que nos ha precedido estaba dominada por un sentido de decadencia de la civilización que se manifestó ya antes de la guerra mundial y no tuvo necesidad de esperar la ruina de 1918 y el Der Untergangdes Abendlandes de Spengler” (p. 88) y con el interés que el propio autor mostró sobre el ya referido trabajo de Cagni y Massot en torno a Spengler (Dotti, 2000). Asimismo, también es posible sospechar cierta influencia recíproca a partir del título de uno de los trabajos de dicho autor, Jahre der Entscheidung que fuera traducido de forma inexacta al español como Años decisivos (Spengler, 1962), pues claramente aparece allí retomada la categoría schmittiana de “decisión”, aunque con ciertas variaciones no menores.

[25] “El germen que encierra la segunda parte de la Constitución merece ser liberado de contradicciones internas y de vicios de compromisos y ser desarrollado de acuerdo con su lógica interna. Si se logra esto, está salvada la idea de una obra constitucional alemana. En caso contrario, pronto se acabará con las ficciones de un funcionalismo mayoritario, que permanece neutral ante los valores y ante la verdad. Entonces la verdad se vengará” (Schmitt, 2002, p. 118).

[26] Sobre la participación de Schmitt en el nacional-socialismo, véase: Beaud (1997); Bendersky (1978, 1979; 1983); Bookbinder (1981); Dotti (2002); Fijalkowski (1966); Galli (1996); Neumann (2014); Quaritsch (2016) y Zarka (2007).

[27] También las obras de otros vitalistas –como Bergson (2007) y Sorel (2005)– muestran claramente estos rasgos.

[28] Spengler (1984) señaló que los intentos de revueltas en la Alemania de entreguerras fracasaron debido a su carácter segmentado e inauténtico, puesto que la revolución debía comprender “a todo un pueblo” y esta, en verdad, ya se había efectuado en 1914 “de una forma legítima y militar” aunque “apenas perceptible” (p. 19).

[29] Asimismo, las críticas de Spengler a Marx tenían como eje al método de análisis de este –imbuido de “espíritu inglés” y de aspectos teológicos–: “el marxismo denota en cada frase, que proviene de una mente religiosa y no de un raciocinio político. Su teoría económica es consecuencia de un sentimiento ético fundamental y la comprensión materialista de la historia constituye el capítulo final de una filosofía cuyas raíces alcanzan a la revolución inglesa con sus citas bíblicas que han orientado el pensamiento inglés” (Spengler, 1984, p. 93).

[30] Cabe señalar que estas consideraciones parecen no estar en La decadencia de Occidente, en donde la civilización es descrita bajo la forma del ciclo de vida de un individuo y a tono con la pluralidad que concierne a la existencia de los hombres como seres singulares. Si bien no se puede sostener que se trate de una diferencia tajante entre ambos escritos, al menos sí se trata de una cuestión a tener en cuenta para observar distintos modulaciones en el decir del propio autor. Para un análisis del pensamiento spengleriano en su conjunto, se recomienda consultar el importante trabajo de Horacio Cagni y Vicente Massot (1993), así como también los eruditos trabajos del propio Cagni en solitario (1989; 2003), los de Giusso (1944) y las referencias presentes en el ya mencionado volumen de Neumann (2014). Se recomienda, asimismo, los recientes trabajos de Castro (2017) y Majul Conte Grand (2017).

[31] En “Libertad y forma de la constitución del Imperio”, Heller (1996c) también identificó contradicciones en el Segundo Reich que persistían en Weimar. Desde su perspectiva, ambas constituciones no eran más que una materialización de la “situación social e histórico-espiritual” (p. 76) de la Alemania de la época. Por ello es que en ese mismo registro institucional debían resolverse las tensiones para habilitar “una forma superior y más homogénea” (Heller, 1996c, p. 76) de constitución.

[32] “El pueblo alemán tiene cualidades militares como pocos otros pueblos. En el Estado prusiano el soldado se ha establecido una estructuración política de esta forma esencial de ser, y a través de ésta se ha facilitado el movimiento hacia delante del pueblo alemán como una unidad política. Primeramente en el reinado prusiano, después en el estado mayor prusiano ha encontrado el Estado prusiano del soldado la forma y conducción que le eran adecuadas a su forma concreta de existencia política” (Schmitt, 2006, p. 2).

[33] Nótese que en este punto, el gesto schmittiano difiere del spengleriano, pues Prusianismo y socialismo (Spengler, 1984) tiene como foco crítico al marxismo pero como destinatario último el espíritu liberal-inglés, padre de aquel, mientras que la argumentación de Estructura y derrumbamiento se gesta en contraposición al positivismo jurídico y, como prolongación de esta crítica, al socialismo, entendido como contracara del liberalismo.

[34]Por lo que “no se podía ganar una guerra semejante” (Schmitt, 2006, p. 64).

[35]“En vez de que la unidad política interior del pueblo alemán se hiciera más fuerte y firme con el peligro creciente surgía la lógica del dualismo constitucional entre el soldado y el burgués y por su causa desde entonces la oposición también artificial entre soldado y trabajador (quien sigue al burgués) pero en dirección opuesta” (Schmitt, 2006, p. 65).

[36]“La Constitución de Weimar dio contestación a una pregunta, que no gozaba de verdadera actualidad, pues se basaba en una realidad ya suprimida. La victoria de la democracia liberal que se dio a conocer con la Constitución de Weimar fue solamente un reconocimiento póstumo. La Constitución se fijó en un tiempo pasado, sin actualidad y sin futuro, irreal, la victoria que lleva un espectro a la sombra de su enemigo” (Schmitt, 2006, p. 72).

[37]“El dualismo entre soldado y burgués había decaído; en su lugar, ahora se encontraban enfrentadas contraposiciones y divergencias altamente organizadas; nacionalistas, supranacionalistas e internacionalistas; burgueses y marxistas, católicos, evangélicos y ateos; capitalistas y comunistas. Ellos concluyeron bajo las reservas de sus metas de partido compromisos y coaliciones sobre las cuestiones del destino alemán” (Schmitt, 2006, p. 77).

[38] Para el Schmitt de 1934 el nazismo puso fin a la subordinación del prusiano al burgués y, por tanto, representó la superación de la propia dicotomía Estado-sociedad: “solamente desde la victoria del movimiento nacional-socialista existe la posibilidad de superación -a través de otra estructura estatal totalmente diferente, a través de la unidad tripartita Estado, movimiento, pueblo- los conceptos constitucionales típicos del pensamiento de la sociedad burguesa. La restauración del sistema estatal es, sin tal superación, inevitable, Adolf Hitler en su discurso en el Reichstag del 30 de enero de 1934 ha calificado como de ‘compromiso legitimista burgués’” (Schmitt, 2006, p. 2).

[39] Si bien no se ha efectuado en estas líneas una comparación entre los autores movilizados, cabe señalar que esa disputa sobre el cariz de la comunidad distingue el enfoque de Heller del spengleriano y del schmittiano, enfoques que nunca hubieran admitido lo que el socialdemócrata sostuvo hacia 1925, esto es, que “toda comunidad encierra contrastes” por lo que resultaba perfectamente admitible “la comunidad nacional de cultura y la lucha de clases” (Heller, 1985c, p. 234). En su decir, el socialismo consistía en “la voluntad de transformar la sociedad externa en comunidad interior” (Heller, 1985c, p. 141).

[40] En otro pasaje de la obra se puede observar la conexión del prusianismo con la raza: “prusianismo es una comprensión de vida, un instinto, un espíritu de solidaridad, constituye un resumen de cualidades espirituales y por último, también, corporales, que son desde hace mucho, características de una raza y en especial, de los mejores y más distinguidos representantes de esta raza” (Spengler, 1984, p. 40). Heller (1985c), por su parte, había denunciado la deriva racista de la comunidad –por ejemplo en Hitler– y aunque sostuvo la importancia de la sangre y el suelo como “vínculo orgánico y natural” (p. 1948), afirmó que a través de la comunidad se participaba de “la existencia universal humana” (p. 154). En el caso de un análisis del pensar de Schmitt sobre este punto, habría que tener presente sus consideraciones sobre la “identidad de especie” en Staat, Bewegung, Volk; die Dreigliederung der politischenEinheit (Schmitt, 1933) (Estado, movimiento, pueblo en español).