Ritual, narrativa e
imaginación religiosa descentrada en espiritualidades católicas contemporáneas.
Una mirada desde la periferia
Gustavo Andrés Ludueña*
* Investigador del CONICET y del IDAES-UNSAM. Correo electrónico: galuduena@hotmail.com
Artículo recibido: 20-12-13 Artículo aceptado: 03-02-14
Resumen
El artículo sugiere una perspectiva epistemológica de la religión,
asumiendo que ritual y narrativa cosmológica pueden verse como discursos que
implican formas concretas de conocimiento. En este orden, focalizando en el
catolicismo, se analizan espiritualidades alternativas alineadas con saberes
específicos que divergen de otros considerados como dominantes en esa religión.
Por esta razón, el escrito estimula un diálogo estratégico con la teoría
poscolonial para incorporar su preocupación por el poder, la diversidad y la
geopolítica del conocimiento, la cual resalta la relación asimétrica entre lo
que define como centro y periferia. En este sentido, el trabajo propone una
metáfora geográfica para una mejor comprensión holística de este proceso. Para
ello emplea términos como los de paisaje religioso, relieve y topología, con el
objeto de estudiar la imaginación y circulación de flujos de saberes de lo
numinoso a través de la sociedad.
Palabras clave: Catolicismo; Discurso; Diversidad
religiosa; Espiritualidad; Teoría poscolonial
Abstract
The paper suggests an epistemological
perspective of religion, by assuming that ritual and cosmological narrative
might be seen as discourses which imply concrete ways of knowledge. In this
order, and focused on Catholicism, alternative spiritualities aligned with a
specific knowledge that diverge from others considered as dominant in the same
religion are analyzed. For this reason, the paper promotes a strategic dialogue
with postcolonial theory in order to incorporate its concern about power,
diversity, and geopolitics of knowledge, which highlights the asymmetric
relation between which is defined as center and periphery. In this sense, the
work proposes a geographical metaphor for a better holistic understanding of
this process. In so doing, it brings terms like religious-scape, relief and
topology with the object of studying the imagination and circulation of fluxes
of knowledge of the numinous throughout society.
Key
words: Catholicism; Discourse; Religious diversity;
Espirituality; Postcolonial theory
Introducción
Paisajes religiosos y
teoría poscolonial
La sociología clásica exploró las
manifestaciones de las religiones de su época bajo un interés centrado en las
formaciones que, advertían, se daban en las tradiciones religiosas existentes.
Así, forjaron conceptos que aludieron a estructuras organizativas delimitadas a
partir de criterios que caracterizaron con precisión a cada una de ellas.
Aspectos como la adhesión y el compromiso de los miembros y la sociabilidad, o
el rol del líder en relación con el grupo de acólitos, entre otros, señalaron
algunas de las dimensiones que definieron a cada expresión religiosa. La
tendencia casi indeclinable hacia una eclesificación de los adeptos imprimía un
progreso unilineal que se basaba, también, sobre una desnivelación de estos
actores colectivos en función de las relaciones de poder que cada uno poseía
sobre sus miembros o, incluso, sobre los vínculos que prevalecían entre ellos.
La tipificación encarada por estos estudios puso en evidencia la diversidad al
interior de las religiones, y permitió reconocer una topología que bien puede
parangonarse con la percepción de formas centrales y periféricas. En este
orden, aunque por supuesto para una realidad contemporánea muy distinta, una
vertiente de la teoría poscolonial desarrolló el análisis de esta lógica
asimétrica focalizada en los conocimientos imperantes en enclaves geográficos
disímiles marcados por las historias locales. Esta visión, en especial, sirve
para comprender una diversidad sujeta a los poderes monopolizados por la
jerarquía clerical.
Como
apunté arriba, aquí me conciernen las discursividades y su tránsito en el
discontinuo “paisaje” católico. Esta idea permite
percibir el terreno religioso de manera tridimensional anexando una noción de
relieve que metaforiza el acceso desparejo al poder por parte de los entramados
sociales que definen las topologías de la diversidad –sea para el catolicismo como para otras religiones–[2].
Los paisajes refieren a “mundos
imaginados, es decir, los múltiples mundos que están constituidos por las
imaginaciones históricamente situadas de personas y grupos dispersos alrededor
del mundo” (p.33). Una característica de estos paisajes, dice Arjun Appadurai
(1996), es que las personas “son capaces de contestar y en ocasiones aun
subvertir los mundos imaginados” que habitan (p.33). A continuación, haré un breve repaso de tres de las que entiendo son
topologías clásicas de la diversidad religiosa, para incluir luego una cuarta
basada en desarrollos de la teoría poscolonial.
Iglesias,
sectas y movimientos
Basados en el devenir histórico de las
iglesias cristianas, los primeros acercamientos conceptuales por determinar las
estructuraciones de la adscripción a una denominación religiosa, condujeron a
nociones como las de “iglesia”
y “secta”. Ernst Troeltsch (1931),
interesado en la experiencia del cristianismo, analizó los efectos sociológicos
del pensamiento cristiano; para lo cual recurrió al empleo de términos que
pudieran dar cuenta de lo que eran para él nucleamientos discretos. En su
definición, la iglesia es una
organización “abrumadoramente
conservadora”, y “hasta cierto punto acepta el orden
secular, y domina a las masas; en principio, por lo tanto, es universal, es
decir, desea cubrir la vida entera de la humanidad” (p.331). Por el contrario, las sectas
consisten en “pequeños
grupos” que “aspiran a una perfección interior
individual posterior, y apuntan a una camaradería personal directa entre los
miembros de cada grupo” (Troeltsch,
1931, p.331). A diferencia de la
iglesia, la secta renuncia “a
la idea de dominar el mundo. Su actitud hacia el mundo, el estado y la sociedad
puede ser indiferente, tolerante u hostil, debido a que ellas no tienen deseo
de controlar e incorporar estas formas de vida social” (Troeltsch, 1931, p.331).
La secta se opone a la iglesia como constructora de hegemonía en un territorio más extenso en el que fija sus propias reglas de juego. Paralelamente, suele disponerse en las periferias de ese poder al tiempo que se constituye como un actor de invención religiosa a través de la imaginación de nuevas interpretaciones sobre la propia religión, sea mediante renovados esquemas de organización, dogmas teológicos, etc. Estas formaciones religiosas, que actuaban a la mirada de esta sociología clásica como “tipos ideales”, se caracterizaron por la relación que plantearon con la sociedad, con los adherentes entre sí y, más importante aun, con las religiones a las que declaraban su identidad. Este hecho no solo visibilizaba la heterodoxia que podía persistir en una religión; simultáneamente, intentaba mostrar el lazo que cada fiel construía con el grupo más extendido de miembros. Así, desde un enfoque funcionalista, John Milton Yinger propuso como criterios de distinción entre la secta y la iglesia “el grado de exclusivismo o de apertura de un grupo; la aceptación o no –por parte del grupo– de los valores seculares, y el nivel de integración del grupo en una estructura nacional”, incluyendo en este aspecto “la creación de profesiones específicas y de niveles burocráticos” (Cipriani, 2004, p.215). En un campo análogo, la caída en el “seccionalismo”, apuntó Helmut Richard Niebhur para los Estados Unidos, derivaba en lo que entendió como “denominación”; el cual “sería bastante similar a la iglesia pero sin la propensión a dominar el mundo” (Cipriani, 2004, p.181). Para este mismo autor, la secta era “un tipo inestable de organización religiosa que, a través del tiempo, tiende a ser transformada en una iglesia” (Stark & Bainbridge, 1979, p.123). Asimismo, iglesia y secta se asociaban con ascetismos particulares; mientras el ascetismo de la iglesia se inclinaba a la virtud a través de la obtención de logros religiosos, el ascetismo de la secta proclamaba un carácter contestatario a todo lo que era del mundo, del cual simplemente se retiraba (Troeltsch, 1931, p.332).
En una idéntica vocación tipificadora, Benton Johnson –revisado por Rodney Stark y William Bainbridge (1979) – propuso las nociones de “movimiento religioso” e “institución religiosa”. Mientras la segunda refiere al “sector estable de la estructura social” (Stark & Bainbridge, 1979, p.123), el primero es un movimiento social que “desea causar o prevenir el cambio en un sistema de creencias, valores, símbolos y prácticas destinadas a proveer de compensadores generales de base sobrenatural” (Stark & Bainbridge, 1979, p.124). Por otra parte, Elizabeth K. Nottingham (1964) aludió también al “movimiento” para designar “todo intento organizado de propalar una nueva religión o una nueva interpretación de religiones ya existentes” (p.141). Una derivación de estas formaciones, más basadas en el “grado de tensión” con el entorno sociocultural mediante lo que se descifra como “desviación subcultural”, son las de los “movimientos eclesiales” y “movimientos sectarios” (Stark & Bainbridge, 1979, p.124). Sin embargo, si bien la secta tiende a ser cismática para Niebhur, afirman Stark y Bainbridge (1979), existen otras que no muestran parentesco con religiones anteriores por lo cual no se presentan como cismáticas. Estas se expresan por un tipo sociológico de “innovación cultural” y otro de “importación cultural” (p.125). Una alternativa a la secta es la “denominación” religiosa, la cual “se encuentra en buena relación con la sociedad, reconoce la legitimidad de otras organizaciones religiosas y no tiende a ejercer un control social fuerte” (Cipriani, 2004, p.269). En otra dirección, los “cultos” difieren de los otros tipos sociológicos; ya que ellos “no poseen un lazo anterior con otro cuerpo religioso establecido en la sociedad en cuestión” (Stark & Bainbridge, 1979, p.125). Así, “[e]l culto podría representar una religión foránea (extranjera), o se podría haber originado en la sociedad anfitriona –pero a través de la invención, y no de la fisión”, tal como sucedería con las sectas (Stark & Bainbridge, 1979, p.125).
La presunción de una frontera social sobre la que gravitan estas tipificaciones recuerda, en un punto, la misma que orientó muchas de las definiciones antropológicas de cultura. Por eso, la noción de movimiento, relativiza lo que en estas teorías se asume como un dato de la realidad. En otros términos, la posibilidad de establecer límites reales a lo explicado bajo esta categorización. Más allá de los estudios clásicos que incursionaron en su uso, el advenimiento de los Nuevos Movimientos Religiosos estimuló y dio bríos a esta categoría analítica. En el ámbito local, la investigación de María Julia Carozzi (1999) sobre el “complejo alternativo” hizo uso de este concepto para incorporar, incluso, a un “macromovimiento” por la autonomía proclamado por la Nueva Era; el cual “se manifiesta en un mismo período histórico en multitud de campos, en diversos movimientos sociales acotados, en transformaciones de organizaciones, instituciones y situaciones habituales” (p.19). Lo complejo de estos entramados ilustra las dificultades para imaginar sus contornos sociales.
Sociedad versus
virtuosos, místicos y sacerdotes
Una segunda topología surge de una inspiración
weberiana para el abordaje del vínculo entre personas poseedoras de un cierto
capital religioso y los laicos (Kaelber, 1998). A esta perspectiva se la conoce
como la del virtuoso-sociedad, y se apoya en que la persona en cuestión atrae
por su virtuosismo las visitas de extraños provenientes del medio social. Este
paradigma fue utilizado para el estudio del monasticismo budista (Kaelber,
1998). Ese fue el caso por antonomasia en tiempos de los Padres del Desierto y,
mostraré más adelante, el modelo explica en buena medida la concurrencia actual
a los monasterios. Integrando los trabajos de Max Weber (1996) y Michael Hill
(1973) sobre el virtuoso religioso, Ilana Silber (1995) propuso una
aproximación ligeramente diferente. Su abordaje, marcado por una sociología
histórica comparativa entre los monacatos católico y budista entre los siglos
VI y XIII, hace referencia a la circulación del don y el contra-don en las
relaciones monjes-laicos. La autora sostiene que “el desarrollo de una red de
intercambio material y simbólico entre el virtuoso y otros sectores sociales,
condensada en una relación de reciprocidad entre monjes y laicos [...] derivó
en un caudal masivo de riqueza hacia el sector monástico” (Silber, 1995, p.7).
Por otra parte, desde la experiencia de las
órdenes religiosas en Estados Unidos y su metamorfosis en el período
postconciliar, Patricia Wittberg (1994) empleó la teoría de los movimientos
sociales para el análisis del crecimiento y declinación en las órdenes
religiosas. En su visión, en la historiografía católica hay “ciclos” que
señalan la efervescencia y una posterior declinación de movimientos de
“virtuosos religiosos” –i.e.,
religiosos y religiosas que encarnan la perfección cristiana–. El núcleo de
esta teorización descansa en el hecho de que “cada una de las oleadas de entusiasmo
por la vida religiosa en el catolicismo fue organizada en torno a una
concepción ideológica particular acerca de cual debería ser el valor y
contenido del virtuosismo” (Wittberg, 1994, p.3-4). Wittberg (1994) destaca la
importancia de lo que denomina como el “marco ideológico” de cada orden
religiosa para asegurar su supervivencia, lo cual “marcó cada uno de los
períodos de reavivamiento en la historia de las órdenes religiosas” (Wittberg,
1994, p.106).
Esto también fue resaltado por Silber (1995), quien sostuvo que la elite virtuosa está “ideológicamente auto definida como marginal y aun opuesta a las formas existentes de la vida social” (p.7). En esta sintonía, una tercera topología –emparentada a la anterior–, es la que exalta la actuación carismática de la figura religiosa. Esta mirada es compatible con la identificación del profeta, el shamán, el místico o líder religioso que instala igualmente una configuración social caracterizada por un desnivel estructural; el cual obedece a economías de prestigio, legitimidad y poder simbólico que instalan posiciones diferenciales. En lo que se considera las antípodas a las personalidades liminales citadas, está la imagen del sacerdote como el “especialista religioso” que proviene de la visión weberiana del funcionario; quien integra una suerte de burocracia eclesial encargada de la gestión de los bienes de salvación (Bourdieu, 2006). Para Pierre Bourdieu (2006), “[e]l sacerdocio se relaciona con la racionalización de la religión” (p.41); y el valor del sacerdote resulta estructurante para el “campo religioso”. Eso sucede porque
(…) la constitución de un
campo religioso es correlativa de la desposesión objetiva de los que están
excluidos de él y que se encuentran constituidos por eso mismo en tanto que
laicos [...] desposeídos del capital religioso (como trabajo simbólico
acumulado) (Bourdieu, 2006, pp.42-43).
No obstante, la persona social del
sacerdote no solo es de tipo conservador. Las religiones suelen manifestar una “dicotomía estructural” entre una suerte de “sacerdote administrador” y otra de “sacerdote
místico” (Pandian, 1991,
p.107). Pese a que “son
asociados con órdenes religiosas establecidas y convenciones de la sociedad”, se dijo, “pueden también convertirse en creadores
de nuevas orientaciones religiosas o nuevos movimientos religiosos” (Pandian, 1991, p.27). Nottingham
(1964) sostuvo que el místico es “potencialmente un anarquista” pero, a menudo,
“más que oponerse a la organización religiosa, es indiferente a ella” (p.140). El,
incluso, estaría habilitado para “convertirse en un dínamo de energía y
trastornar la presunción estabilizada de las organizaciones religiosas
establecidas” (1964, p.140). El potencial de esta personalidad religiosa, y lo
mismo acontecería para las otras topologías, no yace solo en su carisma sino en
la posibilidad de encarnar el desarrollo de un conocimiento cosmológico.
Concomitantemente, existe un aspecto recurrente en el papel asignado al
sacerdote que tiene que ver con la concentración y el monopolio del saber religioso
(Bourdieu, 2006). Ellos son considerados como “los detentadores exclusivos de la competencia específica que es
necesaria para la producción o la reproducción de un cuerpo deliberadamente
organizado de saberes secretos” (Bourdieu, 2006, p.43). En resumen, muchos de estos enfoques no dejan
de tener una perspectiva eclesial de la gestación y circulación de lo que se
entiende por saber religioso; en especial, en el énfasis que depositan sobre la
soberanía y hegemonía que los especialistas ejercen sobre dicho conocimiento
(véase, por ejemplo, Bourdieu, 2006; Pandian, 1991; Weber, 1996). Es necesario,
entonces, el diálogo con un marco conceptual que permita la inclusión de
saberes y discursos descentrados no dependientes de los especialistas. Algunas
de las visiones producidas en la teoría poscolonial sirven a este fin.
Centro, periferias y
saberes
Surgida de estudios sociales sobre la
historia económica del capitalismo y la expansión colonial del llamado “sistema-mundo” (Wallerstein, 1974), así como de las secuelas
del crecimiento desigual de la economía mundial y sus efectos para el Tercer
Mundo –como lo evidenció
la Teoría de la Dependencia–,
la distinción inaugurada por Raúl Prebisch (1901-1986) entre “centro” y “periferia” resultó ser parte de los recursos
analíticos de la teoría poscolonial. Entre sus argumentos principales, ve al
mundo moderno y colonial como un locus
de enunciación que respalda su poder en ciertas metanarrativas (Mignolo, 2002a,
p.61). En esta dirección, Walter Mignolo (2002a, 2005) postuló la prevalencia
histórica de un nexo estructural entre espacio y conocimiento en la escala del
sistema-mundo. Esta ecuación descansa sobre la visión de que existen
formaciones socio-culturales caracterizadas por modalidades de saber que fueron
invisibilizadas por la propagación del capitalismo y por la supremacía
económica, política y militar que lograron las monarquías coloniales europeas.
La predominancia que del Renacimiento en adelante cobraron las narrativas
surgidas de la historia, la literatura y la filosofía, conformaron una episteme
de pensamiento que caracterizó al conocimiento en Europa occidental y se lanzó
al resto del mundo. En este contexto, la distinción radical entre lo europeo y
lo no europeo (cristalizado en el discurso moderno en categorías como las de “indio”, “negro” y “primitivo”),
operó a través de la articulación del concepto de raza y “se impuso como mundialmente hegemónica
en el mismo cauce de la expansión del dominio colonial de Europa sobre el
[resto del] mundo”
(Quijano, 2000, p.211). Al decir de Mignolo (2002a), la “expansión colonial fue también la
expansión colonial de formas de conocimiento, aun cuando tales conocimientos
fueran críticos al colonialismo desde el interior mismo del colonialismo (como
Bartolomé de las Casas), o de la modernidad desde la propia modernidad (como
Nietzsche)” (p.80) (véase,
Quijano, 2000, p.209). En consecuencia, esa episteme lideró no solo el
despliegue de un modo de explotación económica sino que, idénticamente,
pretendió hegemonizar cualquier otro estilo de conocimiento ignorando saberes e
historias locales. Esta geopolítica del saber hizo del Viejo Mundo el centro
legítimo desde el que emanaba el único paradigma posible de conocimiento. Por
esa razón, una de las más firmes propuestas poscoloniales se dirige a
descolonizar el conocimiento a través de la deconstrucción de la episteme
occidental por medio de una crítica a las ciencias, la filosofía y el resto de
las humanidades. Esto llevaría a evidenciar el estado subalterno al que fueron
relegados los heterogéneos saberes locales (Mignolo, 2002a).
La
referencia a epistemologías localizadas apunta a redescubrir el rol subalterno
de matrices cognitivas que resultaron suprimidas por la incursión colonial. Se
indujo “a los colonizados
a aprender parcialmente la cultura de los dominadores en todo lo que fuera útil
para la reproducción de la dominación, sea en el campo de la actividad
material, tecnológica, como de la subjetiva, especialmente religiosa” (Quijano, 2000, p.210). En este orden,
la clave no es tanto el espacio como lo es el tiempo, dado que lo que se
recupera finalmente son las historicidades locales ocultas por un manto de
origen eurocéntrico. Siguiendo la argumentación de Quijano (2000), “los europeos generaron una nueva
perspectiva temporal de la historia y re-ubicaron a los pueblos colonizados, y
a sus respectivas historias y culturas, en el pasado de una trayectoria
histórica cuya culminación era Europa” (p.210). Para Mignolo (2002a), la geopolítica del conocimiento
restaura por otros medios la hegemonía de los lugares centrales sobre los
periféricos. De este modo, afirma, “[l]a expansión del capitalismo occidental implicó la expansión de la
epistemología occidental en todas sus ramificaciones”, lo que en suma abarcó, “desde la razón instrumental que
acompañó al capitalismo y a la revolución industrial, a las teorías del estado
y a las críticas del capitalismo y del estado” (Mignolo, 2002a, p.59). Sobre esta base epistémica prosperaron las
modernidades periféricas del mundo colonial-moderno (Mignolo, 2002b). Por lo
tanto, la colonialidad es constitutiva de la modernidad en tanto que apoyó su
ímpetu económico sobre el genocidio de las poblaciones nativas como de la trata
de esclavos africanos; su relevancia fue todavía mayor de lo que lo fue la
misma Revolución Francesa y la Revolución Industrial (Mignolo, 2005, p.xiii).
Desde
una mirada que advierte en la religión una epistemología de lo numinoso, tanto
como una epistemología para orientar la acción en el mundo (Ludueña, 2001),
estas miradas poscoloniales (Mignolo, 2002a, 2002b, 2005; Quijano, 2000) sirven
para pensar los contrastes en el paisaje católico con relación a expresiones
que no responden a la experiencia religiosa hegemónica. Sostengo que esa
diferencia se corresponde, más ampliamente, con una estructura de poder en la
que convergen conflictivamente discursos originados en distintos puntos del
catolicismo. De esta manera, la teoría poscolonial permite tratar la alteridad
de la galaxia católica bajo la óptica del locus
subalterno que ocupan discursos, cosmologías y rituales que surgen como
procesos de imaginación desde la periferia, por lo que son a menudo objeto de
impugnación respecto de otras sí consideradas legítimas. Aquí pueden citarse
tanto las prácticas litúrgicas habituales que se realizan en los templos
parroquiales, como las devociones oficiales a los santos y a las advocaciones
marianas –con excepción de aquellas no reconocidas por los obispados locales–.
La centralidad se construye sobre la base de una oficialidad que, actuada en
una performance canonizada, se cristaliza en los variados documentos
institucionales que disponen sobre el culto, organización, dispositivos
jurídicos, etc. La legitimidad que procede de la estructura central no es el
único mecanismo simbólico en la definición de un lugar, también lo es el rumor
–en tanto forma espectral del decir– como marcador liminal de lo aceptable.
Si
bien “[e]n cada sociedad,
ciertos individuos son identificados por tener una relación especial con el
conocimiento sagrado de una cultura” (Pandian, 1991, p.27), en apelación a la figura del sacerdote, es
cierto que no existe un monopolio del saber; un aspecto básico de la idea de
campo religioso (Bourdieu, 2006). Los fenómenos de divulgación cultural de la
religión –o al menos de conocimientos cosmológicos– de la mano de la industria
literaria de masas, por ejemplo, socavan cualquier pretensión de monopolizar la
posesión e incubación de saberes. Puesto que por lo tanto resulta como mínimo
cuestionable la afirmación de una “desposesión objetiva”
(Bourdieu, 2006, p.42) por parte de un cuerpo de especialistas, su empleo para
el análisis se ve seriamente cuestionado. Por esa razón, antes de pasar a casos
concretos que ilustren los relieves de las geografías epistémicas del paisaje
religioso, es necesario primero indagar en la lógica de la elaboración del
discurso de la institución como de la discursividad anclada en catolicismos
alternativos.
Iglesia como centro y
enunciados emergentes
Las construcciones narrativas de
regiones periféricas del catolicismo surgen en el marco provisto por un
escenario más amplio de enunciación. Es precisamente esta matriz la que define
a la iglesia como hacedora de relatos que vienen pautados por una estructura de
autoridad. En esta sintonía, Michel Foucault (2004) pensó el “ritual” y la “doctrina” como dispositivos de restricción
discursiva. El ritual, afirma, “define la cualificación que deben poseer los individuos que hablan
[...] define los gestos, los comportamientos, las circunstancias, y todo el
conjunto de signos que deben acompañar al discurso” (p.40-41). Discurso que, vale aclarar,
suele encarnarse en el especialista. Por otra parte, en la doctrina se asume “la puesta en común de un solo y mismo
conjunto de discursos, los individuos, tan numerosos como se quiera suponer,
definen su dependencia recíproca” (Foucault, 2004, p.43). Más todavía, “[l]a doctrina vincula a los individuos a ciertos tipos de enunciación
y como consecuencia les prohíbe cualquier otro” (Foucault, 2004, p.44). La instancia concreta de enunciación sobre la
que me detendré es la de la liturgia, entendida como un locus en el cual se despliega la doctrina como un decir legítimo;
ya que allí “Cristo
significa y realiza principalmente su misterio pascual” (Catecismo, 1992, p.259). De este
modo, entre los “individuos
que hablan”, la imagen del
“ministro ordenado es como
el ‘ícono’ de Cristo Sacerdote” (Catecismo, 1992, p.272).
El
acto litúrgico es pasible de ser calificado como un “acto de habla” (Searle,
1994). Es en él donde la enunciación –traducida en un accionar ritual– está
regulada por rúbricas canónicas que deben ser respetadas, dado que la “celebración sacramental está tejida de
signos y de símbolos”
(Catecismo, 1992, p.273) dirigidos a la feligresía. La institución eclesiástica
supervisa, o al menos a eso aspira, la circulación de los significados. Por
otro lado, si el discurso
es un “objeto histórico-social, cuya especificidad está en su materialidad
lingüística” (Orlandi, 1992, p.35), poner en práctica el lenguaje a través de
un acontecimiento de habla –al igual que cualquier otro mecanismo simbólico
disponible– implica un “acto social” cuyas “condiciones de producción”, esto
es, “los interlocutores, la situación, el contexto histórico-social, ideológico
[…] constituyen el sentido de la secuencia verbal producida” (Orlandi, 1992,
p.35). Por lo tanto, el ritual
no consiste en un simple episodio religioso sino en uno que exhibe los
principios cosmológicos que lo gobiernan a través de un complejo esquema de
comunicación social entre los sujetos, y entre ellos y lo que conciben como
divino. Veremos en el siguiente apartado que la incorporación de ciertas
narrativas en las instancias del rito remiten a horizontes semánticos que
pueden no reflejar por completo la propuesta institucional hegemónica, sea en
el espectro de las ofertas simbólicas que proponen (el ritual monástico) como
en los contenidos narrativos que las habitan (la recitación del mantra en
Meditación Cristiana).
Dicho de otra manera, “persisten en el campo religioso espacios y prácticas de enunciabilidad que subvierten los mandatos que intentan pautar las características del decir y, por extensión, de lo potencialmente decible. Pero también, cabría agregar, de la acción simbólica realizable” (Ludueña, 2011, p.113); lo que conduce a lo que es factible imaginar dentro del paisaje religioso más general. El decir institucional sobre la liturgia tiene el efecto, en tanto discurso, de una “tecnología de significación” que manipula significados y significantes mediante la gestión autorizada de “signos, sentidos, símbolos y significaciones” (Foucault, 1991, p.48). Es aquí donde se hacen visibles las epistemes –o sea, formas de conocer y experimentar lo numinoso (Ludueña, 2001) – que invocan, entre una infinita cantidad de opciones, revalorizaciones del pasado que perciben como olvidado, el diálogo con tecnologías religiosas adscriptas a otras tradiciones, etc. Las composiciones narrativas y rituales como otras tantas que surgen como corolario de estos diálogos alternos, involucran la participación de lo que en teoría del discurso se llama “formación discursiva”. En cuanto a la confección del enunciado, las formaciones discursivas trabajan como “matrices para la producción del sentido, como sistema de enunciabilidad, y determinan lo que puede y debe ser dicho a partir de una posición dada en una coyuntura histórica” (Zoppi-Fontana, 1997, p.255). Por lo tanto, quien enuncia lo hace desde una formación discursiva, o más de una de ellas, y desde un locus socio-histórico. Este último no solo configura el tono de los discursos, sino el perfil de las experiencias posibles y, por consiguiente, de las formas de hablar.
La cosmología se descubre –además de
en el ritual como vimos– en el discurso, mediante el recurso estratégico de una
materialidad lingüística discreta que la expresa, y que le reconoce la
posibilidad de traducir sus sensibilidades bajo la intermediación del lenguaje y
de otros dispositivos simbólicos. Por esa razón, en adición a los registros que
la institución religiosa pueda ejercer sobre el decir (el qué, cómo, cuándo,
dónde y por quién), sucede lo propio con los significados que deberían
depositarse sobre las acciones litúrgicas, palabras, etc., en la tentativa de
establecer una congruencia unívoca entre significantes y significados. Eso
sucede, por ejemplo, con la oración y sus conceptualizaciones como “don de Dios”, “alianza” y “comunión” (Catecismo, 1992,
p.563-564). La lógica
jerárquica de la estructura proyecta su sombra sobre la composición semántica
que se presenta en la materialidad del lenguaje, limitando el vuelo creativo de
la imaginación religiosa; la cual, en los casos tratados a continuación, se
concentra sobre el ritual y la narrativa. Sin embargo, pese a las definiciones
y cláusulas ad hoc que pretenden
ejecutar su soberanía sobre los sentidos, flujos y continuidades –tanto como
las rupturas e inflexiones–, hay atentados directos contra los imperativos
centrales dominantes.
Estos discursos descentrados,
investidos con la apariencia de ritos y relatos de lo numinoso, como otras
tantas formas simbólicas, recorren el paisaje del catolicismo en varias trayectorias. Por eso es
conveniente hablar de cierta oblicuidad que permite a los sujetos el montaje de
discursos en enclaves puntuales del espacio religioso, tal como notaremos
seguidamente. Siguiendo este razonamiento, podrá identificarse un poder que,
siendo “productivo” en ambos casos, se reconoce por su procedencia. Uno que viene de la
estructura y se encarna en la directiva, la supervisión o la “bajada de línea”, y otro de la agencia directa de
personas que logran generar asociaciones en función de intereses, situaciones o
imaginarios –que, en este caso, son más bien cosmológicos–.
Diversidad interna y
nuevas espiritualidades
La mirada de la teoría poscolonial
asume que la estructura del sistema-mundo actual apunta a una dominación que es
tanto política y económica como epistémica (Mignolo, 2002a, p.83). Llevada a
las religiones, presentaría una diferencia fundamental con una perspectiva que
pudiera definir la religión como un ámbito autónomo basado en el poder de
legitimación de centros compuestos por especialistas religiosos que serían los
únicos detentadores del saber de lo numinoso, dando al laicado una función
secundaria en relación con ese conocimiento. La aplicación de la lógica de la
“división del trabajo religioso” que presume un distingo entre gestores del
saber y receptores finales, se muestra inapropiada para dar cuenta de los
flujos de circulación y producción a los que están sujetos los conocimientos
religiosos. Veremos catolicismos alternativos que apelan a narrativas
cosmológicas y performances que ofrecen opciones distintas a las propuestas del
centro eclesiástico, el cual congela el saber en las manos del especialista.
Un ritual monástico
En la iglesia coexisten numerosas manifestaciones contemplativas, cada una de las que posee una historia en el catolicismo universal y local. El cruce de esas historicidades define tanto los modos de experiencia religiosa, como las identidades, relaciones con el clero secular, y lugares sociales de cada orden. Uno de los giros más relevantes fue el que hizo de los grupos monásticos menos agentes al servicio de las diócesis locales –como ocurrió con lo que definí como “modelo monástico ministerial” (Ludueña, 2008), el cual se cimentó sobre la misión externa–, y más promotores independientes en una gestión espiritual desde las periferias del catolicismo como pasaría más tarde con el “modelo monástico patrístico”, siendo este último el rasgo identitario principal de los monjes actuales. Ellos sustentan una mirada que destaca el tiempo mítico de los Padres del Desierto, es decir, el tiempo de los primeros anacoretas cristianos. La situación periférica de las comunidades benedictinas en el catolicismo es una de las marcas más visibles del paradigma patrístico vigente, y la imaginación religiosa nativa despliega y prioriza modalidades interiores de experiencia, tal como se verá en el ritual monástico.
Por el contrario, durante la vigencia de la acción misional que caracterizó a los primeros monasterios argentinos, los establecimientos no estaban muy alejados de los centros urbanos con los que mantenían relaciones ligadas labores ministeriales. En la segunda mitad del siglo XX, una de las principales características de estas comunidades fue su esmero por radicarse en zonas distanciadas de áreas pobladas, siguiendo el precepto de retirarse del mundo para dedicar la vida a la “búsqueda de Dios”. Este contexto social, que parece situar a estos grupos de monjes en una situación ajena a la realidad sociológica en la que se inscriben, los coloca en los márgenes de la estructura social y, más aun, del clero y de sus funciones y preocupaciones. Este estado liminal colectivo es acompañado por un conjunto de prácticas que apuntan a las modalidades de interacción entre los miembros de la comunidad. Por eso, otra arista patrística de la vida monástica fue el planteo de relaciones sociales entre sujetos iguales y, por lo tanto, no separados por rangos estatutarios tal como lo pautaba la distinción entre “sacerdotes” y “hermanos legos” –una división luego rechazada por el Concilio Vaticano II (1962-1965)–. Así, el modelo monástico ministerial no obedeció a esta liminalidad, como sí lo hizo después el estilo patrístico a causa de los cambios que indujo en términos de distanciamiento social y geográfico y, además, por la revisión simbólica que derivó en la construcción de una comunidad cenobítica bajo la custodia de un abad. Por otra parte, las prácticas ascéticas de estas comunidades remiten a una condición de sujeto liminal colectivo (Turner, 1988).
Estas características describen a los
monasterios como esferas de actividad especiales no solo para sus habitantes
permanentes, sino para quienes a ellos concurren en calidad de visitantes
ocasionales como fieles en general, familiares o amigos de los religiosos,
etc.; todo lo cual les confiere una atmósfera de valores singulares; veamos
como se exhiben en el ritual cotidiano. Para eso transcribiré parte de mi
registro de campo sobre los “oficios religiosos” que observé en un monasterio. La descripción pertenece al oficio de
vísperas que se realiza al atardecer con la última luz del día.
El órgano inició los primeros acordes del siguiente salmo; era el número 20. El mismo monje que comenzó anteriormente lo volvió a hacer esta vez. Del lado derecho del coro se escuchó la tercera antífona, “Señor, al son de instrumentos cantaremos tu poder. Aleluya”. El coro se unió al cantor y proclamó las primeras líneas del salmo. Del lado opuesto, se escuchó la continuación del cántico. El órgano continuó señalando el tono. La acción de los actores se concentraba en el canto y el rezo que ello representaba. El gregoriano es una oración cantada y proferida colectivamente que se dirige a Dios. Su valor nativo excede lo estético y tiene una clara esencia espiritual para los monjes. Su preparación, organización, ensayo, meditación, cuidado, mesura y control corporal están más allá de un mero esteticismo musical. Todo trascendía sin apresuramientos. Hay un horario pautado de inicio; pero no existe un horario determinado para la conclusión del oficio. Sin embargo, todo hace presumir que la composición de cantos litúrgicos está pensada para no exceder un tiempo “razonable” de oración. Otra familia se retiró de las vísperas. Con poca gente, la ceremonia transcurrió igual. El mensaje, por lo tanto, no estaba dirigido tanto a las personas del eventual y efímero auditorio como a una figura no física pero sí omnipresente, numinosa. En numerosas oportunidades me tocó presenciar el mismo oficio, así como otros más, siendo el único espectador sin advertir cambios sustanciales en el proceso ritual desarrollado [...] La sobriedad, el control de las actitudes, gestos y comportamientos deben estar a la altura de la acción, la cual consiste en proferir una oración cantada y dirigida a la divinidad. La antífona se hizo escuchar otra vez. “Señor, al son de instrumentos cantaremos tu poder. Aleluya”.
El oficio divino en comunidad, como
se denomina al rezo de las horas canónicas de vigilias, laudes, misa-tercia,
sexta, nona, vísperas y completas, marca –siguiendo el mandato bíblico de
“siete veces al día te alabaré”– un contraste significativo con la dinámica
litúrgica convencional que caracteriza a las iglesias parroquiales. En adición
a este ciclo diario de los monasterios, hay igualmente otras características
vinculadas a los elementos que componen su estructura y que, pese a que exhiben
variaciones de comunidad en comunidad, hacen visible la imaginación ritual en
estos espacios periféricos (Ludueña, 2012). Veamos otra parte del oficio de
vísperas en la que se recurre al uso del latín en el rezo de las horas.
El órgano volvió a escucharse suavemente para traer un nuevo tono. Dos monjes se pararon del lado derecho del coro y entonaron al unísono dos cánticos en latín. Después de cantar solos las dos primeras líneas del canto fueron seguidos por el resto del coro a ambos lados de la iglesia. Terminado este cántico latino interpretado colectivamente le siguió el Magnificat, también en latín. Sin mediar pausa de silencio, el Magnificat fue seguido del Kyrie, un canto corto también en latín. Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison[3]. El superior entonó solo la primera parte: Kyrie eleison… Contestó el resto del coro al unísono: Christe eleison… Luego, toda la comunidad, Kyrie eleison… Aún permanecíamos todos de pie. Los monjes estaban en sus respectivos lugares en el coro, mirándose de frente unos con otros. Para la interpretación del Magnificat, algunos monjes dirigían sus miradas hacia los libros; otros religiosos solo miraban al frente hacia un punto indefinido. El Kyrie y el Pater Noster –la oración del padrenuestro en latín– que sucedieron en ese mismo orden al Magnificat, por el contrario, fueron seguidos sin necesidad de observar la palabra escrita para aquellos que antes sí lo habían hecho. “Pater noster, qui es in coelis sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in coelo et in terra. Panem nostrum cotidianum, da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem, sed libera nos a malo”. Nuevamente es el superior quien da la primera nota pronunciando él solo: Pater noster, qui es in coelis... Inmediatamente se suma toda la comunidad para completar el rezo: sanctificetur nomen tuum... Al finalizar el padrenuestro siguió una frase corta igualmente en latín que fue solamente pronunciada por el prior, Divinum auxilium maneat semper nobiscum, la cual fue contestada por otra idéntica en extensión por el coro en su conjunto, Et cum fratribus nostris absentibus. Amen.
La combinación de todos estos dispositivos simbólicos proveía a la situación lo que Edward L. Schieffelin (1998) llamó “creación de presencia”: fraseo gestual, reverencias, movimientos de las hojas de los salterios, vocalización pausada y profunda y, en suma, el conjunto de religiosos enfundados en sus hábitos color negro colaboraban en la escenificación de un espectáculo sacro en el que imagen y sonido eran llevados a su más austera expresión. Al decir de este autor (Schieffelin, 1998), la
[p]erformance, sea ritual o dramática, crea y hace presentes realidades lo suficientemente vívidas como para deleitar, entretener o aterrorizar. Y es a través de estas presencias que se ven transformados los estados de ánimo, las relaciones sociales, las disposiciones corporales y los estados mentales (p.194).
Se trataba, como
una vez había pregonado un religioso benedictino respecto a la vida del monje,
de asegurar la “presencia de Dios” en el oficio, la oración y la organización
cotidiana (Sáenz, 1967, p.190). Las diferencias en cada grupo monástico en
materia ritual apuntan en dirección a una variabilidad que –aún en lo
invariante del rito– muestra un amplio margen de libertad en la performance.
Esta surge tanto de los procesos de imaginación ritual de cada comunidad
monacal, que toma distancia de lo preconstruido, como de imponderables ligados
a la puesta en escena de los oficios. La conexión entre lo variante y lo invariante, ya tratada por Stanley
Tambiah (1985), evidencia situaciones de ordenamiento estructural que se
resumen en los alcances efectivos del poder que define las fronteras de la
imaginación religiosa de los actores.
En síntesis, pese a ser a una orden religiosa legítima y milenaria en la iglesia, los benedictinos mantienen una distancia con la jerarquía y con la religiosidad propuesta por el centro clerical; cuya oscilación parece más reducida en comparación con la monástica, por ejemplo, en función del paradigma litúrgico que encarna como vocero canónico de la institución. Finalmente, el tono capilar de estos núcleos de actividad religiosa tiene lazos con formas de religiosidad popular (expresadas en procesiones y devociones marianas u otras figuras santificadas), tanto como con la participación –directa o indirecta– en la gestación y promoción de movimientos laicos de inspiración monástica. Precisamente, sobre este tópico se detiene el siguiente ítem.
Relatos sobre el mantra
A partir del
Concilio emergieron asociaciones y movimientos eclesiales cuyo impulso se vio
consolidado por los documentos Lumen Gentium
y Apostolicam Actuositatem. En este
escenario que revalorizó a los laicos y a la vida consagrada, un segmento de
estos actores colectivos encaró un diálogo fecundo con valores ascéticos y
monásticos. Uno fue el Centro de Espiritualidad Santa María en Buenos
Aires fundado en 1972; el cual, pese a un comienzo dedicado a la catequesis,
centró su misión en la práctica y difusión de la “oración contemplativa”. Otro
fue “Soledad Mariana”, un movimiento iniciado en 1974 en torno a un monje
trapense argentino y cimentado en un carisma mariano y contemplativo. Una
expresión igualmente actual, sobre la que me detendré, es
En términos teológicos el movimiento se nutre de los escritos de los Padres del Desierto; y, como señalé, de los de Casiano. Para él, es en la vida solitaria donde la persona puede lograr la perfección cristiana; la “vida en la ermita es más atractiva que la de la comunidad monástica” (Passmore, 1970, p.119). Pese a su defensa del eremitismo, no descartaba la posibilidad de una experiencia comunitaria previa con el objeto de educar al futuro ermitaño. Mientras la forma eremítica apelaba al espíritu “heroico” del asceta que se retiraba a la soledad del desierto, el cenobitismo implicaba un espíritu de moderación y sociabilización de la práctica con otros y, más aun, alentaba la masificación de la misma al argumentar que el monasticismo no era solamente para unos pocos elegidos. Para Casiano, “[e]l Reino del Cielo, o la dicha eterna, no es más que la oración continua” (Flew, 1968, p.162); la oración es el único camino hacia el Reino, y excluye los pensamientos y sensaciones que alejan al orante de lo divino. De manera similar, en los encuentros del grupo de meditación en el que participo se repite, a modo de mantra, una palabra específica con el objeto de que la mente no se distraiga con otros pensamientos.
Alina, una de las meditadoras con las que hablé y que había incursionado antes en el yoga y el budismo, me dijo que “buscaba una mayor espiritualidad en la iglesia”. Luego, prosiguió, “no me gustaban los cantos, me interesaba el silencio. Yo no conocía lo que era la meditación, la oración meditativa, el silencio”. Después de distintas experiencias como catequista y como integrante del llamado Camino Neocatecumenal, un movimiento que recupera la vida de las primeras comunidades cristianas, se vinculó con un pequeño grupo de meditadores en Trelew (Chubut). Al tiempo, pudo enlazar su propio grupo con otros ya existentes. Si bien ella y sus compañeros se inclinan por los escritos de los ascetas cristianos, también incorporan saberes emparentados con la meditación; incluso, tomando otras perspectivas religiosas. Así sostenía Alina esta idea,
Leemos libros de budismo Zen. Hay uno que me recomendó mi psicólogo que es Budismo Zen y Psicoanálisis que es de [Eric] Fromm y después Mente Zen, Mente de Principiante de [Shunryu] Suzuki […] Después estamos leyendo de otro autor que es Ken Wilber que hace de psicología transpersonal… pero nada con religión, sí con espiritualidad y mucho. Buscando al espíritu en todos lados pero fuera de la religión, de alguna religión…
Las lecturas no se limitan a escritos cristianos sino que incluyen la práctica de lo que Michel Foucault (1991) entendió como “tecnologías del ser”, ligadas al catolicismo como a otras tradiciones religiosas. El aprendizaje de los escritos y las costumbres de los monjes cristianos primitivos pasa más por rescatar la dimensión experiencial, en la acepción de una indagación y exploración inventiva, que por una racionalización teológica de la práctica. La imaginación ritual puesta en escena en estos casos transita esta misma avenida. En las descripciones de la meditación suele resaltarse el valor del silencio colectivo como una fuerza para la transformación interior.
A mi me gustó eso de la oración, el silencio, de la oración contemplativa ¿no? De llegar a tener un encuentro, realmente… estar con Dios, llegar a tener una experiencia de Dios, con la oración en silencio que me parece que es la única forma y no tanto de la charla, sino buscarlo interiormente.
La comparación con el culto litúrgico habitual en la iglesia –central en cuanto a la topología del paisaje católico que planteo en este estudio– sugirió un contraste con esta forma de meditación. “[Las oraciones] ahora cuando voy a la misa trato de decirlas interiormente, o sea que sintiéndolas, y sabiendo qué es lo que estoy diciendo, ¿no? A veces uno las dice como mecánicamente, como rezás el padrenuestro”. La práctica concreta de la meditación consiste en la repetición de una palabra a modo de mantra; proceso que persigue la supresión de imágenes mentales y pensamientos para favorecer el “dejarse ir”. El movimiento propone el término maranatha, que viene del arameo y significa “ven, Señor”. Se dice que la palabra reconoce criterios importantes como el ser sagrada, única, que está en otro idioma, y que posee un ritmo silábico uniforme; pero en realidad, bajo estos mismos criterios, aceptan que podrían sugerirse otras alternativas. A los fines de su implementación cotidiana sugieren meditar por la mañana y por la tarde individualmente, y organizar encuentros grupales semanales. La prédica insiste sobre la necesidad de consolidar su hábito doméstico como rutina en casa, resaltando el valor de un espacio fragmentado no centrado ni en el templo ni en los ámbitos que congregan la práctica semanal. Si bien el desarrollo doméstico de la meditación es recomendado a cada uno de quienes meditan, Meditación Cristiana impulsa un cenobitismo secular que implica llevar algunos de los saberes y prácticas de los ascetas cristianos primitivos a la vida diaria. Tal como lo afirmó John Main, “la meditación crea comunidad”; por eso los meditadores consideran al grupo como algo que apuntala el hábito personal. El mismo celo cae sobre las reuniones semanales en parroquias o domicilios privados.
Podemos decir que los antecedentes de los grupos de oración se remontan a los primeros cristianos. Ellos también se reunían en las casas. Este reunirse para orar formó la koinonia o interacción social y la comunión, marcas que distinguían y fortalecían a la iglesia primitiva. Es decir, el grupo de meditación es una comunidad de fe muy parecida a la comunidad de los primeros cristianos de la época de San Pablo. (http://meditacioncristianagrupos.blogspot.com/2008/11/antecedentes.html.)
La búsqueda
de una profundización del trabajo interior se complementa con la formación de
una organización en pequeños grupos de meditadores organizados, lo cual destaca
la capacidad de los laicos en la autogestión. Dado que la meditación –a
diferencia de la contemplación– no se asocia al espectro litúrgico corriente de
la iglesia, el mismo director del movimiento previno sobre que ciertas
dificultades se presenten al querer instalar en las parroquias grupos de
meditadores[4]. En
la actualidad, encuentran lugar en templos e institutos religiosos como “en varias casas
particulares”[5]. Aquella exhortación
obedece a que la meditación suele ser asociada al universo de
En la iglesia también está desde hace muchísimos años la meditación o la oración en silencio que estuvo siempre y es como que ahora no existe… sí existió. Por eso la gente por ahí se vuelca al budismo buscando esa parte cuando nosotros en la iglesia también lo tenemos…
Es necesario remarcar que la meditación es coordinada por laicos, y el sacerdote no es requerido para su realización. No se la ve como un reemplazo excluyente frente a la participación litúrgica convencional; como la eucaristía que pertenece al domino del ministerio sacerdotal. Pese a que se la expone como una forma de oración basada en el silencio con base en el cristianismo primitivo, no recibe aun una aceptación extendida del clero. En los últimos años Meditación Cristiana ha venido publicando libros que procuran comprender el significado y utilidad de la meditación en la tradición cristiana para su uso en la vida cotidiana y no solo como una técnica espiritual. La narrativa sobre la meditación, al igual que la experiencia ritual monacal, constituye el vehículo de un saber alternativo frente a los hegemónicos.
Conclusión: los relieves
de la diversidad
El artículo extiende una perspectiva
epistemológica de la religión ya formulada en un trabajo anterior (Ludueña,
2001). La idea de centro y periferia propone una mirada holística que integra
las distintas formaciones religiosas en una superficie extensa y compleja,
habitada por actores y narrativas asociadas a diferentes capitales simbólicos,
atravesados tanto por la historia como por el poder. Se trata de una topología
de la diversidad no excluyente, o eventualmente complementaria a otras ya
existentes. Los paisajes religiosos presentan procesos de construcción de
alteridades que no se dan, solamente, en las relaciones de las configuraciones
entre sí sino dentro de los mismos territorios definidos por cada una de las
religiones. A la luz de la dinámica reciente del catolicismo, se asiste
a una renovación silenciosa por medio de movimientos centrados en torno a una
espiritualidad aggiornada más
participativa, experiencial y centrada en la recuperación de tradiciones
cristianas cuyas expresiones más visibles y difundidas no agotan otras más
minoritarias y subterráneas. Pese a estos cambios que involucran una migración
en las creencias, sostengo que en el plano más global existe mudanza religiosa sin renuncia cosmológica; y lo mismo de su
contrario, es decir, permanencia institucional sin monopolio cosmológico. A causa
de ello, sea por la adscripción o la apropiación de los símbolos, el grueso
actual de quienes dialogan con el catolicismo lo hacen más desde las periferias
que desde el centro. Algo destacable sucede con los movimientos que
asumen la meditación como piedra angular de su actividad ritual y narrativa; no
es necesario ser católico ni mucho menos practicante para realizarla. Esto
representa un giro respecto del modelo de un centro que apuntala su acción y
discurso sobre la afirmación de una fuerte pertenencia identitaria que, como
dije al inicio de este trabajo, puede notarse en la recitación litúrgica del
credo. La permanencia cosmológica
en adherentes al catolicismo que nunca desistieron del todo a un conocimiento
que hablara de Cristo, valoriza la topología que recupera lo epistémico. Por
otro lado, tiene por correlato una identidad que no se define tanto por la
participación o compromiso institucional, como por la empatía semántica con
determinado saber religioso.
Hay dos aspectos que apuntan a consolidar
la ubicación de una senda religiosa en el mapa geopolítico del conocimiento.
Primero, el sitio estructural sea en la jerarquía o en los espacios diseñados
para el ejercicio del poder; segundo, la propuesta o invitación ritual y
cosmológica. La confluencia de algunos de estos elementos o de todos ellos en
simultáneo define la distancia de un centro que deviene en transmisor de la
experiencia canonizada. Los monjes pueden estar próximos al primer criterio
pero, seguramente, no lo están del segundo. Los grupos de meditación están
alejados de los dos. La discursividad es el terreno sobre el que se visibilizan
estos elementos que permiten reconstruir la topología de un paisaje religioso.
Las periferias son territorios preferenciales para mostrar no solo las
porosidades de esa superficie, sino para el despliegue de la imaginación
simbólica y la agencia dirigidas a resemantizar las discursividades centrales y
favorecer la edificación de pluralidad interior.
En los casos tratados, el desarrollo
de un saber sui generis –materializado en rituales,
narraciones y experiencias– que no se corresponde con la iniciativa dominante promovida desde el
centro, los convierte en sujetos reflexivos con agenciamiento para la invención
de sentidos alternativos. Las tecnologías de significación no son
exclusivas de las estructuras centrales; las periferias hacen usos artesanales
de ellas dando origen a prácticas y sentidos que someten a prueba sistemática a
los dispositivos institucionales de gobernabilidad religiosa. Un enfoque apoyado sobre esta
dimensión, debe servir para comprender como se generan, circulan, combinan y
apropian saberes que dan lugar a discursos descentrados.
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Notas
[1] Quedan fuera de
este análisis las divergencias existentes en estos lugares centrales, así como
en una escala más amplia las relaciones con otras adscripciones religiosas.
[2] Para este análisis entiendo el poder como la capacidad de ciertos actores y/o instituciones de construir y establecer discursos autorizados y legítimos; así como la competencia orgánica para divulgarlos y hacerlos cumplir a través de distintas tecnologías institucionales. En el punto 3 volveré sobre el tema del poder para hablar de un poder de agencia y otro de estructura.
[3] “Señor ten piedad, Cristo ten piedad, Señor ten piedad”.
[4] Ver,
[6] Se reconocen varias formas de oración, como las de petición, intercesión, acción de gracias y alabanza. Respecto a su modo de expresión, está la oración vocal, la meditación y la oración de contemplación (Catecismo, 1992, pp.594-598).