Acerca del clivaje religioso en la historia argentina. Surgimiento y disolución de la Unión Católica

Juan M. López Fidanza*

*Licenciado en Teología Sistemática (UCA). Docente UCA. Correo electrónico: juan_lopezfidanza@uca.edu.ar

Artículo recibido 02-05-12  Artículo aceptado: 12-09-12

 

Resumen

Diversas teorías se han postulado sobre el surgimiento de los partidos políticos. Entre ellas, algunas remarcan el rol de los conflictos en este proceso. De los momentos de la historia argentina en los cuales tuvieron lugar enfrentamientos de tipo político-religiosos, solo los enfrentamientos de la década de 1880 y los que llevaron a la caída de Perón podrían haber devenido clivajes generadores de un partido católico que entrase en la arena política para defender las aspiraciones del catolicismo. En el presente trabajo, mi análisis se detendrá únicamente en el enfrentamiento de católicos y liberales de fines del siglo XIX. Tras presentar el conflicto, se estudia la reacción católica y, finalmente, se analizan los motivos que impidieron que el partido católico prosperase.

 

Palabras clave: Partidos políticos; Catolicismo; Secularización

                                                                                            

Abstract

Several theories have been exposed to explain the emergence of political parties. Among them, some of these underline the role of conflict in this process. In the history of Argentina, only the political-religious clashes which took place in the late nineteenth century f these ida,d finally analyzes and those of the end of Peron's second presidency could have become a Catholic party generator. In this paperilla (España), 2006, my analysis will focus only in the first of these events. After presenting this issue between catholics and liberals, I study the catholic reaction and, finally, I analyze the reasons that prevented the Catholic party prosper.

 

Keywords: Political parties; Catholicism; Secularization

 

Introducción

Se han formulado muchas teorías sobre el origen de los partidos políticos. Entre ellas, algunas remarcan el rol de los conflictos en este surgimiento. A lo largo de la historia de nuestro país pueden destacarse diversos momentos en los cuales tuvieron lugar enfrentamientos de tipo político-religiosos. Entre ellos deben mencionarse, en primer lugar, los choques entre católicos y liberales en la década de 1880 con motivo de las leyes modernizadoras que las presidencias de Roca y Juárez Celman llevaron adelante. En segundo término, el enfrentamiento del presidente Marcelo T. de Alvear con el nuncio apostólico Giovanni Cardinale, quien defendía el rechazo vaticano a la postulación alvearista de Mons. De Andrea a la sede arzobispal porteña, conflicto que derivó en la expulsión del nuncio. En tercer lugar, el feroz enfrentamiento que tuvo lugar al final de la segunda presidencia de Perón entre este y la Iglesia Católica. También debe tenerse presente los debates y tensiones que tuvieron lugar durante la presidencia del Dr. Alfonsín, cuyos hitos más visibles fueron las disputas en torno a la educación y el divorcio vincular. Por último, deben señalarse los recientes conflictos con el kirchnerismo, en torno al caso Baseotto en primer lugar, y luego debido al apoyo tácito al matrimonio igualitario.

De todos los sucesos mencionados, a mi juicio solo los enfrentamientos de la década del ’80 y los que llevaron a la caída de Perón podrían haber devenido clivajes generadores de un partido católico que entrase en la arena política para defender las aspiraciones del catolicismo. En el presente trabajo mi análisis se detendrá únicamente en el enfrentamiento de católicos y liberales de fines del siglo XIX, dejando el estudio del período peronista para futuras investigaciones.  

Para tal cometido, en primer lugar presentaré sucintamente la teoría de los clivajes formulada por Lipset y Rokkan. A continuación mencionaré los conflictos religiosos previos que registra nuestra historia. Me centraré luego en los conflictos de la década de 1880, presentado sucintamente las medidas liberales y la consecuente reacción católica. A partir de estos elementos analizaremos los motivos que impidieron que el partido católico prosperase.

 

Sobre el surgimiento de los partidos políticos

Diversas teorías se han postulado sobre el surgimiento de los partidos políticos, tales como las institucionalistas, las de crisis y las del desarrollo -o de la modernización- (Malamud, 2003). Para este trabajo, nos interesa la línea desarrollada por Martin Lipset y Stein Rokkan en su artículo Party Systems and Voter Alignements: Cross-National Perspectives [1967]. Este es el primer estudio comparativo que aportó una teoría que vincula la estructura social con el sistema de partidos, el cual es considerado un texto clásico de la sociología política. En el mismo, los autores ensayan una aproximación macro-sociológica a partir de los patrones de conducta observados en los sistemas de partidos de la Europa desde la formación de los estados nacionales hasta los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El surgimiento y la posterior estabilidad de los diversos que partidos políticos en Europa occidental de la posguerra es explicado a través de clivajes sociales básicos.  El concepto de “clivaje”[1] alude a principios alrededor de los cuales se estructura –por división- el campo político de una determinada sociedad, siendo los principales: clivajes étnicos, religiosos, de clase o ideológicos. Su tesis central: los partidos políticos surgen como expresión conflictos sociales que perduran en el tiempo y polarizan a la población. Así, los partidos políticos son considerados agentes de conflicto a la par que instrumentos de integración, en la medida que los entienden como “alianzas en conflicto sobre políticas y fidelidades a valores dentro de un cuerpo político más amplio” (Lipset & Rokkan, 1992, p. 235). Los mismos tienen una función expresiva -traducir ‘los contrastes de la estructura social y cultural en exigencias y presiones para la acción o no acción’- así como funciones instrumentales  y representativas –forzando a los representantes de las distintas posturas a alcanzar acuerdos, escalonar peticiones, presionar- (Lipset & Rokkan, 1992, p. 236).

La teoría de Lipset y Rokkan postula dos ejes en cruz: el territorial cultural-territorial En el primer eje, el extremo l (latencia) presenta las oposiciones de tipo regional al poder central, ya culturales o étnicas, ya por oposición de intereses. El extremo superior o (objetivos) refleja los conflictos dentro de la elite dominante: por el dominio del poder o por el modelo de nación a desarrollar. Los conflictos planteados por el eje funcional trascienden la geografía y mancomunan individuos de igual orientación respecto a un tópico a lo largo del territorio, en detrimento de coaliciones meramente locales. En el extremo a (adaptación) se visibilizan los conflictos de tipo económico por el reparto de ganancias, recursos, oportunidades (patronos vs. empleados, propietarios vs. arrendatarios, productores, vs. consumidores, etc.). En la medida en que se acerca al extremo i (integración) mayor es la cohesión del grupo de igual ideología y más presente se hace la lógica amigo-enemigo. En este subcuadrante se desarrollan los conflictos de tipo ideológico y religioso, que tratan sobre la verdad moral o sobre el destino del hombre y la interpretación de la historia. La pertenencia a alguno de los grupos en pugna en estos conflictos supone una “lealtad difusa de «jornada completa»” bajo un continuo control de impurezas para proteger el movimiento (Lipset & Rokkan, 1992, p. 242). Habitualmente los referentes empíricos de estos conflictos no recaen en uno de los extremos de los ejes, sino que tienen componentes de diversas oposiciones de modo yuxtapuesto. En primer lugar se dan los conflictos en torno al eje territorial, dado que las oposiciones funcionales pueden desarrollarse una vez consolidado territorio nacional. Desde una perspectiva histórica –y pensando desde Europa principalmente-, los autores asocian estos clivajes a dos revoluciones: la nacional y la industrial. Producto de la revolución nacional son el conflicto entre el poder central que construye la nación y los grupos periféricos que pierden poder en tal construcción, así como la oposición entre los intereses centralizadores del Estado y los privilegios adquiridos e intereses de la Iglesia local. Ligadas a la revolución industrial aparecen los conflictos entre propietarios y trabajadores, sumados a la puja industriales y terratenientes (Lipset & Rokkan, 1992).

El clivaje religioso supone en el enfrentamiento entre dos pretensiones totalizadoras: las del Estado central y las de la Iglesia establecida.[2] No es un problema económico, al modo de la desamortización de Mendizábal en España o de la lucha por el financiamiento público de las actividades eclesiales, sino del control simbólico y normativo. Cada uno de estos actores se entiende a sí mismo con un rol central en la sociedad y las pretensiones del otro son percibidas como invasivas y amenazantes. Muchas de las funciones desempeñadas por la Iglesia por delegaciones históricas o por el modo en que entiende su propia misión, son reclamadas por el Estado para su fortalecimiento. Mencionemos algunos ejemplos históricos clásicos, repetidos en muchas sociedades. El registro de los habitantes no realizarse en los libros bautismales. El matrimonio debe ser un modo de unión bajo potestad civil, más allá de la posibilidad del divorcio. El patrón de ‘normalidad’ debe someterse a criterios de funcionarios médicos y no religiosos. Las obras de asistencia pública deben tener por actor al Estado. Los funerales y cementerios, en cuanto utilidad pública, deben pertenecer a la órbita estatal (Lipset & Rokkan, 1992, pp. 246-247). Pero el principal trofeo de batalla, en clara ligazón con las estructuras de latencia –que se encargan de la reproducción de los modelos sociales-,  fue la educación. Tanto la Iglesia como el Estado eran concientes de que su capacidad de influencia estaba ligada a la generación de nuevos ciudadanos/fieles. Uno remarcará la educación como una cuestión de interés público, el otro priorizará el derecho de los padres a elegir la educación de los hijos. En los distintos escenarios de cada sociedad, el avance del Estado sobre estas cuestiones generará reclamos de la Iglesia y movilización de sus fieles. Con la ampliación del voto masculino, y luego el femenino, en muchos países este clivaje llevará a la creación de partidos políticos.

Para el caso del partido católico surgido de las disputas políticas de la década de 1880, esta perspectiva teórica creemos que es útil, aunque debe aclararse que la utilizaremos de un modo analógico. Tal como se verá en el desarrollo de este artículo, por estos años tuvo lugar un enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia católica en disputa por los campos ya mencionados. Sin embargo, esta pugna no dividió en dos bandos a la sociedad. ‘Lo liberal’ impregnaba prácticamente la totalidad de la elite, así como ‘lo católico’ marcaba a prácticamente toda la sociedad incluida la elite, con excepción de un número reducido de individuos de activa participación política. Este conflicto dio lugar a dos identidades políticas que se enfrentaron en la prensa, en los debates parlamentarios y, en menor medida, en las urnas. Pero la pugna no polarizó a la totalidad de la sociedad argentina. De ahí, que no podamos utilizar el concepto de clivaje siguiendo a Lipset y Rokkan más que de modo análogo. Pese a esto, nos parece que aporta una perspectiva desde la cual pensar el surgimiento del partido católico y preguntarse por los motivos de su posterior desaparición.

Por último, una cuestión metodológica. Las leyes electorales y, aún más, las prácticas fraudulentas asociadas que marcaron a la vida política argentina hasta 1916, entre otros factores,  distorsionaron este campo imposibilitando la aparición de partidos modernos y competitivos. Particularmente durante esta década, con la centralización realizada por Roca -que aprovechó la alianza entre Partido Autonomista y el Partido Nacional- y heredada por Juárez Celman, el escenario político se reduce a un partido único en el cual se resuelven las internas a través de alianzas, reparticiones y, también, traiciones. Por fuera del Partido Autonomista Nacional (PAN), únicamente se encuentran un par de  ‘aglomeraciones’ opositoras (Alonso, 2000). Estos partidos son de extrema labilidad, carentes de solidez institucional y sometidos a fuertes personalismos. El experimento político católico de esta década no escapará a estas circunstancias. De este modo, el estudio del accionar de los católicos en política supone enfocarse particularmente en una docena de ‘trayectorias’ personales, de modo de poder encontrar trazas (inicialmente, muchos dentro del PAN, luego en la Unión Católica, finalmente, dispersos en las facciones de la Unión Cívica) que compongan un cuadro completo.

 

Antecedentes del clivaje religioso en la historia argentina

En tiempos coloniales, si bien no han faltado conflictos políticos vinculados con la esfera religiosa –baste mencionar las escandalosas disputas entre el obispo Francisco de Vitoria y el Gobernador de Tucumán, Ramírez de Velasco- la institución del Real Patronato armonizaba las relaciones entre el poder cívico y el religioso. La corona española garantizaba la evangelización y la provisión de cargos eclesiásticos. En el nuevo mundo se reproducía el régimen de cristiandad, de modo que altar y trono se entrelazaban y donde la religión unánime era, sin posibilidad de elección, el catolicismo.

Los problemas comenzarán con la independencia: la desaparición de dicho régimen de cristiandad está en marcha. Las primeras tensiones de importancia en torno a este clivaje tendrán lugar con la reforma eclesiástica rivadaviana. Durante el gobierno de Martín Rodríguez, su ministro de Gobierno, Bernardino Rivadavia, encaró una modernización del Estado de la provincia de Buenos Aires a través de una serie de reformas en el ámbito político, militar, económico, educativo y religioso. En el caso de la reforma eclesiástica, buscó centralizar la actividad en el clero secular, dependiente del gobierno según su interpretación del Real Patronato. Por otro lado, en miras a reforzar las arcas públicas, se ordenó la confiscación de diversas propiedades eclesiásticas.  Estas medidas generaron un gran descontento en personas que entendieron esta reforma como un ataque contra la Iglesia, realizado por un grupo de anticlericales de orientación iluminista.[3] Junto con algunos otros descontentos, particularmente militares pasados a retiro, se intentó en marzo de 1823 una asonada denominada la "revolución de los Apostólicos", la cual fue rápidamente sofocada. En estos sucesos, el clivaje clerical-anticlerical careció de fuerza para una división permanente debido a la coyuntura –que hacía de este tema uno menor entre otros de mayor importancia- y a la debilidad de la institución eclesial –desprovista de obispos, con un clero dividido por sus opiniones políticas, con escasos aportes de diezmos y desangrada por los saqueos sufridos-.

El proceso de organización nacional y los debates de la asamblea constituyente dieron lugar a que el clivaje clerical-anticlerical pudiera activarse. El proyecto de país que se fue perfilando para mediados del s. XIX incluía en su trazado ideal habitantes provenientes del norte de Europa, particularmente de origen sajón, suponiendo por ello religiones posiblemente distintas a la católica. Muchos debates se dieron en torno al tema religioso al tratar la redacción de la Constitución. Al menos tres líneas estuvieron en discusión respecto del tema religioso: una postura ‘intransigente’, que sostiene una defensa a ultranza respecto de la exclusividad del catolicismo; una propuesta ‘galicana’, que defiende la vigencia del Patronato y su ejercicio por el Estado; y una línea ‘liberal’ deseosa de separar totalmente religión y estado en pos de la libertad de culto (tal como propusiera Echeverría en el Dogma Socialista). El texto resultante será una solución de compromiso entre las diversas líneas. Así, se declara la libertad de culto (arts. 14 y 20)[4] -liberales-, se manda el ejercicio del Patronato Nacional (arts. 2, 73, 85) [5] –galicanos- y se autoriza tácitamente a las provincias para adoptar una religión oficial en caso de quererlo –intransigentes- (Di Stefano, 2011b, pp. 10-12).  La Constitución de 1853 constituyó una transacción: la libertad –ya no tolerancia–de cultos convivía en tensión con el estatuto privilegiado que se otorgaba a la Iglesia Católica” (Bianchi, 2004, p. 44). Si bien algunos católicos, descontentos con el texto final, llamaron a desconocer esta ‘nueva y fallida versión de la deseada Constitución’, la mediación de diversos fieles y prelados, particularmente Fr. Mamerto Esquiú, lograron desactivar esta oposición. Sin embargo, quedaron latentes los conflictos resultantes de las tensiones internas del texto constitucional. Gran parte de los debates de los ’80 tendrán que ver con dos lecturas contrapuestas sobre ‘el espíritu de la Constitución’ (Di Stefano & Zanatta, 2000, pp. 359-360).

 

Las reformas liberales.

El conflicto religioso más fuerte del siglo XIX será el enfrentamiento del Estado con la Iglesia en el marco del fortalecimiento del gobierno central a partir de la primera presidencia de Julio Roca. El Estado constituido a partir del compromiso constitucional sufría constantes inestabilidades a partir de las tensiones que recorrían el eje territorial señalado por Lipset y Rokkan: a las oposiciones de tipo regional (l) –resabios de casi un siglo de batallas entre las provincias- se sumaban los conflictos dentro de la elite gobernante (o). Así, los sucesivos gobiernos nacionales debieron enfrentar planteos regionales, como los fueron los del entrerriano López Jordán o del bonaerense Tejedor, a la par que debían practicar un difícil equilibrio para mantener unida la coalición que los llevaron al poder. Al asumir la presidencia, Julio Roca decidió atacar de raíz esta debilidad crónica del gobierno central haciendo uso de todas las prerrogativas de las que gozaba constitucionalmente amparado en el apoyo de la Liga de Gobernadores y del Ejército (Botana, 1977). En este contexto, en 1880 se sucedieron vertiginosamente una serie de medidas tendientes a fortalecer el poder central: se federalizó la ciudad de Buenos Aires –debilitando a la provincia más poderosa-, se suprimieron las milicias provinciales, se centralizó la emisión de moneda, a la par que se organizó y acrecentó el aparato público (Gallo, 2000). Una vez resueltos los conflictos del ‘eje territorial’, se activaron aquellos que tenían que ver con el ‘eje funcional’. Si bien hubo oposiciones de intereses concretos (a), el modelo agroexportador se imponía a partir de una sumatoria de factores encadenados: demanda internacional, aumento de la disponibilidad de tierras, inmigración. Será el polo de las oposiciones ideológicas (i) donde se darán los combates, particularmente entre los ‘liberales’ –a cargo del gobierno- y los ‘católicos’ defensores de una Iglesia que parecía destinada a ceder prerrogativas frente a un Estado decidido a ejercer todo el poder que la Constitución le otorgaba –y a ejercer el rol que los pensadores liberales le asignaban-. En pocos años los diversos tópicos señalados por Lipset y Rokkan (1992) entraron en disputa: el registro poblacional, el matrimonio, la asistencia pública, los cementerios, la educación. Las ideas europeas impactaban en la elite local, especialmente el modelo de la Tercera República Francesa (Ghio, 2007; Di Stefano, 2011b).

Estos enfrentamientos habían sido preanunciados en diversos sucesos de los años previos. El mundo católico empezaba a verse marcado por un clima antiliberal propiciado desde Roma, del cual el Syllabus y de la encíclica Quanta Cura de Pío IX son sus mejores exponentes.[6] Esta tendencia cobra mayor fuerza en la iniciativa vaticana de tener una mayor presencia en las iglesias latinoamericanas y buscar su ‘normalización’ (Di Stefano & Zanatta, 2000). Las iniciativas laicistas, a su vez, tenían sus primeros exponentes. En 1868, la instauración del matrimonio civil y el proyecto de secularización de cementerios por parte de Nicasio Oroño en Santa Fe es uno de los primeros casos testigo. En 1871, el escenario del nuevo enfrentamiento entre católicos y liberales fue la Convención Constituyente de la Provincia de Buenos Aires. En 1875, el incendio del Colegio del Salvador, corolario de una marcha de protesta por la cesión de las parroquias de La Merced y San Ignacio a los jesuitas, reavivó el conflicto (Di Stefano & Zanatta, 2000). Asimismo, se sucedieron en distintos lugares del país significativas agresiones a clérigos, como ser el salesiano P. Juan Cagliero en la Boca o al Obispo de Paraná, Mons. Gelabert, incluyendo el asesinato del Pbro. Tomás Pérez en la ciudad de Buenos Aires en 1880.

Debe hacerse una precisión respecto de la propiedad de las denominaciones que se utilizan para nombrar a los polos de este enfrentamiento, dado que ambos términos –liberal, católico- en la época no son tan fácilmente separables. Cuando nos referimos a ‘los liberales’, hacemos referencia al grupo que, alineado con el gobierno, apoya las medidas de corte laicista que presentaremos en breve. En rigor, estas medidas fueron mayormente de tipo regalista y no de tono propiamente liberal (que bregasen por un estado religiosamente neutro). En este grupo tendremos exponentes de un pensamiento propiamente liberal, galicanos –los más abundantes- y librepensadores–positivistas (Di Stefano, 2011b).[7] Salvo miembros extremos de este último grupo, todos ellos se consideran católicos. Pero dicha adscripción religiosa –proceso de secularización mediante- es reservada a la esfera privada de sus vidas, sin incidir en su actuación pública. Cuando hacemos referencia a ‘los católicos’, señalamos a las personalidades públicas que entendieron su identidad católica en un sentido que incluía lo político como modo de defender las prerrogativas de la Iglesia de las cuales ellos entendían era despojada injustamente. Su religión trascendía la vida privada y se proyectaba en su actuación pública. Con matices, prácticamente toda la elite política argentina de esos años podía ser catalogada de liberal. Los dirigentes de acentuada identificación católica participaban de este ideario liberal de un modo moderado –con influencias de la Segunda Republica (Ghio, 2007)- disintiendo de la concepción que los ‘liberales’ más extremos tenían respecto de los temas religiosos. Con el embate romano al liberalismo, por un lado, y los conflictos religiosos suscitados por liberales más extremos que entraron en el gobierno de Roca en su primera renovación ministerial, por otro, estas figuras fueron distanciándose del liberalismo y entendiendo su identificación católica en un sentido que incluía necesariamente lo político. Un buen ejemplo de este proceso lo tenemos en una de las principales figuras del polo católico: José Manuel Estrada. De posiciones claramente liberales (Segovia, 2002), con influencia de Montalambert a través de Félix Frías, el mismo irá evolucionando en sus ideas hasta tomar una postura que será acusada de ultramontana. En términos cuantitativos, lo que denominamos ‘la elite’ era un grupo reducido de personas, entre las cuales los activistas católicos y laicistas no sumaban muchos más que una veintena. Serán estos lo que sostengan los acalorados debates parlamentarios y enfrentamientos en la prensa –ámbito en el que las fuerzas ‘liberales’ fueron mucho más fuertes que las católicas-. El problema tendrá su costado álgido cuando las ideas laicistas encuentren eco en el gobierno y se concreten en políticas públicas.

Los primeros enfrentamientos que llevó delante el gobierno del general Roca tuvieron  como destinatarios a los poderes provinciales, sin tocar temas religiosos.[8] Con el ingreso del Dr. Eduardo Wilde –de públicas posturas laicistas- como Ministro de Justicia, Culto e Instrucción en reemplazo del renunciante Manuel Pizarro -asociado a las filas católicas-, empezarán los conflictos. El primer combate se librará con motivo del proceso de organización de la educación nacional. Debido a la federalización de la ciudad de Buenos Aires debían crearse los organismos que rigiesen la educación en los territorios federales. El 28 de enero de 1881, el Consejo Nacional de Educación es creado por decreto del Poder Ejecutivo. En dicho decreto se mandaba al recién creado Consejo presentar un proyecto de ley de  educación común. En este contexto, mientras era ministro Pizarro, se convocó a un Congreso Pedagógico. El mismo fue organizado por el ministro entrante, Wilde, y se realizó en 1882. Este contó con una mayoría liberal tras la retirada de gran parte de los representantes católicos -entre ellos, José Manuel Estrada, Miguel Navarro Viola, Pedro Goyena, Tristán Achával Rodríguez- quejándose de la violación de las pautas de trabajo establecidas por el mismo congreso (Auza, 1975). Entre sus conclusiones finales se encuentra la recomendación de eliminar la enseñanza religiosa en la educación pública. Este debate público fue un hito para ambos bandos: los liberales vislumbraron que podrían tener éxito en sus planes; los católicos percibieron que el panorama se ensombrecía y que carecían de estructuras políticas para resistir. El gobierno y el partido oficial tomarán matices ‘anticlericales’. En la sociedad civil se multiplicaban los clubes y medios de prensa liberales. En este contexto, muchos miembros católicos de la elite deciden poner medios en contra de esta dispersión. Tras su fallida participación en este Congreso, dos meses más tarde es fundado el diario La Unión, que por casi una década será el principal medio de comunicación católico que discutirá en la arena política con medios liberales como El Nacional y La Nación.[9] A la par, surgirá La Asociación Católica como punto de encuentro –en oposición a El Club Liberal-.

El parlamento discutía, por pedido del Poder Ejecutivo, un proyecto de ley de educación nacional. Los legisladores coincidían en la importancia de la educación para el futuro del país. La piedra de toque era el lugar de los contenidos religiosos en la misma. La comisión de Comisión de Culto e Instrucción Pública de la Cámara de Diputados preparaba desde fines de 1881 un proyecto de ley que pasó a debate parlamentario recién el 4 de julio de 1883. El proyecto fue duramente cuestionado por Onésimo Leguizamón, quien fuera presidente del Congreso Pedagógico, señalando que la enseñanza religiosa en las escuelas era inconstitucional por ser incompatible con la libertad de conciencias promulgada en la Carta Magna. De acuerdo con el espíritu constitucional, la escuela debería ser tolerante, sin imponer ninguna religión en particular. Le responderá una de las voces cantantes de las filas católicas: el diputado Pedro Goyena, quien defendió la constitucionalidad de dicha enseñanza debido al carácter católico del pueblo que reconoce la misma Carta Magna en su artículo 2°.  Así, se fueron sucediendo los discursos a favor o en contra del proyecto de la Comisión. Por los católicos se expresaron, entre otros, los diputados Tristán Achával Rodríguez, Goyena, Emilio de Alvear, Dámaso Centeno y Mariano Demaría;  por los liberales lo hicieron Luis Lagos García, Emilio Civit, Delfín Gallo y el ministro Wilde. La primera parte del debate finalizó con el rechazo del proyecto de ley preparado por la Comisión que permitía la enseñanza religiosa en el aula pública (Auza, 1975).

Los debates parlamentarios se continuaban en la esfera de la opinión pública. En los medios liberales, hombres públicos como Mitre y Sarmiento, escribían desde La Nación y El Nacional, respectivamente,  así como José C. Paz lo hacía desde La Prensa. A estos nombres debe sumarse a Pablo Groussac, Carlos Pellegrini, Lucio V. López, Estanislao S. Zeballos y Roque Sáenz Peña. Por el lado de los católicos, en las columnas de La Unión respondían José Manuel Estrada y Pedro Goyena. En este contexto, el sucesor provisorio de Mons. Squiú en el obispado de Córdoba, el vicario capitular Mons. Gerónimo Clara, emite en abril de este año una carta pastoral prohibiendo a los católicos a enviar a sus hijos a la Escuela Normal de dicha ciudad debido a que la misma había sido encargada a maestras protestantes norteamericanas traídas por el gobierno.[10] Esta medida exaspera al gobierno que, ejerciendo el Patronato, suspende a Clara en sus funciones. El apoyo brindado a este por el obispo de Salta y los vicarios de Santiago y Jujuy hizo extensiva esta suspensión a ellos, a la par que pierden sus cátedras universitarias García Berrotarán, Castellanos y el juez Rafael Morcillo en Córdoba, mientras que en Buenos Aires la misma suerte corrían Estrada y meses más tarde Goyena. Un intento de mediación de las maestras fue sancionado por el gobierno. La Nación se opuso al rigor gubernamental, mientras que en El Nacional Sarmiento defendía al gobierno, así como los senadores Pizarro y del Valle criticaban la decisión oficial (Auza, 1975). Ningún juez se declaró competente para juzgar a Clara, por lo que la causa quedó irresoluta. Del mismo modo, la suspensión de los restantes dignatarios eclesiásticos no llegó a ser operativa (Auza, 1975; Di Stefano & Zanatta, 2000).

Volviendo al debate legislativo, su reapertura tuvo lugar con la presentación de un nuevo proyecto por parte de Onésimo Leguizamón, en el que se rescataban los resultados del Congreso Pedagógico. Este texto será el aprobado como ley 1420 el 8 de julio de 1884. Su artículo 8° determinaba que la enseñanza de la religión debía ser impartida por los ministros autorizados de los diferentes cultos a los niños de su respectiva comunión en un horario extraescolar con libre asistencia. La resistencia católica no logró su objetivo, pese a un recurso poco habitual para la época: juntó cerca de 180.000 firmas a favor de la enseñanza religiosa (Auza, 1975).

Los repudios católicos a la ley sancionada se multiplicaron: reclamos eclesiásticos, sermones, artículos en diarios, reuniones en clubes. Sin embargo, el hecho de mayor trascendencia tras la sanción de la ley fue el conflicto con el nuncio Luis Mattera que derivó en su expulsión y la suspensión de las relaciones con la Santa Sede. El delegado papal, tras sus manifestaciones contrarias a la ley de educación, fue advertido que podía únicamente expresar su opinión en ámbitos privados. Cualquier manifestación pública sería una inaceptable intromisión de un delegado extranjero en los asuntos internos del país. En octubre de este año y estando el delegado papal en Córdoba con motivo de la consagración del nuevo obispo, Mons. Tissera, Francisca Armstrong -directora de la Escuela Normal bajo interdicto- solicitó en una reunión junto a otras maestras que se levantase la pena canónica que pesaba sobre la escuela. Para esto, Mons. Mattera fijó una serie de condiciones que la directora elevó al gobierno, el cual reaccionó exigiendo formalmente explicaciones al representante papal. En sucesivas misivas se fue elevando el tono, hasta que se decretó la expulsión del nuncio. De este modo, el gobierno eliminaba a quien creía responsable de la reacción católica (Di Stefano & Zanatta, 2000). El presidente envió una carta a León XIII explicando la versión gubernamental de los sucesos. Pero estas razones no satisficieron, y se puso como condición para reanudar las relaciones la remoción de ‘las causas de las graves y justas preocupaciones de la Santa Sede’. Las relaciones quedarán suspendidas hasta 1899 (Auza, 1975).

¿Cómo explicar esta evolución del Presidente Roca para llegar a estas instancias? Sea por un cálculo político de Roca en el que buscaba medir su poder frente a uno de los pocos sectores que le hacían frente (Auza, 1975) o por la torpeza de los católicos que con su reacción provocó el apoyo del presidente a una serie de medidas que de otro modo no habría permitido (Malamud, 1997), el principal actor político de estos años fue dando lugar gradualmente a las peticiones del sector liberal más radicalizado, a la par que discernía el peso en las masas de la reacción católica. La inexistencia de dicha reacción popular lo confirmaba en su política. En un análisis detenido, diversas son las causas de este viraje laicista en la política roquista: su personalidad, el anticlericalismo de algunos colaboradores suyos, conveniencia política, pero por sobre todo, el afán de concentrar el poder en el Estado (Di Stefano & Zanatta, 2000).

En el annus horribilis del catolicismo se sancionará otra ley de corte laicista: la creación del Registro Civil por la ley de 1565 del 25 de octubre de 1884. La misma encomienda al Estado el registro de las personas, función delegada en la institución eclesiástica desde la organización nacional. El proyecto suscitó fuertes debates en el seno del Congreso Nacional, sin embargo fue aprobada para los territorios federales, así como sancionada por el presidente Roca y asumida por las provincias para sus jurisdicciones (Auza, 1975). Otras tantas medidas de esta tónica se sucedieron. Entre ellas, se eliminó del presupuesto las partidas destinadas al mantenimiento de los cinco seminarios diocesanos existentes en el país (Auza, 1975) a la par que el gobierno intervino la provisión de parroquias (Auza, 1975). En septiembre de 1886 cede al pastor anglicano Thomas Bridges ocho leguas en Tierra del Fuego para la evangelización de los aborígenes, en contradicción con el mandato constitucional de catequizar en la fe católica a los mismos (Auza, 1975). El último gran hito de esta oleada laicista fue la discusión y posterior sanción de la ley 2393 de Matrimonio civil. Debe señalarse que dicha ley ya denota una moderación en los embates anticlericales: la moción de incluir el divorcio vincular en la misma no prosperó (Auza, 1975).

 

La respuesta católica.

La Iglesia católica había sufrido enormemente el proceso emancipatorio. Desgajada de la Iglesia de España que la proveía de recursos humanos capacitados y aislada de la Santa Sede, debió enfrentar con sus propias fuerzas por más de medio siglo las vicisitudes locales. Con un clero deficientemente formado, escasos recursos económicos, una estructura excesivamente limitada y sufriendo los avatares de los constantes enfrentamientos entre caudillos, la Iglesia no pudo hacer poco más que subsistir (Ghio, 2007). Con la etapa de organización nacional, de a poco se fue fortaleciendo la estructura eclesial. Se retoma un cierto vínculo con el Vaticano, empieza a mejorarse la formación del clero y se recibe sacerdotes regulares europeos (Di Stefano & Zanatta, 2000). El comienzo de una mejor situación económica del país va redundando en las finanzas eclesiales a la par que el Estado, en cumplimiento del mandato constitucional, financia la edificación de nuevos templos, la creación y mantenimiento de seminarios y de diversas obras de la Iglesia (Bertoni, 2009). Todos estos factores ayudarán a una modernización de la Iglesia que acompaña los cambios que se dan en la sociedad tras la batalla de Caseros (Lida, 2005). Se advierte en las fachadas de los templos, pero también en el número de ellos, y en el trato de los sacerdotes con los fieles. La Iglesia empieza adoptar formas modernas de comunicación, siendo el mejor exponente la prensa católica en franca expansión. También la vida asociativa crece. Mientras que en la colonia ésta se reducía a una pocas y elitistas cofradías, ahora abundan diversas asociaciones (sean en torno a una obra -las clásicas ‘pro-templo’- o las de carácter étnico -en el marco de la inmigración-) fenómeno que también se verifica en el resto de la sociedad civil (Di Stefano et al. 2002). Así, las bibliotecas de barrio o el círculo de obreros no diferían de las parroquias en su oferta de conferencias, cursos, teatro, folletines o la impresión de libros económicos más que en su matiz confesional.[11]

Esta efervescencia, producto del momento histórico y que no puede restringirse únicamente a la Iglesia, coincide con el conflicto entre liberales y católicos. El culmen de este enfrentamiento tendrá lugar con la oposición católica a las medidas liberales ya descriptas. Los canales de dicha resistencia serán los típicos de la época: fundación de medios de prensa y creación de asociaciones. En este contexto nace el principal diario católico que hizo frente a la prensa de corte liberal, La Unión, fundado a mediados de 1882 por Estrada y Goyena.[12] Formaban parte del equipo de redacción Achával Rodríguez, Lamarca y Navarro Viola. Asimismo, recibían periódicas colaboraciones de Pizarro, Rafael García, Indalecio Gómez, Nicéforo Castellanos, Nicolás Avellaneda, Juan José Romero, Mariano Demaría y Luis Sáenz Peña. Estas colaboraciones eran siempre anónimas, asumiendo el diario la opinión vertida. El mismo se entendía como un medio de interpretar la realidad política, económica, social y cultural del país desde una clave católica, ofreciendo una versión alternativa a las muchas voces de orientación liberal del mundo de prensa de la época (Auza, 1975). En el campo de las organizaciones de la sociedad civil existían pocas agrupaciones católicas. En 1877 había sido fundado el Club Católico por Félix Frías. El mismo tenía una finalidad social. En 1883, con el apoyo de Mons. Aneiros,  un grupo de notables católicos –entre otros, Estrada y Goyena, junto a Tristán Achával Rodríguez, Manuel Pizarro, Alejo de Nevares, Apolinario Casabal, Santiago O' Farrell, Luis y Francisco Repeto- buscará modificar este perfil para tener un mayor impacto político, transformando dicho club en la Asociación Católica de Buenos Aires. Desde esta asociación se buscó defender la posición católica desde la prensa y la arena política frente al liberalismo del gobierno (Auza, 1975). Esta iniciativa porteña se multiplicó en las provincias creando una gran cantidad de asociaciones católicas.[13] Concientes de la necesidad de articular una red más amplia, se decidió la realización del Primer Congreso de Católicos Argentinos, iniciativa apoyada por Mons. Aneiros. Estrada realizó una gira por el interior para motivar la participación en el mismo. Más allá del impulso anímico que el mismo supuso y las relaciones que se crearon entre los protagonistas, el principal fruto del congreso fue la resolución de crear un partido que congregase las iniciativas católicas y el mandato a los creyentes de inscribirse en los padrones comicios para participar de las votaciones.[14] Era creada así La Unión Católica, integrada por miembros pertenecientes a las diversas asociaciones católicas del país (Auza, 1975). Muchos de estos actores políticos eran miembros hasta ese momento del partido oficial, pero habían ido distanciado sus posiciones por el conflicto religioso.

La Unión Católica comenzó a buscar un candidato para las elecciones de 1886. Bernardo de Irigoyen, que venía preparando su campaña, pretendió realizarla por dentro del PAN, con la esperanza de ser elegido por Roca como su sucesor –entretanto, este declaraba que no influenciaría en la elección-. Este hecho, y su condición de Ministro del Interior del gobierno ‘laicista’, llevaron al partido católico a desecharlo como candidato propio. Esta decisión produjo una división en las filas católicas, dado que muchos siguieron simpatizando con De Irigoyen. Solo cuanto tuvo certeza de no ser favorecido por el Presidente, este abandonó el partido oficialista. La Unión Católica buscó inicialmente un candidato de consenso de una coalición opositora. El partido Liberal de Mitre, las facciones de Rocha y de Irigoyen rechazaban esta opción. Esto llevó al Comité Nacional de la Unión Católica a postular la candidatura del Dr. José Gorostiaga, presidente de la Corte Suprema. Esta candidatura generó discusiones en el seno del partido, dado que la misma no surgió de un proceso de selección desde las bases. Las elecciones se avecinaban y Roca dejó entrever sus planes de ungir a su concuñado, Miguel A. Juárez Celman. La república restrictiva, en términos de Botana (1977), se manifestaba: la hegemonía gubernamental se mantiene por el control de la sucesión.  Con la certeza de que el  aparato oficialista trabajaría legal e ilegalmente a favor de este, los candidatos de la oposición decidieron renunciar a sus postulaciones y conformar una coalición que se presentase en las elecciones legislativas de febrero y las presidenciales de abril, encolumnados detrás de la candidatura del Dr. Manuel Ocampo. La escasez de tiempo y la eficacia de la maquinaria roquista impidieron que dicha candidatura pudiera tener alguna posibilidad. Sin embrago, lograron algunos escaños en la cámara de diputados, siendo electos Estrada y Goyena para ocupar un escaño en el Congreso por el partido católico (Auza, 1975).

Tras la elección, los partidos cayeron en una inacción. El grupo de Rocha se dividía y los seguidores de Irigoyen se dispersaban. El mitrismo se mantenía es su autismo. Las filas católicas acusaban el desgaste de cinco años de enfrentamientos y en varias provincias las asociaciones católicas caían en la inacción y muchos diarios confesionales dejaban de imprimirse. Ayudaba a este fenómeno la política conciliadora que en un primer momento tuvo el nuevo gobierno con la Iglesia.[15] En este clima, fracasó la moción de realizar un segundo congreso de católicos, así como la presentación de una candidatura de la Unión Católica en las elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires (Auza, 1975).

Los abusos del denominado Unicato y los desmanejos en el área económica fueron fustigados por el grupo católico desde La Unión, desde donde se llamaba a un cambio de rumbo. Estas esperanzas de cambio se concretaron en el surgimiento de la Unión Cívica de la Juventud en el meeting del Jardín Florida, del que participaron jóvenes de la facción católica y al que adhirieron referentes de la Unión Católica. Esta nueva iniciativa política formó un intenso movimiento de opinión. Constituido por una juventud que deseaba el perfeccionamiento de las instituciones y con vocación de alcanzar el poder, adoptaba el mismo discurso principista y moralista que el partido católico -a excepción de los elementos confesionales- lo cual atrajo inmediatamente las simpatías católicas. En los meses siguientes se sucedieron reuniones privadas en las que se fueron tejiendo las alianzas que incorporaron a diversas figuras que diesen gravitación a la agrupación juvenil así como adhesión en el interior. Las principales figuras de la oposición -entre ellas los católicos Estrada, Goyena, Navarro Viola, Luis Sáenz Peña y Gorostiaga- formaron parte de de los órganos directivos de la nueva agrupación política. El nuevo partido –o coalición de partidos, no era un tema definido- decidió no presentarse a las elecciones legislativas de febrero de 1890 por no haber podido preparar la elección y por la imposibilidad de inscribirse en el padrón electoral. En muchos de los miembros más activos se deslizaba un interrogante: ¿se puede alcanzar el poder por las urnas estando de por medio el fraude? La opción por la revolución comenzaba a sumar adeptos. En este contexto se realizó el 13 de abril de 1890 el meeting del Frontón que constituyó la Unión Cívica. Nuevamente entre los oradores, la mitad pertenecían a los principales referentes católicos. La unión al nuevo movimiento por parte de una facción disconforme del ejército hizo posible la denominada Revolución del Parque (Auza, 1975). La revolución fue derrotada pero Juárez Celman, sin apoyo, debió renunciar. Es sucedido por su vicepresidente Carlos Pellegrini quien contaba con el apoyo de Roca, que retenía el ministerio del interior. Con la continuidad del roquismo y teniendo las elecciones por única vía al poder, se plantea en la Unión Cívica la disyuntiva de acuerdo o no con el mitrismo, lo que llevará a su fractura. De este modo, los católicos quedaron divididos entre los que preferían seguir con los radicales, aquellos que se integraron en la UCN  y los que pretendían obrar independientemente con la Unión Católica. Los radicales postularon como fórmula a dos católicos: Bernardo de Irigoyen – Juan M. Garro, candidaturas que serán proscriptas en una ilegítima acción de Pellegrini-. La fórmula de la UCN, Luis Sáenz Peña – José E. Uriburu, tras muchas idas y vueltas, será apoyada por Roca y llegará a la presidencia. De este modo, un miembro de las filas católicas llegaba a la presidencia, de mano de una alianza heterogénea y con el peso ambivalente de ser el ungido por Roca. A la par, desaparecía la Unión Católica, con la muerte de sus principales dirigentes y sin cuadros de recambio, al dispersarse sus elementos más jóvenes en los partidos existentes (Auza, 1975).[16]

 

Conclusión: causas de la falta de productividad del clivaje religioso

Tenemos los elementos necesarios para hacer un balance. Hay quien niega que el catolicismo en esta época generó una identidad política consolidada (Lida, 2005), pese a la acción de la prensa católica, la participación de políticos católicos y la existencia una red de asociaciones católicas.[17] Esta opinión exige a tal noción de ‘identidad política’ la capacidad de “dividir a la sociedad argentina”. En tales condiciones, debería afirmarse que no hubo identidades políticas en el período previo a 1912, dado que la participación masiva tendrá lugar con el nuevo régimen electoral. Pensando desde esta lectura analógica de Lipset y Rokkan y con los mismos elementos que señala Lida, el cuadro presenta matices diferentes. Existió una identidad política generada por los enfrentamientos entre los actores liberales y los católicos. Esta identidad, fuerte en muchos miembros creyentes de la elite, logró materializarse en estructuras políticas que buscaron la adhesión de quienes se reconocían católicos, pero no apelaron a un estilo de movilización popular que generase la participación de los estratos subalternos y buscase demostraciones públicas de esta adhesión. Fueron escasas las iniciativas en esta línea. Mencionamos dos: como logro, la junta de firmas en contra de la ley 1420; como fracaso, la campaña de inscripción en el padrón electoral para las elecciones de 1886. El clivaje religioso generó un partido político católico que no logró consolidarse en el momento propicio: cuando el clivaje estaba en su punto más álgido. Su pecado original fue su concepción elitista de lo político. No alcanzaban los discursos y los artículos en la prensa católica para movilizar a las masas. Al no cimentarse en una base popular que engrosase sus filas, nada pudo hacer con un aparato político basado en mantener el abstencionismo electoral y gestionar un aparato clientelista que, con un tamaño relativamente pequeño –en comparación con la totalidad de los ciudadanos- pero de alcance nacional, lograba imponer sus candidaturas. ¿Podría el partido católico, en estrecha conjunción con la institución eclesiástica, haber generado una estructura nacional de movilización política que forzase al oficialismo de turno venciendo las prácticas fraudulentas? Muy posiblemente, pero es una hipótesis que no podemos corroborar. Con las modificaciones a debidas a la Ley Sáenz Peña el panorama cambiará. Pero la jerarquía no alentará con acciones directas –al modo de Aneiros en esta década- la creación de otro partido católico.[18] Esta experiencia tuvo sus bemoles para las autoridades eclesiásticas. En primer lugar, por la libertad de decisión que demostraron los laicos a cargo del protagonismo político, factor que generó dudas en los referentes eclesiales. Además, la existencia de un partido católico demostró dividir las aguas dentro del campo católico, situación que los obispos buscarán evitar  a toda costa. Por último, con un gobierno más afín –o al menos de relaciones pacíficas- la jerarquía preferirá buscar tener un modus vivendi de trato directo como institución, sin oponerse en la arena política a través de un partido –en el fondo, en el ‘inconsciente institucional eclesial’ se desean relaciones armoniosas y de convivencia con el poder estatal, un statu quo que obvie los enfrentamientos de la década pasada-. Estas desavenencias fueron patentes en los cruces entre el diario que expresaba las opiniones del Arzobispado, la Voz de la Iglesia, y el que manifestaba la posición de la cúpula de la Unión Católica, su casi homónimo La Unión, que dejó de imprimirse poco antes de la disolución del partido católico en la Unión Cívica (Di Stefano & Zanatta, 2000). La jerarquía no se esforzará por mantener o reflotar al partido.

Resumiendo, el conflicto religioso generó un partido político confesional. Diversos factores hicieron que el mismo no perdurase en el tiempo. En primer lugar, debido a la concepción elitista de la política de sus líderes, el partido no logró movilizar el número suficiente de personas. No pudo polarizar a la sociedad. La efervescencia que se percibía en los ámbitos sociales católicos no se volcó en el campo político, las leyes no fueron resistidas, las opiniones vertidas en los medios católicos no reverberaron. En parte por responsabilidad de los referentes políticos creyentes: estos no buscaron, como lo hará la UCR naciente, incorporar a los sectores medios y populares a la política. Buscaron una reforma del sistema –reforma moral, de respeto de las instituciones- y la reversión de las medidas laicistas, pero no un cambio de régimen (Di Stefano & Zanatta, 2000). Pero también esto es debido a la situación de la institución: una iglesia aún débil, aunque fortaleciéndose, sin instituciones que le sirviesen para tener una presencia política organizada y transversal a la sociedad (como lo será a mediados del siglo XX la Acción Católica). En segundo término, el partido tampoco logró unificar a todos los miembros de la elite que se reconocían públicamente como católicos comprometidos (el principal caso es el de Bernardo de Irigoyen). Esta división de base fue una debilidad congénita en los momentos de armado electoral. Tercero, esta experiencia de participación política católica encontró un límite insalvable en las prácticas políticas vigentes que desalentaban la participación política volviendo superflua la existencia de partidos mientras no se reformase el sistema electoral. En cuarto lugar, el clivaje decayó con el tiempo. Alcanzó su cenit en entre 1882 y 1884, pero Roca fue suficientemente hábil para tensar la situación pero no al punto de provocar una ruptura, presionando o cediendo según las circunstancias, sin dejarse llevar por los afanes del ala laicista representada por Wilde, que hubiera deseado consumar un proceso laicizador que quedó trunco (Ghio, 2007; Di Stefano, 2011a).[19] El conflicto se mantuvo activo durante el resto de la década, con un pico en 1888, pero lentamente fue perdiendo fuerza. Con la presidencia de Sáenz Peña ya no era visible. Las preocupaciones gubernamentales pasaban por la situación económica y el desafío político que planteaban los intentos revolucionarios de la UCR. Los tiempos cambiaban y el liberalismo iba cediendo con el cambio de siglo hacia aires más nacionalistas. El aumento de la inmigración hizo de la Iglesia un aliado interesante en miras a una cohesión social que se veía amenazada y que en la religión católica encontraba un punto reunión (Di Stefano & Zanatta, 2000). Como buen intuitivo de la política, en su segunda presidencia Roca terminó de desactivar los elementos que encendieron el clivaje y se opondrá a medidas en la línea de las que desarrolló en su primera presidencia. De hecho, él reestableció en su segundo gobierno las relaciones con la Santa Sede, nombró a un ministro de Justicia e Instrucción que apoyaba la educación religiosa y se opuso a un proyecto de divorcio vincular (Bertoni, 2009). En quinto término, el partido como institución no duró en el tiempo. Un factor decisivo en esta línea fue la subsunción de la agrupación católica en la Unión Cívica. Ésta encarnaba gran parte de la prédica principista y moralizante del movimiento católico. No entrando en temas religiosos (en los que podía haber divergencias entre los miembros de esta coalición), las aspiraciones comunes eran tales que permitieron absorber a los elementos católicos, los cuales se dispersaron en las agrupaciones resultantes de la división de la Unión Cívica. En esta situación, la desaparición de los líderes del partido católico sin haber generado cuadros de recambio, significará la imposibilidad de mantener la unidad y, por ende, la existencia de la Unión Católica. La falta de interés de la jerarquía católica en mantener viva esta experiencia, la cual prefería sostener un llamado a la unidad dirigido a la totalidad de la nación y una relación de colaboración -no de competencia política con el Estado- bendijo este deceso político. Los esfuerzos asociativos católicos se volcarán en los años próximos a la denominada ‘cuestión social’, señalada por León XIII en Rerum Novarum.     

 

Referencias

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Ghio, J. M. (2007). La Iglesia Católica en la política argentina. Buenos Aires: Prometeo.

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NOTAS

[1] El término clivaje es un anglicismo cuyo significado gira en torno a las nociones de escisión, disociación o segmentación y fractura y es usado en diversas disciplinas (psicología, lingüística, medicina). En Sociología y Ciencias Políticas es usado en referencia a las divisiones o disociaciones por causas económicas, ideológicas, culturales, étnicas, entre otras, de una sociedad, grupo o movimiento.

[2] En la línea de Lipset y Rokkan, pensando desde el proceso de separación de esferas propio del proceso de secularización, es condición necesaria para la existencia del clivaje la presencia de una iglesia fuerte que cuente con recursos, influencia y poder necesarios para ser considerada como un oponente por el Estado. Podría pensarse otras variantes de clivaje religioso, como ser el enfrentamiento entre dos religiones (hinduistas vs. musulmanes en el norte de India) o denominaciones distintas  (como se dio en la Irlanda del Norte entre católicos y protestantes) y aún líneas internas de una religión (como entre sunnitas y chiítas en muchos países del mundo islámico).

[3] Si bien es innegable la influencia de las ideas anticlericales de la Ilustración y la reproducción de medidas de regulación y confiscación ya realizadas en Europa, no puede considerarse totalmente anticlerical a esta reforma dado que contó con el apoyo y el asesoramiento del alto clero porteño (Di Stefano & Zanatta, 2000, p. 217). Esta reforma fue la continuación de la ‘secularización borbónica’ (Di Stefano, 2011b, pp. 5-7).

[4] Ya vigente para la Provincia de Buenos Aires por el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con Gran Bretaña de 1825, que permitió la edificación de templos a la Iglesia Anglicana. La Legislatura de Buenos Aires amplió este permiso a otras iglesias reformadas con el fin de alentar la llegada de extranjeros que fundasen colonias agrícolas.

[5] Debe señalarse la ambigüedad que conlleva el verbo “sostener”. ¿Mero aporte económico? ¿O interés en resguardar y promover? Sea como se interprete, implica un reconocimiento de la Iglesia Católica por sobre toda otra confesión. En esta línea, el artículo 73 exigía como requisito para ser presidente el pertenecer a la comunión católica. Por otro lado, se reconocía al Estado como heredero del Real Patronato, de modo que los artículos 83 y 85 conceden al Ejecutivo con acuerdo del Senado la provisión de “obispos para las iglesias catedrales”. El Código Civil plasmará esta posición privilegiada de la Iglesia Católica al reconocerla como persona jurídica de carácter público (art. 33), categoría que no comparte con ninguna otra denominación religiosa o asociación civil.

[6] Este clima antiliberal ultramontano había tenido antecedentes locales que prepararon los conflictos. Particularmente debe destacarse la carta pastoral de Mons. Escalada de 1857 prohibiendo a los masones su participación eclesial. La masonería local no había renegado oficialmente del catolicismo hasta ese entonces. Su accionar posterior será claramente anticlerical (Di Stefano, 2011b, p. 13).

[7] No pretendemos profundizar en este trabajo sobre el rol de la masonería en los sucesos que estudiamos. Debe señalarse que la misma tenía una gran penetración en la elite gobernante.

[8] Durante la gestión de Manuel Pizarro como Ministro de Justicia, Culto e Instrucción –quien integrará las filas católicas una vez alejado del gobierno- no hubo eventos destacables en la materia que nos ocupa. Sin embargo, dos hechos menores pueden tomarse como antecedentes. En primer lugar, el intento del claustro liberal de la Universidad de Córdoba de nombrar profesores de Teología sin acuerdo del Obispo durante la fallida reapertura de dicha Facultad en 1881 (Auza, 1975, pp. 98-102). El segundo hecho, ese mismo año: la clausura de la catedral a instancias del gobierno nacional para evitar el funeral en honor a los caídos en la revolución mitrista, a un año de dicho suceso (Auza, 1975, pp. 102-105). Pizarro deberá dejar el gobierno desgastado en su enfrentamiento a Sarmiento, a quien había logrado desplazar de la presidencia del Consejo Nacional de Educación (Auza, 1975, pp. 111-125)

[9] Estos dos diarios respondían uno al autonomismo el otro al mitrismo. En cuanto medio oficialista uno y el otro opositor tuvieron discursos divergentes. En lo que hace a la cuestión religiosa, compartieron un tono en común. Sobre estos diarios véase los trabajos de Paula Alonso (2003, 2007).

[10] La pastoral prohibía, además, la lectura de ciertos diarios irrespetuosos hacia la Iglesia y solicitaba a los docentes universitario que se guiasen por sus creencias. Este último punto se debía a la defensa de la tesis doctoral de Ramón Cárcano, apadrinada por el gobernador Juárez Celman, en la que sostenía proposiciones violatorias al derecho canónico (respecto al matrimonio, a la condición de hijos ‘adulterinos’ y la separación Iglesia-Estado) (Auza, 1975, pp. 297-298).

[11] Téngase presente que este fenómeno se dio el las grandes urbes y particularmente Buenos Aires.

[12] Existieron pocos antecedentes de prensa católica: en Buenos Aires se fundó en La Religión (1852) y luego La Revista Argentina (1868); en Córdoba se fundó La Bandera Argentina (1855), sucedido por El Católico (1861) y este a su vez por El Eco de Córdoba. Ninguno de estos medios, de corta duración, tenía un perfil claramente político tal como lo asumirá La Unión.  En simultáneo a la fundación del mismo era fundado el otro gran diario católico de la época, La Voz de la Iglesia, editado por sacerdotes y ligado estrechamente al Arzobispado de Buenos Aires. Tenía una finalidad más pastoral y evitaba entrar en la arena política –a diferencia de La Unión- (Auza, 1975, pp. 146-150, pp. 155-159).

[13] Debe destacarse un pequeño ‘experimento’ llevado a cabo en Catamarca con motivo de las elecciones legislativas de 1884. El partido oficial, como en prácticamente todas las provincias que había logrado dominar –por medio de una intervención en caso de haber sido necesario-, era el único en presentarse a las elecciones legislativas de la provincia. La asociación católica provincial decidió enfrentarlo. Si bien los artilugios digitados por el presidente lograron que se terminase postulando un candidato de compromiso acordado entre ambos partidos, el mismo se declaró oficialista una vez elegido. Ante esto, los católicos catamarqueños presentaron batalla para las elecciones de la legislatura provincial logrando numerosas bancas. Este resultado llevó a la clausura de la legislatura provincia y a la intervención nacional, pero los católicos tomaron coraje para enfrentar la maquinaria electoral oficialista (Auza, 1975, pp. 254-259).

[14] Al antecedente catamarqueño se sumó el de la ciudad de Buenos Aires: con motivo de las elecciones de concejales de 1884, la participación de católicos en la misma fue motivada desde la Asociación Católica local y el diario La Unión, con resultados ampliamente favorables. Ante esto, Roca decidió cerrar el Consejo Deliberante y anular las elecciones (Auza, 1975: 276)

[15] Esta percepción se basaba tanto en la falta de avances laicistas como en ciertas medidas del gobierno: se elevó una propuesta a la Santa Sede para cubrir las sedes vacantes de Córdoba y Salta así como para la creación de tres nuevas diócesis. Se enviaba para ello a Mons. Melcíades Echagüe, al que se nombraba como representante del gobierno en los festejos por el jubileo sacerdotal de León XIII (Auza, 1975: 482-485). El proyecto oficial de matrimonio civil disipó esta imagen.

[16] El 17 de mayo de 1892 fallecía Pedro Goyena. El 17 de septiembre de 1894, José M. Estrada. Antes ya habían fallecido Tristán Achával Rodríguez (1887), Miguel Navarro Viola (1890), José Gorostiaga (1891).

[17] Debe mencionarse que una investigadora de la talla de Paula Alonso (2000: 61) a diferencia de los casos de Chile o Colombia, en Argentina “el conflicto no se convirtió en fuente de división de la arena política nacional”. La Unión Católica habría agrupado “un pequeño numero concentrado en las ciudades de Buenos Aires, Córdoba y Catamarca”. Si bien coincidimos en que el clivaje religioso no polarizó a la sociedad, no se puede negar que durante la década -especialmente a mediados de la misma-fue el principal conflicto político. Por otro lado, tuvo repercusiones en otras ciudades importantes a las mencionadas.

[18] La historia argentina será testigo de otros intentos de fundar un partido confesional: la Unión Patriótica (1907-1908), el Partido Constitucional (1903-1918), el Partido Popular (1927-1945), el Partido Demócrata Cristiano (1954). Ninguno de ellos recibirá una ‘bendición oficial’ de parte de la jerarquía.

[19] Baste mencionar algunos elementos que prueban esto: no se aprobó el proyecto de divorcio, ni se prohibió la enseñanza religiosa, ni se impidió el trabajo en hospitales públicos de congregaciones religiosas femeninas y menos aún se dejó de alentar el útil trabajo de otras congregaciones como los salesianos.