Acerca del clivaje
religioso en la historia argentina. Surgimiento y disolución de la Unión
Católica
Juan M. López Fidanza*
*Licenciado en Teología Sistemática (UCA). Docente
UCA. Correo electrónico: juan_lopezfidanza@uca.edu.ar
Artículo recibido 02-05-12 Artículo
aceptado: 12-09-12
Resumen
Diversas teorías
se han postulado sobre el surgimiento de los partidos políticos. Entre ellas,
algunas remarcan el rol de los conflictos en este proceso. De los momentos de
la historia argentina en los cuales tuvieron lugar enfrentamientos de tipo
político-religiosos, solo los enfrentamientos de la década de 1880 y los que
llevaron a la caída de Perón podrían haber devenido clivajes generadores de un
partido católico que entrase en la arena política para defender las aspiraciones
del catolicismo. En el presente trabajo, mi análisis se detendrá únicamente en
el enfrentamiento de católicos y liberales de fines del siglo XIX. Tras
presentar el conflicto, se estudia la reacción católica y, finalmente, se
analizan los motivos que impidieron que el partido católico prosperase.
Palabras clave: Partidos políticos; Catolicismo;
Secularización
Abstract
Several theories have been exposed to explain the emergence of political
parties. Among them, some of these underline the role of conflict in this
process. In the history of Argentina, only the political-religious clashes
which took place in the late nineteenth century f these ida,d finally analyzes and those of the end of
Peron's second presidency could have become a Catholic party generator. In this
paperilla (España), 2006, my analysis
will focus only in the first of these events. After presenting this issue between
catholics and liberals, I study the catholic reaction and, finally, I analyze the
reasons that prevented the Catholic party prosper.
Keywords: Political parties; Catholicism; Secularization
Introducción
Se han formulado muchas teorías sobre el origen de los partidos
políticos. Entre ellas, algunas remarcan el rol de los conflictos en este
surgimiento. A lo largo de la historia de nuestro país pueden destacarse
diversos momentos en los cuales tuvieron lugar enfrentamientos de tipo
político-religiosos. Entre ellos deben mencionarse, en primer lugar, los
choques entre católicos y liberales en la década de 1880 con motivo de las
leyes modernizadoras que las presidencias de Roca y Juárez Celman llevaron
adelante. En segundo término, el enfrentamiento del presidente Marcelo T. de
Alvear con el nuncio apostólico Giovanni Cardinale, quien defendía el rechazo
vaticano a la postulación alvearista de Mons. De Andrea a la sede arzobispal
porteña, conflicto que derivó en la expulsión del nuncio. En tercer lugar, el
feroz enfrentamiento que tuvo lugar al final de la segunda presidencia de Perón
entre este y la
Iglesia Católica. También debe tenerse presente los debates y
tensiones que tuvieron lugar durante la presidencia del Dr. Alfonsín, cuyos
hitos más visibles fueron las disputas en torno a la educación y el divorcio
vincular. Por último, deben señalarse los recientes conflictos con el
kirchnerismo, en torno al caso Baseotto en primer lugar, y luego debido al
apoyo tácito al matrimonio igualitario.
De todos los sucesos mencionados, a mi juicio solo los
enfrentamientos de la década del ’80 y los que llevaron a la caída de Perón
podrían haber devenido clivajes generadores de un partido católico que entrase
en la arena política para defender las aspiraciones del catolicismo. En el
presente trabajo mi análisis se detendrá únicamente en el enfrentamiento de
católicos y liberales de fines del siglo XIX, dejando el estudio del período
peronista para futuras investigaciones.
Para tal cometido, en primer lugar presentaré sucintamente la teoría
de los clivajes formulada por Lipset y Rokkan. A continuación mencionaré los
conflictos religiosos previos que registra nuestra historia. Me centraré luego
en los conflictos de la década de 1880, presentado sucintamente las medidas
liberales y la consecuente reacción católica. A partir de estos elementos
analizaremos los motivos que impidieron que el partido católico prosperase.
Sobre el
surgimiento de los partidos políticos
Diversas teorías se han postulado sobre el surgimiento de los
partidos políticos, tales como las institucionalistas, las de crisis y las del
desarrollo -o de la modernización- (Malamud, 2003). Para este trabajo, nos
interesa la línea desarrollada por Martin Lipset y Stein Rokkan en su artículo Party
Systems and Voter Alignements: Cross-National Perspectives [1967]. Este es
el primer estudio comparativo que aportó una teoría que vincula la estructura
social con el sistema de partidos, el cual es considerado un texto clásico de
la sociología política. En el mismo, los autores ensayan una aproximación macro-sociológica
a partir de los patrones de conducta observados en los sistemas de partidos de la Europa desde la formación
de los estados nacionales hasta los años posteriores a la Segunda Guerra
Mundial. El surgimiento y la posterior estabilidad de los diversos que partidos
políticos en Europa occidental de la posguerra es explicado a través de clivajes
sociales básicos. El concepto de “clivaje”[1]
alude a principios alrededor de los cuales se estructura –por división- el
campo político de una determinada sociedad, siendo los principales: clivajes
étnicos, religiosos, de clase o ideológicos. Su tesis central: los
partidos políticos surgen como expresión conflictos sociales que perduran en el
tiempo y polarizan a la población. Así, los partidos políticos son considerados
agentes de conflicto a la par que instrumentos de integración, en la medida que
los entienden como “alianzas en conflicto sobre políticas y fidelidades a
valores dentro de un cuerpo político más amplio” (Lipset & Rokkan, 1992, p.
235). Los mismos tienen una función expresiva -traducir ‘los contrastes
de la estructura social y cultural en exigencias y presiones para la acción o
no acción’- así como funciones instrumentales y representativas –forzando a los
representantes de las distintas posturas a alcanzar acuerdos, escalonar
peticiones, presionar- (Lipset & Rokkan, 1992, p. 236).
La teoría de Lipset y Rokkan postula
dos ejes en cruz: el territorial cultural-territorial En el primer eje, el extremo
l (latencia) presenta las oposiciones de tipo regional al poder central,
ya culturales o étnicas, ya por oposición de intereses. El extremo superior o
(objetivos) refleja
los conflictos dentro de la elite dominante: por el dominio del poder o por el
modelo de nación a desarrollar. Los conflictos planteados por el eje funcional
trascienden la geografía y mancomunan individuos de igual orientación respecto
a un tópico a lo largo del territorio, en detrimento de coaliciones meramente
locales. En el extremo a (adaptación)
se visibilizan los conflictos de tipo económico por el reparto de
ganancias, recursos, oportunidades (patronos vs. empleados, propietarios vs.
arrendatarios, productores, vs. consumidores, etc.). En la medida en que se
acerca al extremo i (integración) mayor es la cohesión del grupo de
igual ideología y más presente se hace la lógica amigo-enemigo. En este
subcuadrante se desarrollan los conflictos de tipo ideológico y religioso, que
tratan sobre la verdad moral o sobre el destino del hombre y la interpretación
de la historia. La pertenencia a alguno de los grupos en pugna en estos
conflictos supone una “lealtad difusa de «jornada completa»” bajo un continuo
control de impurezas para proteger el movimiento (Lipset & Rokkan, 1992, p.
242). Habitualmente los referentes empíricos de estos conflictos no recaen en
uno de los extremos de los ejes, sino que tienen componentes de diversas
oposiciones de modo yuxtapuesto. En primer lugar se dan los conflictos en torno
al eje territorial, dado que las oposiciones funcionales pueden desarrollarse
una vez consolidado territorio nacional. Desde una perspectiva histórica –y
pensando desde Europa principalmente-, los autores asocian estos clivajes a dos
revoluciones: la nacional y la industrial. Producto de la revolución nacional
son el conflicto entre el poder central que construye la nación y los grupos
periféricos que pierden poder en tal construcción, así como la oposición entre
los intereses centralizadores del Estado y los privilegios adquiridos e
intereses de la Iglesia
local. Ligadas a la revolución industrial aparecen los conflictos entre
propietarios y trabajadores, sumados a la puja industriales y terratenientes (Lipset
& Rokkan, 1992).
El clivaje religioso supone en el
enfrentamiento entre dos pretensiones totalizadoras: las del Estado central y
las de la Iglesia
establecida.[2] No es un problema
económico, al modo de la desamortización de Mendizábal en España o de la lucha
por el financiamiento público de las actividades eclesiales, sino del control
simbólico y normativo. Cada uno de estos actores se entiende a sí mismo con un
rol central en la sociedad y las pretensiones del otro son percibidas como
invasivas y amenazantes. Muchas de las funciones desempeñadas por la Iglesia por delegaciones
históricas o por el modo en que entiende su propia misión, son reclamadas por
el Estado para su fortalecimiento. Mencionemos algunos ejemplos históricos
clásicos, repetidos en muchas sociedades. El registro de los habitantes no
realizarse en los libros bautismales. El matrimonio debe ser un modo de unión
bajo potestad civil, más allá de la posibilidad del divorcio. El patrón de
‘normalidad’ debe someterse a criterios de funcionarios médicos y no
religiosos. Las obras de asistencia pública deben tener por actor al Estado.
Los funerales y cementerios, en cuanto utilidad pública, deben pertenecer a la órbita
estatal (Lipset & Rokkan, 1992, pp. 246-247). Pero el principal trofeo de
batalla, en clara ligazón con las estructuras de latencia –que se encargan de
la reproducción de los modelos sociales-, fue la educación. Tanto la Iglesia como el Estado
eran concientes de que su capacidad de influencia estaba ligada a la generación
de nuevos ciudadanos/fieles. Uno remarcará la educación como una cuestión de
interés público, el otro priorizará el derecho de los padres a elegir la
educación de los hijos. En los distintos escenarios de cada sociedad, el avance
del Estado sobre estas cuestiones generará reclamos de la Iglesia y movilización de
sus fieles. Con la ampliación del voto masculino, y luego el femenino, en
muchos países este clivaje llevará a la creación de partidos políticos.
Para el caso del partido católico
surgido de las disputas políticas de la década de 1880, esta perspectiva teórica
creemos que es útil, aunque debe aclararse que la utilizaremos de un modo
analógico. Tal como se verá en el desarrollo de este artículo, por estos años tuvo
lugar un enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia católica en disputa por los campos ya
mencionados. Sin embargo, esta pugna no dividió en dos bandos a la sociedad.
‘Lo liberal’ impregnaba prácticamente la totalidad de la elite, así como ‘lo
católico’ marcaba a prácticamente toda la sociedad incluida la elite, con
excepción de un número reducido de individuos de activa participación política.
Este conflicto dio lugar a dos identidades políticas que se enfrentaron en la
prensa, en los debates parlamentarios y, en menor medida, en las urnas. Pero la
pugna no polarizó a la totalidad de la sociedad argentina. De ahí, que no
podamos utilizar el concepto de clivaje
siguiendo a Lipset y Rokkan más que de modo análogo. Pese a esto, nos parece
que aporta una perspectiva desde la cual pensar el surgimiento del partido católico
y preguntarse por los motivos de su posterior desaparición.
Por último, una cuestión
metodológica. Las leyes electorales y, aún más, las prácticas fraudulentas
asociadas que marcaron a la vida política argentina hasta 1916, entre otros
factores, distorsionaron este campo
imposibilitando la aparición de partidos modernos y competitivos.
Particularmente durante esta década, con la centralización realizada por Roca -que
aprovechó la alianza entre Partido Autonomista y el Partido Nacional- y
heredada por Juárez Celman, el escenario político se reduce a un partido único
en el cual se resuelven las internas a través de alianzas, reparticiones y,
también, traiciones. Por fuera del Partido Autonomista Nacional (PAN),
únicamente se encuentran un par de ‘aglomeraciones’
opositoras (Alonso, 2000). Estos partidos son de extrema labilidad, carentes de
solidez institucional y sometidos a fuertes personalismos. El experimento
político católico de esta década no escapará a estas circunstancias. De este
modo, el estudio del accionar de los católicos en política supone enfocarse
particularmente en una docena de ‘trayectorias’ personales, de modo de poder
encontrar trazas (inicialmente, muchos dentro del PAN, luego en la Unión Católica, finalmente,
dispersos en las facciones de la Unión Cívica) que compongan
un cuadro completo.
Antecedentes
del clivaje religioso en la historia argentina
En tiempos coloniales, si bien no han faltado conflictos políticos
vinculados con la esfera religiosa –baste mencionar las escandalosas disputas
entre el obispo Francisco de Vitoria y el Gobernador de Tucumán, Ramírez de
Velasco- la institución del Real Patronato armonizaba las relaciones entre el
poder cívico y el religioso. La corona española garantizaba la evangelización y
la provisión de cargos eclesiásticos. En el nuevo mundo se reproducía el
régimen de cristiandad, de modo que altar y trono se entrelazaban y donde la
religión unánime era, sin posibilidad de elección, el catolicismo.
Los problemas comenzarán con la independencia: la desaparición de
dicho régimen de cristiandad está en marcha. Las primeras tensiones de
importancia en torno a este clivaje tendrán lugar con la reforma eclesiástica
rivadaviana. Durante el gobierno de Martín Rodríguez, su ministro de Gobierno,
Bernardino Rivadavia, encaró una modernización del Estado de la provincia de
Buenos Aires a través de una serie de reformas en el ámbito político, militar,
económico, educativo y religioso. En el caso de la reforma eclesiástica, buscó
centralizar la actividad en el clero secular, dependiente del gobierno según su
interpretación del Real Patronato. Por otro lado, en miras a reforzar las arcas
públicas, se ordenó la confiscación de diversas propiedades eclesiásticas. Estas medidas generaron un gran descontento
en personas que entendieron esta reforma como un ataque contra la Iglesia, realizado por un
grupo de anticlericales de orientación iluminista.[3]
Junto con algunos otros descontentos, particularmente militares pasados a
retiro, se intentó en marzo de 1823 una asonada denominada la "revolución
de los Apostólicos", la cual fue rápidamente sofocada. En estos sucesos,
el clivaje clerical-anticlerical careció de fuerza para una división permanente
debido a la coyuntura –que hacía de este tema uno menor entre otros de mayor
importancia- y a la debilidad de la institución eclesial –desprovista de
obispos, con un clero dividido por sus opiniones políticas, con escasos aportes
de diezmos y desangrada por los saqueos sufridos-.
El proceso de organización nacional y los debates de la asamblea
constituyente dieron lugar a que el clivaje clerical-anticlerical pudiera
activarse. El proyecto de país que se fue perfilando para mediados del s. XIX
incluía en su trazado ideal habitantes provenientes del norte de Europa,
particularmente de origen sajón, suponiendo por ello religiones posiblemente
distintas a la católica. Muchos debates se dieron en torno al tema religioso al
tratar la redacción de la
Constitución. Al menos tres líneas estuvieron en discusión
respecto del tema religioso: una postura ‘intransigente’, que sostiene una
defensa a ultranza respecto de la exclusividad del catolicismo; una propuesta
‘galicana’, que defiende la vigencia del Patronato y su ejercicio por el
Estado; y una línea ‘liberal’ deseosa de separar totalmente religión y estado
en pos de la libertad de culto (tal como propusiera Echeverría en el Dogma
Socialista). El texto resultante será una solución de compromiso entre las
diversas líneas. Así, se declara la libertad de culto (arts. 14 y 20)[4]
-liberales-, se manda el ejercicio del Patronato Nacional (arts. 2, 73, 85)
[5] –galicanos- y se autoriza
tácitamente a las provincias para adoptar una religión oficial en caso de
quererlo –intransigentes- (Di Stefano, 2011b, pp. 10-12). “La Constitución de 1853 constituyó una transacción:
la libertad –ya no tolerancia–de cultos convivía en tensión con el estatuto
privilegiado que se otorgaba a la Iglesia Católica” (Bianchi, 2004, p. 44). Si bien
algunos católicos, descontentos con el texto final, llamaron a desconocer esta
‘nueva y fallida versión de la deseada Constitución’, la mediación de diversos
fieles y prelados, particularmente Fr. Mamerto Esquiú, lograron desactivar esta
oposición. Sin embargo, quedaron latentes los conflictos resultantes de las
tensiones internas del texto constitucional. Gran parte de los debates de los
’80 tendrán que ver con dos lecturas contrapuestas sobre ‘el espíritu de la Constitución’ (Di
Stefano & Zanatta, 2000, pp. 359-360).
Las reformas liberales.
El conflicto religioso más fuerte del siglo XIX será el
enfrentamiento del Estado con la
Iglesia en el marco del fortalecimiento del gobierno central
a partir de la primera presidencia de Julio Roca. El Estado constituido a
partir del compromiso constitucional sufría constantes inestabilidades a partir
de las tensiones que recorrían el eje territorial señalado por Lipset y Rokkan:
a las oposiciones de tipo regional (l) –resabios de casi un siglo de batallas
entre las provincias- se sumaban los conflictos dentro de la elite gobernante
(o). Así, los sucesivos gobiernos nacionales debieron enfrentar planteos
regionales, como los fueron los del entrerriano López Jordán o del bonaerense
Tejedor, a la par que debían practicar un difícil equilibrio para mantener
unida la coalición que los llevaron al poder. Al asumir la presidencia, Julio
Roca decidió atacar de raíz esta debilidad crónica del gobierno central
haciendo uso de todas las prerrogativas de las que gozaba constitucionalmente
amparado en el apoyo de la Liga
de Gobernadores y del Ejército (Botana, 1977). En este contexto, en 1880 se
sucedieron vertiginosamente una serie de medidas tendientes a fortalecer el
poder central: se federalizó la ciudad de Buenos Aires –debilitando a la
provincia más poderosa-, se suprimieron las milicias provinciales, se
centralizó la emisión de moneda, a la par que se organizó y acrecentó el
aparato público (Gallo, 2000). Una vez resueltos los conflictos del ‘eje
territorial’, se activaron aquellos que tenían que ver con el ‘eje funcional’.
Si bien hubo oposiciones de intereses concretos (a), el modelo agroexportador
se imponía a partir de una sumatoria de factores encadenados: demanda
internacional, aumento de la disponibilidad de tierras, inmigración. Será el
polo de las oposiciones ideológicas (i) donde se darán los combates,
particularmente entre los ‘liberales’ –a cargo del gobierno- y los ‘católicos’
defensores de una Iglesia que parecía destinada a ceder prerrogativas frente a
un Estado decidido a ejercer todo el poder que la Constitución le
otorgaba –y a ejercer el rol que los pensadores liberales le asignaban-. En
pocos años los diversos tópicos señalados por Lipset y Rokkan (1992) entraron
en disputa: el registro poblacional, el matrimonio, la asistencia pública, los
cementerios, la educación. Las ideas europeas impactaban en la elite local,
especialmente el modelo de la Tercera República Francesa (Ghio, 2007; Di
Stefano, 2011b).
Estos enfrentamientos habían sido preanunciados en diversos sucesos
de los años previos. El mundo católico empezaba a verse marcado por un clima
antiliberal propiciado desde Roma, del cual el Syllabus y de la encíclica
Quanta Cura de Pío IX son sus mejores exponentes.[6]
Esta tendencia cobra mayor fuerza en la iniciativa vaticana de tener una mayor
presencia en las iglesias latinoamericanas y buscar su ‘normalización’ (Di
Stefano & Zanatta, 2000). Las iniciativas laicistas, a su vez, tenían sus
primeros exponentes. En 1868, la instauración del matrimonio civil y el
proyecto de secularización de cementerios por parte de Nicasio Oroño en Santa
Fe es uno de los primeros casos testigo. En 1871, el escenario del nuevo
enfrentamiento entre católicos y liberales fue la Convención Constituyente
de la Provincia
de Buenos Aires. En 1875, el incendio del Colegio del Salvador, corolario de
una marcha de protesta por la cesión de las parroquias de La Merced y San Ignacio a los
jesuitas, reavivó el conflicto (Di Stefano & Zanatta, 2000). Asimismo, se
sucedieron en distintos lugares del país significativas agresiones a clérigos,
como ser el salesiano P. Juan Cagliero en la Boca o al Obispo de Paraná, Mons. Gelabert,
incluyendo el asesinato del Pbro. Tomás Pérez en la ciudad de Buenos Aires en
1880.
Debe hacerse una precisión respecto de la propiedad de las
denominaciones que se utilizan para nombrar a los polos de este enfrentamiento,
dado que ambos términos –liberal, católico- en la época no son tan fácilmente
separables. Cuando nos referimos a ‘los liberales’, hacemos referencia al grupo
que, alineado con el gobierno, apoya las medidas de corte laicista que
presentaremos en breve. En rigor, estas medidas fueron mayormente de tipo
regalista y no de tono propiamente liberal (que bregasen por un estado
religiosamente neutro). En este grupo tendremos exponentes de un pensamiento
propiamente liberal, galicanos –los más abundantes- y librepensadores–positivistas
(Di Stefano, 2011b).[7] Salvo
miembros extremos de este último grupo, todos ellos se consideran católicos.
Pero dicha adscripción religiosa –proceso de secularización mediante- es
reservada a la esfera privada de sus vidas, sin incidir en su actuación
pública. Cuando hacemos referencia a ‘los católicos’, señalamos a las
personalidades públicas que entendieron su identidad católica en un sentido que
incluía lo político como modo de defender las prerrogativas de la Iglesia de las cuales
ellos entendían era despojada injustamente. Su religión trascendía la vida
privada y se proyectaba en su actuación pública. Con matices, prácticamente
toda la elite política argentina de esos años podía ser catalogada de liberal.
Los dirigentes de acentuada identificación católica participaban de este
ideario liberal de un modo moderado –con influencias de la Segunda Republica
(Ghio, 2007)- disintiendo de la concepción que los ‘liberales’ más extremos
tenían respecto de los temas religiosos. Con el embate romano al liberalismo,
por un lado, y los conflictos religiosos suscitados por liberales más extremos
que entraron en el gobierno de Roca en su primera renovación ministerial, por
otro, estas figuras fueron distanciándose del liberalismo y entendiendo su
identificación católica en un sentido que incluía necesariamente lo político.
Un buen ejemplo de este proceso lo tenemos en una de las principales figuras
del polo católico: José Manuel Estrada. De posiciones claramente liberales (Segovia,
2002), con influencia de Montalambert a través de Félix Frías, el mismo irá
evolucionando en sus ideas hasta tomar una postura que será acusada de
ultramontana. En términos cuantitativos, lo que denominamos ‘la elite’ era un
grupo reducido de personas, entre las cuales los activistas católicos y
laicistas no sumaban muchos más que una veintena. Serán estos lo que sostengan
los acalorados debates parlamentarios y enfrentamientos en la prensa –ámbito en
el que las fuerzas ‘liberales’ fueron mucho más fuertes que las católicas-. El
problema tendrá su costado álgido cuando las ideas laicistas encuentren eco en
el gobierno y se concreten en políticas públicas.
Los primeros enfrentamientos que llevó delante el gobierno del
general Roca tuvieron como destinatarios
a los poderes provinciales, sin tocar temas religiosos.[8]
Con el ingreso del Dr. Eduardo Wilde –de públicas posturas laicistas- como
Ministro de Justicia, Culto e Instrucción en reemplazo del renunciante Manuel
Pizarro -asociado a las filas católicas-, empezarán los conflictos. El primer
combate se librará con motivo del proceso de organización de la educación
nacional. Debido a la federalización de la ciudad de Buenos Aires debían
crearse los organismos que rigiesen la educación en los territorios federales.
El 28 de enero de 1881, el Consejo Nacional de Educación es creado por decreto
del Poder Ejecutivo. En dicho decreto se mandaba al recién creado Consejo
presentar un proyecto de ley de educación común. En este contexto,
mientras era ministro Pizarro, se convocó a un Congreso Pedagógico. El mismo
fue organizado por el ministro entrante, Wilde, y se realizó en 1882. Este
contó con una mayoría liberal tras la retirada de gran parte de los
representantes católicos -entre ellos, José Manuel Estrada, Miguel Navarro
Viola, Pedro Goyena, Tristán Achával Rodríguez- quejándose de la violación de
las pautas de trabajo establecidas por el mismo congreso (Auza, 1975). Entre
sus conclusiones finales se encuentra la recomendación de eliminar la enseñanza
religiosa en la educación pública. Este debate público fue un hito para ambos
bandos: los liberales vislumbraron que podrían tener éxito en sus planes; los
católicos percibieron que el panorama se ensombrecía y que carecían de
estructuras políticas para resistir. El gobierno y el partido oficial tomarán
matices ‘anticlericales’. En la sociedad civil se multiplicaban los clubes y
medios de prensa liberales. En este contexto, muchos miembros católicos de la
elite deciden poner medios en contra de esta dispersión. Tras su fallida
participación en este Congreso, dos meses más tarde es fundado el diario La Unión, que por
casi una década será el principal medio de comunicación católico que discutirá
en la arena política con medios liberales como El Nacional y La Nación.[9]
A la par, surgirá La
Asociación Católica como punto de encuentro –en oposición
a El Club Liberal-.
El parlamento discutía, por pedido del Poder Ejecutivo, un proyecto
de ley de educación nacional. Los legisladores coincidían en la importancia de
la educación para el futuro del país. La piedra de toque era el lugar de los
contenidos religiosos en la misma. La comisión de Comisión de Culto e
Instrucción Pública de la
Cámara de Diputados preparaba desde fines de 1881 un proyecto
de ley que pasó a debate parlamentario recién el 4 de julio de 1883. El
proyecto fue duramente cuestionado por Onésimo Leguizamón, quien fuera
presidente del Congreso Pedagógico, señalando que la enseñanza religiosa en las
escuelas era inconstitucional por ser incompatible con la libertad de
conciencias promulgada en la
Carta Magna. De acuerdo con el espíritu constitucional, la
escuela debería ser tolerante, sin imponer ninguna religión en
particular. Le responderá una de las voces cantantes de las filas
católicas: el diputado Pedro Goyena, quien defendió la constitucionalidad de
dicha enseñanza debido al carácter católico del pueblo que reconoce la misma
Carta Magna en su artículo 2°. Así, se
fueron sucediendo los discursos a favor o en contra del proyecto de la Comisión. Por los católicos
se expresaron, entre otros, los diputados Tristán Achával Rodríguez, Goyena,
Emilio de Alvear, Dámaso Centeno y Mariano Demaría; por los liberales lo hicieron Luis Lagos
García, Emilio Civit, Delfín Gallo y el ministro Wilde. La primera parte
del debate finalizó con el rechazo del proyecto de ley preparado por la Comisión que permitía la
enseñanza religiosa en el aula pública (Auza, 1975).
Los debates parlamentarios se continuaban en la esfera de la opinión
pública. En los medios liberales, hombres públicos como Mitre y Sarmiento,
escribían desde La Nación y El Nacional, respectivamente, así como José C. Paz lo hacía desde La
Prensa. A estos nombres debe sumarse a Pablo Groussac,
Carlos Pellegrini, Lucio V. López, Estanislao S. Zeballos y Roque Sáenz Peña.
Por el lado de los católicos, en las columnas de La Unión
respondían José Manuel Estrada y Pedro Goyena. En este contexto, el sucesor
provisorio de Mons. Squiú en el obispado de Córdoba, el vicario capitular Mons.
Gerónimo Clara, emite en abril de este año una carta pastoral prohibiendo a los
católicos a enviar a sus hijos a la Escuela Normal de dicha ciudad debido a que la
misma había sido encargada a maestras protestantes norteamericanas traídas por
el gobierno.[10] Esta medida exaspera al
gobierno que, ejerciendo el Patronato, suspende a Clara en sus funciones. El
apoyo brindado a este por el obispo de Salta y los vicarios de Santiago y Jujuy
hizo extensiva esta suspensión a ellos, a la par que pierden sus cátedras
universitarias García Berrotarán, Castellanos y el juez Rafael Morcillo en
Córdoba, mientras que en Buenos Aires la misma suerte corrían Estrada y meses
más tarde Goyena. Un intento de mediación de las maestras fue sancionado por el
gobierno. La Nación
se opuso al rigor gubernamental, mientras que en El Nacional Sarmiento
defendía al gobierno, así como los senadores Pizarro y del Valle criticaban la
decisión oficial (Auza, 1975). Ningún juez se
declaró competente para juzgar a Clara, por lo que la causa quedó irresoluta.
Del mismo modo, la suspensión de los restantes dignatarios eclesiásticos no
llegó a ser operativa (Auza, 1975; Di Stefano & Zanatta, 2000).
Volviendo al debate legislativo, su reapertura tuvo lugar con la
presentación de un nuevo proyecto por parte de Onésimo Leguizamón, en el que se
rescataban los resultados del Congreso Pedagógico. Este texto será el aprobado
como ley 1420 el 8 de julio de
1884. Su artículo 8° determinaba que la enseñanza de la religión debía ser
impartida por los ministros autorizados de los diferentes cultos a los niños de
su respectiva comunión en un horario extraescolar con libre asistencia. La
resistencia católica no logró su objetivo, pese a un recurso poco habitual para
la época: juntó cerca de 180.000 firmas a favor de la enseñanza religiosa (Auza,
1975).
Los repudios católicos a la ley sancionada se multiplicaron:
reclamos eclesiásticos, sermones, artículos en diarios, reuniones en clubes.
Sin embargo, el hecho de mayor trascendencia tras la sanción de la ley fue el
conflicto con el nuncio Luis Mattera que derivó en su expulsión y la suspensión
de las relaciones con la
Santa Sede. El delegado papal, tras sus manifestaciones
contrarias a la ley de educación, fue advertido que podía únicamente expresar
su opinión en ámbitos privados. Cualquier manifestación pública sería una
inaceptable intromisión de un delegado extranjero en los asuntos internos del
país. En octubre de este año y estando el delegado papal en Córdoba con motivo
de la consagración del nuevo obispo, Mons. Tissera, Francisca Armstrong
-directora de la
Escuela Normal bajo interdicto- solicitó en una reunión junto
a otras maestras que se levantase la pena canónica que pesaba sobre la escuela.
Para esto, Mons. Mattera fijó una serie de condiciones que la directora elevó
al gobierno, el cual reaccionó exigiendo formalmente explicaciones al
representante papal. En sucesivas misivas se fue elevando el tono, hasta que se
decretó la expulsión del nuncio. De este modo, el gobierno eliminaba a quien
creía responsable de la reacción católica (Di Stefano & Zanatta, 2000). El presidente envió una carta a León XIII explicando
la versión gubernamental de los sucesos. Pero estas razones no satisficieron, y
se puso como condición para reanudar las relaciones la remoción de ‘las causas
de las graves y justas preocupaciones de la Santa Sede’. Las
relaciones quedarán suspendidas hasta 1899 (Auza, 1975).
¿Cómo explicar esta evolución del Presidente Roca para llegar a
estas instancias? Sea por un cálculo político de Roca en el que buscaba medir
su poder frente a uno de los pocos sectores que le hacían frente (Auza, 1975) o por la torpeza de los católicos que con su reacción
provocó el apoyo del presidente a una serie de medidas que de otro modo no
habría permitido (Malamud, 1997), el principal
actor político de estos años fue dando lugar gradualmente a las peticiones del
sector liberal más radicalizado, a la par que discernía el peso en las masas de
la reacción católica. La inexistencia de dicha reacción popular lo confirmaba
en su política. En un análisis detenido, diversas son las causas de este viraje
laicista en la política roquista: su personalidad, el anticlericalismo de
algunos colaboradores suyos, conveniencia política, pero por sobre todo, el
afán de concentrar el poder en el Estado (Di Stefano & Zanatta, 2000).
En el annus horribilis del catolicismo se sancionará otra ley
de corte laicista: la creación del Registro Civil por la ley de 1565 del 25 de
octubre de 1884. La misma encomienda al Estado el registro de las personas,
función delegada en la institución eclesiástica desde la organización nacional.
El proyecto suscitó fuertes debates en el seno del Congreso Nacional, sin
embargo fue aprobada para los territorios federales, así como sancionada por el
presidente Roca y asumida por las provincias para sus jurisdicciones (Auza,
1975). Otras tantas medidas de esta tónica se sucedieron. Entre ellas, se eliminó del presupuesto las partidas
destinadas al mantenimiento de los cinco seminarios diocesanos existentes en el
país (Auza, 1975) a la par que el gobierno intervino la provisión de parroquias
(Auza, 1975). En
septiembre de 1886 cede al pastor anglicano Thomas Bridges ocho leguas en
Tierra del Fuego para la evangelización de los aborígenes, en contradicción con
el mandato constitucional de catequizar en la fe católica a los mismos (Auza, 1975). El último gran hito de esta oleada laicista fue la
discusión y posterior sanción de la ley 2393 de Matrimonio civil. Debe
señalarse que dicha ley ya denota una moderación en los embates anticlericales:
la moción de incluir el divorcio vincular en la misma no prosperó (Auza,
1975).
La respuesta católica.
La Iglesia católica había sufrido enormemente el proceso emancipatorio.
Desgajada de la Iglesia
de España que la proveía de recursos humanos capacitados y aislada de la Santa Sede, debió
enfrentar con sus propias fuerzas por más de medio siglo las vicisitudes
locales. Con un clero deficientemente formado, escasos recursos económicos, una
estructura excesivamente limitada y sufriendo los avatares de los constantes
enfrentamientos entre caudillos, la
Iglesia no pudo hacer poco más que subsistir (Ghio, 2007).
Con la etapa de organización nacional, de a poco se fue fortaleciendo la
estructura eclesial. Se retoma un cierto vínculo con el Vaticano, empieza a
mejorarse la formación del clero y se recibe sacerdotes regulares europeos (Di
Stefano & Zanatta, 2000). El comienzo de una mejor situación económica del
país va redundando en las finanzas eclesiales a la par que el Estado, en
cumplimiento del mandato constitucional, financia la edificación de nuevos
templos, la creación y mantenimiento de seminarios y de diversas obras de la Iglesia (Bertoni, 2009).
Todos estos factores ayudarán a una modernización de la Iglesia que acompaña los
cambios que se dan en la sociedad tras la batalla de Caseros (Lida, 2005). Se
advierte en las fachadas de los templos, pero también en el número de ellos, y
en el trato de los sacerdotes con los fieles. La Iglesia empieza adoptar
formas modernas de comunicación, siendo el mejor exponente la prensa católica
en franca expansión. También la vida asociativa crece. Mientras que en la
colonia ésta se reducía a una pocas y elitistas cofradías, ahora abundan
diversas asociaciones (sean en torno a una obra -las clásicas ‘pro-templo’- o
las de carácter étnico -en el marco de la inmigración-) fenómeno que también se
verifica en el resto de la sociedad civil (Di Stefano et al. 2002). Así, las
bibliotecas de barrio o el círculo de obreros no diferían de las parroquias en
su oferta de conferencias, cursos, teatro, folletines o la impresión de libros
económicos más que en su matiz confesional.[11]
Esta efervescencia, producto del momento histórico y que no puede
restringirse únicamente a la
Iglesia, coincide con el conflicto entre liberales y
católicos. El culmen de este enfrentamiento tendrá lugar con la oposición
católica a las medidas liberales ya descriptas. Los canales de dicha
resistencia serán los típicos de la época: fundación de medios de prensa y
creación de asociaciones. En este contexto nace el principal diario católico
que hizo frente a la prensa de corte liberal, La Unión, fundado
a mediados de 1882 por Estrada y Goyena.[12]
Formaban parte del equipo de redacción Achával Rodríguez, Lamarca y Navarro
Viola. Asimismo, recibían periódicas colaboraciones de Pizarro, Rafael García,
Indalecio Gómez, Nicéforo Castellanos, Nicolás Avellaneda, Juan José Romero,
Mariano Demaría y Luis Sáenz Peña. Estas colaboraciones eran siempre anónimas,
asumiendo el diario la opinión vertida. El mismo se entendía como un medio de
interpretar la realidad política, económica, social y cultural del país desde
una clave católica, ofreciendo una versión alternativa a las muchas voces de
orientación liberal del mundo de prensa de la época (Auza, 1975). En el campo
de las organizaciones de la sociedad civil existían pocas agrupaciones
católicas. En 1877 había sido fundado el Club Católico por Félix Frías.
El mismo tenía una finalidad social. En 1883, con el apoyo de Mons.
Aneiros, un grupo de notables católicos
–entre otros, Estrada y Goyena, junto a Tristán Achával Rodríguez, Manuel
Pizarro, Alejo de Nevares, Apolinario Casabal, Santiago O' Farrell, Luis y
Francisco Repeto- buscará modificar este perfil para tener un mayor impacto
político, transformando dicho club en la Asociación Católica
de Buenos Aires. Desde esta asociación se buscó defender la posición
católica desde la prensa y la arena política frente al liberalismo del gobierno
(Auza, 1975). Esta iniciativa porteña se
multiplicó en las provincias creando una gran cantidad de asociaciones
católicas.[13] Concientes de la
necesidad de articular una red más amplia, se decidió la realización del Primer
Congreso de Católicos Argentinos, iniciativa apoyada por Mons. Aneiros. Estrada
realizó una gira por el interior para motivar la participación en el mismo. Más
allá del impulso anímico que el mismo supuso y las relaciones que se crearon
entre los protagonistas, el principal fruto del congreso fue la resolución de
crear un partido que congregase las iniciativas católicas y el mandato a los
creyentes de inscribirse en los padrones comicios para participar de las
votaciones.[14] Era creada así La Unión Católica,
integrada por miembros pertenecientes a las diversas asociaciones católicas
del país (Auza, 1975). Muchos de estos actores políticos eran miembros hasta
ese momento del partido oficial, pero habían ido distanciado sus posiciones por
el conflicto religioso.
La Unión Católica comenzó a buscar un candidato para las
elecciones de 1886. Bernardo de Irigoyen, que venía preparando su campaña,
pretendió realizarla por dentro del PAN, con la esperanza de ser elegido por
Roca como su sucesor –entretanto, este declaraba que no influenciaría en la
elección-. Este hecho, y su condición de Ministro del Interior del gobierno
‘laicista’, llevaron al partido católico a desecharlo como candidato propio.
Esta decisión produjo una división en las filas católicas, dado que muchos
siguieron simpatizando con De Irigoyen. Solo cuanto tuvo certeza de no ser
favorecido por el Presidente, este abandonó el partido oficialista. La Unión Católica
buscó inicialmente un candidato de consenso de una coalición opositora. El
partido Liberal de Mitre, las facciones de Rocha y de Irigoyen rechazaban esta
opción. Esto llevó al Comité Nacional de la Unión Católica
a postular la candidatura del Dr. José Gorostiaga, presidente de la Corte Suprema. Esta
candidatura generó discusiones en el seno del partido, dado que la misma no
surgió de un proceso de selección desde las bases. Las elecciones se avecinaban
y Roca dejó entrever sus planes de ungir a su concuñado, Miguel A. Juárez
Celman. La república restrictiva, en términos de Botana (1977), se manifestaba:
la hegemonía gubernamental se mantiene por el control de la sucesión. Con la certeza de que el aparato oficialista trabajaría legal e
ilegalmente a favor de este, los candidatos de la oposición decidieron
renunciar a sus postulaciones y conformar una coalición que se presentase en
las elecciones legislativas de febrero y las presidenciales de abril,
encolumnados detrás de la candidatura del Dr. Manuel Ocampo. La escasez de
tiempo y la eficacia de la maquinaria roquista impidieron que dicha candidatura
pudiera tener alguna posibilidad. Sin embrago, lograron algunos escaños en la
cámara de diputados, siendo electos Estrada y Goyena para ocupar un escaño en
el Congreso por el partido católico (Auza, 1975).
Tras la elección, los partidos cayeron en una inacción. El grupo de
Rocha se dividía y los seguidores de Irigoyen se dispersaban. El mitrismo se
mantenía es su autismo. Las filas católicas acusaban el desgaste de cinco años
de enfrentamientos y en varias provincias las asociaciones católicas caían en
la inacción y muchos diarios confesionales dejaban de imprimirse. Ayudaba a
este fenómeno la política conciliadora que en un primer momento tuvo el nuevo
gobierno con la Iglesia.[15]
En este clima, fracasó la moción de realizar un segundo
congreso de católicos, así como la presentación de una candidatura de la Unión Católica
en las elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires (Auza, 1975).
Los abusos del denominado Unicato
y los desmanejos en el área económica fueron fustigados por el grupo católico
desde La Unión,
desde donde se llamaba a un cambio de rumbo. Estas esperanzas de cambio se
concretaron en el surgimiento de la Unión Cívica de la Juventud en el
meeting del Jardín Florida, del que participaron jóvenes de la facción
católica y al que adhirieron referentes de la Unión Católica.
Esta nueva iniciativa política formó un intenso movimiento de opinión.
Constituido por una juventud que deseaba el perfeccionamiento de las
instituciones y con vocación de alcanzar el poder, adoptaba el mismo discurso
principista y moralista que el partido católico -a excepción de los elementos
confesionales- lo cual atrajo inmediatamente las simpatías católicas. En los
meses siguientes se sucedieron reuniones privadas en las que se fueron tejiendo
las alianzas que incorporaron a diversas figuras que diesen gravitación a la
agrupación juvenil así como adhesión en el interior. Las principales figuras de
la oposición -entre ellas los católicos Estrada, Goyena, Navarro Viola, Luis
Sáenz Peña y Gorostiaga- formaron parte de de los órganos directivos de la
nueva agrupación política. El nuevo partido –o coalición de partidos, no era un
tema definido- decidió no presentarse a las elecciones legislativas de febrero
de 1890 por no haber podido preparar la elección y por la imposibilidad de
inscribirse en el padrón electoral. En muchos de los miembros más activos se deslizaba
un interrogante: ¿se puede alcanzar el poder por las urnas estando de por medio
el fraude? La opción por la revolución comenzaba a sumar adeptos. En este
contexto se realizó el 13 de abril de 1890 el meeting del Frontón que
constituyó la Unión
Cívica. Nuevamente entre los oradores, la mitad
pertenecían a los principales referentes católicos. La unión al nuevo
movimiento por parte de una facción disconforme del ejército hizo posible la
denominada Revolución del Parque (Auza, 1975). La revolución
fue derrotada pero Juárez Celman, sin apoyo, debió renunciar. Es sucedido por
su vicepresidente Carlos Pellegrini quien contaba con el apoyo de Roca, que
retenía el ministerio del interior. Con la continuidad del roquismo y teniendo las elecciones por única
vía al poder, se plantea en la
Unión Cívica la disyuntiva de acuerdo o no con
el mitrismo, lo que llevará a su fractura. De este modo, los católicos quedaron
divididos entre los que preferían seguir con los radicales, aquellos que se
integraron en la UCN y los que pretendían obrar independientemente
con la Unión
Católica. Los radicales postularon como fórmula a
dos católicos: Bernardo de Irigoyen – Juan M. Garro, candidaturas que serán
proscriptas en una ilegítima acción de Pellegrini-. La fórmula de la UCN, Luis Sáenz Peña – José E.
Uriburu, tras muchas idas y vueltas, será apoyada por Roca y llegará a la
presidencia. De este modo, un miembro de las filas católicas llegaba a la
presidencia, de mano de una alianza heterogénea y con el peso ambivalente de ser
el ungido por Roca. A la par, desaparecía la Unión Católica,
con la muerte de sus principales dirigentes y sin cuadros de recambio, al dispersarse sus elementos más jóvenes en
los partidos existentes (Auza, 1975).[16]
Conclusión: causas de la falta de productividad
del clivaje religioso
Tenemos los elementos necesarios para hacer un balance. Hay quien
niega que el catolicismo en esta época generó una identidad política consolidada
(Lida, 2005), pese a la acción de la prensa católica, la participación de políticos
católicos y la existencia una red de asociaciones católicas.[17]
Esta opinión exige a tal noción de ‘identidad política’ la capacidad de
“dividir a la sociedad argentina”. En tales condiciones, debería afirmarse que
no hubo identidades políticas en el período previo a 1912, dado que la
participación masiva tendrá lugar con el nuevo régimen electoral. Pensando
desde esta lectura analógica de Lipset y Rokkan y con los mismos elementos que
señala Lida, el cuadro presenta matices diferentes. Existió una identidad
política generada por los enfrentamientos entre los actores liberales y los
católicos. Esta identidad, fuerte en muchos miembros creyentes de la elite,
logró materializarse en estructuras políticas que buscaron la adhesión de
quienes se reconocían católicos, pero no apelaron a un estilo de movilización
popular que generase la participación de los estratos subalternos y buscase
demostraciones públicas de esta adhesión. Fueron escasas las iniciativas en
esta línea. Mencionamos dos: como logro, la junta de firmas en contra de la ley
1420; como fracaso, la campaña de inscripción en el padrón electoral para las
elecciones de 1886. El clivaje religioso generó un partido político católico
que no logró consolidarse en el momento propicio: cuando el clivaje estaba en
su punto más álgido. Su pecado original fue su concepción elitista de lo
político. No alcanzaban los discursos y los artículos en la prensa católica
para movilizar a las masas. Al no cimentarse en una base popular que engrosase
sus filas, nada pudo hacer con un aparato político basado en mantener el
abstencionismo electoral y gestionar un aparato clientelista que, con un tamaño
relativamente pequeño –en comparación con la totalidad de los ciudadanos- pero
de alcance nacional, lograba imponer sus candidaturas. ¿Podría el partido
católico, en estrecha conjunción con la institución eclesiástica, haber
generado una estructura nacional de movilización política que forzase al
oficialismo de turno venciendo las prácticas fraudulentas? Muy posiblemente,
pero es una hipótesis que no podemos corroborar. Con las modificaciones a
debidas a la Ley Sáenz
Peña el panorama cambiará. Pero la jerarquía no alentará con acciones directas
–al modo de Aneiros en esta década- la creación de otro partido católico.[18]
Esta experiencia tuvo sus bemoles para las autoridades
eclesiásticas. En primer lugar, por la
libertad de decisión que demostraron los laicos a cargo del protagonismo
político, factor que generó dudas en los referentes eclesiales. Además, la
existencia de un partido católico demostró dividir las aguas dentro del campo
católico, situación que los obispos buscarán evitar a toda costa. Por último, con un gobierno más
afín –o al menos de relaciones pacíficas- la jerarquía preferirá buscar tener
un modus vivendi de trato directo
como institución, sin oponerse en la arena política a través de un partido –en
el fondo, en el ‘inconsciente institucional eclesial’ se desean relaciones
armoniosas y de convivencia con el poder estatal, un statu quo que obvie los enfrentamientos de la década pasada-. Estas
desavenencias fueron patentes en los cruces entre el diario que expresaba las
opiniones del Arzobispado, la
Voz de la
Iglesia, y el que manifestaba la posición de la cúpula de
la Unión Católica,
su casi homónimo La Unión,
que dejó de imprimirse poco antes de la disolución del partido católico en la Unión Cívica
(Di Stefano & Zanatta, 2000). La jerarquía no se esforzará por mantener o reflotar
al partido.
Resumiendo, el conflicto religioso generó un partido político
confesional. Diversos factores hicieron que el mismo no perdurase en el tiempo.
En primer lugar, debido a la concepción elitista de la política de sus líderes,
el partido no logró movilizar el número suficiente de personas. No pudo polarizar
a la sociedad. La efervescencia que se percibía en los ámbitos sociales
católicos no se volcó en el campo político, las leyes no fueron resistidas, las
opiniones vertidas en los medios católicos no reverberaron. En parte por
responsabilidad de los referentes políticos creyentes: estos no buscaron, como
lo hará la UCR
naciente, incorporar a los sectores medios y populares a la política. Buscaron
una reforma del sistema –reforma moral, de respeto de las instituciones- y la
reversión de las medidas laicistas, pero no un cambio de régimen (Di Stefano
& Zanatta, 2000). Pero también esto es debido a la situación de la
institución: una iglesia aún débil, aunque fortaleciéndose, sin instituciones
que le sirviesen para tener una presencia política organizada y transversal a
la sociedad (como lo será a mediados del siglo XX la Acción Católica).
En segundo término, el partido tampoco logró unificar a todos los miembros de
la elite que se reconocían públicamente como católicos comprometidos (el
principal caso es el de Bernardo de Irigoyen). Esta división de base fue una
debilidad congénita en los momentos de armado electoral. Tercero, esta
experiencia de participación política católica encontró un límite insalvable en
las prácticas políticas vigentes que desalentaban la participación política
volviendo superflua la existencia de partidos mientras no se reformase el
sistema electoral. En cuarto lugar, el clivaje decayó con el tiempo. Alcanzó su
cenit en entre 1882 y 1884, pero Roca fue suficientemente hábil para tensar la
situación pero no al punto de provocar una ruptura, presionando o cediendo
según las circunstancias, sin dejarse llevar por los afanes del ala laicista
representada por Wilde, que hubiera deseado consumar un proceso laicizador que
quedó trunco (Ghio, 2007; Di Stefano, 2011a).[19]
El conflicto se mantuvo activo durante el resto de la década, con un pico en
1888, pero lentamente fue perdiendo fuerza. Con la presidencia de Sáenz Peña ya
no era visible. Las preocupaciones gubernamentales pasaban por la situación
económica y el desafío político que planteaban los intentos revolucionarios de la UCR. Los tiempos
cambiaban y el liberalismo iba cediendo con el cambio de siglo hacia aires más
nacionalistas. El aumento de la inmigración hizo de la Iglesia un aliado
interesante en miras a una cohesión social que se veía amenazada y que en la
religión católica encontraba un punto reunión (Di Stefano & Zanatta, 2000).
Como buen intuitivo de la política, en su segunda presidencia Roca terminó de
desactivar los elementos que encendieron el clivaje y se opondrá a medidas en
la línea de las que desarrolló en su primera presidencia. De hecho, él
reestableció en su segundo gobierno las relaciones con la Santa Sede, nombró a un
ministro de Justicia e Instrucción que apoyaba la educación religiosa y se opuso
a un proyecto de divorcio vincular (Bertoni, 2009). En quinto término, el
partido como institución no duró en el tiempo. Un factor decisivo en esta línea
fue la subsunción de la agrupación católica en la Unión Cívica.
Ésta encarnaba gran parte de la prédica principista y moralizante del
movimiento católico. No entrando en temas religiosos (en los que podía haber
divergencias entre los miembros de esta coalición), las aspiraciones comunes
eran tales que permitieron absorber a los elementos católicos, los cuales se
dispersaron en las agrupaciones resultantes de la división de la Unión Cívica.
En esta situación, la desaparición de los líderes del partido católico sin
haber generado cuadros de recambio, significará la imposibilidad de mantener la
unidad y, por ende, la existencia de la Unión Católica.
La falta de interés de la jerarquía católica en mantener viva esta
experiencia, la cual prefería sostener un llamado a la unidad dirigido a la
totalidad de la nación y una relación de colaboración -no de competencia política
con el Estado- bendijo este deceso político. Los esfuerzos asociativos católicos
se volcarán en los años próximos a la denominada ‘cuestión social’, señalada
por León XIII en Rerum Novarum.
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