Huellas en Papel VIII / No.13 (2020)
Historias clínicas del Hospital Rawson (1907-1926)
¿Qué es lo que va a abolirse con esa foto que amarillea,
se descolora, se borra, y que será echada un día a la basura, sino por mí mismo -soy demasiado
supersticioso para ello-, por lo menos a mi muerte? No tan sólo la “vida” (esto estuvo
vivo, fue puesto vivo ante el objetivo), sino también, a veces, ¿cómo decirlo?, el amor.
Roland Barthes, La cámara lúcida, 1989.
Un caso
Ana M. 7 años.
Fecha de la primera consulta: mayo 7, 1910.
Diagnóstico: Herida de bala en la región frontal derecha.
El día 6 de mayo a las 11 de la mañana recibió un balazo, de las llamadas
matagatos, en la eminencia frontal derecha. Es traída al hospital en estado
comatoso, con hemiplejia del lado izquierdo, comprendiendo el facial
inferior. Se le hizo curación, enema drástico y hielo en la cabeza. La noche
de ese mismo día estaba en estado de inconsciencia, agitada, quejándose
continuamente.
7 de mayo. Sigue más o menos en el mismo estado.
8 de mayo. Incisión transversa de cuatro centímetros pasando por el orificio
de entrada de la bala (bajo cloroformo). Salen una cantidad de coágulos
mezclados con pequeñas porciones de masa cerebral. Se ven claramente
los latidos del cerebro. Se hace crucial la incisión. Se limpia y se
pone un drenaje de vidrio que penetra en el cerebro fácilmente en toda su
extensión.
Como hasta la fecha no ha tomado alimento alguno por no poder tragar,
se le indican dos enemas alimenticios, uno por la mañana, uno por la
tarde.
9 de mayo. El estado de inconsciencia ha desaparecido casi. Responde,
aunque con dificultades, a las preguntas que se le dirigen. Pide de comer;
se le da leche, que digiere perfectamente.
10 de mayo. Muy mejorada. Responde bastante bien a las preguntas.
11 de mayo. Se acentúa la mejoría. Está muy despejada. Antebrazo en flexión
de 90 grados; contractura (izq). Se levanta la curación no notándose
nada de particular. Se vuelve a colocar el tubo de drenaje que entra solo
hasta la mitad.
13 de mayo. Sigue bien. Segunda curación en la que se retira el tubo de
drenaje, dejando en su sitio una mecha de gasa simple. Desde el 6 de
mayo, un solo día (el 7) ha tenido 37,5º a la noche. El resto del tiempo su
temperatura ha oscilado alrededor de 37º.
Julio 1º. La chica se levanta. Su parálisis no ha desaparecido del todo, pero
mueve el brazo y la pierna; la parálisis facial persiste tan marcada como
al principio.
Julio 15. La enferma continúa sin apoyo ninguno; efectúa algunos movimientos
con la mano enferma, como los de aprehensión y acercamiento
a la boca de los alimentos. El límite de extensión del antebrazo sobre el
brazo (activo) lo marca el ángulo recto; pasivamente puede efectuarse por
completo. La mano, con los dedos con contractura intermedia entre flexión
y extensión.
Una radiografía hecha algunos días después de la operación muestra la
bala en la región occipital.
Lo que cuenta en los pensamientos de los hombres –decía Michel Foucault (2003, p. 15)– “no es tanto lo que han pensado, sino lo no-pensado”. De igual modo, podríamos decir que, ante una historia clínica, lo que importa no es tanto lo escrito, sino lo no-escrito. O no es tanto lo que leemos, sino lo no-leído.
Este texto será un intento por dar cuenta de esas dos dimensiones: lo escrito y lo no-escrito en 9 anchísimos volúmenes que integran la Colección Papeles de Enrique y Ricardo Finochietto, parte de la Biblioteca Histórica de la USAL. Estos volúmenes contienen, encuadernadas, un total de 6008 historias clínicas del Servicio de Cirugía del Hospital Rawson, fechadas entre 1910 y 1925 bajo la firma de los médicos a cargo del servicio de sala: David Feliciano Prando y Enrique Finochietto.
Nos moveremos, entonces, entre lo visible de la escritura técnica y lo invisible, lo no consignado, latidos detrás de las páginas. ¿El objetivo? A la vez andar y desandar ese modo clínico de mirar, esa “mirada locuaz que el médico posa sobre el corazón venoso de las cosas” (Foucault, 2003, p. 4).
Primer andar: la historia clínica, un género discursivo
Es ya más que clásica la definición que da Mijael Bajtín de los géneros discursivos:
El uso de la legua se lleva a cabo en forma de enunciados (orales y escritos) concretos y singulares que pertenecen a los participantes de una u otra esfera de la praxis humana. Estos enunciados reflejan las condiciones específicas y el objeto de cada una de las esferas no solo por su contenido (temático) y por su estilo verbal, o sea por la selección de los recursos léxicos, freseológicos y gramaticales de la lengua, sino, ante todo, por su composición o estructuración. Los tres momentos mencionados (el contenido temático, el estilo y la composición) están vinculados indisolublemente en la totalidad del enunciado y se determinan, de un modo semejante, por la especificidad de una esfera dada de comunicación. Cada enunciado separado es, por supuesto, individual, pero cada esfera del uso de la lengua elabora sus tipos relativamente estables de enunciados, a los que denominamos géneros discursivos. (1999, p. 248)
La historia clínica es el tipo de enunciado más estable en la esfera del uso médico de la lengua. Surge alrededor del Siglo v a.C., en lo que hoy se conoce como Corpus hippocraticum: un conjunto de 50 textos del período clásico de la Antigua Grecia, adjudicados a Hipócrates y derivados de sus enseñanzas, ya fuera escritos por él mismo o por otros artesanos de la téchne del cuidado. Y esta palabra, téchne, es aquí importante: como explica Carlos García Gual (2000), para los hipocráticos la medicina era, ante todo, un saber técnico. Algo más resulta importante destacar: la aparición de la historia clínica como género estable no es, entonces, posterior a la de la medicina como práctica técnica y artesanal del cuidado de la salud del otro: son simultáneas, y una no puede aparecer sin la otra. Escribir y cuidar, cuidar y escribir.
Dentro del corpus hipocrático, es específicamente en los libros de Las Epidemias donde encontramos muestras de las primeras historias clínicas. Allí, en cada caso, no solo se describen los rasgos de las enfermedades, sino también las condiciones climáticas del entorno. Esto encuentra motivación en los fundamentos filosóficos de la aproximación hipocrática al hecho de la enfermedad y la salud. Como explica Fernando Ivanovic-Zuvic (2004, “Hipócrates y la medicina griega”, párr.5) “Hipócrates establece un paralelismo entre la estructura del cosmos y la del cuerpo humano. Esto permitirá que el cuerpo humano sea entendido como un elemento de la naturaleza, al igual que el resto del universo”. Es por eso que, en palabras de García Gual (2000), el trabajo del médico hipocrático es “hacer que el enfermo recupere su salud natural, (…) el equilibrio de su cuerpo, que ha sido perturbado por algún agente dañino. Todo debe funcionar de acuerdo a la naturaleza” (p. 13).
Escribir una historia clínica es, entonces, registrar esa perturbación de la naturaleza, tomar nota del desvío. Es decir: escribir una historia clínica es, en este sentido hipocrático, traducir a lenguaje lineal un artificio que ocurre en el mundo, y es ese registro el que determina un modo de regreso al orden natural: el logos como un camino para salir del caos. Escribir es un acto médico- filosófico de sobreimpresión del orden sobre la perturbación, de control racional sobre lo que dejó de ser natural. Por supuesto, estas reflexiones están bajo la influencia del análisis crítico que Foucault realizó en El nacimiento de la clínica:
El problema teórico y práctico que se ha planteado a los médicos ha sido saber si sería posible hacer entrar en una representación espacialmente leíble y conceptualmente coherente, lo que, de la enfermedad, señala una sintomatología visible, y lo que señala un análisis verbal. (2003, p. 162)
La práctica de la historia clínica, siguiendo los términos de Foucault, implica una traducción de dimensiones cognitivas: cómo espacializar en lenguaje lineal aquello que se observa. Es un problema, entonces, que permite pensar en la relación entre texto e imagen, un vínculo que está latente en las historias clínicas del Rawson y en el que ahondaremos más adelante.
El núcleo de la historia clínica, su propósito y su dilema, se puede entonces pensar a través de una pregunta: cómo escribir la enfermedad, la herida, el dolor; cómo dejar huella escrita de un padecimiento y su proceso, de modo tal que esta escritura sea a la vez registro y a la vez sistematización didáctica y trasmisible. Cada género textual tiene su propia respuesta a esta pregunta. Y más, quizás: cada enunciado, cada emisor tiene una respuesta propia. Si hablamos de literatura, por caso, resulta imposible definir un modo general de aproximación al dolor físico y la enfermedad. Para Tolstoi, por ejemplo, en La muerte de Iván Ilich, el registro toma la forma del seguimiento cercano, hasta el final. Para Kafka, la escritura se vuelve clave y espacio para los procesos de dolor. Para Beckett, el desmembramiento del cuerpo es constante, al igual que su puesta en escritura. Para Silvina Ocampo, las enfermedades suelen ser el iceberg sugerido, nunca abiertamente declarado, de un personaje.
Pero si hablamos de géneros técnicos, la variabilidad parece ser mucho menor, al menos en lo que Bajtín llamaba recursos estilísticos y fraseológicos. Una historia clínica, el informe de una ecografía, una receta con diagnóstico, incluso una charla médico-paciente: todas estas formas textuales o de intercambio oral tienden a tener un registro uniforme, propio de lo que Foucault describe como la mirada positiva y reductora del conocimiento médico tal como se construyó a partir del Siglo XVIII:
El vínculo fantástico del saber y del sufrimiento (…) se ha asegurado por una vía más compleja que la simple permeabilidad de las imaginaciones; la presencia de la enfermedad en el cuerpo, sus tensiones, sus quemaduras, el mundo sordo de las entrañas, todo el revés negro del cuerpo que tapizan largos sueños sin ojos son, a la vez, discutidos en su objetividad por el discurso reductor del médico y fundados como tantos objetos por su mirada positiva. (2003, p. 3)
El género discursivo historia clínica puede pensarse, entonces, no solamente como un ejercicio de lenguaje o de estructuras. Es, además, una forma de enunciado estable, positivo y reductor, que tiene utilidad médica, y que constituye el acto médico, justamente por su estabilidad. Es decir: el rasgo que hace y conforma a un género textual como tal, su constancia, es, en el caso de la historia clínica, lo que lo hace especialmente apto para la esfera de uso de lengua que ocupa. Sin la estabilidad de la historia clínica no hay conocimiento médico posible, no hay trasmisión de datos médicos, no hay progresión ni seguimiento. No hay, tampoco, posibilidad de registrar la praxis, ni de darla a conocer.
Primer desandar: cercanía y distancia
No por nada hace años, siglos quizás, que existe la moda de lo que hoy, muy
modernos, llamamos literatura del yo. Es que la primera persona del singular
tiene muchísimas ventajas narrativas, tanto para el que lee como para el que
escribe. También, claro, para el que pretende contar una historia. O, simplemente,
una anécdota. Entre esas ventajas, quizás la más importante sea la
construcción de cercanía: cuando leemos o escribimos en primera persona, se
produce esa sensación de no distancia entre lo narrado y quien lee o escribe,
entre el personaje y sus circunstancias y el lector. Esta ventaja se desdobla en
otra: la perspectiva. Con una primera persona a cargo de la instancia de la
narración, vemos solo lo que el narrador ve, olemos lo que huele, sentimos lo
que siente, especulamos lo que especula, sufrimos lo que sufre. Parecería que
se trata de una limitación, y en algún sentido lo es; pero es un límite que, paradoja
mediante, da lugar a un segundo tipo de cercanía: sensorial, cognitiva,
incluso corporal.
“Los ocios de mis paseos diarios han estado a menudo llenos de contemplaciones deliciosas cuyo recuerdo lamento haber perdido. Fijaré mediante la escritura las que puedan venirme todavía; cada vez que las relea volverá a mí su disfrute” (Rousseau, 1979, p. 33). Así practicaba Jean-Jacques Rousseau otro de los usos paradigmáticos de la escritura en primera persona autobiográfica: escribirse para releerse. La escritura se convierte así en un vehículo de autoconocimiento, o autoredescubrimiento, palabras que en nuestros días suenan recién salidas de la sección de autoayuda de una librería, pero que cargan con el peso de la famosa inscripción en el templo de Delfos: Conócete a ti mismo.
Interesaba repasar las ventajas centrales del relato de una vida en la cercanía más extrema para investigar las características y derivas de su opuesto: el género historia clínica, la representación de una vida entera en clave médica y en pocas páginas, en una tercera persona distanciada que muchas veces se convierte, directamente, a la opción por el impersonal. Ya no se trata, en la historia clínica, de “Conócete a ti mismo”, o como le gustaba reformular a Foucault (2000) “Ocúpate de ti mismo, cuida de ti mismo”, sino, en cambio, de algo como lo siguiente: Conozca a otro, ocúpese de otro. Y escriba sobre otro.
Como lectores de este género, las escenas se nos alejan y vemos una vida, una enfermedad, una muerte, como a través de un binocular, a salvo de la tragedia y del dolor, contenidos por el conocimiento racional, alejados por el vocabulario técnico. Si algo sentimos es porque queremos sentir, si algo de sufrimiento nos llega es por la misma razón. El texto en sí mismo, en su forma, su registro y su estabilidad de género formalizado, no construye sensaciones; prefiere la asepsia total del informe. Recordemos, si no, la historia clínica con la que abrimos este texto, la número 50 de las que integran los volúmenes que se conservan en la Biblioteca Histórica de la USAL:
Ana M. 7 años. Fecha de la primera consulta: mayo 7, 1910. Diagnóstico: Herida de bala en la región frontal derecha. El día 6 de mayo a las 11 de la mañana recibió un balazo, de las llamadas matagatos, en la eminencia frontal derecha. Es traída al hospital en estado comatoso, con hemiplejia del lado izquierdo, comprendiendo el facial inferior. Se le hizo curación, enema drástico y hielo en la cabeza. La noche de ese mismo día estaba en estado de inconsciencia, agitada, quejándose continuamente.
La sensación queda al margen y lo que permanece es el dato duro: fechas, la precisión de un corte, un diagnóstico concreto, un tipo de anestesia, un médico firmante. Y una única conexión de cercanía: el nombre de un paciente.
Segundo andar: la historia clínica y la escritura
Sigamos con una definición técnica de la historia clínica.
La historia clínica es la exploración metódica que se practica a todo paciente y de la cual debe dejarse constancia escrita; por lo tanto es el documento que nos ilustra al hombre enfermo desde que inicia su primer contacto con el médico, continuando por examen clínico detallado y sometido a exámenes especiales; llegándose finalmente a un diagnóstico, el cual nos conducirá a instalar un tratamiento apropiado. En otras palabras, podríamos decir que es la narración escrita, clara, precisa, detallada, ordenada, de todos los datos y conocimientos, tanto anteriores (antecedentes personales y familiares), como actuales; relativos a un enfermo, y que sirven de base para el juicio definitivo de su enfermedad. Resume la herencia y hábitos de un ser humano, su constitución, fisiología y psicología; su ambiente, y siempre que fuera posible, la etiología y la evolución de la enfermedad. (Wuani, 2010, p. 139)
Un rasgo vuelve a llamar la atención: la centralidad de la escritura en esta definición técnica. El acto de escribir es, en la historia clínica, un acto médico, la acción que posibilita el diagnóstico, el tratamiento y la cura. Escribir es un movimiento constitutivo de la historia clínica: sin letra no hay registro de la enfermedad, lo que equivale a decir, como ya adelantamos, que la escritura no es posterior al acto médico, mero dejar sentado, sino que también lo constituye.
Ahora: ¿qué tipo de lenguaje caracteriza a estos textos? La definición de más arriba también arroja luz sobre este punto: una constancia, nos dice; un documento, una narración escrita, clara, precisa, detallada, ordenada. También: un resumen. Estos textos funcionan como soporte para transmitir largos procesos de cura y enfermedad. La historia clínica es una herramienta de trabajo, del mismo modo que para un cirujano como Enrique Finochietto un bisturí es herramienta de trabajo, o el separador intercostal que él mismo inventó y se sigue todavía utilizando: la historia, como el instrumental, vehiculiza y a la vez hace posible el quehacer médico.
La historia clínica es, al mismo tiempo, una pieza de comunicación y de intercambio: debe estar escrita y, así, funcionar in ausentia porque hace de nexo entre los distintos profesionales médicos que deben atender a un mismo paciente, a la vez que funciona como una ayuda memoria a lo largo del tiempo. Este género técnico que es la historia clínica posibilita el armado de redes de atención, de modo tal que la escritura de precisión resulta clave para interactuar y comunicar acciones médicas de un lugar a otro, de un momento al siguiente. Es, en definitiva, un reaseguro de presencia, tanto en espacio como en tiempo.
Al examinar la seguidilla de más de 6000 historias clínicas del Hospital Rawson, la centralidad constitutiva de la escritura resulta más que clara. La letra manuscrita aparece siempre cuidada, a veces más legible, a veces más intrincada, pero cada vez con la evidencia de que el profesional médico ha puesto atención especial al momento de la escritura. Prueba de esta atención es, por ejemplo, la plantilla preimpresa que aparece en todas las hojas. Desde la primera de las historias clínicas, del año 1907, hasta las últimas, entrados los años 20, las páginas siempre poseen una estructura de imprenta, que asegura que cada dato esté donde tiene que estar, que no falte información. Así, encontramos siempre las siguientes secciones: datos de paciente (que incluyen nombre, edad, procedencia, fecha de la primera consulta, fecha de alta) y diagnóstico. Además, en el margen superior de las páginas, se consignan los nombres de los médicos: el que operó, su ayudante y quien estuvo a cargo de la anestesia. También hay un espacio reservado para aclarar qué tipo de estudios adicionales se incluyen, como fotografías y radiografías, por ejemplo.
El encuadernado posterior de las historias clínicas, por otro lado, también indica la relevancia, para el quehacer médico, de resguardar. En la contracubierta de los volúmenes, encontramos una etiqueta que consigna que el trabajo de encuadernado, y muy probablemente también el de plantilla, fue realizado por Papelería, Librería e Imprenta Argentina Casa Jacobo Peuser, empresa fundada en 1867, la misma que creó y puso en circulación la famosa Guía Peuser, un compendio de mapas, con calles, avenidas y transportes de la Ciudad de Buenos Aires, editada entre 1887 y 1980.
La elección de la imprenta de Jacobo Peuser habla del cuidado que los jefes del Servicio de Cirugía ponían en sus historias clínicas: la encuadernación incluye numerado, de modo tal que, como aclara, por ejemplo, la etiqueta de la contracubierta del segundo volumen, “Para obtener libros iguales a este modelo solo basta citar el Nº 68681”. No solo las historias clínicas mismas y su escritura se basan en el orden y la claridad de los modelos; también el modo de encuadernación se encuentra reglado.
Segundo desandar: la historia detrás de la historia
Al momento de decidir cómo escribir sobre un volumen tan importante
de historias clínicas, surge una pregunta clave: ¿qué leer, qué mirar? Ocurre
que, entendida como género estable, según vimos, la historia clínica se caracteriza
por el impulso de registro positivo y reductor, por la exhaustividad del
detalle preciso. Y, además, por el borramiento de toda huella de sensorialidad,
de cercanía. Son vidas enteras, o arcos de enfermedad, que quedan resumidos
en un léxico profesional, aparentemente sin lugar para marcas de subjetividad.
Se trata de un género técnico que, por supuesto, interesa como tal ya que da cuenta del modo de registrar la salud y la enfermedad en un determinado momento y lugar; en nuestro caso, el Hospital Rawson a principios del Siglo xx. Pero interesa también en sus intersticios. Interesan los casos de accidentes laborales o con máquinas que quedan registrados: un ferrocarril que choca, alguien que “cae de la carbonera de un vapor a una lancha”, un accidente que involucra un ascensor, “un carro con mil kilos de carga que pasa sobre la cara”. Interesan los casos de heridas violentas: varias heridas de bala, un escopetazo que se escapa. Interesan los diagnósticos: labios leporinos, cánceres de mama, fracturas de fémur, epiteliomas del cardio, fisura de paladar, prebots congénitos, carcinoma de hígado, “pseudo hermafrodismo (varón)”, pie plano, hernias estranguladas, apendicitis, hemorroides, quistes ováricos, várices, cardio espasmo, riñón flotante, artritis crónica, fracturas de maxilar, tumor cerebral, flemón de cuero cabelludo, cáncer de párpado, sarcoma de antebrazo. Interesan, también, las etapas: cómo empieza una afección, cómo reacciona el paciente, cómo termina.
Vemos ahí el germen de una historia ya no clínica, de una historia concreta, de carne y hueso, que existe o existió más allá de las hojas de papel del Hospital Rawson. O, más que el germen, lo que la historia clínica contiene, construye, es la asimilación y reducción a terminología médica de un acontecimiento que, para una persona, es de orden vital, experiencial. ¿Cómo dar cuenta de esta historia B, acallada en las hojas?
Ya en la primera página del primer volumen de historias clínicas, nos topamos con un caso concreto y con una persona.
Martini R., 30 años. 19 de octubre de 1907. Diagnóstico: luxación traumática de la cadera izquierda. El 17 de octubre una máquina de ferrocarril la golpeó con el paragolpes, produciéndole una luxación en la cadera izquierda. En la guardia se hizo una tentativa de reducción. Al día siguiente el Dr. Prando redujo la luxación bajo anestesia.
Retrocedemos, entonces: si queremos realmente pensar, hoy, todo lo que implica una historia clínica tenemos que encontrar el modo de dar cuenta también de lo que estas hojas deciden no contar o de lo que deciden solo sugerir.
En una entrevista realizada por Liliana Rega a los Doctores Eduardo y Alfonso Albanese para Huellas en Papel nro. 7, los doctores describen con precisión el sello de la Escuela Finochietto: “Primero el orden y el cumplimiento de los procedimientos. Luego, el paciente era lo primero, el respeto por el paciente era fundamental, en la sala de operaciones no se hablaba, solo lo indispensable”. Orden y detalle, por un lado, y la centralidad del sujeto, por el otro: estos dos formantes, entonces, son los que dan la impronta a las historias clínicas del Rawson.
Luxación traumática de la cadera izquierda, sí. Pero también: Martini R., 30 años, una máquina de ferrocarril la golpeó con el paragolpes. La historia detrás de la historia le pertenece al paciente, es suya. Y, aunque haya sido reducida, sigue siendo irreductible. Podemos acceder a esa dimensión invisible y subjetiva por el rabillo del ojo, tangencialmente, entreviendo el peso del dolor. Es una zona sin significantes: imposible conocerla de frente, con el cerebro o los ojos; solo podemos intuirla a través de los intersticios de las palabras consignadas en la historia clínica. Se trata de un ejercicio de lectura de lo que no-ha-sido-escrito. Releamos en este sentido:
Martini R., 30 años. 19 de octubre de 1907. El 17 de octubre una máquina de ferrocarril la golpeó con el paragolpes.
También notemos: este ejercicio de recuperación del dolor subjetivo implica una selección en el texto real de la historia clínica. Leer puede ser también elegir qué leer y entonces podemos, en este segundo desandar, pasar por alto los diagnósticos, los tratamientos, las palabras esdrújulas de la ciencia y la filosofía. Si, para Hemingway y tantas otras y tantos otros, escribir es sugerir, como lectores tenemos también un modo cognitivo de acceder a la sugerencia no enunciada. Sabemos leer lo que no ha sido escrito; si no, ¿cómo seríamos capaces de leer este microrrelato, también de Hemingway?: “For sale: baby shoes, never worn”.
Tercer andar: la estructura de las historias clínicas del Rawson
Las historias clínicas del Rawson tienen una estructura fija: datos del paciente,
datos de los médicos intervinientes, fechas, diagnóstico, estudios adicionales.
Como ya vimos, esa información es la que, desde la plantilla preimpresa,
conforma el encabezado.
Nombre: Vicente M.
Edad: 24 años.
Procedencia: Garay 541
Diagnóstico: Fractura de rótula
Le sigue el texto mismo, también estructurado en secciones. Leemos, en primer lugar, el motivo de la consulta, la historia previa a la historia clínica: dolencias, accidentes, enfermedades.
Cayó de la bicicleta previo choque contra una rueda de un coche.
A veces antes y a veces después, encontramos una descripción visual del estado del paciente:
Parece sin inconvenientes mayores para la marcha. Después, (hace 25 días) fractura indirecta en flexión de 90 grados.
Luego, en los casos no traumáticos, aparece una revisión del historial: antecedentes familiares y personales, resumen de su estado clínico hasta el momento, detalles de dolencias previas o de otros ingresos hospitalarios. Luisa A., 52 años, española, úlcera de estómago:
Hereditarias: El padre muerto, ignora a qué edad; sufrió mucho
del estómago largo tiempo; seguía régimen alimenticio y
lanzaba muchas veces. La madre vive, tiene 74 años, sufre de
traumatismo articular agudo; ha tenido 6 hijos, viven 4; uno
murió de tifoidea y otro de gripe. No hubo abortos.
Personales: En su primera infancia sarampión. A los 13 años
tifoidea. A los 12 años empieza a menstruar, sin dolor, abundantes.
Estas se suceden regularmente hasta los 14 años, en
que le faltan las reglas por espacio de 4 meses. Durante este
período la obligaban a guardar cama. Se hizo examinar, se
le dio tratamiento tónico, bebidas ferruginosas, aguas minerales,
baños sulfurosos. Con este tratamiento bajó la menstruación.
A los 17 años se casa. Tuvo 9 hijos, de los cuales
viven 7. Una padece del estómago y ha sido atendida en este
servicio, los otros son sanos. Los dos muertos fallecieron el 1º a
los 15 días y el 2º a los 6 meses, ignora causa. No hubo abortos.
A los 45 años, gripe. En la época de la menopausia sintió
dolores en el bajo vientre. Ninguna otra enfermedad hasta el
momento actual.
Y, más tarde, se suceden las diferentes intervenciones: en guardia, en cirugías programadas. Vicente M., 24 años, Fractura de rótula:
Junio 29. Herradura invertida, cerclaje con hilo de plata, refuerzo
con catgut.
Cierre sin drenaje.
Siempre con fechas, continúan después los seguimientos de la evolución del paciente: cómo se desarrolla la enfermedad, la dolencia y los tratamientos.
Agosto 10. El hilo que le molestaba fue extraído, estaba roto y solo se sacaron dos pequeños segmentos.
Muchas veces, este seguimiento se extiende por años enteros, lo que hace que las hojas de la historia clínica se conviertan, como veremos, en un palimpsesto gráfico de temporalidades.
Al final, siempre se consigna un desenlace. Hay dos tipos de finales que resultan previsibles: con la curación llega un alta, como en la historia clínica número 23:
Julio 23, 1910. En la fecha del alta, el enfermo, que ha aumento mucho de peso, se halla en un estado general excelente. Las heridas están completamente cicatrizadas. Los movimientos de la rodilla no son dolorosos y son de una ejecución bastante amplia para permitir la marcha en buenas condiciones.
O, en cambio, el paciente muere. Historia número 1024:
El enfermo se despierta al salir de la operación. Por la tarde, en su domicilio, encontrándose muy bien, se levanta. A las 6 p.m. fallece repentinamente.
Hay un tercer tipo, sin embargo, como el de la historia clínica número 30. Antonio F., 44 años. Epitelioma de nariz.
El enfermo se retira del servicio, negándose a que se le haga una nueva rinoplastia.
Y un cuarto tipo, casualmente en la historia 6000, la última en hoja de plantilla preimpresa (las siguientes 8 están añadidas a mano). Antonio M., 60 años. La Plata.
Se fugó – 26 diciembre 1926
Tercer desandar: la historia clínica como palimpsesto
El Diccionario del uso del español de María Moliner (1994) define palimpsesto
con dos acepciones: “1. Tablilla usada antiguamente para escribir en la que
podía borrarse lo escrito para escribir de nuevo. 2. Manuscrito antiguo en que
se aprecian huellas de una escritura anterior que fue borrada para escribir lo
que aparece más perceptible” (p. 612). Veamos, entonces, lo que ocurre en las
historias clínicas del Rawson. Por ejemplo, en la número 4561. Manuel M., 18
años, español, atendido por primera vez en 1920 por un quiste:
15 nov. Se presenta con un absceso.
16 de nov. Previa anestesia de éter incisión, drenaje.
Abril 30, 1921. Incisión transversal de unos 8 centímetros (…)
se extirpa una masa quística…
Cita x, 1925.
22 abril, 1928. Sigue muy bien.
Materialmente, vemos superposición de tintas y escrituras: tinta negra, luego roja, luego trazos en lápiz. En la historia 4763, encontramos algo que se empezará a repetir a partir del volumen 5: marcas internas en lápiz rojo, indicaciones de relectura y notas de redireccionamiento dentro del sistema de historias clínicas. Estas indicaciones dicen, por ejemplo, “Ver 13493”, o “Ver 9214”, o “Sigue en 32365”. Se trata de marcas de uso, flechas que apuntan a un afuera del texto, suertes de deícticos que guían la lectura, la escritura y la práctica médica.
Otras veces, como en la historia 3500, encontramos hojas de distintos tamaños, estudios clínicos, anotaciones y hasta cartas de pacientes, añadidas posteriormente a las páginas originales. En esa misma historia hay otro tipo de superposición: para el registro de las fechas, comienzan a aparecer sellos, de modo que a veces encontraremos “25 de mayo de 1928” escrito en letra manuscrita y tinta negra, y en el párrafo anterior habíamos leído un “Mar. 7.1928” en sello color azul.
Podríamos entender estas superposiciones como meras casualidades, marcas del recorrido material de las hojas a través del tiempo y el espacio de un hospital. Pero, justamente, hay algo definitorio en esos movimientos que quedan así consignados en la materialidad de la página: algo que es constitutivo de la historia clínica como género discursivo y como objeto cultural y de conocimiento. Estas superposiciones indican que la historia clínica, como hemos dicho, es un género discursivo estable, sí. Pero a la vez cada ejemplar de historia es dinámico, está siempre en proceso de escritura; siempre se puede agregar una nueva línea, un nuevo seguimiento. O no siempre, en verdad:la escritura de la historia clínica dura lo que dura una vida. O una enfermedad. En este sentido, hay un rasgo en común entre el diario íntimo, género paradigmático de la escritura autobiográfica, y la historia clínica: ambos se extienden (o pueden extenderse) hasta que esa vida se acaba.
Sigamos. ¿Qué relación lógica, estructural, hay entre una vida y una historia clínica? ¿Qué operación media entre ambas? Hay, por un lado, un extraño paralelismo: en ambas, los años se suceden; en ambas hay acontecimientos que marcan un corte, o lo que Walter Benjamin ha llamado una experiencia: momentos que hacen saltar el continuum del tiempo de la vivencia y en los que asoma otra cosa, quizás una clave, quizás, simplemente, algo distinto o algo que intuíamos y que, de golpe, se manifiesta. De algún modo, la historia clínica es un compendio de experiencias clínicas: nacimientos, enfermedades, accidentes, cirugías, sanaciones. Y muertes.
Hay, por supuesto, otros tipos de experiencias en las vidas: la aventura, como señala Georg Simmel, por ejemplo. O el enamoramiento. O, si seguimos a Proust, cualquier detalle cotidiano, un rayo de luz que entra por debajo de la puerta, las migas de una magdalena en la lengua, puede pulverizarse en formantes de experiencia. Estos quedan por fuera de la historia clínica, de nuevo inaprehensibles por el género que estamos aquí estudiando. Quedan, siempre, para el sujeto.
Pero podemos pensar, también, otro tipo de relación lógica entre una vida y su historia clínica. La historia clínica realiza dos operaciones sobre la vida: selecciona y representa, primero; y al representar, codifica y sintetiza, por el otro. Como cualquier texto escrito, la historia clínica es una puesta en palabras. En este caso, además, es una puesta en palabras de eventos que ocurren en los cuerpos, observables en los cuerpos. El trabajo de escritura de la historia clínica es traducir esos eventos corporales al lenguaje médico y sintetizarlos, sistematizarlos. Los eventos que un 6 de mayo terminaron con un balazo en la cabeza de Ana M. se convierten en un orificio de entrada: operación de síntesis y de traducción.
En el fondo, se trata entonces, como estudia Foucault (2003), de la relación entre cosa y nombre, de la relación entre observación y escritura. La cosa, ese agujero del balazo, se convierte en un orificio en la eminencia frontal derecha, del que “salen una cantidad de coágulos mezclados con pequeñas porciones de masa cerebral”. El léxico médico, de nuevo, ha encontrado y sistematizado nombres para lo que elige ver, para sus objetos de estudio. Ahora: ¿qué hay del balazo con un matagatos? ¿Qué hay del ferrocarril que choca a una persona? ¿O de la herida de escopeta? Habrá, seguramente, como sabe Manuel Puig en sus novelas, otros géneros técnicos para ocuparse de esos trasfondos: la investigación policial, los informes de comisaría, los inventarios. En lo que a la historia clínica compete, quedan por fuera. Quedan, otra vez, en la reserva experiencial de los pacientes, en ese acervo que no encuentra lugar en la letra. Pero que, aquí, queremos, de todos modos, leer.
Volvamos, entonces, a la idea del palimpsesto, en su segunda acepción: un manuscrito antiguo en que se aprecian huellas de una escritura anterior que fue borrada para escribir lo que aparece más perceptible. Justamente así se puede entender una historia clínica. No solo en su materialidad ocurren, quizás no tanto el borrado, pero sí la superposición de distintas capas de temporalidad y hasta de tecnologías de escritura: señalamientos internos, tintas diferentes, sellos, hojas añadidas. Sino que también, y especialmente, hay un sustrato que ha sido corrido, desde el punto de partida, para que la historia clínica pueda escribirse: en la acción de escritura médica, hay que borrar la experiencia real para dar lugar a la sistematización. Hay que borrar los pensamientos, las sensaciones, lo que se quiere y lo que no, el miedo, el sufrimiento físico, la esperanza y las ganas de estar, de nuevo, fuera del hospital. Dice Thomas de Quincey:
¿Qué otra cosa es el cerebro humano sino un palimpsesto natural y poderoso? Un palimpsesto es mi cerebro; un palimpsesto, oh lector, es el tuyo. Capas eternas de ideas, imágenes, sentimientos, han caído sobre tu cerebro, tan suaves como una luz. Cada sucesión parece haber enterrado todo lo anterior. Y sin embargo, en realidad, ni una sola capa se ha extinguido. (De Quincey, 2001, p.28)1
Detrás de las hojas que estudiamos aquí, entonces, en una segunda capa permeada, puede que no haya escrituras concretas de otros médicos borradas, aunque sí tachaduras y sobrescrituras. Pero sí hay una latencia debajo de la letra escrita: ese cerebro de ideas y sentimientos que piensa De Quincey, ese corazón venoso de las cosas al que se refería Foucault (2003), esa experiencia que pulsa desde el otro lado, irreductible, como quería Georges Bataille (1986): una experiencia interior. Ese paciente que ya no está en su función paciente, porque la excede. Leemos, a trasluz, eso. Historia clínica número 1009:
Bernardo C., 40 años, Arg. Procedencia: Cañuelas. Fecha
de la primera consulta: Sept. 23 1913.
Diagnóstico: Herida de escopeta en el 1/3 superior e interno
del muslo derecho.
Hace tres días que se le escapó a quemarropa un tiro de escopeta,
hiriéndole en el 1/3 superior e interno del muslo derecho.
Se presenta con una herida circular de unos 8 centímetros
de diámetro, con un trayecto ascendente de unos 7 centímetros.
Hay necrosis de tejidos y un flegmón de todo el muslo,
que llega hasta por encima de la espina ilíaca ante superior
y arcada de Poupart. Temperatura 39 – No desciende sino
dos décimos al día. Por la herida, en abundancia, un líquido
fluido de color parduzco, fétido.
Sept 25, 1913 Se hacen cuatro incisiones en la zona (…) Suero,
técnicas cardíacas, curaciones de agua oxigenada alrededor
del foco.
Fallece Sept 26, 10 a.m. Delirio, agitación, tendencia a la hipotermia.
Cuarto y último andar: la imagen, los números y el texto
En Envisioning Information, Edward Tufte (1990) parte de la hipótesis de que
las formas gráficas mismas generan conocimiento, más allá de qué sea aquello
que estén representando. Es decir que mientras que una tabla numérica
construye un tipo de saber, una radiografía construye otro. El modo de
representación es tan importante cognitivamente como la información que
vehiculiza. Algo que quienes estudian literatura saben bien: la forma es tanto
o más central que el contenido.
En la progresión de más de 6000 historias clínicas del Rawson encontramos distintas formas de representación del conocimiento médico, distintos modos de representar los eventos corporales que alteran la salud de los pacientes. En primer lugar, y también en primer plano, está el modo representativo que venimos analizando: el texto mismo de la historia clínica, con su estructura, su materialidad, su selección léxica, sus operaciones de síntesis y de nominación científica, hasta con su caligrafía.
Pero, además, los 9 volúmenes están también recorridos por otros lenguajes: imágenes y números. Entre las formas de la imagen, encontramos dibujos, fotografías, huellas plantares, radiografías. Y entre las formas numéricas, damos con gráficos, electrocardiogramas, tablas de resultados de análisis clínicos.
Analicemos, primero, algunos modos de la imagen en la serie de historias. No tenemos que girar muchas páginas para dar con el primer dibujo. Ya en la segunda historia clínica, vemos el dibujo de un pie, en tinta negra y a mano alzada. Es el caso de Vicente L., de 31 años, con diagnóstico de traumatismo bilateral de tarso. El dibujo, que aparece al pie de la segunda página de la historia clínica, luego del seguimiento escrito, representa en detalle los dedos y pone especial atención en indicar el lugar donde se realiza la reducción de la herida.
A lo largo de los volúmenes, los dibujos van ganando en complejidad. Aparecen, por ejemplo, diseños a dos colores, en lápiz. Es lo que ocurre, por ejemplo, en la historia clínica 1007, de un paciente que llega al servicio por una fractura de rótula, pero quien más tarde, se descubre, tiene también cáncer. El dibujo aparece contorneado en tinta negra y sombreado en lápiz amarillo. Además, está intervenido con palabras: flechas que disparan hacia la página, y que desembocan en la referencia de cada punto: “vesícula”, “estómago”. Lo mismo vuelve a ocurrir en la historia 1012: vemos dos diseños en tinta negra y lápiz amarillo, con aclaraciones en terminología médica. El dibujo, ya sea a un solo color o a varios, es el tipo de representación gráfica que se perpetúa y nunca se abandona a lo largo de las 6000 historias clínicas. Es por eso que el dibujo clínico, anatómico, se puede pensar como una segunda lengua para estas historias: un modo de representar miméticamente aquello que ocurre en los cuerpos, y un modo de hacer visible aquello que se describió en el cuerpo del texto. El dibujo suma, entonces, un rastro analógico, mimético, al conocimiento racional que proviene del logos médico.
Con el paso del tiempo, y de las historias clínicas, las tecnologías del dibujo se siguen complejizando. A partir del cuarto volumen, aparece una innovación que sistematiza el trazo: a los dibujos a mano alzada se suman sellos que grafican la estructura de torso y pelvis. Sobre esa base, a veces de sello azul y otras, rojo, aparecen dibujos que particularizan la afección, como ocurre, por ejemplo, en el caso 3059, con diagnóstico de úlcera de estómago y de duodeno. El trazo del médico, en tinta negra, dibuja los órganos sobre el sello y añade indicaciones.
En el camino de la mímesis, aparecen también, a lo largo de las historias clínicas, numerosas fotografías. Extrañamente, no obstante, son mucho más comunes en los primeros volúmenes (más tempranos en el tiempo) que en los últimos. Quizás se deba a que, como vamos a ver, en los últimos comienzan a aparecer con mucha más asiduidad estudios complementarios, y también algunas radiografías.
Tampoco hay que avanzar mucho en las historias para dar con la primera foto. Aparece en el caso número 10, en el primer volumen, pegada al margen. La paciente es Carmen V., de 25 años, a quien diagnosticaron con hipertrofia de la mama derecha el 22 de abril de 1910. En la foto, en blanco y negro ya virado al sepia, vemos el torso de una mujer, con las manos hacia adelante, sobre el regazo, desvestida, con la camisa clara retirada. La paciente aparece con ambos pechos hacia el frente. El izquierdo, contenido. El derecho, mucho más grande, pesa hacia abajo, casi hasta la altura del ombligo. Llegamos también a ver su mentón. Y, alrededor del cuello, una cadenita.
La fotografía y el texto entran, aquí y en todos los casos de historias acompañadas por fotos, en una relación singular. “La porción abultada solamente contiene tejido glandular; por encima, la piel ha sido deslucida por el peso de la mama, hay desarrollo venoso en la piel” dice la letra de la historia clínica número 10. El texto detalla y singulariza en términos médicos aquello que, en la foto, aparece como huella de la presencia, impronunciable e intransferible. La letra médica, pues, recodifica aquello que la fotografía había codificado por medio de mecanismos ópticos. O al revés: la fotografía realiza una operación antilogos sobre el texto, abriéndolo a referencias, a cosas, diría Foucault, múltiples y sin anclaje. Ambas direcciones de lectura están habilitadas desde nuestra instancia de análisis por la yuxtaposición, en una misma página, de foto y texto: imposible saber qué tipo de representación se ha dado primero, si la escritura o la toma fotográfica. Cabe hipotetizar, no obstante, que ambas son, de todos modos, posteriores al actuar médico básico: la observación y el examen clínico. Así, ambas, palabra y fotografía, vendrían a trasponer en nuevos lenguajes, texto e imagen, un evento que proviene de los sentidos: de la observación, por un lado, y del tacto (o del más aséptico “palpar”), por el otro.
En los volúmenes que se conservan en la Biblioteca Histórica de la USAL encontramos también dos tipos más de representación por imagen: numerosas huellas plantares, tempranas y que se continúan en todos los volúmenes, por un lado; y algunas radiografías, por el otro, que surgen recién a partir del volumen del año 1914. Al igual que ocurre con las fotos, se trata de modos de representar en los que la presencia del paciente se hace más palpable. La primera huella plantar aparece en la historia clínica 170, que trata el caso de un paciente de 6 años con pie prebot congénito doble. Anexadas al margen del volumen, en tinta negra y sobre un papel distinto, aparentemente de seda, vemos 2 huellas plantares, para análisis de la pisada. Como en las manos en positivo y negativo características del arte rupestre, hay aquí un resto táctil. Por supuesto, ha habido un enorme desplazamiento, y el uso y la realización son en extremo distintos. Pero, sin embargo, hay algo que permanece entre las manos delineadas sobre piedras, ya sea en nuestra Cueva de las Manos, de 9300 años de antigüedad, o en la Cueva de Maltravieso, en España, datada hace 23 000 años en el pasado: el tacto como condición de posibilidad de ambas técnicas, la presencia concreta del objeto (sujeto) representado y su contacto con la superficie de representación. A diferencia de otras imágenes visuales, dice John Berger, “la fotografía no es una imitación o una interpretación de un sujeto, sino una verdadera huella de este. Ninguna pintura o dibujo (…) pertenece a su sujeto de la manera en que lo hace la fotografía” (Berger, 2008, p. 70). Quizás tanto las huellas plantares como las radiografías se acerquen todavía más a esa cualidad de verdadera huella que Berger entiende propia de la fotografía.
Analicemos, ahora, algunas de las formas numéricas que surgen en el compendio de historias clínicas. En Maps. Finding our place in the world, James Akerman y Robert Karrow definen los gráficos como un modo de “hacer visible la naturaleza”, que la exploran, analizan y presentan con una sintaxis propia. Son, según los autores, “dispositivos para trasmitir información desde una fuente (autor o creador) a un destinatario (receptor o espectador) usando signos visuales y símbolos” (2007, p. 210).
Con esta definición en mente es que podemos pensar estos otros modos de reducción racional que aparecen en las historias: los estudios clínicos e informes. Anexados en hojas preimpresas de diferentes tamaños, estos estudios incluyen análisis de sangre, de orina, examen de jugo gástrico, cardiogramas, exámenes de vista, informes de autopsias. Como en el caso de la historia clínica 3015, los exámenes presentan, preimpresas, las categorías a analizar: color, aspecto, sedimento, etc. En las primeras apariciones, los resultados quedan escritos a mano; más tarde, aparecerán también impresos. En el caso de los cardiogramas y exámenes visuales, los encontramos graficados también a mano, sobre una cuadrícula preimpresa, en el primer caso, y sobre dos diagramas circulares, en el segundo.
Modos particulares de representar la realidad del cuerpo: la observación se ha convertido aquí en análisis, y el dibujo en números. Median, en estos casos, complejos procedimiento de medición, que precisan, particularizan y personalizan un diagnóstico ya no mediante el léxico médico, sino mediante números y líneas gráficas. La realidad del cuerpo, su salud o su enfermedad, quedan así convertidas en resultados aritméticos y geométricos. Podemos pensar, entonces, que también en este sentido la historia clínica funciona como un palimpsesto de temporalidades: conviven en ellas al menos cuatro tipos de representación del dato médico: el lenguaje, la imagen mimética, la imagen abstracta (los gráficos) y los valores numéricos.
Cuarto y último desandar: una foto, una muerte
Bernabé E.
Diagnóstico: quiste de la retrocavidad de los epiplones
Fecha de la 1º consulta: mayo 9, 1910
Fallece mayo 26.
Hace más o menos veinticuatro años, estando todavía en España,
notó la aparición de un pequeño tumor por encima y a
la derecha del ombligo, del tamaño de una nuez. Este tumor
ha ido creciendo paulatinamente, sin dar lugar a ningún trastorno,
ni doloroso ni en las funciones de los órganos abdominales.
Desde hace aproximadamente dos meses el tumor ha ido creciendo
rápidamente hasta alcanzar el volumen actual y se ha
hecho doloroso a la presión. El enfermo ha notado que su apetito
disminuía hasta perderlo por completo. Adelgazamiento
rápido con decoloración de la piel. El enfermo se presenta en
un estado general lamentable.
La historia clínica de Bernabé E., la número 47, lleva una fotografía. El enfermo, acostado. El torso tomado desde uno de sus flancos. Los brazos, invisibles, quizás hacen de sostén de la cabeza. El tumor, circular, sobresale del cuerpo. También los huesos. Debajo, una sábana blanca arrugada. La cara, como si nada ocurriera, ni siquiera la foto. Ojos y nariz y bigote. Este es Bernabé E. Esta es la última foto de Bernabé E. con vida.
“Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra”, decía Walter Benjamin (1989, p. 20). Es este el caso, aunque no se trata aquí de obra de arte. La fotografía que vemos es la reproducción mejor acabada de Bernabé E., sí. E incluso así, falta algo, eso que queremos, aquí, notar: esta es la última foto de la vida de Bernabé E.
Diríase que la Fotografía lleva siempre su referente consigo, estando marcados ambos por la misma inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno mismo del mundo en movimiento: están pegados el uno al otro, miembro a miembro, como el condenado encadenado a un cadáver en ciertos suplicios, (…) el referente se adhiere. (Barthes, 1989, p. 31)
En la fotografía, el referente se adhiere, dice Roland Barthes. Hay una adherencia, un exceso, algo que sobra pero que no puede sino manifestarse. En primer plano, en el que dirigimos y controlamos y sobre el que andamos con cierta comodidad, está la materialidad de la foto, su propósito: en nuestro caso, un propósito médico: retratar el volumen del tumor en el cuerpo de Bernabé E. Hasta ahí, el andar. Pero es luego, desandando, que ese referente adherido se hace manifiesto: detrás del objetivo clínico, de diagnóstico y de visualización técnica, aparece el tiempo del paciente, sus últimos días, su agonía.
La fotografía médica puede entenderse como flanqueada por otros dos géneros fotográficos que han sido bien estudiados. Por un lado, el lado de la vida agonizante, la fotografía de heridos de guerra. Por el otro lado, el de la muerte, la fotografía mortuoria. Como la primera, la foto de Bernabé E. reproduce un proceso de agonía. Como la segunda, hay en la foto que analizamos una latencia de la muerte.
En su análisis de las fotografías de la Guerra de Vietnam publicadas en distintos medios, Berger señala:
Nos toman por sorpresa. El adjetivo que mejor las califica es ‘cautivadoras’. Nos atrapan (…) Cuando las miramos, nos sumergimos en el momento del sufrimiento del otro. (…) Recogen un momento de agonía súbita: un terror, una herida, una muerte, un llanto de dolor. Estos momentos son, en realidad, totalmente discontinuos en relación con el tiempo normal. (Berger, 2008, p. 56)
Las fotografías que encontramos a lo largo de los volúmenes de historias clínicas del Rawson incluyen y a la vez exceden la mera marcación visual de un diagnóstico, la representación más ajustada de una enfermedad. Cumplen con su objetivo de hacer visible un tumor, una fractura, la desviación de un hueso, un crecimiento mamario, los resultados de una rinoplastia, un acortamiento de clavícula. Pero siempre, en todos los casos, el excedente es más grande: en el desandar del objetivo clínico controlado, reflotan esos momentos de pura experiencia: las semanas que le lleva a un hueso dejar de doler, el peso de la mama crecida en el cuerpo, las últimas horas detrás del tumor, la última foto antes de no estar más.
Según señala Diego Guerra en su estudio del desarrollo de la fotografía de muertos en Buenos Aires entre mediados del Siglo XIX y principios del XX, “al igual que como ocurrió con el retrato fotográfico en general, la fotografía de difuntos se desarrolló sobre la base de prácticas previas ligadas a la tradición del retrato pintado”; su función era la de recrear “los vínculos familiares y (…) la condición socioeconómica de los individuos tras el último suspiro” (Guerra, 2010, “Del icono flotante a la huella”, párr.1). En las fotos de formato retrato que encontramos en los volúmenes, la primera premisa se constata: no veremos nunca un rostro recortado ni una herida aislada; al contrario, cada vez que aparecen, las caras surgen en las fotos bajo los parámetros del retrato, de frente o perfil, y siempre de encuadre tipo busto. En cuanto a la recreación de los vínculos familiares y condiciones socioeconómicas, las fotografías médicas parecen correrse de ese objetivo. Esa información, en las historias, sigue siendo objeto más propio para el lenguaje: la letra de la historia clínica es la que se ocupa de reflejar esos lazos.
Pero hay otro vínculo, mucho más estrecho, entre la fotografía y la muerte. Es, de nuevo, Barthes quien lo señala:
…la inmovilidad de la foto es como el resultado de una confusión perversa entre dos conceptos: lo Real y lo Viviente: atestiguando que el objeto ha sido real, la foto induce subrepticiamente a creer que es viviente, a causa de ese señuelo que nos hace atribuir a lo Real un valor absolutamente superior, eterno; pero deportando ese real hacia el pasado (“esto ha sido”), la foto sugiere que éste está ya muerto. (Barthes, 1989, p. 124)
Toda fotografía señala la muerte. La foto de Bernabé E. realiza un doble señalamiento, un subrayado de dos líneas: por el hecho de ser fotografía, por un lado, y por el hecho de apuntar desde el referente a un proceso de agonía y muerte. “La Fotografía no rememora el pasado” dice también Barthes (1989). “El efecto que produce en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia), sino el testimonio de que lo que veo ha sido” (p. 128). La foto es, entonces, “un certificado de presencia” (p. 134). Aquí aparece ese segundo subrayado: Bernabé E. estuvo en el Hospital Rawson. Lo mismo Ana M., Martini R., Vicente M., Manuel M., Antonio M., Carmen V. Esta herida de bala ha sido. Este tumor ha sido. Esta fractura de rótula ha sido. Esta enfermedad, esta agonía, han sido. Y esta muerte. Al igual que la foto, la historia clínica es, todo ella, un certificado de presencia.
REFERENCIAS
Akerman, J., Karrow, R. (2007). Finding our place in the world. Chicago, IL: University
of Chicago Press.
Bajtín, M. (1999). Estética de la creación verbal. México DF, México: Siglo XXI.
Barthes, R. (1989).La cámara lúcida. Madrid, España: Paidós.
Bataille, G. (1986). La experiencia interior, Madrid, España: Taurus.
Benjamin, W. (1989). Discursos interrumpidos I. Buenos Aires, Argentina: Taurus.
Berger, J. (2008). Mirar. Buenos Aires, Argentina: De la Flor.
De Quincey, T. (2001). Suspiria De Profundis. Recuperado de https://bit.ly/39cHAFm
Foucault, M. (2000). Hermenéutica del sujeto. La Plata, Argentina: Altamira.
Foucault, M. (2003). El nacimiento de la clínica. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI.
García Gual, C. (2000). Introducción general. En Tratados hipocráticos. Madrid,España: Gredos.
Guerra, D. (2010). Con la muerte en el álbum. La fotografía de difuntos en Buenos Aires durante
la segunda mitad del Siglo XIX. Trace, 58. Recuperado de https://bit.ly/2BkPLmK
Ivanovic-Zuvic, F. (2004). Consideraciones epistemológicas sobre la medicina y las
enfermedades mentales en la antigua Grecia. Revista Chilena de Neuropsiquiatría, 42(3).
Recuperado de https://bit.ly/3jnDxLf
Moliner, M. (1994) Diccionario de uso del español. Madrid, España: Gredos.
Rousseau, J. (1979). Las ensoñaciones del paseante solitario. Madrid, España: Alianza.
Tufte, E. (1990). Envisioning Information. Cheshire, CT: Graphics Press.
Wuani E., H. (2010). La historia clínica. Evolución histórica, objetivos.
Su importancia. La tecnología y la relación médico-paciente, hoy y mañana. Medicina Interna, 26(3).
Recuperado de https://bit.ly/39fajcX"
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1N. de la A. traducción propia.