por la Lic. Anabel Ares
La caballerosidad como encarnación del ideal virtuoso.
Una lectura posible del Llibre de L'ordre de cavaller de Ramón Llull2
Cuando nos asomamos a las páginas de esta obra creemos que nos vamos a adentrar en un viaje por el mundo de los cuentos infantiles, poblado de caballeros destinados a altas misiones y proezas. El relato inicial del encuentro entre un caballero en su ancianidad, ya retirado y concentrado en la reflexión sobre su vida, con un novel escudero, nos incita a pensar en un legado a transmitirse.
No obstante, esta fortuita charla lejos está de la narración de las grandes hazañas que nuestro imaginario infantil pudiese esperar: vinculadas a castillos, feroces batallas, dragones y damas en apuros. Descubrimos, entonces, que el libro de Llull se va a desenvolver mucho más allá de esas fantásticas imágenes, pues en él va a establecerse una suerte de preceptiva didáctica sobre la esencia del caballero, destinada a todo aquel que quiera inscribirse en la orden representante de ese oficio.
Se trasluce, entonces, la importancia del conocer para el hacer: el accionar debe estar guiado por un cierto saber. De la misma manera que no se puede amar lo que no se conoce, no se puede realizar lo que se desconoce.
¿Cómo es, hijo, que ignoras la regla y el orden de caballería? Y ¿cómo pides ser caballero, si desconoces el orden y la caballería? Porque ningún caballero puede mantener un orden que desconoce; ni puede amar este orden ni lo que le pertenece. (1985, p. 11)
Parece oportuno detenernos en el concepto de “orden”, el cual es asociado al “deber ser” implícito en la esencia del caballero. La etimología nos remite al término latino ordo3, que posee distintos significados. Por un lado indica la disposición de algo o alguien en un modo adecuado; esto se responde cabalmente con la caballerosidad, dado que implica una rectitud en el ser y su correspondencia en el obrar. Por otro lado, se utiliza para proponer la orientación adecuada a un cierto fin. Esto mismo se conecta con la misión del caballero: toda tarea, lucha y desafío está animado por un propósito al cual se dirige. Las actividades que lleva a cabo están dirigidas a una meta preestablecida que confiere sentido a su accionar. Otro uso del concepto refiere a la serie o sucesión de las cosas. En este caso, se vincula a los pasos necesarios para la conversión en caballero. Todo está revestido de un orden no intercambiable; por ejemplo, no se puede portar la armadura si antes no se profesaron ni asumieron las virtudes que la labor implica; no se puede combatir si previamente no se juró defender con honor una causa. Por último, se inscribe el sentido imperativo. Esto se encarna perfectamente en la tarea del caballero, puesto que responde a las órdenes, por un lado, del bien comunitario –en función de cuya defensa tiene razón de ser su tarea– y del mandato divino, ante el cual su voluntad debe plegarse.
Ahora bien, esta elucidación en torno al concepto de orden cobra sentido cuando de valores se trata, dado que para que se sedimenten se requiere la reiteración ordenada y constante de actos tendientes a afirmarlos; no basta un acto aislado para encarnarlos. A su vez, la ordenación desempeña el rol de cierta proporción en el plano valorativo, el cual supone la mediación entre disposiciones extremas y contrarias.
Sin embargo, a pesar de esa connotación común a la esencia del valor, este guarda un nivel de especificidad propio de acuerdo a la facultad en la cual inhiere y a la cual perfecciona. La obra gira en torno a las virtudes de la caballería y a los símbolos que la representan. Haremos un recorrido por las virtudes cardinales y las teologales.
El buen caballero con los pies sobre la tierra
La caballería, tal como es concebida por Llull, se encuadra más en un camino de orden anímico que corporal. Se trata del robustecimiento no tanto físico cuanto espiritual, y del correcto ordenamiento y jerarquía de las virtudes que a cada potencia perfeccionan. Encabezando el mando en este plano natural se encuentra la prudencia, virtud que se aboca al perfeccionamiento de la razón, pues la hace distinguir el bien verdadero y elegir los medios adecuados para realizarlo.
Si empleamos la metáfora de la navegación de un barco, la prudencia se podría asociar al capitán que conduce el timón y escoge la ruta para llegar al destino previsto. Es el que orienta el camino y tiene la visión de conjunto: organiza la tripulación, distribuye las funciones en concordancia con la meta y prevé la conjugación de las variables en juego: “El verdadero piloto debe tener en cuenta los cambios del tiempo, las estaciones, el cielo, los astros, los vientos y todo cuanto concierne al oficio, si quiere saber conducir un barco.” (Platón, República, IV, 488 d5-8)
No es el cuerpo y su bravura lo que dicta en un caballero las medidas a tomar en una circunstancia, sino la contemplación y la sabia decisión en torno a los factores que entran en juego. No hay acción sin estrategia previa que ordene: “El caballero irá en contra de su oficio cuando desoye lo que la razón y la discreción le demuestran, para seguir neciamente el viento de la ventura.” (p. 63)
En representación de cada virtud, se otorgan al caballero armas y ornamentos propicios no solo por su utilidad en la batalla y la defensa, sino también por el simbolismo que guardan. En el caso de la prudencia, se otorga la lanza, mostrando la imposición de la verdad sobre la falsedad (p. 47); las espuelas, a fin de marcar el camino a seguir (p. 48); y la testera, para recordar que siempre debe anteponer la razón a cualquier impulso (p. 50-51).
Según un principio de la filosofía moral clásica “la voluntad sigue a la razón”. Esto quiere decir que la intelección y la comprensión preceden cualquier acto de volición. En consecuencia, a la prudencia la sucede la justicia. La significación tradicional de esta virtud distributiva es otorgar a cada uno lo que le corresponde. Por ende, en la dádiva y en la recepción hay un orden proporcional al mérito. Llull halla una metáfora adecuada de este valor en la espada (p. 46-47), cuyo imperativo ínsito es mantener la justicia por su medio, tanto en un orden humano como divino (connotación acentuada por la forma de cruz).
A las mencionadas facultades espirituales vienen a añadirse las ligadas al apetito irascible y concupiscible, referidas a la fortaleza y a la templanza, respectivamente.
Ciertamente, la fortaleza es un reconocido atributo ligado a la condición de un guerrero; sin embargo, en este caso, cubre un espectro más amplio, dado que no responde tan solo al arrojo, a la fuerza y a la resistencia, sino también a la mesura y a la adecuación en el empleo de dichas potencias. Como ya hemos afirmado, la labor caballeresca tiene más que ver con la fuerza del espíritu que con la corporal. Llull expresa esta idea claramente:
La nobleza del ánimo no puede ser vencida, ni puede ser raptada por un hombre ni por todos los hombres que son; y el cuerpo puede ser vencido por otro, y tomado preso; por lo cual el malvado caballero que ama más la fuerza del cuerpo, decae en fuerza de ánimo y huye de la batalla. (p. 25)
En concordancia con esta concepción, se presentan los elementos representativos del carácter asociado a dicha virtud. Se señalan, por un lado, las calzas de hierro (p. 48), en función de la firmeza y seguridad de ánimo en el camino a seguir; la maza (p. 49), por la ductilidad que propone como defensa, simbolizando el cuidado que, asimismo, tiene encargado el coraje, al no declinar ante la tentación de los vicios; la silla (p. 49-50), como metáfora del asentamiento en la misión ligada a su tarea; y la túnica, en tanto señala la sobreposición que debe tener el caballero frente a los múltiples embates, dado que ella es lo primero rasgado y susceptible de daño, al ser lo que cubre la armadura.
Por último, hallamos la perfección en el ámbito en el que suelen darse las desmesuras del cuerpo: las pulsiones asociadas al desenfreno físico son reguladas por la templanza. Lo vemos, porun lado, en la loriga (p. 47-48), que cubre el torso del luchador, y lo aísla de los vicios y faltas; y por el otro, en el freno (p. 50), que propone controlar las tendencias contrarias a la razón, lo cual lo diferencia precisamente de su caballo, y la condición de cualquier animal privado, por su misma esencia, de las potencias racionales.
Ahora bien, aunque es innegable la importancia de la presencia de estas virtudes cardinales en el aspirante a caballero, es insoslayable la necesidad de elevarlas por medio de la devoción a Dios. Este punto nos adentra en la segunda parte del viaje.
El piadoso caballero que mira hacia lo alto
En la preceptiva de la labor caballeresca, el primer aspecto tratado es el fundamento de esta vocación, la cual está asociada a la lucha contra el mal en el mundo. Hasta que prevaleció la bondad entre los hombres, no era necesaria la formación de guardianes encargados de preservar la armonía. Pero a partir del reinado de la sinrazón y la injusticia fue imprescindible conformar una orden de caballeros que restablecieran esa justicia perdida.
Disminuyeron la caridad, la lealtad, la justicia y la verdad en el mundo. Y comenzaron la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad; y por eso cundió el error y la perturbación en el pueblo de Dios; el cual pueblo había sido ordenado para que Dios sea amado, conocido, honrado, servido y temido por el hombre. Cuando en el mundo cundió el menosprecio de la justicia por disminución de caridad, fue preciso desde un principio que la justicia retornase por su honor, mediante el temor. (p. 13)
Siguiendo el párrafo anterior, la caballería cobra sentido a partir del cultivo de las virtudes cardinales, y fundamentalmente, de las teologales.
Reafirmando dicha idea, podemos apreciar que no es casual que en más de una ocasión Llull compare la ordenación, las vestiduras, las actividades y la disciplina del caballero con las del sacerdote. No se puede conservar el orden inmanente sin subordinarse a la jerarquía trascendente. La fe encabeza la prioridad de las virtudes al señalar la misión del caballero: “son mantenedores y defensores del oficio de Dios y de la Fe por la cual nos hemos de salvar” (p. 19). Es una convicción que facilita el entendimiento de lo sobrenatural, así como la prudencia lo hacía con respecto a lo natural. Sin el reconocimiento del orden divino, es imposible cualquier intención de postular otro orden.
Y en este plano, también se hace una correspondencia con los ornamentos que el caballero porta, viniendo a simbolizar la fe por medio de la gorguera (p. 48), que supone la obediencia a los mandatos divinos. La esperanza, por su parte, representa el perfeccionamiento de la voluntad en el seguimiento de una promesa: es la férrea convicción de alcanzar la felicidad bienaventurada. El puñal (p. 49) se asocia a la misericordia, dado que implica el último recurso de defensa ante el enemigo cuando las otras armas fallan: simboliza la creencia en la intermediación de Dios en los momentos en que las fuerzas humanas flaquean.
Pero el oficio de caballero no podría tener razón de ser si no estuviese infundido por el espíritu de la caridad, que justifica cada acto como un acto de amor. Ese amor se expresa, por un lado, en la veneración del bien común como mayor y más necesario que el bienestar particular; y en la elevación, por otro lado, de ese amor terreno a un plano más trascendente y universal.
En resumidas líneas, podemos concluir que el viaje por las páginas del Llibre de L'ordre de cavaller nos propone una visión integral del ideal humano, pues la caballerosidad se inscribe como el paradigma de un ser humano que ha superado arduas pruebas de carácter moral. La caracterización que nos propone Llull amplía el espectro de responsabilidades y propósitos tradicionalmente asociados al accionar caballeresco. Al cultivo del cuerpo lo supera el del alma, a la realización de hazañas la devoción a una serie de principios, y a la fuerza corporal la fortaleza de ánimo. Podemos suponer que esta obra estaría asociada a la transmisión de una cosmovisión del hombre, y a una preceptiva didáctica a fin de forjar dicho ideal.
22 Registro no. 39 del Catálogo periódico impreso. (N. de la Ed.)
3Para más sentidos, consultar García de Diego, V. (Ed.). (1944). Diccionario ilustrado latino-español (2ª ed.). Barcelona: Spes.