Reseñas


por la Lic. Anabel Ares

El legado ambivalente de Rilke

Cuando nos asomamos a las páginas de El testamento de Rilke1, descubrimos inmediatamente el carácter fragmentario de las reflexiones, pensamientos, esquelas e ideas que desfilan a lo largo de la obra. Esta impresión cobra sentido cuando sabemos que se trata de una reunión de escritos, inicialmente dispersos, que tan solo póstumamente salieron a la luz.
A pesar de dicha variedad se puede dilucidar un rasgo en común que unifica el contenido, el cual está teñido de una cierta contradicción, o al menos tiene una cara bifronte. Por un lado, si nos atenemos a la misma esencia del testamento, es clara la intención de que estas páginas prevalezcan como herencia; de hecho, no es casual que el autor encabece estos escritos con la frase de Jean Moréas que declara “pero acuso sobre todo a aquel que se comporta en contra de su voluntad” (1977, p. 33). Prevalece una clara necesidad de transmitir algo, por propia iniciativa y no por imposición o coerción. Por otro lado, dicho deseo de Rilke convive con afirmaciones suyas tendientes a señalar aspectos que parecería no querer dejar al descubierto, ya que en más de una ocasión él menciona hojas que ha omitido, o que transcribe antes de destruir el cuaderno en el cual fueran originariamente concebidas.
En consecuencia, junto al anhelo de comunicar inherente al oficio de escritor, interpretamos un afán de ocultamiento, que parece coexistir en perfecta armonía: se hace portador de estos deseos contradictorios y los amalgama en unas páginas nacidas de su profunda sensibilidad.
 Este recorrido por su obra lo estructuraremos en dos niveles.
En principio, nos centraremos en algunos contenidos ligados a elementos paralingüísticos que la edición facsímil nos ofrece: las tachaduras y las cruces que cercenan párrafos y que son rescatados de la pluma censora del escritor en las publicaciones posteriores, nos descubren qué es aquello que se quiso esconder.
Ese primer nivel de análisis se verá profundizado al poner el acento en el espíritu que anima las líneas de Rilke, teñidas del desamor o al menos de las inquietudes que el amor genera, lo cual trasluce que esta ambivalencia que describimos no nace de una inconsistencia racional, sino de los vaivenes que el sentimiento amoroso provoca.

Escribir y tachar, o de la expresión y el ocultamiento
Pocas imágenes pueden ser expresivamente más contundentes para graficar esta necesidad de Rilke de sumir su existencia en un plano minúsculo y marginal, que la ofrecida por él mismo con respecto al cuadro de Jan van Eyck: Madonna de Lucca (p. 155).
El autor describe cómo, en un estado de desasosiego espiritual, se encuentra con una reproducción de la mentada obra. En ella se ve la majestuosa imagen central de la Virgen María con un suntuoso vestido rojizo, alimentando al Niño. La fuerza de esa presencia en primer plano, tardíamente nos permite percibir las opacas manzanas posadas en el reborde de la ventana. Pues bien, Rilke manifiesta enfáticamente aparejar su ser a esa existencia irrelevante, en segundo plano, prácticamente imperceptible.

Y de repente deseé, deseé, oh, deseé con todo el fervor de que mi corazón era capaz, deseé ser, no una de las dos pequeñas manzanas –del cuadro–, no una de esas manzanas pintadas en el alféizar pintado: eso era algo que me parecía excesivo… No, deseé ser la sombra dulce y minúscula, la sombra insignificante de una de esas manzanas…, ese fue el deseo en el que toda mi esencia se contuvo. (p. 131)

Este anhelo suyo de irrelevancia se asociaría, según lo que él va narrando, al afán de ocultamiento de su existencia tras sucesos que lo desbordan y que exceden sus fuerzas. Esa marea emocional, sin embargo, no puede anular por completo su pluma: escribe y luego borra, expresa para después tachar. Son dos actos tan continuos, el de producción y el de destrucción, que parecieran implicarse mutuamente, con una cuasi necesidad lógica.
Prueba de ello es que no solo narre, sino que aún transcriba aquellas imágenes y reflexiones que nacieran de una de sus crisis emocionales, como si quisiera olvidarlas pero a la vez no pudiese sino retenerlas:

Nadie sabrá nunca más que lo que yo confíe a estas hojas, en sosegado recuento. Pero antes de quemar el pequeño diario encuadernado en cuero azul, que llevé conmigo en aquél viaje, quiero dar cuenta del estado del mismo (…) Escribo aquí, una tras otra y sin cambiar lo más mínimo, antes de destruirlas, las insensatas palabras en las que sefragmentó mi espíritu, entonces capacitado, cuando un peso “extraño” se derramó sobre él de pronto, como un ácido corrosivo. (p. 87 y ss.)

Esta recopilación de viejas anotaciones y apuntes sueltos parecieran poseer en nuestro autor una impronta prácticamente mesiánica: del poder de la palabra depende la liberación de un estado de opresión y angustia. El hablar “salva” a la vez que expone: genera una catarsis el plasmar en una hoja lo que anida en el pensamiento, aunque quede expuesto a la mirada de los otros. Consciente, tal vez, de esto, Rilke reunió estos escritos, pero no tuvo una intención clara de publicación, la cual, de hecho, no se concretó sino tras su muerte.
¿Entonces qué motivo puede haber llevado a su ánimo ávido de comunicar a la retracción en este anhelo? Para esbozar una respuesta, proponemos centrarnos en el contenido de los dos fragmentos que en El testamento aparecen anulados con una cruz.
En el primero de ellos Rilke realiza casi una plegaria a Dios, rogando por un amor que supere las inseguridades, decepciones y pesares. Tal vez, el motivo de la supresión de este pasaje se asocie al saberse deseando una seguridad en el amor, con la utopía que eso mismo implica: un anhelo nacido del deseo que la razón sabe y descarta como imposible. El “yo racional” de nuestro autor, según esta lectura, anularía las aspiraciones sentimentales de su “yo expresivo-sentimental” por considerarlas imposibles.
Esta idea se ve complementada en el segundo pasaje, donde su petición apunta a una suerte de absolución de las demandas que él cree pertinentes al amor. Exige un respiro a la retribución de dicha a la que se siente exigido en la entrega amorosa, pues la cree incompatible con su existencia más melancólica y solitaria.Antes ya había proclamado:

Nos encontramos en la situación de sentir que cae sobre nuestras espaldas un peso que no guarda proporción en modo alguno con nuestras fuerzas y su ejercicio: un peso extraño. ¿Cómo podríamos proponer al cisne una de las pruebas del león? (p. 83)

Esa gravedad que enuncia nos conduce directamente al segundo estadio de análisis que habíamos esbozado, pues se sugiere en los pasajes citados que la ambivalencia entre comunicar y callar está atravesada por un sentir amoroso que lo desborda. Las pruebas amatorias y sus tribulaciones parecieran hacerlo sentir como Atlas cargando en sus hombros el peso de la Tierra. Trasluce su aspiración de amar y de ser amado pero sin sentirse superado en sus capacidades:

Qué cansado estoy de efectuar todos estos movimientos de oposición a las imposiciones del amor…; dónde está el corazón que no “demandará” una determinada dicha obstinada a mi interior, sino que me permitiera darle aquello que surge de mí inagotablemente?(p. 119)

De la entrega amatoria o del culto a la soledad
En el caso particular de nuestro autor, el equilibrio entre la entrega sentimental sin desmedro de la identidad y rasgos personales es difícil de calibrar: ser para otro conlleva el riesgo de salir –con posibilidad de perderse– de sí. La intencionalidad del amante hacia el ser amado conlleva un “giro copernicano” en el sentir: el movimiento es dictado por la impronta del otro. Todas las expectativas, proyectos y construcciones van a ser habitadas por esta nueva presencia amorosa.
Para Rilke, dicha expansión existencial, en virtud de aproximarse y aunarse con el ser amado, comporta el riesgo potencial de ser embargado en una empresa que exceda sus facultades, de adentrarse en un terreno desconocido en el cual ignore sus potencialidades. La “expulsión” de su hábitat solitario lo enfrenta al desafío de construirse con y bajo la mirada de otro.
Ese ámbito compartido parece estar teñido por un doble valor: por un lado le es desconocido, y por ende peligroso y temible; por el otro, expande su panorama existencial al vivir nuevas experiencias.

Mi corazón fue desplazado del centro de su círculo, hacia la periferia, hacia el lugar donde más cerca estaba de ti –y aunque ahí sea grande, sensitivo, jubiloso o angustiado–,no se halla en su constelación, no es el corazón o el centro de mi vida. (p. 139)

Sin embargo, el resquemor a esas flamantes vivencias es tan grande que las percibe como contradictorias a su esencia, no consigue amalgamarlas a la vida que hasta ahora ha transitado en soledad. El amor supone un extravío de sí en función de la fusión con el otro, o de la subsistencia de la personalidad más fuerte. Ese dilema lo hace continuamente desear y rechazar la posibilidad de un camino conjunto.

No puedo desprenderme de mí. Porque, de ceder todo, todo lo mío, y de lanzarme a ciegas a tus brazos, como lo ansío algunas veces, y de perderme en ellos…, tú tendrías a uno que ha renunciado a sí mismo: no a mí, no a mí. (p. 139-141)

Ahora bien, se sugiere en lo antedicho que aún escogiendo la entrega amorosa, no quedaría en la unión nada de sí que la amada pudiese recibir. Es decir que esta entrega conlleva un poder nihilizante de su personalidad que no solo lo extinguiría, sino que no supondría goce alguno a su querida, pues nada de lo que ella hubiese podido desear de él persistiría tras la entrega.
Hasta aquí, el panorama es oscuro, aparentemente irresoluble, pues el texto está apresado entre dos pulsiones: eros convoca a thánatos. Anhela a su amante pero también la conservación de su entidad y sus rasgos propios. La alternativa que elige no es refugiarse en el imperio de la soledad y la marginalidad, sino exigir y rogar ser amado en la medida de sus potencias. No escoge la vía de la penosamente visible sombra de la manzana del retrato, sino la expresión implorante de su deseo.

Suplico a quienes me aman que sean indulgentes conmigo.¡Sí, que tengan indulgencia! Que no me usen para su felicidad, sino que me ayuden para que despliegue en mí aquella profundísima felicidad solitaria, sin cuya Gran Demostración, al fin y al cabo, no me habrían amado. (p. 141)

La tinta prevalece, entonces, sobre las tachaduras.


1Registro no. 41 del Catálogo periódico impreso. (N. de la Ed.)