por la Mg. Yamila Bêgné
Una caja de pasado presente
Tal como la entendía Michel Foucault, la arqueología “no incita a la búsqueda de ningún comienzo” sino que “describe los discursos como prácticas” (Foucault, 1979, p. 203). Es así que pudo él articular una práctica arqueológica para el saber y sus formas discursivas. Son sus lineamientos los que, entonces, habilitan a pensar siempre a qué prácticas, evidentes o no, están asociados los discursos que nos cruzamos, sean del tipo que sean. La misma pregunta vale muy especialmente a la hora de encarar el fondo del Instituto de Arqueología Profesor Juan Manuel Suetta, que funcionó entre 1964 y 1980 como dependencia de la Facultad de Historia y Letras de la Universidad del Salvador. Vale especialmente pues la pregunta nos pone de cara a una nueva: ¿qué nos dicen los objetos de ese fondo sobre los trabajos y los días en el Instituto, sobre sus prácticas? De las 19 cajas que lo conforman, existe una que habla no solo de las actividades académicas y exploratorias del Instituto, sino también de su vida diaria, de su modo cotidiano de hacer las cosas, incluso hasta de su modo de celebrar y de compartir momentos entre colegas. Esa caja nos habla de muchas otras cosas más: a la vez que nos da una idea muy clara de qué prácticas, qué movimientos, qué asuntos ocupaban el día a día del Instituto, nos pone también frente a la oportunidad de revisar de qué modo los años cambian a las ciudades: de qué modo, más particularmente, cambiaron algunas pequeñas cosas en la Ciudad de Buenos Aires desde 1980, momento en que el Instituto dejó de funcionar. Es muy extraña la sensación: cuánto es lo que una sola caja, una sola, y de contenido, digamos, burocrático y administrativo, nos puede decir sobre el mundo. A esa caja, la caja número 17 del fondo del Instituto de Arqueología Profesor Juan Manuel Suetta, nos dedicaremos en las líneas que siguen.
¿Qué es una boleta, o una factura? Es un registro de un intercambio comercial, claro. ¿Pero puede ser que sea algo más? Es decir: cuando ya ha perdido valor como prueba de ese intercambio, ¿qué más puede decir? Pensamos, aquí, que mucho, mucho más. En principio, un documento de este tipo tiene algo singularmente valioso si de arqueología estamos
hablando: tiene una fecha. Tiene, además, un rubro. Y, a veces, una cantidad.
Y, si tenemos mucha suerte, también tiene un nombre: el de un
comercio o, incluso, el de una persona. Pensada así, a destiempo, a contra
pelo de su propósito primero, una factura deja de ser lo que había sido
originariamente: sacada de su utilidad original, ahora su rol en el mundo
es nuevo, es todo menos administrativo. Es, en cambio, vital. A nosotros,
sus lectores actuales, las facturas viejas no nos sirven como comprobante
de otra cosa, por ejemplo una compra. Nos sirven, al contrario, en sí mismas:
todas juntas, arman un recorrido vivo por el pasado.
La caja 17 nos da esa posibilidad justamente porque contiene este tipo
de documentos. Y muchos. Se trata de un registro detallado de todo tipo
de facturas y comprobantes de caja que llegaron al Instituto. La mayoría
de los registros son del año 1979, aunque aparecen también algunos anteriores.
Recorriendo el contenido de la caja, ahora archivado y organizado,
nos podemos hacer una idea de las actividades arqueológicas y no tan
arqueológicas del Instituto. Comprobantes de bares, de florerías, de casas
de impresión y fotocopiadoras; también de librerías, vidrierías y bazares;
boletas de fletes, taxis y hasta de panaderías y confiterías. También recibos
por dictado de clases y por alquiler de proyectores.
Entonces, en primer lugar, constatamos datos meramente objetivos
del registro administrativo del Instituto: qué se compraba y qué se alquilaba,
por ejemplo, cuándo y en dónde. Pero, ¿qué más? Nos toca ahora
pensar de qué modo el contenido de la caja se enlaza con la vida y la historia
del Instituto, que en ese momento se encontraba bajo la dirección
de Lidia Alfaro de Lanzone. Era 1979. El Instituto, después de haber funcionado
en el Colegio del Salvador y también en instalaciones de la calle
Hipólito Yrigoyen, en 1979 se encuentra instalado en Yapeyú 197, en los
claustros de la Facultad de Historia y Letras de la Universidad. Es de este
período que nos habla con mucha claridad la caja 17. Se hace evidente
al recorrer las fechas y también las direcciones de los comercios que, a lo
largo de los registros, se van repitiendo. Librería Kosmos, por ejemplo,
situada en la Avenida Rivadavia 3976, o Nahuel Impresiones: dos de los
comercios que más se repiten entre los documentos. La primera sigue
existiendo allí mismo; el segundo, en cambio, al igual que el Instituto, ya
no ocupa ningún espacio en la ciudad. Es este tipo de paradojas que el
espacio le plantea al tiempo las que Walter Benjamin registraba siempre
en sus escritos sobre París: de qué modo las ciudades se van armando y
desarmando por capas de tiempo y espacio, de qué modo algo que dejó
de existir puede seguir, de algún modo, existiendo en los sitios que los
supervivieron. O, al revés: de qué modo lo que vemos en el espacio actual
también puede hacernos aparecer, como en una fantasmagoría, otro estado de cosas, pasado. Trabajo de arqueología, precisamente, con bastante
de intuición y de emoción.
Los puntos de la ciudad que quedaron registrados en la caja número
17 trazan un mapa de los recorridos del Instituto durante sus últimos
años. Hubo algún festejo, por ejemplo. El 10 de octubre de 1979 se dio
una ocasión para comprar flores: dos centros florales y muchas flores
sueltas, todas de Flores Skorpios, otro espacio que dejó de estar ahí. Hubo
también algún brindis con sándwiches triples y también simples. Hubo
que cambiar el vidrio de alguna ventana por uno nuevo: uno doble, de 44
centímetros por 61, que se instaló con medio kilo de masilla. Hubo que
moverse, que cargar nafta, que ir a la ferretería, que comprar azúcar y café
Franja Blanca, en el Bonafide del barrio.
El Instituto ya estaba llegando a su último año y eso, en su boletín, Antiquitas,
se hace más que evidente: las publicidades ya no existen, los cuadernillos
se van haciendo más cortos y se empiezan a incluir inventarios
en la revista (ver “Ante Antiquitas”). Todo eso está pasando, sí, sabemos
ahora, pero en la caja número 17 los papeles del año 1979 lo muestran
todavía en movimiento, como congelado en el tiempo. Hay que llamar a
Super Flet, de la calle Castro Barros, y preguntar por el chofer de nombre
Marcos, por ejemplo. Hay que ir al Palacio del Fotógrafo a revelar la cinta
súper 8 de Kodak, como dice el comprobante. Y ahí mismo hay que comprar
una lámpara. Falta menos de un año nada más para que el Instituto
deje de funcionar, pero eso la caja 17 parece no saberlo. Eso tienen los
objetos de maravilloso, y por eso a Benjamin le gustaba coleccionarlos.
Cualquier objeto tiene ese encanto, pero en especial los que llevan fecha,
como las facturas y comprobantes: plasman en dimensiones espaciales
un punto temporal. Y, si no se degradan, si logran conservarse, como es
el caso de nuestra caja 17, funcionan como una burbuja que traslada ese
presente pasado a nuestro presente presente.