Paulina Vinderman

La Poesía, un Juego Mayor

 

                                                                                                                                   Augusto Munaro[1]

 

Nota del Autor

Paulina Vinderman (Buenos Aires, 1944) ha indagado pacientemente las posibilidades superiores de la poesía. Como resultado, trazó un rumbo personal, producto del análisis exhaustivo hacia la precisión lírica, y publicó los siguientes poemarios: Los espejos y los puentes (1978), La otra ciudad (1980), La mirada de los héroes (1982), La balada de Cordelia (1984), Rojo junio (1988), Escalera de incendio (1994), Bulgaria (1998), El muelle (2003), Cónsul honoraria, antología personal (2003), Hospital de Veteranos (2006), El vino del atardecer (2008), Los gansos salvajes (2010) y Bote negro (2010); obras donde impera el predominio de unidad, forma, tono y estilo. Un complejo entramado reflexivo, que explora sostenidamente la evolución de una búsqueda. Un sistema poético enraizado en la inquietud humana. A continuación, Vinderman habla con Gramma sobre su actividad lírica.

 

—Usted sabe, Paulina, que en la mayoría de los casos, los poetas suelen renegar de su primer libro. Sea por cuestiones formales o afinidades de índole personal, por lo general, tratan de olvidarlo. Esto no ocurre con usted, con su primera publicación: Los espejos y los puentes, un poemario al cual defiende con uñas y dientes.

—Tanto como con «uñas y dientes», no (risas). Pero imposible dejar a un lado ese librito humilde, de edición casi precaria, que me permitió salir de la oscuridad del cajón del escritorio, y fue bien recibido por referentes importantes para mí: Edgar Bayley, Raúl Gustavo Aguirre, Antonio Requeni. Joaquín Giannuzzi apareció un poco después.

—Lo publicó cuando tenía treinta y cuatro años, pero fue escrito entre sus veintiocho y veintinueve, si mal no recuerdo.

—Es verdad. Eran más, pero reuní veintidós poemas, a los que creí más sólidos y aliados entre sí.

—Si no me equivoco, se trató de una edición de autor.

—Sí, se trató de una edición de autor.

—También tiene la originalidad de incluir ilustraciones, algo que no hizo con sus posteriores publicaciones. ¿Fue por temor a dispersar al lector?

—Las ilustraciones fueron un requisito obligatorio de la pequeña editorial. Por lo general, no me atraen en un libro de poemas, salvo honrosas excepciones en las cuales autor e ilustrador se conocen en profundidad y comparten una mirada.

—Su caso, ya desde el comienzo, fue el de una voz que se mantuvo un tanto apartada de los grupos. ¿Necesita ese espacio, esa distancia, para encontrar su identidad lírica?

—Me conecté con todos los grupos, pero no pertenecí oficialmente a ninguno. Una de mis características, para bien o para mal, es mi feroz independencia. Necesito libertad para crear y la creación es mi libertad.

—¿Alguna vez se sintió una «rara avis», como señaló Adúriz sobre su poesía?

—Sí, y también me lo hicieron sentir (risas). Pero, en el fondo, es el mejor elogio que puede recibir un «trabajador del arte». Siempre me aferré a mi propia voz, a mi respiración. Creo que es fundamental en un poeta no la «originalidad», que no existe, sino la «autenticidad».

—¿Cómo piensa que se llega a esa «autenticidad»?

—Si lo supiera, no escribiría más. Es una tarea delicada, como la de un equilibrista sobre la cuerda, como la de un animal en una zona alambrada. No hay recetas, no hay meta. No sabemos hacia dónde vamos cuando empezamos a escribir. Somos más desconocidos que nunca; el mundo entero es más desconocido que nunca. Y, en la madurez, la única sabiduría es aceptar lo poco sabios que nos volvemos y todo lo que nos falta saber. Una frase hermosísima de Salinger me persigue: «¿Sabes qué te preguntarán cuando te mueras? Te harán dos preguntas: ¿Han aparecido la mayoría de tus estrellas? ¿Estabas ocupado en escribir todo lo que tenías en el corazón?». Bueno, esa es la autenticidad a la cual me refería.

—En esos veintidós primerizos poemas laten sentimientos muy íntimos: el secreto, la memoria y el presentimiento de la muerte. ¿Cuál fue el impulso que dominó aquella escritura?

—Son poemas muy marcados por la asfixia, el «secreto», como usted señala, el misterio. Un desolado interrogante, como acostumbra ser la poesía. Nunca nos da respuestas, sino solo la certeza de la huella humana en el mundo. Era 1978, y la asfixia a la cual me refiero no era personal, sino colectiva. Siempre digo que salí desde la oscuridad del cajón de mi escritorio hacia una oscuridad más atroz: los años de plomo de la dictadura. Descubrí, en esa época aciaga, la fuerza de la palabra, su capacidad de subrayar lo esencial, su poder (ese al que tanto temen los tiranos), su agua de resistencia.

—Asimismo ya aparecen alusiones a Alicia, de Lewis Carroll, un personaje literario que la ha acompañado toda su vida.

—Carroll continúa acompañándome. Son dos libros geniales, llenos de gracia, juegos de lenguaje, alusiones irónicas al «corsé» de las convenciones, y personajes absolutamente inolvidables. Se cuelan en mis poemas sin pedir permiso porque son parte de mi vida. Tomo el té con el Sombrerero Loco muy a menudo, me inviten o no.

—¿Podríamos intuir el filtrado de estos personajes en su poesía como una consecuencia escapista de esa época oscura?

—No, no, nunca fue escapista mi poesía. Por el contrario, es una manera de zambullirme en el mundo e intentar aprehenderlo, abrazarlo, comprenderlo. Los personajes literarios son tan reales para mí como los de carne y hueso, y me acompañan; siempre digo que «Colmillo blanco» fue mi perro.

—A pesar de Jack London.

—No «a pesar», sino «gracias» a él.

—Hay en su primer libro, más que en ningún otro, un aura mágica, cierto aire de cuento de hadas. Un bosque de abedules soñados, un collar de hiedras… ¿Hans Christian Andersen fue una influencia importante en el desarrollo de su búsqueda?

—La crueldad y maravilla de los cuentos de hadas influyeron notablemente sobre mi escritura. Hans Christian Andersen es un poeta extraordinario; hace tiempo que esbozo un largo ensayo sobre él. Busqué siempre, sin saberlo, un lenguaje de encantamiento para un mundo desencantado, para la verdad desencantada y necesaria del poema.

—Cierta vez me comentó que la poesía tiene el prestigio que tiene porque aún no se ha «vendido» al mercado. ¿Es esa la única razón que encuentra como garantía de su valía?

—Esa es la consecuencia, no la razón. La poesía es la sangre del idioma, el corazón del lenguaje; y el lenguaje es lo humano por excelencia, ya que somos humanos gracias al lenguaje. La poesía quita las palabras de sus lugares habituales y vuelve a nombrar al mundo como si fuese la primera vez; regresa al origen. Ese verdadero renacimiento nos otorga una certeza: la promesa de que el lenguaje ha dado cobijo a la experiencia, a la visión, ya sea de triunfo o de espanto. Sabemos que el poema no puede reparar ninguna pérdida, pero desafía al espacio de separación. Reúne —laboriosa, desesperadamente—lo que ha sido desperdigado. Es su trabajo, es su arte (la «cruel piedad del arte», diría Pascal Quignard). Una voz en el silencio del universo para tratar de encontrar el sentido de nuestra existencia.

«La poesía es un relámpago de percepción», dije una vez; un «juego mayor», añadí; una «manera de iluminar los rincones oscuros de la existencia», Y, sobre todo, agrego, una vasija llena de memoria («memoria calcinada», Juan Gelman dixit).

—Su poesía pareciera ser primero imaginada, vista en sueños. Cuando está escribiendo un poema, ¿qué lugar ocupa lo soñado, es decir, lo no vivido?

—Un lugar importantísimo, sin duda. Todo se vuelca en mi mesa de trabajo: lo soñado, lo vivido, lo no vivido, lo leído, lo imaginado, lo olvidado (los porcentajes varían).

—¿Pero qué regula esos porcentajes?, ¿la razón?

—La razón y la intuición, ambas trabajando en pugna y, a la vez, al unísono. Hay que tomar distancia de la emoción, pero no dejar que todo sea gélido (una especie de iceberg intelectual). Recuerdo a Apollinaire y su famoso lema: «entre el orden y la aventura».

—Pocos saben que antes de la aparición de su primer libro, estudió y se recibió de algo muy distinto de poesía. Usted es bioquímica. ¿Podría referirse brevemente a esa faceta de su vida? Entiendo que hubo un tiempo en el que, inclusive, ejerció esa profesión.

—Fue un mandato familiar. Mi padre era sumamente autoritario y le tenía terror a la pobreza, por lo cual no me permitieron estudiar Letras o Historia Elegí la química de la vida, que me atraía (siempre fui curiosa y buena estudiante), y usé la carrera como salvoconducto. Por las noches, leía a Camus o a Sófocles y decía que estaba estudiando para los exámenes. Fue doloroso para una criatura tan fascinada por el lenguaje, que había aprendido a leer y escribir antes de ir a la escuela, la criatura que escribía cuentos a los ocho años y poesía a los diez. Siempre es doloroso no ser comprendido y apoyado por los padres, pero fue muy bueno para mi formación. ¿Recuerda la deseada «Universidad de Poetas» de Auden? En su plan de estudios figurarían matemáticas, biología, arqueología, cocina. Me especialicé en Bacteriología, trabajé unos años para lograr mi independencia y di vuelta mi vida como un guante. Estudié Historia del Arte, idiomas, perfeccioné mi inglés, estudiado en mi infancia; me dediqué a la enseñanza, la traducción, a escribir artículos, reseñas, etc.

—Se ha formado con escritores y poetas en su mayoría anglosajones: Alcott, Stevenson, Wallace, Stevens, Salinger y Faulkner, entre otros. ¿Se debe a alguna razón, o es pura coincidencia?

—Los anglosajones dejaron una marca hermosa y profunda en mí porque podía leerlos en su lengua original, porque aprendí inglés desde muy chica. Pero, en mi formación, fueron cruciales los clásicos españoles (Quevedo), los americanos modernistas (Rubén Darío, José Asunción Silva), Cervantes y Shakespeare, por supuesto; Hemingway, Salinger, Woolf y Katherine Mansfield. Y Vallejo, Neruda, Girondo, Apollinaire, Pessoa, Pavese, Chéjov y un gigantesco etcétera. Y la crueldad y la maravilla de los cuentos de hadas de la infancia, que ya mencioné. Hay un eco muy intenso del «había una vez…».

—Ya son varias las veces que alude a su infancia. Me gustaría que se refiriera a ella. ¿Tuvo una niñez libresca? ¿Qué experiencias decisivas aún resurgen en su memoria?

—Fui una lectora precoz y voraz. Estaba fascinada con el lenguaje; por eso apareció ese poema «de la nada» que llamé «El perro vagabundo», y definió mi vida. Pero antes creía que iba a ser narradora; había fundado un club literario con mis amiguitas del barrio y debíamos entregar una «composición» (así llamaban en la escuela a los cuentos cortos) por mes. Finalmente, mis amigas tomaron el toro por las astas y me dijeron: «La escritora sos vos, dejanos en paz». No las dejé en paz (risas), escribimos una historia entre todas. Además quiero contarle un suceso extraño, maravilloso de mi infancia: mi abuela paterna, que vivía en Carlos Casares, pasó una temporada en casa, y yo le leía mis libros de la colección Robin Hood. Ambas disfrutábamos mucho esas lecturas, y yo me sentía muy orgullosa. Aún no me daba cuenta de lo extraño que era; se supone que los abuelos leen a sus nietos, no al revés. Fue una especie de legado, de rol, de destino.

—Avancemos con sus próximos dos libros, La otra ciudad y La mirada de los héroes. Realizados a principio de los años ochenta, ellos conforman una suerte de díptico. Ambos editados por el mismo sello, Botella al Mar, son acaso libros hermanados por un sentir hermético. En estos libros hay un ahondamiento metafísico. Desde el punto de vista formal, son libros ceñidos, de versos breves. Una respiración, tal vez, demasiado calculada. No obstante, el versolibrismo irrumpe triunfante. La falta de pauta métrica queda resuelta mediante el ritmo.

—Muy atinado lo que dice: El «díptico», el cuidado de la forma. Soy muy respetuosa, uso los signos ortográficos; apunto a que la «revolución» sea profunda y no responda a nada superficial que la distraiga. Es también, claro, un verdadero desafío.

—¿Qué otras sensaciones aún le expresan esos dos libros en particular?

—Los veo muy lejanos; quitaría algunos poemas; no hablo de corregir, porque soy muy fatalista. Lo publicado ya es pasado absoluto; me concentro en los poemas en los cuales trabajo en el momento.

—¿Guarda los manuscritos originales o, una vez que los pasa en limpio al armar cada libro, los tira?

—Algunos los tiro; otros no. Ahora los guardo más que antes.

—Con La balada de Cordelia, ya se toma ciertas libertades en cuanto a esa rigurosa atención a las formas. Creo que es su primer gran libro. Se trata de un poema único dividido en cantos, como las antiguas baladas.

—Es un libro que quiero muy especialmente, sin valoración estricta. Su escritura fue intensa (muy «inspirada», se decía antiguamente). La «Cordelia» contemporánea (una especie de alter ego) comparte con la de Shakespeare un destino de orfandad y de infortunio por su dramático apego a la verdad. Desde luego, todo esto lo analicé después.

—Hay ya un lenguaje fluido.

—Sí, siempre intenté un lenguaje fluido pero, a la vez, dramatizado, cargado de sentido.

—¿Recuerda las circunstancias que la llevaron a querer escribirla?

—«Cordelia» irrumpió en mi vida una noche (otoño-invierno) de 1981, en la cual acababa de acostarme. Tuve que huir de la cama, buscar un papel en forma afiebrada. Con alegría y estupor supe que era un largo poema que debería ir escribiendo despacio; supe que sería una balada (¿homenaje a mis ancestros de aldea europea?), una historia en lenguaje poético con un ritmo que podría cambiar, pero nunca interrumpirse. Escribí solo el fragmento i, esa noche, y el ii, varios días después. Todo ese tiempo viví entre excitada y sonámbula; debía esperar que la historia de Cordelia apareciera en la palabra y no que yo la inventara en mi mente para después insertarla en palabras. Luché como una fiera contra todo análisis, contra toda lógica.

—Su lírica se encuentra atravesada por múltiples referencias culturales. ¿Podría referirse a ellas?

—Los escritores que admiro, que leo, releo, descubro, están cerca de todo lo que pienso, intuyo, adivino. No pueden quedar fuera. Sí, cito las fuentes, no hago hipertextos.

—¿Por qué motivo?

—Soy demasiado respetuosa también en este tema.

—El respeto deifica a la poesía. ¿Un exceso de él podría atrofiarla?

—Tiene razón, claro que sí. Pero el respeto al que me referí es hacia los autores; si uno metaboliza fragmentos sin darse cuenta, de acuerdo, pero si uno es consciente del escritor leído o recordado, creo un deber citarlo. Pero además, creo que así el texto se vuelve más interesante, porque se explicita el diálogo.

—En 1988, apareció en Chile un libro capital en su producción. Me refiero a Rojo junio. Publicación que reúne poemas escritos entre 1982 y 1987, un período tan amplio como fértil de su vida. Me interesaría que se refiriera a cómo gestó ese cambio de pulso, de respiración. ¿Qué recursos retóricos siente que se consolidaron en este libro, y se fueron estilizando desde entonces?

—En Rojo junio me abrí a una respiración más amplia y, al mismo tiempo, más precisa. Creo que la ansiada llegada de la democracia tuvo mucho que ver. Una época de plenitud en mi vida, de respirar a pleno pulmón. Se nota en mis versos más largos, en la acentuación del «jugar a narrar» para encontrar una epifanía, en una mayor calidez. Creo que es mi libro más cálido.

—El libro fue secuestrado por la dictadura pinochetista si mal no recuerdo…

—Es una anécdota trágica, aunque hoy parezca cómico e infantil que secuestren libros en la Aduana chilena por la aparición de la palabra «rojo». Fue editado por Omar Lara, en co-producción con Argentina, en LAR (Literatura Americana Reunida).

—En Rojo junio, se explicita el uso alternado de la primera, segunda y tercera persona. Un hábito particularmente suyo. Asimismo, se intensifica la combinación de realidad y ficción. Lo imaginario, lo que nunca se vio, articula un espacio privilegiado aquí. ¿Cuál es su relación con la imaginación? Creo que ella es capital en su obra. ¿Cómo la controla?

—La imaginación es absolutamente primordial ¿Qué sería de nosotros sin la imaginación? ¿Ha visto jugar a un chico? Un palito es una espada, una varita mágica, un tiburón… Es la imaginación la que nos permite el asombro, la mirada sin prejuicios, la observación de las relaciones internas entre las cosas (y los seres) que nos rodean. «Lo que más temo es la muerte de la imaginación», dijo Sylvia Plath. Lo usé como epígrafe; lo uso como lema.

En un poema de «Hospital…» digo: «La única poesía que ilumina es la que arde / y ningún mar será más extenso que mi imaginación».

—¿Existe alguna forma de ejercitarla, de conservarla activa?

—Supongo que la observación, la lectura, la lucha contra la mirada convencional sobre lo que nos rodea y contra la irrupción de la llamada «adultez». Picasso dijo una vez: «Me costó toda una vida volver a pintar como cuando era niño». El asombro es un tesoro que el artista no puede perder.

—«La cuarta cuerda», es un poema dialogado en donde conversa con su hija, por entonces una niña. ¿Recuerda cómo nació la necesidad de escribirlo?

—Sí, lo recuerdo. Surgió, en ese caso, de una imagen. Otros poemas llegan desde una frase que me persigue como un rumor, como un ruido.

—Sin embargo, en su propuesta, las imágenes imperan en la construcción de una poética.

—Sí, traslado el concepto a la imagen casi sin darme cuenta. Es mi estilo, mi lapicito-buril de escriba.

—¿Podríamos hablar de un método?

—No, no lo creo, porque es inconsciente. La palabra «método» remite a un plan preconcebido, a un mapa extendido sobre la mesa.

—En «Prácticas de la percepción», leemos:

Pero desconfía de las palabras apresuradas.

Las violencias de las tormentas

no siempre insinúan la real rebelión

aunque amanecen las nubes desde dentro.

¿Rehuye de la inspiración?

—Todo lo contrario; estoy siempre al acecho de la llamada «inspiración», que Brodsky llama con acierto «la voz del lenguaje», esa voz que viene desde el fondo de los tiempos y va hacia él. Tal vez intenté hablar en este poema, de la importancia de la corrección, de la paciencia, tan necesaria para la poesía (¡y tan difícil de adquirir!).

—Un libro cuyos núcleos apuntan al invierno, una estación del año muy significativa para usted.

—El invierno es la marca de Rojo junio. La concentración, la plenitud, la nuez dentro de su cáscara, la chimenea prendida para contar historias alrededor del fuego, antigua, hermosa tradición.

—Llegamos a Escalera de incendio, su libro de fuga y escape. Hay mucha dispersión, aunque se trate de un movimiento creativo.

—La dispersión que menciona es el movimiento del viaje. La mayoría de los poemas hablan de mis raides aventureros (en auto, tren, ómnibus, camión) a través del continente, desde la Patagonia hasta México.

—Lo admirable es que pudo llevar ese nomadismo al nivel sintáctico, en el fraseo quebrado de los poemas. Otra vez, su cuidado obsesivo por la forma.

—Resulta difícil hablar de mi escritura en un sentido muy técnico; siempre está el misterio. Lo cual, en el fondo, creo que es lo mejor de cualquier labor artística.

—¿Cuándo escribe, suele leer libros de o sobre poesía?

—A veces sí, pero leo lo que está más lejano de mi trabajo en ese momento. Lo que no puedo, definitivamente, es escuchar música cuando escribo; ella arrasa con todo y no puedo escuchar al lenguaje.

—¿Siente interés por las biografías de poetas?

—Sí, sí, es inevitable.

—En esta etapa, a comienzo de los años noventa, viajó como invitada a los encuentros de poesía organizados en Colombia. ¿Esa experiencia de relacionarse con poetas vecinos le permitió ahondar su relación con el lenguaje?

—Esos encuentros me permitieron conocer mejor la poesía contemporánea latinoamericana, dentro de la cual me inscribo. Y, por supuesto, mi lenguaje se enriqueció.

—¿De qué manera?

—Con la irrupción del castellano hablado en otros países de América, en mi lengua y en mi imaginario. Explicito esto en el poema «En ninguna parte», que cierra Escalera de incendio.

—En «Verano de 1954», la memoria fuerza la imaginación, en «Allí una niña», probable alter ego suya, arroja un sombrero desde una terraza. ¿El recuerdo vuelve en su poesía para reescribirlo y fantasearlo? En otras palabras, ¿le hubiese gustado dominar el pasado como una fìcción?

—¡Ah, la memoria! Ella recorta, inventa, trata de aproximarse al recuerdo como puede; es inevitable fantasear; es inevitable intentar «dominar el pasado como una ficción» (poema de Bote negro). Es el trabajo medular de todo escritor.

—Otro de sus recursos más personales es el trabajo que le permite el uso de paréntesis.

—Me encantan los paréntesis: dan aire, agregan un secreto, una reflexión, una voz en off que dialoga o cuestiona.

—Abre otro nivel de lectura, también. Tal vez sea más consciente porque enuncia varios conceptos simultáneamente.

—Esa es una de las virtudes de la poesía: su multiplicidad, y también sus contradicciones, que la vuelven tan vívida. Por eso creo, como se ha dicho, que es el lector el que da vida al poema. Hemingway dijo: «Un libro terminado es un león muerto»; bien, es el lector el que vuelve a reanimar su pelaje.

—Si estamos identificando rasgos personales en su poética, no debemos olvidar el tono epistolar de muchos de sus mejores poemas: «La balada de Cordelia», o «Transparencias».

—Las cartas son un recurso natural de mi escritura; establecen un espacio más sereno, más extenso, casi fuera del tiempo. Un espacio sumamente literario. Recuerdo a Emily Dickinson afirmando que sus poemas eran una carta al mundo.

Bulgaria es uno de sus hits, como solía decirle Horacio Castillo. Se trata de un extenso poema-homenaje sobre su padre y, en cierta medida también, sobre sus ancestros provenientes del Este de Europa.

Bulgaria es un libro que nació de un sueño. Un sueño que creí escape y era, en realidad, un viaje a mis lejanísimos ancestros que seguramente pasaron por allí rumbo a Odessa, donde se afincaron, y desde donde partió mi abuelo paterno a los veinte años, durante la primera colonización judía en Argentina. Por lo tanto, Bulgaria es el país real, el soñado, y es también el resultado de un viaje al origen. Y un viaje al origen es, en definitiva, la poesía. Mi padre, muy enfermo, se mezcló en el texto que fue, más que un homenaje, un «ajuste de cuentas». El homenaje es posterior, en la segunda parte de Hospital de veteranos; allí fabulé un hospital de guerra para poder conjurar el dolor de su muerte; necesitaba escribir, y una pequeña toma de distancia era imprescindible.

El muelle enfatiza, ya desde el título, ese lugar de despedidas y encuentros, partidas y llegadas. Lo que llama la atención de este libro es su núcleo narrativo. Diría que casi existe un argumento: una mujer intenta en vano escribir una novela, puesto que la irrupción del poema la asalta constantemente.

—Sí, dice bien. Es un sitio fronterizo y también de enfrentamientos. María Negroni, en su crítica sobre El muelle en «Hispamérica» escribió, generosa e inteligentemente: «El muelle es, sobre todo, el lugar donde se pone en escena una dramatización: el intento —felizmente fallido—de parafrasear lo que no tiene traducción. Y en esto radica, sin duda, su logro espectacular: en su manera de evitar con maestría que la memoria se vuelva argumento, que el pasado desemboque en una identidad reconocible. Estos poemas alcanzan, podría decirse, la forma más difícil de la madurez: la madurez de la incertidumbre».

—¿Hospital de veteranos establece un corte con respecto a su obra anterior?

—No creo que haya un corte; es verdad que cada libro tiene su mundo, sus preocupaciones, pero en el fondo, adhiero a ese dicho de que «el poeta escribe un solo poema a lo largo de su vida», lo desee o no.

—Es uno de sus libros más dramáticos. ¿Piensa con frecuencia en la muerte?

—Mucho. Es inevitable, por momentos un hueso duro de roer, pero la muerte hace su dibujo sobre el montón de papeles desordenados de la mesa: un mapa oscuro, laberíntico, que hemos llenado de mitos. Está allí para decirnos que la vida (el sonido, el olor, el color de la vida) es intensamente preciada y preciosa, justamente por su fragilidad. Vida y muerte están unidas como gemelas en el tiempo, pero nunca reconciliadas. «La vida escribe lo que ha leído la muerte. (…y hasta dictado)», dijo Edmond Jabès.

—¿Cuáles estima que hayan sido los cambios sustanciales desde El muelle y Hospital de veteranos?

—En los dos libros mencionados existe un hilo conductor (que también existió en La balada de Cordelia). Veo una madurez, una mayor concentración, quizás. ¿Un lápiz más afilado?

—La crítica tiende a comentar que una de sus obsesiones consiste en aferrarse a los objetos cotidianos. ¿Qué posibilidades le brindan, concretamente?

—La posibilidad de la especulación metafísica. Además, siempre digo que son mi «cinturón de seguridad»: me arraigan. Pero ese enorme muro que separa ese mundo de nuestra imperfecta traducción, del impedimento de encontrar el enlace absoluto, de la conciencia de nuestra visión limitada, es una parte del arte (u oficio) que practicamos.

—Las ciudades son referentes para su imaginario…

—Las ciudades son personajes en mi imaginario; avanzo por ellas tratando de encontrar su pulso, su corazón. Me fascina la imposibilidad de llegar al hueso de su complejidad, de la misma forma en que sucede con las personas y con uno mismo.

—Y para alcanzar eso, su poesía está muy enraizada en lo pictórico. ¿Qué pintores siente que, debido a su sensibilidad, le atraen?

—Oh, son muchos. Cito a cuatro insoslayables para mí: Rembrandt, Caravaggio, Vermeer y Cézanne. La luz, la composición, la pasión, la visión adelantada a su época…

—¿Busca que todos estos elementos converjan cuando escribe un poema?

—No lo busco, llegan, avasallan; solo trato de organizar ese caos aparente, ese collage.

—Recién aclaró que no escribe apoyándose en un método, es decir, a través de una planificación previa. No obstante, sus escritos dan la sensación de ser el producto de laboriosas y pacientes horas de trabajo. ¿Cuál es el camino de depuración de sus textos?

—Vivo un acecho constante del poema, un escribir sin escribir. Durante mucho tiempo la corrección fue principalmente poda; ahora lo que existe es una fluida y estricta corrección a medida que escribo. Es poco lo que cambia después.

—¿Cuándo considera que un poema está terminado?

—El poema es el que dice «basta». Y obedezco.

—¿Quizás cuando cualquier corrección solo empeoraría el verso?

—Cuando hay agotamiento. Cuando la corrección puede barrer con la frescura inicial y transformarla en el remedo de una intensidad ya gastada.

—¿Cuenta con un procedimiento cuando escribe?

—Un café tranquilo, una Pilot negra, la red de pescador bien remendada (para ver qué me trae la marea). Escribo a mano el poema, por el placer sensual de la lapicera fluyendo sobre el papel.

Bote negro es un libro que se editó en España, y le permitió abrirse paso entre un público más amplio. ¿Más allá de lo obvio, qué es lo que le depara esta experiencia?

—Querido Augusto, esa posibilidad: llegar a un público más amplio. Nada más, nada menos.

—Bueno, su obra ya ha sido parcialmente traducida a otros idiomas.

—Es raro y hermoso ver los poemas en otros idiomas y también misterioso: ¿Qué quedará del poema? ¿Se entenderá su juego?

—¿Cómo observa la difusión de poesía en la Argentina?

—La poesía circula, resiste, a pesar de todos los inconvenientes, por su arrolladora fuerza, incluso de voz en voz.

—Unos versos de «Bote negro» dicen: «En mi cuaderno aparecen casuarinas / que lloran —en mi lugar— sobre los adjetivos». ¿Le preocupa el tema de la adjetivación? Más allá de su mítico poema «La dama del mediodía», donde prescindió de ellos por completo, hay poetas como Arnaldo Calveyra que han trabajado reparando en las posibilidades del sustantivo. ¿Cómo se siente con respecto a ellos cuando escribe?

—Es un tema básico para el poeta. El adjetivo justo, el que aporte luz, el que «no mate» al sustantivo, como decía Borges.

—Un tema elemental, pero que ha arrastrado a muchos a la cursilería. ¿Cree que el adjetivo fácil sea una de las mayores trampas?

—Es una de las mayores trampas; lo ha dicho muy bien. Hay que huir de los lugares comunes como de la peste, pero tampoco es bueno recurrir a extravagancias. A veces la noche es negra y es negra, «no hay otra», diríamos coloquialmente.

—Imagino que no es muy devota del neobarroco, precisamente por ese derroche a través de la acumulación de un vocabulario que apunta hacia lo exótico.

—Es verdad; pero cuando la grandeza supera, trasciende el «ismo», me saco el sombrero. Soy muy ecléctica en mis lecturas. He vivido experiencias fascinantes con Lezama Lima y Carpentier, por ejemplo.

—Sin embargo, en su escritura no hay rastros de esa exuberancia, esa intencional suntuosidad lexical que encontramos, por ejemplo, en Severo Sarduy.

—No, claro que no. Tiendo al despojamiento aunque a veces, por mi tono narrativo, no lo parezca.

—Creo que en Bote negro hay una mayor cantidad de imágenes condensadas que se asocian oportunamente, a través de un manejo preciso de la elipsis. Según su criterio, ¿cuál es su función y cuándo debe utilizarse?

—El poeta sabe cuándo es necesaria o no. Debe escuchar la voz del lenguaje y serle fiel. Reconozco que el uso de la elipsis es pronunciado en mi poesía; soy elusiva, alusiva.

—¿Qué es lo que más disfruta de su trabajo como traductora?

—Como en el poema propio, de hacer posible lo imposible. Tratar de sumergirme en la mente del poeta elegido, no solo en su idioma. Y sorprenderme de cuánto aprendo del propio, de nuestro maravilloso castellano.

—Ha traducido a Sylvia Plath, Emily Dickinson; ¿también a Joseph Brodsky?

—No, no a Brodsky (aún). Está en imprenta una selección de poemas de Sylvia traducidos por mí, para la Universidad de Nueva León, México, en su colección El oro de los tigres.

—¿Qué le interesa de ella, específicamente?

—La precisión de su mirada, tan filosa como su pluma; su poderosísima imaginación; la mezcla de dureza y vulnerabilidad. La poesía de Sylvia es blanca y dura como el más bello diamante y roja como una herida abierta o como los corazoncitos que le gustaba pintar en cualquier superficie. Hay un irónico extrañamiento, una gris luz metafísica detrás de la escena doméstica, y una fatalidad de la conciencia de la escritura. Es ya un clásico de la poesía en lengua inglesa; por fortuna, ha mermado un poco (solo un poco) el interés casi morboso en su intensa y dramática vida y su suicidio prolijamente desesperado.

—¿Y sobre la poesía española? ¿Siente que su obra dialoga con algún lírico en particular?

—Mi último enamoramiento con un poeta español fue con Antonio Gamoneda.

—¿Relee a Juan Ramón Jiménez?

—Reconozco que no.

—¿Y a Luis Cernuda? Le pregunto por él, dado que por estas latitudes siempre se habló mucho más sobre Miguel Hernández, García Lorca o Antonio Machado, este último, a través del «sencillismo» de Fernández Moreno. Creo que se trató de uno de los más altos líricos en idioma castellano, aunque bastante olvidado.

—Sí, está demasiado olvidado. Fue un gran poeta.

—Acudiendo a sus mismas palabras: «El pasado es un país extranjero, el porvenir, un cuarto oscuro; mientras que el presente es una piedra azul, opaca, libre, cubierta de polvo». ¿Y el poema? ¿Acaso un intento de nombrar un desajuste con el mundo?

—Hay una intuición que resuelve o empuja las opciones. Como ya le conté, a esta altura escribo y me autocorrijo al mismo tiempo. Además, existe un hilo conductor; ya no son poemas aislados. Y la conciencia de la escritura está más presente que nunca. ¿Qué más puedo agregar? El poema dice más de lo que mis terrestres, opacas intervenciones puedan balbucear. «En arte», dijo Georges Braque, «solo es válido un argumento, el que no puede explicarse».

—¿Qué mirada común observa en sus temas?

—Hay obsesiones, recurrencias sobre lo que hablamos: el viaje, las ciudades (incluso como personajes, seres con vida propia y cambiante a los que hay que descubrir, buscarles el pulso, su corazón). Además, los objetos cotidianos, el uso alternado de la primera, segunda y tercera persona, la mezcla de realidad y ficción, el sueño, la fugacidad de la existencia, la conciencia de la escritura. También, los personajes y lugares marginales: lo que queda fuera de las «avenidas de la historia». Y un cierto aire de extrañeza, de encantamiento que pueda desenmascarar, paradójicamente, los escondites de la realidad.

—¿Hay algún poema suyo que le enorgullezca haber escrito?

—La palabra que elegiría no sería «orgullosa». La valoración es afectiva. Los poemas son dos: «La dama del mediodía, poema sin adjetivos», de Rojo junio, porque fue un «tour de force» y está dedicado a Edgar Bayley, y «Mi hija escribe desde Londres», de Bulgaria.

—¿Qué significó Edgar Bayley en su experiencia con la palabra poética?

—Una presencia fundamental. Era un referente antes de conocerlo. Luego fue un amigo y, a pesar suyo, un maestro. Contagiaba su pasión por la literatura y el arte, su curiosidad, su humor inteligente, su entrega absoluta —casi conmovedora— a la poesía. Era un gran orador y magnificaba las anécdotas de modo magistral; un gran seductor. Venía a casa a menudo y, después de la cena, leía sus poemas inéditos, escuchaba los míos, y luego buscábamos en la biblioteca a Dylan Thomas o a Elizabeth Bishop, o a Elytis, y los leíamos en voz alta. Eran momentos intensos, llenos de alegría y confraternidad.

—Sé que tuvo y tiene gran cantidad de poetas amigos. ¿Qué recuerdos guarda de Celia Gourinski?

—Celia fue una gran amiga y una poeta brillante: surrealista, mágica, erótica, desmesurada. Se merece un mayor reconocimiento. Añoro a las dos. A la poeta y a la amiga.

—Por cierto, ¿qué opinión le merece la poesía argentina escrita por mujeres?

—La mejor. Hubo una verdadera irrupción en los años setenta y ochenta. Ahora es una realidad palpable de talento y pluralidad. Muchas y diferenciadas voces y propuestas.

—¿Qué beneficios le trajeron los premios ganados, más allá del prestigio que significan?

—Los premios son azarosos, no agregan ni quitan nada a la obra en sí, pero son enormemente estimulantes. Significan que un jurado (a cuyos integrantes, por lo general, uno admira) avala el trabajo realizado. Y, en cuanto al factor económico, es un aporte imprescindible para la edición, difusión y para la alcancía de la casa, por qué no.

—¿Cree que algún día el poeta podrá vivir solo de las regalías de sus libros?

—¿Vivir de los derechos de autor? Utopía absoluta para un poeta. En un primer momento parece casi deseable, pero es un deseo contradictorio. Sabemos que la poesía está fuera de mercado y es este estado de cosas justamente lo que le otorga su fuerza y credibilidad. Una palabra verdadera, profundamente humana, en medio del tembladeral y la confusión del mundo.

—Ha publicado un importante número de antologías: Cónsul honoraria, El vino del atardecer, Los gansos salvajes. ¿En qué varían entre sí y por qué las prefiere antes que a una obra reunida?

—Cada una incluye nuevos poemas. Cuando PD Ediciones y la Universidad de Nueva León me propusieron una obra reunida, preferí una antología. Tengo tres libros inéditos aún. Y no me atraen demasiado los libros «gordísimos», imposibles de llevar y traer, de leer en la cama. Ya llegará el momento, supongo, tal vez antes de morir o después.

—Una curiosidad, ¿por qué el título Los gansos salvajes?

—Remite a las viejas historias, a la fugacidad de la belleza, al viaje. Fue extraído de un poema de la primera parte de Hospital…, «Pisadas sobre el vidrio». El fragmento dice así:

La poesía lleva tatuado el jeroglífico:

el arte de ver el vuelo de los gansos salvajes

(desde mi ventanita)

como si me perteneciera.

Es, en cierto modo, un «arte poética».

—¿Cuál es la relación que existe entre poesía e «intemperie», término al que vuelve con frecuencia?

«Intemperie» es el lugar de la poesía y del poeta, tanto en el lenguaje como en la sociedad. Es una tarea solitaria y difícil que nos otorga, sin embargo, intensidad y belleza aún en lo oscuro, en lo raído, en lo fugaz, en lo imposible.

—¿Piensa que la poesía suele nacer más a menudo del sufrimiento que de la felicidad?

—Hay un proverbio encantador que Olga Orozco solía citar: «Boca que besa no canta». En la felicidad solo hay espacio para la vivencia, no para la reflexión sobre nuestra presencia en la tierra y la búsqueda de comprensión. Acá estamos cerca de la filosofía, salvo que el poeta se deja hechizar por el lenguaje. Volviendo al tema, la escritura siempre busca compensar la pérdida. Según Kristeva, la narración lo consigue, no así la poesía. Pero, parafraseando a John Berger, el poema verdadero toca una ausencia de la cual, de no ser por él, no seríamos conscientes.

 



[1]  Periodista egresado de la Universidad del Salvador. Escribe en los diarios argentinos: El Día, Página-12, Clarín, La Gaceta de Tucumán, Los Andes, El Litoral, La Capital, entre otros. Correo electrónico: augusthxx@yahoo.com.ar

Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 305-320.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.