Cuarto Encuentro: El Dilema de la Verdad
en Onetti
Onetti: La
Pasión de la Des-gracia
Liliana Díaz Mindurry[1]
El
Dilema de la Verdad en Onetti y la Maldición
El simple decir es un mal-decir, una de las
maldiciones bíblicas «espinas y abrojos te producirá» (Génesis 3, 17-18), un
decir de algo ajeno, filtrado en el lenguaje, una ambigüedad: no quiero decir
lo que digo, digo «lo otro». El lenguaje literario toma ese mal-decir
como un bien-decir; se nutre, precisamente del extrañamiento, de lo ajeno
filtrado en el lenguaje, tratando de conseguir que se profundice aún más la
fractura de la palabra, que se muestre el caos, el agujero de la comunicación,
que ningún Logos pueda unificar o se abran al infinito las
potencialidades de unidad y de significado. En definitiva, el decir literario
es acentuar la mentira, acentuar la paradoja, acentuar la repetición, acentuar
el malentendido: es ironizar (una forma de transmutación) las brutalidades de
la maldición.
Onetti, en mi concepto, casi el paradigma del
escritor o del decir literario, juega, esencialmente, a ese juego con especial
empeño al llevar a extremos las posibilidades de confusión. El hiperrealismo lo
conduce casi hasta el solipsismo, el mismo que en Borges y en Onetti se acerca
al viejo solipsismo de Berkeley: «ser es ser percibido» (1997, p. 5). No
hay más objeto que el de la percepción del sujeto. Las ironías de Borges llevan
a cierto perfume similar al postmodernismo y su mentado giro lingüístico. Pero
Onetti, mucho más arteramente, lo hace desde lo que suena a hiperrealidad, un
verosímil absoluto. El solipsismo deja de acercarse al humor de Wilde, para ser
más esencial: la realidad en su paradojalidad constante, en ese trastorno de
volver irreal lo más real, de sujetarse a la percepción de un narrador testigo
o protagonista, a sus proyecciones, a su lente consciente o inconscientemente
deformador, a su ambivalencia subrayada, a que los sucesos se presenten en
principio desordenados, fragmentados, a que jamás existan los hechos. O que, en
definitiva como en «Matías el telegrafista»: «los hechos desnudos no significan
nada. Lo que importa es lo que contienen o cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo
definitivo que no tocaremos nunca» (Onetti, 1994, p. 343). Entonces no hay significación,
y revolver hasta el fondo (mostrar el caos) es como decir «Maldito sea el suelo
por tu causa […] espinas y abrojos te producirá» (Génesis 3, 17-18). El caos,
una vez mostrado, deberá ser ordenado por un lector, que, aunque revuelva, solo
dará cuenta de su proyección y de su lente deformante. O como en «Para una
tumba sin nombre» (Onetti, 2007, pp. 5-67) se trata de explorar en la lengua
todas las posibilidades de contar un cuento y descontarlo hasta el vacío.
Sabemos que Onetti devoraba
novelas policiales, pero, al contrario de ellas, no creía en la verdad. Toda
novela policial de corte clásico tiene una verdad reservada para el final: el
juego es decir o no decir, presentar una información ajedrecística, esconder
datos o presentar los indicios disfrazados o convenientemente imprecisos para
turbar al lector con una revelación de la verdad que ya estaba, pero trampeada,
camuflada. Onetti juega al mismo juego del desconcierto, pero sin revelar más
que el brillo de la ambigüedad, lo posible y la polisemia. Muestra todas las
facetas de la mentira: la mentira consciente, la automentira más o menos
consciente, los hechos que aparecen como «mentirosos» desde un supuesto orden
universal. Ante la espesura de los hechos, Sartre opone la náusea producida por
la mirada de los otros; Camus, el absurdo de levantar una piedra sabiendo que
va a volver a caer; Onetti, la mentira. Dice Onetti: «hay varias maneras de
mentir, pero la más repugnante es decir la verdad, ocultando el alma de los
hechos» (1967, p. 31). ¿Qué debería entenderse por «el alma de los
hechos»? Que todo hecho tiene un alma, que es la del que lo percibe. Decir la
verdad sería, entonces, una especie de fundamentalismo. Los hechos en sí son
recipientes vacíos o no existen. Una palabra muy utilizada por Onetti es «desgracia». Con respecto a
esta palabra, entiendo que forma parte de una desilusión fundamental que nace
de comparar lo deseado, lo imaginado, con los hechos que responden a otras
leyes desconocidas, que el sujeto no puede imponer, o solo puede hacerlo por
breve tiempo. El conocimiento es conocimiento de la falta de gracia y de
bien-decir (bendición). Pero la desgracia una vez dicha es eso: «dicha», lo que
es posible mal-decir y transmutar.
¿Cómo es, entonces, el héroe onettiano? ¿Cuál es el
portador de esa mentira verdadera, de esa verdad fundamentalista y
tergiversada, de esa desgracia vuelta «dicha» al decirla, de ese mal-decir
desenvuelto en todo el esplendor, producido al desarmar cualquier andamiaje
factual, para construir una nueva verdad paralela que es mentira? El héroe
griego comete el pecado de desmesura y la hybris lo purga para catarsis
de todos. La transmutación se opera por la resignación del héroe, movimiento al
que el Cristianismo nos tiene acostumbrados. En Rulfo, el héroe antiguo, el
gran trágico es inocente, no puede comprender la injusticia o la comete sin
saberlo con toda dulzura y mansedumbre. En Onetti, el héroe trágico se resigna,
pero casi orgásmicamente; por ejemplo, en «Tan triste como ella» (Onetti,
2001), da una prueba perfecta de lo que quiero analizar: el Smith and Wesson
es saboreado en una exaltación tanática. La luna tiene bordes sanguinolentos y
crece, la vida se vuelve valija vacía, el placer nace de la tristeza (deseo).
La muerte es el gusto del hombre en la garganta (pasto fresco, felicidad y
verano) y el cerebro deshecho es el orgasmo. Hay un pozo (como el del primer
libro de Onetti) y poceros relacionados directamente con la sexualidad.
Cumplido el deseo nace un deseo «otro» (la tristeza del deseo infinito) que se
relaciona con el amor, es decir con lo otro, lo que no es de este mundo, y es
un deseo de nada que no se sacia sino en la nada. Realizar un sueño cualquiera
en su sentido literal: ponerlo en acción, en escena (Onetti, 1994) produce un
placer como el de la muerte.
Si afirmábamos que cualquier decir es mal-decir y
que la literatura profundiza el mal-decir a modo de exorcismo, están aquí en la
obra de Onetti todas las pruebas visibles de la operación. No hay realidad, no
hay paisaje sino el segregado (palabra muy usada por Onetti) por el héroe
maldito por los dioses que no toleran la desmesura de cualquier ilusión, sueño
ni unidad. El héroe se resigna de forma ambivalente (Larsen es un ejemplo: sabe
del fracaso), pero su tristeza es un deseo incansable, ya resignado de su no
consumación, pero que abraza su maldición y su desgracia. Como en el concepto
de lo siniestro de Freud, hay una repetición de lo mismo que se ha vuelto
extraño. Al ser extraña la repetición se resignifica, se vuelve siniestra. La maldición
bíblica que en Borges es irónica: «un atributo de lo infernal es la irrealidad»
(Borges, 1997, p. 565), aquí deviene en tristeza, es decir, en deseo, en placer
de muerte.
Es cierto que, ya de por sí, la literatura es
negación, o si se prefiere afirmación del mal-decir. Negación de vida primero,
diría Blanchot, porque se escribe contra la vida. El movimiento negativo de la
poesía es clásico: «esto no es una pipa», afirmaría el popular cuadro de
Magritte. Lo que no se define por negación se define por paradoja, por
múltiples imágenes: lo que es esto y a la vez lo otro, parece que no es nada.
¿Cuál es, entonces, el aporte de Onetti? La tristeza produce deseo y el deseo
es, en sí mismo, tristeza. Este movimiento de la tristeza, absolutamente
libidinal, se transmuta en arte, es decir en maldición, es decir en trampa, es
decir, en esa belleza mentada por Rimbaud, la que al sentirse amarga, se
injuria.
«Lloverá siempre» (Onetti, 2007, p. 1069).
¿Como en Puerto Astillero? ¿Como en la cara de Kirsten del cuento «Esbjerg en
la costa» (Onetti, 1994, pp. 155-162)? ¿Como en palabras que llueven en un
continuo mal-decir, un malentendido que no refleja nada para la comunicación y
todo para la literatura? ¿Como en un mundo aguado, barroso, sin la cristalina
precisión de la unidad? ¿Como en la constante ambigüedad o el olvido que borra
toda marca? ¿Como en un solipsismo donde lo único real son las propias
lágrimas? ¿Como en el caos que abre toda obra de arte? ¿Como en los hechos
vacíos y el alma llovida de palabras que tampoco significan ni son una verdad?
¿Como en la repetición de lo cotidiano hasta lo siniestro? ¿Como en un deseo
que no puede satisfacerse?
Conclusiones
Cuando leo a Onetti se me ocurre que no me convence
casi nada de lo que se ha afirmado de su obra: ese pesimismo, esa condición de
fracaso, lugares comunes de la crítica. Si los hechos son realmente recipientes
vacíos como dice Onetti y como asevera la tradición desde Nietzsche: «No hay
hechos sino interpretaciones» (2006, p. 20), hasta el postmodernismo donde no
hay hechos sino signos: «El creador es como el celoso, divino intérprete que
vigila los signos en los que la verdad se traiciona» (Deleuze, 1972, p. 181) me
acuerdo de la filosofía de Badiou. Si todo es vano como el Eclesiastés, solo se
sustrae la gracia, lo santo como diría Derrida. Lo que Badiou llama
«acontecimiento» y que es del orden de lo inexplicable, ya sea el movimiento
rectilíneo uniforme a partir de la física aristotélica, «la fuerza de trabajo
no es una mercancía» a partir de la legalidad capitalista, «Cristo ha
resucitado» a partir del pensamiento griego y judío de la época. Ese
acontecimiento se sustrae de la Ley de la des-gracia y del hecho como cáscara
sin contenido y de la presunta verdad o mentira. Fuera de la Ley. Para Onetti, a
partir de la Ley de la des-gracia dicha, de la música y el ritmo de sus
palabras, de la incesante creación tanto de sus imágenes como de sus vidas
breves que no desdeñan todas las formas de la mentira, del inconsciente
filtrado, y resonando como marca, se produce por contraposición inevitable la
gracia. Y ese acontecimiento liberador de hechos y verdades es la creación, la
catarsis y la bendición que siguen. Concretamente su obra, donde lloverá
siempre y en su impacto emocional habrá siempre belleza. Amarga o no. Es lo que
menos importa.
Referencias
Bibliográficas
Berkeley, G. (1997). Tratado sobre los principios del
conocimiento humano. Barcelona: Altaya.
Borges, J. L. (1997). Emma Zunz. En Obras Completas (Vol. i, pp. 564-568) Barcelona: Emecé.
Deleuze, G. (1972). Proust y los signos. Barcelona:
Anagrama.
Nietzsche, F. (2006). Fragmentos póstumos (Vol. iv: 1885-1889). Edición a cargo
de D. Sánchez Meca. Madrid: Tecnos.
Onetti, J. C. (1967). El pozo. Montevideo: Arca.
Onetti, J. C. (1994). Cuentos Completos. Madrid: Alfaguara.
Onetti, J. C. (2001). Tan triste como ella y otros
cuentos. Barcelona: Lumen. Palabra en el Tiempo.
Onetti, J. C. (2007).
Obras completas. Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores.
[1] Narradora,
poeta y ensayista. Coordina talleres literarios desde 1984. Obtuvo numerosos
premios, entre ellos, el Primer Premio Fondo Nacional de las Artes 1993.
Correo electrónico:
lidimienator@gmail.com
Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 271-275.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.