Traviatas que Cantan Habaneras y Faustos que Tocan Tambor. Parodias Operísticas en la Cuba Decimonónica

 

Irina Bajini[1]

 

Nota del Editor

La autora del presente artículo propone una contribución para la inserción de este género teatral cubano en los enfoques culturales de actualidad, reactualizando el tema y colocándolo en las coordenadas de los debates, particularmente, poscoloniales.

 

Resumen: Si la transformación de una pieza teatral en ópera lírica es ya de por sí un ejemplo de hibridización, la metamorfosis «bufa» y cubana, a finales del siglo xix, de dos obras maestras de la tradición musical europea Traviata de Giuseppe Verdi y Faust de Gounod se presenta como un verdadero ejemplo de ruptura de cánones estéticos, lo que permite suponer la existencia de un contraste entre la retórica del colonizado y la del colonizador, no solo en Cuba sino en todo el continente americano.

Un estudio sobre la recepción del espectáculo europeo en los teatros cubanos de la segunda mitad del siglo xix, que es la que llevé a cabo en el marco de un proyecto de investigación patrocinado por la cátedra de Literatura Hispanoamericana de la Università degli studi di Milano, en 2007 y 2008, impone una reflexión sobre el concepto de traducción, porque la transformación paródica de un espectáculo musical la ópera lírica italiana o el grand-ópera francés en zarzuela española y comedia bufa cubana puede verse también como la traducción de un modelo cultural en un modelo lingüístico.

Palabras clave: bufos habaneros, parodia, ópera italiana, zarzuela, comedia cubana, Traviata, Fausto.

 

Abstract: If the transformation of a play into a grand opera is an example of hybridization, the Cuban «bufa» metamorphosis of two masterpieces of the European musical tradition —Traviata by Giuseppe Verdi and Faust by Gounod— of the end of the xix century is an appropriate example of the break with any aesthetic canons, which allows to assume the existence of a contrast between the rhetoric of colonized and colonizer not only in Cuba but in all of the American continent.

The research on the reception of the European stage show in the Cuban theaters during the second half of the xix century, which I carried out in the frame of a research project patronized by the chair of Hispano-American Literature of the Università degli Studi di Milano in 2007 and 2008, requires a reflection on the concept of translation: as a matter of fact the parodic transformation of a musical show —the Italian grand opera or the French grand-opera— into the Spanish zarzuela and the Cuban comedy can be also considered as the translation of a cultural model into a linguistic model.

Keywords: Havana bufos, parody, italian opera, zarzuela, cuban comedy, Traviata, Fausto.

 

Si es verdad que desde la Antigüedad Clásica siempre se ha considerado como parodia a una composición literaria o musical que deforma en sentido cómico o grotesco el estilo de un autor o el contenido de una obra, me parece legítimo afirmar que los dos ejemplos que voy a considerar en este artículo —la deformación del mito de Fausto y la criollización de la trágica historia de una prostituta francesa— son el resultado de una deconstrucción del modelo a través de su traducción recontextualizada, donde por traducción se entiende, según la escuela semiótica, cualquier intento de traslado de contenidos entre dos códigos culturales diferentes (Lefevère, 1990; Osimo, 2002).

El 10 de octubre de 1868, cuando en Cuba se dio el alzamiento que significó el comienzo de las luchas por la creación del Estado nacional, ya se conocía muy bien y se apreciaba muchísimo la ópera, especialmente, la italiana. El melodramma había hecho su irrupción en el siglo anterior con la ópera Didone abbandonata —el 12 de octubre de 1776, en el Coliseo de La Habana— y, a partir de aquel momento, el género se fue haciendo habitual para los habaneros, al punto que, según informa Riné Leal (1980), hacia la década de 1830, constituía su principal medio de distracción; y el caso de Marietta Gazzaniga, soprano verdiana, objeto de delirante veneración, nos induce a pensar que se trataba de una verdadera pasión compartida más que de una simple moda pasajera:

Cuando la cantante hizo su aparición, una lluvia de poemas escritos en seda y papel de colores, flores y hasta pájaros y palomas cayeron sobre la actriz, mientras se escuchaba una ovación ensordecedora… Al final, mientras de la bambalina descendía una interminable sucesión de monedas de oro, una niña vestida de ángel en medio de telares iluminados al fuego rojo avanzó para coronar a la cantante con un[a] diadema de oro (Leal, 1975, pp. 410-411).

Para comprender un movimiento teatral esencialmente cubano como el de los bufos habaneros, que hizo su aparición en 1868, y se oponía con piezas cómicas enriquecidas de obras musicales criollas a los espectáculos extranjeros más en boga, es decir, a la ópera italiana y a la zarzuela española, hay que remontarse a su modelo próximo, que es el de los «bufos madrileños», encabezados por Francisco Arderíus (Alier, 2002). Este último —que, antes de volverse empresario de éxito, había sido pianista de café y compositor ocasional—, durante un viaje a París, en 1866, había quedado sorprendido ante la vitalidad de las operetas y óperas cómicas de Jacques Offenbach en el Théâtre des Bouffes Parisiens, y se le ocurrió aprovechar la idea para el público madrileño. Lo que pretendía Arderíus era presentar, a la manera del compositor francés, los temas mitológicos y clásicos, por ejemplo, la historia de Elena de Troya o el mito de Orfeo, reducidos a «pura chacota burlesca, no exenta de sátira social» (Martín Moreno, 1992, p. 52). La fórmula arraigó rápidamente en Madrid, gracias también al hecho de que en los dos países se vivía un malestar político y social parecido, y existía cierta correspondencia entre el régimen de Napoleón iii y el de Isabel ii, próximo a su fin.

El debut de los bufos habaneros, compañía que en sus inicios fue dirigida por el actor y autor Pancho Fernández, se dio de forma extraordinariamente exitosa el 31 de mayo de 1868. Al ser influidos de manera directa en su nacimiento, como ya se ha dicho, por los bufos madrileños, este grupo de actores se inspiraba, sin dudas, en los minstrels shows norteamericanos que, entre 1860 y 1865, habían visitado La Habana. Sin embargo, a la desenfadada fórmula satírica y musical española y estadounidense, se le había añadido un elemento humano nuevo y original: los personajes locales —gallegos tacaños, mulatas «sandungueras», chinos hambrientos, muchachas «impuras»—, incluyendo también a los negros, desde los arlequinescos y bondadosos «negritos» hasta los tenebrosos «brujos» o «ñáñigos», con una serie de importantes consecuencias en relación con situaciones y temas, con preocupaciones sociales y hasta en lo referente a su expresión lingüística. Los nuevos bufos —que al proponer creaciones populacheras alternativas a la estética teatral dominante, en pocos meses, se multiplicaron en toda la isla hasta formar ocho compañías— triunfan, como bien ha sido sintetizado por Riné Leal (1980), precisamente «porque recogen elementos de la nacionalidad cubana» (p. 75).

La cubanía de estos nuevos cómicos —es decir, su principal razón de éxito— es evidente no solo en la creación de enredos directamente relacionados con la actualidad y el problema racial, sino en el empleo sistemático de géneros musicales de raíz negra o «guajira» —la rumba, el guaguancó, la décima campesina, la guaracha y el danzón, con la necesaria participación de una gran variedad de instrumentos de percusión, casi siempre ausentes de las orquestas oficiales— que a ningún dramaturgo precedente se le hubiera ocurrido incluir en el escenario. A esto hay que añadir el uso teatral de un idioma distinto del elevado y literario, una lengua llena de distorsiones negras, gallegas, asturianas, chinas, campesinas que se diferencia del español de la metrópoli y contribuye a la definición de la identidad cultural de la nación (Leal, 1986).

Los bufos, al tener cierta independencia de expresión —porque vivían muy bien de su trabajo y no se veían obligados a pactar compromisos con los empresarios teatrales—, se transformaron casi sin quererlo en portavoces de «lo cubano» justo al comienzo de la guerra por la Independencia, y chocaban con las autoridades coloniales de una forma extremadamente seria: el 21 de enero de 1869, desde las candilejas del teatro Villanueva, donde actuaba la compañía de Pancho Fernández, alguien dio un «viva a Céspedes», y esta fue la chispa que provocó una serie de tumultos que acabaron en un tiroteo con consecuencias dramáticas. Las autoridades mandaron cerrar el teatro y los bufos se vieron obligados a exilarse a México y los Estados Unidos.

El regreso de los artistas al terminar la guerra, diez años después, significó otra temporada de triunfos con salas de teatro siempre llenas, con una ampliación de estructuras y temas, y mayor politización a favor del autonomismo, escenografías ricas y espectaculares, partituras musicales más complejas y la definición de un verdadero estilo «bufo» de actuación, dirigido por Miguel Salas, otro actor y empresario de gran talento.

Al amparo de Salas, Ignacio Sarachaga —cronista respetado, figura de la sociedad elegante que se codeaba con Julián del Casal en cuanto compañeros de redacción de la revista La Habana elegante y en el desprecio por la colonia— se dedica a escribir parodias y piezas teatrales llenas de personajes humildes, en defensa de lo nacional frente a lo extranjero (Leal, 1990).

En casi toda su obra, cuantitativamente modesta debido a su muerte bastante prematura (falleció a los cuarenta y ocho años, había nacido en La Habana en 1852), pero muy significativa, este hombre de letras asume la música como el factor definitorio de lo cubano. Ya desde el principio lo hace introduciendo en las piezas números musicales directa o indirectamente relacionados con la componente negra y mulata de la sociedad. No se trata con exactitud de una defensa o de una abierta citación de la música de los esclavos y de sus cantos «en lengua» (que pertenecían a un área cultural y religiosa todavía secreta y vedada a los blancos); es significativo, sin embargo, que las diferentes situaciones de baile —que, desde principios del siglo xix, constituían la diversión preferida de los criollos— sean representadas de manera corriente, así como sus artífices (cantadores, músicos, tamboreros), que aparecen en escena sin matices caricaturescos.

Es muy evidente, en cambio, que las preocupaciones de Sarachaga no eran filosóficas, sino muy concretas y relativas a la contingencia política y social cubana. En efecto, si este autor, en 1896, decidió escribir una parodia en un acto y seis cuadros, Mefistófeles, directamente inspirada en un personaje tan complejo como Fausto, no lo hizo para hacer hincapié en su «sed de ciencia y de vida», sino porque el elemento fantástico y ultraterrenal de la fábula en su conjunto —que por cierto el público cubano conocía bien en las anteriores versiones europeas serias y cómicas— se prestaba a la creación de una pieza algo espectacular y pirotécnica, en cierta relación estética con la zarzuela de magia española del siglo xviii.

No deja de ser sorprendente, en su escueta sencillez, la primera acotación de la obra: Fausto prepara su brujería (Sarachaga, 1990, p. 148). En estas cuatro palabras, se encierra un mundo irónicamente opuesto al del Fausto tradicional. El protagonista de la parodia de Sarachaga es un viejo brujo que engaña al prójimo con prácticas supersticiosas. Pertenece al submundo barriotero y es de raza negra, aunque no se diga nunca, porque es impensable que un blanco en el siglo xix conociera los rezos y rituales «en lengua» necesarios para ejercer la brujería. Su desesperación, que lo lleva a invocar al diablo, no se debe a reflexiones filosóficas, sino a la tremenda envidia que siente por unos jóvenes que bailan la conga. En seguida, se le presenta un viejo con «cara de pimiento morrón» (Sarachaga, 1990, p. 148), el propio Mefistófeles, que con un gesto mágico hace aparecer la imagen de Margarita, por lo que Fausto se muestra muy agradecido. Dada la situación, a Mefistófeles no le cuesta mucho trabajo convencer a Fausto para que firme el famoso pacto.

Para que Fausto pueda seducir con toda comodidad a Margarita, Mefistófeles tiene que entretener a Marta, negra y fea, anunciándole que su marido, Mateo Jorobitis, acaba de morir de un ataque de «cólico miserere beriberi» (Sarachaga, 1990, p. 160). La mujer, asquerosa como «vomitivo de hipecacuana» (Sarachaga, 1990, p. 160), se enamora perdidamente de Mefistófeles, y esta situación favorece diálogos de abierta comicidad.

Los demás personajes, Siebel y Valentín, mantienen cierta cercanía con su modelo francés, aunque el contexto cubano transforme a Valentín en un guapo de arrabal, en un bravucón que al recibir la estocada mortal por mano de Fausto, grita: «Ay, socorro que me han rajado! ¡Cojan agujas de cañamazo y cósanme el ojal que me han abierto…!» (Sarachaga, 1990, p. 160).

Llamativo es el cinismo de Margarita, que después de preguntarse si el hermano habrá muerto, se prepara para comer su ajiaco de boda; y grande, sin embargo, es el susto de todos los comensales cuando, al destapar la sopera, se aparece la cabeza de Valentín, que tacha a su hermana de desprestigiada y mala mujer, y a Fausto de asesino.

La escena final, «iluminada de rojo vivo y con decoración alegórica» (Sarachaga, 1990, p. 165), es la más espectacular de la obra, al igual que en el Mefistofele de Boito y en el Faust de Gounod. Mefistófeles vuelve al infierno seguido por «dos amigos deliciosos, grandes pecadores» (Sarachaga, 1990, p. 165), que bajan del cielo en un globo aerostático. Marta, en cambio, llega de una forma aún más original, a través de una especie de paracaídas.

Desde luego, es indudable el carácter desacralizador contenido en este desenlace, donde los tres pecadores, lejos de arrepentirse, deciden buscar amparo entre los diablos para huir de la justicia terrenal.

Muchas, en la obra, son las alusiones al mundo negro, sea a través de la presencia de números musicales de matriz africana, como la conga y el yambú, sea en la caracterización física de Marta, más «totí» que «flor de ébano» y definida por Siebel de la siguiente forma:

Eso debe ser cuestión de narices; como que es un poco chata, le gustan los olores fuertes. ¡Qué lástima que el Ayuntamiento no la haya elegido para composición de las cloacas! ¡Marta! ¡Marta! Con esa nariz tan privilegiada, tú hubieras llegado a ser un buen empleado de la Sección de Higiene (Sarachaga, 1990, p. 163).

Se trata, sin embargo, de un desprecio bondadoso que no incluye un real y fuerte juicio moral de matiz racista.

Frecuentes, también, son las alusiones contemporáneas que contribuyen a reforzar el aspecto costumbrista de este Mefistófeles. «¿Usted vino por telégrafos?» (Sarachaga, 1990, p. 146), pregunta Fausto a Mefistófeles, sorprendido por la rapidez de su llegada, mientras que la poción mágica que devuelve la juventud a Fausto es una mezcla de bebidas alcohólicas a la moda bautizada Maspatán, en la que destacan el nacional ron Bacardí, el español Anís del Mono y el francés anisete. Finalmente, cuando Marta, al saberse viuda, se desmaya entre los brazos de Mefistófeles, este exclama: «La fortuna es que el fotógrafo de La Caricatura —revista de la época— no anda por estos barrios» (Sarachaga, 1990, p. 153).

Desde el principio, la música autóctona parece insinuarse con el objetivo de poner en tela de juicio la tradición europea. Efectivamente, el Mefistófeles de Sarachaga es una zarzuela muy singular, puesto que no comprende piezas originales de autor (cubano o extranjero), sino números famosos del repertorio culto y popular ya bien conocidos por el público. En esta parodia, asistimos a un desfile musical de congas, danzones, habaneras, guarachas, canciones y rumbas que sugiere un acercamiento de Sarachaga a la estética de los espectáculos de revista que, de allí en más, triunfarán en el teatro Alhambra de La Habana.

Otro aspecto evidente de este Mefistófeles es que el modelo lingüístico alto y artificioso de los anteriores libretos europeos se transforma en vernáculo. Todos los personajes se expresan empleando modismos cubanos, aunque no de forma evidente como en otras piezas del repertorio bufo, donde en especial los personajes negros se expresan en un español gramaticalmente incorrecto y caracterizado por la presencia abundante de oclusivas sonoras, términos «en lengua», neologismos pseudoafricanos. Aquí, el empleo del español bozal (Civantos, 2005) se da solo en ocasiones («Tú quié cambiá?» (Sarachaga, 1990, p. 151), pregunta Mefistófeles a Fausto); sin embargo, abundan los juegos de palabras, el empleo de americanismos antillanos, y las alusiones a refranes y dichos populares que contribuyen a crear una atmósfera cómica cercana al vodevil, como por ejemplo: «¡Qué cara de cherna ciguata tiene!» (Sarachaga, 1990, p. 151); «¿Habrá largado el piojo?» (Sarachaga, 1990, p. 165); «Esta mujer tan sabrosona… Está de arranca pescuezo» (Sarachaga, 1990, p. 147).

Si el Faust de Gounod había tenido éxito en Cuba a pesar del carácter erudito de su libreto y de su música algo fría, el «bel canto italiano», con sus arias fáciles de recordar como boleros y grandes enredos de amor y muerte, estaba destinado a triunfar.

Gracias al estudio completo sobre la presencia de las óperas de Verdi en Cuba de Enrique Río Prado (2001) sabemos que el estreno cubano de la Traviata fue el 29 de diciembre de 1856, en el Gran Teatro Tacón de La Habana. La compañía, compuesta por cantantes italianos y una «prima donna» francesa, la célebre soprano Anna de Lagrange, venía de una larga gira por América, y en el mismo teatro, cuatro días antes, había representado Trovatore.

Prescindiendo de las reseñas de las críticas, algunas en contra, otras a favor de la calidad de la música, es interesante subrayar cómo este acontecimiento llegó a influir en las costumbres sociales. Pronto en Cuba, por ejemplo, empezó a usarse el término «violeta» o «traviata» como sinónimo de prostituta, y aumentó la popularidad de la ópera el hecho de que su segunda gran intérprete fuera la diva Marietta Gazzaniga, que presentó una nueva versión de la Traviata el 30 de enero de 1858. Las dos versiones paródicas por mí analizadas se realizan, por lo menos, veinte años después.

En Traviata o La dama de las clavellinas, parodia bufo-catedrática en un acto y prosa, escrita por el autor santiaguero José Tamayo y luego refundida por Miguel Salas —que la vio representada en los escenarios de Santiago de Cuba, en 1879—, los conflictos sociales y raciales se hacen patentes a través de un enredo sencillo que solo de lejos recuerda a Dumas. En efecto, la dama de las clavellinas, prostituta de color, vive en un apartamento de cierto lujo, trata de asumir las modas europeas no solo en lo artístico, sino en lo gastronómico (a través de un proceso sincrético donde la ópera italiana se une al danzón, y los plátanos y el quimbombó se cocinan «a la andaluza» y «a la vizcaína»), con lo que aspira al rango de Señora del Viejo Mundo. En la fiesta refinada y musical organizada por su cumpleaños participan dos de sus pretendientes: Tragabolas, negro «catedrático» con mucho dinero y deseo de ascenso social —«dice que ha estudiado en París de Francia; pero yo creo que donde ha estudiado Literatura es en el país de Ceiba Mocha» (Leal, 1982, p. 327), declara nuestra «Traviata» entre risas— y Eduardo, «mulatico claro color de crema» (Leal, 1982, p. 328) cuyo padre sueña casar con una extranjera para «blanquear» a la familia. En la pieza, aparecen algunos ingredientes de la Traviata verdiana, como el brindis del primer acto y el pedido de Germond (que en este caso se llama Concho) para que Margarita renuncie al amor de su hijo, hasta llegar a la transformación del aria Addio del passato en:

Addío, mulatico mío,

addío para siempre,

para siempre addío.

Perdona a tu negra mona,

porque es inocente

en esta ocasión (Leal, 1982, p. 335).

En el caso de La dama de las clavellinas, sin embargo, el motivo de la enfermedad se transforma en lúdica ingesta. La protagonista —tras la decepción amorosa— se refugia en la comida y no resiste la tentación de comerse un plato de criollísimo (y africanísimo) quimbombó que le sienta mal. El médico sugiere un remedio eficaz: un danzón, gracias al cual nuestra dama se recupera milagrosamente y obtiene además la mano de Eduardo.

Margarito o el Traviato, segunda pieza que se conserva en el Fondo Coronado de la Biblioteca de la Universidad Central de Las Villas (y de la cual existe una edición crítica a mi cuidado) lleva como fecha de impresión el 1892. Su autor, José Domingo Barberá, mientras que se encapricha en mantenerse pegado a la estructura del libreto italiano —siguiendo las mismas acotaciones— subvierte por completo el género, e invierte las relaciones de poder entre los dos protagonistas. Alfredo, en consecuencia, el joven rico que en la ópera de Verdi (y anteriormente en la novela de Dumas) se pierde por una prostituta de rango, se transforma aquí en Alfreda, mujer pudiente y enamorada de Margarito, hombre vago y solo interesado en su dinero.

La acción se desarrolla en un salón madrileño, con un criado gallego que representa el papel de gracioso, muchas alusiones a Cuba y una constante parodia del romanticismo novelesco, la cual llega a su apoteosis en el famoso brindis de Violetta, Libiam ne’ lieti calici…, que en el escenario cubano se trasforma en:

¡Querer a un pollo lánguido

que mira con ternura

y enamorado apura

la copa del placer.

Querer a un pollo escuálido

que á este se parece

dicha es que no merece

si siente una mujer! (Bajini, 2009, p. 162).

Por lo demás, asistimos a una sistemática subversión de los papeles originales: en vez de un «padre Germont», hay una «baronesa de los Tomares», subtenienta casada con un militar de las tropas dominicanas, y la tisis de Violetta Valery se reduce a ciertos «dolores de pie», que Margarito inventa para quedarse a solas con Alfreda, aunque no faltan alusiones metatextuales directas al modelo original:

ALFREDA: Ya no tardaré en cantar

                  aquello de la Traviata

                  aquel hermoso final

                  prendi quest’è tua imagine (Bajini, 2009, p. 182).

TOMASA:   Oiga un momento doctor

                  me parece recordar

                  que la Traviata se muere

                  en cuanto llega el final (Bajini, 2009, p. 185).

Siempre del santiaguero José Tamayo es Caneca, zarzuela bufa en un acto y cuatro cuadros, con varios mulatos y negros, y un personaje gallego. En este caso, el protagonista de esta pieza, parodia del Trovatore de Giuseppe Verdi, no es el galán Juan Felipe sino su criado, el borracho Caneca, que siendo blanco enamora a una mulata, reivindicando su derecho a amarla más allá de los prejuicios raciales, como se ve en la escena tercera:

PASTORA:               Pero Caneca: ¿tú no ves que eso no puede ser? ¡Ten en cuenta la color!

CANECA: ¿Cómo la color?

PASTORA:               ¡Claro! Yo soy una mulata callejera y tú eres un hombre blanco.

CANECA: ¿Y eso qué tiene que ver? Yo estoy en peores condiciones que tú;

                y eso de la color se queda bueno para las bebidas, por ejemplo:

                para distinguir la ginebra del aceite de San Jacobo (Tamayo, c. 1879,

                s. d.).

La mulata Pastora es en realidad prometida a Juan Felipe (el trovatore), cuya madre, que es negra, termina en la cárcel por culpa de un sereno corrupto (en el teatro de los bufos abundan los celadores sobornables). Su hijo corre a salvarla y, curiosamente, empieza a hablar en italiano:

¡Madre infeliche

Corro a salvarte

Si no te salvo

Peor para tí! (Tamayo, c. 1879, s. d.).

Sin embargo, el malvado sereno Fintorera, que también desea a Pastora, logra meter preso al trovador, y le paga a Caneca para que lo ayude en su conquista. A partir de este momento, se impone, como verdadera protagonista de la historia, la joven mulata, quien al quejarse de la difícil situación en que se encuentra su amado no cita un verso de ópera sino casi literalmente a Calderón de la Barca:

PASTORA: ¡Apurar cielos pretendo

              ya que me tratáis así

              ¿Qué delito cometí

              contra vosotros mintiendo? (Tamayo, c. 1879, s. d.).

Fintorera le promete sacar a Juan Felipe de la cárcel a cambio de su amor y Pastora finge aceptar, pero enseguida, declara que se está muriendo porque acaba de envenenarse.

Caneca se brinda para curar a Pastora con su aguardiente, pero los demás optan por llamar a un médico chino que, por supuesto, resulta ser un charlatán. Y así la pieza termina con el triunfo de la mulata, a quien todo el mundo felicita por su sagacidad:

CORO:  Y cuando suena la rumba

              tiqui tiqui tiqui ta,

              como baila la mulata,

              ¡valgame Dios, camará!

              Cuando la mulata baila

              es azúcar y no más

              no más no más

              que mulata tan salá (Tamayo, c. 1879, s. d.).

 

Conclusiones

La fiebre operística que arrasó la capital cubana y hasta la oriental Santiago en la segunda mitad del siglo xix, unida al gran éxito popular de los cantantes italianos, desde Marietta Gazzaniga, objeto de devoción fanática, hasta Enrico Caruso, debe interpretarse a la luz de las específicas condiciones históricas de Cuba. En efecto, con la intensificación del conflicto anticolonial, la ópera italiana, con sus coros patrióticos y sus anhelos libertarios (pensemos en Nabucco, en Ernani o también en I Lombardi alla Prima Crociata de Giuseppe Verdi), podía percibirse como una alternativa no solo estética sino ideológica a la música española, un poco como había pasado en el Risorgimento italiano, cuando dar viva a Verdi significaba auspiciar la independencia nacional.

Sin embargo, la atracción fatal por un espectáculo de extraordinaria fuerza emotiva, frecuentemente preferido a la zarzuela, no impedía a los artistas de una nación próxima a la independencia y al público de estos, afirmar con orgullo criollo su particular idiosincrasia, al definir las relaciones con los modelos europeos en términos de autonomía y no de imitación.

De acuerdo con la reflexión moderna de la relación entre literaturas periféricas y centrales, tal como ha sido planteado por quienes se ocupan de literaturas latinoamericanas en clave postcolonial (De Toro, 2001; García Canclini, 2001), me parece que estos primeros ejemplos de peculiar modificación del canon operístico en tierra cubana permiten suponer la existencia de un contraste entre la estética del colonizado y la del colonizador, lo que podría seguirse investigando a través del análisis de otras parodias criollas de óperas no solo en Cuba sino, por ejemplo, en el área rioplatense y, particularmente, en Buenos Aires, que desde finales del siglo xix se transformó en etapa obligada en las giras artísticas de sopranos y tenores italianos (Bajini, 2011).

 

Referencias Bibliográficas

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García Canclini, N. (2001). Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Buenos Aires: Paidós.

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Tamayo, J. (c. 1879). Caneca. Manuscrito. Cuba: Fondo Coronado, Biblioteca de la Universidad Central de Las Villas.

 



[1] Investigadora y Profesora agregada de Literatura Hispanoamericana y Culturas Hispanófonas en la Università degli studi di Milano, Italia. Correo electrónico: Irina.Bajini@unimi.it

Fecha de recepción: 24-09-2011. Fecha de aceptación: 06-12-2011.

Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 63-74.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.