Gramma, XXI, 47 (2010)
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía Y
Letras. Escuela de Letras
Axel Gasquet: un Nómade
entre Culturas
María Laura Pérez Gras[1]
Nota del Autor
Axel Gasquet es hoy Catedrático de Literatura y Civilización
Hispanoamericana en la Université Blaise Pascal, Francia. Pero el camino que lo
llevó hasta allí no fue precisamente recto. Gasquet es una suerte de nómade
geográfico y cultural, pues migró físicamente de Buenos Aires a Francia a los
veinticinco años y pasó por varias ciudades sin poder asentarse en ninguna
durante nueve, mientras que, en distintas producciones, exploró, primero, la
impronta que la extranjería dejó en los escritores argentinos expatriados en
París, y, luego, derribó las barreras del tiempo entre los siglos xix y xx,
para lanzarse sin las limitaciones de la corporeidad a redescubrir el Lejano
Oriente en la pluma de otros viajeros argentinos. Entre los libros del primer
grupo, encontramos L’Intelligentsia du bout du monde: les
écrivains argentins à Paris (2002), La
literatura expatriada, conversaciones con escritores argentinos de París (2004), Lingua Franca (2004), Los escritores argentinos de París (2007) y Écrivains multilingues et écritures
métisses (2007); entre los del
segundo grupo, destacamos su estudio Oriente al
Sur, el orientalismo literario argentino de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (2007) y los textos que está preparando para el próximo año: el
volumen Les Orients désorientés y el ensayo La causa del Oriente, historia cultural
del orientalismo argentino 1900-1940.
Nos proponemos revivir por un momento estas historias de ida y vuelta
en la palabra de Axel Gasquet.
—¿En qué
circunstancias y por qué motivos se fue a Francia para hacer su doctorado?
—Me fui por varias
circunstancias, creo que nunca hay un solo factor que te empuja a irte. Después
de mi licenciatura quería hacer estudios de posgrado. Entonces las opciones en
la Argentina no eran muchas, al margen del doctorado en Letras de la UBA. Yo
había obtenido mi diploma de sociólogo, aunque en simultáneo cursé tres años de
la carrera de Letras en la UBA, que recién se había mudado al edificio de la
calle Puán. Esta doble formación me instruyó mucho (recuerdo con añoranza las
clases de Enrique Pezzoni), pero una vez completados mis estudios de Sociología
no tenía más ganas de continuar dando parciales y exámenes por dos años más, de
modo que me paré ahí, con la decisión de irme en la primera ocasión. La
posibilidad de hacer un doctorado en Letras con un diploma de sociólogo era
incierta, pues me faltaba aprobar poco menos que la mitad de la segunda
carrera. Siempre se dijo que la sociología da para todo y quizá sea cierto,
aunque hay varios casos de sociólogos que se han consagrado a la Literatura:
Rodolfo Fogwill, Roberto Jacoby, Gustavo Ferreyra, Damián Tabarovsky. Visto
desde las carreras de Sociales, Letras, Historia y Filosofía son disciplinas
con una gran tradición corporativa. Uno pertenece al clan o está fuera de él.
Siempre fui un outsider, considerado un traidor por los sociólogos y un advenedizo por la
gente del mundo de las Letras. Profesionalmente, siempre viví este desgarro, al
igual que, en el plano biográfico, una vida escindida entre dos mundos
distantes y diferentes, que son la Argentina y Francia.
En el plano emocional, el
fin de una relación sentimental de cinco años me dio el empuje definitorio para
irme. También había cerrado el periódico Sur, en el que había trabajado para el suplemento cultural durante un año;
parte de la indemnización me sirvió para irme a Francia.
Yo había estado dos meses
en Europa durante 1988 y tenía contactos con el CNRS (equivalente del CONICET).
La cobertura institucional para irme a Francia me la dio Michael Löwy, que
firmó mis credenciales de aceptación. Entonces no había becas de ningún tipo, o
casi. Nunca fui becario de nada. Fue el comienzo del ciclo menemista, donde
antes de la ilusión de la convertibilidad se pasó por una larga purga
inflacionaria heredada del gobierno de Alfonsín. A veces se olvida que los
primeros años de Menem estuvieron marcados por el desquicio económico, cuando
en Hacienda estaba Erman González. Las contadas personas que a mi llegada a
París, en 1991, tenían beca eran pichones del menemismo con recomendaciones del
diputado Toma o de los grandes bonetes ministeriales de la época. No fui el
único que partió con una mano atrás y otra adelante; otros amigos y compañeros
de mi camada, como Gabriel Kessler o Damián Tabarovsky, se fueron en las mismas
condiciones. Debimos trabajar en cualquier rebusque para financiarnos la
maestría primero y, después, el doctorado. Tras un par de años de bohemia e
incertidumbre, cuando estudiaba en la EHESS (École des Hautes Études en
Sciences Sociales), tuve la fortuna de obtener un puesto de lector en la
Universidad de París x, Nanterre,
lo que me permitió insertarme en el circuito universitario y, con otros
sucesivos contratos anuales —en Brest y en Reims—, culminar mi doctorado.
Fueron años de gran esfuerzo, pues cada año
me iba a donde tuviese trabajo y esto implicaba mudanzas colosales de 700
kilómetros.
Tardé
años en asumir que me afincaba definitivamente en Francia y concluir la etapa
nómade. En general, no es un proceso psicológico simple. Esto recién sucedió
cuando terminé mi doctorado, nueve años después de haber llegado a Francia,
tras obtener por concurso un puesto de titular en la universidad Blaise Pascal.
—¿Cuál fue su tema de tesis?
—Mi
investigación abordó la obra de seis escritores argentinos afincados en París,
contemporáneos y vivos. No quise trabajar sobre ninguno fallecido (v. gr. Cortázar). Estudié las obras integrales de Mario Goloboff, Luisa
Futoransky, Arnaldo Calveyra, Juan José Saer, Silvia Baron Supervielle y Héctor
Bianciotti. Fue una tesis de literatura comparada y de sociología literaria
(mis dos disciplinas matrices), aunque estuviese inscripta en Letras
Hispánicas. Puede parecer paradójico debido a mi condición advenediza y de outsider en el ámbito literario, pero nunca renegué de mi inicial formación
sociológica, que me resultó muy útil para mi aproximación a las Letras. Mi
enfoque fue el estudio del imaginario social de la literatura argentina
expatriada. Había caído en la cuenta de que gran parte de la literatura
argentina se producía fuera del país (y sigue siendo el caso). Mi motivación
primordial fue la de observar, detalladamente, cómo estos escritores se
insertaban en el corpus literario nacional, pese a vivir afuera durante muchas
décadas y aunque su adscripción pareciese oblicua (particularmente en aquellos
que escriben en francés, como Baron Supervielle o Bianciotti).
La
apuesta era compleja y osada: elegir seis escritores sobre una quincena de
argentinos en Francia (esto lo hice según un criterio generacional, de
representatividad por género, origen migratorio familiar y lugares de
nacimiento en la Argentina). Luego debí discernir y delimitar los núcleos
temáticos generales de la obra de cada escritor, comprender las múltiples y
secretas vinculaciones entre ellos, desde el punto de vista del imaginario
social y literario (que tuve que definir), e insertarlos en una secuencia
cultural diacrónica, que necesariamente los antecedía (y quizá también los
trascienda, pero esto ya es otra historia). Por eso, la primera parte de mi
tesis es una relectura general de los tópicos literarios y sociales argentinos
desde la independencia, requisito metodológico esencial para comprender cómo y
cuándo los seis autores estudiados se insertan en la secuencia cronológica de
producción literaria y cultural. De otro modo, se puede incurrir en el error
ingenuo de creer que cada escritor nace de un repollo o ha inventado la
pólvora. Se trató de ver cómo decantaban y se amalgamaban diferentes
estrategias narrativas, poéticas y literarias (lo que también incluyó el teatro
y el ensayo). No hay nada nuevo en esta primera parte: el único cambio fue
proponerme interrogar la historia literaria argentina parado desde otro lugar,
desde otra óptica o matriz. Lo original está en la segunda parte, con los
estudios de casos, pero esta se sustenta en el humus interpretativo de la
primera.
El
libro Los escritores argentinos de
París
(UNL, 2007) es el resultado de mi tesis, publicada primero en francés con el
título La Intelligentsia du bout du
monde. Les écrivains argentins à Paris (Kimé, 2002). Los años que separan una y otra edición, se debieron a la gran crisis
del 2001. Durante mucho tiempo, ninguna editorial tomaba el riesgo de publicar
un libro de ensayo de cuatrocientas páginas. En Santa Fe, la editorial de la
Universidad del Litoral, con el apoyo de su dinámico director José Luis
Volpogni, tomó finalmente dicho riesgo.
Varios
colegas argentinos de la carrera de Letras no comprendían mi abordaje —atribuyéndolo
a mi condición advenediza— y me desalentaron bastante. No entendían por qué en
la selección de seis escritores alineaba gente «aceptable» desde el punto de
vista canónico, como Saer o Bianciotti, junto a escritores entonces
desconocidos, como Baron Supervielle, Calveyra y Goloboff, o escritores que,
desde la capilla de Puán, eran desestimados, como Futoransky. Además de
incomprensible, mi elección les resultaba muy heterogénea y hasta heteróclita.
Este desaliento reforzó mi determinación. Dichos colegas partían de una visión
estética canónica de lo que era (y es) la literatura argentina, sus clásicos, y
los escritores que «merecen» la atención de la crítica. El canon es volátil y
fluctuante. Por ejemplo, los que desestimaban mi abordaje olvidaban que, antes
de 1980, pocos conocían la obra de Saer y muchos menos leían sus libros (pero
fueron educados en esta fe tras el retorno a la democracia). Asimismo, sin
haberlo leído nunca o casi, algunos ensalzan a Bianciotti, simplemente porque
la prensa difundió hasta el hartazgo que, en 1996, fue nombrado miembro de la
Academia Francesa de Letras. Esto no contribuyó a que fuera más leído en la
Argentina y, hasta hoy, sigue siendo un escritor poco frecuentado por el lector
argentino (sin hablar de la escasa atención de la crítica universitaria).
Afortunadamente, grandes escritores y poetas como Baron Supervielle y Calveyra,
que durante mis años de tesis eran ignotos en el medio editorial nacional,
recibieron un merecido reconocimiento de ellas y del público. Goloboff, por el
hecho de que retornó al país hace una década, ocupa un reconocido lugar en el
ámbito cultural (aunque su obra,
robusta y poderosa, sigue teniendo una difusión discreta).
Mi posición es otra,
radicalmente distinta: estos escritores me interesan, justamente, porque sus
estrategias narrativas y estéticas son dispares, porque enriquecen la visión de
conjunto de la producción literaria, y resultan para mí capitales desde el
punto de vista del imaginario social que encarnan o encauzan. En ninguno de mis
trabajos, me intereso en un escritor o un
texto por el preconcepto de una determinación estética previa. Me abstengo de
cualquier pronunciamiento o juicio de valor estético, de tipo canónico (dichos
juicios los dejo para las conversaciones privadas). Me intereso por el estudio
de escritores muy a menudo desconocidos u olvidados, y aspiro a interrogar los
clásicos desde otra cuadrícula. No sacralizo a los clásicos, o lo que es lo
mismo, tomo a todos los escritores con respeto y con los mismos recaudos,
trátese por igual de autores conocidos o ignotos. Esta forma de abordar la
literatura y la historia cultural viene de mi posicionamiento sociológico. Un
sociólogo no estudia tal o cual fenómeno porque le «gusta», sino porque cree
necesario concentrar su atención en hechos literarios significativos, y evitar
pronunciamientos estéticos que son, en realidad, prejuicios herederos de una
visión canónica. ¡Imagínese un sociólogo al que debiera «gustarle» su objeto de
estudio para analizar la violencia familiar o la pobreza social! ¡No se
investigarían nunca estos temas! Desde luego, hay siempre un factor subjetivo
irreductible, pues se parte de aquello que se considera social, cultural o
literariamente significativo, pero la piedra angular no puede ser nunca el
«gusto» estético del investigador literario (a diferencia del crítico
literario, que argumenta a favor o en contra de su gusto personal o canónico).
—¿Ya estaba en usted la vocación de traductor antes de vivir en Francia
o nació a partir de esta experiencia? Háblenos de ella.
—Estaba
presente antes de irme a Francia. Comencé traduciendo artículos políticos
(milité entre 1984 y 1989 en el Grupo
Praxis, de
tendencia trotskista) y de Daniel Bensaïd, Michael Löwy o Jean Baudrillard,
publicados en distintas revistas de la época. La traducción forma parte de mi
evolución intelectual, y la considero profundamente formativa. Nunca pensé en
ella como una labor menor, de distracción, ni mucho menos una pérdida de
tiempo.
Desde
la adolescencia fui un lector apasionado de la disidencia surrealista y,
especialmente, de Georges Bataille y de los intelectuales y artistas de su
grupo, como Pierre Klossowski y André Masson. Me fui a Francia con el propósito
de realizar una maestría en literatura francesa y colaborar en la difusión de
la obra de Bataille en el ámbito hispanoamericano. Pensaba que en Francia
encontraría un eco favorable a mi proyecto. La desilusión fue grande: de los
cinco especialistas franceses en Bataille, tres ejercían como profesores en
sendas universidades norteamericanas, uno estaba al margen de la universidad
(por lo que no podía dirigir mis estudios), y el último residía en Lyon, y no
en París. Mi director en la EHESS, Jacques Leenhardt, me decía que Bataille era
una gran fuente de estímulo intelectual, pero que en las instituciones
universitarias francesas nadie hacía carrera estudiándolo (lo que confirmaba su
rango de escritor maldito). Por ser argentino, me sugería que «trabajase Borges
para mi tesis» —¡como si quedasen muchas cosas por decir sobre él y su obra!.
Abandoné la EHESS por la Universidad de París vii-Diderot,
cuando el especialista en Bataille de Lyon obtuvo un traslado a dicha
universidad. Me refiero a Francis Marmande, editor responsable de los últimos
volúmenes de la obra completa de Bataille en Gallimard. Trabajé, finalmente,
bajo una doble dirección, la suya y la de Julia Kristeva, con la intensión
explícita de realizar un pequeño libro que lograse interpretar la integralidad
de la obra de Bataille, y vincular su poesía con su narrativa y la obra
ensayística con la filosófica. Nunca busqué contribuir al debate batailleano en
Francia —empresa desmesurada y pretenciosa—, sino que aspiré,
como dije, a
colaborar, modestamente, en la difusión de la obra de Bataille en el mundo
hispanoamericano. Siendo la obra de este autor prolífica e inconmensurable,
muchos textos y ensayos valiosos no estaban traducidos al castellano. Antes de
abocarme a ellos, traduje un texto que considero capital en las ciencias
sociales contemporáneas, La moneda viviente de Pierre Klossowski (Alción, 1998), labor
extenuante, pero sumamente enriquecedora. Me propuse después traducir algunos
inéditos de Bataille y escogí Lascaux o
el nacimiento del arte (Alción, 2003). De la reescritura de mi tesina de Maestría, resultó Georges Bataille: una teoría del exceso (Del Valle, 1996), que es un libro denso y
complejo, pero de gran concisión y sumo cuidado. Desde entonces, por fortuna,
otros editores y traductores (como el poeta Silvio Mattoni) han trabajado
arduamente en la difusión de los trabajos inéditos de Bataille. Esto redujo mi
empeño inicial, aunque aún queda bastante por hacer al respecto. Absorbido por
la investigación, ahora traduzco poco, pero tengo varios proyectos que trataré
de realizar, en cuanto disponga de algo de tiempo.
—¿Fue la condición de argentino en Francia la que motivó sus libros La literatura expatriada, Écrivains multilingues et
écritures métisses y Los escritores argentinos en París?
—Sí,
hay mucho de eso, por cierto, pero no es la única explicación. Nada es unívoco
ni unidireccional en la vida. Los
escritores argentinos de París (2007) y La literatura
expatriada
(UNL, 2004) derivan de mi tesis doctoral. Debido a la gran crisis de 2001, las
seis entrevistas que conforman La
literatura expatriada se editaron primero, pues hacían un pequeño libro de 140 páginas y era menos oneroso para el editor.
Para mi doctorado, mi punto de partida fue: ¿cómo puedo contribuir a la investigación
literaria argentina estando en Francia? Resultaba entonces claro para mí que no
se trataba de estudiar los clásicos (aunque mi proyecto suponía conocerlos
bien), sino ocuparme de autores argentinos poco conocidos o ignorados en el
país, cuya obra fuese «secreta» para sus compatriotas. ¿Quién más que un
argentino en Francia podía hacer esta investigación, con un pie en cada lado?
Pero ésta presentaba un desafío: cómo integrarlos (si es que esto era realmente
pertinente y genuino) al corpus literario nacional. Tuve que interrogarme sobre
los límites y pertinencia de una tradición literaria argentina (terreno ya
desbrozado por Borges), para justificar y explicar la inclusión de estos seis
escritores en el corpus nacional. Pero esto solo pude hacerlo cuestionando
seriamente los contornos de una identidad literaria nacional unidimensional (a
saber, que los escritores argentinos son autores que escriben en la Argentina
sobre arquetipos temáticos argentinos y en lengua castellana). ¿Por qué
obstinarse en considerar a Bianciotti o Baron Supervielle como escritores
argentinos cuando escribían en francés y eran ignorados por sus compatriotas?
Otro tanto podríamos decir hoy de Wilcock, Molloy o Manguel. La única respuesta
a este planteo estaba en el estudio pormenorizado de sus obras. Esto supuso
romper con ciertos prejuicios: que un escritor argentino solo podía expresarse
en castellano (como si esta fuese la única lengua en que el escritor puede
encontrarse a sí mismo), y que si escribía sobre Tanzania o Júpiter quedaba por
fuera de la literatura argentina. Estos son prejuicios tenaces —en la Argentina
y en el mundo— y se fundan en una falacia: que la identidad literaria solo
puede ser «nacional» (como si los escritores y los lectores en general solo se
nutriesen de la literatura de su país, made in
Argentina), rechazando la idea —y
la realidad— de que toda identidad es múltiple y está constituida por sustratos
diferentes que se superponen y encabestran. Esta noción estrecha de literatura
nacional parece renunciar definitivamente a una cultura sin fronteras y, por
esencia, cosmopolita.
Mi interés por los
escritores bilingües o plurilingües, a los que he consagrado varios ensayos, es
también una ampliación de mi tesis doctoral. Busqué desarrollar algunos
aspectos que ya había estudiado en Baron Supervielle y en Bianciotti con el
estudio de otros ejemplos ajenos al caso argentino. Por tal motivo, y con el
aporte de varios colaboradores, edité un volumen colectivo titulado Plurilingual
Writers/ Écrivains plurilingues
(Minnesota: L’Esprit créateur, Summer 2004), destinado a elucidar esta reflexión, que se prolongó en
otro volumen colectivo: Écrivains multilingues et écritures
métisses (PUBP, 2007). Nuevos
ensayos sobre Bianciotti, Gombrowicz (Lingua
Franca, 2004) o Delfina Bunge
de Gálvez (2006) quisieron responder a estos mismos interrogantes. El escritor
bilingüe o plurilingüe se opone a una interpretación estrecha de la identidad
nacional, al menos en el plano de la expresión lingüística y literaria,
escapando por definición a todo reduccionismo nacional en materia identitaria.
La «afinidad electiva» que
mantengo con el tema del multilingüismo literario tiene otras filiaciones, que
son motivaciones complementarias al hecho de vivir en otro país que el de
origen. La superposición de elementos de diversos orígenes culturales me ha
llevado a reivindicar una filiación cosmopolita. He recibido, desde mi
infancia, una muy fecunda y acendrada educación en cultura y literatura
italiana, país al que me unen además estrechos lazos familiares y
sentimentales. Algo semejante podría afirmar respecto de la cultura judía, que
acunó importantes recuerdos de mi niñez y juventud, aunque esto lo supe más
tarde. Durante mi infancia, el idishe era, con mucho, la lengua franca entre la gente mayor de mi barrio.
—¿Qué lo
llevó a introducirse en el Orientalismo?
—Es también un derivado
involuntario de las indagaciones comenzadas con mi tesis. En un principio, fue
la voluntad de profundizar elementos narrativos y biográficos de la obra de
Luisa Futoransky, que quizá es la única escritora argentina que residió durante
años (los de la dictadura) en Pekín y Tokio, y cuya experiencia en el Lejano
Oriente tuvo un fuerte impacto en su obras. Atando cabos y remontando en el
tiempo, fui de a poco vislumbrando un entramado denso, escatimado por la
cultura hegemónica (que solo indagaba la sempiterna relación entre América y
Europa), que unía la cultura letrada argentina (y también la pictórica) con las
culturas del Oriente. Aquello que hasta hace unos años parecía oculto fue, poco
a poco, hilvanándose en un extenso hilo rojo, que atravesaba la cultura
argentina (siempre en filigrana y a contraluz) desde la Independencia y la
generación romántica de 1837. Profundizar esta temática y encontrarle una
coherencia diacrónica, analítica y discursiva, en su progresión cronológica,
fue una labor ardua. Podía contar con los dedos de una mano los escasos
trabajos críticos útiles para guiarme en esta reflexión. Debí construir las
herramientas conceptuales y analíticas necesarias para poder estudiar este
tema, cuyo desafío no está agotado. Una primera etapa de esta investigación
parcial fue Oriente al Sur, el orientalismo literario argentino
de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (Eudeba, 2007). Allí intenté exponer con cierta coherencia la
continuidad e importancia del tema orientalista en la cultura letrada argentina,
discurso que se jalona en diversas etapas. Traté de analizar los meandros de la
influencia oriental en la plasmación de un proyecto de civilización nacional,
que antes de Sarmiento ya aparecía esbozado a través de las lecturas
orientalistas y sus referencias en las obras tempranas de la generación
romántica y del «Salón Literario» de Marcos Sastre. Conforme avanzaba en la
cronología, observé que el entramado orientalista se densifica y evoluciona en
sus contenidos a partir de la generación de 1880, especialmente con Pastor
Servando Obligado. Una cantera de investigación fecunda e insondable se abrió
ante mí y espero que hoy también lo sea para otros jóvenes y entusiastas
investigadores. La labor que queda por hacer es ingente.
Un factor personal mantuvo
despierto mi interés por este tema inagotable: mis numerosos viajes por
aquellos países. Cada incursión por esas latitudes me permitió acercarme más a
sus culturas exógenas, pero que sentí sin embargo muy próximas. La pura
curiosidad es, amén de un motor, mi hilo de Ariadna para salir de un laberinto
complejo e intrincado —que con frecuencia parece inextricable.
—¿Cómo definiría el marco teórico desde el que plantea sus
investigaciones?
—Esta investigación de largo aliento atravesó por distintas etapas,
que todavía no han concluido. Resulta hoy fundamental hacer una precisión: si
bien las fuentes y materiales con los que he trabajado para Oriente al Sur son básicamente literarios, esta obra resulta ser, además, una
investigación de «historia cultural» que expone los meandros del encuentro y
exploración entre dos universos culturales que a priori no estaban destinados a frecuentarse, salvo por ciertas tentativas
discursivas y/o temáticas. Por lo tanto, mi investigación obedece más a la «historia cultural» que a la crítica
literaria. En este sentido, el subtítulo que reza «orientalismo literario
argentino» es un apelativo capcioso que no da cuenta de la apuesta metodológica
con la que procedo. El orientalismo como disciplina moderna, nacida en Europa a
partir del siglo xviii, es un
cúmulo de saberes diferentes, cuyo denominador común es el interés por las
culturas del Oriente. Pero dicho interés general no sabría ocultar la vastedad
de los campos que esta tarea supone (o pretende hacerlo): el estudio filológico
de las lenguas semíticas (arameo, hebreo, árabe) e indostánicas (sánscrito,
hindi, urdú, farsí, etc.), el estudio de las religiones, la historia comparada
de las religiones, la etnografía, las representaciones mitológicas y
cosmológicas, las artes pictóricas, la escultura y la arquitectura, las
filosofías orientales, etc. En la Argentina, hubo y hay pocos investigadores
orientalistas rigurosos; en este sentido, el enfoque argentino es muy
superficial y de segunda mano, habiéndose limitado a copiar los avances
divulgativos de los países centrales. Pero esto no significa que algunos
aspectos del orientalismo europeo no hayan sufrido una adaptación al medio
autóctono, cobrando especial importancia desde el siglo xix.
Por
esto mismo, para realizar una evaluación de conjunto del orientalismo argentino
es insuficiente limitarse al ámbito literario. Cada uno de los elementos de
este ámbito que la cultura letrada argentina recoge tienen que ser
interpretados en una dimensión propia en relación con la historia intelectual
y/o cultural, para poder situarlos en el contexto de la época en que fueron
enunciados.
—¿Cómo podría sintetizar, a partir de sus investigaciones, la mirada de
los autores argentinos decimonónicos sobre Oriente?
—La
síntesis de este fenómeno es un ejercicio difícil, pues ocupa entre siete u
ocho capítulos de Oriente al Sur. Un resumen inevitablemente
insatisfactorio podría ser este: el interés y la percepción del Oriente entre
los románticos, a partir de Echeverría, está inspirada en las lecturas
ilustradas y románticas europeas (contrapuestas en el contexto europeo de la
época). En el Río de la Plata, se realiza una primera adaptación combinada
entre los elementos ateos y científicos del orientalismo político ilustrado
(Volney, De Tracy, Cabanis, etc.) y los elementos reaccionarios de retorno al
catolicismo de muchos románticos (Chateaubriand, Lamartine, etc.), que son una
respuesta a los primeros. Los románticos sudamericanos abrevan en ambas fuentes
y realizan una síntesis ajustada a sus propias necesidades: leen a
Chateaubriand sin identificarse con su rescate nostálgico de pasado monárquico
y reaccionario, mientras sopesan equilibradamente la herencia de sus lecturas
ilustradas. Ponen esta síntesis al servicio de una causa que entonces juzgaban
urgente y vital: la edificación de una estética nacional, que encontró su
primer gran motivo en la figura de la llanura pampeana, como ámbito estético y geográfico representativo
de la nación incipiente. Lo curioso es que todas las alusiones y epígrafes que
figuran en La cautiva de Echeverría son constantes
reminiscencias orientales (y reenvían a sus lecturas de Lord Byron, de Antar, de Lamartine, entre otros).
El interés de Sarmiento
por el Oriente es puramente instrumental: intenta extraer una serie de enseñanzas
del proceso de colonización francesa en Argelia, que comienza en 1830.
Sarmiento seguirá de cerca este proceso histórico, al punto que cuando por
primera vez viaja a Europa, abriga la
firme intención de visitar aquel país, propósito que concreta entre diciembre
de 1846 y enero de 1847. Su interés por Oriente tiene motivaciones políticas:
quiere sacar lecciones para elaborar su proyecto de civilización nacional.
Aunque desproporcionado y falso, su discurso sobre los pueblos orientales
(calmucos, tártaros, árabes) es el modelo de lo que en lo local serán los
bárbaros que hay que civilizar, combatir y erradicar. Cuando aún no había
concluido la verdadera emancipación espiritual de la Argentina, Sarmiento
alababa la colonización francesa de Argelia. ¡Esto es bastante paradójico! A
partir de Pastor Servando Obligado, comienza a delinearse un interés genuino
por la historia de los pueblos del Oriente (Medio), esfuerzo de comprensión que
se acompaña por una clara toma de distancia de los discursos imperialistas
europeos. Europa misma es vista como un continente que padece las mismas lacras
que los europeos achacaban al Oriente (miseria, intolerancia, ignorancia de las
masas populares, fanatismo), excepto que, en el siglo xix, Europa ya conocía un proceso de modernización en muchos
de los países occidentales y esto era muy incipiente en algunos países de Medio
Oriente o en Egipto. Obligado es el primero que comprende las «resistencias» de
los pueblos orientales frente a la
colonización europea entendida como un proceso de liberación nacional que lucha
por la descolonización. Eduardo Wilde deposita muchas esperanzas en el caso
japonés que, para él, constituía un ejemplo equidistante y original de
modernización institucional, una alternativa interesante a los modelos europeos
y norteamericano. Wilde impulsa el establecimiento de vínculos diplomáticos,
por primera vez, entre la Argentina y el Japón, en 1899. Con el modernismo
literario, en Lugones, se observa una incipiente visión estética «positiva» del
Oriente. Aunque esta percepción es ideal y poco realista, cambia los criterios
dominantes a lo largo del siglo xix,
que eran de carácter negativo.
—¿Es radicalmente distinta esta mirada en los autores del siglo xx?
—El
modernismo, acabamos de verlo, con sus chinerías de pacotilla y lentejuelas,
cambia radicalmente la percepción del Oriente. Esta idealización exótica
positiva no induce, sin embargo, a una aproximación realista y genuina de las
culturas orientales, su historia y sus pueblos, pero tiene el coraje de cambiar su valoración, aunque esta
siga siendo idealizada y niegue la realidad de estos países. La mirada cambiará
definitivamente (con altibajos, según los casos que observemos) con el
advenimiento de un hecho histórico trágico: el estallido de la Primera Guerra
Mundial. A partir de entonces, un núcleo importante de intelectuales argentinos
y del resto de Amércia buscará nuevos referentes intelectuales fuera de la
cultura europea. La crítica al positivismo, que había encontrado importantes
promotores en la etapa anterior (pienso en Rodolfo Rivarola y Alejandro Korn),
pero que no era hegemónica, triunfa por imposición de la realidad: la promesa
del progreso permanente que animaba al ejemplo civilizador europeo, encuentra
un desmentís rotundo con las masacres modernas en que incurren los
contrincantes en los terrenos de batalla de Europa y Asia (particularmente en
Verdún y en Gallipoli, Turquía). Se difunden las tesis de Oswald Spengler sobre
el «ocaso de Occidente». El proyecto de civilización europea, de irradiación
universal, alcanza su límite expansivo, se derrumba, y debe repensar sus
fundamentos filosóficos y humanísticos. El inspirado estudio de las filosofías,
literaturas y culturas de Oriente (especialmente la India y el budismo) se alía
con los movimientos pacifistas y anti-bélicos, abriendo un nuevo horizonte para
el retorno a los valores humanistas auténticos que Europa y Occidente, en
general, habían perdido y sepultado en las trincheras; el hombre civilizado se
había ahogado en mares de sangre. Surgen en la Argentina los primeros
especialistas en filosofía oriental con la figura señera de Vicente Fatone.
Sin
embargo, he indicado que subsisten discursos orientalistas retrógrados, que no
asimilan la nueva situación histórica y el fin del modelo eurocéntrico. Esto es
observable en Jorge Max Rohde, que es un nostálgico del Oriente imperial y
premodernizador, quien exalta los elementos reaccionarios de las culturas
orientales. Rohde solo reivindica los
elementos estéticos del Oriente y descarta el resto (por ejemplo, se lamenta
del cambio favorable en la condición de las mujeres).
—¿Y en el siglo xxi? ¿Se puede hablar de
postorientalismo?
—Sinceramente,
no tengo una posición tomada al respecto. No me he ocupado de estudiar el
orientalismo actual en sus múltiples conexiones.
Pero,
por principio, sería extremadamente cauto en hablar de «postorientalismo» para
la época actual (quizá sea un prejuicio).
Desconfío de las términos «postmodernidad», «postcapitalismo», etc. ¿Por
«postorientalismo» debemos entender un nuevo capítulo histórico y cultural en
la percepción que del Oriente tenemos los pueblos sudamericanos? He tratado de
resumir algunas de las evoluciones que conoció el discurso orientalista en la
Argentina entre los siglos xix y xx. Si a cada cambio hubiésemos hablado de «post», ¿qué término convendría utilizar en el
presente? ¿Un «post-post-postorientalismo» de tercera o de cuarta generación?
Lo único que puedo adelantar, a este respecto, es que el orientalismo conoce
una etapa nueva con el triunfo de la revolución comunista en China (1949), y un
capítulo posterior con el fin de la era maoísta y el advenimiento del
capitalismo de estado que se inicia con Deng Xiao Ping, que conoce una
circunstancia histórica propicia para su despliegue tras el derrumbe del
socialismo soviético y la caída del muro de Berlín en 1989. Aunque esto augure
cambios importantes, este capítulo no es, sin duda, el fin de historia. Pero no
he evaluado aún el impacto cultural en la Argentina de todos estos
acontecimientos, no he llegado hasta ahí. Hay, ciertamente, mucho por hacer aún en materia de investigación
cultural y literaria.
—¿En qué nuevo proyecto está embarcado?
—Desde
hace un par de años, trabajo intensamente en un libro cuyo título provisorio es
La causa del Oriente. Historia
cultural del orientalismo argentino 1900-1940. Se trata, de algún modo, de la
continuación investigativa de Oriente al
Sur.
Digo «de algún modo» porque hay varias rupturas respecto del primer trabajo.
Desde el punto de vista de las fuentes y la orientación metodológica, es un
libro de «historia cultural» en el que observo en detalle las coordenadas del
impacto oriental durante cuatro décadas en la Argentina. En esta historia
intelectual recurro a muchas fuentes literarias, pero también filosóficas, sociológicas,
de revistas, traducciones, aspectos políticos, religiosos y místicos. Me
preocupo menos por las referencias literarias que por el impacto del Oriente en
sus múltiples determinaciones en el seno de la cultura rioplatense. Me ocupo
aquí de una cantidad importante de autores que había desechado para Oriente al Sur, que fue un libro más monográfico.
Para La causa del Oriente hace años que vengo recabando fuentes de difícil acceso en muchas bibliotecas y archivos de Europa y América. Es una obra con la que me cuesta mucho avanzar, pues posee una complejidad estructural mayor que Oriente al Sur. No tendrá una estructura monográfica, pero el entrecruzamiento complejo de las numerosas fuentes y fenómenos estudiados (amén de las temáticas arduas para las que no estoy especialmente preparado, como las filosofías y cosmovisiones orientales de los hindúes y los budistas y que debo allanar) me demanda mucho esfuerzo. Ya entrados en el siglo xx, las referencias orientalistas son tantas y tan densas que, necesariamente, avanzo más lentamente. Espero poder concluirlo en poco más de un año.
[1] Becaria
doctoral del CONICET. Licenciada en Letras y Correctora Literaria por la
Universidad del Salvador (USAL). Es Investigadora y tiene a su cargo la cátedra
de Literatura Argentina de la USAL, sede de Pilar. Correo electrónico:
lauraperezgras@yahoo.com.ar
Gramma,
XXI, 47 (2010), pp. 248-260.
©
Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de
Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN
1850-0161.