Gramma, XXI, 47 (2010)
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía Y
Letras. Escuela de Letras
El Lunfardo en la
Literatura Argentina
Oscar Conde[1]
Nota del Editor
Conferencia presentada en las Jornadas de Literatura Argentina -
Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad del Salvador, el 24 de
septiembre de 2010.
Para comenzar, quiero
agradecerle a la Doctora Alicia Sisca su invitación para la conferencia de
cierre de estas Jornadas de Literatura Argentina. Espero que no se arrepienta
de su gentileza y también espero que ninguno de los presentes se arrepienta de
haberse quedado hasta el final de este último día.
Me propongo hablar del
lunfardo en la Literatura Argentina, para lo cual será preciso dedicarme
primero a explicar cómo se originó y, fundamentalmente, qué es el lunfardo.
Para empezar, voy a decir lo que no es. El lunfardo no es un idioma, porque las
palabras que lo componen son esencialmente verbos, sustantivos y adjetivos —de
manera tal que carece de pronombres, preposiciones, conjunciones y,
prácticamente, de adverbios— y porque utiliza la misma sintaxis y los mismos
procedimientos flexionales que el castellano. No es posible hablar
completamente en
lunfardo, sino, a lo sumo, hablar con lunfardo.
Tampoco es un dialecto,
porque un dialecto es una variedad regional de una lengua. Evidentemente existe
un dialecto rioplatense o porteño de la lengua española, pero eso implica la
confluencia de distintos elementos, además de aquellos que pertenecen al campo
lexical: una fonética determinada —un modo particular de pronunciar la ese, la ce, la
ye,
etc.—, la existencia de pronombres alternativos de segunda persona («vos» y
«ustedes»), que son distintos de los pronombres del español estándar («tú» y
«vosotros»), la consiguiente concordancia verbal con estos pronombres —«vos podés» y no «vos puedes»; «ustedes saben» y no «ustedes sabéis». Claro que también un dialecto se reconoce por
sus lexemas, es decir, por sus vocablos, y, en todo caso, podría decirse que el
lunfardo es un elemento más dentro de todos los que caracterizan a este
dialecto de Buenos Aires. Pero en el plano léxico hay además otras cuestiones a
tener en cuenta que no tienen nada que ver con el lunfardo. Los hablantes de un
dialecto seleccionan, de todos los lexemas que integran la lengua, algunos que
no son los mismos que eligen los hablantes de esa misma lengua en otros sitios.
Por ejemplo, un hablante del dialecto rioplatense llama «frutilla» a lo que un
hablante del español peninsular llama «fresa», o «pollera» a lo que el segundo
llama «falda».
José Gobello inicia su Aproximación
al Lunfardo con esta afirmación: «El
principal propósito de mi librito Lunfardía era el de arrebatar el lunfardo de la jurisdicción de la criminología
para aproximarlo a la lingüística» (Gobello, 1996, p. 9). Aunque en gran medida
aquella aspiración se vio cumplida —sobre todo a partir de la creación de la
Academia Porteña del Lunfardo, en diciembre de 1962—, no deja de ser asombroso
que todavía los límites del lunfardo permanezcan tan confusos. No solo sigue
habiendo imprecisiones en su caracterización, sino también continúan
proponiéndose para él definiciones impropias o, peor, completamente
equivocadas.
Tan grande es la
confusión que existen muchas palabras que los hablantes creen que son lunfardismos y, en la enorme mayoría de los casos, son
vocablos asentados hace siglos dentro de la lengua española. Los ejemplos son
muchos, y elijo solamente algunos: aportar «llegar», autobombo «autoelogio desmesurado», buraco «agujero», castañazo «puñetazo», curda «borrachera» y también «borracho», curdela «borracho», descolgarse «decir o hacer una cosa inesperada», espichar «morir», fiambre «cadáver», fritanga «conjunto de cosas fritas», ganga «cosa apreciable que se adquiere a bajo costo», gayola «cárcel», jeringar «molestar», jeta «cara humana», lanzar «vomitar», mamarse «embriagarse», mechera «ladrona de tiendas», pipiolo «novato», plomo «persona pesada y molesta», guita y tela
«dinero», pollo
«escupitajo», recular «retroceder», tranca «borrachera», trastada «acción mala o inesperada contra alguien» y las expresiones de buten «excelente» y al pelo «a
punto». Contra lo que suele creerse, ninguna de las voces mencionadas es un
lunfardismo.
Por décadas se consideró
al lunfardo como un léxico de la delincuencia, en virtud de dos razones: 1.
Según estudió el profesor Amaro Villanueva (1962, pp. 13-42), la voz «lunfardo»
ha evolucionado a partir del romanesco lombardo, que significaba «ladrón». 2. Sus primeros estudiosos fueron
criminalistas o policías.
El hecho de que el
término lunfardo significara en su origen «ladrón» llevó a conclusiones erróneas a los
que se acercaron originariamente a estudiar el fenómeno. Pero el lunfardo no es
—ni lo fue nunca— un vocabulario delictivo. Por una deformación profesional,
quienes lo describieron primero (Benigno Lugones, Luis María Drago, Antonio
Dellepiane, José Álvarez «Fray Mocho» y Luis Villamayor, entre otros) le
adjudicaron erradamente ese pecado original. Un cuadro de costumbres de Juan
Piaggio de 1887 ya demuestra el error, al presentar a dos jóvenes humildes
—pero no delincuentes—, que chamuyan en lunfa, y
utilizan voces como tano, chucho, batuque, morfi, escabiar y vento,
todas ellas perdurables hasta hoy.
No obstante, son
memorables las palabras lacerantes, tantas veces presentadas como definitivas,
que el joven Borges escribió sobre el lunfardo en el artículo «Invectiva contra
el arrabalero», incluido en El tamaño de mi esperanza (Proa, 1926). Allí, Borges afirma que el lunfardo «es un vocabulario
gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa»
(Borges, 1993 [1926], p. 121). Estas palabras parecen cerrar el asunto para
siempre. Pero, humildemente, creo que nuestro gran escritor estaba equivocado.
Y además, el error se halla muy extendido. Se oye a muchas personas cultas
decir que el lunfardo es un vocabulario propio del ámbito delictivo o incluso,
más puntualmente, un vocabulario de la cárcel. Una cosa es que tecnicismos del
robo o palabras del ámbito carcelario hayan pasado al lenguaje popular a través
de poemas difundidos en folletos o revistas o a través de letras de tangos y
milongas, y otra muy distinta es que pueda pensarse que esos términos son la
quintaesencia del lunfardo.
Es obvio que en toda
profesión existe una jerga propia, lo que en lingüística se denomina
«tecnolecto». Los policías que a fines del siglo xix han tratado de hallar en Buenos Aires palabras propias
de los ladrones hacían su trabajo, claro, pero no supieron ver (y no podían
verlo, porque no eran lingüistas) algo crucial: las palabras que conformaron
sus primeros léxicos excedían en mucho el tecnolecto y eran, en realidad, parte
de un sociolecto, es decir, un modo de expresión de las clases populares, entre
las que, por supuesto, había ladrones (razón por la cual aparecían en las
listas palabras del tecnolecto).
Si alguien se tomara el
trabajo de distinguir en el diccionario de Dellepiane (el primer diccionario
oficial de lunfardo, de 1894) los vocablos de este tecnolecto de los vocablos
más generales (los del sociolecto), vería que los tecnicismos malandrines no
son mayoría. La mezcla de ambos grupos de palabras solo prueba una cosa: la
confusión histórica por parte de la Inteligentzia entre pobreza y mal vivir. Es obvio que bobo, sotala o shúa
eran voces pertenecientes al tecnolecto de los ladrones de fines del siglo xix, pero también lo es que atorrante, batuque, bullón, chucho, gamba, orto, morfar, guita, piña, etc. eran, por entonces, palabras extendidas en los sectores más
modestos (dentro de los cuales, insisto, había también delincuentes, que, por
supuesto, las usaban).
En suma, el lunfardo no
fue, y no lo es ahora, ni un tecnolecto ni una jerga profesional. A lo sumo
podría pensarse que se aproximó, en sus orígenes, a un sociolecto utilizado por
una parte de la comunidad lingüística de Buenos Aires y sus alrededores —los
habitantes del suburbio que, como se ha dicho tantas veces, no es en el caso de
nuestra ciudad una categoría geográfica, sino más bien una categoría social.
Así como el tango no fue
una creación de marginales, tampoco lo fue, en mi opinión, el lunfardo. Es
cierto que tuvo la mala fortuna de recibir como nombre el de un vocablo que
previamente significaba «ladrón». Pero 120 años después, este error originario
no debe nublar nuestro entendimiento. Sobre ello ha escrito Mario Teruggi
(1974):
… descarto la teoría de
que los argots son de naturaleza delictiva, considerándolos, en cambio, hablas
populares. Con esta interpretación se amplía naturalmente el concepto de
lunfardo, que se presenta como un argot nacido en Buenos Aires que está
deviniendo en argot nacional. […] Entiendo que ha habido una confusión inicial
en la caracterización de los argots, que arranca en la tendencia de las clases
superiores a identificar pobreza con mal vivir (p. 2).
Y, claramente, esta no es
una falsa percepción de Teruggi. Es llamativo, y hasta risueño, que las
personas que pertenecen a las clases socialmente más acomodadas se incluyan
dentro de categorías como «la gente bien» o «la gente decente». Estos
antiestigmas lingüísticos connotan una asociación entre la pobreza y la
delincuencia, porque si ellos son los «honestos», entonces los pobres, ¿qué
somos: los «deshonestos»? Si ellos son «la gente bien», los pobres, ¿qué
seríamos: «la gente mal»?
El lunfardo no es un
léxico ladronil, y no lo es porque desde su mismo origen las palabras que lo
integran exceden el campo semántico del delito. ¿Qué clase de relación con el
robo pueden tener los términos mufa, morfi, vento, pucho, gomía o berreta? A mí, se me hace evidente que ninguna. Nunca hizo falta ser chorro para decir mina, faso, orsái o atorrante; no hace falta serlo ahora para decir birra, puentear, traba o bardo.
El lunfardo debe ser
entendido más bien como un modo de expresión popular. Yo lo defino como un
repertorio léxico integrado por palabras y expresiones de diverso origen,
utilizadas en alternancia con las del español estándar y difundido,
transversalmente, en todas las capas sociales y centros urbanos de la
Argentina. Aunque su origen pueda ubicarse en Buenos Aires, este vocabulario se
ha extendido ya a todo el país. Para bien o para mal —y creo yo que para mal—,
Buenos Aires sigue funcionando en todo sentido como una metrópoli que impone
modelos y modas, y eso también es así desde el punto de vista lingüístico.
En casi todos los idiomas
existe un vocabulario de este tipo. En Francia es el argot, en Brasil la giria, en Chile la coa, en los Estados Unidos el slang. Todos son repertorios léxicos creados por esos pueblos al margen de la
lengua general, pero básicamente compuestos de términos que pertenecen a esa
misma lengua. El lunfardo es, comparado con ellos, un fenómeno lingüístico único.
Es innegable que muchos lunfardismos son creaciones de sentido, esto es,
vocablos tomados del español, pero usados con otro significado. Así loca significa «mujer fácil» o «varón homosexual», fichar «observar detenidamente», empaquetar «engañar», azotea «cabeza», camión «mujer muy atractiva» y quemar «dejar en evidencia». En la misma lógica, existen decenas de
locuciones con significados muy puntuales que no se derivan de los sentidos
originarios de sus componentes, como tirar los
perros, ir a los
bifes, llenar la
cocina de humo, no cazar
un fulbo, levantarla
con pala o ponerse
las pilas. Y las clásicas: ir a
cantarle a Gardel, tener la
posta, o saberla
lunga.
Sin embargo, lo que
distingue al lunfardo y lo convierte en único dentro de las hablas populares es
la extraordinaria cantidad de términos tomados de otras lenguas distintas del
español con los que se fue conformando. Es ya clásico que se citen
habitualmente como ejemplos de lunfardismos palabras de origen itálico, como laburar («trabajar»), biaba («paliza»), fiaca («pereza»), yuta («policía»). Hay cientos. Pero también hay lunfardismos (y no son
pocos) tomados del caló español —como gil («tonto»), chorear («robar») o pirar («volverse loco»)—, de diversos africanismos traídos a América por los
esclavos —como fulo
(«enojado»), marimba («golpiza») o quilombo («prostíbulo», «desorden»)—, o bien lusismos —como chumbo («revólver») o tamangos («zapatos»)—, brasileñismos —como bondi o joya—, o
anglicismos como espiche («discurso»), e incluso, alguna palabra derivada del polaco, como papirusa («mujer hermosa»).
El lunfardo fue
conformando una síntesis lingüística, una memoria viva de la historia de la
Argentina, que da cuenta de los distintos grupos sociales que, por retazos, han
ido, poco a poco, dando forma a nuestro país y que nos recuerda a cada instante
quiénes somos y de dónde venimos. Decía que este es el único vocabulario
popular del mundo formado, originariamente y en un alto porcentaje, por
términos inmigrados, traídos al país por inmigrantes europeos, especialmente
italianos y españoles; pero no deben olvidarse las sucesivas migraciones
internas hacia la ciudad de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires, que tuvieron
lugar en la Argentina, en particular, durante la primera mitad del siglo xx. Así es como el lunfardo recibió el
aporte de voces procedentes de lenguas aborígenes, como los quichuismos pucho («colilla»), cache («de mal gusto») o cancha («habilidad»), o tomadas del guaraní, como matete («desorden»), o del araucano, como pilcha («ropa»).
A estos diversos aportes,
se les suma el «vesre», un juego anagramático, que no es ninguna invención
argentina, como muchos piensan, sino un procedimiento habitual en distintas
hablas populares del mundo que se merece, de todos modos, una somera
explicación. El «vesre» se manifiesta desde variantes léxicas fácilmente
reconocibles o relativamente sencillas (feca, orre, dorima, gotán)
hasta anagramas irregulares (lompa, terrán, yoyega) y términos que los hablantes ya no reconocen como tales: viorsi, colimba, garpar, ortiba o sarparse.
El uso apropiado de un
«vesre» requiere de cierta competencia lingüística. Es decir, en ocasiones, al
invertir las sílabas de una palabra el nuevo vocablo deja de ser un sinónimo
del término original, operándose una restricción o especialización de su
significado. Por ejemplo, cheno no es un sinónimo exacto de la voz española «noche». Cuando un porteño
habla de la cheno, no
hace alusión a la oscuridad o a la hora, sino al ambiente de la noche. Lo mismo
sucede con el «vesre» jermu, que Sabina utiliza mal como sinónimo de mujer en su canción Dieguitos y Mafaldas cuando dice «la jermu que me engaña con la luna». Cualquier porteño
sabe que jermu
quiere decir «esposa» y no «mujer» en general. Y, como todos saben, un telo no es cualquier hotel.
Evidentemente, la
elección del léxico que conforma un discurso obedece a diversas razones: el
ámbito, el momento, la situación, la relación entre los interlocutores. Cuando
usamos un lunfardismo, lo hacemos en pleno conocimiento de cuál es su
equivalente en la lengua estándar, de modo que, por razones estilísticas,
expresivas, lúdicas o de cierta intimidad, podemos decir quilombo en lugar de lío; sarparse, en lugar de pasarse u ocho cuarenta, en lugar de proxeneta. ¿Por qué, si puede decirse ordinario, se dice berreta? ¿Por qué, si puede decirse encarcelar, se dice encanar? ¿Por qué, si podrían decir felación, los jóvenes dicen pete? Porque esas palabras nos hacen falta, nos representan, porque
identifican a quienes los utilizan, en principio, dentro de un grupo de
pertenencia: los chicos de la escuela, los amigos del barrio, los compañeros de
trabajo. Y de modo más general, identifican a sus usuarios como porteños, y
todavía más, como argentinos.
Las palabras son un modo
de categorizar la realidad y, como es sabido, el lenguaje impregna todas las
cosas. Una prueba de ello es que el lunfardo se ha vuelto un elemento
constitutivo de la cultura rioplatense y, en este sentido, cumple un papel
central —y no simplemente decorativo— en las manifestaciones más trascendentes
de la literatura popular, el periodismo y el teatro de las primeras décadas del
siglo xx y, sobre todo, en las
letras del tango, pero mucho después, también en la radio, la televisión, el
teatro, la literatura canónica y las letras de temas del rock nacional y la
cumbia villera. Todo ello, ligado al arte y los medios de comunicación, se ha
dado como reflejo de una manera propia de expresarse en la que el léxico
lunfardo sobrelleva un potente peso connotativo. Como explica el sociolingüista
Louis-Jean Calvet (1994):
En el continuum lingüístico del que dispone un hablante, en esta gramática que le
permite producir enunciados en lengua refinada, corriente, popular o argótica
no hay más que elementos lexicales o sintácticos formalmente identificables,
variables que indican en qué «nivel» de lengua nos encontramos. Existe
igualmente un conjunto de hechos más imprecisos, del que se podría pensar que
no juegan ningún rol en la transmisión de sentido, que connotan más de lo que
denotan (p. 83).
Indudablemente, la
entonación así como la gestualidad que acompaña los enunciados —un sistema
semiótico que merecería un estudio aparte para el lunfardo— son elementos de
fuerte connotación. Pero el vocabulario es el que sobrelleva un peso mayor. Un
único vocablo puede tener en lunfardo las connotaciones más diversas, tal como
acerca de la palabra pelotudo descubrió, en 1931, Raúl Scalabrini Ortiz (1941): «Pelotudo es tanto el honrado, el puntilloso, el cumplidor, el probo, el
continente, el fehaciente, el económico, el tacaño, el disciplinado, el
circunspecto, el equitativo, el enfermizo, el pachorriento, como el opa» (p.
122). Vale decir que un término que nació con las acepciones de «tonto»,
«imbécil» o «poco avispado» puede servir también para calificar modos de ser o
de actuar moralmente irreprochables. Esto es posible solamente de acuerdo con
una lógica, implícita en los argots, que explica Teruggi (1974):
«Efectivamente, lo bueno y lo correcto se agrupa, en bloque, en un vocablo
despectivo según las leyes de la moralidad al revés» (p. 171).
En el argot domina la
función expresiva, pero, a la vez, los efectos connotativos están dados por un
cuestionamiento tácito al modo en el que funciona la sociedad. Porque la
elección de un lunfardismo no solo refleja una rebelión contra las normas
lingüísticas, sino también, a menudo, una disconformidad de tipo social. Según
Calvet (1994):
Contrariamente a lo que
sucede en un código en el que la denominación es neutra, el significante
expresa una relación con el mundo, una relación irónica o crítica, violenta o
despreciativa. El argot aparece como la expresión de la aflicción, de la
miseria o de la rabia de los hablantes que expresan estos sentimientos en la
forma de la lengua que utilizan (p. 53).
Otro vocablo de amplio
espectro connotativo es atorrante. Vicente Palermo y Rafael Mantovani(2008), en su Manual de
gíria brasileña, han hecho
notar que este antiguo lunfardismo puede significar actualmente «desde persona
poco seria, caradura, sinvergüenza, de vida ociosa, marginal, hasta individuo
informal, travieso, simpático, divertido, seductor, querible»
(Palermo-Mantovani, 2008, p. 75). Solo a partir del contexto situacional y el
tono del hablante, puede interpretarse qué es lo que se quiere decir con atorrante. El caso se agrava si se lo utiliza en género femenino, dado que atorranta podría interpretarse, además, como «prostituta» o «mujer fácil».
La utilización de un
lunfardismo para expresar cierta idea podría, alguna vez, dar cuenta de un
usuario que recurre a ese término sin haber tenido elección —por no dominar
otra variante del español rioplatense—, pero lo más habitual es que el hablante
elija conscientemente la palabra que está usando, y puede revelar en ello tanto
un gesto de rebeldía o de oposición al sistema, como una muestra de confianza,
intimidad o afecto. En cualquiera de los dos casos —incluso si el hablante
desconociese la existencia de otra opción—, hay una toma de posición social,
pues la utilización del lunfardismo refleja un modo de situarse frente a la
lengua estandarizada.
El hecho de que una parte
de cualquier vocabulario argótico pase al léxico general testimonia su
aceptabilidad social, porque llamativamente «la norma acepta abrirse a palabras
nacidas en esferas que se definen contra ella» (Calvet, 1994, p. 115). Es lo
que ha sucedido en la Argentina con pibe, conventillo, malevo, percanta y unas cuantas otras voces lunfardas. Cuando eso sucede, el vocablo se
integra al habla general, pero esa integración no contradice su naturaleza
lunfardesca.
En lo que atañe a si es
lícito o no llamar «lunfardo» al vocabulario popular de Buenos Aires y, por
extensión, a estas alturas, de todo nuestro país se me hace evidente que la
Academia Porteña del Lunfardo se llama así porque se ha propuesto el estudio
del lenguaje utilizado por el pueblo, y no, el estudio de la jerga del bajo
fondo ni el de un corpus cerrado en 1920, con el fin de la inmigración europea masiva.
Simplemente, aquel «viejo» lunfardo en las décadas sucesivas se vio ampliado
con generosidad y, especialmente, en los últimos treinta años se ha producido
una extraordinaria propagación de este léxico por todo el país, con términos
surgidos en el habla popular porteña durante los últimos años, tales como abrochar, aguante, bagarto, bardear, canuto, cachengue, curtir, fisura, joya, moco, partusa, etc.
Los aportes provienen de
diversas jergas particulares. De la del fútbol, por ejemplo, surgieron al toque, de taquito, dejarla picando, quedar en orsái y jugar en primera. En la jerga política, nacieron psicobolche, perejil, bajar línea y escrache, viejo lunfardismo relexematizado con el que se bautizó a las
manifestaciones de HIJOS u otras asociaciones de derechos humanos, frente a la
casa de un represor.
Dentro del campo
semántico de la locura, han aparecido muchos lunfardismos en los últimos años.
El rechiflado, el colifato, el piantado, el sonado, el rayado y el revirado de otros tiempos, actualmente, es alguien que está pirado o pirucho, o bien que está del bonete, de la cabeza, del frasco, de la gorra, del marote, del moño, de la nuca, del tomate, de la chapa y, consecuentemente, está chapa o está chapita. Y también puede decirse que le chifla
el moño, le chifla
el culo, le faltan
varios caramelos (en el frasco), le faltan
varios jugadores (en el equipo), le faltan varios
patitos (en la fila) —las tres
inspiradas en la expresión española faltarle a
uno un tornillo—, no le
llega agua al tanque, se le
soltó la cadena y tiene
gente en la azotea.
Específicamente del psicoanálisis, surgieron persecuta, paranoiquiarse, histeriquear, histeriqueo, histeriqueada, psicopatear, psicopateada y psicopatón.
Aunque uno no se drogue,
sabe perfectamente lo que significa empastillarse, pastero, fumanchear, rama, pintar el
bajón, fisura, pincheta y puntero. Y aunque no sea joven, también comprende lo que significa en términos
sexuales transar, o el uso particular de los verbos pintar y caber, o
las locuciones hacerla corta, irse de mambo, partir la cabeza, hacer bardo, ni a gancho(s) y ni a palos.
Solo en la jerga
adolescente actual hay neologismos con usos desconocidos en su mayoría para los
adultos. Únicamente un menor de veinte sabe que un barrilete es un distraído o un irresponsable, que descansar es burlar a alguien o perjudicarlo, que pegar es comprar (especialmente droga) o que ser un
descanso equivale a mostrarse sin
carácter, frente a la burla o el ninguneo de otros.
A comienzos del siglo
pasado, jugaron un importante papel en la difusión del lunfardo las revistas
ilustradas (Caras y Caretas, PBT, Fray Mocho), que dieron lugar a viñetas y crónicas en cuya prosa el lunfardo
comenzó a tener presencia, a medida que las frases gauchescas y las expresiones
cocolichescas comenzaban a reducirse. Eran los tiempos de Edmundo Montagne
(1880-1941), Santiago Dallegri (1886-1966), Félix Lima (1880-1943) y Juan
Francisco Palermo (1885-1942).
Luis Furlan (2006)
explica este proceso en el cual las revistas ilustradas resultaron decisivas:
El periodismo, pues, fue
el medio primario para divulgar cómo el lunfardo estaba ingresando en la lengua
oficial y general, como modalidad oral-gráfica surgida y articulada en el bajo
fondo social. […] Diálogos y relatos, análogos a los gauchescos, contribuyeron
a popularizar una nueva modalidad literaria, la lunfardesca (p. 639).
De este modo, se llegó a La muerte
del pibe Oscar, considerada la primera
novela lunfardesca, publicada en 1926 en forma de libro, aunque su autor, Luis
C. Villamayor, la dio a conocer por entregas en 1913, en la revista Sherlock
Holmes.
Contra lo que podría
pensarse, las novelas escritas en estilo lunfardesco no han sido demasiadas.
Merecen citarse, aun cuando son muy posteriores, El
deschave, editada en 1965, por
Arturo Cerretani; El vaciadero (1971) de Julián Centeya; y Jeringa (1975) y su secuela, Despertá, Jeringa (1985), ambas escritas por Jorge Montes. Para dar una idea de este
tipo de prosa, esto se lee en un breve pasaje de Jeringa:
Vivíamos en un
inquilinato de la caye Pichincha frente al Mercado Spinetto. Era una saca vieja
de planta baja, media cuadra de lunga, que se alquilaba por habitaciones unidas
como ristra de ajo. En el escalafón de la mishiadura, el inquilinato subía
apenas un tablón más arriba del conventiyo. Su trajinar de gente armaba un
desfile perpetuo, un constante entrar y salir. Los patios resultaban una caye más
del barrio y por eyas patruyaba mercando cuanto vendedor andaba suelto por la
rúa. Y como los mangantes caían en tropel, parecía Florida y Corrientes al
piantar los laburantes de las oficinas. Sólo faltaban un par de chantas parados
entre el segundo o tercer corredor vendiendo bayenitas o la Guía de la Ciudad
de Buenos Aires y era «cartón yeno» (Montes, 1975, p. 17).
Con el correr del tiempo,
las revistas comenzaron a encontrar duros competidores en los diarios. Casi
imperceptiblemente, los cuadros costumbristas forjados según el modelo impuesto
por José S. Álvarez «Fray Mocho» comenzaron a languidecer.
Se estaba iniciando el
esplendor de El Mundo y de Crítica, y el lunfardo se coló en las aguafuertes, en las páginas de humor y
en algunas secciones (policiales, deportes, turf). «Last Reason», pseudónimo del escritor uruguayo Máximo Teodoro Sáenz
(1886-1960), cronista de turf en diversos diarios argentinos, en 1925, publicó un volumen con
algunas de sus notas que llevó por título A rienda
suelta. Cito de allí un pasaje
de «Elogio de la mujer porteña», donde «Last Reason» cuenta cómo es un lunes en
la casa de un burrero que se jugó el dinero de la quincena y lo perdió todo el día anterior:
Bulín
mistongo, en lunes. Dos platos en la mesa y un solo asiento ocupado, el de
ella. Ronca el pato en la catrera y el pucherete se recuece en la olla. Dan las
doce y el mediodía se presenta mistongo y funerario.
—Che,
viejo, las doce. ¿No venís?
Roncales
sigue tallando; se insiste.
—Viejito,
se me deshacen las papas, en la olla… Después vas a tirar la bronca si el
cuadril se pone blando, ¿me oís?
Él
oye, ha abierto los ojos y se estira hasta que crujen las coyunturas en el
catre.
—¿Qué
batís?
—Que
se pasa la comida; levantate, que es tarde.
Media
vuelta a la izquierda.
—Andá,
bañate.
—Vení,
chino, que el morfi está tocando rancho desde hace rato.
—Dejame
dormir o te tiro un tamango al escracho.
[…]
Y esa es la eterna rutina
que se repite en casi todos los escenarios, el día lunes de todas las semanas,
ante la indiferencia de un público que deja pasar la labor de esa actriz
admirable que es la mujer porteña; sufrida, guapa, tesonera, en su afán de
seguir el tren galopante de su bárbaro verdugo… (Last
Reason, 2006, pp. 148-149).
Otro autor ineludible de la literatura lunfardesca
fue Miguel Ángel Bavio Esquiú (1911-1956), que utilizó el pseudónimo de «Juan
Mondiola» para forjar un personaje canchero que describe la realidad de los años
cuarenta y cincuenta con extraordinaria agudeza. Bavio Esquiú recopiló sus
escritos de las revistas Rico Tipo y Avivato en dos
volúmenes: Andanzas
de Juan Mondiola (1947) y Juan Mondiola (1954). Su tono es levemente
sobrador y sus notas tienen salpicados aquí y allí lunfardismos de la época. A
fin de ejemplificar el estilo de Juan Mondiola, transcribo aquí las primeras
líneas de «¡A reponer energías!»:
El
hombre que fatiga doce meses seguidos, y que yueva o truene está firme en el
yugo todos los días del año, tiene forzosamente que tomarse un descanso para
reponer energías y cambiar de ambiente. De mí puedo decirle que el excesivo
trabajo me hace daño. Por esa causa, ya son varias las temporadas que me la
rebusco de alguna manera para hacer el turista marplatense. Con lo que mato dos
pájaros de un tiro: huyo de Buenos Aires cuando yega la ola de calor; y, de
paso, pongo prudente distancia entre mi organismo y esos manyorejas del laburo,
a los que la fatalidad de ser pobre te obliga a soportar.
El que no aprovecha las
vacaciones de verano para irse afuera es un grasa. Comprendo que a más de uno
le dará odio que lo califique de esa forma. Y aunque le duela, lo digo. Con un
poquito de inteligencia y muñeca natural puede veranear cualquier salame
([Bavio Esquiú], 1954, pp. 57-58).
También el lunfardo tuvo una presencia innegable en
el sainete, un género teatral popularísimo en las primeras décadas del siglo
pasado, cuyo autor más significativo fue Alberto Vaccarezza. En el cuadro
segundo de Tu
cuna fue un conventillo (1920), el criollo Aberastury aconseja
al italiano Don Antonio cómo debe hacer para seducir a una mujer. El breve
diálogo en verso, desopilante, refleja el dominio que Vaccareza tenía del
lunfardo incluyendo un «vesre» osadísimo, y, posiblemente, sí creado por él (roequi por quiero):
DON
ANTONIO: […] lo que yo quiero
es que osté ahora me enseña
come tengo que decirle…
ABERASTURY: Entonces, pare la oreja
y siga el procedimiento
sin alterar la receta…
Usté catura al mosaico…
DON ANTONIO: ¿El qué?…
ABERASTURY: El mosaico, la percha,
el rombo, la nami, el dulce,
la percanta, la bandeja…¿Manya? …
DON ANTONIO: ¡Ah!…Sí…sí. Ya te
comprendo…
¡Qué abondante que e la lengua
castellana!…Lo
mosaico,
lo zaguane, la
escopeta,
con cualquier cosa
se dice
la mojiere…
ABERASTURY:
La cata a ella…
o no bien la vea
pasar
le bate de esta
manera…
¡Che, fulana,
parate áhi!…
Y en cuanto ella se
detenga,
usté se le acerca y
le hace
este chamuyo a la
oreja…
Papirusa, yo te
«roequi».
DON
ANTONIO: ¿Yo
te qué?..
ABERASTURY:
¡No sea palmera!
Yo te «roequi» es
yo te quiero
al revés…
DON
ANTONIO: ¡Ah!
Qué riqueza
de odioma!… ¡Cuando
no alcanza
hasta te lo danno
vuelta!…
¡Assasino
de Quevedo
e Cervantes de
Saavedra!… (citado en Rivera, 1992).
Cuando se estrenó esta
obra, en 1920, el lunfardo comenzaba a convertirse en un elemento esencial para
las letras de tango. Evaristo Carriego, creador de una sensibilidad poética que
influyó sobre numerosos letristas, se sirvió poquísimo del lunfardo. Sin
embargo, se conserva una composición de cinco décimas donde lo utiliza,
publicada en 1912, el mismo año de su muerte, que comenzaba de este modo:
Compadre:
si no le he escrito
perdone…
estoy reventao!
Ando
con un entripao,
que
de continuar palpito
que
he de seguir derechito
camino
de Triunvirato;
pues
ya tengo para rato
con
esta suerte cochina.
Hoy
se me espiantó la mina.
¡Y si viera con qué gato!
(Borges, 2011, p. 106).
Con el advenimiento del
tango canción en 1917, Contursi había iniciado una nueva etapa para un género
que musical y coreográficamente había venido evolucionando de modo notable. Y
una de sus armas principales fue el lunfardo. Según Gobello y Soler Cañas,
Contursi «salvó al lunfardo del destino caricaturesco a que parecía haberlo
condenado el sainete» (Selles, 1980, p. 3155).
Así definida, la letra de
tango toma posición frente a la poesía canónica. Negando el lenguaje culto y
dándole curso y legitimidad al lunfardo, el tango se definió y se afirmó a sí
mismo, convirtiéndose al mismo tiempo en el medio más adecuado para que el
lenguaje lunfardesco creciera en sus posibilidades expresivas. Juntos, tango y
lunfardo —hijos los dos de la inmigración— ganaron para sí el favor popular
afianzándose el uno al otro.
Hacía apenas un año que
Gardel había grabado Mi noche triste, considerado el primer tango canción, cuando otros tangos ya empezaban
a incorporar el vocabulario lunfardo. Fue cuando Florencio Iriarte escribió El cafiso (circa
1918), tango con música de Juan Canavese que comienza así:
Ya
me tiene más robreca
que
canfli sin ventolina
y palpito
que la mina
la liga por la buseca.
El lunfardo tuvo dentro del
tango canción un uso extraordinario. Más de la mitad de las letras producidas
en las décadas del ‘20 y del ‘30 contienen, al menos, tres o cuatro
lunfardismos y, en muchísimos casos, más.
En Mano a mano (1920) de Celedonio Flores el yo poético compara el pasado y el
presente de la mujer que lo abandonó y para ello recurre a este vocabulario que
estaba por entonces en boca del pueblo:
Se
dio el juego de remanye cuando vos, pobre percanta,
gambeteabas
la pobreza en la casa de pensión.
Hoy
sos toda una bacana, la vida te ríe y canta,
los
morlacos del otario los tirás a la marchanta
como juega el gato maula
con el mísero ratón (Romano, 1991).
Fueron varios los poetas
que se sirvieron del lunfardo para escribir las letras de tangos memorables.
José de Grandis (1888-1932) lo dosifica con maestría en Amurado (1927), con música de Pedro
Maffia y Pedro Laurenz:
Campaneo
a mi catrera
y la
encuentro desolada;
sólo
tengo de recuerdo
el
cuadrito que esta allí,
pilchas
viejas, unas flores
y mi
alma atormentada;
eso
es todo lo que queda
desde que se fue de aquí.
Una
tarde mas tristona
que
la pena que me aqueja,
arregló
su bagayito
y amurado me dejó.
En un tono completamente
distinto, Enrique Maroni (1887-1957) hace un uso humorístico del léxico
lunfardo en la milonga Tortazos (1930, música de José Razzano), cuya estrofa final es la siguiente:
Señora,
¡pero hay que ver
tu
berretín de matrona!
Si
te acordás de Ramona,
abonale
el alquiler.
No
te hagas la rastacuer
desparramando
la guita,
bajá
el copete, m’hijita,
con
tu pinta abacanada.
Pero
si sos más manyada,
que el tango La
Cumparsita.
Enrique Cadícamo, por
ejemplo, ha dejado una muestra absolutamente magistral del manejo del lunfardo
en el poema Ella se reía —elaborado sobre la base de Ella, del romántico alemán Heinrich Heine—, que con el tiempo, sería
musicalizado por Juan Cedrón. Este es el comienzo:
Eya
era una hermosa nami del arroyo,
él
era un troesma pa’ usar la ganzúa.
Por
eso es que cuando de afanar volvía
ella
en la catrera contenta reía,
contenta de echarse un
dorima tan púa (Cadícamo, 1964, p. 60).
Entre los poetas que
cultivaron la veta lunfardesca los pioneros fueron Felipe Fernández «Yacaré»,
Carlos de la Púa y Dante A. Linyera. Un continuador de excelencia ha sido «Iván
Diez», pseudónimo de Augusto Arturo Martini, autor del libro Sangre de
suburbio, compilación de sus poemas
publicados en el diario Última hora. Uno de ellos es el famoso Amablemente, que Edmundo Rivero musicalizó en 1963:
La
encontró en el bulín y en otros brazos,
sin
embargo, canchero y sin cabrearse,
le
dijo al tiburón: «Hay que rajarse;
el hombre no es culpable
en estos casos».
Y
quedando bien solo con la mina,
pidió
las alpargatas y, ya listo,
murmuró,
cual si nada hubiera visto:
«Cebate un par de mates,
Catalina».
La
mina, jaboneada, le hizo caso.
El
tipo, saboreándose un buen faso,
la mateó, chamuyando de
pavadas…
Y
después, besuqueándole la frente,
con
toda educación, amablemente,
¡le fajó treinta y cuatro
puñaladas! (Gobello, 1972, pp. 160-161).
Otro poeta extraordinario
ha sido José Pagano (1903-1968), autor de Rimas
caneras (1965) y La Biblia
rea (1968), donde incluyó el
soneto titulado El suicidio, en el que puede advertirse que el léxico lunfardo, además de aportar
al lenguaje un ligero tono sobrador y juguetón, también puede utilizarse con un
sentido dramático:
Cepilló
las baldosas a su gusto,
fue
bailarín, cantor y guitarrero,
pesaba
como guapo y canfinflero
los mil gramos del kilo,
justo, justo.
En
la mala aguantó cualquier disgusto
y
jamás se achicó en un entrevero;
el
tiempo, en su rajar, le tatuó el cuero
y a golpes y dolor se
hizo robusto.
Los
nacas a su vida hicieron triza,
con
la pena más fule jugó a risa
y aguantó sin chillar un
esquinazo.
Cuando
anduvo de bueno no fue arisco
y
hoy al verse arruinado de los discos
se fajó en el marote un
bufonazo (Pagano, 1968, p. 110).
Curiosamente, el soneto se
volvió la forma preferida por los poetas del género. Otras voces notables de la
poesía lunfardesca han sido Alcides Gandolfi Herrero, Julián Centeya, Nyda
Cuniberti y Daniel Giribaldi. En plena producción todavía están Orlando Mario
Punzi (1914), Luis Ricardo Furlan (1928), Otilia Da Veiga (1936), Luis Alposta
(1937), Ricardo Ostuni (1937), Martina Iñíguez (1939) y Roberto Selles (1944).
Dejando atrás estas
referencias, obligadas y casi obvias, a la poética del tango y a los poetas
lunfardescos, importa hacer notar que Jorge Luis Borges, posiblemente el mayor
de los detractores del lunfardo, no lo ignoraba en absoluto. A tal punto que en
la primera edición de Luna de enfrente, de 1925, la primera estrofa de su famoso poema «El general Quiroga va
en coche al muere» decía:
El
madrejón desnudo ya sin una sé de agua
y la
luna atorrando por el frío del alba
y el campo muerto de
hambre, pobre como una araña.
La imagen de la luna en
pleno atorro —es
decir, durmiendo quietita— es ciertamente un hallazgo. Pero la conversión hacia
posiciones más puristas llevó a Borges a modificar levemente estos versos. En
la versión del poema que debe considerarse definitiva, y que aparece en la
última edición de su Obra poética, el poeta dejó asentado: «El madrejón desnudo ya sin una sed de agua / y la luna perdida en el frío del alba / y el campo muerto de hambre, pobre como una araña»
(Borges, 2011, p. 210). Además de la corrección de sé por sed, la
modificación de perdida en, en lugar de atorrando por, a mi juicio, empeora el verso tanto fonética como semánticamente.
Otro ejemplo del
conocimiento que Borges tenía sobre el léxico lunfardo puede encontrarse en un
texto nacido a la luz de la famosa polémica originada en un artículo publicado
por Guillermo de Torre en La Gaceta Literaria, en el que este proponía que Madrid fuese el «meridiano intelectual de
Hispanoamérica». En el número 42 de la revista Martín
Fierro (del 10 de junio de 1927),
varios escritores argentinos (como Pablo Rojas Paz, Ricardo Molinari, Santiago
Ganduglia, Nicolás Olivari, Raúl Scalabrini Ortiz) produjeron respuestas en
todos los tonos. En una de ellas, burlesca y desenfadada, cuyo título era «A un
meridiano encontrao en una fiambrera», que firma «Ortelli y Gasset», pero fue
escrita por Borges y Carlos Mastronardi, puede leerse:
¡Minga
de fratelanza entre la Javie Patria y la Villa Ortúzar! Minga de las que saltan
a los zogoibis del batimento tagai, que se quedamo estufo, que se… con las
tirifiladas de su parola senza criollismo. Que se den una panzada de cultura
esos rafañosos, antes de sacudirnos la persiana. Pa de contubernio entre los
que han patiao el fango de la Quinta Bollini y los apestosos que la yugan de
manzanilla. Aquí le patiamo el nido a la hispanidá y le escupimo el asao a la
donosura y le arruinamo la fachada a los garbanzelis.
Se
tenemo una efe bárbara. No es de grupo que semos de la mafiosa laya de aquellos
crudos que se basuriaban las eleciones más trenzadas en Balvanera. Par’ algo lo
encendimos al tango entre las guitarras broncosas y salió de taco alto y
pisando juerte. No es al pepe que entramos en el siglo a punta de faca y tiramos
la bronca por San Cristóbal y fuimos la flor del Dios nos libre en Tierra del
Fuego y despachamos barbijos en el bajo e la batería y biabas agalludas al
portador.
¿Manyan
que los sobramos, fandiños? No hay minga caso de meridiano a la valenciana,
mientras la barra cadenera se surta en la perfumería del Riachuelo: vero
meridiano senza Alfonsito y al uso nostro.
Espiracusen con plumero y
todo, antes que los faje. Che meridiano, hacete a un lao, que voy a escupir (Martín
Fierro, Nº 42, p. 7)[2].
Está más que claro que
Borges no solo conocía, sino también manejaba el léxico lunfardo. En un tono
muy distinto, varias décadas después, escribió en el prólogo de El informe
de Brodie:
Recuerdo […] que a
Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y replicó: «Me
he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido
tiempo de estudiar esas cosas» (Borges, 1970, p. 10).
Esta afirmación es
completamente falaz. Cualquiera que haya leído a Roberto Arlt puede dar
testimonio de que conocía, y muy bien, el léxico lunfardo. Al comienzo de una
de sus aguafuertes escribió «El furbo», 17 de agosto de 1928:
El autor de estas
crónicas, cuando inició sus estudios de filología «lunfarda», fue víctima de
varias acusaciones entre las que las más graves le sindicaban como un solemne macaneador. Sobre todo en la que se refería al origen de la palabra berretín, que el infrascripto hacía derivar de la palabra italiana berreto y de la del squenún, que desdoblaba de la squena o sea de la espada en dialecto lombardo (citado en Di Tullio, 2009, p.
579).
Como recuerda Ángela Di
Tullio, para Arlt «nuestro caló es el producto del italiano aclimatado» (véase
Di Tullio, 2009, p. 581) y en otros artículos, además del citado («El origen de
algunas palabras de nuestro léxico popular», del 24 de agosto de 1928;
«Divertido origen de la palabra “squenún”», del 7 de julio de 1928; «El
Yetatore», del 21 de julio de 1931), se ocupa del análisis de distintos
italianismos, como furbo, squenún, fiacún y yetatore.
Pero, en otras aguafuertes,
como en «La crónica n.º 231», sería aun más concluyente:
Escribo en un «idioma»
que no es propiamente el castellano, sino el porteño. Sigo una tradición: Fray Mocho, Félix Lima, Last Reason…… Y es acaso
por exaltar el habla del pueblo, ágil, pintoresca y variable, que interesa a todas las sensibilidades. Este léxico, que yo llamo
idioma, primará en nuestra literatura a pesar de la
indignación de los puristas, a quienes no leen (sic) ni leerá
nadie. No olvidemos que las
canciones en «argot» parisién (sic) por François Villon, un gran poeta que murió ahorcado por dar el
clásico golpe de furca a sus semejantes, son eternas… (Arlt, 1998, p. 369).
La claridad de Arlt, con
relación al valor del lunfardo, se manifiesta también en este par de párrafos
incluidos en el aguafuerte «¿Cómo quieren que les escriba?», publicada el 3 de
septiembre de 1929:
Y yo
tengo esta debilidad: la de creer que el idioma de nuestras calles, el idioma
en que conversamos usted y yo en el café, en la oficina, en nuestro trato
íntimo, es el verdadero. ¿Qué yo hablando de cosas elevadas no debía emplear
estos términos? ¿Y por qué no, compañero? Si yo no soy ningún académico. Yo soy
un hombre de la calle, de barrio, como usted y como tantos que andan por ahí.
Usted me escribe: «no rebaje más sus artículos hasta el cieno de la calle».
¡Por favor! Yo he andado un poco por la calle, por estas calles de Buenos
Aires, y las quiero mucho, y le juro que no creo que nadie pueda rebajarse ni
rebajar al idioma usando el lenguaje de la calle, sino que me dirijo a los que
andan por esas mismas calles y lo hago con agrado, con satisfacción.
[…]
Créanme.
Ningún escritor sincero puede deshonrarse ni se rebaja por tratar temas
populares y con el léxico del pueblo. Lo que es hoy caló, mañana se convierte
en idioma oficializado. Además, hay algo más importante que el idioma, y son
las cosas que se dicen» (Arlt, 1998, pp. 371-373).
Otras varias aguafuertes se
consagran al lunfardo[3]. A quien no le alcanzase para convencerse con estos testimonios le
bastaría recorrer las páginas de Los siete locos y de Los lanzallamas. Adolfo Prieto, en su edición conjunta de ambas novelas (Arlt, 1986),
agrega al final un vocabulario en el que se recogen voces como atorranta «mujer de dudosa moralidad», batidor «delator», canfinflero «proxeneta», chamuyo «conversación», escolaso «juego por dinero», grela «mujer», lata «ficha metálica utilizada en los prostíbulos para llevar la cuenta del
trabajo de las pupilas», mula «engaño», rajar «huir», relojear
«mirar», tira «agente de
investigaciones», yiranta «prostituta» y yugar «trabajar». Por cuenta propia, me atrevo a sumar cafishio, esgunfiar, merza, otario, paco, ranero y turro. Hay, de hecho, un pasaje memorable de Los
lanzallamas, donde Ergueta, un
personaje embargado de delirio místico, imagina qué les dirá a los «pecadores»
que podría llegar a encontrarse en un cabaret:
¿Saben a qué vino Jesús a
la Tierra? A salvar a los turros, a las grelas, a los chorros, a los fiocas. Él
vino porque tuvo lástima de toda esa merza que perdía su alma, entre copetín y
copetín. ¿Saben ustedes quién era el profeta Pablo? Un tira, un perro, como son
los del Orden Social. Si yo les hablo a ustedes en este idioma ranero es porque
me gusta… Me gusta cómo chamuyan los pobres, los humildes, los que yugan. A
Jesús también le daban lástima las reas. ¿Quién era Magdalena? Una yiranta.
Nada más. ¿Qué importan las palabras? Lo que interesa es el contenido. El alma
triste de las palabras, eso es lo que interesa, reos (Arlt, 1981, p. 485).
Me parece que hay pruebas
suficientes del conocimiento del lunfardo por parte de Arlt. Pero además de
este autor, la Narrativa Argentina canónica de todo el siglo xx ofrece abundantes testimonios del uso
del lunfardo[4]. Voy a citar unos pocos casos. En la
Comunicación académica n.º 1515 de la
Academia Porteña del Lunfardo, José Gobello hace un listado exhaustivo de los
lunfardismos que aparecen en la novela Adán
Buenosayres, publicada por Leopoldo
Marechal, en 1948. La lista consta de 99 vocablos, entre los que pueden mencionarse
atorrantear, biabazo, cachuzo, cajetiya, catrera, chumbar, estrecho, farabute, franelero, gaita, macanear, mosaico, peludo, pesado, plantar, rajar, runfla, tranca y upite. A
ellos se suman dos locuciones: mandarse la parte y tirarse un lance.
Otro caso llamativo es el
de un libro que el propio Borges y Adolfo Bioy Casares dieron a conocer en
1946, con el seudónimo de «B. Suárez Lynch». El volumen incluía dos partes: una
titulada Dos fantasías memorables (integrada por dos cuentos: «El testigo» y «El signo») y la segunda
era la nouvelle
llamada Un modelo para la muerte. En esta obra en colaboración, reeditada en 1998 con los nombres
reales de sus autores, Otilia Da Veiga (2003) encontró un buen número de
lunfardismos. Curiosamente, el más famoso denostador del lunfardo —al mismo
tiempo que el más famoso escritor argentino de todos los tiempos— se avino en
este libro, compuesto juguetonamente con su amigo inseparable, a utilizar
lunfardismos. Esta voluntad lúdica es, con seguridad, la verdadera razón de
tales ocurrencias léxicas en el texto, pero no deja de ser destacable que
Borges y Bioy hayan desparramado por todo el libro voces como lungo «alto», chamuyo «conversación»,
feca «café», cafisho «rufián», apolillar «dormir», estar foki-foki «estar copulando», locatelli «loco», globero
«mentiroso», milanesa «mentira»,
pesto «paliza», coco «cabeza», jeringa «metido», caído del catre «tonto», relojear «mirar» y manganeta «artimaña». Son muchos más, desde ya. Y a todos ellos, se suman juegos
paronomásicos (que le vaya lindolfo «que le vaya lindo», que le vaya Benítez «que le vaya bien», que le garúe Finocchietto «que le garúe finito», Tristán Suárez «entristecido») y otras creaciones propias, tales como chambergolina por chambergo, fumigar por fumar, serata por atardecer, miedorrea por susto, garufiento por divertido.
Pero por supuesto, no son
estos los únicos narradores argentinos «cultos» que se han servido del
vocabulario lunfardo en sus producciones. Desde Historia de
arrabal (1922) de Manuel Gálvez
hasta Sobre héroes y tumbas (1961) de Ernesto Sábato, pasando por las novelas de Joaquín Gómez Bas
o de Julio Cortázar, el lunfardo se fue paulatinamente desacralizando en la
narrativa del siglo pasado. No pueden olvidarse la producción de Manuel Puig,
de Jorge Asís y de Osvaldo Soriano, ni los numerosos ejemplos de lunfardismos
más recientes que aparecen también en los libros de Juan Sasturain y Roberto
Fontanarrosa. De este último, voy a agregar parte de un diálogo incluido en su
cuento «Después de las cuatro» (2006):
—La
otra está buena.
[…]
—Es
una potra infernal […] Vos no sabés el lomazo que tiene esa mina. ¡Si yo la
conozco! Había un tiempo que se la caminaba el Paragua. […] Pero ahora esa
flaca anda entreverada con un pendejo y no da bola. […] Está en otra esa mina.
Anda en la blanca. Se fuma…
—La
otra va al frente.
—Tiene
su buena pinta de guerrera.
—Pero
están en difíciles.
—La
única que vale media puteada es la flaca.
—La
flaca es un avión.
—La
alta tiene una histeria encima. […]
—Cagamos,
abrieron la jaula… —el Zorro estaba mirando hacia la puerta. Había entrado un
grupo semipatético de cuatro mujeres. […] Dios querido —meneó la cabeza el
Zorro—. ¿Y vos decías que venían lindas minas acá?
—La
de negro no está mal —condescendió el Ale.
—[…]
Si esa mina está bien, yo soy Catherine Deneuve.
—No
te digo que esté bien, nabo. Te digo que no está mal.
—Yo
la conozco a esa mina —informó Ricardo—. Viene muy jodida del comedor.
—¿Sí?
—Se ríe, parece el Tolo
Gallego. Le faltan como tres dientes de ajoba (Fontanarrosa, 2006, pp.
245-248).
Varios testimonios del
lunfardo vigente a fines del siglo xx y
comienzos del xxi pude encontrar,
por ejemplo, en textos de Sergio Bizzio, Gabriela Saidon y Fabián Casas. Un par
de ejemplos más. Cito un pasaje muy breve de Las teorías
salvajes, que, en 2008, publicó
Pola Oloixarac en el que se resume la película Tango feroz:
Recordaba el argumento
con claridad atroz: «Tanguito» se fuma un porro, cae en cana, baila en bolas el
tango «Malevaje» mientras manotea el trasero de su interés romántico, una
«chica bien», i. e. rubia, concheta y traidora. Básicamente lo cagan a
trompadas, por sucio, drogadicto o amante del rock nacional, que para el caso
era lo mismo (Oloixarac, 2008, p. 187).
Finalmente, un ejemplo de
2009, de la novela La segunda vida de las flores, de Jorge Fernández Díaz:
Algunas señoras cierran
de verdad la cocina mucho antes de lo que debieran. Se les acaba la libido y
abandonan la cancha. No saben lo que se pierden. Pero te confieso algo: más
allá de su retiro, ella tenía la necesidad de vencerme. Fue al bar Montecarlo
todos aquellos martes para que yo la encarara y para poder decirme que no. Sólo
una mujer puede servir la venganza en un plato tan frío. Cuando comprendí que
ella pensaba «ahora estamos a mano», me afeité, me empilché y salí a encamarme
con otra (Fernández Díaz, 2009, pp. 87-88).
Como se ve, los
lunfardismos no son solamente parte del habla. La mayoría de ellos posee ya
registro literario. En la medida en que nuestros escritores, al menos los
residentes en el Río de la Plata, se propongan imitar el habla de su tiempo,
todas estas palabras seguirán apareciendo en sus obras, tal como ya es habitual
que aparezcan diariamente en los distintos medios de comunicación.
Una última referencia a
Borges. Cuenta Gobello en sus memorias que, en una visita a la Universidad de
New Orleans, el rector quiso halagar al extraordinario escritor con estas
palabras: «Le voy a presentar a una profesora, la doctora Beatriz Varela, que
no es argentina, sino cubana, pero es correspondiente de una academia
argentina». Borges, con tono de supina inocencia le preguntó: «¿De qué
academia, señora?», a lo que la doctora Varela contestó: «De la Academia
Porteña del Lunfardo…». Borges dio por terminado el tema cuando replicó:
«Bueno, señora, el lunfardo no existe, pero yo igual la felicito» (Oliveri,
2002, p. 95).
Creo que podemos terminar
con una sonrisa festejando íntimamente el genial «repentismo» de Borges, pero
también, con la seguridad de que el lunfardo existe, y de que su vitalidad es
un hecho, a partir de los neologismos que se generan casi a diario y que
contribuyen a un enriquecimiento permanente del español hablado en la
Argentina.
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Villanueva, Amaro (1962). El lunfardo. Universidad, 52, 13-42.
[1] Doctor
en Letras por la Universidad del Salvador (USAL), Miembro de Número de la
Academia Porteña del Lunfardo. Actualmente, es profesor de Latín en la USAL y
Profesor e Investigador en la Universidad Pedagógica de la Provincia de Buenos
Aires y en la Universidad Nacional de Lanús. Correo electrónico:
oscar.conde@fibertel.com.ar
Gramma,
XXI, 47 (2010), pp. 224-246.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.
[2]El texto completo fue tomado de Martín
Fierro. Ediciones facsimilares de los números 1, 4, 8 / 9, 14 / 15, 18, 30 /
31, 35, 42 (1924-1927). Buenos Aires: CEAL, Colección Capítulo-La historia
de la literatura argentina, 1982. Quien reveló el misterio de la verdadera
autoría de este texto fue Carlos Mastronardi en Memorias de un provinciano,
publicado en 1967, donde puede leerse que, con Borges, «conjuntamente
escribimos una respuesta humorística a una nota asaz española [publicada bajo]
el título de Madrid, meridiano intelectual de Hispano-América. Para subrayar
diferencias, recurrimos al más espeso y oscuro vocabulario lunfardo. La revista
Martín Fierro recogió esa contestación burlesca. La firmaba el recién
inventado Ortelli y Gasset».
[3]Algunas de las que mencionan Scroggins, D (1981) son «Apuntes filosóficos acerca del hombre que se tira a muerto» (11 de julio de 1928), «El hombre que vive de la caza y de la pesca» (6 de diciembre de 1928), «La gran manga» (24 de marzo de 1929), «Evolución de la palabra gil» (11 de abril de 1929), «El manya oreja» (19 de mayo de 1929), «Del tongo y sus efectos» (21 de mayo de 1929), «Influencia de la lorera en la juventud» (1º de julio de 1929) y «La felpiada» (3 de septiembre de 1929).
[4]Un panorama más amplio sobre esta cuestión puede encontrarse en Gobello (1990).