Gramma, XXI, 47 (2010)
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía Y
Letras. Escuela de Letras
Bicentenario y Otredad en
la
Literatura Argentina
Alfredo Rubione[1]
Nota del Editor
Conferencia presentada en las Jornadas de Literatura Argentina -
Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad del Salvador, el 23 de
septiembre de 2010.
¿Qué fue la Revolución de
Mayo para nuestra literatura? Quisiera hacer unas breves reflexiones acerca de los efectos de aquella
gesta patria, tomando como eje conductor la representación textual literaria
del otro. He
optado porque ese sea el hilo articulador, pues el problema del otro es, a mi modo de ver, uno de los puntos capitales del espíritu de
Mayo. Uno de los principios revolucionarios de 1810 es, por un lado, el gesto
de ruptura pero también, por otro lado, la apertura inclusiva —con los matices
y limitaciones de su contexto histórico, social, político y cultural, claro
está— hacia el otro: se
trata tanto de ser reconocidos como otros, así como también, de modo
complementario, ampliar los límites del reconocimiento del otro.
Tomaré tres momentos: el
primero durante el período inmediatamente posterior a la Revolución, el segundo
momento en el Centenario de 1910 y, finalmente, en nuestros días, que
conmemoramos el Bicentenario de la Revolución de Mayo.
La Literatura de Mayo,
como se la suele denominar, es un conjunto bastante caudaloso de poesía, obras
teatrales y piezas retóricas de carácter enfático, de tono fuertemente
optimista; muchas de ellas escritas, tal y como puede leerse en La Lira
Argentina, como nuestro Himno
Nacional, en la estética neoclasicista. Estética llamativamente mucho más apta
para celebrar regímenes monárquicos que para exaltar movimientos
independentistas democráticos. Aferrada a una preceptiva estrictísima, la
poesía neoclásica cambió de sentido en América. El comienzo de nuestro Himno es
paradójico: «Oíd mortales el grito sagrado / libertad, libertad, libertad».
Paradójico porque en un formato estrófico y rítmico cuya estrictez es casi
carcelaria, se predica libertad. Sin embargo, convengamos, no es un rasgo de
originalidad nuestra. Napoleón Bonaparte, que por entonces, llevaba por todas
partes de Europa sus ejércitos y su código civil en el que se proclamaba que
todos los hombres eran iguales ante la ley, adoptó el ornato imperial de los
césares romanos y la iconografía del neoclásico David.
Nuestra revolución, si de
coherencia se trata, debió ser cantada, rigurosamente, en formato romántico. Es
que el romanticismo se postuló como la estética de la libertad tanto de los
individuos como de los pueblos. Pero, para no pecar de anacronismo, en rigor,
fue exaltada en la estética del momento.
La contradicción señalada
es un rasgo de nuestra cultura. Y de nuestra identidad. ¿Cuál es? Puedo
deslizar esta conjetura: apropiarse de formas, de objetos, de temas de la
cultura europea, y resemantizarlas para darles otra función afín a nuestras
necesidades.
Veamos otros ejemplos de
cambio de función. El bandoneón, órgano ambulante de origen germánico empleado,
entre otros muchos lugares, en las misiones jesuíticas para el oficio
religioso, es desde fines del siglo xix
nuestro instrumento insignia del tango. Caso de trasmutación cultural, el
sonido del bandoneón parece poseer el secreto de la tristeza argentina. Cómo
pasó de ser elemento rutinario del rito cristiano a convertirse en un fuelle
rezongón, solo Dios y la santísima trinidad compuesta por Arolas, Troilo y
Piazzolla lo saben.
Hecha esta observación
colateral, retomo el hilo del vínculo entre la Revolución de Mayo y nuestra
literatura argentina. Dije que esta literatura es encomiástica; agrego ahora:
formalmente perfecta pero hueca. Abundan himnos, odas, elegías y ditirambos. La Lira
Argentina, una de las primeras
antologías de aquel período, abunda en poesías acordes con el nuevo Parnaso de
los héroes republicanos. Sin embargo, son poesías tan perfectas como frías. Eso
sí, son de un optimismo inclaudicable.
No obstante, la felicidad
durará poco: en diez años cambia el tono festivo por uno más agreste y
penumbroso. En la década del veinte, hace su aparición la gauchesca de la mano
del oriental Bartolomé Hidalgo. Se instaura la queja, hace su aparición por vez
primera la voz del otro (el gaucho) en nuestra literatura. Es en la entonación del rústico que los ideales de Mayo empiezan a ser no
solo puestos en duda sino también sometidos a crítica.
Bartolomé Hidalgo, que es
quien da forma precisa a la gauchesca, también se apropia de formas
tradicionales y les da nueva vida. No solo remoza, sino que reintroduce el
cielito, característico hasta entonces de elegantes salones rioplatenses, pero
que desde Hidalgo emerge como poesía de combate. Otro tanto hace con la
estructura dialogal, tan característica de la filosofía, que reaparece en
nuestras llanuras polvorientas bajo la forma preguntona de la payada.
Dije que con la gauchesca
la fiesta de Mayo es puesta en duda.
En la Generación del ‘37
los jóvenes del Salón literario no son ingenuos optimistas sino que piensan en
Mayo como un proyecto inacabado. Es necesario retomar la energía
revolucionaria, escriben. Borremos a España, escribamos como pronunciemos,
tengamos una lengua argentina y una literatura nuestra. No imitemos, adaptemos
lo que necesitemos a nuestra realidad, escribirá Alberdi. El legado de Mayo
será, para ellos, ocasión de un reclamo en favor de algo nuestro.
En un segundo momento, y
en otro escenario muy distinto al reseñado hasta ahora, el ideal de Mayo, hacia
fines del siglo xix, pasará a ser
doctrina partidaria, prédica vacua tanto de sectores de la oligarquía
conservadora, aunque también de otros sectores contestatarios del roquismo.
Hacia el Centenario de la
Revolución de Mayo, en 1910 una pregunta se había hecho acuciante no solo en
literatura sino también en pintura y en música: ¿qué es ser argentino?, es
decir, ¿cuál es nuestra identidad?, ¿quiénes son nuestros hombres
representativos?, ¿cuáles son nuestras raíces genuinas?, ¿de dónde venimos?
En pleno Centenario y con
los inmigrantes delante, la clase dirigente se arrogó el derecho, mediante el
uso de instituciones del Estado, de dar respuesta a las preguntas recién
mencionadas, generando referentes identitarios para consumo de los
ultramarinos. Ya sabemos cuáles fueron: el gaucho, una historia oficial. Se
dictaminó oficialmente que España y la lengua española eran nuestros referentes
indiscutidos.
Como se ve, el legado de
Mayo, hacia el Primer Centenario, ya no tendría un tono unánimemente optimista,
ni tampoco habría de ser una puerta hacia el futuro, sino, por el contrario,
una huída al pasado: un conjunto de remisiones a un supuesto comienzo de
nuestra nacionalidad que, curiosamente, omitía el presente, donde —qué
sorpresa— estaba el recién llegado. A ese Juan sin Ropa, referido por Rafael
Obligado, o a ese «Papolitano» mencionado, de manera hiriente, por el texto de
José Hernández.
¿Dónde hallamos la
presencia textual del inmigrante de manera recurrente? En un género aclimatado
en nuestro suelo, extraordinariamente popular: el sainete. Y en la cultura del
tango.
En la década del veinte,
durante la vanguardia martinfierrista se pensó —en contra de la generación
hispanista— que lo propio estaba en nuestra prosodia, en nuestros giros
expresivos.
La Generación
Martinfierrista bifurcó la respuesta acerca de nuestra identidad. Para unos,
con Borges a la cabeza, nuestra identidad estaba en el pasado criollo, aunque
no indispensablemente hispánico colonial. Para otros, Leopoldo Marechal, por
ejemplo, estaba centralmente en el futuro y también, en parte, solo en parte,
en el pasado criollo o hispánico peninsular.
Llegamos al tercer y
último momento de nuestro recorrido. En pleno Bicentenario, qué es Mayo para
nosotros. Un conglomerado de interrogantes: ¿fue una revolución o un capítulo
de nuestra desventura nacional? Como sucede con la mayoría de los bienes
simbólicos, es un objeto de debate. Incesante.
Sugiero, llegado al fin
de mi intervención, leer la cultura argentina y, en particular, la literatura
argentina como un entramado de voces en debate perpetuo. Pero en el que siempre
hay un otro en
penumbras. Ese otro fue
el gaucho en 1810, pero diez años después, con la gauchesca, recobraría su voz.
En 1910 ese otro excluido fue el inmigrante, pero pronto hizo oír su voz en el sainete
y en la polimorfa cultura del tango.
Pregunto y propongo que
vislumbremos quién es ese otro de nuestros días. ¿Quién es el otro del Bicentenario? ¿Hay nuevas formas que albergan su voz?
¿Podemos oírlas?
¿Podemos leerlas?
[1] Profesor de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial en Letras por la Universidad del Salvador (USAL). Docente e investigador de dicha institución, de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Correo electrónico: arubione@gmail.com
Gramma,
XXI, 47 (2010), pp. 220-223.
©
Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de
Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.