Gramma, XXI, 47 (2010)

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía Y Letras. Escuela de Letras

 

 

Joseph Conrad: Virajes hacia el Paraíso

 

Adolfo Colombres[1]

 

Joseph Conrad, cuyo nombre verdadero fue Teodor Josef Konrad Nalecz Korzeniowski, nació en Verdiczew, Ucrania, en 1857. Aunque recién a los veinte años aprendió inglés, llegó a ser uno de los más grandes prosistas de esta lengua. Su padre fue poeta, dramaturgo y traductor, sufrió persecuciones por sus ideas revolucionarias, y lo dejó huérfano a los doce años.

Atraído por el mar, Conrad optó por la marina mercante bajo bandera inglesa. Entre 1878 y 1894, navegó por el Atlántico, el Pacífico, el Mar Meridional de la China, el Golfo de Siam, la costa y algunos ríos interiores de África y otros mundos lejanos. En sus últimos años de navegación, tras acumular múltiples experiencias y aventuras, empezó a escribir.

En 1895 publicó La locura de Almayer, su primera novela, recibida con verdadera admiración por Henry James y otros escritores. Esto lo inició en el camino de una fama que su obra posterior acrecentó, hasta instalarlo con firmeza entre los grandes clásicos de la Literatura Universal. El corazón de las tinieblas, aparecido en Londres en 1902, fue calificado por Borges como «el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha logrado». Esta novela se inspira en un viaje que hizo por el río Congo hasta Stanley Falls, como capitán de un vapor fluvial, donde pudo conocer el horror hasta sus niveles más profundos.

Conrad contribuyó a enriquecer y prestigiar los relatos de aventura desde el punto de vista literario, tanto con la fuerza de su estilo como con la aguda caracterización psicológica de los personajes. Se da así una continua dialéctica entre la acción (los hechos que se suceden, magistralmente descritos) y las modificaciones que va produciendo en los personajes, en su gran mayoría atormentados y con una clara dimensión trágica.

Sus libros ambientados en el Pacífico Sur contribuyeron también a alimentar este mito occidental, por más que nunca albergara un propósito semejante. Su escritura es realista y preocupada por las profundidades del alma humana, sin dejarse llevar por mistificaciones románticas. Al describir los escenarios en que se mueven sus personajes, se cuida de las asociaciones paradisíacas, pues conoce los dramas y las miserias de las islas que, por lo común, tiñen el paisaje y le transfieren una carga trágica. Sus relatos son crónicas de una caída, de un naufragio vital, y sus virajes —cuando los hay— conducen más bien al infierno más temible, tras una ilusión de felicidad que se quiebra con estruendo.

En Un paria de las islas, Peter Willems, un auténtico holandés errante, tras la violenta ruptura de un matrimonio que le permitió vivir durante un tiempo como un reyezuelo en Macasar, la capital de las islas Célebes, es llevado a una isla lejana por un marino que siempre lo había apoyado. En ese lugar, transcurre esta trágica historia. Todo hubiera sido allí un lento deslizamiento hacia el tedio y la desesperación de no haber conocido, al incursionar por un río, a una bella muchacha, cuya pasión desaforada lo condujo a otras costas del infierno. El relato bien puede leerse como el desmontaje de los paraísos masculinos, de los sueños cebados no solo en una naturaleza prodigiosa, sino en el amor incondicional de bellas y dulces muchachas adornadas con flores.

Ella se llamaba Aissa, y era una joven mestiza de color cobrizo, con una negra y hermosa cabellera. Se le apareció de pronto en una senda de la maleza, llevando dos cubos de agua que deja en el suelo, para mirarlo de un modo dulce y extraño. Willems quedó paralizado por el poder seductor de esta imagen. Ella le sonrió con movimientos muy femeninos, y echó sobre sus hombros el torrente salvaje de su pelo. Aturdido, él siguió la marcha, pasando junto a ella. Más adelante, se dio vuelta para mirarla otra vez, y comprobó que los ojos de fuego de la muchacha continuaban fijos en él. Pero ya había recogido los cubos y se disponía a reanudar su marcha. Un rayo de sol que se filtraba por la arboleda iluminaba su rostro cobrizo y sus torneados y esculturales brazos.

Esta visión opera en Willems como un súbito viraje hacia el paraíso, y lo arranca de su destino trágico y el tedio que lo devoraba. Al recobrar de pronto sentido su vida, la naturaleza que lo rodeaba, tenida antes como hostil y bárbara, un medio por donde se movía destilando odio, le parecía de una incomparable hermosura, algo capaz de llenar su vida de encanto y reconciliarlo con el mundo, a pesar de sobrellevar el estigma de ser un blanco vagabundo, algo que solo podía despertar desprecio entre los europeos e incluso entre los nativos. Sintió que el rostro de esa muchacha había diluido, con su luz, la sombra de sus recuerdos, aboliendo así el pasado e incluso el futuro, para dejar paso a la fiesta de los sentidos. Al potenciarse estos hasta bordear el éxtasis, empezó a tomar conciencia de una multitud de detalles en los que nunca antes había reparado. El río le parecía más ancho y majestuoso; el cielo, más alto y puro, y sus brazos quintuplicaban su fuerza para apretar los frutos de la vida. Se detuvo por primera vez en el sol que bañaba la floresta con sus rayos de oro, en los pájaros que cantaban en las ramas, en los perfumes, en las chispas de luz que dibujaban lunares rojizos sobre el agua del arroyo, y también —porque es la otra cara del paraíso— en el olor de la madera que se pudría, de las charcas infectas, del moho y el cieno que se sumaban a la respiración gigantesca del bosque. Ante el carácter virginal de esa Naturaleza (así, con mayúscula), Willems no sentía tristeza ni nostalgia. La cólera, la angustia y las demás miserias de su corazón se habían desvanecido, al igual que el temor al porvenir. No precisaba alimentar esperanzas, pues nada más intenso podía ocurrirle.

El problema, en todo caso, era saber cómo prolongaría en el tiempo esa sensación suprema, pero el hechizo en el que había caído no le permitía siquiera vislumbrarlo, por lo que nada lo inquietaba. Se adormecía en el tono de la voz de Aissa, en la luz de sus ojos, en el temblor de sus labios, en la frescura y suavidad de lo que suponía una manifestación de la inocencia. Pero Aissa no era una estatua, y su alma desconocía la docilidad. Se había enamorado de ese hombre harapiento pues admiraba su fuerza de voluntad, seducida por la idea de dominar a un blanco, de esclavizarlo mediante el fuego de la pasión y girarlo, en sus venganzas personales, en el mapa político de la isla.

Otra vez las garras de la historia le desbarataron los sueños, la placidez del paraíso, pero en ese pase a la acción, pensaba Aissa, su amado creció, fue poderoso, y ella quedó redimida de viejos agravios. Pronto Willems empezó descender de esa cima, y comprendió que tal hechizo lo sacaba de sí, lo humillaba y debilitaba su voluntad, que su corazón mendigo se estremecía, lloraba y se deshacía por una mirada o una sonrisa de Aissa, por una palabra o una vaga promesa. Pensaba finalmente que había entregado lo mejor de su alma, la parte más pura y alta de su vida, de su raza y su civilización, a un ser salvaje y bestial que se había refugiado dentro de su pecho, a una vulgar indígena. Mas para llorar esa pena, no encontró otro lugar que su pecho perfumado.

Pero Aissa no era una mujer desaprensiva y sin ley. Su ética era firme, y también lo era su conciencia indígena. Sin ampararse en su mestizaje biológico, supo que el blanco era el enemigo de su pueblo, y su amor por Willems no la hacía olvidar esto. Le preguntó: «¿Cómo es tu patria, esa tierra que está al otro lado del gran mar? Me imagino que es una tierra llena de mentiras y desgracias, una tierra de donde solo vienen tristezas y calamidades para los que no somos blancos. ¿No me decías al principio que querías que me marchara allí contigo?». Pero ella sabía que esto no era posible, que de ir allí tendría que soportar la vergüenza de ser indígena y lo perdería pronto, y que, de ocurrir esto, su vida carecería de todo sentido.

En cuanto a Willems, al deshacerse el hechizo de tal viraje hacia el paraíso, su cabeza empezó a elaborar la fuga de esa tierra «de salvajes», a pensar en el regreso a su querida civilización. En algún momento, acarició la idea de llevar a Europa a esa muchacha de la isla, pero pronto comprendió que no era posible, que ella no soportaría ni el desarraigo ni una vida tan diferente. Aissa no se entendía con él mediante palabras, apelando al orden racional, sino con el lenguaje de los sentidos y la ternura de los gestos. Su amor era posesivo, desesperado, hasta el punto de no apartarse de su lado, como si fuera a abandonarla en cualquier momento.

La naturaleza (despojada ya de mayúsculas) dejaba de tejer sus sueños dorados para someterse a la oscuridad del drama. El aire pesado y caliginoso trajo la opresión de lo trágico. El hedor de las charcas ya no era el otro lado del paraíso, sino una elemental prueba de corrupción, de que todo se terminaba. La luz de los ojos de la muchacha dejó de ser dulce para él, sino intensa y terrible. Su devoción, acoso. Willems creyó percibir la ferocidad de Aissa, y la acusó ante el capitán amigo, el mismo que lo había llevado allí confiando en él y vino entonces a pedirle cuenta de sus actos, de ser la causante de su mala conducta, de su traición: «Ella se apoderó de mi alma y de mi cuerpo, de todo lo que soy, como si yo no hubiese tenido voluntad, ni fuerza, ni deseo alguno fuera de ella. Ahora me avergüenzo de pensarlo. ¡Una salvaje! ¡Y yo, un hombre culto y civilizado, un europeo, estuve a merced de ella, que era todo instinto, como los animales de la selva!». Sí, argumentaba en su cobardía, una mujer infernal y malvada, capaz de todo, cuyo egoísmo la llevaría al crimen con tal de triunfar en sus pasiones y sus deseos. «¡Es una loba!» remató, con el único anhelo de que el capitán lo sacara de esa isla, de poner un océano entre la muchacha y él.

Si hay un paraíso, estaría cifrado en la libertad, en no ser dominado por nadie, y acaso en no amar a nadie, porque toda pasión lleva a esto. Sin embargo, esa muchacha llenaba el aire de fragancias y ternura, y su entrega era absoluta. ¿No es acaso esto lo que los hombres buscan en el paraíso? Probablemente no. Tal vez mejor fueran las ninfas sin voluntad ni conciencia, esas sencillas bestezuelas hechas para el placer breve, e incluso para la contemplación distante, que fascina sin generar compromisos.

Willems estaba hecho una piltrafa humana, cubierto de harapos, descalzo y sumamente enflaquecido. Sin duda, las cosas le salieron mal. Así lo encontró su esposa, que había llegado a la isla con un niño en brazos que era su hijo, a pedirle perdón por el mal que le causó. Aunque él no estaba dispuesto a perdonarla, no quería perder esa oportunidad de huir. Su pensamiento era miserable, sin grandeza alguna, sin amor por nadie. Nada restaba ya del paraíso, un sueño convertido en harapos, como su alma y su indumentaria.

Pero Aissa era otra cosa. El sol de la mañana, al caer oblicuamente sobre la bella figura de la muchacha, daba a su rostro el aspecto de las vírgenes de los retablos. Su faz expresaba una dicha radiante. Se había vestido como para un día de gala, para celebrar el regreso de su amor, y llevaba en las manos un ramillete de flores. Soñaba con que él ya no la abandonaría nunca, que la amaría tanto como ella a él. Pero sus sueños se hicieron trizas de golpe, al percibir que él se preparaba a abandonarla, que ella ya nada significaba para él. «¿Cómo puedes marcharte tú, que tienes para siempre mi corazón en tus manos?», lo increpó, pero él solo podía mirar al suelo, de tanta vergüenza.

Finalmente, ella se mostraba resignada a dejarlo marcharse con su esposa, que lo esperaba en la embarcación, pero no estaba dispuesta a devolverle el revólver que le había prestado. Solo el odio les restaba. De Willems, el odio al paraíso, a esas perversas muchachas de las islas que se negaban a ser meros objetos del deseo y le clavaban el puñal de la belleza. De ella, el odio contra el hombre nacido en esa lejana tierra de las mentiras, de las infamias, de las traiciones, de donde no le llegaba a su gente más que el mal y la miseria.

Él saltó sobre ella en el afán de quitarle el revólver, el que necesitaba para controlar a los peligrosos indígenas de la barca. Aissa no dudó entonces en disparar. Willems recibió la muerte con gratitud, pues no era más que una sufriente escoria. Nunca la vida le había parecido tan amable como en ese dichoso momento en que una bala perforaba sus pulmones. Nunca como entonces había comprendido la alegría, el placer inmenso que se encerraba en un rayo de sol, en el verdor de los campos, en la hermosura infinita del cielo. Morir era salir de los infiernos del amor, que lo habían devuelto a un estado de naturaleza que no era otra cosa que el reinado de los instintos más feroces, pasando por encima del abismo de las razas, que Willems (y acaso también el autor) consideraba en verdad insalvable. Cerró así en paz los ojos para siempre, extasiado con este segundo viraje hacia el paraíso, sin duda menos efímero que el anterior. Aissa habría de quedarse en el pozo de la pena, con esa carga inmensa de soledad y tristeza que arrastraría hasta su vejez precoz por las sombras del paraíso, rondando el sitio en el que había sido herida por la imagen de ese hombre y las ruinas de la choza de su padre, quien murió ciego y humillado.

Conrad murió lejos de las brumas tropicales, en Bishopsbourne, cerca de Canterbury, condado de Kent, en 1924.



[1] Narrador y ensayista. Se graduó en la Universidad de Buenos Aires (UBA) en Derecho y Ciencias Sociales. Realizó estudios de Filosofía, Literatura y Antropología.

Correo electrónico: adcolombres@yahoo.es

Gramma, XXI, 47 (2010), pp. 214-219.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.