Gramma, XXI, 47 (2010)
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía Y
Letras. Escuela de Letras
Crímenes Literarios
Álvaro Abós[1]
De crímenes nos
alimentamos cada día; con crímenes, bajamos las tostadas de la mañana; y tras
un crimen, apagamos el velador por la noche. Crímenes narrados por las voces de
la radio, por las imágenes y los textos que nos interpelan desde las pantallas
luminosas. Crímenes impresos en las páginas de los diarios que miramos
temprano, que repasamos a lo largo del día, y apilamos junto al tacho de basura
al terminar la jornada.
Crímenes nuestros de cada
día. Crímenes terribles siempre, aun cuando fuesen banales, si tal cosa —un
crimen banal— pudiera existir. Malditos crímenes.
De crímenes se alimenta
la Literatura. De crímenes bestiales (Patricia Highsmith), o de crímenes
ejemplares (Max Aub), o de crímenes imperceptibles (Guillermo Martínez), o de
crímenes en la catedral (T. S. Eliot), o en el Expreso de Oriente (Agatha
Christie), o cometidos por el Padre Amaro (Eça de Queiroz), o relativos a
cierto lord llamado Arthur Saville (Oscar Wilde). Esto es así desde que el
mundo es mundo; es decir, a partir de la escena primaria de las Escrituras.
Porque la novela negra inaugural es un minicuento más breve que el célebre de
Monterroso, que solo dice: «Caín mató a Abel» (Génesis 5, 8).
El crimen literario, como
el real, es pasión pura. En el crimen, viven el amor y el odio, la codicia, la
locura, la lujuria, e incluso la idea, el juicio o el prejuicio. También el
error, la estupidez y la enfermedad habitan en los crímenes literarios,
cultivados con fervor por Dante, por Shakespeare, por Balzac y por Dostoievski,
para no citar sino a cuatro dioses del Olimpo Negro.
La Literatura Argentina
está repleta de crímenes, y los pocos ejemplos que aquí se reproducen podrían
multiplicarse hasta el infinito. Si alguien acusare a la Literatura Argentina
de eludir la realidad, deberá admitir que ella —la Literatura— suele mezclarse
con las preocupaciones más flagrantes de los argentinos, por ejemplo, el
aumento del crimen en las calles. Otra cosa es si la lectura de los siguientes
textos —una pequeña y personal antología de crímenes literarios— sirve para
iluminar lo que nos pasa, para entendernos mejor. Quien esto escribe alienta la
tozuda aunque a veces desalentada convicción de que así es. Pero, quizás no.
Quizás estos crímenes literarios u otros muchos que podrían reemplazarlos, sean
meros «juegos de un tímido que narra porque no se anima a actuar» como dijo de
sí mismo un tal Borges al rememorar una vieja audacia: escribir las historias
criminales que conformaron la Historia Universal de la
Infamia. Y, audacia quizás aún
mayor, publicarlas sábado tras sábado, en un diario popular, el vespertino Crítica de 1933.
Aun si se tratara de
juegos, valdría la pena rescatarlos. ¿Son, como la película de René Clement, Juegos
peligrosos? En todo caso, son
historias del cainismo argentino, y todas ellas podrían ser rematadas por ese
lamento escueto con el que Roberto Arlt rubricó su crimen más terrible: «¡Me
jodieron!»
Echeverría: La Violación
Sus
fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la
obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la
boca y las narices del jóven y estendiéndose empezó á caer á chorros por
entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores
estupefactos.
Reventó
de rabia, el salvaje unitario, dijo uno.
Esteban
Echeverría, El matadero (1833)
La narrativa criminal
argentina —y la narrativa argentina tout court— se inaugura con este cuento, cuya violencia extrema lo hizo
permanecer inédito durante más de treinta años. Aún hoy y más allá de los
anacronismos de escritura, podría figurar en cualquier antología de relatos
sobre crímenes espeluznantes.
Sarmiento: El Magnicidio
Llega
el día por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale a más del postillón
que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han reunido por casualidad
y el negro que va a caballo. Llega al punto fatal, y dos descargas traspasan la
galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre
ella con los brazos desnudos y en un momento inutilizan los caballos, y
descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la
cabeza, y hace por el momento vacilar a aquella turba. Pregunta por el
Comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga ¿qué
significa esto? recibe por toda contestación un balazo en un ojo que le deja
muerto. Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al
malaventurado Ministro, y manda, concluida la ejecución, tirar hacia el bosque
la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos y el postillón
que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo.
Domingo
Faustino Sarmiento, Facundo (1845)
La sequedad con que
Sarmiento narra el magnicidio convierte su libro en un thriller político del siglo xix,
entendiendo la palabra thriller en su sentido original (del verbo to thrill, estremecer). La escena anticipa algunos crímenes literarios del siglo xx: sin ir más lejos ni alejarse del
crimen político, la reconstrucción del asesinato de John Fitzgerald Kennedy en Libra (1988) de Don DeLillo. En el Facundo de Sarmiento, están el estupor de la violencia que estalla como una
bomba en los renglones del texto o los detalles espeluznantes, como el
postillón con la cabeza abierta o los caballos muertos.
Arlt: Una Certeza
De
pronto tres estampidos llenan la calle de humo. Haffner gira vertiginosamente
sobre sus talones, divisa dos brazos esgrimiendo pistolas. Instantáneamente
adivina la nada. Quiere putear. Nuevamente, a destiempo, dos estampidos perforan
la oscuridad. Una quemadura en el pecho y un golpe en el hombro. Más cercana
retumba otra explosión en su oído y cae con esta certeza:
—¡Me
jodieron!
Roberto Arlt, Los
lanzallamas (1930)
Este asesinato mafioso,
prefiguración de una escena que Francis Ford Coppola filmó cuarenta años más
tarde, transcurre en el más porteño de los escenarios: Diagonal Norte,
—entonces, en plena apertura— y Suipacha. Algún tiempo después, a algunos
metros de allí, se erigió el Obelisco, donde, en 1976, la dictadura militar
practicó una pedagogía disciplinaria: fusilaba detenidos y dejaba en exhibición
los cadáveres.
Borges: Dos Estampidos
(Emma Zunz) logró que Loewenthal saliera a
buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero
indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado
revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como
si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la
cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y
en idish. Las malas palabras no cejaban. Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En
el patio, el perro rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los
labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Jorge Luis Borges, «Emma Zunz» (1949)
No deja de ser curioso
que justamente Jorge Luis Borges, quien convirtió la alusión y el juego
literario en columnas de su escritura, a la hora de narrar un crimen como el
que comete Emma Zunz, lo haga con el más crudo detallismo: el cuerpo que se
desploma en cámara lenta, el vaso roto, las últimas palabras, y hasta esos
detalles triviales —el ladrido de un perro— que dan espesor a cualquier relato.
Por otra parte, la historia del intrincado designio criminal de Emma se basa en
un hecho real que Borges conoció a través de su amiga Cecilia Ingenieros, quien
a su vez, lo escuchó de la boca de su padre. Nada raro, pues José Ingenieros
fue, durante muchos años, director del manicomio penitenciario.
Denevi: El Hotelucho
El
de las cicatrices nos condujo por el pasillo hasta la última puerta. Allí se
detuvo y miró al policía. —«¡Abrí!», dijo éste. El Turco abrió y entramos en un
cuarto crudamente iluminado. En la cama toda revuelta, en medio de un desorden
indescriptible de las colchas, sobre una almohada torcida, el rostro de Rosaura
atronaba de una púrpura atroz. En el cuello, las marcas de unos dedos de hierro
le dibujaban un collar abominable. El Turco lanzó un «¡Oh!» y se llevó las
manos a la cabeza. El agente se acercó, se inclinó unos segundos, volvió a
incorporarse, dijo brevemente: —«Está muerta», y miró a Camilo. Camilo, apoyado
contra la pared, parecía no ver ni oír nada. El Turco se lamentaba
quejumbrosamente: —«¡Qué calamidad, señor, qué calamidad para mi hotel!». Otro
hombre entró en la habitación, un muchacho alto y flaco, vestido con una camisa
amarilla, y preguntaba: —«¿Qué pasa, Turco?» Y el Turco respondía: —«Este
mishio, que acaba de matar a esa mina».
Marco Denevi, Rosaura
a las diez (1955)
Para llegar a esta
culminación —las últimas líneas de Rosaura a
las diez—, Denevi ha construido
una máquina narrativa compleja y virtuosa, sostenida en un viejo recurso: las
diversas miradas y voces que se alternan. Entre todas, reconstruyen la llegada
del pequeño hombre, Camilo Canegato, a una pensión de la calle La Rioja, la
vida en ese microcosmos porteño que termina siendo una versión del infierno en
el Once, y los retratos de sus personajes alimentados por la vivacidad de tonos
coloquiales. La vida en una pensión, o en un hotel, es un clásico molde
narrativo desde Vicky Baum, hasta Pérez Lugín, pasando por Kafka, Hemingway y
Sartre, sin olvidar que hasta Macedonio Fernández hizo un aporte a la «novela
de la pensión», con su Adriana Buenos Aires. La variante de Denevi puede atisbarse en el párrafo citado, donde
refulge como oro una síntesis de la novela entera en puro lunfardo, que es otra
manera de decir la frase básica («Caín mató a Abel»), en clave porteña: «Este mishio que acaba de matar a esa mina».
Walsh: El Basural
Sobre
los cuerpos tendidos en el basural, a la luz de los faros donde hierve el humo acre de la pólvora, flotan algunos gemidos. Un nuevo crepitar de
balazos parece concluir con ellos. Pero de pronto Livraga, que sigue inmóvil e
inadvertido en el lugar en que cayó, escucha la voz desgarradora de su amigo
Rodríguez, que dice:
—¡Mátenme!
¡No me dejen así! ¡Mátenme!
Y
ahora sí, tienen piedad de él y lo ultiman.
Rodolfo J.
Walsh, Operación Masacre (1957)
Esta escena de la
investigación periodística de Walsh sobre los fusilamientos sin juicio
consumados por la Revolución Libertadora ilustra su narrativa. Es una
reconversión en clave testimonial de sus cuentos policiales en los que
descuella un policía porteño, el comisario Laurenzi, y de las miles de páginas,
especialmente los cuentos y novelas de Cornell Woolrich (o William Irish) que
Walsh tradujo virtuosamente para la Serie Naranja de Hachette y otras
colecciones de bolsillo. Con inequívoca raíz goyesca, en esta escena de Operación
Masacre un gesto humano del
verdugo (la compasión ante el agonizante) resalta la insana crueldad del
episodio.
Viñas: Cuerpos Mutilados
…del
otro lado de la loma estaba el mar, y el viento soplaba a ras de tierra, como
si se arrastrara. Las nubes permanecían inmóviles y a él le ardían los ojos. ¡Craann!
Los disparos se habían ido espaciando. Seguramente habría quedado algún cuerpo
enhorquetado en uno de esos nidos. Un cuerpo de indio echado hacia atrás, con
una mancha negrusca entre los muslos, pensó con malestar…
—…Pero
a mí no me arregla así nomás —aseguró Gorbea—. A mí, Bond o la mona, me
demuestran lo que han hecho, pero bien demostrado. Nada de mojigangas. Conmigo,
si quieren cobrar, me traen de esto… —Gorbea se había incorporado sobre su
montura y se ponía la mano sobre el sexo—. ¡De esto! —repitió; después, con
cierta ternura, tomó el borde de la bolsa que colgaba sobre el flanco de su
yegua y la abrió— ¿Ve? —mostró—¡Todos pagados! Y uno por uno… y nadie protestó.
Ni Bond ni nadie.
David Viñas, Los dueños
de la tierra (1958)
Este
asesinato de un indígena durante una cacería humana ficcionaliza los escasos
testimonios sobre actos genocidas en la Patagonia que por entonces, hacia 1958,
solo se conocían a través de cartas de misioneros, del relato de aventureros
como Popper o de textos diezmados como el del mayordomo de estancia Borrero, en
su libro La Patagonia Trágica. David Viñas trajo a la literatura las
atrocidades de los «colonizadores» y la represión durante las huelgas de los años veinte.
Molina: Una Mujer Llamada Camila
Camila
fue alcanzada por una bala en el vientre y otra le quebró un brazo. No había
perdido el conocimiento. Lanzó un gemido atroz y movía la cabeza a un lado y
otro, un aria cada instante más alta, un desesperado torbellino de angustia que
produjo en los hombres del pelotón un horror indecible. Habían tratado de no
apuntar sobre ella. Gutiérrez fue alcanzado en la cabeza y el corazón y murió
instantáneamente. Ahora Camila miraba a los soldados con una expresión de
piedad inaudita, desde un paisaje del color de la lejanía, donde dos niños
corrían sobre la hierba. Las ropas de Camila, por los impactos, comenzaron a
arder. Una pequeña llama acabó por alzarse de sus faldas, mientras su voz
reanudaba el espantoso grito. Un soldado corrió con un balde de agua y se lo
arrojó al cuerpo. Resonó otra orden, la segunda fila apuntó sus fusiles. Esta
vez, la descarga destrozó la frente y el pecho de Camila.
Enrique
Molina, Una sombra donde sueña Camila O’Gorman (1973)
He aquí un módico enigma
literario argentino: ¿por qué no fue un escritor naturalista ni un cultor del
género negro el autor del relato criminal más sórdido y salvaje jamás narrado
en estas tierras? ¿Por qué quien lo contó fue un poeta con pánico y fantasioso,
dotado de una pluma de arrebatado lirismo? Puesto a la tarea de narrar el atroz
martirio de una mujer soltera condenada y ejecutada por un delito de amor
durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, Enrique Molina se despachó con una
novela total que es a la vez melodrama e investigación histórica, elegía y
tragedia.
Puig: Gay Murder
El
sujeto se debatía. Leo comenzó a sentir su placer en aumento, le acarició el
pelo de la nuca. El otro no soportó más el tormento e hincó los dientes con
todas sus fuerzas en la mano que lo amordazaba. Leo, desesperado de dolor por
el mordisco que no cedía, vio un ladrillo al alcance de su mano y se lo aplastó
contra la cabeza.
Manuel Puig, The Buenos
Aires Affair (1973)
¿Fue real el asesinato narrado en esta novela o fue una fantasía que
urdió la confundida psiquis del protagonista, el crítico de arte Leo
Druscovich, una psiquis sobre la que se afanan los terapeutas y también el
autor de The Buenos Aires Affair, Manuel Puig? Lo cierto es que el crimen cometido en un baldío de la
calle Paraguay al tres mil trescientos es la escena esencial —obsesionadamente
repetida, distorsionada— de esta «novela policial», como la subtituló Manuel
Puig, aquella por la cual su autor debió huir de la Argentina en cuanto la
edición llegó a las librerías, a comienzos de septiembre de 1973.
Báñez: El Asesino Múltiple
Ariel,
la cuestión es esta: ¿Maté? ¿Fui yo el que hizo eso? No sé, juro que no sé. Y
si hubiera estado lúcido, como dicen algunos, ¿qué clase de lucidez es la que
me achacan? Maté lo que tenía, en todo caso. Maté lo que me sostenía. Maté (y
escuchame bien, por favor) lo que me permitía seguir siendo un hipócrita. Hay
algo que no aparece en el Código de Procedimientos, menos en las leyes: el
criminal se queda sin mentiras. Es lo primero que pierde, que perdemos: la
capacidad de seguir con el engaño. Es curioso, pero en un mundo hipócrita y
plagado de mentiras, el criminal ya ha hecho su blanqueo. A la vista de todos.
No le queda otra cosa que el castigo. Es actor de un solo acto. No tiene
aplausos, tiene sanción. Perdoname si me pongo grave, pero acá el pensamiento
es un espacio.
Gabriel
Báñez, Octubre amarillo (1994)
En esta nouvelle, el gran narrador de La Plata, fallecido trágicamente en 2009,
reconstruye los crímenes de Ricardo Barreda, el odontólogo de La Plata que el
11 de noviembre de 1992 asesinó a balazos a su esposa, a su suegra y a sus dos
hijas. En el fragmento elegido, es el propio monstruo, hoy liberado y gozando
de su módica fama, quien toma la palabra y ensaya su defensa, típica alegación
auto-exculpatoria de un asesino.
Piñeiro: La Espía
Me
escondí atrás de un árbol. Enseguida llegó ella. Tuya, caminando. Era Alicia,
su secretaria, nunca me hubiera imaginado que esa mujer podía escribir con
rouge un corazón y un «te quiero» a un hombre casado. Si hasta me caía
simpática. Una rica chica, sencilla, con un estilo muy parecido al mío. Ella se
le acercó y se le prendió del cuello. Lo quiso besar pero él la apartó. Ernesto
parecía enojado. Discutieron. Ella lloraba y lo abrazaba, él estaba cada vez
más furioso. Yo me empecé a tranquilizar, evidentemente no era una relación que
funcionara. A mí, Ernesto nunca en la vida, en los diecisiete años que
llevábamos de matrimonio, me trató de esa manera. Él se quiso ir y ella trató
de detenerlo. él se deshizo de ella. Ella insistió, y él terminó empujándola.
Con tanta mala suerte que fue a dar justo con la cabeza en un tronco que había
en el piso, y se quedó seca. Ernesto se puso como loco, la zamarreaba, le tomó
el pulso, hasta trató de hacerle respiración boca a boca. Pero nada, una
desgracia. Yo no sabía qué hacer, no me iba a presentar así como así y decirle:
Ernesto, ¿te doy una mano?
Entonces,
me fui para casa, era lo más sensato.
Claudia
Piñeiro, Tuya (2005)
Este fragmento de la
primera novela publicada por Claudia Piñeiro inaugura la elegante perversidad
con la que narra la autora. Quien cuenta el crimen —pero ¿hubo crimen?— no es
ni el asesino ni el juez, ni un investigador ni un cronista distante, sino un
testigo imparcial aunque implicado. El ligero temblor con el que se registra la
escena primaria delata la ambigüedad que desplegará el texto. La narradora
¿dice la verdad o miente? ¿Juzga o es cómplice? ¿Muestra o esconde?
Ocampo: La Asesina Invisible
Roberta
se puso un vestido amarillo con volantes y yo un vestido blanco de plumetís,
almidonado, con un entredós de broderie. En la iglesia no miré al novio porque
Roberta me dijo que no había que mirarlo. La novia estaba muy bonita con un
velo blanco lleno de azahar. De pálida que estaba parecía un ángel. Luego cayó
al suelo inanimada. De lejos parecía una cortina que se hubiera soltado. Mucha
personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el presbiterio, le
palmotearon la cara. Durante un rato, creyeron que había muerto; durante otro
rato, creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada como el mármol.
No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en el ataúd.
Silvina
Ocampo, «La boda» (1961)
En los cuentos de Silvina
Ocampo circula una falange de asesinas (generalmente son mujeres, aunque no
todas) tan feroces como leves, tan escondidas —a veces invisibles—, como
implacables. Es que en esta narrativa de la crueldad, a veces no es la vida lo
que las asesinas se cobran, sino otra cosa, por ejemplo, la honra. En «La boda»
se narra un crimen perfecto: la narradora-asesina no puede soportar el triunfo
conyugal de Roberta; por lo que introduce una araña en el rodete de la
contrayente. Esta, picada por el bicho, cae muerta en el altar. En
«Radamanthos», de 1959, su protagonista, Virginia, asiste al velorio de una
virtuosa muchacha (¿La hermana? ¿La prima? ¿Una amiga?), a quien ella
envidiaba. Harta de soportar los elogios a la muerta, compra papel y sobre y se
pone a escribir cartas falsas que esconderá en un armario, como un terrorista
que pone una bomba de efecto retardado: el lector no se entera de lo que pasa,
pero puede imaginarlo, así como el contenido letal de las cartas destinadas a
ensuciar la memoria de la muerta. En este cuento, Silvina riza el rizo: el
lector no solo ve el «crimen» sino que, al imaginar sus detalles (¿Qué decían
esas cartas falsas?) se torna cómplice.
Alarcón: Pibes Chorros
De
pronto la puerta crujió. El Tripa no había podido aguantar las ganas de ir al
baño, dos ranchos más allá. Pero el dolor en la pierna no lo dejó llegar. Con
dificultad, creyéndose solo, se bajó los pantalones hasta las rodillas y
apoyado contra la pared se agachó ahí nomás, me contaron después. La venganza
lo sorprendió, en esa pose tan poco digna, desde la oscuridad. Fueron cuatro
disparos, uno tras otro, sin pausas en el percutor. Apenas se quejó. Con el
pecho ensangrentado soltó los pantalones, balanceó el cuerpo hacia delante y
trató de abrazar al hombre que le disparó. Otros siete balazos lo hicieron
retroceder. Cayó hacia atrás. Cuando estuvo tendido sobre la tierra un pibe de
diecisiete años le puso un 22 corto en la frente y lo remató.
Cristian Alarcón, Cuando me muera quiero que me toquen
cumbia.
Vidas de pibes chorros (2003)
En la villa, el crimen se
consuma en esos espacios intermedios de sociabilidad que son los «pasillos»,
las «calles interiores» que unen las casas precarias. El crimen en este relato,
presentado por el autor como una investigación periodística sobre la vida de un
pibe chorro, ha perdido todo empaque literario, ya no hay velos que lo idealicen
ni recursos narrativos que lo engorden. Los gatillos que en el mundo de afuera
sirven para chorear, también dirimen cuestiones interiores: así se disputa el poder en el
reino de los pibes chorros.
[1] Abogado
y escritor. Desde 1966 hasta 1976, se desempeñó como abogado laboralista, y se
dedica plenamente a la escritura desde su regreso del exilio, en 1984. Obtuvo,
entre otros premios, el Diploma al Mérito en Biografías por la Fundación Konex
(2004). Correo electrónico: abos@fibertel.com.ar
Gramma,
XXI, 47 (2010), pp. 199-207.
©
Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de
Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN
1850-0161.