Rodolfo Hinostroza*
Los huesos de mi padre
Serán éstos los 206
aristocráticos huesos de mi padre?
Todos completos, con su
maxilar inferior, su frontal,
sus falangetas, su astrágalo,
su vómer, sus clavículas?
No se habrán confundido
en la Fosa Común
con los de un vagabundo
de esos que abundan en las
calles de Lima,
y mueren sin un grito? Cómo voy a confiar
en que sean éstos los huesos
de mi querido padre,
don Octavio, Tachito,
si en la Fosa Común donde lo
echaron
puede ocurrirle cualquier cosa
a los huesos de uno?
Su hermano, tío Reynaldo
había jurado
encontrar a mi padre, y recorrió
toda esta Lima a pie
durante un año, para hallar a mi
padre, el poeta,
que se había perdido en la
ciudad,
como suele ocurrirles a los
ancianos y a los locos.
Todos los días salía,
después del desayuno,
a buscar al hermano mayor,
a aquel poeta provinciano,
talentoso, desgraciado y perdido
por los barrios de Lima.
Llevaba
una vieja foto de mi padre,
amarillenta,
donde aparecía con su pelo ya
blanco,
sus ojillos brillantes de inteligencia,
sus mejillas fláccidas
labradas por años de inútiles
batallas
contra lo que él llamaba su
destino adverso
cuando se hallaba de un ánimo
blasfemo,
dispuesto a enrostrarle a un Dios
en el que no creía,
sus continuos fracasos.
La
boca grande, elocuente.
La frente alta y despejada.
Con un terno marrón, creo,
a rayitas. Esa imagen debió
corresponder
a una época feliz, tal vez
la de Huaraz,
cuando estábamos todos juntos, mi
hermana
mi madre y yo, mucho antes
del divorcio.
Reynaldo la mostraba
a la gente, los interrogaba
venciendo
su enorme timidez: "¿Ha
visto a este hombre?"
indesmayablemente a pie,
tío de a pie como un remoto
soldado de una guerra perdida,
raso, humilde, cumplido,
indagando en los parques, en los
hospitales,
en las estaciones de autobús,
en los mercados,
pues quería encontrarlo,
esa era la misión que se había
impuesto
antes que la muerte se lo lleve.
Pero la muerte se llevó
primero a tío Reynaldo
de un cáncer al estómago,
sin saber que mi padre lo
había precedido en el último rumbo,
y no fue sino mucho más
tarde que mi hermana
al fin encontró a mi padre
en una Fosa Común del
cementerio de Miraflores
donde sus huesos
misteriosamente habían venido a dar
porque nadie había
reclamado su cadáver.
La muerte
que con callado pie todo lo
iguala
lo había sorprendido en un
asilo municipal
donde llevan a los locos
que vagan por las calles de Lima
y había muerto, enloquecido
y solo,
él, Octavio, Tachito, el
poeta, el hermano mayor
que había nacido en cuna de
oro.
Siempre pensé que moriría
rodeado
como Maese Manrique
de sus hijos, hermanos y
criados
reconciliado con su terco
destino
y cesaría la angustia
la loca angustia que
desorbitaba sus ojos
porque no quería morir como
un fracasado
y su muerte le cerraría
para siempre
las puertas de La Gloria.
No reposó un instante en
vida
acechando a la suerte en
todos los caminos,
en todos los concursos,
esperando un cambio del
destino
un premio, algo definitivo
que sacase su nombre del
anonimato
y le diese la paz. Ya no
soñaba con el Premio Nobel,
si no con la publicación de
sus poemas
que eran profundamente
hermosos
y cada día más bellos
cuanto más desgraciada era
su vida.
Se sentía en deuda
con nosotros sus hijos,
y los recuerdos de nuestra
infancia feliz lo atormentaban
hasta hacerlo sangrar
como un patriarca loco que
ha perdido
el paraíso inadvertidamente
por una mala mano en el
tresillo
un mal consejo, o una
debilidad de temple
inconfesable.
Entonces quería estar solo,
huía
de la familia, se confundía
en Lima entre los
vagabundos, le aterraba
y le atraía como un destino
escrito
la mendicidad al final del
camino. No aceptaba
el rol que todos querían
para él:
el del abuelo sabio y
respetado
que mora y aconseja en el
hogar de su hija: prefirió
seguir en la batalla hasta
el final,
irse a la calle
esperando un milagro.
Sus despojos
fueron a dar a la Fosa
Común,
hasta que el proceso
de putrefacción termine, en
cosa de tres años
y sus huesos, mondos, nos
fueron entregados
en una caja de zapatos, con
una etiqueta identificatoria.
Ahora reposan en el
Cementerio el Ángel
en una de esas fúnebres
bibliotecas de huesos
a pocos bloques de donde mi
madre duerme su sueño eterno.
La muerte, piadosamente,
ha acercado los huesos de
dos seres que la vida separó,
y sus nombres han vuelto a
aproximarse
en el silencio de este
Camposanto
como cuando se vieron por
primera vez
y se amaron.
En ocasiones
mi hermana y yo llevamos
flores,
a un sepulcro y el otro,
y todavía sufrimos por su
amor desgraciado,
que sin embargo dio
maravillosos frutos.
* Poeta nacido en Lima. Entre los premios que por su obra ha
obtenido, se hallan el Certamen
Internacional de Poesía Maldoror (1971), el Premio
internacional de Cuento Juan Rulfo (1987) y el Premio Nacional de Cultura en el
Perú (2013).
Correo
electrónico: rohinostroza@gmail.com.
Gramma, XXVI, 54 (2015), pp.
© Universidad del Salvador. Facultad de
Filosofía y Letras. Área de Letras del Instituto de Investigaciones de
Filosofía y Letras. ISSN 1850-0153.