María Montero*
Poema para
colgar en
Este poema se llama Diane Arbus.
No tiene otro nombre, no podría.
En realidad se llama así desde que nació
y nadie elige lo que trae desde la cuna.
Tiene unos adjetivos que casi nunca
sonríen y más bien parecen verbos, ojos imprudentes aún cuando están llenos de
ceniza nocturna, pelo corto y arrugado como el cartón,
abrigos de piel en viejas fotografías de su madre.
Este poema de nombre diane arbus a veces tiene frío y aprieta las manos con una
fuerza que no le pertenece, que nadie diría que es suya, incluso en verano
ofrece unos apretones que despiertan el pavor ajeno cuando hacen clic clic desde los trenes que cruzan de un lado a otro los
suburbios. Este poema vivió en parques inofensivos, en aceras monstruosas, en
bailes de máscaras, en festejos de sonámbulos. Dio direcciones falsas y en
varias ocasiones escapó de la vergüenza de no tener palabras.
Este poema cuyo nombre no es otro que
Diane huele a las paredes de esas habitaciones que nadie visita, o muy poco,
por miedo o por rencor, a espacios donde la luz no permanece y da vueltas y
vueltas hasta estancarse y volverse densa como el polvo, a frascos de medicina para controlar la diabetes y la locura, a rapto,
a falta de modales, a soledad, a carpa, a gasolina.
Este poema, es decir, Diane Arbus, vive de sus propios cuchillos, de sus propias
heridas, de su propia carne sin espejos.
Así que no se sorprendan si en una de
sus frases ven cosas que jamás imaginaron, como un enano aplastado por botellas
de whisky, una sombra envuelta en sábanas blancas o alguna figura de dos caras
inquieta por la fecha de expiración de sus boletos para el teatro.
No hagan exclamaciones ridículas no
digan oh ah no respiren no respiren jamás se atrevan a respirar.
Sed de mal
Con seguridad existen los perros. Mira
ese hocico que la oscuridad no te deja ver, esos ojos de vidrio delante de los
tuyos para que no veas nada. Mira ese ladrido que siempre te acompaña, esa sed
que baja en los colmillos de tu pan de cada día. Mira esa pequeña figura en la
otra orilla, no la ves pero la sientes como una mordida negra y apaleada.
Con seguridad los perros van por tí. Míralos mirar la ausencia de tu odio: su alimento. Mira
ese horizonte hundido –crees que te acercas a algún sitio– sólo son sus lomos
indicándote el camino, el regreso, el tamaño de tu dicha. Los perros cargan con
tus huesos y te devuelven ceniza, la rabia de su rabia envenenada. Los perros
se lamen en tu sombra y no los ves.
Con seguridad los perros son los mismos.
Reproducen tu silencio a dentellas, salen de sí mismos con tu ayuda ciega, se
quedan ciegos de verte tan oscuro. A eso han venido, míralos. Ladran. Ganan
millones en la farsa de sus patas traseras.
Huelen tu cadáver, te llevan el
periódico, te sepultan en tu casa. En algún lugar los alimenta tu muerte.
Mira esa sed de los perros que te
rondan. Ya no ves nada, no te importa la jauría.
Su lengua te lastima y los perdonas.
Celebran con tu carne y los perdonas. Su muerte ya no es nada comparada con la
tuya.
* Poeta
y periodista nacida en Burdeos. En
2012 inauguró, junto a José Díaz, el proyecto Vanguardia Popular en el Museo de
Arte y Diseño Contemporáneo.
Correo electrónico: mariamontero@gmail.com.
Gramma, XXVI, 54 (2015), pp.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Área de Letras del Instituto de Investigaciones de Filosofía y Letras. ISSN 1850-0153.