Floriano Martins*

 

Los tonos negros del jardín[1]

 

I’ll shoot the moon

right out of the sky

for you, baby

Tom Waits, «The Black Rider», 1993

 

Veo a tu ojo bailando en el jardín:

se describe a sí mismo con tanta pasión

el ojo pintor de sus cuadros en movimiento

—confiesa ser una máscara de Lucebert,

estuvo tres veces con su espíritu maligno,

casi un paria, casi un duende, el ojo.

Su áspera voz correspondía a las imágenes

con que seguía redimensionando el jardín.

Fotos de combate, estatuillas corroídas,

papeles amontonados, excremento de ratón, explosión

de desorden por todos lados, y en el taller,

todavía legible, un recorte arrugado en el piso:

un poeta que pinte no puede llegar muy lejos.

El universo sigue cayendo de sí mismo, casi un ojo,

poseído por imágenes como ventanas descascaradas.

Lo que veo en el jardín son detalles del horror

que todavía conmueve pequeñas historias ilustradas

—el poeta alimentando el caos, los santos óleos,

pequeñas salas de costura donde el mundo se rehace,

mirada inquieta en su infortunio: resplandor

de los signos decaídos, guaches de abismos en llamas,

bailábamos y él no dejaba de cantar, el ojo:

I’ll shoot the moon right out of the sky for you baby

—enséñame, criatura, las evidencias de tu máscara,

no solamente lo irrefutable, sino su lástima de sí misma.

El ojo excelso en el camino ilumina mi espanto.

Su baile crece por toda la piel del jardín:

acostumbrado a las disonancias, se rinde al dolor de la criatura.

Aúllan figuras patéticas a la distancia, danza mítica,

legado de antiguos filósofos que veían dioses en todas partes.

El ojo en el jardín es un gran océano que sangra,

poco entiende del tempo que ocupa con sus serpientes y letras que sigue trazando en tintas negras y árboles-pinceles las imágenes que no tienen nada en común con la eternidad la simple representación del momento en que las cosas son cada vez menos el despojo de su propia agonía cuando el deseo se confunde con lo imposible y se instaura la multa por trasgresión y

no sólo Hölderlin sino todos los poetas

vivieron alguna vez como si fueran dioses.

El ojo es la protección del ardor más secreto de la belleza,

aunque el jardín contaminado por imágenes,

luz que ya no se derrama sobre Goethe,

la última rosa de verano, la película que se desvanece

con la noche que va de un hechizo a otro.

La semilla que cae (nuevamente la voz de Lucebert),

cae sobre el ojo que asimila lo que ve.

Pintura y poesía. Además del baile de los signos

en el atónito jardín tomado por sus dramas,

el compás de nuestro cuerpo negro

firmado en el horizonte, sinuosa orquesta de timbres,

los trazos cayendo inspirados en arabescos

y flautas, bambúes reflejados contra el sol,

amuletos-linces,  franjas de ópalo del río del lenguaje,

el ojo del amante engaña, con su lápiz-trineo,

no existe sólo para la salvación de los ciegos.

Es grave como la página escrita y el baile de Mondrian.

El ojo es el jardín, aunque invadido por la pasión.

Se proyecta sobre su idea de la imagen, un signo blanco.

Y sigue bailando: vuelo de lunas en un cielo de pinceles.



* Poeta, ensayista, traductor, artista plástico y editor, nacido en Fortaleza. Director de Agulha Revista de Cultura y ARC Edições.

Correo electrónico: arcflorianomartins@gmail.com

Gramma, XXVI, 54 (2015), pp. 

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Área de Letras del Instituto de Investigaciones de Filosofía y Letras. ISSN 1850-0153.

[1] Traducción de Blanca Luz Pulido.