Gabriel
Chávez Cazasola*
Elemental
Si yo fuera panteísta —me decías—
escogería
venerar a los dioses domésticos,
los
dioses del hogar, pequeños y sencillos,
que se
esconden tras una planta del jardín,
en la
corteza de un mueble de madera
o
dentro de un jarrón de cerámica
que
alguna vez una muchacha aborigen portó sobre su cabeza
—cómo ondeaba su cintura en equilibrio,
su cabello negrísimo.
Los dioses diminutos y traviesos
de la
lluvia en verano o del agua cayendo desde la regadera,
la
diosa de la acequia en una vieja huerta
que aún
frecuenta mi infancia,
las
diosas del estanque o de la alberca
—siempre hay
algo divino entre las aguas—,
el dios
de la puerta, el dios de las almohadas, el dios de los jabones,
el dios
de las ventanas,
la
turbulenta deidad de la caldera que hierve,
el dios
mayor del hogar, escondido (y revelado) en el fuego.
Si yo fuera panteísta, me decías,
creería en todos esos dioses.
O en la porción secreta de Dios que hay
en todos los elementos
—repuse.
Y mientras conversábamos, al caer de la
tarde,
miraba yo
con recelo y ternura, al mismo tiempo,
ensombrecidas pero
aureoladas de luz nueva,
todas las
cosas de la casa.
Y acaso a veces
o casi
siempre
la
felicidad sea solo un arrebato:
un
rapto
algo así
como
la
velocidad en un descapotable
o la
sensación de la velocidad en un descapotable
o la
maravillosa sensación de escuchar Chicago a toda mecha en un descapotable
que
recorre un camino bordeado de sembríos verde y oro.
Sí, eso.
La cuestión es escuchar Chicago —o Pachelbel u ópera— y pensar que estamos corriendo por una carretera
larga y
libre
muy
larga y muy libre
y que
somos ese descapotable
celeste y
oro
que
jamás tendremos.
Algo así.
* Poeta nacido en Santa
Cruz de
Correo electrónico: casazola@hotmail.com.
Gramma,
XXVI, 54 (2015), pp.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Área
de Letras del Instituto de Investigaciones de Filosofía y Letras. ISSN
1850-0153.