Silvio
Mattoni*
historia
natural
I
Era el fin de semana, me acostaba
tarde y en
la noche un chillido
sonaba
encima, arriba. ¿Qué
podía ser?
Seguimos escuchándolo
al otro
día. ¿Un pájaro, un murciélago,
el
viejo emblema de la ambición
desmedida?
Después de todo, no era
más que
una rata alada. En la segunda
noche debí
admitir que era un gatito,
acaso tan
pequeño que su tórax
de
mamífero abandonado no llegaba
a
hacer resonar el llanto. ¿Iba a morir
sin que
yo hiciera nada? Con desgano,
había
subido al techo, no veía
ningún
hueco que explicara la innegable
presencia del
animal sobre el cielorraso
de la
habitación. Dormí solo, ella
no
podía aguantar aquel quejido
intermitente y
que me daba sobresaltos
con cada
interrupción. ¿Estaría muerto
ya? Un
maullido agudo, como de lucha
del
ínfimo felino con la sombra
implacable, me
despierta y respiro
aliviado
cruelmente porque aún
eso allá
arriba estaba vivo. Era difícil
sostenerse
impasible, los filósofos
se
aplican ellos mismos la tortura
de
cuidarse. Entre dormido y soñando,
pero como
si anotara la frase, oí
la voz
de uno, rockero, que inducía:
«aprendé a ser
duro niño-esposo», y yo 26
me
negaba a volverme lo que era:
un
disciplinador de animales y niñas.
Finalmente, vino un tipo más real,
con
herramientas, que levantó el techo
de cinc
y encontró al gato:
un
color leonado y una cara flaca
que
desmentía su especie, los ojos
me
miraban, celestes, ¿me decían
que era
pura vanidad abandonarse
a la
creencia de que entre uno y otro
no
había más que indiferencia? ¿Cómo
había
llegado ahí y había sobrevivido
dos
noches solo, sin comer, un lactante
como el
que todos fuimos? Desatendí
el
llamado, postergué el rescate, pero
al fin
te vi, te buscamos un exilio
más
dichoso. Apenas el contacto de la piel
calmaba tu graznido de pájaro con pelo.
Antes, al escucharte dos noches en un
sueño
entrecortado, sentí ya el chorro
de algo que se niega a darse por muerto
y entre la sombra indiferente brota
hacia el sueño aún caliente de otras
vidas.
Desde tu pesadilla abandonada, gatito,
viniste
y otra vez me di cuenta de que somos
un mismo hilo de espasmos en lo oscuro
donde cazamos, copulamos y buscamos
hasta el último día lo que no tenemos.
II
Cuando mis hijas se levantan, saludan
con alegría al gato, que dormía
en un exceso de profundidad.
Abría los ojos apenas, se acurrucaba
en la falda de Angelina (4 años):
«Nunca lo olvidaré, cuando sea grande,
al gatito», me dijo mirándome
como un oráculo del pánico.
Traté de darle leche, de ver si podía
caminar. A la siesta, mientras ellas
estaban en la escuela, adiviné
sin quererlo aceptar la vanidad
de cualquier esfuerzo. Cabías, dios
egipcio y diminuto, en la palma
de mi mano. Pero habías dejado
de quejarte. Te apagabas. Tu pelo
flamígero se iba a extinguir.
Tras dos noches de llanto sin descanso,
viste la luz del día, sentiste
que las escasas gotas de piedad
humana no te alcanzarían y entonces
te hundiste solo y silencioso adentro
de la laguna fría. Una llamada
a la veterinaria nos informa
que unos 15 centímetros de gato
y unos pocos gramos habían muerto
por hipotermia. Todavía me duele
la idea fantasmal de no haberte dado
una bienvenida un poco más cálida.
La vida que tuviste: unas semanas
de leche y abrigo, dos noches negras
y encerradas, cinco días de saberse
en camino a la muerte. Y exagero28
una conciencia en vos, porque ningún
otro animal que yo podría preguntarse
si valió la pena que nacieras y
enseguida
contestar con la frase: «nunca
te olvidarán, gatito alado, efímero».
* Poeta y ensayista, nacido en Córdoba. Autor de una
extensa obra en esos géneros y traductor de Henri Michaux, Georges Bataille,
Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Cesare Pavese, entre muchos
otros.
Correo electrónico: silviomattoni@yahoo.com.ar.
Gramma,
XXVI, 54 (2015), pp.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Área
de Letras del Instituto de Investigaciones de Filosofía y Letras. ISSN
1850-0153.