Gramma, XXI, 47 (2010)
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía Y
Letras. Escuela de Letras
Jorge Aulicino: Hacedor
de la Lengua
Augusto Munaro[1]
Nota del Autor
Cuando en 1969 Jorge Aulicino publicó Reunión, tenía apenas veinte años de edad y todo un oficio por delante:
desarrollar su vocación como poeta. Pronto le siguieron Mejor
matar esa lágrima (1971), Vuelo bajo (1974) y Poeta antiguo (1980), libros que, como diría en una entrevista respecto de sus
tempranos esfuerzos estéticos, «abrían y cerraban un ciclo de aprendizaje y de
tanteos». No obstante, aquellos textos sirvieron como «campo de maniobras» para
lo que vendría luego, en su madurez: la consolidación de una estética propia.
Con la aparición de La caída de los cuerpos (1983), su poética dio un viraje sustancial. Allí, todos y cada uno de
sus poemas jugaban un duelo inusitado entre forma y contenido, y marcaban el
inicio de una depuración estilística rigurosamente personal, que se acentuó en Paisaje
con autor (1988), donde apuesta a
la carga de significación de la poesía y las circunstancias en las que los
objetos se tornan elementos de reflexión. Aulicino piensa y percibe el
encantamiento de las cosas que se cristalizan en el peculiar modo de pensar que
ofrecen sus versos. Otra respiración, cuya gravedad hilvana realidad e
imaginación sin carga retórica.
Esa dicotomía entre sentido y sonido fundan armoniosamente, con
inusitada habilidad lírica, una estructura verbal única, un ritmo que con sus
últimos poemarios —La línea del coyote (1999) y en especial, Hostias (2004)— se torna paulatinamente más amplio en el verso y más narrativo
en su fluir. Asimismo, en Cierta dureza en la sintaxis (2008) encuentra su esquema en el justo medio entre premeditación e
improvisación, donde «la fertilidad y la aridez se unen míticamente».
El próximo año, el sello Bajo la Luna publicará su obra reunida. El recorrido
íntegro de cuatro décadas de experimentar la potencialidad de la palabra. Una
obra que vertebra ese modo fluctuante de posicionarse a favor de la
flexibilidad analítica del lenguaje, una escritura que se deslimita de sí misma. Permeable siempre a preguntas estremecedoras, se
desvincula de cualquier etiqueta a través de una voz activa y da origen así a
una batalla por amparar el signo de su uso degradado y banal. Cada uno de sus
libros cifran el desplazamiento de un espíritu lírico que irradia lucidez y
sintetiza todo un modo de pensar y de encarnar la palabra poética. Gramma ha registrado parte de ese vasto camino en el siguiente diálogo.
—¿Qué
propósitos y expectativas alentaron la publicación de su primer libro, Reunión, a la temprana edad de veinte años?
—No tenía otro propósito
que mostrar lo que creía eran versos estimables. Versos, en realidad, de los
que estaba enamorado, quizá porque claramente no eran míos, eran fragmentos
reescritos, imágenes reescritas —y no bien— de los poetas que yo leía, líricos
de la revolución, líricos, como Whitman, del unanimismo, del resplandor de la
masa; líricos que me entregaban, sin embargo, unas llaves para entender que la
lírica debía ser funcional, que las palabras y todas sus construcciones debían
ser funcionales al asunto. Líricos prácticos. Whitman estaba todo el tiempo
narrándome su portentoso mar de seres humanos y de historias humanas;
Maiacovski me había hablado de la «fábrica» lírica, de la elección consciente
de los recursos, de la fabricación de los versos; todo el tiempo estaba su
«nube en pantalones» sobre mí. Algunos poetas me habían dado el escenario
urbano porteño.
—Además de la
poesía, desde muy temprano ejerció el periodismo, profesión que hasta la fecha
continúa desempeñando. ¿Cómo conviven esos espacios, el de poeta y periodista?
¿Son complementarios o se entienden por separado?
—Siempre convivieron bien
esos espacios. Mire, de hecho, yo había aprendido los módulos del lenguaje
lírico en la escuela secundaria, por mi cuenta, sin maestros. Me refiero a los
años que van desde los catorce, hasta los diecisiete. Sin otra mediación que
los poetas de mi barrio, de Ciudadela, como Pancho Muñoz, como Norberto Corti,
recibí también la influencia de algunos vanguardistas y poetas porteños. Pero a
los veinte, cuando empecé con el periodismo, todo eso no me sirvió de nada.
Tuve que aprender a escribir en lenguaje directo, con palabras precisas, con
estructuras simples: sujeto, verbo, predicado, oraciones principales y
subordinadas. Tuve que aprender a poner en orden las cosas. La información y
las ideas. Comunicar. Y eso lo aprendí leyendo fanáticamente a los periodistas
de esa época, a Pablo Giussani, a Osiris Troiani, a Mariano Grondona, que tenía
su estilo. Y tuve, en mi primer maestro, Salvador Marini, secretario de
redacción de Nuestra Palabra, el periódico del Partido Comunista (PC), las claves del oficio:
«breve, preciso, contundente», eran las palabras que, para Marini, definían la
calidad de un texto periodístico. Le voy a aclarar que aquella redacción del
periódico del PC era una redacción profesional y distaba mucho de ser una
redacción que se limitara a glosar los documentos del Partido. Pero, la verdad,
había magia en ese estilo también. En el estilo periodístico, quiero decir.
Cuando descubría que un adjetivo iluminaba toda una situación o todo un
personaje, yo sentía que la magia del lenguaje, la poiesis, la función de revelar, de hacer evidente, de hacer vivas y visibles
las cosas, también se podía encontrar en la prosa periodística. Estaba enfrascado
en narrar al estilo de Hemingway, o John Reed, y, en tanto, escribía poemas al
estilo de Tuñón, Prevert, Vallejo. Unos años después, empecé a ver que en la
estructura de un poema, sobre todo de los poemas breves, esa utilización
solvente del lenguaje periodístico introducía connotaciones, repercusiones,
ecos que tenían que ver con lo poético. El periodismo me enseñó economía. Y me
enseñó a narrar en la poesía, con mayor eficacia. Así que empecé a sentir que
esos mundos no estaban incomunicados. Los dos empezaron a convivir cómodamente.
Había una decisión, por lo demás, que se fue formando en mí, y que era la de
poner coto al sentimentalismo. Supongo que esto tuvo que ver con la época.
—¿Qué opinión
guarda de su segundo libro, Mejor matar
esa lágrima (1971)? ¿Qué
recuerdos conserva de él?
—El mejor recuerdo que
guardo de él es el haber descubierto, al escribirlo, que las palabras tenían
una propiedad especial. Yo abusé de esto hasta el sentimentalismo. Pero estaba
deslumbrado por las cosas, por la magia de lo cotidiano, y no es por vía del
realismo mágico que se llega a decir algo sobre las cosas. El encantamiento de
las cosas no debe ser imitado por las palabras. Este era un libro demasiado
mimético. Si quiere decirlo en otros términos, era un libro adolescente. No sé
por qué, ese camino, para mí, se cerró. Pero no puedo dejar de recordar que el
tipo que leía El filtro de los califas en un bar, ese personaje que yo menciono en uno de los poemas, era un
personaje real. Yo trabajaba en la zona sur del centro de Buenos Aires, y esa
zona era mágica para mí. Estaba encantada.
—¿Cómo llega
usted a la decisión de publicar, en 1974, Vuelo bajo? ¿Cuál fue la historia de ese libro?
—El libro es un carnet de todas las experiencias de las que venía hablando. Hay toques del
pasado mágico-realista, toques tuñonescos, formas narrativas y tributos. La
historia de ese libro es la de un cuaderno de ensayo, también de publicación
precipitada. Allí hay un latido existencial también. Y cuestiones relacionadas
con la militancia, con la sensación de estar al margen de un proceso excesivo,
una guerra que ya había estallado. Y me encontraba de a pie, no de a caballo.
La violencia se había adueñado del panorama. No era una violencia
revolucionaria, sino irracional de un lado, y fascista, del otro. Yo no creía
en la conveniencia ni en la necesidad de seguir el camino de la lucha armada, y
esto hacía más atroz lo que sucedía, ante mi vista, al menos. Ese libro es, en
cierto sentido, un adiós a aquella revolución, a los sesenta o a esa resonancia
de los sesenta que llega hasta hoy: los sesenta de la revolución a la vuelta de
la esquina. En sentido literario y político, ese libro era, como dice el título
de uno de sus poemas, una tierra de nadie. Eran retazos de un tiempo lírico y
la narración de una extrañeza, de un desasosiego. Era necesario, para mí,
escribir de otro modo, pensar de otro modo, darme otra estética, otra seriedad,
otra gravedad incluso, pero solo podía ser grave, no podía darme otra forma. El
libro no tiene forma; su forma es la constatación de que no había forma aún
para mí. Es, por lo tanto, un libro fallido: no informe, que de eso se puede
sacar partido, sino moviéndose bajo antiguas formas, bajo las formas de poemas
que otros habían escrito, rasgándolas, forzándolas, pero sin lograr vencerlas
ni absorberlas ni hacerlas rendir más. Es un callejón sin salida. Solo trasluce
ese debatirse. No se abre.
—¿Qué intentó
alcanzar con Poeta antiguo, su primer libro publicado en los años
ochenta? ¿En qué difiere respecto de sus tres libros anteriores?
—Toda la primera parte es
ya un tipo de poesía más epigramática, pero el resto es todavía el antiguo
mundo encantando, atravesado por la desazón de los años setenta.
—La caída de los cuerpos fue editado en 1983, por
el mítico sello rosarino El Lagrimal Trifulca. ¿Entonces había tomado contacto
con poetas e intelectuales santafesinos? ¿Estaba ya vinculado con su intensa
movida cultural?
—No
lo estaba más que a través del conocimiento de la colección de Francisco
Gandolfo, y de toda su actividad cultural, su editorial; los libros de él, de
su hijo, Elvio, de Eduardo D’Anna, de Hugo Diz, de Jorge Isaías. Sabía mucho
sobre ellos, pero no los conocía. La propuesta de hacer ese libro en El
Lagrimal Trifulca me llegó por Guillermo Boido, que estaba siempre en contacto
con el viejo Gandolfo. Me gustó la idea, porque apreciaba mucho a Gandolfo, no
solo por la editorial sino por sus propias ideas, esa excentricidad de
pensamiento que tenía, ese gusto por la literatura, las ideas, el mito.
—En las antípodas del Neobarroco —o neobarroso, como Néstor Perlongher
resolvió llamar a la poesía rioplatense—, figura la poesía denominada
objetivista: una poética que intenta alcanzar la belleza a través de la
claridad semántica, proporcionada por versos precisos, descriptivos y breves
que ofrecen una estética más distanciada y fría (más cerebral). Es sabido que
su apuesta lírica se alinea con esta tendencia, aunque de modo tangencial.
¿Cree que esa manera de poetizar se vio consolidada tras la aparición de Paisaje con autor? ¿Podría referirse a ese
proceso poético denominado Objetivismo? ¿Surgió como contrapartida ante la
ampulosidad del barroquismo?
—No
fui uno de los inventores del Objetivismo, pero no me disgusta. Cuando apareció
Paisaje con autor, no sé si se hablaba de Objetivismo. Para
mí, se consolidaba lo que le dije antes respecto de La caída de los cuerpos: Objetividad cargada, y cargada por la imaginación, por paisajes
culturales, naturales y urbanos. La llamada estética objetivista es claramente
restrictiva respecto del Neobarroco. La crítica de Daniel García Helder al
Neobarroco, publicada en Diario de Poesía, me parece clara, inteligente y
absolutamente compartible. Lo que yo no veo es que, en los objetivistas de
cuño, esté esa estética fría a la que usted alude. Hay un acercamiento a una
realidad concreta, casi inabarcable, un furor en la precisión. Me parece que no
entro plenamente en eso, porque cierto espacio para la imaginación y para la
fantasía había en lo que escribía por entonces. Pero era tangencialmente, como
usted dice, Objetivista. Ahora bien, quisiera decir que debería recordarse el
señalamiento de una falacia de base en la crítica al Neobarroco: el Neobarroco
exhibía con orgullo una ascendencia española, se remontaba a Góngora. No hay
tal. La Contrarreforma católica no tuvo nada que ver con el Neobarroco
argentino, que fue, en lo que a Perlongher se refiere, psicoanalítico; esto es,
fundado en la superstición que fomentó el psicoanálisis acerca de las pulsiones
inconscientes. Sin embargo, tuvo un aspecto ornamental más bien ligado a
Lugones. Helder lo indicó en ese artículo. Leo la cita: «El espíritu Neobarroco
no coincide con el espíritu contrarreformista del barroco clásico». Esto,
porque no tenía enfrente ningún modelo renacentista de referencias clásicas,
dice Helder. Y vuelvo a coincidir con él: nuestro Neobarroco fue un simulacro
de revelación. Lo sagrado, paradójicamente, estaba más en las antípodas, es
decir, en la obra del propio Helder, o en la de Casas, por dar dos ejemplos. Obras
de inspiración anglosajona y de fondo, en apariencia, luterano que, en todo
caso, en la mejor tradición luterana, creía en el diablo porque lo había visto
(porque Lutero era un creyente obsesivo y también objetivo). Allí, y en otras
producciones, que en general se llamaron objetivistas, había un fondo sagrado,
de raíz eminentemente católica. Lo que es preciso aclarar es que no toda la
generación de Casas y de Helder fue objetivista al ciento por ciento. Hubo una
natural inclinación de gran parte de esa generación a la exposición de los
objetos, de las cosas, de un escenario urbano; pero de muy distintos modos en,
por ejemplo, Ainbinder, o Rojo, o en el propio José Villa, que fue el director
de la revista 18 Whiskys.
—Si bien sistematizar conceptos resultaría reduccionista, ¿podríamos
afirmar que el objetivismo, principalmente, consistió en agudizar «la vista
hacia las cosas», parafraseando a Juan José Saer?
—Sí,
por qué no, en eso consistió. Consistió en narrar, en los términos de un
poema, algo que es en cierto sentido bastante original en la Poesía Argentina,
que por hache o por be, nunca o pocas veces intentó algo tan simple y tan
revolucionario. Y subrayo: narrar en términos de un poema. Eso no consiste en
empujar el verso libre al terreno de la prosa, ni en desconocer lo que la
poesía debe tener en cuanto a carga de significación.
—En 1988, usted publica Paisaje con autor. ¿Podría desarrollar la
idea o intención de su título?
—La
idea del título es la de una realidad que comprende al autor, es un tópico de
la pintura: el del autor que hace su autorretrato sobre un paisaje. El autor,
incluido en su obra, es al mismo tiempo excluido, en tanto forma parte de lo
que pinta. Que el autor esté incluido en el paisaje es una paradoja. De este
modo, es solo lo que pinta, o tal como lo que pinta.
—Como ocurre con la poesía de Horacio Preler o de Alberto Girri, tras
la lectura de su obra, puede deducirse que ha evitado sistemáticamente escribir
poemas de amor. ¿Cuál es la razón? ¿Hasta qué instancia su poética constituye
una reacción contra el lirismo en el lenguaje?
—Es
simple pudor. No se trata de otra cosa. Mi poesía solo reacciona ante el
sentimentalismo, no ante el lirismo. Es, creo yo, una necesidad histórica, no
es solo mía. En los sentimientos, creo. No, en la efusión. Girri llamaba a la
efusión sentimental «ornamento». Lo esencial en el amor es que apenas puede
decirse. El amor es una presencia sagrada. No encuentro el modo de manifestar,
de hacer patente esa presencia tan cercana, tan evidente, sin caer en el
sentimentalismo. Y como no dejo de ser sentimental, escucho tangos.
—Si cavilamos sobre su lenguaje, que viene arrastrando a través de más
de una decena de libros, ¿qué sitio ocupa el pensamiento como motor en sus
textos? ¿Ofrecen únicamente las bases de una coherencia lógica?
—La
forma de pensamiento que desencadena los poemas suele ser la forma de la paradoja. Si lo primero que viene a la
mente es algo así como una idea parpadeante, una idea que dice y no dice
cabalmente algo y que, más bien, dice lo contrario o algo diverso al mismo
tiempo, pues eso es un motor suficiente, es un impulso para escribir. En cuanto
a la lógica, siempre me interesa que dé formas que lógicamente solicitan otras
formas para sostenerse en ellas, o entre ellas, como en un tejido celular que nunca se hiciese completamente.
—¿Toda pregunta acerca de la poesía deriva en una conjetura acerca del
lenguaje?
—Deriva
hacia la reflexión en el lenguaje, con el lenguaje, hacia los límites del
lenguaje. No creo que los poetas sean custodios de la lengua. Son hacedores,
tienen una práctica, que es la de poner el lenguaje en su punto de
incandescencia. Toda poesía permite hacer conjeturas acerca del lenguaje,
claro. Pero las conjeturas sobre el funcionamiento del lenguaje son más bien el
tema de la lingüística en sentido general. Los poetas solo ponen en práctica el
lenguaje para dar cuenta del punto de realidad o de irrealidad que tiene la
experiencia humana, lo comunicable y lo incomunicable de esa experiencia, la
base o sustrato mítico. Y me refiero a toda la experiencia: la histórica, la
científica, la numinosa. Una y otra vez, la poesía lleva las más diversas
cuestiones a lo sagrado, que es el territorio, como se sabe, de lo inexplicado,
de lo que no se explica más que en su realidad, en su existencia. La poesía
intenta producir el efecto de lo sagrado. Es sacra, en tanto lo logra, y por
eso mismo, paradójicamente, es la realización más plena del logos.
Le menciono una poesía de Casas que parece ser muy simple, que parece la
narración de un momento, con un viso sentimental si quiere: esa en la que dos
amantes se besan a través de la cortina de plástico. Ahí está el hecho de lo
sagrado. En la aproximación a través del velo más vulgar a alguien, a algo
familiar y desconocido.
—Regresando a su obra poética, Aulicino, en Hombre en un restaurante, su estilo se torna un
tanto más prosaico. Los versos se expanden, y convierten los poemas
paulatinamente en flujos rítmicos más largos y armoniosos. ¿Este libro marca
una nueva etapa en la forma de su poesía? ¿Cree que su poética adquiere una
respiración más consciente de sí misma?
—Es
apenas más amplio en el verso y más narrativo. He tratado de mantener en él un
recorte significativo de los hechos, no extenderlo tanto que se convirtiera en
prosa.
—¿Cómo explica el espectro narrativo de sus poemas?
—No
he tenido necesidad de explicarlo. La narración se me hace necesaria para
abarcar espacio dentro de la realidad. Con la narración, se acentúa la
anécdota. Por lo demás, se trata de una narración reflexiva. Y este tipo de
narración especulativa se aviene con lo que intento, que es reproducir el mito,
concentrar el significado del suceso.
—¿Por qué?
—Intento
concentrar el significado del relato, puesto que nuestras vidas son
sucesivos relatos. Más que el sello de un destino, yo veo en la vida de la
gente, o veía con mayor claridad cuando escribí ese libro, una serie de relatos
aislados, o de apariencia inconexa. La vida de una persona son sucesos que ve —o de los que participa—, más que
una narración coherente en sí misma.
—¿Cuál es el
hilo dramático de Almas en
movimiento (1995)? ¿Qué
ideas fundaron el proceso creativo del poemario? ¿Acaso se trató de retratar el
«paisaje que se mueve en el extremo veloz
de una mirada», como rezan algunos de los versos allí reunidos?
—Es
un texto que sigue al otro, al de Hombres en un restaurante. Si lo miro desde este presente, creo que
el movimiento de las almas es lo que sigue a la charla de unos hombres en un
restaurante. No me doy cuenta sino ahora. Almas en movimiento intensifica, para mí, el sentido episódico del otro
libro. Las almas en este libro, como puede verse, son los árboles. Sus hojas se
mueven en un vaivén reflexivo. Atados a unas circunstancias, no permanecen
inmóviles. Así pues, se trata de retratar lo que la mirada capta velozmente, y
de reflexionar sobre eso.
—Creo notar un mayor manejo de la elipsis en este poemario; algo que se
irá acentuando con los años. Los versos articulan ideas insospechadas avanzando
en direcciones cambiantes, aunque acertadas. ¿Existe detrás de ello un deseo de
mayor improvisación? ¿Advierte en estos poemas una marcada propensión
inconsciente?
—Me
parece que interviene algo que yo llamaría un fluir de la mente. No creo que
tenga que ver con lo inconsciente, sino con la articulación de relaciones.
Improvisación me parece una palabra adecuada. No, asociación libre. La
improvisación es un arte distinto del de los surrealistas, que por lo demás,
que yo sepa, o por lo que se ve en sus obras, nunca usaron a pleno la
asociación libre. Eso es porque la asociación libre carece de sentido,
estéticamente.
—Algo que no ocurre con la improvisación, puesto que en toda
improvisación hay lógica, ciertas premisas que deben ser respetadas para que
connoten un significado perceptible y, sobre todo, comprensible.
—La
improvisación fija su norma. Se improvisa sobre una
norma. Esto diferencia las asociaciones fantásticas de Pavese de las
asociaciones libres, que además, insisto, no pueden ser totalmente libres. Para
Pavese, una asociación fantástica es en realidad una asociación cuya razón de
ser permanece inexplicada, o solo se explica en las relaciones del mito, en sus
razones internas. Pavese ejemplifica con un poema propio: el ermitaño de uno de
sus «Paisajes», en «Trabajar cansa», tiene relación con la aridez de su colina,
con las cabras, con el tabaco, con la barba quemada. Pero también, las alegres
muchachas que suben las colinas tienen una relación secreta con esto. La
fertilidad y la aridez se unen así en el poema míticamente.
—Usted suele realizar sus libros teniendo un plan previo, ¿siempre es
así? ¿Qué sitio ocupan el azar y la premeditación en la composición de sus
versos?
—El
plan no es más que una idea general previa, y esto ocurre así desde hace unos diez o doce años, no tenía un plan
claro cuando escribí los otros libros. No demos muchas vueltas a la idea: se puede decir que siempre hay un plan; que no dicta
el azar, sino aquel biorritmo del que hablamos. Pero solo he tenido un plan
consciente a partir de Las Vegas, un libro que respondió a esta intención: escribir un poema sobre cada
una o varias de las fotos de edificios de Las Vegas que yo tenía en una guía
arquitectónica de esa ciudad, una guía de bolsillo. Como verá, se trataba solo
de una consigna, no de un plan. No tenía claro qué diría en cada poema, solo
sabía que iba a buscar asociaciones no explícitas entre las imágenes y mi
experiencia y entre las imágenes y lo que me sugería una ciudad entera de
imitación; porque la arquitectura de Las Vegas es de imitación: imita palacios,
con ornamentaciones de luces eléctricas y con jardines inútiles que parecen
artificiales. Y esa ciudad está en un desierto que en mi imaginación es tan
árido y absoluto como el de un planeta en el que no hay ninguna forma de vida.
Lo que llamamos azar entra aquí. Las asociaciones van a los núcleos de
percepción que uno tiene; no de la manera surrealista, sino al revés: esta
reacción en cadena, anímica y estética, debe producirse ajustada a la consigna;
en este caso, los edificios de Las Vegas que yo veía en esas fotografías.
Después seguí este método, con Hostias, por ejemplo, con el que me propuse que las secciones del libro
llevaran los nombres de algunas de las piezas del Requiem de Mozart. Antes de eso, La nada respondió a la idea de
representar y meditar en una guerra de todos los tiempos, en una guerra de
civilizaciones, en una gran guerra sin tiempo, una guerra santa, una guerra con
algún fin metafísico. Tiene la intemporalidad de un juego de estrategia. O eso
es lo que yo creo que tiene. Son comentarios sobre un juego de guerra que
sucede en todos los tiempos al mismo tiempo. En la ejecución de esto debe haber
necesariamente cierta laxitud, que, insisto, no es asociación libre.
—Su próximo
libro lleva un título sugerente: La nada. Un texto donde se acentúa la ironía, entre otras cosas, una de las
improntas más características de su lírica. Entrada a Jerusalém es un excelente ejemplo de referencia. El
lector supone alguna relación bíblica con el Antiguo Testamento; sin embargo,
es un poema que se narra como si se tratase de un informe de tránsito:
Se pide precaución en el acceso oeste:
hay demoras originadas en un accidente.
En el acceso norte hay demoras de hasta
quince minutos.
Es normal el tránsito por el puente sur.
No hay novedades al este.
¿La poesía
debe también desacralizar? ¿Qué valor posee y qué lugar ocupa el humor en su
poética?
—Creo que ese libro es
bastante sombrío, incluso en su humor. Si tengo que decir la verdad, la
reivindicación del sentido heroico de la vida está ahí llena de sarcasmo. No se
trata de que allí haya querido desacralizar, sino más bien enfrentar la
realidad desacralizada. Si vamos al ejemplo de ese poema con Jerusalén, allí el
informe del tránsito convierte Jerusalén en una ciudad secular. Y la verdad es
que toda realidad es hoy secular. Mayor sarcasmo, creo yo, hay en el primer
poema del speaker romano, ese en el que el personaje dice que si cualquiera hoy se
encontrase con Cristo en su huerto, le preguntaría por sus dineros, por el
alimento, por el bienestar material.
—¿El ritmo
hace fundamentalmente al estilo del poeta?
—Sí,
creo que sí. Hay un ritmo de emisión, un ritmo de ideas. Y si el ritmo en
música es el compás, el ritmo en la poesía es, en primer lugar, la distribución
en el espacio físico de ciertas emisiones de voz, de ciertas ideas. Un verso es
una cápsula, un concentrado, frases que se llenan de sentido como una combi,
como diría Auden. Pero además, yo diría que hay una correspondencia entre el
sentido y el sonido de algunas palabras. Las palabras clave de un poema se
relacionan físicamente, es decir, sonoramente. Buscan crear un efecto sonoro,
las unas en las otras. No suenan semejantes a intervalos preestablecidos, no
necesariamente. Con esto quiero decir que no necesariamente deben respetar
metros y distribución de rimas clásicos. Pero fíjese que, en todo poema, hay
sonidos que se buscan y responden. Bien. Avanzando —yo diría que
descabelladamente— en esta tesis, podría agregarse que en cada poeta hay un
patrón rítmico, que es a la vez un patrón ideológico, un patrón conceptual, el
patrón que rige, o que organiza, o que siempre se dibuja en sus textos, en
todos sus textos. Eso es estilo, esa es la huella digital, la invisible marca
de identidad, el tono de cada poeta. Es su limitación también, que lo obsede. Porque
la identidad es limitación al mismo tiempo que continente. En ese ritmo propio,
uno querría encontrar un ritmo cósmico. Por eso, no empiezo por pensar en el
ritmo. El ritmo debe suceder. Decía un personaje de Lewis Carroll, «cuida el
sentido, que los sonidos solos se cuidan». La organización sonora, sonante o
asonante, es propia del lenguaje y, creo yo, actúa biológica, secreta,
primariamente. Es un biorritmo. Responde, mágica, ciegamente, a frecuencias del
universo. A un fluir cósmico, sí. Un fluir que, en general, se percibe en esa franja, en ese margen
en el que la poesía se sitúa. Signo y sonido son inseparables. Son el par
genético de la lengua, de todas las lenguas. Por eso me parece que la poesía
tradicional es un abuso, una exageración, un producto artificioso. Cree haber
encontrado esquemas inamovibles de sonido, de emisión. Metros y rimas. Y yo
creo que aun así, en la poesía clásica hay un ritmo secundario, que a veces es
el de los metros, acentos y rimas canónicos, y otras, muchas otras veces, un
ritmo en segundo plano.
—Creo que su madurez se inicia con La línea del coyote y continúa con Hostias, otra de sus mejores
obras. La línea del
coyote (1999) incluye «Hacia el mal», y se trata del poema más extenso del
libro. Este sigue una meticulosa enumeración que recuerda al Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein. ¿Le
preocupó mucho la estructuración temática y formal de este poema en particular?
—Ese
poema tiene la estructura de un tractatus, como dice usted desde todo punto de
vista: contrapuntístico y narrativo. Yo creo que allí conversan varios
personajes. De lo que hablan es de esta paradoja: si excluimos el mal, el mundo
no funciona. Si, como se dice en la cita de Wallace Stevens que usé como
acápite del texto, logramos capturarlo en su guarida —esta sería la ambición
del bien— pues entonces privamos al mundo de su infinita riqueza. Lo que se
dice, en otros términos, es que, sin el mal, no es posible la Escritura (con
mayúscula), no habría Testamentos, ni Antiguo ni Nuevo. El poema no deja de
ser, creo yo, un poema. No tiene nada definitivo y reúne, a la par, historias y
diálogos fragmentarios, escenas visuales
y meditaciones. Me parece que, si está logrado, es porque se limita a ser un
aparato literario,
poético; no es una doctrina versificada. Lo pensé y lo resolví mientras lo
escribía, no sabía muy bien a dónde iría. Solo quería procurarme un alivio, la
sensación de que la connivencia con el mal, la promiscuidad, no deben pesarnos.
Somos hechos de ese par mítico, el bien y el mal.
—Hostias está estructurada a
través de un tríptico religioso de corte cristiano. Los títulos de cada una de
las partes son: «Dies irae», «Hostias» y «Communio». Tengo entendido que los
tomó del Réquiem de Mozart, ¿por qué?
—Porque
el tema de ese libro es la religión, el diálogo con Dios, la percepción de Dios
a través de la historia. Las tres fases del Réquiem indicarían la relación tormentosa del hombre con Dios en el Antiguo
Testamento, después, el sacrificio de Cristo y finalmente la institución de la
Eucaristía. Pero, como puede ver, se trata finalmente de hostias rotas, de una comunión
difícil, como al principio, aunque ya no heroica, y de iglesias averiadas.
—Cierta dureza en la
sintaxis es un «poema-río». Sus cincuenta textos que entretejen un fluir disperso
e imprevisible constituyen un giro en su apuesta, dado que profundiza un juego
descentrado con el lenguaje. ¿Cuáles cree que fueron las características
esenciales de su discurso?
—El
discurso tiene tres o cuatro centros, y gira alternativamente alrededor de uno
de ellos. Un centro es eminentemente lírico y tiene que ver con las relaciones
intelectuales y espirituales con el paisaje degradado de barrios, puertos y
calles, ocasionalmente, con el paisaje natural. Este paisaje, creo yo, es
reconocible, es un paisaje argentino de ciudad, suburbio y pampa. Sobre él
aparece el otro núcleo: la Colonia y la Guerra de la Independencia. Luego hay
otro centro temático, que es la Segunda Guerra Mundial y la marcha del Ejército
Rojo. Yo decía que el libro es un canto épico fragmentario, pero es en
realidad, me parece, un canto sobre la infancia, porque hablo de mi suburbio,
del barrio en el que nací, de mis ancestros y de circunstancias épicas que
atravesaron mi niñez. Esto es, la guerra de la que se hablaba en mi casa y la
épica de los rojos, en la que creían mis padres. El centro principal, es decir,
el paisaje-tiempo en torno al cual se organizan los otros centros temáticos, es
el Centro de la ciudad actual, degradada. La conexión con las Guerras de la
Independencia viene por el lado de mis abuelos españoles, que fueron
inmigrantes, es decir, parias de un antiguo imperio. La visión del conquistador
movido por ideas elementales la deduje yo de la historia, de la antigua chatura
de esta aldea en la que vivimos, Buenos Aires. De manera que a mí no me parece
caótico el libro, sino más bien movido por núcleos emotivos, sobre los que,
ciertamente, no puedo dejar de reflexionar. Yo diría en este sentido que este
libro es el menos impersonal de los que escribí. Solo la reflexión le confiere
cierto distanciamiento, que me permite soslayar el intimismo y a la vez el tono
que correspondería a la exaltación de un epos.
—¿Qué originó la escritura del texto?
—Cierta dureza en la sintaxis fue la primera línea que escribí, sin
tener muy en claro hacia dónde iba. En ese sentido, el hacerse de este libro
fue parecido al de los poemas de «La línea del coyote». Mi sensación en ese
momento era que iba a ir escribiendo fragmento tras fragmento, a partir de esa
primera entrada, que comienza con una frase a la que enseguida le doy un
hablante y una escena. La escena es la del fin de una batalla. De algún modo,
me vinieron a la mente escenas anteriores a esa batalla histórica, y criolla,
que pese a lo concreto de las alusiones —el betún cuarteado de las botas, el
orín de los muertos— seguía siendo abstracta. La ironía acerca de la dura
sintaxis de los cadáveres llevaba a la idea de la inacción; pero insistían las
imágenes de un río, atisbos primitivos en la mente. Entonces ya tenía todos los elementos del libro: el
paisaje fluvial, una niebla mañanera, una imagen de mi infancia; las batallas.
Me di cuenta, cuando había avanzado en los paisajes pampeanos y urbanos, de que
el primer fragmento que había escrito era el carretel que tenía todo el hilo.
Las batallas, la historia y sus accidentes, que somos nosotros, las personas.
Seres que somos monstruos sin leyes. Al principio, estaba hojeando un bestiario
medieval, y lo cité. Porque esos animales comunes dotados de raras propiedades,
en el bestiario, o los seres que son fusiones de dos o tres animales, me daban
la sensación de que representaban nuestro zoológico humano actual: estamos
hechos de funciones y de partes completamente inútiles para la economía y para
la historia. Y también estamos hechos de historia. Así fui haciendo ese poema.
Al empezarlo, solo sabía que iba a ser un solo poema largo, fragmentado. Ahora,
para responder a la segunda parte de su pregunta, estoy escribiendo un nuevo
libro, sí, cuyo título provisorio es El capital. Hay algo, no sé qué, algo en el ambiente quizá, que me lleva a
insistir en un realismo épico nuevamente, pero esta vez, más realista. La
intención no es escribir El capital, de Marx, en versos, esto sería ridículo.
La intención es ver si percibo o si he percibido el funcionamiento ciego del
capital en la realidad, en la vida. Cómo funciona esa mezcla de sangre y de
leyes económicas e históricas de la que somos víctimas y de la que estamos
hechos. Esto, sobre la base de la digresión y el fragmentarismo, que es el mejor
camino para mí. La poesía no va por el análisis ni por la síntesis, va siempre
por un camino intermedio, de captación inmediata de la realidad, que entonces
se hace monstruosa, quizá porque lo es.
—En perspectiva, ¿cómo analiza su obra?
—Por
etapas. En los años ‘80 y ‘90, fueron libros de poemas breves, atados a
circunstancias concretas, a construcciones históricas, pero siempre en flashes, en la forma de estampas inconclusas, de cámara detenida. Con La línea del coyote comencé a desandar ese camino. Hacia su origen,
digo, que era algo así como un canto, como cantares, fragmentarios. Empecé a
aproximar más lo que aparecía desvinculado. Las referencias históricas se
hicieron contiguas. Todo se articuló en poemas de fragmentos hilvanados.
—¿Cómo explica ese cambio de etapas que se fue dando a través de las
décadas? ¿Surgió únicamente por un deseo intrínseco de renovación?
—Anteriormente, le dije
que no sé cómo ni por qué empezó a haber cambios, si hablamos en términos
estrictos. Un clima de época, por un lado, un gran asunto con toda la
literatura del siglo pasado, por otro. Parte de esa literatura no era la de
nuestros inmediatos antecesores, y fuimos por ella. Yo no me quería renovar por
el solo hecho de renovarme, lo que quería era sentirme satisfecho, no maniatado
por expresiones que no lograban darme satisfacción. Me sentí a gusto a partir
de La caída de los cuerpos, en 1983, no porque el libro era distinto de la poesía de los sesenta,
sino porque me sentía feliz haciendo esos poemas, acercándome a modelos
diversos, al paisaje, con otras ideas, más cercanos a lo que sentía. La poesía
es una cuestión de temperamento. Los temperamentos cambian, o crecen, o
maduran, como usted quiera. Yo no quería escribir tangos, con el tango llevo
una difícil relación. No me gusta esa afectividad desbordante, a menos que sea
a solas, en la intimidad. Y ese gusto cambió por temperamento.
—¿Y por cuál
etapa siente mayor autenticidad respecto de su voz?
—La primera es esta etapa
que le menciono, la de La caída de los cuerpos y Paisaje con autor. Después, a partir de La línea del coyote.
—¿Por qué?
—Creo que entre una y
otra la materia reflexiva comenzó a entrar con mayor fuerza, con mayores
demandas de asociaciones, con mayor ímpetu reflexivo e improvisado. Esa palabra
que usted usó antes me parece muy bien: improvisación. Cuando el instrumento
estuvo mejor manejado, comencé a permitirme la improvisación.
—Las causas
que lo han llevado a escribir ¿han sido coincidentes a lo largo de su vida?
—Lo que me lleva a
escribir es una necesidad estética, ha sido siempre la misma. Podría no
escribir, pero debería satisfacer esa necesidad leyendo. En todos existe esta
necesidad, que, según lo dicho hasta aquí, está entroncada con lo mítico, con
lo religioso, con la ficcionalización de la experiencia individual y colectiva.
[1] Periodista
egresado de la Universidad del Salvador. Escribe en los diarios argentinos: El
Día, Página-12, Clarín, La Gaceta de Tucumán, Los Andes, El Litoral, La Capital,
entre otros. Correo electrónico: augusthxx@yahoo.com.ar
Gramma,
XXI, 47 (2010), pp. 261-274.
©
Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de
Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN
1850-0161.