La confianza legítima como expresión de la bonae fides de la Administración.

The legitimate confidence as an expression of the bonae fides of the administration.

 

Patricia Silvina Mora*


RESUMEN

 

 

Entre la seguridad y la permanencia del Derecho y la inseguridad jurídica y el progreso social debe estarse a favor de lo segundo en el contexto de un Estado Social y Democrático de Derecho.  Sin embargo,  esos cambios normativos deben articularse garantizando el principio de legalidad y reparando, en su caso, los perjuicios que esas innovaciones normativas  ocasionen en las situaciones jurídicas subjetivas de los particulares. Debe haber, por tanto, una justificación suficiente que obligue a soportar esa inseguridad jurídica y ésta deberá admitirse solo en tanto no quiebre la paz social. El objeto de este trabajo será identificar las raíces del principio de la confianza legítima en diferentes aspectos del Derecho Romano y básicamente en los principios generales del derecho que surgen del mismo, fundamentalmente la buena fe. Para ello se desarrollarán algunos ejemplos de instituciones y principalmente se enfocará en la labor de un magistrado fundamental como lo fue el pretor para la evolución y flexibilización del derecho a la luz de las necesidades y expectativas sociales.

 

 

ABSTRACT

 

Among the security and permanence of law and legal insecurity and social progress must be in favour of the latter in the context of a Social State and democratic law.  However, these regulatory changes should articulate guaranteeing the rule of law and, where appropriate, repairing damages resulting in these policy innovations in the subjective legal situations of individuals. There must be, therefore, one sufficient justification requiring support that legal uncertainty and this should allowed only insofar as no break social peace. The object of this work is to identify the roots of the principle of legitimate expectation in different aspects of Roman law and basically the General principles of law which arise from it, essentially the good faith. For this purpose some examples of institutions will be developed and it will mainly focus on the work of a key judge as it was the praetor for  the evolution and easing of the law in the light of the needs and social expectations.

 

Trabajo recibido 25/6/2013 y aprobado 30/07/2013

Abogada-Contadora Pública Nacional- UBA
Magister en Derecho Administrativo UBA
Profesora Adjunta de Derecho Romano-UBA
Auxiliar de Derecho Administrativo CPC UBA
Profesora de la Escuela de Abogados del Estado de la Procuración del Tesoro de la Nación.
Abogad
a de la Planta Permanente, ingresante por concurso público y abierto-Coordinadora de Amparos y Juicios Institucionales de la Dirección General de Empleo Público de la Proc. Gral. de la C.A.B.A.

 

 

PALABRAS CLAVES

 

Principio de buena fe- Administración pública- Confianza legítima.

 

KEY WORDS

Principle of good faith-public administration - legitimate expectation.

 

 

Introducción

 

Sabido es que el Derecho no  solo se compone de normas, sino también de principios y valores que definen una estructura en la que el orden jurídico puede cumplir tres funciones básicas: garantizar la seguridad jurídica, asegurar el respeto a los derechos fundamentales y a la libertad; y, en tercer lugar, cooperar al progreso, la justicia y la paz social.

 

Las fuentes romanísticas nos informan al respecto, y así en el Digesto (1, 1,10) se recoge ya una definición de ULPIANO según la cual Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere.

 

El primero de los tres preceptos en que los romanos condensaban su idea del Derecho, honeste vivere (vivir honestamente), destaca a la persona como sujeto básico del Derecho, así como la importancia de la buena fe en cuanto fundamento de la seguridad jurídica y del tráfico negocial y obligacional. El segundo, alterum non laedere (no dañar al otro), constituye el fundamento del principio de responsabilidad y del deber indemnizatorio. Y el tercero, suum cuique tribuere (dar a cada uno lo suyo), aparecería como el título legitimador de la existencia del estado y del mandato de afianzar la justicia,  en cuanto sujeto encargado de resolver los conflictos jurídicos dando “a cada uno lo suyo”, sujetándose al sistema de fuentes y con la obligación inexcusable de dar solución a esos conflictos (art. 16 CC).

 

 

 

 

 

 

 

 

Las ideas de progreso o mejoramiento social y de solidaridad constituyen un límite a la inmutabilidad del Derecho. Y podrá, en consecuencia, restringirse generando una incertidumbre jurídica que habrá de soportarse con innovaciones y cambios normativos en la medida en que el bienestar general así lo exija. Es decir, entre la seguridad y la permanencia del Derecho y la inseguridad jurídica y el progreso social debe estarse a favor de lo segundo en el contexto de un Estado Social y Democrático de Derecho.  Sin embargo,  esos cambios normativos deben articularse garantizando el principio de legalidad y reparando, en su caso, los perjuicios que esas innovaciones normativas -en pos del progreso social y de la solidaridad- ocasionen en las situaciones jurídicas subjetivas de los particulares. Debe haber, por tanto, una justificación suficiente que obligue a soportar esa inseguridad jurídica y ésta deberá admitirse sólo en tanto no quiebre la paz social.

 

El Prof. E. García de Enterría[1] señala que “la seguridad jurídica es una exigencia social inexcusable” pero “constantemente deficiente”, pese a consagrarse como principio constitucional. Para este autor, la inseguridad actual es un fruto directo de la legalización del Derecho. Concluye que cuando el Derecho, como ocurre todavía en los países del common law, se expresaba a través de principios generales la seguridad jurídica estaba más garantizada, por paradójico que resulte.

 

La idea de la ley como producto de la voluntad general y como técnica de codificación sistemática, surgida con la Revolución Francesa de 1789, preconizaba una mayor efectividad de la seguridad jurídica.

 

            En ese sentido, B. Constant en su famoso discurso de 1819, De la liberté des anciens comparée à celle des modernes, contraponía la “libertad de los antiguos” -griegos y romanos-, que consistía en ejercer directa y colectivamente las funciones de soberanía de la ciudad y el gobierno colectivo de los asuntos, con la “libertad de los modernos” que consistía en “no estar sometido más que a las leyes” pues “sólo las leyes nos protegen de la arbitrariedad, deslindan lo que es lícito de lo que es sancionable y permiten en ese ámbito de lo lícito desplegar la libertad, apoyada en la predictibilidad firme sobre los límites en que la actividad pública puede incidir sobre la vida de cada uno”. En suma, esa “libertad de los modernos” parecía garantizar la seguridad jurídica. [2]

 

Con la noción de confianza legítima se alude a la situación de un sujeto dotado de una expectativa justificada de obtener de otro, una prestación, una abstención o una declaración favorable a sus intereses, derivada de la conducta de este último, en el sentido de fomentar tal expectativa.

 

Si bien entre nosotros la relación que da lugar a la confianza legítima generalmente se plantea frente a la Administración, también puede surgir entre particulares, por lo cual no sería correcto limitar la noción expresada a la esfera del Derecho Administrativo, aún cuando el presente trabajo esté dedicado casi por entero a ese ámbito.

 

La base de una nueva concepción de los vínculos que los poderes públicos (Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial) y los entes de autoridad en general, poseen frente a los ciudadanos, cuando a través de su conducta, revelada en sus declaraciones, actos y doctrina consolidada,  pone de manifiesto una línea de actuación que la comunidad o sujetos específicos de ella, esperan se mantenga.

 

El objeto de este trabajo será identificar las raíces de este principio en diferentes aspectos del Derecho Romano y básicamente en los principios generales del derecho que surgen del mismo, fundamentalmente la buena fe.

 

Para ello se desarrollarán algunos ejemplos de instituciones y principalmente se enfocará en la labor de un magistrado fundamental como lo fue el pretor para la evolución y flexibilización del derecho a la luz de las necesidades y expectativas sociales.

 

 

Acerca del principio de confianza legítima

 

Las  funciones o propósitos del Derecho,  encaminadas a garantizar la paz social,  deben alumbrar en todo momento la gestión de los integrantes de ese orden jurídico, como representantes de un orden democrático orientado al bienestar general, como pregona nuestro preámbulo y es en la expectativa de ese bienestar, de la conducta deseada por el administrado respecto a las autoridades en dónde juegan  un papel primordial también los principios generales del derecho.

 

Son principios que hacen presente y operativa la idea de justicia. Son previos a la norma, coetáneos a ella y elementos que facilitan la interpretación de la norma con arreglo a los parámetros de la justicia del Estado de Derecho, que es en esencia un Estado de Justicia.

 

El derecho es básicamente mutable, debe acompañar los cambios sociales pues está al servicio de la pacificación social, importando sin lugar a dudas un límite a las libertades individuales. Pero ese límite también viene a estar sesgado por el propio derecho, toda vez que rigen principios fundamentales entre los que se entronca el principio de confianza legítima o expectativa plausible.

 

Las ideas de progreso o mejoramiento social y de solidaridad constituyen un verdadero impulso hacia la movilidad  del Derecho. Lo convierten en el instrumento ideal con el que cuenta el poder para cumplir con sus objetivos de bienestar general.

Lo cierto es que en la actualidad de garante de la libertad muchas veces la ley se ha convertido en una verdadera amenaza, dada la proliferación de leyes, reglamentos, instrucciones, circulares que desconciertan al ciudadano y constituyen una buena prueba de ello. Por lo tanto se propugna una vuelta a los principios para la resolución de los casos, abandonando el criterio de legalidad como el concepto de juridicidad que involucra no solo la ley en sentido formal, y toda manifestación normativa de los poderes constituidos, sino también los principios generales del derecho y los precedentes, aún administrativos.

De la vinculación positiva de la Administración a la ley, como límite de su obrar, el concepto se ha extendido al vincularla a la juridicidad, y de tal manera se ha reforzado el control del actuar bajo el paradigma de la discrecionalidad en el marco de los principios generales del derecho.

García de Enterría señala que  sólo el funcionamiento del ordenamiento alrededor de principios generales puede ofrecer una estructura más estable y segura que el casuismo variable de las normas ya fatalmente motorizadas. Y esta parece ser la manera, según el autor, como la seguridad jurídica ha tenido que buscar refugio en nociones más vagas, más difusas e imprecisas pero mucho más sustanciales “ante el callejón sin salida a que nos conduce el legalismo desbocado”. Sin embargo, abandonando la estricta legalidad y previsión de todas la conductas que puede adoptar la Administración, como parámetro no solo imposible sino como he dicho indeseable, también la conducta a adoptar encuentra límites no legales pero si en los principios. [3]

En el marco del Derecho Administrativo los principios generales, además de ser fuente en defecto de ley o costumbre, constituyen, como señala con carácter general el Código Civil, criterios inspiradores del sistema. En tal sentido limitan el desdibujado concepto de discrecionalidad en el obrar estatal y aportan al administrado una herramienta de defensa ante la arbitrariedad.

 

Estos principios generales, que constituyen la esencia del ordenamiento, siempre nos ayudarán a realizar esa fundamental tarea de asegurar y garantizar que el poder público en todo momento se mueva y actúe en el marco del Derecho. Es más, su carácter inspirador del ordenamiento nos lleva a reconocer en los principios las guías, los faros, los puntos de referencia necesarios para que, en efecto, el derecho no se instaure al servicio del poder sin más asideros que las normas escritas y las costumbres que puedan ser de aplicación en su defecto. El verdadero fundamento del derecho no es más que la garantía de la libertad, y a partir del constitucionalismo social, su finalidad fincará en asegurar el efectivo goce de los derechos fundamentales.

 

La libertad en el derecho afianza la libertad de hecho y a su vez su regulación jurídica le da un sentido, una finalidad. Y en tal contexto, los derechos fundamentales surgen como límites al poder (funcionalidad política) y a su vez deben ser garantizados por el Estado.

 

Surgen las declaraciones de derecho, como primera formulación jurídica, para luego plasmarse en textos constitucionales.  El Estado no crea tales derechos, pero debe reconocerlos para tener una verdadera Constitución.  Tal concepto es plasmado en el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, prefacio de la Constitución Francesa de 1791, en la medida que consagra que todo sociedad que no tenga reconocida la separación de poderes y garantizados los derechos del hombre, no tiene constitución. 

El poder es legítimo sólo en la medida que se encuentre al servicio de los derechos. La idea de su constitucionalización se relaciona, fundamentalmente, con la idea de su garantía o protección (dimensión subjetiva), pero también posee un aspecto de legitimación del poder  y fundamento del sistema (dimensión objetiva). Este doble carácter ha sido reconocido por diversas sentencias del Tribunal Constitucional Español (STC 25/81; 53/85).

 

Desde este punto de vista, lo importante es que la organización de los poderes públicos y el proceso de elaboración de sus decisiones garanticen la adecuación de la decisión final a la voluntad del pueblo. De tal manera,  el principio de participación se reconduce a la fórmula del Estado democrático, que no es más que la intervención de los ciudadanos, de una u otra forma, en el proceso de determinación de las decisiones colectivas.

 

Por otra parte, la dimensión objetiva de los derechos fundamentales se relaciona con el mandato de optimización, de modo que los poderes públicos deben realizar los esfuerzos necesarios para el mayor grado de desarrollo jurídico y práctico de tales derechos. El Estado se encuentra de tal manera al servicio del ciudadano y debe responder con los mayores estándares posibles, que en determinados tipos de derechos se relacionan con la calidad y eficiencia del servicio público (concepto que consagra el art. 42 de la Constitución de la Nación Argentina); a tal punto que dicho concepto se ha consagrado en un principio de la contratación administrativa.

 

Puede afirmarse que, en la últimas décadas, se ha redefinido la relación entre los ciudadanos y el Estado, a través del reconocimiento de nuevos derechos fundamentales que a su vez legitiman al sistema democrático, tales como el derecho de acceso a la información pública, el derecho a la participación y, el derecho fundamental a la buena administración (art. 41 de la Carta Europea).

Es aquí dónde juega un importante rol el  principio de protección de la confianza legítima, cuyo significado no es ajeno al principio de buena fe. Es  un principio de carácter general vinculado a los principios de seguridad jurídica, buena fe, interdicción de la arbitrariedad y otros con los que suele combinarse. Lo que ampara el principio de protección de la confianza legítima es la adopción y aplicación de medidas de gestión político jurídicas, de forma que con ellas no resulte sorprendida la buena fe y, por consiguiente, la previsión de los administrados y sus derechos fundamentales.

La locución “confianza legítima” deriva de la palabra alemana Vertrauensschutz, que se traduce como “protección de la confianza”, a la que luego se agregó legítima en las versiones francesas y españolas.  En italiano se uso en algunos casos la palabra affidamento legítimo y en inglés legitimate expectations.  A partir de una serie de pronunciamientos iniciados en el año 1956, emanados de los tribunales alemanes, se inició la marcha de una institución que en poco tiempo logró una expansión notable hasta ser receptada por los Tribunales de Justicia de las Comunidades Europeas.[4]

La confianza legítima ha significado en el derecho alemán un límite a la indiferencia de los gobernantes en la toma de decisiones respecto a la situación de aquellos que desenvuelven su vida y proyectos de acuerdo a la situación legal y en general normativa imperante con anterioridad a tales decisiones.[5]

El principio de la “confianza legítima” fue elaborado por la doctrina y la jurisprudencia europea en las últimas décadas del siglo pasado, y está íntimamente ligado a la responsabilidad del Estado por sus actos propios en el accionar que desarrolla en el ámbito de sus relaciones con los particulares. Este principio fue introducido y objeto de estudio entre nosotros por el Dr. Pedro Jorge Coviello y ha tenido, como él lo señala, consagración implícita en muchos pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia.[6]

En materia de confianza legítima puede hacerse una diferencia entre su noción como derecho objetivo, y la que le corresponde como derecho subjetivo, por cuanto la misma se caracteriza por tener al mismo tiempo ambas dimensiones.

Como dimensión objetiva, la confianza legítima se configuraría en las reglas que favorecen en forma general los vínculos entre los poderes públicos y los ciudadanos, constituyendo lo que denominan los alemanes “protección abstracta de la confianza”, por cuanto se trata de normas impersonales que determinan una conducta específica a la generalidad de las situaciones y que fijan por sí mismos los criterios del régimen jurídico, sin necesidad de que el órgano encargado de aplicar tales normas despliegue un poder de apreciación de su alcance. Asimismo, la confianza legítima en sentido objetivo podría entenderse como una fuente de inspiración de la legislación y de la potestad reglamentaria, que traduce en reglas precisas los principios de seguridad, claridad, estabilidad y previsibilidad del Público y de la actividad administrativa en general.

Dentro de las reglas que constituirían la materialización objetiva de la confianza legítima, se encuentran las siguientes: 1) las relativas a la elaboración y entrada en vigencia de las normas jurídicas, que garanticen su acceso y fácil interpretación, evitando los efectos perjudiciales que pueden suscitar las disposiciones novedosas; 2) las reglas que rigen la estabilidad de las situaciones jurídicas, tales como la caducidad, la preclusión de los lapsos y las garantías de inmutabilidad; 3) las reglas de procedimientos que establecen las condiciones de información, de consulta y de participación de los ciudadanos en la elaboración de las normas o su intervención en las decisiones que les conciernen; 4) las reglas que rigen a la Administración, para obligarla a precisar su interpretación de la ley mediante directrices a las  autoridades subordinadas, precisando las condiciones del ejercicio de su poder discrecional; 5) las reglas que definen las condiciones mediante las cuales la Administración puede asumir obligaciones y dar seguridades, precisando su alcance; 6) las reglas que rigen la responsabilidad de la Administración por los daños causados por una conducta que haya suscitado seguridades falsas; y, 7) otras de naturaleza análoga.[7]

La confianza legítima, en su dimensión subjetiva, se presentaría como un mecanismo de interpretación y de conciliación de los conceptos jurídicos indeterminados, como una forma de flexibilizar la legalidad objetiva con ocasión del examen de los casos particulares. Visto de tal forma, estamos de lleno aludiendo al ejercicio del poder discrecional que poseen, tanto el legislador y la autoridad administrativa, como el juez, al decidir las situaciones concretas. Se presentaría así la confianza legítima como un principio que permite interpretar, modelar o conferir, en los casos concretos, las reglas de derecho objetivo.

De tal manera, no puede desconocerse el paralelismo que existe entre ambas dimensiones y el desarrollo de los conceptos que, desde el Derecho Privado, informan a la buena fe objetiva y subjetiva que consagra el art. 1198 del Código Civil  argentino.

Una serie de fundamentos básicos del Derecho, en un grado mayor o  menor, han sido vinculados por la doctrina con la idea de la confianza legítima. Los conceptos aludidos son: la buena fe, el estado de derecho, la seguridad jurídica, los derechos fundamentales, la equidad y la justicia natural.

Empero,  aquellos principios que mayormente informan al concepto en estudio se relacionan con la buena fe y la equidad, en tanto este principio encuentra otro significado en el concepto de expectativa plausible, en virtud de la conducta que se espera desplieguen los órganos estatales.

 

La buena fe como principio jurídico, configura una exigencia de lealtad y equidad en la ejecución e interpretación de los pactos, acuerdos y contratos. También rige respecto a la conducta esperada por parte de las autoridades, las cuales han sido constituidas en un sistema democrático a través de la elección popular, depositando a través del voto la confianza en las plataformas que los partidos políticos presentan en la competencia electoral.  Estas plataformas traducen una idea de conducta que el ciudadano espera se reproduzca a través de actos de gestión y no sea abandonada frustrando expectativas que respaldaron el acto electoral.

 

Los juristas que han analizado el tema de la confianza legítima lo ubican en la esfera de contraste entre los grandes valores polarizados del Derecho: la seguridad que implica respeto hacia lo que ha surgido del pasado; y la flexibilidad o poder de adaptación a los cambios, particularmente necesarias en una época como la actual en la cual tanto el Estado como los sujetos que del mismo dependen, se enfrentan a una sociedad de riesgos cada vez más compleja. Opera fundamentalmente ante la ausencia de una norma específica, en dónde cobran importancia fundamental las conductas desplegadas en torno a la situación planteada y su evolución.

 

El tema se relaciona a su vez con el concepto de la auto obligación y la teoría de la apariencia, que si bien ha tenido directa aplicación en el campo de la responsabilidad precontractual en el derecho privado, nada impide su aplicación en el campo de lo público,  con especial conexión al sistema representativo de gobierno y la democracia participativa.  Se amplia de tal forma el concepto de responsabilidad del Estado abarcando las expectativas legítimas de los ciudadanos respecto al buen gobierno y la buena administración.  Conceptos inexpresables al comienzo del Siglo XX cuando responsabilizar al Estado resultaba una verdadera aventura jurídica,  más aún respecto a derechos en expectativa.

En el mismo sentido, Lorenzetti señala que "La declaración que emite un sujeto es relevante cuando es recepticia, está dirigida a otro y por lo tanto produce expectativas de confianza; es una declaración simple propia de las tratativas. Puede ser, además, una declaración unilateral vinculante, ya que tiene todos los antecedentes constitutivos de un contrato y la sola aceptación de la otra parte produce el consentimiento. Estamos ya en el terreno de la oferta. En este caso, como es principio en nuestro régimen jurídico, quien la emite tiene una facultad discrecional de revocación", aclarando que "Puede haber una declaración unilateral de voluntad vinculante, sin poder discrecional de revocación, dando lugar al fenómeno de la auto obligación, como es en el caso de renuncia a la facultad revocatoria, sometimiento a plazo de la oferta, promesas de recompensa, de fundación, de contrato, etc.). El mero incumplimiento de la obligación produce responsabilidad.[8]

Moroni, por su parte, indica que la promesa al público aparece como un esquema, en el cual pueden ser insertos diversos negocios causales de contenido análogo al de los correspondientes contratos concluidos[9].

Si bien los esbozados son claros conceptos aplicables a los contratos privados, como hemos dicho, los poderes públicos deben promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.

Tal como señala Larenz,

…la salvaguardia de la buena fe y el mantenimiento de la confianza forman la base del tráfico jurídico y en particular de toda vinculación jurídica individual.  Por esto, el principio no puede limitarse a las relaciones obligatorias, sino que es aplicable siempre que exista una especial vinculación jurídica y en este sentido se puede concurrir, por lo tanto, en el derecho de las cosas, en el derecho procesal y en el derecho público.[10]

 

De esta manera, el concepto de buena fe se modela de acuerdo con la materia en la cual se plantea su presencia. En el campo de los contratos, la alusión a la buena fe se refiere a la lealtad, honestidad y fidelidad. En la esfera de lo penal, se vincula con el sentido de credibilidad, ligada a la confianza. En el ámbito de los bienes, extensivo al Derecho de Familia, se consustancia con la errónea conciencia o convicción, respecto de una situación de hecho ligada al derecho (posesión de buena fe, matrimonio putativo). En la esfera de la hermenéutica jurídica equivale a la equidad interpretativa, a la interpretación ampliada que rechaza las ideas taxativas. Dentro de las relaciones jurídicas en general, se identifica con la noción de confianza. De todo lo anterior, podemos deducir que la buena fe como hecho ético-social, representa a la lealtad, honestidad, fidelidad, confianza, credibilidad y a la segura creencia o convicción de no lesionar a otro.

En el derecho anglosajón, la idea de la confianza legítima se relaciona con el concepto de stoppel  y es definido como “la prohibición que se hace una persona de retirar una seguridad que había dado, que aparentaba vincularla definitivamente, y sobre cuya base otra persona ha efectivamente actuado”. El stoppel implica la prohibición a la persona que ha dado a otra seguridades sobre determinada materia, de contradecirse en detrimento de ella.[11]

Este ha de ser el espíritu que debe latir en los contenidos de las normas y actos  producidos en el Estado social y Democrático de Derecho en el que vivimos y en base a ello respetar las expectativas legítimas de buen gobierno que tal sistema genera, más aún desde las propias promesas electorales de quienes se postulan como candidatos al ejercicio del poder.

 

Base romanística del principio de confianza legítima. La buena fe como esencia del obrar estatal.

 

En el acápite precedente se ha expuesto como del paradigma de la ley y del principio de legalidad, vinculando en forma estricta todo el obrar administrativo, se ha pasado a un concepto más flexible que reconoce su límite en el principio de juridicidad, limitando el obrar discrecional de la Administración a través de la aplicación de los principios generales del derecho, entre otros el principio de confianza legítima o expectativa plausible.

 

Así se ha dicho que se privilegia una mayor flexibilidad, frente a la norma rígida, tanto en su interpretación como en su aplicación, teniendo como horizonte a alcanzar el bienestar general o interés común, objetivo preliminar de todo Estado de Derecho.

 

Hemos expresado que el principio de confianza legítima encuentra su raíz en el principio de buena fe, siendo una de sus manifestaciones,  pero aplicable a la conducta esperada por el Administrado respecto de los actos de la Administración y los demás poderes, sin embargo, no desde un aspecto meramente subjetivo u opinable, creado en la conciencia particular de cada uno de los integrantes del grupo social, sino desde un aspecto totalmente objetivable para lo que deben tomarse en cuenta las conductas desplegadas a través de las actuaciones precedentes, más allá de no encontrarse reglada dicha conducta. Para la mayoría de los analistas del tema, es necesario que la expectativa sea conforme con el ordenamiento jurídico, en forma tal que no exista norma alguna que se oponga a la satisfacción de la pretensión, ni la califique tácita o expresamente de ilegítima y, asimismo, que exista buena fe en el sujeto activo.

 

El análisis de este principio en la historia del Derecho Romano debe distinguir dos etapas en las que tiene significados diferentes, la etapa clásica y la postclásica. En la primera la buena fe se predica principalmente de las acciones o juicios, y sirve para distinguir entre las acciones o juicios de buena fe de aquellos otros llamados de derecho estricto, de suerte que la buena fe es fundamentalmente una cualidad que tienen ciertos juicios y que comporta un determinado modo o método de juicio. En la segunda, la buena fe se predica como una cualidad de los contratos o bien se sustantiviza, convirtiéndose en un principio jurídico del cual derivan reglas o prescripciones de carácter imperativo; el principio de buena fe comienza a entenderse en esta etapa posclásica como un principio rector de la conducta. Son dos concepciones diferentes del mismo principio de buena fe (una lo entiende como método de juicio, la otra como regla de conducta), no necesariamente opuestas o contradictorias, si bien cada una tiene su propio contenido y sus peculiares consecuencias.

 

La  fides es un principio fundamental del Derecho Romano que enuncia el deber de toda persona de respetar y cumplir su palabra. Se entiende como un principio vigente en todos los pueblos, es decir de ius gentium y no como un principio exclusivo de los romanos.

En el Derecho Romano clásico, la buena fe no es una regla de conducta, sino un método de decisión judicial que le otorga al juez mayor libertad para determinar la condena, haciendo una interpretación amplia (interpretatio plenior, según Carcaterra) del contenido de la fórmula y de lo realmente convenido por las partes.

Esa interpretación hace que el juez al sentenciar tenga en cuenta estos ocho criterios de juicio: i) la  consideración de la culpa (falta de diligencia) para definir el incumplimiento de las obligaciones contractuales  y  ii)  el monto de la condena  que ha de resarcir el interés del actor si la obligación no se hubiera cumplido; iii) la represión del dolo, entendido en sentido amplio como engaño provocado o  aprovechamiento del error o ignorancia espontánea de la otra parte; iv) la interpretación del contrato con el criterio de discernir lo realmente convenido por las partes con preferencia a la literalidad de las palabras v) la consideración de todos los pactos que hubieran hecho las partes aunque no los invocaran en la fórmula; vi) el tener como convenidos los elementos naturales del negocio;   vii)  la compensación de las deudas recíprocas derivadas del mismo contrato y  viii) la consideración de la equidad o el equilibrio entre las prestaciones.”[12]

 

Así como previamente distinguimos el principio de legalidad del principio de juridicidad y la mayor flexibilización que otorgaba este último, abandonando el paradigma de la ley y la seguridad jurídica, en Roma esta concepción de la buena fe como principio o regla de conducta, está relacionada con la evolución que tuvo el propio concepto de Derecho. Este poder de adaptación reconoce en la sistematización del derecho romano un innegable antecedente.

 

Ya desde el propio derecho arcaico se reconoció una innovación estructurada de las normas a aplicar a través de la convivencia de antiguas instituciones con otras más modernas, de modo de evitar la resistencia al cambio y favorecer el arraigo de las nuevas figuras., en la medida que produjeran un mayor beneficio a la sociedad. A su vez, a través de la interpretatio de los pontífices se fueron adaptando las normas a la incorporación de nuevas situaciones que respondían al contacto comercial de Roma con el resto de las ciudades del Mediterráneo.

 

En la etapa republicana se consolida la magistratura de la pretura, que tenía como función la iurisdictio atada a las rígidas disposiciones del ius civile. No podía innovar, sino a través de la denegación de la acción, pues se encontraba condicionado a las formas de las legis acciones.

 

Ante la expansión política, social, económica de la Plebe en el año 367 A.C. la Lex Licinia llevó al Consulado al plebeyo Sextus Lateranus con la concesión de los patricios, ellos decidieron reservar para si en forma provisoria la administración de Justicia por medio de un magistrado de origen patricio que llevaba el nombre de Praetor.

 

El candidato para desempeñar este Munus Publicum tenía que contar con Ius Suffragii y el Ius Honorum, demostrar cierta cultura jurídica y elevada posición social para competir con éxito en los Comicios por centurias.  Conforme Aulio Gellius, Noct. Att. XIII, 15, los magistrados inferiores son elegidos en los comicios por tribus o mas bien por una ley votada por las curias. Los magistrados superiores (como Vgr. el pretor) son nombrados en los comicios por centurias. Al ganar las elecciones el Praetor electo necesitaba la ratificación del Senado, la auctoritas patrum, que era una de las condiciones esenciales para el desempeño de la Magistratura (T. LIVIUS, VIII, 12.).

 

Pero la expansión territorial y comercial de Roma hizo que surgiera un nuevo magistrado, el pretor peregrino hacia el 242 a. C., cuya función se encontraba dirigida a declarar el derecho propiamente dicho, debido a que no se encontraba atado a la estrictez del ius civile respecto de los peregrinos. Así, ante la ausencia de norma, pudo aplicar un criterio que valoró la naturaleza de las cosas, la voluntad de las partes, y la eticidad de sus procedentes o el proceder de las partes.

 

Según POMPONIO (D.1.2.2.28) , después de transcurridos algunos años y no bastando el pretor urbano -porque gran número de extranjeros acudían a la ciudad-,  se creó el Pretor Peregrino, que administraba justicia entre extranjeros y entre los quirites y peregrinos dentro de la ciudad.             Básicamente produjo una adaptación de las normas del ius civile y del derecho extranjero, a través de principios generales como el de equidad y buena fe. Ello, toda vez que debía entender en las controversias planteadas no solo entre peregrinos, sino también entre peregrinos y ciudadanos romanos,  sujetos estos últimos del ius civile. De allí la expresión de actuar per concepta verba, es decir a través de palabras adaptadas, en cada caso a la situación concreta, morigerando la estrictez de las normas que no eran aplicables a los peregrinos y produciendo una inmejorable evolución en las instituciones al ritmo que la sociedad y el comercio iban requiriendo.

 

            Así, claramente esta situación se produjo en materia procesal conviviendo las legis acciones, de excesivo rigor ritual,  con el procedimiento formulario, que finalmente las desplaza, como hemos dicho,  por su mayor flexibilidad.  En general, la labor del pretor peregrino se encontró orientada a esta flexibilización, adaptando instituciones del ius civile de modo de privilegiar la movilidad jurídica a la luz de la equidad y el principio de buena fe. Es decir, su labor estuvo orientada por lo que hoy se conoce como el principio de confianza legítima, otorgando una mayor flexibilización a la norma pero contenido por límites claros que básicamente no defraudaran las expectativas sociales.

 

La forma externa por medio de la cual el pretor urbano publicaba el contenido, extensión  y límites de su competencia, su proyecto oficial, que en griego llamaron programa y el latín E-dictum, se llevaba a mediante tablas blanqueadas (album) que contenían el programa del pretor. Originariamente era e-dicto, expresado oralmente, publicado en forma nuncupativa, pregonado con voz viva.

 

A su vez, a través del Edicto, el pretor generaba una situación que acercaba la debida seguridad a la protección de los derechos que serían reconocidos y cuyas acciones se transmitían a su sucesor (edictum traslaticium) quien introducía las modificaciones que la experiencia indujera, aportando la debida flexibilización.

 

No existía, por lo tanto, un cambio rotundo de las reglas anuales que había aplicado su predecesor, aportando seguridad a las relaciones jurídicas y estabilidad al derecho aplicable.

 

Por medio de la lex Cornelia (67 a. C) se impuso a los pretores la obligación de respetar su propio Edicto, plasmando en una norma la expectativa plausible que venía manifestando la ciudadanía y tal como se producía en los hechos. Encontramos aquí una clara manifestación de la protección de la confianza legítima del ciudadano,  que al conservar las reglas preestablecidas redundaba,  sin duda alguna, en seguridad jurídica. Esto convertiría en fuente formal del derecho a las diferentes normas contenidas en el Edicto, que por labor del emperador Adriano, se constituyó en inmutable.

 

Podemos esbozar como fundamento de la expectativa plausible respecto a la labor desplegada por las magistraturas de la respublicae romana, dos característica fundamentales de las mismas como lo son el hecho de ser electivas y responsables. Ello, toda vez que, a través del voto de los comicios se deposita la confianza en la gestión que el magistrado propone, debiendo rendir la debida cuenta de sus actos una vez finalizada, dado el carácter responsable que revestían las magistraturas romanas.

 

Por lo tanto, es dable concluir que la innovación y el aporte que realizó el pretor a la evolución del derecho se adaptó sin duda a las necesidades sociales y a la evolución que las mismas requerían, pero al resguardo de sus expectativas y tomando en consideración no solo las reglas preexistentes que en materia de derecho se venían desarrollando, sino que ante situaciones nuevas hizo lugar a la aplicación de principios que las morigeraran, con el mayor aporte que puede hacerse al orden jurídico que es el convertirlo en un instrumento para el bienestar general y la paz social.

 



[1] GARCÍA DE ENTERRÍA, E., Reflexiones sobre la ley y los principios generales del Derecho, RAP, nº 40, pág. 189 y sigs.

 

 

[2] BENJAMIN CONSTANT, ‘De la liberté des anciens comparée à celle des modernes’, p. 597 yss.

[3] GARCÍA DE ENTERRÍA, E., Reflexiones sobre la ley y los principios generales del Derecho, RAP, nº 40, pág. 189 y sigs.

 

 

[4] COVIELLO, Pedro José Jorge: La protección de la Confianza Legítima del Administrado, Lexis Nexos, 2004. pág. 33 y ss.

[5] FROMONT, Michel, “Le principe de non retroactivité del lois”, en  Annuarire internacional de Justice Constitutionelle, vol. VI, 1990, pág. 321-325.

[6]El Dr. Coviello ha expuesto la noción y las características del instituto y su aplicación en la  urisprudencia internacional y en la República Argentina en el artículo publicado por la Revista El Derecho con fecha 4 de mayo de 1998 (Tomo 177 pág. 894), a cuya lectura remito a quienes les interese una mayor información. En dicho trabajo el autor, al referirse a los motivos para acordar protección jurídica a las expectativas legítimas, hace una cita de Forsiyth que merece transcribirse: “Si el Ejecutivo asume en forma expresa o práctica un comportamiento determinado, el particular espera que tal actitud será ulteriormente seguida… ello es fundamental para el buen gobierno y sería monstruoso si el Ejecutivo pudiera renegar libremente de sus compromisos, la confianza pública en el gobierno no debe quedar indefensa”.

“Se configura en el caso una situación de legítima confianza, surgida a partir de una serie de comportamientos coincidentes por parte del organismo aduanero que llevaron a la convicción de la validez del procedimiento fiscal hasta entonces seguido. Tal confianza no puede dejar de tenerse en cuenta en la medida que está de por medio la vigencia de seguridad jurídica que tiene rango de valor constitucional (Fallos 243:465; 251:78; 252:134), el cual constituye una de las bases principales de sustentación de nuestro ordenamiento, cuya tutela innegable compete a los jueces (Fallos 242:501), y que es una imperiosa exigencia del régimen de la propiedad privada (Fallos 249:51); asimismo ver C.S.J.N., Causa E.106.X-XIII “Sevel” del 10 de octubre de 1996, especialmente considerandos 9 y 12; esta Sala I, in re “Scania”, considerando XII del 9 de mayo de 1996 (Cám. Cont. Adm. Fed., Sala I, sentencia del 14.10.97, Causa Nº 52797/95 I.B.M. Argentina S.A. c/A.N.A., en Revista de Estudios Aduaneros Año VIII Nº 12, pág.212).” Y: “7º Que, consecuentemente, al haber procedido la actora en lo referente a las mencionadas operaciones de admisión temporaria de conformidad con la interpretación

aceptada entonces por la Administración Nacional de Aduanas, no puede reársele el incumplimiento de deberes inherentes a dicho régimen por la supuesta demora en la solicitud de nacionalización de los bienes. Al ser ello así, lo establecido en el art. 902. primera parte, del Código Aduanero obsta a la presentación punitiva del ente de control.” “9º Que si bien tales precedentes aluden a la elaboración de nuevos criterios en el ámbito de la jurisprudencia de los tribunales, el principio que guía la doctrina que resulta de ellos –consistente en evitar que resulte frustrado el derecho de defensa de los litigantes que no pudieron prever esas modificaciones ni, lógicamente, adecuar a ellas sus actos ya cumplidos- resulta plenamente aplicable al sub examine puesto que la pretensión de la autoridad administrativa de juzgar con su nuevo criterio hechos ocurridos con anterioridad a que aquél se manifestase importa calificar de ilícitas a conductas realizadas con sujeción al régimen q que en esa época aquélla consideraba aplicable, lo cual configura un claro menoscabo de la garantía consagrada por el art. 18 de la Constitución Nacional en una materia –como es la referente a las multas aduaneras- a la que este Tribunal ha asignado naturaleza penal (Fallos 287:76 y sus citas).” (C.S., mayo 7 de l998, I.B.M. Argentina S.A. c/A.N.A., en El Derecho Tº 179 pag. 712).

[7] WOEHRLING, Jean-Marie: “General Report on legitimate expectation”. Ponencia presentada en el XV Congreso Internacional de Derecho Comparado. Bristol, Inglaterra, 31 de julio de 1998

[8] LORENZETTI, Ricardo L. La responsabilidad precontractual como atribución de los riesgos de la negociación. LA LEY, 1993-B, 712 - Responsabilidad Civil Doctrinas Esenciales Tomo I - 927.

[9] MORONI, Carlos E., La promesa al público. LA LEY, 1987-D, 956.

 

 

[10] LARENZ, K.arl, Derecho de las Obligaciones, Madrid, 1958, p. 144.

[11] DUSSAULT, Robert., “Traité de Droit Administratif Canadien et Québécoise”, 1974. Citado por Jean-Marie WOEHRLING ob. cit.

[12]ADAMES GODDARD, Jorge., El principio de buena fe en el Derecho Romano y en los Contratos internacionales y su posible aplicación en los contratos de deuda externa... Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, MÉXICO;  Carcaterra, A., In torno ai bonae fidei iudicia (Napoli 1964) 36 y ss.5.