Más allá de la crítica, ¿por qué importa el amor?

André Magnelli*

*Ateliê de Humanidades, Río de Janeiro, Brasil. Correo electrónico: direcao.ateliedehumanidades@gmail.com.

Artículo recibido: 08/07/2020     Artículo aprobado: 20/12/2020

MIRÍADA. Año 13, N.º 17 (2021), pp. 45-82

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales (IDICSO). ISSN: 1851-9431

Resumen

El pensamiento crítico del siglo xxi está bajo imperativo de renovarse para no perecer. La gramática del reconocimiento se ha ideologizado, lo que hace que la pretensión legítima de respeto mutuo y autoestima se degenere peligrosamente en la combinación unilateral autoritaria entre la búsqueda de visibilidad, la concurrencia de las víctimas, la exigencia de aceptación y la carta blanca para el enjuiciamiento. Es necesario, por lo tanto, traer otras tablas de descripción e interpretación de los fenómenos y, al mismo tiempo, reanudar una reflexión sobre la normatividad en la teoría crítica. Para esto, el amor importa como respuesta a la fragmentación y como reconstrucción de direcciones teóricas y prácticas. Afortunadamente, en los últimos años, ha habido una fructífera confluencia de iniciativas teóricas y prácticas que “redescubren” el amor en las ciencias sociales. Podemos sintetizarlos en tres ejes: reconocimiento, don y ágape. En primer lugar, se presenta brevemente lo que llamo “la ideologización de la lucha por el reconocimiento”. Luego, se reanuda la reconstrucción honnethiana del papel ontogenético y sociogenético del amor en la teoría del reconocimiento, proponiendo el tema del amor por la teoría crítica, para analizarlo tanto desde el punto de vista ontogenético (proceso de individuación) como desde un punto de vista sociogenético (formación de modos de vida social e instituciones con potencial de emancipación). Finalmente, se hace una propedéutica de este programa buscando conectar los temas de reconocimiento con la teoría del don y la sociología del ágape, destacando las contribuciones del movimiento antiutilitarista en ciencias sociales (MAUSS) y la agenda de la red de investigadores de Social One.

Palabras clave: teoría crítica, amor, reconocimiento, don, ágape.


Abstract

Critical thinking in the 21st century is under the imperative to renew itself in order not to perish. The grammar of recognition has been ideologized, which makes the legitimate claim of mutual respect and self-esteem dangerously degenerate into the unilateral authoritarian combination of the search for visibility, the concurrence of the victims, the demand for acceptance and the carte blanche for prosecution. It is necessary, therefore, to bring in other tables of description and interpretation of the phenomena and, at the same time, to resume a reflection on normativity in critical theory. For this, love matters as a response to fragmentation and as a reconstruction of theoretical and practical directions. Fortunately, in recent years, there has been a fruitful confluence of theoretical and practical initiatives that “rediscover” love in the social sciences. We can synthesize them in three axes: recognition, gift and agape. First, there will be a brief presentation of what I call “the ideologization of the struggle for recognition”. Then, the Honnethian reconstruction of the ontogenetic and sociogenetic role of love in the theory of recognition will be resumed, proposing the theme of love for critical theory. Then, it is possible to analyze it both from an ontogenetic point of view (process of individuation) and from a sociogenetic point of view (formation of ways of social life and institutions with potential for emancipation). Finally, it is presented a propaedeutic of this research program through a connection of the issues of recognition with the theory of gift and the sociology of agape, providing by the contributions of the Anti-utilitarian Movement in Social Sciences (MAUSS) and the agenda of the network of researchers Social One.

Keywords: critical theory, love, recognition, gift, agape.

“La autenticidad es solo la obstinada y elevada forma monadológica a la que la opresión social obliga al hombre. Los que no quieren marchitarse prefieren llevar el estigma de lo inauténtico. Luego viven de la herencia mimética. El ser humano se aferra a la imitación: un hombre se convierte en verdaderamente hombre solo cuando imita a otros hombres [...]. [Esta es la] forma arquetípica del amor” (Adorno, Minima Moralia, aforismo 99).

Soit gentil et tiens courage

(Anne Marie Frank, frase dentro de la portada de su diario).

El pensamiento crítico en el siglo xxi está bajo imperativo de renovarse para no perecer. Desde finales del siglo xx, los ideales emancipatorios que tradicionalmente guiaban la actividad crítica han sido desafiados por las continuas transformaciones sociales. Desde la década de 1980, el neoliberalismo se ha radicalizado cada vez más como modelo de vida social, construyendo la utopía de una sociedad capaz de autorganizarse a través de la iniciativa libre de individuos calculadores y egoístas en el mercado, combinada con la gestión de conflictos llevados a cabo por el Derecho. Al mismo tiempo, hubo mucho esfuerzo en el pensamiento crítico y en los movimientos sociales para avanzar en la deconstrucción de las concepciones reificadas de lo social, de la historia y de los sujetos con el fin de liberar subjetividades, deseos y cuerpos. La crítica se orientaba cada vez más hacia proyectos de autenticidad de experiencias individuales y formas de vida, deconstruyendo representaciones y prácticas de la tradición y distanciándose por igual de los ideales emancipatorios de la teoría crítica clásica, que buscaban combinar la autonomía individual y la emancipación colectiva. Cuando se articula con discursos universales, la crítica generalmente lo hace traduciendo los derechos humanos en un reconocimiento igualitario de la diferencia (que es visto como un modelo de justicia social).

En la vida cotidiana y ciudadana, ser crítico se ha convertido en un estilo de existencia, una expresión de autenticidad o un reclamo de vida auténtica. Como resultado, a pesar de los avances positivos en la agenda de “crítica artística”[1], la crítica se volvió demasiado subjetivada, estableciendo así una “democracia negativa” a través de la hipóstasis de la lógica de la denuncia y la vigilancia[2]. El lenguaje del conflicto avanzó; y los lemas, tanto de izquierda como de derecha, se convirtieron en “denunciar”, “desconfiar”, “desenmascarar”, “confrontar”, “luchar”. El debate público fue invadido por argumentos ad hominem y marcado por la ausencia en general de críticas constructivas y argumentadas. Las democracias han adquirido un ambiente inquisitivo, en el cual las emulaciones de ira, odio y acusación retroalimentan las redes sociales en una esfera pública muy caótica. A través de un giro irónico típico de las parejas hermenéuticas, el tema de la lucha por el reconocimiento, elaborado en su forma teórica por Axel Honneth, adquirió su forma popular, más allá de la esfera de los movimientos sociales progresistas centrados en un programa efectivamente constructivo[3], cuando fue asimilado por subjetividades egocéntricas de la sociedad de consumo y performance, encadenándose en la espiral perversa de la cultura del narcisismo[4]. El reconocimiento llega a ser visto, de manera utilitaria, como un bien para ser adquirido; y la lucha por el reconocimiento, como una relación unilateral de uno mismo a los demás, en un doble movimiento que socava la dinámica normativa del reconocimiento mutuo y sus potenciales ontogenéticos y sociogenéticos. La gramática del reconocimiento se ha ideologizado, provocando que el reclamo legítimo de respeto mutuo y autoestima se degenere peligrosamente en la combinación unilateral y autoritaria entre la búsqueda de visibilidad, la concurrencia de las víctimas, la demanda de aceptación y la carta blanca para el enjuiciamiento.

A su vez, cuando nos atenemos a los destinos del pensamiento crítico en el contexto de la actividad académica, reconocemos los rastros de una agonía: las actitudes críticas están “hiperinfladas”, y los diagnósticos de crisis, “hiperbolizados”, de modo que la teoría crítica se vuelve cada vez más distanciada de las experiencias diarias de los actores y progresivamente incapaz de encontrar caminos para salir de los ciclos repetitivos de crisis combinados entre sí[5]. Guiada por un discurso de autenticidad impregnado de sentimientos de justicia y lenguajes de afecto, la crítica intelectual capituló en la deconstrucción negativa y colaboró, aunque sin querer, para la disolución de las bases normativas de la vida en común y el proceso de fragmentación promovido por un neoliberalismo globalizado, donde todo tiende a convertirse en relaciones de poder e interés y en reclamos de diferencias de identidad marcadas por tonos emocionales. Si bien la crítica académica se dedicó a demostrar la inexistencia y la deconstrucción de las estabilidades, demasiadas cosas dejaron de existir y, después de la deconstrucción, lo que surgió fue un populismo de tierra devastada[6].

Ciertamente, la actividad crítica está vinculada a la ruptura de las ilusiones que existen tanto en las ideologías como en las utopías[7]. Como dijo el joven Marx en su introducción a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1843/2005), el crítico debe quitar las flores que decoran las cadenas para que estas puedan verse, haciendo denuncias de dominación, reificación, injusticia, falta de respeto, alienación, etc. Esta actividad crítica estuvo originalmente vinculada a los ideales emancipatorios, especialmente con respecto a la justicia, y se enriqueció con aperturas postestructuralistas y poscoloniales, que trajeron a colación cuestiones de género, indígenas, raciales y étnicas, asociando las demandas de justicia con la autenticidad. Sin embargo, aparte de algunos esfuerzos decididos (como los del Bien Vivir y el Mouvement anti-utilitariste en sciences sociales)[8], la crítica se volvió hipercrítica y se distanció del objetivo de hacer que la “flor viva florezca”. Ahora, como dice Philippe Chanial (2008), tenemos que ir más allá de las críticas para hacer visible el “lado luminoso de la fuerza social” tanto como sea posible[9]. Es necesario, por lo tanto, traer otras tablas de descripción e interpretación de los fenómenos y, al mismo tiempo, reanudar una reflexión sobre la normatividad en la teoría crítica. Para eso, el amor importa.

Desde el punto de vista teórico-crítico, el amor fue tratado como una categoría y una experiencia meramente residual, sin un significado relevante para la crítica, la interpretación o la normatividad. Las críticas están apostando actualmente por cuestiones de justicia y de autenticidad, vistas como condiciones para la libertad. Sin embargo, tanto en el habla como en la práctica, la libertad actual se confunde con la “independencia egocéntrica”, que no solo pierde su relación con la autonomía individual y social, sino que también tiende a reducirse, de manera utilitaria, a la esfera de los “intereses” mismos (o, en un lenguaje psi, de los “deseos”)[10]. Contra esta tendencia, sostengo que el amor importa como respuesta a la fragmentación y a la reconstrucción de direcciones teóricas y prácticas. Debemos ver en el amor tanto un valor heurístico como un potencial emancipatorio.

Afortunadamente, en los últimos años, ha habido una fructífera confluencia de iniciativas teóricas y prácticas que “redescubren” el amor en las ciencias sociales. Podemos sintetizarlos en tres ejes: reconocimiento, don y ágape. De manera fructífera, todos vuelven al amor en una perspectiva antiutilitaria y reconstructiva que permite superar la afinidad electiva entre el deconstructivismo de la “crítica crítica” y el utilitarismo de la cultura contemporánea. Sin embargo, la cuestión del reconocimiento debe analizarse con atención vigilante, porque, si lleva el amor al centro de la teoría crítica, tiende a olvidarlo cuando se ideologiza. Por lo tanto, en primer lugar, se presentará brevemente lo que yo llamo “la ideologización de la lucha por el reconocimiento”, un proceso que ocurrió a pesar de Honneth. Luego, regreso a la reconstrucción de Honneth del papel ontogenético y sociogenético del amor en la teoría del reconocimiento. Proponemos, más ampliamente, el tema del amor por la teoría crítica, para analizarlo tanto desde un punto de vista ontogenético (proceso de individuación) como desde un punto de vista sociogenético (formación de modos de vida social e instituciones con potenciales emancipatorios). Este ensayo elabora la propedéutica de este programa más amplio, buscando conectar los problemas de reconocimiento con la teoría del don y la sociología del ágape. A este fin, traigo las contribuciones del movimiento antiutilitarista en ciencias sociales (MAUSS) y la agenda de la red de investigación Social One. Se presentará una propuesta para profundizar las relaciones históricas y sistemáticas entre la dinámica del reconocimiento, la lógica del don y las experiencias de amar; y se propondrá la formación de una agenda de “fenomenología de los lazos de amor y experiencias de amar”, vista como una contribución fundamental a la renovación de la teoría crítica y las prácticas emancipadoras del siglo xxi.

La ideologización del reconocimiento

A comienzos de siglo, la lucha se convirtió en una contraseña; y el reconocimiento, en una palabra maestra. La búsqueda por ser reconocido es una de las principales razones de nuestro tiempo. Como dice Alain Caillé (2007), este es un verdadero “fenómeno social total”. No es casual, por lo tanto, que un libro sobre la lucha por el reconocimiento haya tenido una recepción inmediata en las gramáticas morales de las democracias. Con su publicación en 1992, Axel Honneth responde a las transformaciones sociales actuales teóricamente, pero también es digerido por las tendencias del espíritu de la época.

Como es sabido, a finales de siglo hubo un cambio en las formas de luchas y conflictos sociales: de una concentración en el tema de la redistribución de bienes y riqueza, a una concentración en el tema de las luchas por el reconocimiento, un proceso que causó mucho debate sobre sus ganancias y pérdidas[11]. Es un cambio en la concepción de la justicia, a partir del cual una buena sociedad es vista como una que permite relaciones auténticas y justas de reconocimiento para todos. Sin embargo, esta idea se ha deslizado sutilmente a otra: ese reconocimiento es un derecho que se debe dar a todos los que lo reclaman. Esto ocurrió como resultado de una deriva utilitaria en el reconocimiento, que rápidamente fue visto como un activo deseable para ser adquirido por quienes lo buscan, como si fuera una satisfacción de utilidad en la jerarquía de las preferencias individuales. En este caso, buscamos reconocimiento tal como queremos autos de lujo, salarios más altos y una vida cómoda. La principal referencia implícita de las prácticas deja de ser Honneth, para convertirse en Maslow...

Una dinámica utilitaria de la lucha por el reconocimiento abre la posibilidad de concurrencia de las víctimas, lo que lleva a demandas subjetivas de derechos o de privilegios combinadas con la fragmentación de las luchas sociales por reclamos identidad. Como dice Alain Caillé (2005), parece que

nadie más puede ascender a una existencia social legítima y significativa si no afirma su pertenencia a una comunidad de víctimas específica, y puede manifestar un estado de infelicidad u opresión sin paralelo, irreductible a cualquier otro, por exigir el reconocimiento de nuevos derechos (pp. 117-118)[12].

Así es como el lenguaje y las prácticas de reconocimiento se ideologizan, haciendo que la lucha por los derechos dependa de la posición de una víctima acusadora y penalizadora, alejándose de la lógica racionalizadora de la justicia, para acercarse a la lógica simbólica del sacrificio. En primer lugar, son las luchas sociales, tradicionalmente vinculadas a la redistribución, las que se ven socavadas y donde los grupos que tienen una clara convergencia de derechos son sectarizados por la disputa expiatoria por la visibilidad y el reconocimiento público. Además, el reconocimiento pierde su carácter distintivo basado en la jerarquía de valores sustanciales que le dan significado, para convertirse en un reclamo relativista de una “libertad de ser uno mismo” en su propia identidad. En otras palabras, la lucha por el reconocimiento está psicologizada; y la actividad crítica, subjetivada.

Esto hace que las luchas se hagan vulnerables al aumento de los intentos de justificar cualquier cosa como una buena causa. Así, si la afirmación de un reconocimiento de la diferencia comenzó como una parte fructífera de las luchas progresivas de las minorías por el respeto y la autoestima, vemos como es emulada por movimientos de extrema derecha, que muestran claramente como la lógica fragmentada sirve a los intereses de un poder que divide para reinar. Existía una dialéctica en la que el reclamo de reconocimiento se desviaba de la aparición de diferencias convergentes en común en una lógica autodestructiva de identidades diferentes en la concurrencia fragmentaria. Esto allanó el camino para la crítica de lo “moralmente correcto” por parte de grupos conservadores, incluso reaccionarios, muchos de ellos tomando la posición de víctima perteneciente a una “nueva minoría” que lucha por su reconocimiento perdido. En este sentido, la lucha por el reconocimiento se ha entendido cada vez más en el lenguaje de la guerra cultural, en un juego en el que la lucha por el respeto se convierte fácilmente en el derecho a la falta de respeto. La patologización de la lucha por el reconocimiento surge de una distorsión de la idea de autenticidad que genera una confusión de la “economía de la grandeza” y un desprecio por sus antecedentes normativos y afectivos. De esta manera, el discernimiento moral se baraja con una gramática de justicia mal codificada y con una economía de afectos mal elaborada, dejándose poseer por “pasiones tristes”, como el miedo, la envidia y el resentimiento[13].

El derecho al reconocimiento ha sido distorsionado como un reconocimiento de particularidad pura y simple de un individualismo sin límites. Si tomamos, con Caillé, el reconocimiento en momentos analíticamente distinguidos, de acuerdo con la pregunta “¿quién reconoce a quién y por qué?”, podemos considerar que hubo una hipóstasis del reclamo del demandar (o de la retribución de la deuda), lo que subestima el momento de dar y la reciprocidad universal[14]. En este caso, existe una especie de colonización de la esfera del derecho por la demanda de autoestima, prescindiendo de la ontogénesis a través del amor y la formación del derecho a través del respeto. El resultado es que las luchas por el derecho están fragmentadas en torno a agendas de identidad particulares, impulsadas por una lógica de subjetividad que es muy característica de las sociedades contemporáneas. Esto significa que esta lógica distorsionada de reconocimiento es compatible con las formas de subjetividad incorporadas en la cultura del narcisismo. Diferentes autores, como Christopher Lasch (1986), Richard Sennett (1977), Alain Ehrenberg (1998), Elena Pulcini (2001, 2013a) Byung-Chul Han (2017), Marcel Gauchet (2002, 2011), entre otros, han demostrado como vivimos en una sociedad en la que la promesa narcisista desata una disolución de la esfera pública y de la individualidad misma. En esta nueva economía psíquica, tan distante de las neurosis de la época de Freud, cada individuo quiere aparecer socialmente como algo que debe ser aceptado, como un “dato” en su expresión, al mismo tiempo que se concibe a sí mismo como una “construcción sin fin” que marca una diferencia en relación con él mismo.

Se pierde mucho cuando el reconocimiento se reduce a la expectativa de aceptación o retribución de alguien por alguien. La hiperinflación de la expectativa de reconocimiento puede hacer olvidar la calidad en juego en la lucha por ser reconocido, transformando algo para ser reconocido del valor de uso en valor de cambio. También olvida que la esfera del derecho depende, por su propia legitimidad, de una experiencia relacional prejurídica, que le da sustancia ética. Incluso si la ley tiene una universalidad que no requiere la calidad de los seres humanos —pues el ciudadano es un ser humano en general—, ella no puede sostenerse sin una comunidad política constituida por un proyecto de vida mínimamente compartido, lo que los franceses llaman el político[15]. Las luchas por la justicia exigen, por lo tanto, la construcción de formas de solidaridad transidentitarias porque, aunque suponen el reconocimiento del conflicto como parte de la democracia, también exigen la construcción de proyectos comunes que solo son posibles asumiendo la voluntad de dar como constituyente, y no como un derivado, de reciprocidad. Curiosamente, la acentuación ideológica del conflicto tiene una especie de rechazo de la insoportable existencia de este porque está impulsada por la utopía de una sociedad reconciliada sin divisiones, donde, en la versión socializada, todos se reconocen mutuamente en su derecho a ser reconocidos; o, en la versión narcisista, todos me reconocen en mi realidad, sin ningún obstáculo para mis deseos y sin mis esfuerzos de individualización en una relación con los demás.

Todo esto requiere una economía afectiva de apertura que sea difícilmente compatible con aferrarse a la lucha cultural. El “dar” en sí mismo ocupa el segundo plano en la búsqueda de ser reconocidos por sus pares y la sociedad en general. Así el lenguaje del agonismo y de la lucha se superpone a la generosidad, el cuidado de los otros y la responsabilidad compartida. La lucha por el reconocimiento se ha convertido más en una lógica de responsabilidad del otro que en una responsabilidad para el otro, más cuidado por uno mismo que cuidado por los demás, más una demanda de atención que un reconocimiento de fragilidades mutuas. Con esto, el reconocimiento adquiere una dimensión utilitaria, en la que cada uno reclama su posesión como un bien en el mercado más que como un bien relacional cuya construcción es propio esfuerzo y, casi siempre, uno recíproco y común.

Podemos decir, por lo tanto, que la antropología que basa normativamente la lucha por el reconocimiento, presente en el reconocimiento recíproco amoroso, fuente dialógica y afectiva de intersubjetividad, ha estado en gran parte en cortocircuito. Por el contrario, es necesario recuperar esa antropología, desarrollando la centralidad ontogenética y sociogenética del amor.

El amor al reconocimiento: la formación afectiva de la intersubjetividad

Todo el análisis sobre la ideologización de la lucha por el reconocimiento nos lleva a la necesidad de retomar y profundizar la teoría misma del reconocimiento. Se puede dividir en dos líneas teóricas: la primera es con la que hemos dialogado hasta ahora, desarrollada por Axel Honneth (1992/2003) a raíz de la filosofía de Hegel[16]; la segunda, menos evidente al principio, debe encontrarse en las interpretaciones de Ensayo sobre el don, de Marcel Mauss (1924-5/2003), con especial atención a los esfuerzos realizados por Alain Caillé para articular el paradigma del don y lo simbólico con el de reconocimiento. Agreguemos también, como una síntesis de las dos, en diálogo también con toda la historia de la filosofía, la existencia de los esfuerzos de Paul Ricoeur en Caminos del reconocimiento (2004/2006)[17]. Todos ellos tienen en común el problema filosófico, sociológico y antropológico de la individuación en su relación con la constitución de lo social. Este punto debe enfatizarse, ya que, como hemos visto, estamos en una cultura en la que el lenguaje del reconocimiento se usa para distorsionar las relaciones de reconocimiento recíproco. Por lo tanto, el punto de partida del problema debe ser la reconstrucción de la ontogénesis del individuo, en su articulación con la sociogénesis e, incluso, con la filogénesis, deteniéndose, por el interés específico de este ensayo, en el papel del amor en medio del proceso. Esto fue hecho brillantemente por el propio Honneth en su libro inaugural (1992/2003).

Axel Honneth realiza una reconstrucción actualizada de Hegel, utilizando el pragmatismo de Georg H. Mead y el psicoanálisis de Donald Winnicott. Coloca el amor, como sabemos, en la esfera familiar, mostrando cómo el yo se constituye en relaciones amorosas y afectivas con personas de referencia, especialmente la madre. El enfoque ontogenético a través de Winnicott elimina la teoría del reconocimiento del esquema de “vicisitudes de la libido” del psicoanálisis freudiano, rompiendo con los riesgos de una interpretación centrada en la organización “monológica” de la psique creada por los conflictos entre los impulsos libidinosos y las capacidades del ego[18]. Aunque no excluye la economía libidinal, la teoría winnicottiana trae al centro otros afectos, involucrados en la proximidad física, el contacto corporal, el regazo y la acogida (holding). La unidad de análisis es la interacción prelingüística y comunicativa y el vínculo afectivo entre el bebé y la madre (y las otras personas de referencia), que se experimentan, negocian y desarrollan en un contexto estructurado durante la primera infancia. Al colocar “fuertes lazos emocionales entre algunas personas” como parte de un proceso de individualización, ya sean amantes, amigos o padres/hijos, Honneth hace una contribución importante a la reanudación del amor en las ciencias sociales, lo desconecta de la herencia romántica del amor—la pasión y su tendencia a reducirlo al amor-eros[19]—. Además, cuando se basa en el cuidado materno, se distancia del concepto de identidad autosuficiente, presente en la tradición moderna y reproducido en las luchas por el reconocimiento, llevando al centro de reflexión el carácter precario, frágil y relacional del yo, abriendo un diálogo fructífero con teorías feministas y la ética del cuidado[20].

La reconstrucción de la individualización de Honneth permite restaurar la racionalidad interna del proceso, así como los fenómenos patológicos resultantes de una individualización fallida. El amor proporciona a la teoría del reconocimiento el concepto de intersubjetividad primaria. En pocas palabras, recordemos que el desafío de la primera infancia es la transición de la omnipotencia de la simbiosis entre el bebé y la madre (dependencia absoluta) a una diferenciación entre los dos, para que se reconozcan a sí mismos como sujetos con sus propias esferas de acción y voluntad, pero al mismo tiempo, conectados afectivamente (dependencia relativa). Cuando esta transición es exitosa, el niño adquiere una “capacidad para estar solo”, una confianza en sí mismo que surge de la certeza de que la dedicación materna es duradera incluso en ausencia e independencia de la madre. Es un proceso de desilusión que tiene una especie de lucha para reconocer al bebé con la madre, como dice Jessica Benjamin[21]. La “lucha” llega a su fin a través de un objeto de transición, que es un operador simbólico desencadenado por el niño en la negociación de su relación afectivo-cognitiva con el mundo.

Honneth reconoce la profundidad del problema, que abarca el tema de la socialización, para convertirse en el centro de la antropología. Los objetos de transición son, para él, enlaces de la mediación ontológica entre la experiencia primitiva de fusión y la experiencia derivada de la separación, que se realiza a través de una inversión imaginativa y lúdica en un objeto electivo. Son verdaderos puentes simbólicos entre la realidad interna y externa y se relacionan con una tarea de negociar con el mundo y experimentar con uno mismo y con otros que atraviesa la vida entera de un ser humano. Aquí es donde vemos el surgimiento de objetividades culturales y la fuente de la creatividad humana, que presupone una confianza elemental en uno mismo que combina la capacidad de estar solo y de conectarse y dedicarse emocionalmente a los demás. De esta manera, el amor es una “autolimitación” y una “auto-des-limitación” recíprocas entre los individuos que se reconocen en su singularidad. Es el reconocimiento mutuo de sus propias necesidades lo que lleva a la dedicación amorosa mutua; cuando hay un reconocimiento recíproco de amor, no solo hay asentimiento, sino también estímulo afectivo entre sujetos concretos corporales.

El amor como forma de reconocimiento proporciona una estructura de comunicación afectiva con dos polos en relación con el equilibrio recíproco: por un lado, el polo subjetivo, con la capacidad de estar solo en la delimitación de sí mismo; por el otro, el polo objetivo, que es la relación fusional con el objeto delimitado. El “poder estar solo” y, al mismo tiempo, afectuosamente vinculado a los demás, es un signo de madurez emocional y se presupone en cada relación social comunicativamente sinérgica, como la amistad. En ella, dos o más seres se abren y se conectan afectuosamente de manera relajada, pues son capaces de abrirse a la posibilidad de una experiencia de ser “uno en dos”, es decir, de “delimitarse unos a otros” sin disolverse en una fusión. Podríamos incluso decir, asintiendo a lo que seguirá en relación con el amor-ágape, que es esta estructura diádica (o incluso triádica, cuando reconocemos que esta experiencia comunicativa depende de un tercero, ya sea la cultura o el Espíritu Santo) la que genera un “exceso”. Esto significa quizá que no hay una solución de continuidad, pero sí un continuum afectivo entre amor-eros, amor-philia y amor-ágape (entre las relaciones eróticas sexualizadas, las relaciones filiales y de amistad, y los dones incondicionales).

No es casualidad que Honneth (2008) regrese al punto cuando elaboró la teoría de la reificación. Su propuesta de una nueva mirada al concepto de reificación se basa normativamente en este reconocimiento intersubjetivo que comienza con el amor diádico hasta el punto de la solidaridad comunitaria. Desarrollando una crítica de la teoría de la reificación de Lukács, además de aportar las contribuciones de la psicología del desarrollo, también dialoga con la tradición filosófica, retomando los conceptos de cuidado (Sorge) y de solicitud (Fürsorge) de Heidegger y la idea de la implicación dialógica con el mundo de John Dewey (y de George H. Mead, añadamos); además, recupera el bello aforismo 99 de Minima Moralia, de Adorno (1951/2017), en el que se sugiere la imitación como “arquetipo de amor”[22]. Todos estos desarrollos teóricos y empíricos tienen en común la tesis de que “el espíritu humano surge de la imitación primaria de una figura de vínculo amada” (Honneth, 2008, p. 45). Antes de una relación entre sujeto y objeto, existe una relación intersubjetiva, un acto precognitivo de apertura involuntaria al mundo, que podemos llamar “devoción” o “amor”[23]. El niño se desarrolla cuando aprende a ponerse en el lugar de otro con el que se identifica y se vincula a través de una “simpatía existencial o incluso afectiva” a partir de la cual el mundo se vuelve, por primera vez, plenamente significativo, existencialmente abundante y disponible para su acción. De esta manera, se constituye un mundo de humanos y no humanos que no es cosificado, que es tanto más rico cuantas más perspectivas se tiene de la realidad a través de la mediación amorosa con otros seres humanos. Esto significa que el proceso de reconocimiento mutuo (Anerkennung) tiene una primacía sobre el proceso de cognición (Rekognition) del objeto por parte del sujeto; y está en la génesis, en igual medida, de la relación del sujeto consigo mismo (la autorrelación, incluyendo la tan querida “autorreflexión” de la tradición cartesiana, desde Descartes a Husserl, pasando por Kant y Hegel). Es necesario que el conocimiento no esté escindido del mundo, que el sujeto entre en contacto expresivo con sus propios estados mentales, y esto solo es posible a través de una relación primaria con otros concretos, de modo que exista una conexión interna entre el conocimiento y la moral. El modelo de reconocimiento, por lo tanto, no es el de la interacción entre sujetos adultos autoconscientes, en el que un ego ya constituido, consciente de los objetos, apetitos e intereses, sería el fundamento, sino el de la fragilidad de un ego y el cuidado de los demás, es decir, la relación de maternaje, en la que el alter es coconstituyente del ego[24].

Así, llegamos, a través de diferentes frentes de comprensión de la ontogénesis del individuo a la primacía del cuidado y la experiencia cualitativa entre los sujetos. La autorrelación meramente cognitiva aparece como una patología comunicativa, expresión de un proceso de reificación. Esta reconstrucción del proceso ontogénico aclara cómo la individuación depende de una “desubjetivación” o, para hablar con Freud, de una salida del “narcisismo primario” mediante una “catexia libidinal” sobre los objetos mediada por los sujetos. Así es como las desviaciones de los vínculos afectivos resultan de una reciprocidad infructuosa derivada de las unilateralizaciones estructurales de un equilibrio de reconocimiento. El resultado de esto puede ser la instrumentalización de las relaciones que, si hubieran tenido lugar de acuerdo con una conexión afectiva madura, podrían nutrirse en una estructura comunicativa dialógica. El análisis de las unilateralizaciones, resultantes tanto de la privación como de la sobrecarga afectiva, permite enriquecer la comprensión de los procesos psicopatológicos a partir de los llamados “trastornos del afecto y de la personalidad” (narcisismos, bipolaridades, borderlines, etc.) a las llamadas relaciones perversas (sádicas y masoquistas)[25]. Teniendo en cuenta que el marco del psicoanálisis ya no da cuenta de los sucesos en la esfera terapéutica, porque los problemas sexuales clásicos del freudismo, generados por el conflicto entre los impulsos existentes y las posibilidades de inversión, ya no se manifiestan mucho en la clínica, dando espacio a otros fenómenos, más vinculados a la gama de trastornos narcisistas y a cuadros de “perversión”, nos damos cuenta de que la teoría del reconocimiento (junto con las teorías de la comunicación, el don y el ágape) puede ayudar a explicar los procesos psicopatológicos actuales y, al mismo tiempo, proporcionar una teoría de la individualización psíquica que libera al psicoanálisis de su encarcelamiento excesivo en el esquema de deseo del sujeto y el sujeto del deseo[26]. Este esfuerzo normativo teórico puede emprenderse de varias maneras: ya sea en la línea de Winnicott o de las diferentes psicologías del desarrollo; ya sea en forma de un psicoanálisis renovado por nuevas interpretaciones del corpus freudiano (a favor y contra Lacan) y abierto a la investigación empírica y social; ya sea, finalmente, como sugiere M. Gauchet, por la recomposición del marco psicoanalítico puesto en jaque por el avance de la democratización y por el enfrentamiento del desafío impuesto por las ciencias cognitivas[27].

Lo que es importante señalar es que sin un marco de análisis que incorpore el tema del reconocimiento en sus articulaciones con la comunicación, el don y el amor, todo indica que cualquier teoría de la alienación y la reificación cosificará el mundo de antemano y alienará al sujeto cuya crítica se supone que debe emancipar[28]. En este sentido, la teoría de la lucha por el reconocimiento permite no solo esquivar las aporías de la tradición de la teoría crítica francfortiana, sino también ampliar el concepto de comunicación de Habermas, así como su teoría de las patologías comunicativas. Eso es porque muestra que existe una estructura comunicativa del amor como una forma de reconocimiento recíproco y que toda comunicación humana madura depende de las conexiones afectivas primitivas y prelingüísticas hechas por los primeros socios de la relación, que forman el patrón elemental de las relaciones comunicativas posteriores. De esta manera, aporta la contribución winnicottiana a la teoría comunicativa de la individuación, es que hasta ahora ha estado más vinculada a las contribuciones cognitivas de las psicologías del desarrollo de Piaget y Köhlberg[29]. Además, vemos que el reconocimiento del amor no solo concierne a la esfera de la familia porque es una estructura intersubjetiva primaria que debe transponerse a la sociedad en general. Las esferas del Derecho y de la solidaridad dependen de un proceso de maduración emocional de las personas, que es una condición para construir una vida cívica basada en la igualdad y la libertad:

dado que esta relación de reconocimiento allana el camino para una especie de autorrelación en que los sujetos logren mutuamente una confianza elemental en sí mismos, precede, tanto lógica como genéticamente, a cualquier otra forma de reconocimiento recíproco: esa capa fundamental de seguridad emocional no solo en la experiencia, sino también en la manifestación de sus propias necesidades y sentimientos, siempre que a través de la experiencia subjetiva del amor, constituye la suposición psíquica del desarrollo de todas las demás actitudes de autoestima (Honneth, 2003, p. 177).

El don como fundamento del reconocimiento y operador práctico del amor

En el análisis del proceso de ideologización del reconocimiento y en la reconstrucción del lugar del amor en la teoría de Honneth, ya era posible anticipar algunas contribuciones desde la lógica del don. Desde nuestro punto de vista, el marco de referencia del don permite no solo ampliar la teoría de la lucha por el reconocimiento, sino también pensar en el campo de las posibles experiencias de amor. Eso se hará muy sucintamente en este espacio.

La cuestión del reconocimiento es fundamental para el paradigma del don. Caillé continúa las intuiciones de su antiguo asesor, Claude Lefort, desarrolladas en el artículo precursor “El intercambio y la lucha entre humanos” (1951), que declaraba el paradigma del don, al mismo tiempo, como un paradigma de lo simbólico, del político y del reconocimiento. Considera, en varios escritos, que el paradigma de la lucha por el reconocimiento puede ser el común denominador, siempre que se traduzca por la lógica del don, capaz de resintetizar el campo de las ciencias sociales. La condición consiste en negarse a reducir el problema del reconocimiento al utilitarismo y en construir una teoría del valor social que demuestre que la motivación principal de la acción no está en la posesión de riqueza, poder y prestigio, sino en el reconocimiento de la capacidad de dar, es decir, en buscar ser reconocido como donante. No es este el espacio para desarrollar un análisis de la teoría del reconocimiento de Caillé, sino simplemente para señalar que, movilizando a Marcel Mauss y Axel Honneth junto con Hannah Arendt y Amartya Sen, propone que la lucha por el reconocimiento es insuperable y constitutiva en lo social, articulándose tanto con la “donación originaria” (el problema de lo religioso), como con la “donación” horizontal entre sujetos (el problema del político), con su cuestión de la agonística “manifestación del yo” (Selbstdarstellung) en la esfera pública. La teoría no rechaza la expectativa de retribución como parte de la dinámica, sino que enfatiza el momento de dar, con sus aperturas, apuestas y riesgos. Como dice Lefort (1951), los nativos no dan para recibir de vuelta, sino para que otros den y, con ello, se instituye una relación intersubjetiva de reconocimiento que conforma un espacio político.

En la Teoría de la acción antiutilitaria (2008b), Caillé profundiza en la teoría de la acción en su articulación con el problema del reconocimiento, cuidadosamente restituyendo los diferentes sentidos del interés —interés instrumental por sí mismo, interés-obediencia, interés por los demás e interés pasional— para mostrar cómo existe la arbitrariedad en la reducción del interés a lo utilitario. El don es un continuo formado por dos polos ambivalentes: obligación/libertad, interés por uno mismo / interés por los demás. Aquí tenemos la primera presencia del tema del amor en la teoría del don como uno de los polos de acción, el del interés por uno mismo, llamado con el neologismo amancia (que se confunde con la idea de beneficio, que es, veremos, importante para la sociología de la acción agápica).

La teoría de Caillé retoma, por lo tanto, en el lenguaje del don, la misma estructura de reconocimiento presente en la teoría honnethiana del reconocimiento a través del amor. Como hemos visto, la relación amorosa representa una simbiosis rota por el reconocimiento que constituye los polos comunicativos del amor. Estos últimos tienen una clara analogía con los polos de dones que presenta la teoría de acción antiutilitaria. El reconocimiento del amor puede leerse como una voluntad de dar que proviene de la madurez emocional y la entrada en el universo simbólico. El don es el operador de esto, que hace posible las transformaciones y el siempre precario equilibrio entre la autonomía y la dependencia, el interés por uno mismo y por los demás, el autoabandono simbiótico y la autoafirmación individual. De la misma manera que la persona sana es la que logra equilibrar los polos de estar sola y conectarse con los demás, del mismo modo el buen funcionamiento del ciclo del don depende de un equilibrio entre, por un lado, el interés por uno mismo y el amor, y, por otro, la libertad y la obligación. Vale la pena recordar, con el sociólogo colombiano Gabriel Restrepo (en conversación privada), que el interés es, etimológicamente, ‘estar entre’ (inter-esse), hecho que permite afirmar que el interés anula el egocentrismo en el “interés” del individuo, mostrando que la autorrealización depende de una autolimitación por parte de otro, que es la apertura al otro, lo contrario de la autoalienación para uno mismo.

Si, de hecho, Caillé no ha desarrollado aún una teoría de la ontogénesis por el don, su preocupación empírico-normativa va en la misma dirección que la de Honneth: ¿cómo puede el don constituir el sujeto a través de una apertura simbólica a otro? En lugar de responder a esto recurriendo a la teoría de Winnicott sobre las relaciones de los objetos, con sus “objetos transicionales”, Caillé opta por un diálogo con el psicoanálisis lacaniano, que corresponde más al contexto intelectual francés y a la tradición de Durkheim y Mauss. En cualquier caso, estamos en un punto común: el problema de la individuación, es decir, de convertirse en sujeto capaz de actuar. A este respecto, vale la pena enfatizar dos puntos en la teoría del don.

En primer lugar, el don debe ser visto como el operador de la entrada en lo simbólico y la realización de las negociaciones y compromisos de los sujetos y objetos que lo pueblan (lo que lo acerca curiosamente al concepto de “objetos transicionales” en su sentido más amplio). Por lo tanto, el don es lo que marca el reconocimiento, al mismo tiempo que lo actúa (en un sentido que lo efectiviza, interpreta y dramatiza)[30]. Este reconocimiento debe entenderse en el triple sentido de la palabra: reconocimiento de la existencia de algo significativo en el mundo, reconocimiento del valor de los sujetos y reconocimiento como gratitud. En segundo lugar, el problema de la individuación mediante el reconocimiento a través del don lleva a la cuestión normativa de que solo hay un don efectivo si hay una excedencia de libertad e interés por los otros sobre la obligación y el interés por uno mismo. Es decir, en la teoría del valor social, es el exceso de libertad sobre la obligación y el interés por los demás sobre el interés por uno mismo lo que da valor al donador y le da el debido reconocimiento. Con ello, tenemos una aproximación evidente de la teoría del don con la del ágape, que veremos en la sección siguiente, porque ambas dependen de una experiencia de exceso en relación con el actor y la acción.

Refiriéndose a Séneca en De beneficiis, Caillé recuerda la “paradoja del don”, cuando el filósofo dice que para que haya un don es necesario que el donante se olvide inmediatamente del don hecho, mientras que el receptor no debe olvidarlo. Para que no se produzca esta paradoja que haría imposible el don en sí mismo en la vida cotidiana, Caillé sugiere que tengamos una interpretación dinámica del ciclo de dar, recibir, recompensar y exigir, sin incurrir en unilateralizaciones. Esto no solo permite comprender la lógica práctica del don, sino también encontrar un punto más en común con Honneth: la propuesta de un nuevo enfoque de las psicopatologías a través del reconocimiento. Según Caillé, pueden analizarse como fijaciones, unilateralizaciones o fetichizaciones en uno de los momentos del ciclo del don o en uno de los polos de acción, lo que bloquea la circulación de los dones y congela afectiva y cognitivamente la acción y los sujetos. Al igual que la teoría de Honneth, podemos encontrar aquí una fértil herramienta interpretativa para el diagnóstico de las psicopatologías de las sociedades contemporáneas, así como respuestas prácticas a ellas. Sin insistir en este punto, el hecho es que el enfoque de la donación, así como el del reconocimiento, implica una crítica de la “cosificación” mercantil y utilitaria, incluso en su forma ideologizada de hipercrítica deconstructiva y reconocimiento egocéntrico, contra la cual se reanuda el cuidado y la responsabilidad. Como muestran Luigina Mortari (2015) y Elena Pulcini (2013a), el cuidado está relacionado con un sentido de responsabilidad que impide la eliminación tanto de uno mismo como del otro, y tiene, como enseña Lévinas, una característica de donación consciente, de la solicitud, es decir, de un don del tiempo, generosidad y coraje.

“Sé gentil y ten coraje”, nos enseñó la sabia Ana Frank en su rápido pasaje por el mundo. Y así, sin reducirse a la redistribución o a la legalidad, el don está estrechamente vinculado a la forma agápica del amor.

La acción agápica como experiencia, formación y transformación

Después de tratar el amor en la teoría del reconocimiento y la teoría del don, hemos llegado a nuestro último punto de conexión: el de la sociología de la acción agápica. En una entrevista en el Ateliê de Humanidades, Silvia Cataldi nos dijo que el concepto de amor atraviesa la historia del pensamiento sociológico como un río kárstico, que pasa bajo las rocas sin que nadie se dé cuenta de su existencia ni vea su curso. Esta bella imagen sintetiza bien una historia aún por reconstruir de manera más integral y consciente sobre la presencia, la negación o la represión del amor y de las relaciones amorosas y afectivas en el pensamiento social y político moderno, del que ya tenemos algunos esbozos[31]. Hay que decir, por el momento, que la teoría crítica ha marginado el amor como un problema menor[32]; y, en el campo de las ciencias sociales y de la filosofía, cuando el amor se convirtió en un tema de investigación, casi siempre se hizo hincapié en el amor erótico, a veces también en el amor-filia, analizándolos principalmente desde el punto de vista de las transformaciones históricas de las sociedades modernas y contemporáneas, con la aparición del amor como principio de relación en el orden privado e íntimo. Muchas veces, el tema del amor en las ciencias sociales se hizo en forma de “explicación objetiva” o incluso de denuncia, a través de la “crítica del amor” en sus formas ideológicas y utópicas, buscando revelar, detrás de las experiencias y expectativas del amor, las ilusiones, los intereses, los mercados, la dominación, el sometimiento o, simplemente, las hormonas y la coacción de la especie. La literatura y la poesía se dejaron a la expresión ficticia de las experiencias de amor (complejas y desbordantes porque humanas, demasiado humanas), concediéndose el derecho a posteriori de objetivar obras de imaginación penetrantes a través de sofisticados repertorios de desencanto sociológico[33].

El hecho es que muy raramente se ha tenido en cuenta el amor en su forma agápica. Esto se explica, por supuesto, por el estrecho vínculo de ágape con el cristianismo, que aparentemente dificulta su generalización en una interpretación social y crítica de las sociedades secularizadas. Las excepciones clásicas del caso confirman la regla. En los años 30 se publicaron los dos principales estudios sobre amor-ágape del siglo xx: las investigaciones de Anders Nygren (1890-1978) y de Denis de Rougemont (1906-1985). Estos monumentales estudios históricos contribuyeron a una recepción no estereotipada de ágape en un ambiente secularizado, pero se hicieron de una manera muy restringida al cristianismo: Nygren por el luteranismo[34], De Rougemont por el catolicismo[35]. Es por esto que, si Honneth puede ser visto como el gran responsable de introducir el interés por el amor como una forma de reconocimiento dentro de la teoría crítica, fue Luc Boltanski (1990) quien jugó un papel clave con la introducción del ágape en el horizonte de las ciencias sociales, con su estudio del amor como una “competencia”[36]. Después de introducir, en De la Justificación, la gracia como principio de una cité justa y, por lo tanto, como posible fundamento de la crítica y la justificación, amplió el enfoque llevando el amor al centro de la sociología pragmática, que estaba muy orientada a las disputas, controversias y conflictos sobre la justicia, al tiempo que dirigía su atención a los estados de paz.

Diferenciando las formas de amor (eros, philia y ágape), Boltanski aporta un concepto de acción agápica marcado por (a) la ausencia de un principio de equivalencia y de un cálculo; (b) la temporalidad centrada en el presente y desprovista de anticipación de la acción; (c) la dedicación al singular con falta de universalización y de totalización; y, por último, (d) el “descuido” de la acción, ya que no tiene en cuenta las consecuencias, los méritos y las retribuciones. Sin embargo, al construir un modelo ideal del estado agápico de un franciscanismo original bastante idealizado, Boltanski acabó eliminando algunos elementos centrales del ágape: (a) que puede estar presente en la vida cotidiana, (b) que hay una reflexividad de los actores en el estado agápico y (c) que es posible que el ágape se perpetúe y cree una institución. Por lo tanto, considerando los límites del enfoque pragmático de Boltanski para un programa de investigación empírica, fue el trabajo de la red de investigadores de Social One el que traspuso el fragmentario “redescubrimiento del amor” en las ciencias sociales contemporáneas en un efectivo programa de investigación sobre el amor-ágape.

La sociología del ágape dio sus primeros pasos con la socióloga Vera Araújo, tras el acto fundacional de Chiara Lubich (1920-2008), iniciadora del movimiento católico de los Focolares. Desde 2008, ha ido adquiriendo rasgos más claros de un programa de investigación en ciencias sociales capaz de reunir a investigadores religiosos, laicos y ateos de las más diversas disciplinas, con la publicación del artículo de Michele Colasanto y Gennaro Iorio (2008), que propuso las bases de una investigación sobre el homo agapicus[37]. La red de investigadores de la Social One reúne ahora a varias nacionalidades de todos los continentes, con especial atención a los italianos, como Silvia Cataldi, Gennaro Iorio, entre otros, y a los latinoamericanos, como Vera Araújo, Paulo Henrique Martins, Lucas Galindo, etc. Afortunadamente, Axel Honneth, Luc Boltanski y Alain Caillé fueron entrevistados por los dirigentes de la red, lo que facilita el diálogo emprendido aquí[38]. A lo largo de los años, se han publicado algunos dosieres y varios resultados de investigación[39], pero podemos considerar aquí como una síntesis el libro del sociólogo italiano Gennaro Iorio (2014), Sociología del amor: la dimensión agápica de la vida social, que, junto con Silvia Cataldi y Vera Araújo, es el líder de la red. La sociología del ágape articula los desarrollos teóricos con las investigaciones empíricas y las propuestas de reformas sociales. El programa de investigación reúne un número diverso y significativo de casos: estudios de “héroes culturales”; de las tradiciones de los beni sospesi; de experiencias de peer-to-peer; de innovaciones en la vida comunitaria, la asistencia social, la economía, la educación, etc.

El programa de investigación desarrolla el ágape como una categoría de interpretación y análisis en las ciencias sociales. Aparece como un nuevo concepto en el léxico sociológico que aclara los fenómenos sociales existentes, pero no conceptualizados. Así, para recordar la metáfora del río kárstico, muchas experiencias ocurren en el subsuelo social con características típicas del amor, incluida su forma agápica, pero que no son contempladas ni comprendidas por categorías sociológicas, antropológicas o filosóficas; al carecer de nombre, carecen de existencia legítima y son vulnerables a la desconstrucción crítica de los marcos analíticos imperantes. En la pluma de Iorio, la sociología de la acción agápica busca definir positivamente el ágape, contrastándolo también con la justicia y otras formas de amor (eros y philia). Además, se diferencia de conceptos similares: don y solidaridad y, más recientemente, en el diálogo con Richard Sennett, Iorio (2019) introduce dos nuevas distinciones: patriarcalismo y autonomía[40]. La diferenciación de ágape de otros conceptos no tiene por objeto colocarlo en una jerarquía superior, sino más bien circunscribir analíticamente un tipo ideal. Para nuestros propósitos en este artículo, estamos interesados en traer la definición de lo que es ágape y establecer sus relaciones con el problema del reconocimiento y la lógica del don, para posicionar esta agenda de investigación de acuerdo a nuestros objetivos de renovación de la teoría crítica:

1. La definición de ágape de Iorio sigue la de Boltanski en algunos aspectos, pero establece distancias determinantes[41]. Ágape es una acción, relación o interacción social fundada en la superabundancia o el exceso en varios aspectos: supera todo lo que le precede y todo lo que es requerido por la situación y las condiciones de la acción (contexto, regla, coerción material, etc.), así como las consecuencias futuras y al propio actor, con la intención de realizar un beneficio (es decir, una utilidad en interés de otros), sin expectativa de retorno, responsabilidad o justificación. Así pues, difiere, en primer lugar, de la acción utilitaria y calculadora en el mercado; pero también se distingue de las acciones guiadas por principios distributivos (que apuntan a la justicia) y fines comunitarios (que apuntan a la solidaridad). El concepto más cercano a ágape es el de beneficio (beneficium), porque está hecho para otros, y el de gracia (gratia), ya que, por trascendencia, él puede aparecer como un acto de gracia, es decir, como algo sin motivación, inmerecido e incluso inexplicable (Iorio, 2013a, p. 47). Aunque parezca una benevolencia o una gracia, el ágape no tiene nada de extraordinario, porque está enraizado en la vida cotidiana.

2. Por no implicar la expectativa de retribución y la necesidad de reciprocidad, Iorio distingue, en la estela de Boltanski, el ágape del don. Sin embargo, a este respecto, necesitamos señalar dos puntos. Por un lado, como vimos con Caillé, la lógica del don opera con la posibilidad de cuatro momentos —dar, recibir, recompensar y exigir—, pero no implica la necesidad de una retribución. Ciertamente, en el Ensayo sobre el don (1924-5/2003), Mauss toma la retribución como un momento que debe explicarse en el ciclo de intercambios arcaicos, y Lévi-Strauss la reduce al principio de reciprocidad (ver presentación de Lévi-Strauss en Mauss, 1924-5/2003). Sin embargo, la estructura elemental del don permite incluir, como una de las posibilidades, la existencia del don incondicional, sin contrapartida, que incluye, por lo tanto, la acción agápica[42]. Incluso el exceso del don en relación con el contexto de la acción y de quien lo produce ha sido teorizado por el propio Caillé desde los años 90, lo que es importante para evitar la recaída de la teoría del don en un utilitarismo disfrazado. Además, después de hacer esta advertencia, debemos enfatizar que el don debe mantenerse en su ambivalencia y, por lo tanto, ni siquiera debe confundirse con el ágape. De hecho, es un operador simbólico de las relaciones que tiene cuatro polos que incluyen las diferentes formas de amar en su “rosa de los vientos” de la acción humana[43]. Estoy de acuerdo, por tanto, con Paulo Henrique Martins[44], que defiende la ambivalencia del don y la imposibilidad de su reducción a ágape, al mismo tiempo que hace un análisis de las fértiles intersecciones entre don y ágape. El don socializa a ágape y ágape libera al don, manteniendo el análisis del don abierto a las diferentes formas de amar, según las variaciones de modulaciones, composiciones e intensidades entre obligación y libertad, interés y desinterés, “que van desde la philia, pasando por el eros, hasta llegar a ágape” (Martins, 2019b, p. 216)[45].

Cuando consideramos los polos de la acción humana en la teoría del don, podemos complejizar la comprensión de la acción agápica si tenemos en cuenta la tesis de Iorio de que el ágape es una motivación primaria para la acción. En este caso, en el estado agápico, tenemos la supresión de la distancia entre los polos de acción y, por lo tanto, no conoce, momentánea o duraderamente, el conflicto entre el egoísmo y el altruismo, el interés por sí mismo y el interés por el otro. Cuando se actúa por beneficio, ágape se confunde casi con amancia, sin embargo, podemos entenderlo más apropiadamente cuando lo vemos más como una dinámica de sinergia entre los polos donde tenemos un proceso autogenerado en el que el amor expande el amor-de-sí por el libre olvido del amor-propio.

3. De esta manera, el amor-ágape es fundamental para desideologizar y expandir la teoría del reconocimiento. La ideologización de la lucha por el reconocimiento genera un proceso de autorreferenciación que elimina lo que trasciende la identidad de uno mismo y del grupo de pertenencia, de modo que la reivindicación de la autoestima se confunde con la lucha por el estatus. A su vez, el estado agápico es una apertura de la identidad en la que el otro es lo primero, rompiendo así el egocentrismo narcisista. La investigación sobre la acción agápica muestra que la experiencia de la autorrealización se produce no solo cuando hay una autoestima en un estado de igualdad jurídica o una autoestima resultante de la certificación de la contribución de uno mismo a la sociedad, sino también una superación de la distancia entre uno mismo, siendo miembro de un grupo, y de la unidad social más amplia de la que todos forman parte, en una dinámica en la que creador y criatura, causante y causante, se vuelven íntimamente cercanos a través de la relación triádica en proceso (por lo tanto, sin una fusión erótica en la que el yo se borraría).

Por lo tanto, la acción agápica tiene un potencial morfogenético para transformarse a sí misma, a otros y a la sociedad en su conjunto, que es una contribución fundamental al vínculo entre la teoría y la praxis, que es tan querido para la teoría crítica. Contrariamente a lo que dice Boltanski, la acción agápica es capaz de durar en el tiempo y crear instituciones. Cuando dos o más individuos se encuentran en una relación agápica libremente elegida, el mundo mismo se transfigura, al igual que los sujetos, porque se experimentan a partir de dos o tres y no más de uno. Una realidad sui generis emerge[46]. En la formación del niño, como vimos con Honneth, la relación amorosa es la constituyente del mundo; ahora debemos añadir que, a lo largo de la vida humana, cada encuentro amoroso transforma el mundo, nada más es como antes ni querrá serlo. Incluso, cuando el amor termina y dos amigos o amantes se convierten en “enemigos”, el amor continúa existiendo como una potencialidad entre y más allá de nosotros en la forma de la “amistad estelar” de Nietzsche en Gaia Ciência (1887/2012, aforismo 279)[47]. Así, la unidad de acción agápica, cuando se produce de forma recíproca, fluye de forma generativa sin destruir la diferencia y, más aún, manteniendo el potencial conflicto entre los términos. Como enseña Iorio, el ágape está en contra de la identidad y la similitud, es una lógica de ser uno mismo para el otro y por el otro. El amor hace la unidad por la diferencia, me convierto en uno frente a otro, camino junto con otro sin perder la oposición al otro que no soy, pero que amo. No hay término de fusión, no hay fin gnóstico del mundo ni fin terminal de una biografía ni de una historia humana.

Y es por eso que el amor es un educador, porque él forma la individualidad en el infinito aprendizaje del amor del otro, redescubriéndose a sí mismo y al propio mundo de una manera diferente. Como se puede ver, estamos en pleno diálogo con la reconstrucción de Hegel y Winnicott por Honneth. He aquí un modo específico de comunicación y reconocimiento afectivo y cognitivo entre sujetos. En el amor, al contrario de lo que dice Boltanski, el conflicto siempre está presente, así como la reflexividad de los actores respecto a su estado de ágape. Pero esta reflexión sobre la situación y los posibles conflictos no se experimenta ni se piensa en la gramática de la justicia ni en el cálculo instrumental, ya que se vive en un estado amoroso de paz y beneficio. Ágape trasciende y excede las reglas, los roles y el estatus, por lo que contribuye a eliminar el lenguaje del reconocimiento de la búsqueda de estatus y de un lugar en la sociedad por el ojo que certifica y la visibilidad pública.

Por consiguiente, la relación agápica con la persona implica respeto de sí mismo, autoestima y confianza en sí mismo de una manera que no parece estar contemplada en el marco teórico de Honneth, pues prescinde de la justicia como principio. Pero él puede presuponerse en la concepción de la ética de una teoría del reconocimiento y sus condiciones intersubjetivas de la integridad personal. El estado agápico puede ser vivido en una sociedad injusta, pero tiene una vocación específica de “igualitarismo radical del amor contra la coacción y las influencias externas” (Honneth, 2003, p. 279). Por eso el amor depende normativamente de una democracia para que sea capaz de florecer en plenitud. Sin libertad de los sujetos y sin relaciones de justicia, no hay amor legítimo desde el punto de vista normativo de una teoría de la sociedad, aunque puede haberlo en una forma auténtica desde la perspectiva de los sujetos que se aman.

4. Las propiedades del ágape también aclaran la economía afectiva de las relaciones amorosas reveladas por el análisis de la estructura del reconocimiento recíproco del amor. ¿Cuál es el estado afectivo de alguien que vive en un estado agápico, que puede ser sin reciprocidad, pero que se refuerza en la acción recíproca? Como hemos visto, Honneth muestra que la confianza en sí mismo genera la “relajación” de los individuos, haciéndolos capaces de autodelimitarse y de conectarse con los demás. El estado agápico es un modo de este tipo de amor. Al mismo tiempo, se genera y regenera el desbloqueo morfogenético de las estructuras por la acción, al igual que otras acciones creativas, como el uso del libro de la capacidad de la imaginación, la poesía, el juego, etc. Todas estas experiencias tienen un contenido afectivo muy alejado de la de amor-pasión propia de la cultura narcisista, que está llena de expectativas de reconocimiento, de angustia por la pérdida, de deseos por la falta, de miedo y de ansiedad, al final, como muestra Elena Pulcini (2013a).

Cuando está en estado agápico, el sujeto vive una risa ligera y libre, una alegría expansiva liberada de la angustia, que se eleva por encima de los pesos, los obstáculos, los muros, las fronteras y las líneas rectas impuestas de forma natural por lo real en la vida cotidiana, y se eleva a lo largo de la vida misma. Cuando es muy intenso, se asocia con las experiencias del instante eterno, de la suspensión del tiempo en una experiencia extática, propia de la epifanía, de la autotrascendencia (momento en que el ágape y el eros se tocan y se confunden); pero, diariamente, el estado agápico está más cerca de la alegría suave y duradera, de la sonrisa solícita, del juicio amplio y del corazón cálido. Por eso es tan fácil confundir el estado agápico con la tontería o la ingenuidad, pero es porque constituye un metamundo afectivo y espiritual dentro del propio mundo, que traduce todo lo que sucede en una estética y un estilo amorosos.

5. Sin embargo, es también por esta razón que la acción agápica está en posible conflicto con la ley, los marcos, el estatus, las rutinas, los procedimientos, en resumen, con una serie de expectativas y marcos de los que normalmente se compone la vida social. El ágape genera una acción inusual, imprevista, metacognitiva y metasistémica dentro de la sociedad y de relaciones sociales, haciendo posible la interpenetración y transformación de personas, grupos e instituciones en un estado de libertad fundadora e inconsecuente. Al hacer esto, la acción agápica se invierte a sí misma en una autoridad dada por la ejemplaridad, autopoiéticamente generada. Es así que ella tiene un carácter potencialmente trágico.

Esto se debe a que el sujeto en estado agápico tiende a olvidarse de sí mismo en beneficio de otro, más allá de toda disputa, cálculo y expectativa de retribución y reconocimiento; pero, al mismo tiempo y por la misma razón, se presenta como una amenaza para aquellos que, por algún motivo, se ven amenazados por su fuerza generadora e incluso subversiva. La mujer y el hombre en estado agápico, por lo tanto, tienen un fin que es potencialmente trágico, ya que están en permanente riesgo de acusación, desconfianza y, en el límite, martirio; y no es raro que los estados agápicos de hoy en día se condenen en nombre de interpretaciones fosilizadas del amor fundador de las acciones agápicas de antaño, humanas o divinas.

Consideraciones finales: el amor como emancipación

La experiencia del amor, cualquiera que sea la figura institucional que haya asumido históricamente, representa el núcleo más íntimo de todas las formas de vida que deben ser calificadas como “éticas” (Honneth, 2003, p. 276).

Al final de nuestro viaje, creo que quedó claro cómo el amor, vinculado al reconocimiento y al don, contribuye al desarrollo de una teoría crítica en su interés emancipador. En diálogo con la propuesta del sociólogo chileno Daniel Chernilo (2017) a favor de una sociología filosófica basada en la cuestión de lo humano, llegué a afirmar en un ensayo anterior de nombre provocativo, “Taking humanity seriously: grounds and blooms of a philosophical sociology” (Magnelli, 2020), que esta sería una salida necesaria a los impases de la teoría crítica. Podemos decir que este ensayo despliega el propósito, conectándolo a una experiencia central de la humanidad, disponible en las diversas formaciones sociales y culturales para ser fenomenológicamente descrita y reconstruida en su normatividad inmanente: el amor.

Para ello es importante, como dicen tanto Chernilo como Iorio y Cataldi, que la teoría crítica abandone el cómodo asiento externo desde el que observa el mundo para tener en cuenta el punto de vista de los actores y la racionalidad interna de la praxis. Antes de asumir una posición de crítica del amor en sus aspectos ideológicos y utópicos, es necesario emprender una “fenomenología de los vínculos amorosos y las experiencias de amor”, analizándolos tanto desde un punto de vista ontogénico (proceso de individuación) como sociogenético (formación de formas de vida social e instituciones con potencial emancipador).

En este sentido, el amor importa, en primer lugar, como un problema, una representación y una práctica de los propios actores que hablan de él (incluso en forma de parábola, como sugiere Boltanski) y realizan las prácticas a las que se hace referencia en él. Por esta razón, es conveniente que, aunque tengamos esquemas normativos ya provistos por las teorías del reconocimiento, el don y el ágape, mantengamos las concepciones sustantivas suspendidas al máximo para describir y comprender las experiencias de “amar” en nuestro tiempo. Esta actitud metodológica es enriquecedora, ya que nos permite volver a una posición crítica-normativa teniendo más conocimiento sobre las traducciones, interpretaciones y prácticas asociadas al discurso del amor. Después de todo, “amar” puede significar varias cosas y, al principio, puede justificarlo todo en el hablar; como bien enseñó Erich Fromm, por ejemplo, una forma de sadismo radica en la instrumentalización del otro en el nombre del “amor”. Así, cuando asumimos una posición metodológica de suspensión provisional de los significados, sin confundir las palabras con la cosa, podemos percibir que hay una gramática del discurso y las prácticas amorosas, algunas legítimas y otras no, así como hay una gramática de la justicia. Esto es importante porque, en nuestra cultura, el amor, al igual que la justicia, está en la cima de las jerarquías de valores y, por lo tanto, pocos se atreverán a despreciarlo en sus representaciones y discursos, y muchos son los que se apropian del significante y sus ideales para legitimar o racionalizar sus experiencias, elecciones, decisiones, etc. Armada con la conciencia de la centralidad humana del amor y habiendo pasado por la investigación empírica, la teoría sabrá cómo criticar de manera más ajustada y ponderada las expresiones y prácticas ideológicas y utópicas del amor[48].

Desde entonces, es fundamental darse cuenta de que, en una época llena de crisis, las prácticas de amor son emprendidas por los propios actores, ya sea como refugio de un mundo endurecido o como espíritu de una existencia corajosa; y también de que, en medio de la desorientación intelectual y práctica, el amor puede ser un punto de vista desde el que vemos el mundo, un testimonio a través del cual lo pronunciamos y una promesa a través de la cual lo revolucionamos. Como dice Iorio (2014), puede ser una respuesta a los torbellinos de nuestra época, permitiéndonos rechazar tanto la tecnoburocratización de la vida como la mercantilización y atomización de nuestras existencias.

El retorno del amor, como reacción a la ideologización del reconocimiento, es, por lo tanto, un recordatorio de su potencial emancipador, es decir, de su relación intrínseca con la libertad. Como dice Iorio (2021, p. 237), “además de la sociología, el ágape se presenta como un horizonte ético y expresa una necesidad de libertad que nunca podrá ser definida”. Como la democracia, el amor es un problema y es inacabado, pero en eso reside su virtud, no su debilidad. Este doble inacabamiento de la democracia y del amor es el suelo del que nacen las auténticas experiencias de libertad y de poder humano. Eso nos invita a inspirarnos en la propuesta de Chanial (2008), mirando el “lado luminoso de la fuerza de lo social”, porque, cuando observamos el mundo con una solicitud de espíritu, un sentido estético y una orientación pragmática, logramos reconocer la multiplicidad de prácticas amorosas y la unidad convergente del amor, ganando un nuevo ímpetu para trabajar juntos para las urgentes metamorfosis de nuestro tiempo.


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[1] Me refiero aquí, como sabemos, a la transformación en los regímenes de la crítica en el “nuevo espíritu del capitalismo” según el análisis en Boltanski y Chiapello (1999/2011). Pero no me propongo aquí entablar un diálogo con el diagnóstico de Boltanski ni con su más reciente recuperación del tema de la crítica. Eso es para otro momento.

[2] Para el análisis de la conversión de la contrademocracia en democracia negativa, ver Rosanvallon (2006, 2020).

[3] Es importante señalar que hay una serie de movimientos de carácter progresivo, realizados en las últimas décadas y fundamentales hasta el día de hoy, debido a las regresiones sociales y políticas en todo el mundo, que no están aquí como objetivo de mi análisis crítico. Como se verá claramente a lo largo de este ensayo, al aportar amor a la teoría crítica y a la lucha por el reconocimiento, no estoy negando la existencia o la importancia del conflicto en la lucha por los derechos, ni estoy despreciando el hecho, demostrado para Honneth, de que muchas luchas tienen como motivación sentimientos morales alimentados por experiencias de humillación e irrespeto y desencadenan afectos de ira u odio. Evitando entrar aquí en un problema que sale de mi ámbito, que es el de la sociología de los movimientos sociales, solo sugiero que hay una amplia agenda de investigación empírica y normativa sobre la fuerza transformadora que puede existir en las luchas por el respeto movilizadas por sentimientos amorosos y afectos alegres y que el concepto mismo de estrategia y táctica de las luchas por los derechos, e incluso el propio lenguaje, que sigue estando muy centrado en una lógica de guerra, puede cambiar según esta alternancia de perspectiva. Creo que no falta material empírico para hacer un estudio de los casos a lo largo de la historia o en la actualidad. Para la importancia de los movimientos progresistas para el reconocimiento en el continente latinoamericano, véase Torres Guillén (2020) y Martins (2019e). Creo que la obra de Adrián Scribano, especialmente su último libro, Love as collective action (2020), constituye un importante movimiento en el sentido que aquí se propone, tanto desde el punto de vista teórico como empírico-normativo, al investigar el papel transformador de las emociones amorosas en las prácticas intersticiales en el contexto latinoamericano.

[4] Hay una articulación retroactiva entre la cultura del narcisismo y la fragmentación neoliberal. Cuando hablo de narcisismo contemporáneo, pienso principalmente en los brillantes análisis de Christopher Lasch, Richard Sennett y Marcel Gauchet. Para un análisis de las consecuencias del neoliberalismo en las subjetividades, ver nuestro reciente análisis (França Filho, Magnelli y Eynaud, 2020).

[5] En el marco del Proyecto de Cartografía Crítica, que llevamos a cabo en el Ateliê de Humanidades, hicimos un diagnóstico del estado práctico del pensamiento crítico que seguimos de cerca aquí. Ver Cordeiro de Farias y Magnelli (2019).

[6] Paulo Henrique Martins (2019e), uno de los principales teóricos poscoloniales latinoamericanos, hace un importante análisis de los límites del deconstruccionismo y la crítica decolonial, mostrando cómo se desconectó de las prácticas cotidianas y vividas y fue incapaz de transformar los contextos de la colonialidad y de impedir el proceso de recolonización neoliberal en el contexto latinoamericano.

[7] Estoy pensando aquí en la distinción de Mannheim (1936/1968) entre ideología y utopía, que se olvida, pero que es muy útil para pensar en la actividad crítica.

[8] En cuanto al debate sobre bien vivir, véase Martins (2019e).

[9] Para la crítica de la crítica crítica, ver también Revue du MAUSS (2018).

[10] El psicoanálisis lacaniano diría que nuestra sociedad no es una sociedad de deseo, sino una de goce y “plus-goce”. Creo que esta distinción es relevante. Pero hay que reflexionar sobre los límites de un análisis muy referenciado en el deseo y que tiene dificultades para pensar en los lazos sociales y las cuestiones éticas más amplias. En efecto, el psicoanálisis lacaniano se esfuerza vigorosamente en pensar la ética y el vínculo social, y el mismo Lacan ha dado un lugar significativo al amor en sus Seminarios (especialmente en el VIII, Transferencia, cuando recupera el discurso del amor en el Banquete de Platón para pensar en la transferencia en el análisis; y en el XX, Encore, cuando desarrolla la famosa tesis de que “no hay relación sexual”). Sin embargo, mi entrada en la problemática del amor evita los riesgos de la autorreferencia lacaniana para entrar en la problemática a través de una forma interactiva y algo pragmática, la de D. Winnicott, que es la puerta por la que entra Honneth. Sin embargo, como mencionaremos, Caillé establece con los lacanianos diálogos muy fructíferos sobre una teoría del sujeto (Revue du MAUSS,2011; Caillé, 2016/2020). Encontramos una excelente interpretación lacaniana de nuestra cultura neoliberal en las obras de Dany-Robert Dufour. Ver, entre otros, Dufour (2007).

[11] Sobre la discusión de las relaciones y diferencias entre el paradigma de distribución y el paradigma de reconocimiento, ver Honneth y Fraser (2003).

[12] Todas las citas de autores en el original francés, inglés, italiano o portugués son traducidas aquí en español por mí.

[13] Esto es de lo que Elena Pulcini (2001, 2009/2013a, 2013b, 2014) se había dado cuenta desde principios de la década de 2000. Señaló la posibilidad de una forma patológica de reconocimiento que conduce a efectos nocivos en la autorrealización de los individuos. Estos efectos son derivados de las patologías del amor propio y de la dinámica mimética del deseo, que son, a su vez, generadores de pasiones tristes: “en este caso, la pretensión de reconocimiento produce el riesgo no solo de competencia y conflicto, sino también de traicionarse a sí mismo y a su autenticidad [...]. El paso de la pasión por el reconocimiento al reconocimiento moral requiere, por lo tanto, estrategias por parte del Yo que [...] se refieren a la necesidad de interrumpir la dinámica mimética y de acceder a un espacio interior autónomo en relación con la influencia del otro” (Pulcini, 2014, pp. 56-57). En Individuo sin pasión (2001), Pulcini muestra la génesis de este tipo de patología de la autenticidad, tomada por el deseo de aparecer y ligada al homo economicus, y desarrolla, al final, la propuesta de una concepción de un individuo comunitario, de un homo reciprocus, basado en una “pasión por el don”, que tiene afinidades con la “pasión por el otro” de la ética del cuidado del feminismo.

[14] En otras palabras, la fuerza normativa de los movimientos de las minorías, ya sean raciales, étnicas, de género, etc., incluida la lógica de la restitución histórica de una deuda, se encuentra cuando la demanda de retribución se basa en sus antecedentes lógicos e históricos, que es el motivo emocional de un don que fue hecho por tales grupos e individuos, pero que no fue correspondido, que fue tomado. Cuando se narra una experiencia así, la injusticia se vuelve insoportable para los que tienen un sentido moral. A su vez, cuando se fija la reclamación a una víctima para que se restituya según una identidad categórica fija, esta corre el riesgo de formalizarse y de perder su contenido ético, abriendo el campo para una disputa interminable sobre la justicia de su postulación, con el desencadenamiento, incluso, de argumentos cognitivos, normativos y afectivos en su contra. Cuando esto ocurre, nos encontramos en la fuente de argumentos reaccionarios. Como enseña Boltanski (1990), las disputas sobre la justicia deben centrarse en los principios relativos a las cités y no en las identidades; además, pueden convertirse en disputas interminables, y es por esta razón que Boltanski pasa a los estudios de los “estados de paz” instituidos por el amor.

[15] Para el concepto de “político” al que me refiero, que no debe confundirse con el desarrollado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, ver Claude Lefort (1986) y Marcel Gauchet (2005).

[16] Es importante señalar que Honneth retoma la teoría de la lucha por el reconocimiento desarrollada en la época del joven Hegel de Jena. Él desarrolla su teoría a raíz de la cuestión de la individuación por socialización emprendida por Habermas (1967/2009). Hay, sin embargo, otra teoría de reconocimiento, más familiar en la historia de la filosofía y de las ciencias sociales debido al marxismo y a la interpretación de Kojève, que puede derivarse de la dialéctica del señor y el esclavo presente en la Fenomenología del Espíritu.

[17] Desafortunadamente, no hay lugar en este artículo para un análisis de la contribución de Ricoeur a la teoría del reconocimiento. Para llenar este vacío, daré un breve panorama de cómo lo veo. En Caminos del reconocimiento (2014), escrito justo antes de su muerte, Ricoeur propone una filosofía del reconocimiento que parte de las filosofías desplegadas de contenido semántico vinculadas al término reconnaissance. Después de analizar sus diferentes sentidos en el léxico francés (como ‘identificación’/‘distinción’, como ‘aceptación de la verdad’ / ‘rememoración’ y como ‘gratitud’), Ricoeur comienza por desarrollar un camino dialéctico del reconocimiento que empieza con la identificación/reconocimiento (desde Descartes y Kant hasta Husserl y Proust), y luego pasa al “reconocerse a sí mismo” en la acción con otros (desde Homero y Aristóteles, pasando por la semántica y la teoría de los actos de habla, hasta llegar a Bergson, Agustín, Hannah Arendt, Bernard Williams y Amartya Sen), a través de la cual se desarrolla una teoría de la individuación que, tomando conciencia de su responsabilidad en la acción y de sus capacidades para decir, hacer, narrar e imputar, pasa por la toma de conciencia del tiempo y la memoria hasta llegar a las prácticas sociales implicadas en las representaciones, identidades y capacidades colectivas. Es solo en el tercer y último viaje del libro que Ricoeur nos lleva a través de las teorías del reconocimiento mutuo, comenzando con la disimetría entre el ego y el alter en Husserl (el ego es primero) y en Levinas (el alter es primero), para, a partir de una reconstrucción del problema del reconocimiento en Hobbes y Hegel, llegar a la teoría de la lucha por el reconocimiento en Honneth. La gran contribución de Ricoeur a nuestro problema se encuentra en el último capítulo, cuando amplía la cuestión del reconocimiento desde la sociología de la crítica y del ágape de Luc Boltanski, desplazando el foco de atención de los conflictos sobre la justicia a los estados de paz en el ágape, así como con la cuestión del don en Marcel Mauss y en algunos estudiosos contemporáneos que tratan las paradojas del don (Mark Anspach) y la naturaleza del don ceremonial simbólico (Marcel Hénaff). Al final se comprende cómo funciona la insuperable dialéctica entre lo reconocido y lo desconocido, la paz y la violencia, la autonomía y la reciprocidad, el dar y el recibir, el amor y la justicia, etc. Además, cabe señalar que Ricoeur deja fuertes reflexiones éticas sobre el cuidado y la responsabilidad, así como sobre la vulnerabilidad del “ser reconocido”, condición pasiva par excellence.

[18] Rompe con los riesgos monológicos del esquema de la economía pulsional, pero no con el diálogo con el psicoanálisis. En Lucha por el reconocimiento (2003), centra su análisis en la teoría de Winnicott sobre las relaciones de los objetos, pero en Reificación (2005/2008) hace una interlocución con el psicoanálisis cuando retoma algunos pasajes de Adorno, de influencia freudiana, sobre el “arquetipo del amor”.

[19] Lo digo sin subestimar, en mis investigaciones, la importancia del amor-eros. Eros es un amor ambivalente y, por lo tanto, es un desafío para todos los que buscan analizarlo. Es importante señalar quetiene un elemento sexual evidente, pero no se reduce a la sexualidad; y que tiene una clara presencia inmanente y horizontal, pero también una fuerza de (trans)ascendencia. Dependiendo de la “economía erótica”, él puede ser un mero recurso de captación en una sociedad mercantil y de consumo, o puede ser el elemento “utópico” o “atópico” (como lo dicen Marcuse y Byung-Chul Han) por el cual alguien se trasciende a sí mismo y a su situación para ascender a lo simbólico, a la cultura y al (re)conocimiento. Puede ser una fuerza de conexión cósmica y social (como muestran los mitos griegos hasta Edgar Morin), o un mero éxtasis efímero e informe (como vemos en el eros de los deseos insaciables y de la consumación infinita de la sociedad de consumo). En el último caso, podemos decir, con Lacan, que no hay “relación erótica” (de un eros reducido al sexual); pero en el primer caso podemos decir que “Eros es el principio de todas las relaciones, incluso las sexuales”. Debido a su ambivalencia intrínseca, hay buenos estudios que demuestran que el capitalismo es erótico y hace del eros su medio de seducción, mientras que otros autores, tan diferentes como Herbert Marcuse (1955), Alain Bloom (1993/1996), Byung-Chul Han (2017), afirman que nuestra cultura performativa, del comportamiento y de la “pornografía” hace que el eros “agonice” o “muera”. Ahora, para comenzar cualquier conversación sobre Eros, uno debe volver a los mitos griegos y tomar en serio todos los discursos del Banquete de Platón, para aprehenderlo tanto sub specie aeternitatis como a lo largo de sus transformaciones históricas.

[20] Desafortunadamente, no hay lugar aquí para desarrollar una discusión sobre la ética del cuidado. Para una revisión del debate sobre el cuidado desde el punto de vista de las emociones, véase Pulcini (2015). Es importante señalar que en este artículo, Elena Pulcini hizo una importante distinción entre los tipos de cuidados (cuidados desde el punto de vista del amor, trabajo de cuidados y cuidados del otro distante), lo que sirve para delimitar normativamente qué emociones están ligadas al buen cuidado y, por supuesto, a las distintas formas de amar.

[21] El propio Honneth se refiere al importante trabajo de Jessica Benjamin (1988).

[22] El pasaje de Adorno que se encuentra en el epígrafe de este ensayo está en un aforismo que contiene la crítica de la “jerga de la autenticidad”, representada en la época precisamente por Heidegger y sus variaciones existencialistas. También se puede aplicar a las actuales patologías de reconocimiento cuando se vinculan a la ideología de la autenticidad. Adorno critica la “ecuación insostenible entre la autenticidad y la verdad”, de una “verdad de sí mismo” sostenida por una sociedad que se ha vuelto cínica. La insostenibilidad de lo “auténtico” se demuestra cuando nos damos cuenta de que “ya en las primeras experiencias confiadas de la infancia [...] los actos, en los que se reflejan, no son en absoluto ‘auténticos’, porque siempre contienen algo de imitación, de juego, de querer ser otro” (pp. 144-148). Es eso el arquetipo del amor. Al criticar la “autenticidad”, Adorno contribuye aun señalando dos puntos. En primer lugar, al afirmar su relación con el utilitarismo: “el que está libre de los conceptos teológicos pero se aferra a sí mismo, contribuye a la justificación de lo diabólicamente positivo, de frío interés”. En segundo lugar, al mostrar su relación con la fetichización mercantil, en un análisis que habla mucho de nuestra fase actual, marcada por la autenticidad neoliberal del populismo de masas: “El descubrimiento de la autenticidad como último baluarte de la ética individualista es un reflejo de la producción industrial masiva. Solo cuando innumerables bienes estandarizados pretenden ser algo único, constituye una antítesis, pero siguiendo los mismos criterios, la idea de lo no reproducible como lo genuinamente auténtico [...]. Lo auténtico, al que se reducen los bienes y otros medios de intercambio, adquiere el valor de oro. Pero como el oro, la autenticidad abstracta de su patrón se convierte en un hechizo [...]. Ambos son tratados como si fueran un sustrato, cuando en realidad son solo una relación social, mientras que el oro y la autenticidad son precisamente la expresión de la fungibilidad, de la comparabilidad de las cosas [...]. Los apóstoles de la autenticidad del poder, que impulsan la circulación, bailan en sus funerales la danza del velo del dinero” (pp. 147-148). Señalo que este pasaje puede ser leído en diálogo con los análisis de Gabriel Restrepo (13 de abril de 2020; 17 de octubre de 2020; 22 de enero de 2021) sobre la crematística y la “demonocracia”.

[23] Es importante señalar que tales cuestiones acerca de la primacía de las emociones y el amor sobre la cognición y el control pueden desarrollarse a lo largo de un camino no explorado por Honneth: el de la fenomenología de Max Scheler. Como Emmanuel Lévinas, Scheler permite superar las tendencias solipsistas de la fenomenología de Husserl. Frédéric Vandenberghe (2018b) sigue este camino en la búsqueda de los vínculos entre la ética, la epistemología y la sociología, analizando el papel de la identificación emocional (Einsfühlung), la simpatía (Einfühlung) y el amor (Liebe) en la teoría de Scheler de la constitución del mundo social. Así muestra como, para el fenomenólogo católico, sin amor y sin pasión no hay percepción, volición ni cognición, así como no hay un mundo significativo y valorado; y también muestra que, en el propio Scheler, hay una comprensión del amor como un don, una acción y una respuesta, una entrega disponible y capaz de generar apertura. Para Vandenberghe, el intento de desarrollar una “sociología del corazón” a partir de una epistemología fenomenológica del amor es una posible salida a la prevalencia de la estética sobre la ética que fue promovida por el posmodernismo y el postestructuralismo y que está, como hemos dicho, en el origen de los actuales efectos perversos de la deconstrucción hipercrítica.

[24] Creo que el límite principal de Caminos del reconocimiento, de Ricoeur (2014), es que sigue la lógica de la fenomenología husserliana, que marcó toda su obra. Por eso el libro comienza por el ego, para llegar a lo social y al alter solo en el centro del libro. La puerta de la teoría del reconocimiento de Ricoeur fuera así el problema epistemológico de la Rekognition y sus límites, y no el problema moral del reconocimiento (Anerkennung). El viaje de reconocimiento sería completamente diferente y más hermoso, creo, si Ricoeur no partiera de las meditaciones de los adultos y de las aporías de la epistemología, sino de las rutas de una filosofía inmanente que comienza a desplegarse desde el niño en el regazo de sus padres.

[25] En Miedo a la libertad (1941/1965), Erich Fromm analiza el sadismo y el masoquismo como formas de simbiosis que conciernen a procesos fallidos de individuación. No solo encontramos en este libro (y en varios otros trabajos de Fromm) posibles conexiones con la teoría del reconocimiento de Honneth, sino también muchos elementos para comprender el actual auge de los movimientos autoritarios y destructivos.

[26] Me refiero, por supuesto, al psicoanálisis lacaniano, que, a pesar de ser criticado aquí, es un interlocutor importante en el esfuerzo de reconstrucción, especialmente en lo que se refiere a la teoría del don. Sobre Lacan, ver también la nota 10 de este ensayo. Mi observación crítica sobre el psicoanálisis se basa en los importantes ensayos del filósofo e historiador francés Marcel Gauchet (2002, 2011) sobre el hiperindividualismo contemporáneo, donde defiende la renovación del psicoanálisis, que, según él, debe ampliar la concepción de la individualidad más allá del problema del sujeto del deseo para recuperar su vocación de ser una “teoría de la individuación psíquica” (lo que dice volviendo a la obra de Freud, antes que la de Jung).

[27] Toda esta agenda se desarrolla gradualmente dentro del Ateliê de Humanidades. Un trabajo conjunto con el psicoanalista Marco Aurélio de Carvalho Silva desarrolla este diagnóstico sobre la crisis del psicoanálisis, las vicisitudes del sujeto y la agenda exigida para restablecer los vínculos significativos entre la teoría de la individuación y la praxis clínica y social de un punto de vista crítico.

[28] Encontramos en Frédéric Vandenberghe (1997/1998) una de las mejores críticas históricas y sistemáticas de los riesgos de reproducción teórica de los procesos de alienación y cosificación por una teoría crítica destinada a criticarlos en las prácticas sociales; un hecho que requiere, según él, un análisis metateórico de los supuestos ontológicos, antropológicos, epistemológicos e ideológicos de la teoría crítica. En cierto modo, mi propuesta de volver a la importancia del amor en la teoría crítica, buscando conectarlo con los paradigmas de la comunicación, el reconocimiento y el don, está en la estela de la obra de Vandenberghe (así como de Alain Caillé). Como dice Vandenberghe (2019) en sus trabajos más recientes, para salir de la hipercrítica, es necesario constituir una teoría social “habermaussiana”. Lo sigo de cerca en el objetivo de este camino, aunque hay diferencias significativas en las rutas trazadas.

[29] Como dice Honneth (2003) aludiendo a Habermas, hay “un arco de tensiones comunicativas que median continuamente la experiencia de estar solo con el de estar fusionado; la ‘referencialidad del yo’ y la simbiosis representan los equilibrios mutuamente requeridos que, tomados en conjunto, permiten un ser recíproco en uno mismo” (p. 175). Para ser justo con Habermas, Honneth solo está siguiendo los caminos que el propio Habermas abrió en los años 60 (1967/2009), cuando trajo una teoría de formas de reconocimiento (amor, trabajo y lenguaje) del joven Hegel. Pero, a partir del cambio lingüístico entre 1968 y 1972, Habermas centraliza su paradigma en un enfoque cognitivo del conocimiento y la moral. Así pues, cuando se trata de patologías de la comunicación, aparecen mucho más como un problema cognitivo de ausencia de diferenciación de los mundos (objetivo, subjetivo y social) que como una cuestión relacionada con las relaciones afectivas primarias. Y su ética del discurso, se sabe, es una ética de justicia, no de amor. Sería el caso de investigar hasta qué punto la “benevolencia”, es decir, el amor práctico, que está presente en el Kant de la Metafísica de las costumbres (1797/1994), podría transponerse a la teoría posmetafísica de la comunicación de Habermas.

[30] Creo que todos estos desarrollos tienen convergencias con la teoría dramática y tramática de lo social desarrollada por Gabriel Restrepo (13 de abril de 2020; 17 de octubre de 2020; 22 de enero de 2021), fecundidades que ciertamente exploraré en otros momentos.

[31] Gennaro Iorio (2017) recupera la presencia del amor en la teoría social clásica, más concretamente en Georg Simmel y Max Weber, incorporando también las contribuciones de Pitirim Sorokin a mediados del siglo xx. Dentro de la historia intelectual y cultural más amplia, se han hecho algunos estudios importantes sobre el amor y la amistad en la modernidad. Destaco los de Harold Bloom, Francesco Alberoni, Irving Singer, Denis de Rougemont y Peter Gay. En un registro más indirecto, la Historia de la Sexualidad de Foucault puede ser enumerada entre las contribuciones, a pesar de haber tenido más vigor en el tema cuando se trataba de la Antigüedad y del cristianismo. En todo caso, su perspectiva está implicada en la renovación de la historiografía, con un giro microhistórico que adquiere sensibilidad hacia la vida privada y cotidiana, hacia el cuidado de los cuerpos y las relaciones, una renovación que estuvo en el origen de proyectos como la Historia de la vida privada (y muchas otras publicaciones en las últimas décadas), que proporcionan un rico material para una historia de los discursos, experiencias y prácticas amorosas, emocionales, afectivas, higiénicas y corporales de los individuos en diferentes épocas.

[32] En sus escritos de los años 30, Max Horkheimer (1936/1990) toca el tema del amor cuando trata el problema de la autoridad frente a las mutaciones de la familia burguesa. Sin embargo, nunca constituyó un tema central de sus escritos, a pesar de ser un trasfondo constante, que se puede identificar tanto en su origen literario como en su obra de una ética de la compasión de Schopenhauer. A su vez, como hemos visto, Adorno señala la existencia del amor como una estructura elemental de individuación, y lo trató en su tesis basada en la pluma de Kierkegaard, pero nunca desarrolló el punto lo suficiente. El único teórico-crítico de la primera generación en Frankfurt que hizo del amor un tema fue, obviamente, Herbert Marcuse, especialmente en su obra Eros y la civilización (1955), donde trató de reconstruir la obra freudiana a partir de sus potenciales emancipadores, recuperando el eros como promesa de individuación en una civilización no represiva. En cuanto a Marcuse, es importante señalar dos cosas: primero, que eros no se reduce a la sexualidad, contrariamente a las interpretaciones banales de la vulgata; segundo, que señala la posibilidad de que eros emancipado sea idéntico, y no lo contrario, a ágape. También cabe señalar que Erich Fromm sería un segundo autor para tener en cuenta, pero su relación con la teoría crítica es controvertida en la etapa en que el humanismo y el amor adquieren centralidad en sus obras. Todos los trabajos de Fromm, incluyendo su Arte de amar (1957), son obras relegadas que deben ser exploradas de nuevo sin prejuicios.

[33] Creo que la obra de Pierre Bourdieu puede ser tomada como la más alta y penetrante sofisticación de una crítica sociológica del amor como ideología y utopía.

[34] Anders Nygren hizo un estudio histórico y filosófico de la idea del amor agápico, Ágape y Eros (1930-1936), contraponiendo los motivos de ágape con los de eros, pero también mostrando cómo se llevó a cabo en la patrística, desde Marción y Tertuliano hasta Agustín, con el amor caritas, una síntesis de compromiso entre las dos caras del amor, con repercusiones en el mundo medieval hasta que fue destruido con el nacimiento de la modernidad (Nygren, 1932-1939/1952).

[35] De hecho, la investigación de Denis de Rougemont trataba sobre el amor-pasión como rasgo principal de la cultura occidental, sin embargo, al darse cuenta del carácter trágico de esta triste, ascética e infiel pasión y sus consecuencias en el matrimonio, en la guerra, en la literatura y en el conocimiento, el autor recupera el amor agápico en clave positiva, muy poco frecuente en la intelectualidad secular occidental (Rougemont, 1936/2001).

[36] En filosofía, también es importante destacar las contribuciones de André Comte Sponville y Jean Luc Marion.

[37] Las ideas fundamentales de este texto fueron retomadas en Iorio (2017).

[38] Para las entrevistas con Honneth y Boltanski, ver Araújo, Cataldi yIorio (2016); la entrevista con Axel Honneth fue realizada por Iorio y Campello (2013); para la entrevista a Alain Caillé, ver Caillé (2019e).

[39] La Revista italiana Sociologia. Rivista Quadrimestrale di Scienze Storiche e Sociali publicó dos dosieres: en 2011, uno titulado “La dimensione sociale dell’agape e riflessione sociologica”; y en 2019 otro bajo el título “Agape and Sociological Imagination: Advancement in Theory on Agape”, publicación resultante de la Summer School Agapic Action and Social Reality: social imagination to promote development, to build the future, celebrada en diciembre de 2017, en la ciudad de Igrassu, Pernambuco, Brasil. En Brasil, la revista REALIS hizo un dosier sobre el tema (Cataldi y Martins, 2016).

[40] En la traducción portuguesa, el libro Sociología del amor incluye este análisis de la autoridad sin amor y el amor sin autoridad, en diálogo con la obra de Richard Sennett (Iorio, 2021a).

[41] A continuación, sigo de cerca los desarrollos de los capítulos 1 y 2, ¿Qué es el ‘ágape’? y Lo que no es un ágape”, de Iorio (2014).

[42] La cuestión de si el don es recíproco o no se refiere a un debate muy complejo sobre dos posibles lecturas del don: como don o como donación. El mejor texto sobre esto es el ensayo de Vandenberghe escrito en el Vaticano (2008a). Desafortunadamente, no podemos explorarlo aquí, pero creo que el ágape no se confunde con la donación, ni se asocia con la muerte, sino con la vida (esto es diferente de las versiones gnósticas de amor-pasión). En cualquier caso, para evitar una lectura muy cristiana del don, todos los principales teóricos del don pertenecientes al movimiento antiutilitario de las ciencias sociales (MAUSS), Jacques Godbout, Alain Caillé, Frédéric Vandenberghe, Paulo Henrique Martins y Philippe Chanial, subrayaron no solo la reciprocidad, sino también el agonismo del don, permaneciendo fieles a las intuiciones que se originaron en el Ensayo sobre el don. Creo que esto es importante y los sigo de cerca, pero esto no impide que el universo del don contemple el ágape como una de sus posibilidades y que analice los dones en sus estados de paz. Es curioso notar, finalmente, que, si el paradigma del don evita el ágape para mantener el don en lo mundano, los investigadores de Social One buscan mundanizar el ágape junto al don, pero distinto de él. El punto de consenso de ambos es el rechazo común del utilitarismo y el distanciamiento prudencial de las interpretaciones del don que son antisociológicas (como la de Jacques Derrida) o sociológicamente reductoras (como en Pierre Bourdieu).

[43] Es una lástima que Alain Caillé (2008) sea muy sintético y poco analítico en lo que se refiere a los amores eros, philia y ágape en su tipología de acción antiutilitaria, lo que le hace ponerlos todos del lado del amor (p. 22).

[44] Para las contribuciones de Paulo Henrique Martins a los estudios sobre la acción agápica, ver Martins (2019a, especialmente 2019b, 2019c, 2019d).

[45] En cuanto a la modalidad de amor-ágape, Martins utiliza una hermosa metáfora para aclarar la relación: el don puede verse como la lámpara que guía el viaje del peregrino, y el ágape como la llama que ilumina la oscuridad, permitiéndole elegir el camino más seguro para seguir. Solo inspirada por el ágape funciona la regla del don como un contrato de inclusión de lo diferente, de aceptación de lo impredecible e incierto, de reconocimiento de la naturaleza ambivalente de lo humano, entre lo dionisíaco y lo apolíneo, como diría Nietzsche (Martins, 2019b, p. 262).

[46] Y esta puede ser la intuición subyacente de la tesis durkheimiana tan mal entendida sobre el origen de la sociedad en la efervescencia colectiva. Esto es lo que Alain Badiou (2016) también enseña en su Elogio del amor.

[47] Esta hermosa remisión a Nietzsche se debe a Gennaro Iorio (entrevista personal).

[48] Adrián Scribano hizo una importante contribución a una agenda empírica sobre el amor en el pensamiento crítico en su reciente libro Love as collective action (2020). Basándose en un cúmulo de investigaciones sobre la sociología del cuerpo y las emociones (ver también Scribano, 2010, 2017), emprende en este libro una etnografía digital que investiga el amor como una energía/poder que genera acciones colectivas que se inscriben en matrices de conflicto específicas e implican emociones y políticas de sensibilidades. Al centrarse en el “amor filial”, muestra como es una práctica intersticial e intersectorial que se asocia con los conflictos sociales y es capaz de desafiar los regímenes establecidos de verdad y poder. Así, en una investigación que abarca diversos contextos latinoamericanos (Uruguay, Argentina, Chile, México, Guatemala, Brasil), Scribano (2020) no solo busca señalar la centralidad del amor en el futuro de América Latina, del mundo y de la humanidad en general, sino que también demuestra que “el amor filial es, al menos parcialmente, una posibilidad de construir relaciones sociales que superan y saltan hacia una vida egocéntrica de disfrute a través del consumo” (pp. 9-10).