Žižek y Laclau en Tierra del Fuego[1]

Rodrigo F. Pascual

* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego, Instituto de Cultura Sociedad y Estado. Becario posdoctoral del CONICET. Investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Correo electrónico: rpascual@untdf.edu.ar.

Artículo recibido: 22/04/2018                              Artículo aprobado: 13/03/2019

MIRÍADA. Año 11, N.º 15 (2019), pp. X-X

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales. (IDICSO). ISSN: 1851-9431

Resumen

A diferencia de las definiciones de ideología como ‘sistema de ideas y deformación de la realidad’, en este trabajo se sostiene que es una forma objetiva del pensamiento socialmente necesaria. Se muestra, a partir de los aportes de Laclau y Mouffe (2004) y Žižek (2009), que su necesidad yace en la constitución antagónica de clase en la sociedad capitalista. Para hacerlo, se recuperan las nociones de forma y fetichismo, desarrolladas por Marx en El Capital ([1867] 2002), acorde con la interpretación de Alfred Sohn-Rethel (1980). Se afirma, con Žižek (2009), que la ideología mantiene una forma de pensamiento cuyo estatus ontológico se halla en la práctica. Se señala que el vínculo entre pensamiento y realidad no es externo, sino interno y necesario. Desde este punto de vista, se muestra que la ideología puede ser comprendida como una ilusión objetiva: un modo de representación necesario de relaciones sociales antagónicas de clase en la que esas relaciones emergen de forma negada. La exposición teórica está acompañada de ilustraciones de una experiencia como migrante en la ciudad de Ushuaia, Tierra del Fuego.

Palabras clave: Ideología; Antagonismo social de clase; Real lacaniano; Abstracción real; Crítica.

Abstract

Unlike the definitions of ideology as ‘a system of ideas and deformation of reality’, it is held that it is an objective form of thought, socially necessary. It shows, from the contributions of Laclau and Mouffe (2004) and Žižek (2009), that its need lies in the antagonistic class constitution of capitalist society. To do so, the notions of form and fetishism, developed by Marx in Capital ([1867] 2002), are recovered, according to Alfred Sohn-Rethel’s interpretation (1980). From these categories, the notion of ideology is developed as a mode of thought that emerges from the capitalist production social relations. It is affirmed, with Žižek (2009), that the ideology maintains a form of thought whose ontological status is found in practice. From Sohn-Rethel's (1980) interpretation of Marx, i<t is pointed out that the link between thought and reality is not external but internal and necessary. From this point of view, it is shown that ideology can be understood as an ʻobjective illusionʼ: a necessary mode of representing antagonistic class social relations in which these emerge in the mode being denied. The theoretical presentation is accompanied by illustrations of an experience as a migrant in Ushuaia city, Tierra del Fuego.

Keywords: Ideology; Class social antagonism; Real Lacanian; Real abstraction; Critique.

Introducción: “¿A qué venís?”. La amenaza desplazada

El 31 de enero de 2016 arribé a Tierra del Fuego, mi nuevo destino laboral. A los pocos minutos, tomé un taxi. Allí sostuve un interesante diálogo con el conductor. Con el pasar de los meses, comprendí que aquella conversación había sido una clase intensiva de ideología fueguina. El taxista (no) lo sabía y por eso lo hizo.

La conversación se inició con una pregunta de aquel trabajador: “¿A qué venís?”. Yo contesté: “A vivir. Voy a trabajar en la universidad”. “¡Ah! ¡Vas a ganar cincuenta lucas![2]. Te vas a llenar de plata”, respondió aquel. Yo pensaba que era un chascarrillo. Pero no. En efecto, en el transcurso de la conversación y con un conflicto entre el gremio de docentes y el gobierno provincial de Tierra del Fuego como antecedente, comprendí que no era así. El imaginario social fueguino, que, desde 2016, fue erosionándose producto de la crisis y el ajuste, era que los docentes obtenían sueldos muy por encima de la media.

Durante el viaje, que duró poco más de veinte minutos, experimenté algunas sensaciones corporizadas como migrante profesional de la educación en Tierra del Fuego. Comprendí, retroactivamente, que aquella conversación había sido una clase sobre los ritos de identificación en esa provincia.

Al mes y medio de haber aterrizado, comencé a dictar clases. Inicié mis tareas a cargo de un seminario sobre sociología de la cultura, que se tornó en un intenso debate sobre ideología… fueguina. Las líneas que siguen son un esbozo de una lectura de la noción de ideología a partir de los trabajos de Žižek (2009) y Laclau y Mouffe (2004), ilustradas a partir de mi experiencia como docente universitario migrante en Ushuaia, Tierra del Fuego, y evocando algunos fragmentos de películas.

En la primera parte del trabajo, mostraré que la ideología es una forma socialmente necesaria que aparece como pensamiento, pero que emerge del antagonismo social de clase constitutivo de la sociedad capitalista. Para ello recuperé las nociones de forma y fetichismo, desarrolladas por Karl Marx en El Capital ([1867] 2002) desde la interpretación de Alfred Sohn-Rethel (1980) y recuperadas por Žižek (2009) para abordar la noción de ideología. Luego, indicaré que la ideología asume una forma del pensar cuyo estatus ontológico se halla en la práctica. Desde el punto de vista de las nociones de forma y fetichismo, señalaré que el vínculo entre pensamiento y realidad es interno y necesario. De este modo, mostraré que la ideología puede ser entendida como una ilusión objetiva: un modo de representación necesario de relaciones sociales antagónicas de clase en el que esas relaciones emergen de forma negada (fetichista). Finalmente, diré que el proceso de identificación ideológico es posible por aquella constitución antagónica de la sociedad, la cual produce una fractura social constitutiva de sujetos quebrados (barrados) internamente. Así, pues, sostendré que la ideología funge como un relleno de aquel quiebre, permitiendo el “cierre” de lo social. A lo largo del trabajo, como mencioné, ilustraré estas ideas con mi experiencia como migrante en la ciudad de Ushuaia, Tierra del Fuego, y de algunos fragmentos de películas.

El antagonismo como condición de posibilidad de la ideología

El punto de partida que posibilita la emergencia de la ideología es la existencia de un tipo de sociedad que no está reconciliada consigo misma (Adorno, 2004; Horkheimer, 2008; Laclau, 1993; Žižek, 2009). La condición de existencia de la ideología es la presencia constitutiva de relaciones antagónicas (Laclau, 1993), por tanto, una sociedad dividida internamente. Esto da lugar a la emergencia de “Un sujeto que por ser esencialmente dividido y alienado se convierte en el locus de una imposible identidad, el lugar donde se produce una entera política de identificación” (Stavrakakis, 2007, p. 31), esto es, la identificación ideológica.

La ideología es un proceso de simbolización y de simultánea (de)negación (positivización) de la negatividad inherente a todo tipo de relación social antagónica. Su presencia implica un cierre simbólico imposible y necesario de aquella negatividad que corroe internamente a lo social. La simbolización produce un efecto de identificación sobre las subjetividades divididas internamente. La ideología, entonces, antes que un velo de la realidad o una falsa representación, es una representación necesaria de aquella realidad. En términos lacanianos, la ideología pertenece al orden de lo simbólico, aunque claramente no puede estar fuera de lo imaginario.

La negatividad que recorre y corroe lo social produce una herida, una fractura que reclama su cierre para su reproducción. La ideología funge como un efecto de clausura parcial de esa herida en lo social. O mejor, su función específica es suturar temporalmente esa herida. Paradójicamente, la sutura se produce en el mismo lugar en que se abre. Ilustraré esto con un ejemplo. Las relaciones de explotación se fundan en la violenta expropiación de los trabajadores de los medios de producción. El salario —y la ideología del pago por la labor realizada— es la mediación a través de la cual se cierra la relación antagónica entre capital y trabajo. La libertad del trabajador/a es ideológica no solo porque recibe un salario por su capacidad de trabajar, y no por lo que produce, sino porque su libertad de realizar contratos de compra y venta de su fuerza de trabajo está mediada por la no posesión de los medios de producción y subsistencia. La libertad deviene en necesidad; y la igualdad de contrato, en explotación del trabajo. No obstante, es por medio del salario que se sutura esa relación antagónica.

Entonces, el terreno de la ideología es el simbólico, pero su existencia depende de relaciones materiales que están siempre mediadas por la simbolización. Sin embargo, ni la dominación ni el antagonismo son informes. La negatividad está determinada por relaciones sociales específicas. No se trata de una herida ontológica abstracta —como se desprende de los textos de Laclau (1993, 2002); Laclau y Mouffe, (2004) y Palti (2010)—, sino de una fractura ontológica radicalmente histórica (Žižek, 2003a; Palti, 2010). El sujeto barrado se constituye en y se reconstituye a través de identificaciones parciales (ideológicas) producidas en una sociedad estructurada en torno a la dominación abstracta del capital sobre el trabajo. O, al decir de Žižek  (2005), el antagonismo fundante de la sociedad capitalista es la lucha de clases[3].

La ideología supone una operación de positivización del antagonismo que transforma la negatividad en un motor de la reproducción social (como sucede con el ejemplo de la relación salarial arriba mencionado). La simbolización ideológica opera como suturando temporalmente aquella herida. Más aún, genera una especie de inversión de la negatividad en una positividad constitutiva de su reproducción (Žižek, 2003b). Podría decirse que su simbolización es una negación de la (de)negación[4]: una superación (aufhebung) fetichista, pues no suprime las relaciones antagónicas, sino que las supone. La simbolización ideológica opera al modo de la ganancia en la reproducción de capital: el antagonismo entre capital y trabajo (la negatividad del trabajo respecto del capital) existe de forma negada como plusvalor (plustrabajo objetivado en la mercancía), como valor que se valoriza, como trabajo expropiado que se independiza y aparece como un proceso de autovalorización del capital.

En otras palabras, la negatividad del trabajo aparece como ganancia. Esto solo es posible en la medida en que la negatividad constituyente de la sociedad capitalista, la existencia del trabajo bajo la forma del capital, es condición para su reproducción: la transformación del trabajo concreto en trabajo abstracto y, por tanto, la existencia fetichista del antagonismo entre capital y trabajo bajo la forma de plusvalor. Análogamente, la simbolización funciona como una internalización de aquella herida, lo que genera un efecto de totalización (parcial) armonizante que da lugar a la reproducción social.

Rellenar el vacío constituido por el antagonismo, cargarlo de positividad, darle un sentido a la realidad es condición de necesidad y función de la ideología. Cierra el vacío abierto por el antagonismo. El efecto ideológico es una totalización parcial de lo social. Causa un efecto de olvido de la herida constitutiva. La ideología, en este sentido, implica una mistificación en y de la realidad.

Sin embargo, esta idea de mistificación no debe conducir a una noción de ideología como falsa conciencia o deformación de la realidad. En cuanto a sus enunciados positivos, puede ser plenamente cierta. Para determinar si una enunciación es ideológica, como explica Žižek (2005), debe relacionarse el contenido de lo enunciado con la posición subjetiva supuesta por el proceso de enunciación. Dicho sencillamente, se está en lo ideológico desde el momento en que aquel contenido —verdadero o falso (si es verdadero, el efecto ideológico es más efectivo)— es funcional de forma no transparente respecto de alguna relación de dominación. Sin embargo, el mecanismo de la legitimación de esas relaciones de dominación debe permanecer oculta para que sea efectiva (Žižek, 2005).

Ilustraré esto con mi experiencia como migrante en Tierra del Fuego. No es ideológico decir que los migrantes del norte van a buscar empleo a Tierra del Fuego. Tampoco lo es el enunciado producido por el taxista que me recibió y que se repite en diferentes actores sociales, que afirma que, con el salario obtenido (quienes pueden) se compran un vehículo, viajan al norte, visitan a sus familiares y vacacionan. Lo ideológico es que esa enunciación oculta relaciones de dominación basadas en el trabajo asalariado que, como dije arriba, suponen dominación y explotación.

Asimismo, aquel enunciado supone que la sociedad fueguina viviría armónicamente si no fuera por el desequilibrio que causan los migrantes. Lo paradójico de esa situación es que la presencia del migrante aparece como una amenaza que funge como una necesidad para el cierre parcial de la herida producida por el antagonismo. El efecto ideológico opera a partir del desplazamiento e inversión del antagonismo puesto sobre el migrante. Se produce así un efecto de mistificación de y en la realidad.

A partir de este ejemplo, es posible observar que la ideología no remite a la internalización/simbolización de una contingencia externa. Más bien, es radicalmente opuesta a toda lógica externa y meramente contingente. Su condición es necesaria e interna: una fisura social que corroe desde dentro. La ideología envuelve una externalización inmanente que resulta de la necesidad devenida en contingencia interna. Dicho de otra manera, el antagonismo social de clase es el sustrato (necesario) de lo que aparece como una pura contingencia (externa) ideológica (Žižek, 2005). Por muy mistificado que parezca, lo que emerge en la ideología es un trauma constitutivo de esa sociedad, lo que se puede denominar lo real lacaniano estructurante de la realidad (Žižek, 2005).

En este sentido, es posible advertir que la función de la ideología no es la de producir un escape de la realidad. Más bien, la ideología estructura a la realidad de modo tal que permite escapar de lo real justamente porque simboliza al trauma constitutivo de lo social.

El antagonismo social y lo real lacaniano

Esta concepción de la ideología es deudora de la lectura sociológica de Lacan propuesta por Laclau y Mouffe (2004) y continuada por Žižek (2009), Blanco y Sánchez (2017), Palti (2010) y Stavrakakis (2010).

En este sentido, la noción de sujeto que hay en Lacan, así como su definición de lo real son fundamentales para comprender el concepto de ideología desde la perspectiva aquí desarrollada. Ambas nociones sufrieron modificaciones a lo largo de la trayectoria de Lacan. Para mayor operatividad, definiré al sujeto lacaniano como un sujeto barrado, radicalmente opuesto al cogito cartesiano (D’Angelo, Carbajal y Marchili, 1996). Esto se debe no solo a que, como indicó Freud, está gobernado por el inconsciente, sino a que está dividido internamente. Es sujeto de una falta.

A partir de mediados de la década del cincuenta, Lacan distinguió al “sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación, para demostrar que, puesto que el sujeto es esencialmente hablante (parletre), está necesariamente dividido, castrado, escindido” (Evans, 2010, p. 184). A principios de la década siguiente, definió al sujeto como “lo que es representado por un significante para otro significante; en otras palabras, el sujeto es un efecto del lenguaje” (Evans, 2010, p. 184). Asimismo, como veremos más adelante, se es sujeto en tanto que se está sujeto al campo del Otro.

La noción de lo real en Lacan también fue modificándose a lo largo de su enseñanza. En lo esencial, puede ser definido, paradójicamente, como lo imposible por ser inimaginable, porque no se lo puede integrar al orden simbólico. Es aquello que se resiste a toda simbolización. Ese carácter torna a lo real como lo traumático constitutivo del sujeto. Lo real es aquello que vuelve, que retorna. Su simbolización es condición de posibilidad del sujeto (y por ello debe ser entendido como) barrado. De allí que, para Lacan, lo real está fuera del lenguaje y, por eso, todo intento de simbolizarlo fracasa.

Hechas estas aclaraciones, puedo afirmar que lo central del aporte lacaniano para el análisis de la ideología yace en la asunción del antagonismo social como un trauma que se inscribe en la constitución de la sociedad (Laclau y Mouffe, 2004) capitalista (Žižek, 2003b, 2005) y, por tanto, de las subjetividades emergentes. En efecto, la violenta separación de los productores de los medios de producción conforma aquel origen traumático constitutivo de la sociedad capitalista. Es lo real lacaniano.

Este origen es condición y presupuesto del capitalismo. Aquel trauma constitutivo vuelve una y otra vez y requiere algún tipo de simbolización para que la sociedad pueda reproducirse. Dicho de otro modo, el trauma social constitutivo de la sociedad capitalista habilita la emergencia de la ideología. Simbolizar aquel trauma es necesario para la reproducción armónica de lo social. Pero, como lo real lacaniano, no es pasible de ser completamente simbolizado. No puede ser plenamente integrado. La separación de los productores de los medios de producción es, pues, condición necesaria para la emergencia y reproducción de esta sociedad y, al mismo tiempo, es lo que la corroe internamente. Por ello, se actualiza una y otra vez en diversas formas ideológicas. Retorna bajo formas desplazadas, mistificadas, simbolizadas de modo inacabado, parcialmente integradas.

Desde este punto de vista, la ideología, en tanto que simbolización parcial del trauma social, no es una ilusión onírica que se construye para escapar de una realidad insoportable. En su dimensión más básica, es una especie de ilusión que estructura las relaciones. Por tal motivo, encubre un núcleo traumático insoportable, imposible, real: “es una construcción de la fantasía que funge como soporte de la ‘realidad’” (Žižek, 2009, p. 76). Sintéticamente, la función específica de la ideología no solo es compensatoria (Adorno, 2004), pues ofrece a la “realidad social misma como una huida de algún núcleo traumático, real” (Žižek, 2009, p. 76).

El estatus ontológico de la ideología: abstracción real

Por lo expuesto hasta acá, puede entenderse a la ideología como una forma de pensamiento socialmente necesaria que emerge del antagonismo social de clase. También, como un sistema de ideas que se revela como algo diferente de sí; una idea cuyo referente está más allá de las ideas. En tanto que su existencia es socialmente necesaria, asume una forma de pensamiento cuyo estatus ontológico se halla en otra escena: la práctica. En palabras de Marx y Engels ([1932] 1968): “[l]a conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente [das bewusste Sein], y el ser de los hombres es su proceso de vida real” (p. 26).

¿De dónde surge esta forma de pensamiento, esta abstracción, si no es de la mente?, pregunta Žižek (2009). Para responder, retoma el análisis de la mercancía de Marx desde el punto de vista desarrollado por Alfred Sohn-Rethel (1980). Así, Žižek (2009) muestra que la abstracción de la ideología es semejante a la que se realiza en el acto del intercambio, i.e., una abstracción práctica. Ciertamente, el intercambio mercantil no involucra una abstracción mental. No es la mente la que realiza la abstracción respecto de las cualidades concretas de cada mercancía. La abstracción del intercambio es un proceso práctico que tiene lugar en el acto de intercambiar. Este tipo de abstracción asume la forma de pensamiento, aunque su naturaleza es práctica. La abstracción práctica, que envuelve el intercambio, es captada por el pensamiento a posteriori: “la esencia de la abstracción-mercancía reside en el hecho de que no es un producto del pensamiento, que no tiene su origen en el pensamiento de los hombres, sino en sus actos” (Sohn-Rethel, 1980, p. 27).

La abstracción práctica que recubre el acto del intercambio da lugar a la emergencia de una segunda naturaleza. Siguiendo a Adorno (2004), en la sociedad capitalista, basada en la producción (privada) generalizada de mercancías para el intercambio, la acción del intercambio produce una práctica sintética. De ella resulta el mercado como segunda naturaleza (zweite Natur) (Adorno, 2008). Esta realidad social mantiene una densidad ontológica semejante a la primera naturaleza comprendida como la realidad natural. El encuentro contingente de voluntades individuales es aparente en la medida en que está mediado por la compulsión (necesidad) del intercambio (compra-venta de fuerza de trabajo). De este modo, se impone la sociedad (de mercado) como una segunda naturaleza y convierte la necesidad compulsiva del intercambio en una ley socialmente objetiva (Adorno, 2004). Como afirman Campos y Martín (2014): “[e]s el ‘acto de intercambiar’ el que abstrae la naturaleza primera —concreta y material—, para dar lugar a la segunda —abstracta y social—” (p. 5).

En conclusión, la ideología es un efecto de prácticas concretas que asumen la forma de pensamiento. Resulta de relaciones socialmente necesarias que emanan de la segunda naturaleza constituida en y a través del intercambio. Puede comprendérsela como una forma en que se manifiesta la objetividad social en tanto que pensamiento. Como forma necesaria de aquellas relaciones sociales antagónicas, articuladas por el intercambio, (en el) que (se) borra y positiviza temporal y parcialmente aquel antagonismo (real). En este sentido, es

una “ilusión objetiva” (gegenständlicher schein, según la expresión de Adorno) o una “abstracción real” (reale abstracktion, conforme a la expresión de SohnRethel), que comparte su carácter abstracto con nuestras ideas pero que, a la vez, comparte su carácter objetivo con las demás cosas existentes por fuera de nuestras cabezas (Bonnet, 2007a, pp. 273-274).

La ideología, entendida como forma, es objetiva en su calidad de modo de existencia de determinadas relaciones sociales. No obstante, deviene subjetiva en la medida en que, como forma, es posible acceder a la crítica de las relaciones sociales de las cuales emerge (Bonnet, 2007a). En otras palabras, la ideología es una abstracción real, una forma de pensamiento en tanto que modo de existencia de determinadas relaciones sociales.

La ideología es práctica

La noción de ideología entendida como abstracción real, ilusión objetiva, conduce a afirmar que es esencialmente práctica. La clásica definición de ideología, perteneciente al análisis de Marx del carácter fetichista de la mercancía, enfatiza este aspecto: “no lo saben, pero lo hacen” (Marx, 2002, p. 90. El destacado es propio).

Depende dónde se ponga el énfasis, esta afirmación puede conducir a la errónea concepción de la ideología como producto del pensamiento. Si el acento recae en la primera parte, “no lo saben” (Marx, 2002, p. 90), la ideología mantendría un carácter de misticismo emergente del pensamiento. Pero no es el caso de Marx. Vale recordar, rápidamente, que, para él, las formas del pensamiento son modos de existencia de relaciones sociales de producción (Gunn, 1987). El pensamiento fetichista, la independencia de las cosas respecto de los sujetos (Freud, 1981a), es un modo del pensar socialmente válido, objetivo (Sohn-Rethel, 1980), en la medida que encarna relaciones de producción. El pensar fetichista resulta de un modo específico en que se produce la síntesis social. El misticismo que encubre a la mercancía, en tanto que objetos independientes de los seres humanos y las formas de pensamiento fetichista (cosificante) remiten al modo específico de organización social: la producción y apropiación privada mediada por el intercambio (Rubín, 1974). Este misticismo se esfuma, según la expresión de Marx ([1867] 2002), al descender al ámbito de la producción: cuando se va, en este caso, del pensamiento a la práctica[5].

Algo semejante sucede, según indica Žižek (2009), con la noción de ideología. En la fórmula “no lo saben, pero lo hacen” (Marx, 2002, p. 90), el peso de la ilusión (simbolización) ideológica no recae sobre el saber, sino sobre el hacer (Mannoni, 1997; Žižek, 2009). Para Marx, saber que la mercancía es un fetiche no desintegra su carácter socialmente objetivo, no diluye el hacer: el modo de organización de las relaciones entre las personas (relaciones sociales de producción). Esto es, justamente, a lo que me refería con que el fetichismo es una ilusión real, una objetividad social, una segunda naturaleza. No importa lo que se piense de la realidad o que se comprenda que la realidad produce mistificaciones. Lo determinante es lo que se hace.

Sin embargo, el punto radica en comprender por qué en el caso de que se sepa lo que se hace, se lo sigue haciendo (Mannoni, 1997; Žižek, 2009). En efecto, lo que se requiere es explorar ese hacer. Para ello, conviene recordar lo que afirmé algunas líneas atrás: la realidad está estructurada como una fantasía, de allí que se actúe como si efectivamente fuera lo que se cree que es. Es decir, la realidad está siempre ya mediada por la simbolización, aunque sea parcial e inestable, del trauma constitutivo.

En este sentido, es muy pertinente recuperar la noción de ideología de Althusser (2005) como materializada en rituales e instituciones. Retomando a Pascal, el filósofo francés muestra que la ideología se hace cuerpo mediante actos (e instituciones, como los aparatos ideológicos y represivos del Estado). En efecto, según Althusser (2005), para ser creyente basta con seguir el ritual de la misa: inclinarse ante la invocación de Dios, arrodillarse ante Él, rezarLe y alabarLo. En otras palabras, se puede pensar que Dios no existe o en lo que se quiera, pero se cumple con el acto. Al seguir el rito, se genera de manera performativa el propio fundamento ideológico (Žižek, 2005): se actúa como si Dios realmente existiera. Se puede decir que se sabe que no existe, pero, aun así, se actúa como si existiese. Como sentencia el dicho popular: “¡las brujas no existen, pero que las hay… las hay!”.

En el rito, en el hacer sabiendo lo que se hace, queda de manifiesto que

La ilusión no está del lado del saber, está ya del lado de la realidad, de lo que la gente hace. Lo que ellos no saben es que su realidad social, su actividad, está guiada por una ilusión, por una inversión fetichista. Lo que ellos dejan de lado, lo que reconocen falsamente, no es la realidad, sino la ilusión que estructura su realidad, su actividad social real. Saben muy bien cómo son en realidad las cosas, pero, aun así, hacen como si no lo supieran. La ilusión es, por lo tanto, doble: consiste en pasar por alto la ilusión que estructura nuestra relación efectiva y real con la realidad. Y esta ilusión inconsciente que se pasa por alto es lo que se podría denominar la fantasía ideológica (Žižek, 2009, p. 61).  

Vuelvo sobre un ejemplo local. Los habitantes de Tierra del Fuego saben muy bien que se intentó exterminar a los pueblos originarios. Saben que aquellos (auto)proclamados primeros pobladores no lo son. También, que estos “primeros pobladores” alguna vez cercaron tierras, talaron árboles y produjeron una espacialidad capitalista. Pero, aun así, se los trata como si fueran los primeros pobladores. Los ritos de las cenas y los festejos de los pioneros y antiguos pobladores, así como los desfiles oficiales lo confirman. En ellos se materializa esta creencia. También se efectiviza en las pleitesías que se les rinde desde los gobiernos municipales y provincial.

Recordando que aquellos primeros pobladores se erigen sobre la matanza y el genocidio de los pueblos originarios, una de las bases militares de Ushuaia evoca que fueron las Fuerzas Armadas las que fundaron la ciudad ¡como si antes no hubiera habido nada! ¡¿O, simplemente, a modo de lo real lacaniano que vuelve bajo la forma simbolizada, pacífica, de la fundación de la ciudad producto de la expropiación violenta constitutiva de las relaciones sociales capitalistas?! Pero, aun así, se actúa como si aquellos antiguos pobladores y sus descendencias fueran seres merecedores de un respeto especial. La ideología opera, pues, como una huida en la realidad respecto de un núcleo traumático; de allí que retroactivamente se den (pseudo)explicaciones para tratarlos como seres especiales. Los siguientes son fragmentos de aquellas (pseudo)explicaciones vertidas por miembros de la comunidad: “ellos vinieron cuando no había nada”, “llegaron cuando había que tener agallas”, “pasaron lo peor del menemismo”, “sufrieron las peores nevadas” (febrerodiciembre de 2016). Aquí se observa que el antagonismo queda invertido y desplazado. El trauma social no se halla en la matanza de los pueblos originarios y en la consiguiente constitución de relaciones sociales capitalistas. Su simbolización supone un desplazamiento hacia fenómenos naturales (lucharon contra un clima hostil), o situaciones sociales que presuponen aquella sociedad (sufrieron el menemismo). Uno y otro son enunciados verdaderos y simultáneamente falsos: en aquellos pobladores no hay nada de especial. O tal vez sí, son los continuadores de los exterminadores de los pueblos originarios. La sutura ideológica se realiza por el mismo lugar en que se abrió la herida.

Como se observa a través de este ejemplo, se actúa como si aquel trauma constitutivo de la objetividad social, y por tanto de las subjetividades, no existiera. Aquel trauma queda (de)negado. De allí que se produzca una escisión subjetiva entre saber y hacer.

Si se actuara y creyera en consecuencia, los sujetos se verían enfrentados al abismo de la disolución de las relaciones sociales: lo real. De allí que el saber sea denegado. “La naturaleza traumática de esta imposición del orden es precisamente la que signa la brecha entre su saber y su hacer/creer” (Bonnet, 2007b, p. 237). Si se hace lo que se hace es porque se cree haciéndolo. Este hacer es posible solo a partir de una distancia cínica (Žižek, 2009).

Creemos en lo que hacemos: el Otro

Pero, entonces, ¿por qué se actúa como se actúa? Si, como explica Jacques Lacan (1999), la acción siempre está dirigida a (un) otro, ¿a quién se dirige la acción cuando se actúa en la ideología? Para responder a estas preguntas, me valdré de algunos ejemplos del cine moderno.

En la película La clase obrera va al paraíso (Elio Petri, 1971, producida por Eurointer), el personaje principal, Lulú, un obrero tornero, es tomado por la gerencia como el punto de referencia de las cantidades de productos que deben realizarse. Lulú es el trabajador más productivo. En esa fábrica, los trabajadores son pagos a destajo, por cantidad de productos realizados. Los compañeros de Lulú le reclaman que baje la intensidad, que no haga tantas piezas. Pero Lulú les dice que él necesita el dinero. De allí que toda su acción se dirige hacia él. La intensidad de su labor se justifica ante él. El móvil de su acción no es ni su hijo ni la necesidad material, estos justifican retroactivamente, es decir ex post, su accionar. Precisamente, porque lo que él persigue ciegamente es el dinero. Lo sabe y por eso lo hace.

Sus compañeros, entonces, le preguntan en qué piensa cuando está torneando la pieza. La respuesta esperada es que piensa en su hijo, en su esposa o en el dinero. Pero no es el caso. Él piensa en otra cosa. En su cabeza, cada vez que enfrenta una pieza, se dice: “un pezzo, un culo [una pieza, un culo]” (Eurointer, 1971). Toda su acción se dirige hacia el dinero, aunque sepa que este es un culo, es decir que no tiene nada de especial. Él actúa pensando en otra cosa.

El dinero, esa mediación social que no es más que nuestra labor confrontada con nosotros mismos, es el que le demanda actuar y hacia quien Lulú se dirige. El dinero funciona como un Gran Otro que le pide más, y Lulú responde sin cesar a su demanda. En su acción, Lulú se dirige a ese Otro precisamente porque, como se observa en la cadena significante, él sabe que el dinero no es más que un culo. Y, sin embargo, responde a su demanda. Y lo hace porque Lulú sigue una causa mayor. Actúa como si el dinero tuviera un aura mágica que lo rodea, que recubre e ilumina el conjunto de sus acciones: un objeto con características especiales, como “un culo”. Pero, paradójicamente, sabe que el dinero no es más que eso, “un culo”. Su realidad está estructurada por una fantasía ideológica.

Justamente, la ideología supone una forma específica en que se articula nuestro goce (jouissance)[6]. Se hace lo que se sabe que se está haciendo porque allí se realiza el goce, porque la realidad se estructura como una fantasía. La fantasía de hacer lo que se cree que se quiere, esta es la ilusión del sujeto cartesiano (Stavrakakis, 2010). Y eso que se quiere se articula en torno al mandato del Gran Otro. La acción se dirige a él.

En efecto, el mandato del Gran Otro opera como la máxima kantiana: piensa todo lo que quieras, pero obedece. Y Lulú obedece. Esta disociación entre pensar y hacer indica que la subjetividad se constituye éxtimamente, es decir, que lo más interno (el culo que desea Lulú) está articulado por esa segunda naturaleza (el dinero), por el Gran Otro. El hacer lo que se quiere, o mejor, la identificación de ese hacer se constituye en el llamado y en el reconocimiento del otro[7]. Lulú puede pensar en un culo, pero obedece al mandato del Otro: el dinero encarnado en la gerencia que le exige producir cada vez más en menos tiempo. Lulú es libre de querer un culo; sin embargo, persigue lo que esta sociedad demanda: dinero. El culo aparece como un mero semblante: el dinero. Pero el fin no es más que un culo.

Esto reenvía a la máxima kantiana: piensa, pero obedece. Ella constituye un mandato que anuncia el núcleo traumático y la naturaleza irracional de aquella escisión entre saber y hacer. Indica que no se obedece a la ley por su racionalidad, por su justeza. Se obedece porque la ley es Ley. Se obedece al dinero porque es el dinero, aunque se sepa que no tiene nada de especial —como los antiguos pobladores de Ushuaia—, que, como piensa Lulú, es un culo. Se obedece porque, en la Ley, se pone algo más de lo que es. Su mandato debe ser cumplido porque es Ley. El (Gran) Otro es constitutivamente absurdo, carente de sentido. Es, como piensa Lulú, un culo.

En síntesis, se sabe muy bien que se sigue una ilusión y es por eso que se lo hace. La creencia es objetiva, está estructurada por aquella objetividad social. Se sabe que las mercancías no tienen ningún poder especial, que son producto del trabajo social, pero se actúa ante ellas como si fueran algo más que la propia actividad laborativa confrontadas contra su creador (trabajador/a). Se sabe que el dinero es simplemente un papel, pero se actúa ante él como si fuera propietario de algo más. Se sabe que los antiguos pobladores de Ushuaia son migrantes, pero se actúa ante ellos como si poseyeran algo especial. Es, pues, ese (Gran) Otro el que articula el goce.

Pero, más aún, no es uno el que cree, sino el que cree por uno es el (Gran) Otro (dinero). Precisamente, al actuar como si el dinero fuera algo más que un simple papel, la creencia se presenta como situada en una exterioridad radical —como el caso del religioso que no cree— que, sin embargo, está encarnada en “la conducta práctica y efectiva de la gente” (Žižek, 2009, p. 62). Si se actúa de la forma en que se lo hace es porque hay una segunda naturaleza, un Otro que interpela, que hace ser lo que se es. Es ese Gran Otro el que se materializa en las prácticas, rituales, instituciones, etcétera.

Como habitantes de Tierra del Fuego, se sabe muy bien que el acto de reclamar tierras u ocuparlas mantiene algunas diferencias con la expropiación a los pueblos originarios. No obstante, se puede observar que ambos persiguen el mismo objeto: en sustancia, transformar tierras en propiedad privada. Pero hay algo que transforma al segundo acto en ilegítimo. La diferencia radica en que uno constituye el acto de instauración de la ley de la propiedad privada, y por eso se le rinde obediencia; mientras que el segundo atenta contra esa ley instaurada. En efecto, se acepta retroactivamente como legítimo al primero porque vino a instaurar la ley, mientras que el segundo la pone en cuestión (¡incluso aceptándola!). La aceptación del primer acto es posible en la medida en que se (de)niega aquel núcleo traumático y se lo vive como una necesidad retroactiva para instaurar la ley. En cambio, el rechazo del segundo proviene del retorno de lo real, del trauma constitutivo de esta sociedad bajo la forma de su (de)negación: la negación de la ley de la propiedad por medio del acto de la toma.

La (de)negación/simbolización del acto fundante emerge de diversas maneras, por ejemplo, manifestando que aquel exterminio transcurrió en un pasado remoto que nada tiene que ver con el presente (de ley y orden) o, en las perspectivas más radicales, como si aquello hubiera sido un exceso producto de un grupo que no siguió el orden de la ley que, precisamente, estaban instaurando a fuego y espada. Lo que se (de)niega, entonces, es el origen traumático constitutivo de la ley que vuelve, en nuestro ejemplo, bajo su negación en la toma/ocupación de tierras.

Como se puede observar, la creencia sostiene la fantasía que regula la realidad social. Eso que se llama realidad social se sostiene en un como si. Esa fantasía es real en la medida en que emana de la segunda naturaleza. En cuanto se pierde esa creencia, la cual se encarna y materializa en el funcionamiento efectivo de lo social, se desintegra “la trama de la realidad social” (Žižek, 2009, p. 65). Se evapora la ideología. Pero su desintegración requiere de un acto de desujeción respecto de ese Gran Otro. Necesita de lo que Lacan llama una destitución subjetiva.

A la mitad de la película La clase obrera va al paraíso (Eurointer, 1971), Lulú sufre la amputación de una parte del cuerpo, que le impide seguir trabajando. Esa pérdida representa la castración (Freud, 1981b) constitutiva del sujeto (Lacan, 2008) y de la realidad (Stavrakakis, 2010). Esa castración es el núcleo de lo real lacaniano, y es lo que aquí se llamó antagonismo social (una castración en el orden de lo simbólico). La realidad está castrada, incompleta, resultante de relaciones sociales de dominación. Accidentalmente, Lulú se descubre incompleto, quebrado internamente. Lo real hace su aparición. A partir de ese momento, Lulú (que se había manifestado contrario a las protestas, huelgas y otras acciones contra la patronal, ya que él seguía el mandato de la Ley) se suma a los boicots junto con sus compañeros de fábrica. La castración no solo le muestra que es un sujeto incompleto, sino que, al mismo tiempo, le devuelve que esa falta constitutiva se encuentra en la realidad. Dicho en otras palabras, el retorno de lo real antes que afirmar el orden lo condujo a iniciar un camino de destitución subjetiva, dio lugar a una desintegración de la trama social.

Con las ocupaciones de tierras en Ushuaia, sucede algo semejante, pero de manera invertida. Las ocupaciones devuelven el pasado sangriento de las expropiaciones a los pueblos originarios, pero de forma fetichista, invertida, ideológica. Precisamente, el orden debe restaurarse, o se desvanece esa realidad. De este modo, el ocupante de tierras aparece como una amenaza del orden, un real, sobre el que debe ejercerse la misma violencia constitutiva por haber desobedecido la Ley (de la propiedad privada). De ese modo, se afirma al Gran Otro. Al igual que en las explicaciones retroactivas sobre el pasado, la violencia no se ejerce porque el Gobierno sea malo o incomprensivo, sino porque así lo demanda la ley. Es porque existe aquella ley en que todo está permitido, incluso desalojar a los ocupantes violentando niños, mujeres y hombres indefensos. Es la causa de la defensa de la propiedad privada la que otorga la legitimidad, la que permite todo.

El gran otro, como se observa, es una especie de sistema secreto de las cosas. Opera como una razón divina, como cuando se invoca la razón del pueblo, la fe, la revolución, o lo que se asemeje a una especie de gran sujeto que controla nuestros destinos. El Gran Otro interpela y dice: “tú eres esto: militante, religioso, ciudadano, trabajador, peronista, argentino, fueguino, ocupa, etc.”. Opera como agencia que garantiza el sentido de las acciones.

El Gran Otro es también el orden/sistema de apariencias. Hacia él van dirigidas las acciones. Hay muchas cosas que son asumidas como prohibidas y que, sin embargo, solo lo están a la luz del Gran Otro; por ejemplo, matar a alguien que ocupa una tierra deshabitada. Naturalmente, está prohibido y no deben suceder para aquel Gran Otro, pero Él lo justifica. El Gran Otro regula las acciones y las formas de gozar.

Por todo ello, el Gran Otro cumple una función específica que es la de permitir vivir establemente. Así, las acciones se dirigen hacia Él y es por Él que mantenemos las apariencias. Su función, sin embargo, es la de aquel en quien se puede confiar que se es uno mismo.

La tragedia emerge en descubrir que ese Gran Otro no existe: que nada soporta el orden de la ley, que no hay un soporte del sentido detrás del Gran Otro. Esto es exactamente lo que le sucede al personaje del film, Lulú. Puede haber un Gran Otro real, un alguien que lo encarne. El partido en las tradiciones leninistas/estalinistas, el sacerdote, el juez o el Estado corporizan al Gran Otro real hacia quien dirigirse y confesarse. Pero nunca ese Gran Otro real es el virtual y, por tanto, el verdadero. La tragedia es descubrir que se está solo, que el Gran Otro resulta de la práctica de los sujetos confrontada con ellos mismos.

A pesar de que ese Gran Otro regula las acciones y las formas de gozar, siempre hay en la subjetividad un mínimo de histeria. Histeria es (y debe ser comprendida como) el modo en que se cuestiona la identificación social simbólica. La histeria en su forma más elemental es una pregunta dirigida a la autoridad que define la identidad: el Gran Otro. La pregunta histérica por definición es ¿qué quieres?, o bien, ¿por qué se es eso que Tú dices?

En la pregunta que me formuló el taxista al llegar a Ushuaia (“¿A qué venís?”), está condensada la interpelación identificante del Gran Otro. Precisamente, ese Gran Otro está encarnado en el cuerpo del taxista. En cambio, la pregunta histérica recuerda una escena de la película Carne (Bó, 1968), protagonizada por Isabel Sarli. Siendo violada una y otra vez, sentada, sola y con la mirada perdida, ante la presencia de otro hombre a punto de violarla se dirige a él y realiza la pregunta histérica: “¡Canalla! ¿Qué pretende usted de mí?”[8] (Bó, 1968). Con el hombre parado frente a ella, encarnando al Gran Otro, la pregunta histérica da lugar a un camino de desujeción o destitución subjetiva.

Efectivamente, la posición histérica es la posición de la duda, una posición extremamente productiva, pues apunta a liquidar al Gran Otro, a salir de su identificación. Resulta en una afirmación que niega la identificación en el Gran Otro, una respuesta que puede ser formulada así: “No soy eso que tú dices”. En términos lacanianos, la destitución subjetiva supone una salida del dominio de la identificación simbólica. Con ella se cancela o suspende todo el dominio de la autoridad simbólica. Se quiebra toda la esfera del Gran Otro.

No se pude saber qué quiere el Gran Otro, la pregunta “¿qué pretende usted de mí?” (Bó, 1968) lo muestra con claridad. Justamente, no se puede saber porque no existe. Esto tiene una implicancia aún mayor: no hay punto de referencia que garantice el sentido. El primer paso para salir de la ideología es cambiar el modo de gozar, es decir, de dejar de hacer eso que genera un placer semejante al dolor producto del mandato del Otro.

La ideología y el cierre particular imposible de lo real

Mencioné que la constitución antagónica de la sociedad abre un vacío simbólico cuyo relleno es necesario e imposible. El modo en que se rellena ese vacío supone un acto ideológico, genera un efecto ilusorio y real (abstracción real) de totalización y armonización que (parece) suspende(r) las relaciones de dominación. Aquel antagonismo habilita una dialéctica entre lo particular y lo universal en la que lo universal emerge como efecto de un particular que se erige como universal. De aquí que este universal sea falso, incompleto, parcial, temporal e inestable. ¿Cómo es posible que un particular se erija en universal?

Laclau (2002) y Laclau y Mouffe (2004) afirman que la negatividad ontológica, el sujeto barrado de Lacan, abre un campo para la disputa hegemónica entre una multiplicidad de particulares. Pero estos particulares no son sujetos previamente constituidos. Antes bien, esos sujetos —o, mejor, subjetividades— emergen como resultado retroactivo de aquel proceso de universalización hegemónico. Asimismo, estos autores comprenden que la constitución antagónica de la sociedad, lejos de producir una falta de significado, genera un exceso. La disputa por la hegemonía, propia del campo de la política —pues de eso se trata la ideología—, da lugar a un cierre temporal de significado. Es decir, una simbolización temporal del antagonismo que habilita aquella multiplicidad de significados. De este modo, la lucha política se produce en torno a una disputa por dar sentido (significado) a lo social.

Antes de avanzar, conviene hacer una aclaración. Lacan comprende que el sujeto es un ser hablante que está articulado en lo simbólico: el lenguaje. Esto lo conduce a recuperar los trabajos de Saussure. Para este último, hay una prioridad del significado en la relación con el significante. La relación es biunívoca, y supone una totalidad. Para Lacan, en cambio, hay una de prioridad del significante. La relación entre ambos está comprendida por una barra que los separa y que, al mismo tiempo, los mantiene unidos. “Si postulamos que la barra es una relación, como dice Saussure, no salimos del problema de la representación; si bien ya no se trata de la cosa y su nombre, sí se trata de un significante que representa un significado” (D’Angelo, Carbajal y Marchili, 1996, p. 27). El punto crucial de la primacía del significante es que el significado está siempre en falta.

Estas consideraciones [dice Lacan], por muy existentes que sean para el filósofo, nos desvían del lugar desde donde el lenguaje nos interroga sobre su naturaleza. Y nadie dejará de fracasar si sostiene su cuestión, mientras no nos hayamos desprendido de la ilusión de que el significante responde a la función de representar un significado, o digamos mejor: que el significante debe responder de su existencia a título de una significación cualquiera (Lacan, citado en D’Angelo, Carbajal y Marchili, 1996, pp. 27-28).

De este modo, es loable destacar la definición lacaniana del significante como “lo que representa a un sujeto ¿ante quién? No ante otro sujeto, sino ante otro significante”, lo cual se halla en oposición al signo, que “representa algo para alguien” (Lacan, 2010, p. 207). Para ser más precisos, el significante que representa al sujeto es el denominado significante amo (que se escribe S1), “que representa al sujeto para todos los otros significantes (que se escriben S2)” (Evans, 2010, p. 177). Pero ningún significante puede significar al sujeto, al sujeto barrado.

La prioridad del significante es crucial para comprender el proceso de constitución de subjetividades y, más aún, de subjetividades políticas. Como dice Stavrakakis (2007), “[e]l fracaso de su propia autorrepresentación simbólica es la condición de posibilidad para la emergencia del sujeto del significante, para la representación en general” (p. 54); o, como lo llaman Laclau y Mouffe (2004), para el “cierre hegemónico”.

Si hay siempre algo perdido en el orden del lenguaje, si hay siempre algo faltante en la cadena significante, es porque el significado siempre se desliza más allá, porque la significación nunca es completa: la ilusión del significado, el juego de los significantes no puede nunca eliminar la ausencia, la falta de lo real imposible (Stavrakakis, 2007, p. 53).

La falta en el orden de lo simbólico, la negatividad en lo social, da lugar a dos lógicas contrapuestas: la de la diferencia y la de la equivalencia. Se produce un proceso simultáneo de expansión de la negatividad (diferencia) y de cierre positivizante (equivalencia). Si prevalece la lógica de la diferencia, nos hallaremos ante un momento de crisis; en cambio, si se logra positivizar ese antagonismo, controlarlo y encauzarlo, constituir una lógica equivalencial, estaremos ante un momento de armonización/hegemonía social.

Esta armonía es el resultado de una lógica equivalencial en la que se constituyen subjetividades parcialmente aunadas en torno a un elemento particular que les otorga sentido: un significante amo (S1). Lo paradójico de ese elemento es que para anudar requiere de y va perdiendo su sentido (significado), aunque nunca totalmente. Esto implica que ese significante va evaporando su significado y constituyéndose en un significante vacío. Como indican Laclau y Mouffe (2004), se yergue como un significante “amo”, pues es el que le da sentido al conjunto de los significantes que anuda. Como expresó Lacan en su Seminario tres (2011): “Todo significante real, como tal, es un significante que no significa nada. Cuanto más el significante no significa nada, más indestructible es” (p. 185). Esta indestructibilidad del significante que no significa nada es lo que Laclau y Mouffe (2004) traducen políticamente como cierre hegemónico (del significante vacío).

Más aún, al ocupar ese lugar vacío, se produce un vaciamiento de significado del significante que lo ocupa y, al mismo tiempo, produce una distorsión. No debe comprenderse esto último como una deformación de la realidad. La distorsión radica en que todo proceso de simbolización implica una sutura parcial del antagonismo. Y esa sutura, al ser ocupada por un particular, se logra por una parcialidad. La ocupación de ese lugar genera un efecto de ocultamiento. El acto específico de ocultamiento consiste en la operación de cierre de ese significante, al mismo tiempo que carece de dicha función. En él, entonces, se proyecta algo imposible: el efecto de cierre implicado es un proceso de superación de lo real imposible y necesario para el efectivo funcionamiento de lo social[9].

Aquí, pues, la operación ideológica se produce en tanto que la presencia de un significante particular se erige sobre la ausencia de un significado último. Esto es posible porque el antagonismo social, lo real, abre un exceso de significado que no puede ser simbolizado (integrado), pero que necesita ser domesticado por la propia necesidad de reproducción social. Cuando un particular se erige como universal, cuando se produce una cadena equivalencial, siempre deja algo fuera: un resto, un real, que lo amenaza con su disolución. Paradójicamente, el cierre de lo social es posible por medio de ese resto que queda fuera y que amenaza con quebrar el orden, la armonía social. 

Mostraré esto con otro ejemplo de Tierra del Fuego. Desde el momento en que se llega, se advierte que el migrante ocupa el lugar del desequilibrante social. En efecto, así aparece en las afirmaciones que recorren el imaginario social fueguino: “ocupan tierras que destruyen los bosques”; “gente que viene solo unos años y se va”; “no se compran una casa, pero tienen una cuatro por cuatro”; “son desagradecidos con la Isla”, etc. En estos imaginarios, persiste la idea de que sin “ellos” es posible vivir armónicamente. ¿¡Quién se opondría a vivir sin antagonismos!? ¿¡Quién no se imagina y desearía vivir en un lugar mejor!?

“Tierra del Fuego, Tierra de Unión”, reclama un cartel del Gobierno de la Provincia. ¿Quién se opondría a vivir en una “tierra de unión”? Unión se erige como un universal, apunta a constituirse como un significante amo. A medida que pasa el tiempo, se experimenta que ese significante contiene una multiplicidad de sentidos, anuda una cadena de significantes. Efectivamente, se yergue como significante amo, un significante vacío que retroactivamente constituye a los sujetos como miembros de la comunidad fueguina.

Pero, tan pronto como alguien menciona que no acepta los mandatos de esa “tierra de unión”, se erige en una amenaza para esa comunidad. Se muestra como ese resto, ese real que queda fuera y que amenaza con la disolución de la institución. El “ocupante de tierras”, el migrante “que malgasta su dinero”, o lo que fuera, se transforma en una especie de judío de la Alemania nazi: un real que amenaza la armonía y la paz interna de aquella comunidad. El Gran Otro corporizado en el significante amo tierra de unión justifica que ese Otro que no acepta la ley se constituya en una alteridad radical. En efecto, circulan discursos que afirman que los miembros las comunidades que viven en terrenos ocupados “tienen mal olor”, “compran coches de doble tracción”, “no cuidan la ciudad”, y otras tantas afirmaciones que resultan irreproducibles en este contexto. Sintéticamente, el goce de ese Otro amenaza a la comunidad, pues no respeta sus modos de gozar.

Aquí, pues, se hace presente la lógica de universalización del particular constituyente de un acto de subjetivación/dominación. ¿Cómo no acepta vivir en la “tierra de unión” con todo lo que le ha dado? ¿Cómo es posible que quiera retornar a su ciudad de origen? ¿Acaso no quiere a la Isla? Efectivamente, desde la mirada del otro, se debe actuar en pos de la unión, “¡O acaso son egoístas!”. Lo que este significante oculta es que no hay unidad en la sociedad capitalista presente sin la síntesis producida por la abstracción del intercambio; sin la explotación del trabajo. El antagonismo de clase queda desplazado, mistificado, fetichizado en esa alteridad radical que no acepta el orden de la unión. Paradójicamente, se requiere del migrante, ese significante que amenaza con el orden social en tanto que alteridad radical, para constituirse como comunidad fueguina, tal como lo demandaba el régimen nazi respecto del judío.

La cuestión entre lo particular (diferencia) y lo universal (equivalencia) yergue, entonces, una dialéctica que da lugar a un desdoblamiento del significante en cuestión. Por una parte, el efecto de cierre que produce no puede constituirse reflexivamente y, por tanto, solo se muestra a través de su proyección en un objeto diferente de sí mismo. Por otra, este objeto particular, en el propio acto de universalización, es afectado internamente y sufre una deformación resultante de la función asumida.

Entre la particularidad del objeto que intenta llevar a cabo la operación de cierre y esta última operación hay una relación de mutua dependencia por la que es requerida la presencia de cada uno de sus polos, pero cada uno de ellos, al mismo tiempo, limita los efectos del otro […]. Hay ideología siempre que un contenido particular se presenta como más que sí mismo. Sin esta dimensión de horizonte tendríamos ideas o sistemas de ideas, pero nunca ideologías (Laclau, 2002, p. 21).

Lo que se proyecta, y por lo cual se produce la distorsión, es la plenitud imposible de la comunidad de ser un objeto particular. Es por ello que se produce una deformación que es inmanente al acto ideológico de universalización. La lógica equivalencial que desata no es un proceso de identificación sin resto. Con la mutación del significante particular en universal no solo mantiene su identidad, sino que al mismo tiempo la subvierte en ese acto de universalización que involucra la lógica de la equivalencia. “Esto es así porque, en lo que refiere a la cadena equivalencial, cada una de estas transformaciones —sin abandonar enteramente su propia particularidad— es un nombre equivalente de la plenitud ausente de la comunidad” (Laclau, 2002, p. 22).

Naturalmente, la fijación de ese contenido particular como universal es siempre temporal. Está sujeta al desarrollo del antagonismo social entre capital y trabajo. En la medida en que ese relleno no puede eliminar completamente el vacío, el antagonismo (lo real lacaniano) amenaza continuamente con destituirlo. De este modo, desata un nuevo proceso de cierre o su fortalecimiento: por ejemplo, la regularización de los barrios informales producto de las tomas de tierra en la Isla o “la solución final” de la Alemania nazi[10]. 

El dilema que afronta el particular que ocupa el universal es, entonces, que tiene que expresar algo que él no es. Y eso que él no carece de identidad propia, precisamente, porque se constituye en los contenidos del cuerpo encarnante (Laclau, 2002). Esto solo puede resultar posible si se produce algún tipo de deformación/mistificación de esos contenidos particulares. Esto es lo que sucede cuando se produce una cadena equivalencial. Cuando se constituye, produce una destrucción del sentido a través de su expansión. Esto es lo que Laclau (2002) llama un significante vacío. 

Ilustraré esto con otro ejemplo: la investigación para el desarrollo. Desde que el Poder Ejecutivo Nacional inició a mediados de la década pasada una política activa de ampliación del plantel del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con becas e ingresos a carrera, así como con el impulso y apertura de nuevas universidades, ha habido una persistente insistencia para que las investigaciones produzcan el desarrollo y la mejora de la calidad de vida de los/as argentinos/as. Este significante primeramente se presenta como neutral, pues, quién se opondría a tal cosa. Sin embargo, esta idea de investigación para el desarrollo deja fuera toda investigación que no sea (inmediatamente) aplicada. No solo así se muestra su carácter de particular. Además, la noción de “mejorar la calidad de los/as argentinos/as”, que envuelve una universalización mayor que la de investigación para el desarrollo, presupone la reproducción del capital a escala ampliada. Más aún, la investigación aplicada no puede sino resultar en un mayor desarrollo de las fuerzas productivas, lo que en el capitalismo significa una explotación más eficaz de la fuerza de trabajo. De ese modo, el (interés) particular (de la burguesía por el desarrollo) es subvertido internamente y se erige como universal. Así, queda fuera toda investigación que no apunte al desarrollo. Como lo expresara en 2008 el Ministro Lino Brañao, “o se hace ciencia (aplicada) o se hace teología”.

Como muestran estos ejemplos, el cuerpo (significante) encarnante no es un medio transparente. A través suyo queda (de)negado lo real constitutivo que hemos llamado antagonismo social. Su función específica es la de producir “una totalidad que borra las huellas de su propia imposibilidad” (Žižek, 2009, p. 81).

Esto habilita a comprender de manera más acabada la afirmación de que la realidad no es transparente. No hay realidad sin esa mistificación, precisamente porque el antagonismo solo puede cerrarse por medio de un proceso necesario de fetichización: un complemento que ocupa el lugar vacío (cero) producido por aquel antagonismo.

Lacan comprendió esto mejor que cualquier otro. A través de sus enseñanzas, se comprende que lo que vivimos como realidad no es una cosa en sí, no es una pura inmediatez. La realidad está siempre mediada por la simbolización, es decir, estructurada por mecanismos simbólicos. Pero esa simbolización fracasa. Nunca es plena, justamente, porque se erige sobre aquella falla constitutiva: el antagonismo social (Laclau y Mouffe, 2004) de clase (lo real lacaniano) (Žižek, 2003b).  

La parte que no puede ser integrada en lo simbólico, lo real, resiste a su simbolización, vuelve continuamente bajo formas mistificadas, fetichistas, ideológicas. Es el judío en la Alemania nazi, el migrante del norte en Tierra del Fuego, el comunismo en el mundo occidental de la Guerra Fría, el negro durante el apartheid, etc[11]. Lo que ese uno, ese significante, oculta es lo real: el antagonismo social de clase. Es ese antagonismo que imposibilita el cierre, pero que, simultáneamente, es el soporte de su funcionamiento.

[L]a paradoja final de la noción de “lucha de clases” es que la sociedad “se mantiene unida” por el antagonismo mismo, que divide, que impide para siempre su cierre en una Totalidad racional, transparente, armónica, por el mismo impedimento que cuestiona toda totalización racional. Aunque la “lucha de clases” no aparezca directamente en ningún lugar como entidad positiva, funciona, sin embargo, en su ausencia misma, como el punto de referencia que nos permite ubicar cada fenómeno social, sin relacionarlo con la lucha de clases como su sentido último (“significado trascendental”), sino concibiéndolo como un intento (más) de ocultar y “remendar” la fisura del antagonismo de clases, de borrar sus huellas. Lo que tenemos aquí es la paradoja dialécticoestructural de un efecto que existe solo para borrar las causas de su existencia, un efecto que, de alguna manera, se resiste a su propia causa […].

La lucha de clases no es otra cosa que un nombre para el límite insondable que no se puede objetivar, ubicado dentro de la totalidad social, puesto que él mismo es el límite que nos impide concebir la sociedad como una totalidad cerrada (Žižek, 2005, pp. 32-33).

Conclusión: el objeto de la crítica ideológica

Como conclusión, quisiera enfatizar que la crítica ideológica es posible en la medida en que el propio antagonismo deja un espacio abierto. Se debe asumir que la ideología no lo es todo. Esto apunta a comprender y asumir, radicalmente, que el cierre parcial es lo que habilita a su propia destrucción: a la destitución subjetiva.

Es posible pensar una posición que permita distanciarse de la ideología. Pero ese lugar no puede ser ocupado por ninguna entidad positiva. El lugar de la crítica ideológica debe permanecer vacío (Verón, 1993; Žižek, 2005). Esta es posible solo desde el “no lugar” que apunta a una sociedad reconciliada consigo misma, una sociedad de no-dominación o, al decir de Hegel ([1807] 2007), de reconocimiento y libertad mutua. Dicho de otra manera, la crítica de la ideología es un grito de rechazo: ¡No somos eso que tú dices!

Volviendo sobre la primera conversación que sostuve en Tierra del Fuego, la pregunta “¿a qué venís?” afirmaba el antagonismo social bajo la forma de una amenaza externa: el migrante. Este artículo es una respuesta: los migrantes no somos eso… o tal vez sí, y justamente por eso es que no lo somos.

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Notas


[1] Quisiera agradecer las lecturas e indicaciones de Cecilia Gerrard, Alejandro Escuredo, Daniel Ojea, Franco Quiroga y Nicolás Barbona. Lo aquí vertido es responsabilidad de quien firma el trabajo.  

[2] “Cincuenta lucas” es una expresión que proviene del lunfardo y es equivalente a cincuenta mil pesos. En aquel momento, suponía más del doble de mi salario.

[3] Como expresa Žižek (1993): “Laclau y Mouffe han reinventado, por así decirlo, la noción [lacaniana] de lo real como imposible, ellos han transformado a este último en una herramienta útil para el análisis social e ideológico” (p. 257). Pero el problema en estos autores es que “El deconstruccionismo manifiesto de Laclau ocultaría, en realidad, una premisa «metafísica». La carencia de un centro estructural supone, para Laclau, el desmantelamiento de todo privilegio de una determinada forma de antagonismo (como la clasista) en la estructuración/desestructuración de los sistemas sociales. De este modo, sin embargo, reduce el deconstruccionismo a una mera forma de historicismo radical, que relativiza todas las formas de antagonismo, nivelándolas, lo que conlleva, en última instancia, una negación de la historicidad de las formaciones sociales” (Palti, 2010, pp. 109-110). “En términos más generales, aquí mi desacuerdo con Laclau es que no acepto que todos los elementos que entran en la lucha hegemónica sean en principio iguales: en la serie de luchas (económica, política, feminista, ecológica, étnica, etc.), siempre que hay una que, si bien es parte de la cadena, secretamente sobredetermina el horizonte mismo. Esta contaminación de lo universal por lo particular es «más fuerte» que la lucha por la hegemonía (es decir, por qué contenido particular hegemonizará la universalidad en cuestión): estructura de antemano el terreno mismo en el que la multitud de contenidos particulares luchan por la hegemonía” (Žižek, 2003a, p. 320).

[4] Aquí utilizo la noción de aufhebung en sentido hegeliano y la de fetichismo según Marx. El juego de palabras entre negación y denegación, (de)negación, proviene de la asociación entre la negación —en sentido filosófico (Hegel) sociológico (Marx)— y la verneinung freudiana. En el diccionario de psicoanálisis de Laplanche y Pontalis (2007), se define a la verneinung como (de)negación, como un “Procedimiento en virtud del cual el sujeto, a pesar de formular uno de sus deseos, pensamientos o sentimientos hasta entonces reprimidos, sigue defendiéndose negando que le pertenezca” (p. 233). Agradezco al profesor Alejandro Escuredo por ayudarme a aclarar este pasaje.

[5] “Se trata de formas del pensar socialmente válidas, y por tanto objetivas, para las relaciones de producción que caracterizan ese modo de producción social históricamente determinado: la producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y la fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías, se esfuma de inmediato cuando emprendemos el camino hacia otras formas de producción” (Marx, 2002, p. 93). En este mismo sentido, el desaparecido economista ruso Isaac Rubín (1974) afirmaba que “[L]a ilusión y el error en la mente de los hombres transforma las categorías económicas cosificadas en “formas objetivas” (de pensamiento) de las relaciones de producción de un modo de producción históricamente determinado: la producción de mercancías” (p. 54).

[6] Dice Evans (2010): “El término «goce» [jouissance] expresa entonces perfectamente la satisfacción paradójica que el sujeto obtiene de su síntoma o, para decirlo en otras palabras, el sufrimiento que deriva de su propia satisfacción” (p. 103).

[7] Como dice Stavrakakis (2007): “Esta dimensión alienada del ego, la dependencia constitutiva de toda identidad imaginaria de la exterioridad alienante de una imagen del espejo nunca internalizada del todo, subvierte la idea misma de una subjetividad reconciliada y estable basada en la concepción del ego autónomo […]. Si la representación imaginaria de nosotros mismos, la imagen especular, es incapaz de brindarnos una identidad estable, la única opción que queda para adquirir una parece ser el campo de la representación lingüística, el registro simbólico. En efecto, lo simbólico ya está presupuesto en el funcionamiento del estadio del espejo” (p. 41). Y agrega: “la imagen especular tiene que ser ratificada por el Otro simbólico para poder comenzar a funcionar como base de la identificación imaginaria del niño: toda posición imaginaria sólo es concebible a condición de que se encuentre una guía más allá de este orden imaginario, una guía simbólica” (p. 42).

[8] Esta frase, inexorablemente, conduce al che vuoi de Lacan. Es decir, “Cuando el hablante espera para su demanda una respuesta a nivel del s(A) [significado del Otro], encuentra en el piso superior [segmento D´S´ del grafo del deseo] una pregunta en lugar de una respuesta. Entonces, el Otro responde con una carencia, con una falta, que es una pregunta para el sujeto. Esa falta se escribe S(A), significante de una falta en el Otro; lo que indica que en el Otro, lugar del significante, falta un significante” (D’Angelo, Carbajal y Marchilli, 1996, p. 117).

[9] “El significado es un «sujeto supuesto saber» lingüístico, o más bien, un «objeto supuesto saber» que un significante significa para un sujeto […]. Según Lacan, el significado, lo que es supuesto ser, a través sus conexiones con la realidad externa, la fuente de la significación, pertenece efectivamente a lo real. Pero este es un real que se resiste a la simbolización, esta es la definición de lo real en Lacan: lo real es lo que no puede ser simbolizado, lo imposible. Seguramente, si este real está siempre ausente del nivel de la significación no puede ser en sí mismo y por sí mismo la fuente de esta misma significación. Su ausencia, sin embargo, la falta constitutiva del significado en tanto real, sí puede serlo. Esta falta constituye algo absolutamente crucial para la significación. Esta ausencia tiene que ser compensada para que la significación pueda adquirir alguna coherencia. La ausencia de significado en su dimensión real es lo que causa la emergencia de la transferencia del significado. Lo que emerge es el significado en su dimensión imaginaria. Hay, sin embargo, una dimensión más en este juego del significante. Esta transferencia del significado, la emergencia del significado imaginario, sólo puede ser el resultado del juego de los significantes. Así es como la tercera dimensión, la dimensión de lo simbólico, determina la significación. La predominancia de lo simbólico es lo que produce el significado imaginario con el fin de recubrir la ausencia del significado real o más bien del significado en tanto real” (Stavrakakis, 2007, pp. 52-53).

[10] Podría decirse que solo así es comprensible la clásica noción de raíz marxista de que la ideología es la universalización de los intereses particulares de la burguesía en el sentido que la reproducción de esa clase social es condición para la reproducción del conjunto. No obstante, su lugar como clase dominante, el relleno del vacío de sus intereses como los intereses del conjunto está amenazada permanentemente por su negatividad constitutiva: el trabajo. Es este desbalance, tal vez, al que quiera hacer referencia Laclau, pero al que no nombra a riesgo de caer en un escencialismo clasista.

[11] “Para decirlo de forma sencilla, la realidad nunca es directamente ‘ella misma’, se presenta solo a través de su simbolización incompleta/fracasada, y las apariciones espectrales emergen en esta misma brecha que separa para siempre la realidad de lo real, y a causa de la cual la realidad tiene el carácter de una ficción (simbólica): el espectro le da cuerpo a lo que escapa de la realidad (simbólicamente estructurada)” (Žižek, 2005, p. 31).