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Territorio e identidad. El lado oscuro y violento de los estados


Eugenia Fraga*


Resumen

En el presente trabajo buscaremos delinear las dos dimensiones que forman, según la opinión de variadas tradiciones teórico-sociales, el lado oscuro y violento de los estados nacionales modernos y occidentales, en lo que hace a su constitución y a su funcionamiento. Nos referimos específicamente a la dimensión territorial y a la dimensión identitaria de los estados. Para ello haremos un repaso por las reflexiones que en torno a ellas han realizado autores como Émile Durkheim, Max Weber, Nicos Poulantzas, Pierre Bourdieu, Michael Mann, Charles Tilly y Joel Migdal.

Palabras clave: Territorio; Identidad; Estado; Nación; Violencia.


Abstract

In the present paper we will try to line out the two dimensions that form, according to the opinion of various social-theoretical traditions, the dark and violent side of modern and Western national states, in what relates to their constitution and their functioning. We refer, specifically, to the territorial and identitary dimensions of states. In order to do this, we will go through the reflections that authors such as Émile Durkheim, Max Weber, Nicos Poulantzas, Pierre Bourdieu, Michael Mann, Charles Tilly and Joel Migdal have done regarding this.

Keywords: Territory; Identity; State; Nation; Violence.


Introducción

En el presente trabajo buscaremos delinear, según la propuesta de variadas tradiciones teórico-sociales, dos de las dimensiones que consideramos fundamentales para entender el proceso de constitución y funcionamiento de los estados nacionales modernos y occidentales. Nos referimos específicamente a la dimensión territorial y a la dimensión identitaria de los estados, y las consideramos fundamentales porque creemos -e intentaremos demostrar- que su estudio nos permite alumbrar dos de las facetas más oscuras y violentas de los mismos1. Para ello haremos un repaso por las reflexiones que en torno a estas dimensiones del estado han realizado autores de diverso cuño sociológico-político. En primer lugar, nos ocuparemos de dos sociólogos clásicos y canónicos como Émile Durkheim y Max Weber. En segundo lugar nos ocuparemos de dos pensadores representativos del llamado marxismo estructuralista como Nicos Poulantzas y Pierre Bourdieu. En tercer lugar, nos ocuparemos de tres teóricos contemporáneos sobre el estado como Michael Mann, Charles Tilly y Joel Migdal. De cada uno de estos autores trabajaremos en profundidad con aquel texto clave que, en nuestra opinión, desarrolle con mayor profundidad los temas que aquí estamos abordando. Así, desbrozaremos las Lecciones de sociología de Durkheim (2003), Economía y sociedad de Weber (1992), Poder político y clases sociales de Poulantzas (1978), Razones prácticas de Bourdieu (1997), El poder autónomo del estado de Mann (1991), Coerción, capital y los estados europeos de Tilly (1992), y Cómo los estados y las sociedades se transforman y constituyen mutuamente de Migdal (2001). Finalmente, y como conclusión a nuestro trabajo, confirmaremos, refutaremos o modificaremos la hipótesis inicial recién planteada2.


El estado según E. Durkheim

En Lecciones de sociología, Dukheim (2003) explica que toda sociedad política contiene en su seno una pluralidad de grupos diferentes, a la vez que es algo más que el simple agregado de estas partes. Un estado, por ende, no puede confundirse con ninguno de esos "grupos secundarios", sean familias, castas o profesiones, sino que tiene una identidad propia en tanto "autoridad soberana" a la que todos dichos grupos se ven sometidos (Durkheim, 2003). Esos grupos "parciales" generan "corrientes sociales" de pensamiento, presentan una "vida psíquica" propia que se encuentra repartida de manera "difusa" y "dispersa" a lo largo de la sociedad. El estado, por su parte, toma esas corrientes y las "organiza", las "concentra" en un punto convirtiéndolas en algo nuevo, en una verdadera "conciencia colectiva" que no se condice con la suma de las conciencias particulares. De esta conciencia colectiva estatal emanan las regulaciones a las que la sociedad deberá someterse, por ello si bien la sociedad genera algunos pensamientos, al fin y al cabo el estado "piensa" -y decide- por ella (Durkheim, 2003).

El todo estatal es una fuerza superior a las partes y por ello "tiende a subordinarlas", las pone "bajo su dependencia", dispone de ellas "a través de la coerción", las "moldea a su imagen", les impone su propia forma buscando "impedir las disidencias". En este sentido, afirma el autor, toda sociedad política es "despótica", y todos sus miembros se ven "sujetados" a ella. Para funcionar como tal, la autoridad estatal requiere que en el seno de la sociedad que comanda no se formen grupos secundarios demasiado "autónomos", pues si ello fuera así, estos últimos constituirían pequeñas sociedades políticas en sí mismas3. Pero la formación de grupos secundarios en sí misma es inevitable, porque en cualquier sociedad vasta siempre existen múltiples "intereses particulares locales". De hecho, cuanto más vasta la sociedad, como en el caso de las sociedades políticas modernas, el estado aparece tan alejado de los grupos secundarios que no logra dar cuenta, por sí mismo, de sus intereses y "condiciones especiales". Por ello, cuando intenta reglamentarlos, no puede evitar "violentarlos" y "desnaturalizarlos". Para eludir este problema, sugiere Durkheim, los estados requieren de "contrapesos", constituidos precisamente por aquellos grupos secundarios, que si bien no deben ser demasiado poderosos, tampoco deben ser demasiado débiles como para disolverse en el todo (Durkheim, 2003).

Ahora bien, existen según el autor dos tipos de grupos que pueden cumplir, en el marco de la modernidad, este papel de contrapesar al estado: los "grupos territoriales" y los "grupos profesionales". Durkheim muestra cómo la "identificación" entre una sociedad política y un territorio determinados es un hecho bastante reciente en la historia humana, producto de la creciente valoración del suelo y la consiguiente mayor valoración del "lazo geográfico", proceso simultáneo a la pérdida de fuerza del "lazo moral" basado en la religión y la tradición. La "solidaridad" entre un pueblo y su "hábitat", entonces, emerge como consecuencia de la modernidad capitalista (Durkheim, 2003). En este sentido es que los grupos territoriales aparecen como posibles contrapesos al estado. Sin embargo, así como la modernidad constituye estados territorializados, en el mismo movimiento los destruye producto de procesos mundializadores. Entonces, el lazo geográfico no tiene el mismo "papel vital" que en los albores de la modernidad: en tanto la población se torna cada vez más "móvil", dichos lazos se vuelven "exteriores" y "artificiales", puesto que "se anudan y desanudan" cada vez más rápido (Durkheim, 2003).

Durkheim duda que la administración en función de territorios sea adecuada a los tiempos que corren, puesto que las divisiones distritales, comunales y provinciales pierden importancia día a día. Cada una de esas entidades geográficas va perdiendo su "fisonomía" propia, sus costumbres, hábitos e intereses singulares. Los individuos transitan continuamente atravesando sus fronteras y se sienten "tan cómodos en uno como en otro". Y aún en el caso de individuos que permanecen gran parte de su vida en un mismo distrito, comuna o provincia, es claro que sus preocupaciones "sobrepasan infinitamente" dichas circunscripciones. La conclusión que de aquí se deriva es que los grupos territoriales deben dejar paso a los grupos profesionales -basados en lazos más "durables" puesto que atan a los individuos "para toda su vida"-, en tanto contrapesos más ajustados en las condiciones de vida contemporáneas. En efecto, a medida que avanza la "división del trabajo", la profesión cobra creciente relevancia como organizadora de la vida. Entonces, para Durkheim, es "natural" que nuestras formas políticas reproduzcan nuestras formas de "agrupación espontánea"; en este sentido, el colegio profesional es el verdadero colegio electoral.

Pero resulta que así como existe una tensión entre el estado y los grupos secundarios, existe otra tensión paralela entre los distintos estados. Así como los grupos parciales constituyen contrapesos al estado al cual obedecen, los distintos estados se contrapesan entre sí y compiten por fuerza y poderío. Cada vez más, los estados entran en guerra por territorios, buscando extender sus fronteras, amparados en una forma particular de pensamiento estatal que es el "patriotismo". El patriotismo es la "identificación con la propia sociedad política que se expresa diferenciándose "hacia afuera" y enfrentándose con ese afuera. Ahora bien, así como Durkheim señala la necesidad de pasar de contrapesos intraestatales territoriales a contrapesos intraestatales profesionales, señala asimismo la necesidad de pasar del pensamiento estatal patriótico al pensamiento estatal "cosmopolita". El autor indica entonces el camino hacia la superación del enfrentamiento territorial entre sociedades políticas, orientando la "moral nacional" en la dirección de una "moral humana". De esta forma, indica que la "tarea esencial" de cada estado es el mejoramiento de su propio "orden" autónomo interno, y no ya la pretensión de "crecimiento" externo (Durkeim, 2003).


El estado según M. Weber

Por su parte, en “Economía y sociedad”, Weber (1992) define a las comunidades políticas como aquellos grupos humanos que detentan la dominación de un "ámbito" llamado, consecuentemente, "dominio" -o territorio, tanto continental com marítimo- dentro del cual pueden legítimamente ejercer la fuerza física. Esta dominación organizada "al interior" del ámbito delimitado se distribuye entre distintos poderes; a la vez, también cuenta con alguno o algunos poderes encargados de ejercer la fuerza "hacia fuera" del territorio. El objetivo de las asociaciones políticas es el mantenimiento del dominio sobre un ámbito determinado, por ello las acciones concretas -violentas- encaminadas a dicho fin generalmente sólo se ponen en práctica cuando aquel dominio se ve amenazado o peligra de hecho4. Lo que hace de estas asociaciones "comunidades" es, junto a la posesión de fuerza física y de un territorio dados, la existencia de una acción conjunta que no se reduzca a la pura satisfacción de las necesidades materiales colectivas. La comunidad política, para ser tal, debe regular las distintas esferas de las vidas de los habitantes del ámbito que dominan (Weber, 1992).

Toda comunidad política tiene "enemigos" contra quienes se dirige la eventual acción violenta, y estos enemigos puede encontrarse tanto dentro como fuera del territorio dominado. Los intereses de la comunidad, entonces, se sostienen contra una amenaza, en última instancia, de muerte, la cual le otorga a toda comunidad política su "pathos" específico, sus "fundamentos emotivos" permanentes. Porque el "destino" político común, que en el extremo es la lucha común en la forma de guerra, forma una comunidad basada en el "recuerdo", más "sólida" que aquellas basadas simplemente en la cultura o la lengua comunes. Ésta, y no las otras, es la verdadera base de la "conciencia de la nacionalidad" (Weber, 1992). Puede decirse entonces que la "función básica" del estado es la "enérgica protección organizada" dirigida hacia fuera, generalmente en la forma de un régimen militar. Pero esta función básica ha tomado a lo largo de la historia distintas formas, pasando de una forma "amorfa" a otra cada vez más "racionalizada", en que la aptitud para la guerra adquiere el estatus de "profesión". Pero para poder desplegar esta "coacción" física de manera legítima es necesario que dentro de la sociedad dominada exista cierto nivel de "consenso" sobre ella. Por ello, la acción militar hacia fuera pero también la acción policíaca hacia dentro no es constante sino esporádica. La legitimidad deviene del "ataque" al propio territorio, caso extremo en que la totalidad de la población en condiciones de luchar toma las armas para defenderlo (Weber, 1992).

Si bien todo estado está orientado a defender su territorio, no todo estado está igual de orientado a expandirlo. Hay estados que se proponen como fin la posesión de poder político sobre otras comunidades, sea por medio de la "anexión" o de la "sumisión"; si este tipo de estados son denominados por Weber "expansivos", hay otros que en cambio son de tipo "autonómico". Pero toda guerra, producida por ataque o por defensa, tiene un origen en la "pretensión de prestigio", sea para acrecentar el mismo o para mantener el ya poseído (Weber, 1992). Efectivamente, como ya se dijo, no es el factor económico el principal movilizador de la guerra, sino el factor estrictamente político. Aunque es cierto que la economía también cuenta, puesto que uno de los bienes "primitivamente" deseados es el "suelo", especialmente cuando el ya poseído resulta insuficiente. El resultado más frecuente de las guerras es, en esta esfera, la "apropiación directa" de la tierra conquistada. De este modo, se garantizan por la fuerza intercambios comerciales, rentas tributarias, mercantilización de espacios públicos, etcétera (Weber, 1992).

Los objetivos y los resultados de la conquista de territorios ajenos se modifica según el momento histórico. Durante el predominio de las economías naturales, se evita el exterminio de los habitantes del dominio conquistado para convertirlos en esclavos o en campesinos tributarios de los conquistadores, convertidos así en señores feudales, valorándose asimismo la obtención de suelos fértiles. En las economías predominantemente capitalistas, en cambio, la posibilidad de lucro de los grupos privilegiados -capitalistas arrendatarios, mercantiles, proveedores/acreedores del estado- se basan en la imposición de monopolios comerciales con las colonias, así como en la extracción de sus bienes primarios y su traslado a las metrópolis, en paralelo al exterminio más o menos indiscriminado de grandes partes de la población conquistada. Los métodos para asegurar estos objetivos también cambia, pasándose sobre todo de la "adscriptio glebae" o reducción al trabajo forzoso de la población extranjera, a la sujeción de su poder político bajo la forma del "protectorado" o análogos (Weber, 1992).

Girando ahora hacia la cuestión de la "nación" que hasta ahora solo habíamos mencionado, Weber muestra que ella no puede ser definida, en tanto concepto, a partir de las "cualidades empíricas" atribuidas por los grupos de hombres. Quienes utilizan la palabra le otorgan múltiples sentidos, siendo el más unívoco el de la posesión, por parte de un grupo dado, de un "sentimiento de solidaridad" frente a otros. La nación no es idéntica al "pueblo" de un estado, es decir, al mero hecho de pertenencia a una comunidad política. La pretensión de participación en una nacionalidad suele basarse en la posesión de ciertos "bienes culturales" que implican tanto una "comunidad de origen" como, principalmente, una "semejanza de carácter". Dichos bienes culturales son en su mayoría "costumbres", es decir, "convenciones" estimadas como nacionales, como esenciales para la subsistencia de dicha nación como tal. La nación, igual que el territorio, también se relaciona con la pretensión de prestigio. Suele abarcar, en sus "manifestaciones más primitivas", la "leyenda" explícita o encubierta de una "misión povidencial" atribuida a aquellos considerados sus más "auténticos representantes". La misión es, precisamente, la conservación de los "rasgos peculiares" de la nación dada, si no es que también su expansión. En este sentido, se trata siempre de una "misión cultural" fundada en la concepción de la "insustituibilidad" y la "superioridad" de los propios rasgos nacionales (Weber, 1992).


El estado según N. Poulantzas

Por otro lado, en “Poder político y clases sociales”, Poulantzas (1978) afirma que los estados se presentan a partir de un "efecto de aislamiento" respecto de las relaciones sociales económicas, apareciendo así como las "unidades" propiamente políticas en las que se reúnen todos los antagonismos económicos particulares existentes en la sociedad, como la unidad "pública" de las particularidades "privadas". El estado, en tanto "poder institucionalizado", se presenta como el "representante" de la unidad del "pueblo-nación", es decir, de aquel conjunto atravesado por las "luchas de clases" pero que queda transformado, por medio de esta representación, en una suma de "sujetos", "individuos", "personas", aisladas de su posición de clase. He aquí el "secreto" del estado: él aparenta constituir una unidad de clases, aparenta "superar" los antagonismos económicos de la sociedad, unificando a sus agentes en un "cuerpo nacional-popular"; pero en realidad el estado representa el poder de una -o unas- clases, no de todas, y no supera ningún antagonismo sino que sólo lo aísla. Este secreto constituye la "función ideológica" del estado, una función sumamente "eficaz" en tanto "legitimadora" del poder insitucionalizado de todo estado (Poulantzas, 1978).

Pero que ello constituya una función ideológica no significa de ningún modo que su eficacia sea puramente "superestructural", esto es, reducida a lo jurídico-político, puesto que tiene "efectos" estructurales, materiales, socio-económicos. El hecho de que el estado represente la unidad del pueblo-nación no sólo se refleja en un marco institucional sino también en las "fuerzas enfrentadas" concretamente en la sociedad. Por ello es tan necesario dar cuenta de lo que la función ideológica del estado "oculta" como dar cuenta de lo que ella efectivamente "presenta" (Poulantzas, 1978). Y el poder del estado es realmente unitario en tanto sus instituciones están organizadas como constituyendo una unidad. El estado, autoestablecido como lugar de lo "universal", de la "voluntad general", del "interés general", de lo público, "se supone" que no representa "tales o cuales" intereses privados, tales o cuales "constelaciones económicas" o sociales. El estado se presenta como "persona moral" frente a las personas privadas, como "una e indivisa" frente a las "partes" de la sociedad. Incluso las "partes" del estado, esto es, sus distintos órganos, son regidos de manera "centralizada", con el objetivo de hacer decaer todo "poder local", del mismo modo que sus agentes son concebidos no como elegidos por ciertos grupos "mayoritarios", sino por el conjunto del "cuerpo electoral" como forma específica de la "soberanía popular". El sistema jurídico en su totalidad se encuentra orientado a dar unidad, a partir de un sistema normativo, a los distintos -pero formalmente "iguales"- "sujetos de derecho" o "ciudadanos" (Poulantzas, 1978).

Y es que una clase o fracción de clase no puede detentar el poder político, es decir, no puede "hegemonizar" el estado, salvo transformando sus "intereses económicos" en "intereses políticos", erigiendo su particularidad como universalidad. Ningún grupo social puede perpetuar las relaciones de clase existentes salvo por medio de un funcionamiento ideológico por el cual logre aparecer como representante del "interés general del pueblo" y como "encarnación" de la unidad de la nación. Esto es lo que la institucionalidad del estado le habilita a las clases dominantes (Poulantzas, 1978). Pero así como el estado le ofrece esta posibilidad a la "burguesía", también mantiene cierta "autonomía relativa" respecto de ella. Esta autonomía parcial le permite intervenir de maneras que, en el corto plazo, pueden perjudicar a las clases dominantes -aunque nunca en el largo plazo, e incluso de maneras que perjudiquen en el largo plazo a alguna fracción poco estratégica de dicha burguesía -aunque nunca a la clase en su totalidad-5. Por ello es que a veces, en ciertas coyunturas específicas, el estado aparece realizando acuerdos "de compromiso" con las clases dominadas, situación que puede confundir respecto a la orientación última del poder estatal. Pero dichos acuerdos no son más que "sacrificios necesarios" para la realización de su interés político de clase (Poulantzas, 1978).

Justamente, el estado requiere "apoyarse" temporalmente y de manera parcial en ciertas clases o fracciones de clases dominadas para poder "revestirse" de esa autonomía relativa. Así es como puede a veces llegar a aparecer como legítimo representante de las clases dominadas, a las que ayuda a actuar contra la clase o clases dominantes, pero siempre al fin y al cabo "en provecho" de las últimas. Así es como el estado logra que las clases dominadas "acepten" el poder institucionalizado que se les impone, como si fuera de acuerdo a su propio interés (Poulantzas, 1978). En definitiva, la "unidad" del estado, en tanto representante de la "unidad" del pueblo-nación, no es más que el producto del poder "unívoco" de las clases dominantes en un período histórico determinado. Del mismo modo, la "autonomía relativa" del estado, que le permite tomar cierta distancia respecto de las clases dominantes, no es más que el producto del aislamiento del poder político estatal respecto a las relaciones sociales económicas (Poulantzas, 1978).


El estado según P. Bourdieu

Bourdieu (1997), combinando elementos de todas las propuestas anteriores, afirma en “Razones prácticas” que quizás el mayor poder del estado sea el de producir e imponer, por distintos medios, las "categorías de pensamiento" a través de las cuales todo hombre aprehende "espontáneamente" el mundo. En efecto, todo estado instituye "en las cosas y en los espíritus", las divisiones y jerarquías sociales que, siendo evidentes productos culturales "arbitrarios", logran aparecer sin embargo bajo la "apariencia de lo natural". El estado entonces interviene por sobre todo en el "dominio de lo simbólico", produciendo por intermediación de sus administraciones y sus representantes la forma y el contenido de los "problemas sociales" (Bourdieu, 1997). De aquí se deriva que el estado, además de "reivindicar con éxito" el monopolio del uso legítimo de la violencia física, también revindica con éxito el monopolio del uso legítimo de la "violencia simbólica", dentro de un territorio determinado y sobre la población que allí habita. La violencia simbólica sería esa capacidad del estado de "encarnarse" tanto a nivel "objetivo" -dando forma a las estructuras y a los mecanismos societales- como a nivel "subjetivo" -dando forma a las estructuras y categorías mentales-. Así es como la institución estatal, a pesar de ser el resultado de un conjunto de "actos de institución", logra aparecer por medio de dicho moldeamiento estructural como algo siempre ya dado, obvio, necesario (Bourdieu, 1997).

Bourdieu define al estado como el resultado de un proceso de concentración de diferentes especies de "capital": capital económico -relacionado con los recursos materiales-, capital de coerción -relacionado con la violencia física-, y capital informacional -relacionado con la violencia simbólica-, a los que se suma el "meta-capital" simbólico -relacionado con la legitimidad de todos los anteriores- (Bourdieu, 1997). En cuanto a los dos primeros tipos de capital no hay mucho que decir en este trabajo, salvo que ambos se vinculan con la cuestión territorial: la percepción general de impuestos como actividad esencial del estado fue la que posibilitó la idea de un territorio unificado, así como la capacidad estatal fundamental de ejercer la fuerza sólo tiene vigencia sobre los cuerpos que se hallan dentro de los límites de ese mismo territorio. Pero el capital que más nos interesa aquí es el informacional. Efectivamente, el estado "concentra", "trata" y "redistribuye" información sobre su territorio y sobre su población. Al hacerlo, opera una "unificación teórica", puesto que al situarse desde el punto de vista del "todo", "totaliza" a la sociedad mediante diversas operaciones, como el empadronamiento, la estadística, la contabilidad6. Así también "objetiviza" a esa sociedad concebida como un todo a través de métodos como la cartografía o la escritura. Todas estas técnicas coinciden en concentrar y monopolizar a la sociedad desde el estado (Bourdieu, 1997).

Especialmente relevante es lo que Bourdieu llama la "unificación del mercado cultural", que implica la "homogeneización" de los códigos y las formas comunicativas al interior del territorio dominado. El estado genera "sistemas de enclasamiento" que implican la imposición de comunes "principios de visión y división" del mundo, dando forma así a lo que se suele denominar "identidad nacional". El proceso se da de tal modo que la cultura dominante en un momento dado y dentro de un cierto territorio se "inculca" como cultura nacional legítima, es decir, como legítima "imagen de sí" de la nación, imagen que debe ser concebida a la manera de una verdadera "religión cívica". Esta imposición se da de forma "enmascarada": lo que aparece como lo "universal", lo propio de todos, no es en realidad más que una particularidad "promocionada" de categoría. De aquí, por supuesto, se derivan todas las formas "perversas" de "nacionalismo" tanto como de "imperialismo". En efecto, la unificación cultural implica el rechazo de todas las otras formas culturales -no dominantes y por ello no legítimas- como "indignas", como particularismos desviados de la norma común. Y esto porque la "universalización de las exigencias" culturales no se acompaña nunca de una "universalización del acceso" a los medios para satisfacer dichas exigencias: no todos se mueven dentro de la cultura dominante y legítima con la misma naturalidad, puesto que a algunos les es propia y a otros ajena. Entonces, mientras algunos monopolizan lo universal, todos los demás son "desposeídos" en el mismo movimiento, son "mutilados" de ese rasgo humano (Bourdieu, 1997).

El estado, en tanto monopolizador de los medios para imponer e inculcar "principios durables" de ordenamiento del mundo conformes a sus propias estructuras, es también el monopolizador del ejercicio del poder simbólico. Esto quiere decir que es el lugar "por excelencia" en el cual se concentra la producción "autorizada" de categorías y jerarquías "verdaderas" -mediante "veredictos"-. Sólo el posee semejante capacidad de decir lo que cada cosa o persona está autorizado -"tiene derecho"- a ser y a hacer de manera legítima -"legal"-. Esta es la fuente del poder creador "casi divino" del estado, en tanto capaz de imponer el "nomos" de la sociedad -etimológicamente "nemo": partir, dividir, separar). Así, la sociedad aparece partida, separada, dividida en clases, edades, sexos, competencias, etc. En definitiva, lo que el estado construye es una especie de "trascendental histórico común inmanente" a todos los "sujetos" que habitan bajo su "sujeción"; de este modo es como crea las condiciones para la "orquestación inmediata" de los "habitus" de todos ellos, de los cuales es el fundamento (Bourdieu, 1997).


El estado según M. Mann

Por su parte, y recombinando lo anterior aún de otro modo, en “El poder autónomo del estado”, Mann (1991) afirma que tanto la forma "despótica" como la "infraestructural" de la autonomía estatal proceden de su capacidad de "organización territorialmente centralizada" (Mann, 1991). Ésta es la más importante "precondición" del poder estatal, el cual es entonces "irreductible" en un sentido "socioespacial". Efectivamente, el estado es la única institución centralizada sobre un territorio dentro del cual tiene autoridad. Los recursos de las "élites estatales" se difunden "hacia fuera", desde un centro y deteniéndose ante "barreras territoriales" definidas, a diferencia de lo que sucede en el resto de los grupos de la sociedad civil. El estado es, entonces, un "lugar", en un doble sentido: es tanto un punto -central- como un alcance -territorial- (Mann, 1991). Justamente porque las fuerzas de la sociedad civil no pueden, por sí mismas, centralizarse territorialmente, requieren del poder infraestructural del estado, es decir, de la capacidad de las instituciones estatales de penetrar los distintos ámbitos de la sociedad. Y justamente porque, una vez constituida esa fuerza territorialmente centralizada, la sociedad civil resulta incapaz de controlarla, es que se extiende el poder despótico del estado, es decir, su capacidad de imponer su autoridad cuando la penetración infraestructural no alcanza (Mann, 1991).

La centralización territorial del estado tiene efectos en distintas esferas. Por un lado, proporciona capacidades de "movilización efectiva", logrando concentrar recursos contra cualquiera de los grupos particulares de la sociedad civil. Por otro, tiene efectos "ideológicos", puesto que logra hacer apoyar su autoridad a partir de una "apelación al universalismo" representado por la unificación de su territorio: todo "vínculo" particularista, especializado, localizado -de clase, de parentesco, religioso- debe ser roto, y esto aunque los estados mismos, "en la práctica", representan los intereses particulares, especiales, locales, de ciertas clases, familias, iglesias, etc. (Mann, 1991). Concretamente, el "capitalismo industrial" acabó de destruir las antiguas y medievales "sociedades territorialmente federadas", reemplazándolas por estados-nación unificados. Dichos territorios nacionales fueron penetrados por "estructuras de control y vigilancia" comandados de forma unitaria por los nuevos estados, y este proceso de "penetración logística" se vio incrementado exponencialmente en el último siglo y medio (Mann, 1991). Ésta es la fuente del poder infraestructural del estado, que le capacita para regular un conjunto dado de relaciones sociales y territoriales, tanto por la norma como por la fuerza. El poder infraestructural también funciona erigiendo "fronteras" contra el exterior; cada frontera alcanzada en un momento dado, a partir de interacciones sociales anteriores, va siendo "estabilizada" y "regulada" por el monopolio universalista del estado. Así, el estado pone "límites territoriales" a las relaciones sociales cuya dinámica se encuentra tanto dentro como fuera de él (Mann, 1991).

Mann define al estado como una "arena", una "condensación", una "sumatoria" y una "cristalización" de relaciones sociales dentro de un territorio. Pero el estado tiene sobre todo un "papel activo", en tanto promotor de grandes cambios sociales posibilitados por la consolidación territorial. Así, cuanto mayor es su poder infraestructural, mayor la "territorialización" de la vida social, y mayor el papel activo del estado. Así también es como se canalizan los conflictos sociales, tanto en el caso de disputas dentro de segmentos de la sociedad civil como en el de disputas entre alguno de éstos y la élite estatal, todas las cuales intentan ser reguladas de manera "rutinaria" a través de instituciones estatales que territorializan la interacción social mediante mecanismos territorializados de control o represión de la lucha. Es que toda la "economía política" del estado se funda en la idea de que la "sociedad civil" es su "dominio territorial". De modo paradigmático, esto fue lo que el sistema estato-nacional implicó frente a la emergencia de las altamente "expansivas" relaciones capitalistas: la imposición de "fronteras normativas" al naciente sistema de producción e intercambio con tendencias desterritorializadoras. En el marco de un capitalismo dominante, entonces, la "delimitación territorial" no hace sino aumentar, paradójicamente (Mann, 1991). De aquí proviene precisamente el poder "autónomo" del estado, aún a pesar de la potencia del capitalismo: la territorialización y la centralización son los principales mecanismos por medio de los cuales un estado se hace "fuerte" (Mann, 1991)7.


El estado según C. Tilly

En un tono parecido pero con una mirada más histórica, Tilly (1992) explica en “Coerción, capital y los estados europeos” por qué habríamos de definir a los estados como aquellas "organizaciones" cuyo "poder coercitivo" generalmente tiene prioridad sobre el de cualquier otra organización dentro de un territorio dado (Tilly, 1992). A lo largo de la historia, ciertos hombres han tenido el control de los "medios concentrados" de coerción -como ser ejércitos, armadas, policías, etc.- y han utilizado dicho control para ampliar el ámbito -de población, de recursos, de territorio- sobre los que ejercían, gracias a ello, su poder. En la búsqueda de la ampliación de los medios de coerción, estos hombres poderosos podían encontrarse con otros como ellos, frente a los cuales tenían entonces que "guerrear"; podían también encontrarse con personas menos poderososas, y en ese caso podían remitirse simplemente a "conquistar". Estos hombres, en calidad de conquistadores o de guerreros triunfantes, conseguían ejercer un "dominio estable" sobre las poblaciones y los territorios en cuestión, es decir, se convertían en "gobernantes". Esto a su vez les brindaba "acceso habitual" a los recursos de su dominio, recursos materiales y humanos que podían reutilizar para nuevas guerras y conquistas. Así, en el marco de estas "exigencias y compensaciones" mutuas entre distintos dominios, producto de "la extracción y la lucha" por los medios necesarios para la guerra y la conquista, se fueron gestando las "estructuras organizativas" de los estados. Todo esto también fue dando forma a la creación y organización de grandes "clases sociales" dentro de dichos dominios, y las relaciones variables entre cada una de ellas y los estados tuvieron efectos en las "estrategias" utilizadas por los gobernantes para hacerse de recursos, en las "resistencias" encontradas, en las "luchas" desatadas, y en las "organizaciones" surgidas de la misma (Tilly, 1992).

Los estados se producen entonces por "acumulación" y "concentración" de capital dentro de un territorio dado. Cuanto más se acumula y concentra el capital dentro de un mismo territorio, tiende a producirse "crecimiento urbano" en el mismo, en torno al "punto" de mayor acumulación y concentración y dispersándose en derredor. Así, la forma del territorio del estado dependerá del "equilibrio" entre ambos procesos: si hay gran acumulación y poca concentración, se desarrollará una pluralidad de centros urbanos menores; si hay, además, alta concentración, se desarrollará un sólo gran centro urbano (Tilly, 1992). Del mismo modo como los territorios adoptan distintas formas, los estados mismos han sido de distinto tipo a lo largo de la historia: han habido "estados imperiales", "estados de soberanía fragmentada" y "estados nacionales". Los imperios implican la construcción de un gran aparato militar y extractivo, pero la administración local permanece en manos de poderes regionales. Los sistemas de soberanía fragmentada presentan un escaso desarrollo del aparato estatal unificado, y todo el poder se encuentra regionalizado. Los estados-nación, finalmente, coordinan de manera altamente centralizada tanto la organización militar y extractiva como la administrativa (Tilly, 1992).

Los tres tipos de estados se enfrentan, a lo largo de la historia, a problemas similares. Todos ellos se ven forzados a distribuir sus medios de coerción de modo desigual al interior de sus territorios, frecuentemente concentrando la fuerza en el centro y en las fronteras, y derivando el mantenimiento de su autoridad en el espacio intermedio a poderes coercitivos secundarios -poderes locales combinados con procesos de recopilación sistemática de información-8. Así, cuanto más grande el estado y por ende más grande también la distribución desigual de los medios de coerción, mayores incentivos tienen los poderes locales para resistirse al control central, incluso para la formación de alianzas entre los distintos "enemigos" del estado -tanto territorialmente internos como externos-. Así, todos los estados se enfrentan, asimismo, a repetidos "desafíos a su hegemonía" (Tilly, 1992). Si bien la mayoría de las "rebeliones populares" de la historia fracasaron, todas ellas afectan a los estados a partir de los "forcejeos" y las "negociaciones" entre ellos y las diversas clases; incluso, las más importantes de dichas rebeliones dejaron su "impronta" en el estado, sea positivamente en la forma de realineamientos de clase o acuerdos respecto de derechos, o negativamente en tanto fueron neutralizadas con políticas represivas (Tilly, 1992).

También las formas de la guerra varían de acuerdo a las formas del estado. Si bien también advierte que toda guerra "realínea" fronteras y soberanos, Tilly divide aquí a la historia en una serie de períodos. En el período de "patrimonialismo", las guerras se realizaban en la búsqueda de "tributos" más que del control estable de la población, sus recursos y sus territorios. En el período de "nacionalización", las guerras buscaban principalmente la administración de los territorios invadidos, dado que sólo así podían los estados proporcionarse las "rentas" necesarias para sostener una fuerza armada poderosa. Actualmente, en el período de la "especialización", la guerra se hace con miras a ejercer influencia sobre otros estados pero a la distancia, sin incorporar de hecho el territorio del estado débil al del fuerte (Tilly, 1992). Y es que la mayoría de los estados históricos han sido no-nacionales, y sólo a partir de la segunda guerra mundial fue que la relación se invirtió casi en su totalidad. Sólo últimamente el planeta está poblado casi únicamente por estados nacionales, conformado un "sistema" cuyas distintas unidades contrincantes aparecen siempre rivalizando entre sí, afinando cada vez más la centralización de su poder, y logrando su identidad por contraste mutuo (Tilly, 1992).

Justamente respecto de esta última cuestión, el autor remarca que estados-nación no es equivalente a nación-estado, es decir, que no significa que los pobladores de un estado-nación compartan una clara identidad -lingüística, religiosa, étnica, etc.-. Por ello, desde el momento mismo en que comenzaron a surgir los estados nacionales, emergió también un movimiento de "contracorriente" por el cual los "portavoces" de las distintas poblaciones de un mismo estado reclaman querer constituirse en entidades diferenciadas o incluso, en el extremo, independientes. En otras palabras, las distintas nacionalidades buscan constituirse en naciones-estado. En paralelo, un segundo movimiento de contracorriente, pero ya no "desde abajo" sino "desde arriba", también pone en cuestión al estado. Tilly se refiere aquí a los "bloques" de estados, a las "redes" civiles internacionales, y a las organizaciones económicas en general, todas las cuales coinciden en desafiar la soberanía -desde su punto de vista, insuficientemente universal- de los estados nacionales (Tilly, 1992).


El estado según J. Migdal

Finalmente, y retomando ciertos elementos ya vistos en otros autores, Migdal (2001) focaliza su análisis, en “Cómo los estados y las sociedades se transforman y constituyen mutuamente” en las relaciones entre los estados y los demás agentes de la sociedad. Como señala el autor, los estados funcionan "atacando" la "diversidad normativa" de las distintas áreas que los constituyen. En efecto, quienes gobiernan o buscan gobernar el estado tienen el objetivo de imponer las reglas predominantes o incluso exclusivas, de tal modo que la idea misma de estado es la de la imposición de un único "estándar de comportamiento" dentro de un territorio dado. Este rasgo no advino con los estados modernos sino que ya los estados anteriores tenían el mismo objetivo; la diferencia es que en los estados modernos dicho objetivo se vuelve crecientemente "universal". Pero frente a esta tendencia, las restantes partes formales e informales de la sociedad presentan, en general, prácticas que contradicen la ley oficial estatal. La disputa, entonces, se da en torno a cuál de los múltiples "sistemas de significado" adoptará la población para "ubicarse" en el mundo. Por esto, el modelo sugerido por el autor para comprender las relaciones entre el estado y la sociedad no es un modelo dicotómico sino pluralista: se trata de una "mélange" de organizaciones sociales en disputa. Así, la idea es que el estado "está en" la sociedad tanto como la sociedad "está en" el estado (Migdal, 2001).

Las "batallas" por la imposición de reglas desde el estado pueden darse, por ejemplo, con familias, en torno a formas de educación y socialización; pueden darse con grupos étnicos, en torno a soberanías territoriales; pueden darse con organizaciones religiosas, en torno a hábitos cotidianos; y esto sólo por nombrar algunos casos. Pero además, cada estado no sólo es una organización entre otras dentro de la sociedad que domina, sino que simultáneamente es un estado entre otros estados. De hecho, lo que suceda en el frente interno tiene repercusiones en el frente externo, y viceversa, de modo que precisamente, el estado debe lograr imponerse al interior de su sociedad para fortalecer su lugar también a nivel global, en lo que Migdal denomina el "sistema de estados". Esta interdependencia entre los dos frentes explica la motivación principal de los estados en expandir su "dominio regulador" dentro de sus propias fronteras: es que requiere suficiente poder para sobrevivir a los "peligros" provenientes de fuera. Los estados cuentan con tres mecanismos para acrecentar su poder: la fuerza armada, la recolección de impuestos, y la corte jurídica. Los tres constituyen medios para imponer de distintos modos la regulación estatal, minimizando a su vez las regulaciones dictadas por los poderes locales. A la situación en la cual las distintas organizaciones de la sociedad aceptan las reglas estatales y el "control social" que implican como "justas" y "verdaderas", es decir, a la situación en la cual aceptan el "orden simbólico" asociado a la "idea de estado", Migdal la denomina "legitimidad" (Migdal, 2001).

Respecto a la "arena mundial", los estados interactúan con otros estados pero también con otras organizaciones internacionales como corporaciones económicas, entidades no gubernamentales, asociaciones civiles, etc. En esta arena, los estados se enfrentan a claras constricciones en lo que pueden o no hacer, fuera de sus fronteras pero también dentro de ellas, puesto que la guerra siempre está "al acecho", pero además porque cada uno de ellos ocupa un "nicho" particular en la economía mundial. El sistema social mundial impone a los estados patrones de intercambio material y humano, así como patrones de estratificación intra e interestatales (Migdal, 2001). Estos patrones fueron establecidos en la época colonial y se mantienen con leves modificaciones hasta hoy. Justamente, fue durante los procesos colonialistas que se "inyectaron" grandes cantidades de recursos -principalmente de riqueza y de fuerza- a distintos estados -tanto metropolitanos como a sus mediadores: líderes locales luego reconvertidos en gobernantes-, acrecentando su capacidad de imponer reglas (Migdal, 2001).

Respecto a la "arena doméstica", por otro lado, los estados para constituirse debieron enfrentarse a los distintos poderes locales habitantes del territorio que pretendían dominar. Por "poder local", el autor refiere a líderes distritales, gobernadores provinciales, jefes de partidos locales, "caciques" aldeanos o urbanos, dueños ricos de tierras, de industrias o de servicios, entre otros. Enfrentarse a ellos no era fácil pues los poderes locales contaban con dominios propios, dentro de los cuales imponían sus propias reglas, y con funcionamientos más o menos estables tal que quebrarlos traería consecuencias para el objetivo de organización estatal. Por ello, los estados deben ofrecer "estrategias de supervivencia" a los poderes locales para "sustituir" de algún modo la pérdida de su antiguo dominio (Migdal, 2001). Así, dentro de las variadas técnicas de "cooptación", existe una estrategia particular denominada por Migdal "regateo étnico" que refiere a la cooptación en función de la identidad grupal. En otras palabras, el estado entrega una cantidad determinada o cupo de cargos en su organización y recursos a sujetos de las minorías dominadas. El objetivo no es tanto lograr una burocracia "representativa" de los distintos grupos identitarios existentes como "atar" a los "elementos críticos" de la población al estado, de manera más fuerte que el simple miedo al uso de la fuerza o la obligación jurídica (Migdal, 2001)9. En definitiva, ninguna organización estatal o civil "monopoliza" del todo el poder: ni el estado, ni los poderes locales, ni las corporaciones internacionales. En este sentido, todos los actores son fundamentales para entender lo que sucede, tanto los actores regionales como los nacionales y los globales. Pero además, cada uno de ellos "necesita" de los otros para lograr su objetivos: los poderes locales requieren de los recursos estatales para sobrevivir a nivel nacional, y los estados requieren de la aceptación regional de sus reglas para sobrevivir a nivel internacional (Migdal, 2001).


Conclusiones

A modo de conclusión, quisiéramos retomar la afirmación que habíamos hecho al comienzo del trabajo. Habíamos dicho que las dimensiones territoriales e identitarias de los estados constituían dos de las facetas más oscuras tanto del proceso de constitución como del funcionamiento efectivo de los mismos. Los autores analizados nos han dado la razón: todos ellos han señalado, por una parte, la relación entre la búsqueda expansiva del propio territorio y las formas más violentas de imperialismo, colonialismo, guerra y conquista, las cuales a su vez generan sentimientos y formas de la conciencia nacionalistas y patrióticas, e incluso etnocéntricas en el sentido de certezas sobre la propia superioridad, que no hacen sino retroalimentar la necesidad de acrecentamiento del propio dominio sobre otros, debilitando el lazo social o la convivencia entre estados. Por otro lado, también todos los autores concordaron en su señalamiento de los procesos homogeneizadores llevados a cabo por los estados sobre las poblaciones habitantes dentro de sus fronteras, es decir, de los procesos de borramiento de las diferencias en su interior, así como de la imposición por la educación, por la ley o por la fuerza de formas de vida y de reglas propias, únicas -idénticas-, centralizadas, elevadas arbitrariamente o en alianza con los poderes económicos al rango de legítimas, deslegitimando así todas las demás y quitando a sus portadores la representación de sus intereses o en los casos extremos la humanidad o la vida.

Vemos entonces que efectivamente, al menos para las múltiples perspectivas aquí analizadas, tanto el territorio como la identidad son fuentes de violencia, tanto material como simbólica. Pero además, debemos ser claros en no homologar cada una de las dimensiones a una "arena" de lucha diferente. Así, podemos ver que tanto el territorio como la identidad refieren tanto a la violencia "hacia dentro" como "hacia fuera" del estado, es decir, a la interacción estatal en los planos nacional e internacional. Para el primer caso, es claro que la expansión territorial se da sobre el dominio de otros estados, pero también sobre el dominio de grupos regionales locales, como por ejemplo sobre el dominio de grupos étnicos minoritarios. Del mismo modo y para el segundo caso es claro que el nacionalismo es una justificación para la guerra contra "enemigos" externos pero también internos, como por ejemplo los grupos ideológicos o religiosos disidentes. En definitiva, vemos que tanto para el caso del territorio como para el de la identidad, lo que emerge es una tensión entre localismo y universalismo, entre lo particular y lo general, sea en la forma de regionalismo versus nacionalismo -arena interna- o de nacionalismo versus cosmopolitismo -arena externa-.

Referencias

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Notas

* Instituto de Investigaciones Gino Germani y Carrera de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: euge.fraga@hotmail.com

1 Déloye (2004) es uno de los sociólogos históricos contemporáneos que más ha pensado en esta dirección: en su ya famoso libro reconstruye, por un lado, la génesis del estado moderno con especial arreglo a sus procesos de “patrimonialización”, “centralización” y “concentración” territorial (Déloye, 2004), y por otro, la génesis de la idea de “nación” entendida como “imaginario” o identidad, teniendo especialmente en cuenta las dinámicas entre “ciudadanía”, “extranjería” y “asimilación” (Déloye, 2004).

2 Hemos analizado los dilemas en torno al problema de la identidad, a partir de ciertas teorías poscoloniales (Fraga, 2013), y en torno al problema de la territorialidad, a partir de ciertas teorías decoloniales, (Fraga, 2015), en ambos casos teniendo en mente sobre todo las particularidades de regiones periféricas y principalmente de la latinoamericana.

3 Como afirma Inda (2008), existe una relación inescindible, en la teoría de Durkheim, entre estado, “autoridad moral”, y “representaciones”. Si la autoridad moral refiere sobre todo, en nuestras palabras, a la centralización territorial del poder, la conciencia colectiva identitaria opera en el plano de las representaciones.

4 Como muestra Martínez-Ferro (2010), las acciones violentas de los estados serán consideradas legítimas o ilegítimas, desde la teoría de Weber, según formen parte o no de un código “legal-racional”. La cuestión es, en nuestra opinión, debatir acerca de legitimidad o ilegitimidad de la ley misma.

5 Varela y Gutiérrez (2015) señalan la importancia para Poulantzas de concebir al estado como punto “estratégico”, como opuesto a su concepción en términos de “instrumento” al que se puede usar sin más, pero también a su concepción en términos de “fortaleza” a la que se puede simplemente sitiar -es decir, con nuestro vocabulario, reduciéndolo a su dimensión territorial-.

6 Frente a esta unificación teórica, y como muestra Calderone (2004), sólo la sociología es capaz de oponer un “efecto de teoría” opuesto a la violencia material y simbólica del estado. Es decir, en la línea en que venimos trabajando, que sólo ella puede llegar a re-identificar lo que el estado ha identificado como ilegítimo, y a re-territorializar lo que el estado ha borrado del mapa.

7 En palabras de Sánchez León (1996), uno de los ejes del pensamiento de Mann es el de la “generalización-especificación”. Efectivamente, y de acuerdo a nuestras preocupaciones en este trabajo, parecería que tanto la generalización territorial como la especificación identitaria son las fuentes del poder de los estados históricos.

8 Acerca de la relación entre los estados y las otras formas de poder locales, Máiz (2011) muestra que ella se despliega, para Tilly, en dos direcciones: “de arrriba hacia abajo” -top down-, y “de abajo hacia arriba” -bottom up-. Nótese que incluso estos dos vectores fundamentales son pensados, por el autor, de manera espacializada, o utilizando nuestros conceptos, territorializada, pero también identitaria: el estado es el “arriba”, lo superior, y el resto de los grupos contendientes, el “abajo”, lo inferior.

9 Como subraya Duque Daza (2011), la teoría de Migdal resulta propicia para el estudio de una espacialidad muy concreta: América Latina, debido a los procesos históricos allí acontecidos -y aún no resueltos- en torno a disputas étnico-territoriales.


Artículo recibido: 25/10/2016 Artículo aceptado: 17/01/2017

MIRÍADA. Año 9 No. 13 (2015) p. X-X

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales. (IDICSO). ISSN: 1851-9431