Caleidoscopios del poder. Variedad del carisma en las iglesias indígenas del Chaco argentino

César Ceriani Cernadas*

Resumen

Este trabajo propone una discusión sobre las heterogeneidades del carisma en las iglesias evangélicas indígenas del Chaco argentino. Luego de repasar tres dimensiones teóricas sobre el estudio sociológico del carisma, el artículo propone un análisis de dos formas en que este se expresa en la experiencia del evangelismo indígena chaqueño, modalidades que involucran distintos espacios y agentes sociales con sus propias valoraciones, percepciones, competencias y expectativas. Por un lado, el carisma institucional de las misiones e iglesias, entendidas aquí como centros simbólicos que condensan y transmiten por contacto valores socialmente estimados por la gente. Por otro, el liderazgo carismático de los pastores y especialistas ceremoniales, donde sentidos y pragmáticas del poder se ponen en juego y disputa. Estos agentes dan cuenta de formas disímiles de entender y actuar en los espacios religiosos institucionales, donde articulaciones políticas, especificidades culturales, proyectos ideológicos y estrategias económicas se solapan de maneras contradictorias.

 

Palabras clave: Carisma; Liderazgo; Protestantismo; Chaco Argentino; Pueblos Indígenas

 

Abstract

This paper proposes a discussion of the varieties of charisma among indigenous evangelical churches in the Argentine Chaco. After reviewing three theoretical dimensions of the sociological study of charisma, the article analyzes two ways in which this is expressed in the indigenous religious experience, involving different modalities and social spaces with their own evaluations, perceptions, competencies and expectations. On one hand, the institutional charisma of missions and churches, understood as symbolic power centers that condense social and transcendental values estimated by people. On the other, the charismatic leadership of pastors and ceremonial specialists, where power and pragmatic senses come into play and quarrel. These agents realize dissimilar ways of understanding and acting in institutional religious spaces where political articulations, ideological projects and economic strategies overlap in contradictory ways.

 

Keywords: Charisma; Leadership; Protestantism; Argentinian Chaco; Indigenous Peoples

 

Presentación

A la luz de la evidencia antropológica, es factible afirmar que la experiencia de las misiones protestantes entre los pueblos indígenas del Chaco argentino[1] y la posterior conformación de iglesias autónomas, particularmente en grupos qom (o toba), wichí, pilagá y mocoví, ha contribuido a la emergencia del proceso de apropiación y cambio sociorreligioso más representativo en el mapa nacional. En efecto, si hay un contexto claro en donde el protestantismo evangélico no constituye en Argentina una minoría religiosa, sino su opuesto, es en el mundo social de los mencionados grupos aborígenes chaqueños (Cordeu, 1984; Wright, 2002; Ceriani Cernadas & Citro, 2005). En este sentido, la pertenencia como Evangelio adquiere desde la posición de los sujetos indígenas una ‘vocación de mayoría’, en la medida en que dicha identidad, más allá del grado de inclusión y participación institucional, presenta una sedimentación cultural y una extensión política ciertamente dominante en dicho espacio regional. En este trabajo nos detenemos particularmente en la experiencia social de grupos qom (o toba) y wichí del Chaco central, pertenecientes respectivamente a las cadenas étnicas-linguísticas Guaycurú y Mataco-mataguayo[2].

El paisaje que nos devela adentrarnos en cualquier comunidad indígena del territorio, sea en contextos rurales o en barrios urbanos o periurbanos, es la presencia de iglesias de variadas denominaciones que jalonan la vida social, comunitaria –y en muchos casos- política de las mismas. Si un neófito antropólogo inicia una investigación de campo y apenas arribado al asentamiento espera establecer contacto con alguno de los representantes comunitarios, con seguridad se le indicará al cacique, al presidente de la comisión, tal vez a un maestro bilingüe o a un agente sanitario. Al poco tiempo, probablemente esa misma noche, se enterará que alguno de ellos son pastores o líderes de alabanza en los largos cultos que marcan el ritmo de la vida sociorreligiosa de los poblados. Así comenzará a entender que alguien que detente alguna posición de liderazgo o prestigio social estará, de alguna manera u otra, vinculado a alguna iglesia evangélica y que ese vínculo será considerado, tanto en el discurso del protagonista como en la percepción de los otros, un hecho tan natural como necesario. Unido a esto, si el recién llegado estudioso centra la atención en los participantes de los servicios religiosos (denominados cultos por sus protagonistas) notará que junto a los pastores, ancianos, diáconos u otros dirigentes institucionalizados se encuentran otras personas cuya actividad es en muchos aspectos esencial y que, básicamente, esta se centra en los aspectos performáticos, estéticos y rituales.  

Este artículo se adentra en las tramas simbólicas, sociológicas e históricas que dan forma al carisma que presentan los espacios y líderes del evangelismo indígena chaqueño. En efecto, nos interesa indagar el carisma como una variable fructífera para abordar las formas de pertenencia religiosa y la legitimación de los líderes más allá de los cargos institucionalizados que los mismos detenten al interior de las congregaciones. Luego de repasar algunos ejes teóricos sobre el estudio sociológico del carisma, el artículo propone un análisis de dos formas en que este se expresa en la experiencia del evangelismo indígena chaqueño, modalidades que involucran distintos espacios y agentes sociales con sus propias valoraciones, percepciones, competencias y expectativas. Por un lado, el carisma institucional de las misiones e iglesias, entendidas aquí como centros simbólicos que condensan y transmiten por contacto valores socialmente estimados por la gente. Por otro, el liderazgo carismático de los pastores y especialistas rituales, donde concepciones y pragmáticas del poder se ponen en juego y disputa. Estos últimos agentes metaforizan configuraciones históricas del liderazgo que dan cuenta de formas disímiles de entender y actuar en los espacios religiosos institucionales, donde articulaciones políticas, especificidades culturales, proyectos ideológicos y estrategias se solapan de maneras contradictorias

 

Repensando el carisma: relaciones, grupos, espacios

 

Los estudios sociológicos y antropológicos sobre el carisma han aportado facetas importantes para comprender valores y conductas socioculturales atravesadas por los vínculos diferenciales del poder. Desde la fundacional noción weberiana sobre la forma de dominación carismática, los estudiosos permitieron avanzar en la elucidación de este fenómeno social que pone en conjunción tres cuestiones capitales: la legitimación del liderazgo, la comunidad de seguidores y las instituciones sociales. Orientados hacia nuestros propósitos en este trabajo, la idea en este apartado es articular tres enfoques teóricos sobre el carisma que nos ayudaran a explorar las formas en que se expresan en la experiencia histórica y contemporánea del evangelismo indígena chaqueño.

El primer enfoque enfatiza la dimensión relacional, interaccional, del liderazgo carismático. Su formulación más explícita la encontramos en las “consideraciones teóricas y metodológicas” que Peter Worsley (1980) introduce en la segunda edición de su conocido estudio sobre los movimientos milenaristas entre los pueblos indígenas del Pacífico Occidental durante el siglo XX (llamados en la literatura antropológica “cultos cargo”). Allí revisa críticamente el concepto de carisma y de liderazgo carismático para poner de relieve su carácter de producción social, más allá de cualquier atributo “magnético” de una personalidad individual. Aunque comúnmente se recorte la noción de Weber (1984) sobre el carisma a “la cualidad, que pasa por extraordinaria, de una personalidad” (p. 193), es necesario llegar a la roca de toda la explicación. En efecto,  como señala el maestro alemán al final del mismo párrafo, “lo que importa es como se valora “por los dominados” carismáticos, por los adeptos” (p. 193). Es a partir de allí que Worsley observa la clave del reconocimiento del líder en el efecto catalizador que su mensaje realiza en los deseos y expectativas del grupo social al que se dirige. “Su función catalizadora –afirma Worsley (1980)- consiste en convertir la solidaridad latente en acción política y ritual activa” (p. 23). Como luego observaremos, estas dos últimas cuestiones (la acción política y ritual activa), serán importantes para nuestro análisis sobre las variedades del liderazgo carismático entre los indígenas evangélicos del Chaco Argentino.

La segunda contribución teórica que integraremos se sostiene en el estudio de Norbert Elias (1997) sobre la figuración social que denominó “establecidos” y “marginados”, donde nos presenta la noción de carisma de grupo. Aquí hay otro giro teórico, que permite ubicar la influencia de la Escuela de Sociología Francesa de Durkheim y Mauss, y donde el concepto del carisma vuelve a descentralizarse de su esfera individual. Pero ya no al modo de una relación y construcción del liderazgo, sino como algo inherente a la constitución de las identidades sociales en el marco de relaciones diferenciales y equilibrios fluctuantes de poder. En efecto, el carisma de grupo representa la autoimagen de una figuración social que, en vínculos de poder interdependientes con otros conjuntos sociales, se presenta a sí misma como portadora de una humanidad superior. Como señala Elias (1997), esta “gratificante participación de la superioridad humana” que confiere este tipo de carisma es fruto de una “ecuación emocional entre alto poder y gran valor humano” (p. 128). Este carisma emerge de representaciones y prácticas sociales compartidas, en grupos que presentan fuertes grados de intimidad emocional (con su ineludible binomino de amistad / enemistad) como así también de jerarquía, cohesión y coerción interna. El sentimiento de ser Evangelio confiere un carisma de grupo que redunda en las valoraciones que impregnan la imaginación histórica de tobas y wichís, marcada en el plano discursivo e ideológico por la cesura entre los “antiguos” y los “nuevos” (Salamaca & Tola, 2008).

Aquí podemos articular la tercera noción de carisma amparada en las conceptualizaciones realizadas por Edward Shils (1965) sobre los centros simbólicos del poder y el carisma institucional. Dos puntos son importantes para destacar, en la medida en que nos permitirán iluminar las experiencias sociales que abordaremos. El primero es la conexión que se presenta entre los valores simbólicos de los individuos y su relación con los espacios activos del orden social, entendidos estos como sinécdoques del propio líder carismático. En palabras de Clifford Geertz (1994) en un trabajo donde revisita los conceptos de Shils, que serán luego vertebradores en su cautivante etnografía histórica sobre el Estado balinés pre-colonial del siglo XIX (Geertz, 2000):

Esos centros, que “no tiene nada que ver con la geometría y poco con la geografía”, son, esencialmente, lugares en que se concentran los actos importantes; constituyen aquel o aquellos puntos de una sociedad en los que sus principales ideas se vinculan a sus principales instituciones para crear una arena política en la que han de producirse los acontecimientos que afectan más esencialmente las vidas de sus miembros. Es la participación –incluso la participación antagónica- en esas arenas y en los acontecimientos trascendentes que en ellas suceden lo que confiere carisma (p. 148) (cursiva agregada).

 

De esta manera, estos ‘centros’ no solo simbolizan y legitiman el poder instituido y encarnado en sus líderes (profetas, reyes, sacerdotes, misioneros, pastores, etc.), sino que sintetizan espacios carismáticos a partir de la participación colectiva, tanto en celebraciones públicas (ceremonias, manifestaciones, mítines, etc.), como en instituciones claves del orden simbólico y político de una sociedad en un contexto histórico concreto. Es precisamente sobre esta última cuestión que Shils (1965) trabaja su concepto de carisma institucional, el cual “no se deduce de la creatividad de un individuo carismático” sino que “es inherente a la organización masiva de la autoridad” (p. 206). Aquí el carisma se dispersa en una jerarquía de roles sociales al interior de una sociedad o un grupo corporativo religioso o secular, donde sus agentes principales son “recipientes de deferencia” (Shils, 1965, p. 209) y donde aquellos involucrados en un orden institucional son asimismo productores y reproductores del carisma grupal.

Estas nociones repasadas nos permitirán conceptualizar con mayor arraigo nuestra indagación sobre las formas sociales y simbólicas en que se expresa el carisma en el contexto del campo evangélico indígena chaqueño. Sin ánimos de agotar una posible clasificación, o menos aún de reificar las categorías teóricas, analizaremos dos arenas sociales interdependientes donde estas revisadas nociones ocupan un lugar medular en sus fundamentos y dinámica social: la dimensión espacial e institucional del carisma de las misiones e iglesias (como centros simbólicos) y el carisma del liderazgo religioso. Sobre este último discriminaremos dos figuras carismáticas que involucran experiencias diferenciales de habitar el espacio religioso en sus formas institucionales, políticas y cosmológicas: los pastores o evangelistas y los especialistas ceremoniales (cantantes, dancistas, administradores de alabanza).

 

Espacios y centros carismáticos en el evangelismo indígena chaqueño

En el Chaco Argentino, la actividad de los misioneros protestantes fue correlativa a una compleja experiencia de restructuración social y cultural de los grupos indígenas. Instalada en fuertes coyunturas sociopolíticas y económicas, donde la conquista militar entre 1880 y 1911, las políticas de colonización y las diatribas por los límites fronterizos nacionales fueron capitales, el proceso implicó una acomodación diferencial donde los aborígenes fueron forzados, ideológica y materialmente, a ocupar las posiciones más bajas en los márgenes de los márgenes del estado (Girbal-Blacha, 2011). El contexto socio-económico de la región, marcado por un capitalismo periférico orientado especialmente a la producción azucarera, maderera y agrícola, implicó asimismo un escenario de fuertes mutaciones y movilidades de trabajadores migrantes, empresarios, misioneros y agentes estatales. Unido a esto, las misiones franciscanas de la Propaganda Fide, que presentaban una larga experiencia misionera en la provincia de Salta y en los por entonces territorios nacionales de Chaco y Formosa, se vieron envueltas en conflictos políticos y dilemas económicos con las autoridades locales y nacionales que implicaron una notable reducción desde fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX (Teruel, 2005; Dalla-Corte Caballero & Vázquez Recalde, 2011). Como bien sabemos, fue aquel el período de las elites liberales –representadas por políticos, intelectuales y militares- que potenciaron el imaginario del progreso y la modernización Argentina, hecho que implicó fuertes críticas a la labor misionera católica en el Chaco, sosteniendo su fracaso en “civilizar” a los aborígenes y restándoles poderío económico y político. La clausura de las misiones católicas produjo efectos en las poblaciones aborígenes asediadas por colonos y militares y asentaron una amplia percepción de los grupos indígenas guaycurú y wichí sobre una voluntaria incapacidad de estas de defenderlos (Wright, 2002; Palmer, 2005).

Concebidas como prácticas históricas, las experiencias de misionalización en el Chaco argentino constituyen una configuración social en donde se articulan imaginarios y acciones culturales, procesos sociales y trayectorias individuales generados por los misioneros y los actores indígenas en el marco de condiciones específicas. Este proceso fue iniciado por los anglicanos en 1911 y continuado por distintos emprendimientos misioneros, donde se destacan pentecostales escandinavos y norteamericanos (1920 y 1940 respectivamente), evangélicos ingleses, como los “hermanos libres” (1912) y la Misión Emmanuel (1932), y menonitas estadounidenses (1943), incluyendo a emprendimientos más contemporáneos como la interdenominacional Junta Unida de Misiones (1970), la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (1990) y el Centro de Capacitación Misionera Transcultural (2000), entre otros (Ceriani Cernadas, 2008; López & Altman, 2012). Dentro de sus características centrales se destacan el ideal civilizatorio propio de las culturas misioneras protestantes de la época, donde las utopías de redención moral de los “salvajes” se expresaron en prácticas de disciplinamiento social, imperativos sanitarios e higienistas y proyectos de integración al mercado laboral (Nielssen, Okkenhaug & Skeie, 2011; Ceriani Cernadas & Lavazza, 2012). ¿Pero por qué las misiones y luego las iglesias adquirieron en esta experiencia histórica el rol de centros simbólicos?, ¿Donde residen, entonces, las “ramificaciones sensitivas” de este carisma institucional que infunde poder y prestigio a sus agentes? Trataremos de contestar ambos interrogantes.

A partir de 1914 empezaron a circular noticias en el territorio indígena del Chaco Central, donde el trabajo durante ocho meses en los ingenios azucareros de Salta y Jujuy fue un espacio de profusa comunicación intercultural, sobre unos “gringos buenos que ayudan a los aborígenes”. Fueron estos rumores utópicos los encargados de sedimentar una apreciación cada vez más generalizada entre los pueblos chaqueños respecto a las misiones como espacios de refugio y protección. En efecto, las crónicas orales aborígenes como también las fuentes escritas por los misioneros de distintas corrientes (en cartas, diarios y publicaciones misioneras), coinciden en señalar un fenómeno social distintivo que da cuenta de la percepción y praxis indígena sobre estos nuevos agentes y espacios encarnados metonímicamente en las figuras del misionero y la misión. Refiero a las regulares prácticas de búsqueda de misioneros por parte de comitivas indígenas. “Fijate que no teníamos teléfono ni nada, pero igual sabíamos, y un grupo se organizó para ir a buscarlo”, me refería Miguel, un reputado evangelista qom del este formoseño mientras repasábamos la historia del misionero John Church de la Misión Emanuel hacia mediados de 1930 (Ceriani Cernadas, 2009). Con variaciones de grupos étnicos, zonas y estrategias, historias como estas constituyen una constante en la memoria colectiva de los pueblos indígenas chaqueños. También los misioneros escribieron variados reportes sobre cómo llegaban comitivas de qom y wichis a sus establecimientos (Iversen, 1946; Shank, 1943).

Messangers are coming and going… They want a ‘father’ that looks after them, as they always call the mission. ‘When can you send us someone’, escribía un misionero anglicano en 1929 (en Torres Fernandez 2006, p. 68).

 

Las misiones protestantes instaladas en diversos puntos del territorio se transformaron así en nuevos lugares de residencia para numerosas familias indígenas, lugares que los protegían de las regulares escaramuzas interétnicas y de las múltiples violencias instaladas por los “blancos”. Dentro de estas últimas, la atención médica brindada por los misioneros (tarea encaminada en general por sus esposas o por misioneras-enfermeras independientes) ante el avance epidémico de la viruela, la tuberculosis, la fiebre amarilla, entre otras enfermedades, se articuló en una teología higienista que conectaba la reforma moral y el disciplinamiento corporal, una marca distintiva de las culturas misioneras protestantes de la época (Comaroff & Comaroff, 1991). Pero junto a esta labor en pos de la inmunidad sanitaria de los indígenas, en un contexto fronterizo de estigmatización social y ausencia del estado, las misiones también abogaron por la ‘inmunidad diplomática’ de los mismos. Ciertamente, una práctica común –aunque no exclusiva- a estos espacios carismáticos fue la realización de los llamados “salvoconductos”, documentos que los misioneros confeccionaban para que los indígenas chaqueños pudieran circular libremente –valga el cinismo de la historia- por su propio territorio, o bien provincias vecinas, bajo el amparo de ese poderoso “papel” que debía ser entregado a militares o colonos para legitimar su condición de “indio bueno”, “cristiano”, “pacificado” (Wright, 2003; Gordillo, 2006). Todavía en los años sesenta, los misioneros continuaron realizando estos ‘pasaportes’ (como también fueron conocidos) devenidos en cartas de recomendación para el libre tránsito y la posible obtención de trabajo.

El portador de este salvoconducto” –escribía el misionero sueco Oloff Johnson hacia fines de 1960- “pertenece a la Iglesia de la Misión Asamblea de Dios km 6 de Tartagal, cuya confianza goza por buen comportamiento durante varios años. Por lo tanto nuestro placer recomendarle a todas las Autoridades tanto Militares como Civiles…[3].

 

La protección, la curación, la enseñanza de la escritura y la agricultura, el acceso a las vestimentas y hábitos occidentales y sobre todo –siempre de acuerdo al punto de vista indígena- el conocimiento del Evangelio, son los hechos centrales que asentaron la construcción valorativa de las misiones como centros simbólicos condensadores y dispensadores de carisma, en tanto crédito moral individual y colectivo. Junto a esto, la intensidad de este carisma se articula con la mitopoiesis histórica indígena donde se enfatiza el corte, producido a partir de la llegada de los misioneros, entre “el tiempo de los antiguos” y “la gente de ahora”. Es a partir de esta percepción de discontinuidad radical en el devenir cultural donde los pueblos chaqueños construyen un nuevo relato fundador, marcado por el fin de las guerras interétnicas y el conocimiento de “las cosas de la sociedad”, gracias al Evangelio traído por los misioneros (Ceriani Cernadas, 2009; Gordillo, 2010)[4]. Este nueva mitología puede ser pensada asimismo –siguiendo las indagaciones de Falco (2010)- como una “experiencia carismática grupal” (p. 2), que condensa valoraciones positivas que unen al grupo en una memoria y trayectoria compartida, cuyos agentes y acontecimientos encarnan una cualidad especial. “La casa de mi Dios, todo está bien. La casa de mis Dios, hay lugar hay libertad”, recordaba en el 2003 un anciano qom del oriente formoseño, sobre el primer coro que les había enseñado el misionero “Chur”; expresando una de las facetas carismáticas que esos espacios tuvieron para la experiencia indígena chaqueña.

Durante fines de la década de 1940, comenzaron a surgir en el centro del por entonces Territorio Nacional del Chaco pequeñas congregaciones qom influenciadas por el mensaje del misionero estadounidense John Lagar durante 1940 y 1945 en Resistencia y Zapallar (actualmente General San Martín). Junto a esto, el jefe regional Pedro Martínez de Pampa del Indio, viajó a Buenos Aires en marzo de 1947 para concretar una audiencia con el Presidente Perón (la cual se efectivizó) y comunicar su reclamo por la concesión de tierras y la necesidad de atender sus marginadas condiciones sociales. Ya habiendo sido contactado por misioneros suecos que visitaron la obra de Lagar en Resistencia, tenían un contacto para establecer vínculos institucionales con las Asambleas de Dios en Buenos Aires, todavía muy ligadas a esta corriente escandinava. Pero en vez de relacionarse con dicha congregación, Martínez y sus allegados visitaron una escisión de la misma ubicada en la Isla Maciel, liderada por el pastor Marcos Mazzuco y vinculada a la Iglesia de Dios (Forsberg, 2002, pp. 146-147). Al retornar a Chaco, el autodesignado “cacique general” hizo gala de su poder al comunicar el éxito de la reunión con Perón, y su promesa de ayuda a los aborígenes qom, junto a la credencial que lo legitimaba como miembro de la Iglesia de Dios. Estos dos símbolos, peronismo y Evangelio, inseparables para la concepción indígena, repercutieron en un rápido crecimiento de congregaciones en las zonas rurales y las proximidades de las principales ciudades de Chaco (Miller, 1979, p. 140; Citro, 2009).

En esta historia se cifra algunas de las particularidades que asumirán las iglesias indígenas chaqueñas y los carismas que compendian tanto ellas como sus dirigentes. Más allá de la pauta cultural de los jefes tobas de viajar al centro simbólico del poder nacional y entrevistarse con su máximo representante, práctica antecedida por diversos caciques desde –por los menos- los años 20 y continuada en la actualidad, lo interesante a nuestros fines es la configuración del carisma institucional propio de las iglesias. Si a los ojos de los protagonistas aborígenes, el carisma sintagmático de las misiones y los misioneros se sustentaba en su capacidad protectora, sanadora y mediadora[5], las iglesias coagulan para sus actores otros dos sentidos positivos interconectados: conformar un ámbito de sociabilidad netamente indígena y constituir una institución que personifica y demuestra las capacidades “civilizadas” de sus integrantes a partir de su carisma institucional.

Respecto al primer punto, se ubica la importancia de los cultos evangélicos en la vida social de las comunidades indígenas, tanto en las zonas rurales como en los barrios periféricos de las ciudades de Formosa, Chaco y Salta. Siendo una temática que será retomada al final del artículo, por el momento ahora nos interesa subrayar que los servicios regulares se realizan los días domingos y miércoles, aunque cada iglesia suele disponer de un calendario propio, cuya actividad fluctúa de acuerdo a la red de relaciones con otras congregaciones, engarzadas también en la circulación étnica transnacional entre Bolivia y Paraguay. Esta red y circuito religioso, que confiere un prestigio recíproco tanto a los predicadores y/o grupos musicales que se movilizan como a las iglesias y dirigentes que los hospedan, se inserta en un conjunto de actividades religiosas que permean regularmente la vida social de la gente. Es posible diferenciar tres tipos de actividades. En primer lugar, las valoradas ceremonias conmemorativas relativas a los aniversarios de fundación de cada iglesia, en el sentido concreto de cada congregación local y no de la denominación[6]. Notamos aquí también otro símbolo del carisma institucional de las mismas, donde se actualiza la genealogía del evangelista fundador y se enfatiza la discontinuidad positiva que “la llegada del Evangelio” tuvo para la gente. En segundo lugar, celebraciones de ritos de transición, como las consagraciones de bebés, los bautismos, los cumpleaños (fiestas de 15 femeninas de manera especial) y los casamientos. También se integran a esta modalidad, las ceremonias de aniversarios de casados y las fiestas del calendario religioso, como pascua, navidad y año nuevo. Por último, señalamos las actividades especiales del calendario eclesiástico de cada denominación, vinculadas a su propia organización y dinámica interna, como por ejemplo la reunión de comisión de mujeres, de jóvenes, de pastores, etc... Es de remarcar que estas tres modalidades discriminadas convergen en un hecho capital: todas conforman focos intensos de interacción e intimidad social, con sus clivajes de amistad y competencia, solidaridad y conflicto, donde se aglomeran heteróclitamente, al modo de los ‘hechos sociales totales’ que nos enseñó Marcel Mauss, fenómenos espirituales, sentimentales, morales, familiares, políticos, jurídicos y económicos.

            El segundo tema nos ubica en la valoración cultural que las sociedades indígenas chaqueñas otorgan a la palabra escrita y a los soportes mismos en que se presenta (Wright, 2003; Dasso & Franceschi, 2010). Los mencionados “pasaportes”, las credenciales de iglesias, los documentos de identidad, los certificados y libros eclesiásticos (desde la Biblia hasta las actas de reuniones) encierran múltiples sentidos que los convierten –en palabras de Gordillo (2006)- en “objetos potentes que, por sí mismos, configuran el resultado de procesos sociales” (p. 171). Si nuevamente seguimos las enseñanzas de Mauss, podemos deducir que el valor de “los papeles”, en tanto común símbolo dominante de la sociedad estatal y del cristianismo protestante, radica en su potencialidad de configurar nuevas relaciones sociales al legitimar la incorporación indígena a un nuevo ordenamiento social. En tanto objetos carismáticos, las credenciales de miembro o dirigente religioso, como los antiguos “salvoconductos”, otorgan poder, prestigio y crédito moral a aquellos que los portan, siendo común entonces discusiones entre pastores, misioneros y miembros de diversas posiciones sobre la obtención de las mismas y sus legítimos portadores. Otros ejemplos de estos símbolos de poder que connotan ramificaciones materiales del carisma grupal de “estar en el evangelio”, lo encontramos en las maneras en que son dispuestas las Biblias por ciertos dancistas de alabanza como mochila-amuletos que protegen a los presentes de la “entrada del enemigo”. También, y acorde a la cultura protestante, al uso cotidiano de las biblias en los cultos, más allá de que sea leída y que –en algunos casos- su portador conozca rudimentariamente el castellano.

 

El carisma como praxis política y mediación cosmológica

Uno de los temas capitales del cambio sociorreligioso de los pueblos indígenas chaqueños involucra la redefinición de los esquemas de liderazgo, hecho que comparativamente abre el espectro a otras experiencias indígenas de “conversión” al cristianismo (Guerrero, 2005; Keane, 2007). Tengamos presente que las jefaturas de los grupos lingüísticos guaycurú (qom, pilagá, mocoví), si bien fueron acomodándose progresivamente después de las políticas de conquista y colonización desde fines del siglo XIX, se sustentaban en la imbricación entre los órdenes que, desde nuestras categorías, solemos definir como “religiosos” y “políticos”. Y ambos se sostenían en el carisma de los jefes, que como tal debían demostrarlo, corroborarlo, aunque la herencia de la jefatura proviniera por ascendencia de parentesco. ¿En qué consistía el mismo? En los valores que la gente depositaba activamente en él en tanto “signos” y “pruebas” que legitimaban su posición en tanto manifestaciones objetivas del carisma: el coraje guerrero, la capacidad oratoria, la ocupación por el bienestar del grupo, la capacidad de arbitrio en las rencillas internas y el poder shamánico (Wright, 1990; Braunstein, 2008). Los wichí, pertenecientes al tronco mataco-mataguayo, distinguen entre el liderazgo político (a cargo del niyat) y el shamánico, pero los atributos carismáticos de ambos residían también en aquellas señaladas propiedades donde el sostenimiento y protección del grupo eran la clave (Palmer, 2005).

            Es congruente entonces que con los cambios suscitados a partir de la conquista militar y la progresiva intromisión de colonos y representantes estatales, los liderazgos indígenas hayan tenido que adaptarse activamente a las nuevas exigencias y valoraciones. Así, en los grupos chaqueños fueron especialmente las funciones guerreras de los liderazgos las que debieron girar hacia una dimensión transaccional (Susnik, 1969), hacia una nueva forma de mediación sociocultural con los criollos, militares, misioneros y políticos. Sin intenciones de cosificar un cuadro de evidente complejidad, podemos no obstante esbozar una breve tipología histórica sobre cuatro tipos de liderazgo transaccional entre los indígenas chaqueños durante el siglo XX. El primero refiere a los jefes devenidos en “mayordomos”, nombre otorgado a los reclutadores de mano de obra, y como tal procuradores de trabajo para la gente, para el trabajo estacional de la zafra en los ingenios azucareros del pedemonte andino en las provincias de Salta y Jujuy, y en menor medida el sureste de Chaco, desde 1880 hasta 1960. En el contexto de esta compleja articulación social surgirá otro tipo de liderazgo cuyo reconocimiento social orbitará en una nueva y fundamental competencia necesaria para los próximos líderes: el conocimiento del castellano. Es el caso de los líderes lenguaraces (intérpretes, traductores), negociadores con los criollos en los empleos de la zafra, las fincas agrícolas, la cosecha de algodón y el desmonte, e interlocutores válidos antes el estado nacional por reclamos territoriales y laborales (Brausntein, 2008). La posición mediadora de los mismos, presionados por exigencias internas y externas, los llevó a ocupar un lugar ambiguo y ‘peligroso’, que implicó relaciones de proximidad con los poderes hegemónicos (empresarios, militares, políticos) como también de oposición y enfrentamiento. Algunos de ellos cumplieron funciones de vigilancia interna en reducciones estatales, enclaves industriales y misiones protestantes. Refiero particularmente los casos de Colonia Napalpí (fundada en 1911, actualmente Colonia Aborigen Chaco), el Ingenio-Pueblo Las Palmas (fundado por los hermanos británicos Richard y Charles Hardy en 1884), ambos localizados en el suroeste del por entones Territorio Nacional del Chaco, y Misión La Loma en Embarcación organizada por pentecostales noruegos, caso que observaremos en breve con mayor detalle. Es interesante asimismo que algunos de estos nuevos jefes indígenas como el toba Machado y el mocoví Maidana, cuyos poderes shamánicos fueron siempre enarbolados y anhelados, tuvieran un protagonismo especial en el movimiento nativista de Napalpí en 1924, cuyo destino trágico es ampliamente conocido e involucró en los años recientes una demanda contra el estado por violación de derechos humanos (Cordeu & Siffredi, 1971, Salamanca 2008). Otros, como el caso del wichí Lisandro Vega en Misión La Loma, cacique y diácono de la misión y primer concejal aborigen de Embarcación, ejemplifica alguna de las cruciales ambivalencias del liderazgo carismático indígena en que se expresó la tercera refiguración: como dirigentes del Evangelio[7]. Repasemos primero sus rasgos sociológicos claves, para luego ejemplificar en mayor detalle la experiencia de Vega y de otros dirigentes.

            Si bien los relatos escritos por los misioneros revelan la desconfianza inicial que le tributaron los indígenas, ya describimos el contexto histórico social que tendió un horizonte de posibilidad hacia la interacción con estos nuevos personajes. Los mismos curaban, cantaban y hablaban sobre el amor y las normas que dispensaba un “gran padre” que, afín a las escalas verticales de las abiertas cosmologías guaycurúes y mataco, habitaba en el cielo mayor y había dejado un gran libro a sus “hijos”. Los jefes indígenas (también llamados ‘padres’ o ‘cabezas’ sus lenguas vernáculas) vieron en los misioneros a unos nuevos aliados, en cuyos emplazamientos podían estar seguros y a partir de los cuales esperaban –y demandaban- una posibilidad de acomodación a ese enrarecido nuevo orden de cosas, de allí que los pedidos de alfabetización, de salud y de trabajo hayan sido constantes en estos encuentros. Fue así como varios de ellos, que ya se ubicaban en esta tercera modalidad del liderazgo transaccional, fueran los primeros “conversos” e interlocutores entre ambos grupos en contacto, como el caso –entre varios otros- del cacique Ibarra en la pionera Misión Chaqueña y de Sanabria en la misión Emmanuel del oriente formoseño.

            Pero asimismo, la interacción con los misioneros abrió el juego a nuevas posibilidades de asumir funciones del liderazgo carismático a partir de la acción de los evangelistas indígenas y de los especialistas del culto (especialmente cantantes y danzarines). Estos se insertaron en nuevas categorías sociales creadas por los misioneros protestantes, a partir de la cual difundieron su propia versión del cristianismo tamizando las enseñanzas de los pastores de acuerdo al propio bagaje cosmológico. En este contexto, las nociones culturales sobre el origen y fuente del poder y las relaciones de compasión con los “señores” o “dueños” de las especies fueron capitales (Tola, 2009). Unido a esto, ellos se ubicaron en una posición intersticial respecto a sus propias comunidades, marcados por fuertes críticas a valores morales y formas de vida indígena, pero también sospechas y desilusiones respecto al accionar de los misioneros protestantes. De este modo, desde 1940 los nuevos líderes indígenas ligados a las iglesias evangélicas condensaron mayoritariamente las funciones sociales de la jefatura política-religiosa (Miller, 2008). Ellos se constituyeron como los interlocutores válidos al interior de las comunidades y entre ellas y la sociedad englobante. El conocimiento del castellano, el carisma institucional de las iglesias, su prestigio social al interior de las comunidades (aunque también disputado y en competencia con otros líderes) y el deseo de lograr suplir exitosamente las necesidades y expectativas de su gente dan cuenta de sus principales atributos. A ellos se articularon con el tiempo intelectuales y dirigentes que abrieron el espacio a una filosofía política indígena, como el caso del renombrado Orlando Sanchez –qom de la provincia de Chaco, traductor bíblico, historiador, pensador, segundo presidente de la Iglesia Evangélica Unida y primero del Instituto del Aborigen Chaqueño- y, menos conocido pero de notable mirada, Timoteo Francia, pensador y activista toba por los derechos humanos indígenas y creyente evangélico (Francia & Tola, 2011). 

            Volvamos ahora a la experiencia de vida de don Lisandro Vega, Eisejuaz, originario del Pilcomayo superior en el Chaco salteño y criado en la misión indígena de Embarcación. Esta fue organizada en 1936 por el noruego Berger Johnsen y en 1962 relocalizada en la periferia del poblado bajo el nombre de Misión La Loma. El padre de Eisejuaz fue un jefe wichí que emigró a Embarcación luego de la prédica de los evangelistas indígenas en 1935, apenas finalizada la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia (1932-1935). Vega trabajó activamente durante los años 60 como jefe religioso y político del nuevo emplazamiento, siendo conocido por sus pares como “cacique” o “capataz” de la misma, cuya función era mantener junto a sus colaboradores el control social de la misma marcado por una rigurosa disciplina ascética donde el consumo de alcohol, la unión sexual afuera del matrimonio, los bailes mundanos y las consultas shamánicas fueron calurosamente combatidas. Su carisma entre la gente redundó en las cualidades esperadas para su cargo, como el coraje, el buen dominio del castellano y la eficacia en procurar bienes materiales. Pero también animó rivalidades y competencias con otros líderes indígenas, teniendo en cuenta la particular configuración multiétnica de esta misión. En un plano sociológico, Vega encarnó al tipo de cabecilla que articula en inevitable tensión las formas requeridas del liderazgo carismático, de acuerdo al espectro de interacciones sociales y valorativas donde se desenvuelve, y aquellas del liderazgo tradicional, encarnadas aquí en el lugar que ocupó en la estructura de autoridad de la misión durante el período de institucionalización de la misma a cargo del noruego Per Pedersen durante 33 años (1952 - 1985). Junto a otros recordados dirigentes, como el evangelista Daniel Torres, su hermano Eduardo, Luis Nayot, Rogelio Bracamonte y Alberto Saavedra, entre otros, Vega constituyó la élite indígena de La Loma. Esta posición se consolidó a partir de su matrimonio con una hija de Daniel Torres, realizada en el templo central de la misión y cuyas fotos develan los hábitos propios de la cultura cristiana englobante: barroco vestido blanco para la novia y solemne traje negro para el novio. Con los cambios augurados tras la tercera asunción presidencial de Perón en 1973, Eisejuaz se insertó en la actividad política siendo una década después, ya en período democrático, el primer concejal indígena de Embarcación. A partir de esta inclusión en el otro espacio en que se redefinió el liderazgo indígena chaqueño, el “trabajo en la política” –como suelen denominarlo-, las relaciones con el misionero principal fluctuarán entre la amistad y la animosidad. “Yo soy un soñador”, también nos dijo el ahora vetusto Lisandro apenas lo conocimos en mayo de 2011, afirmando así su acceso al poder numinoso y exponiendo la vigente importancia del mismo en esta particular sedimentación estratigráfica del liderazgo carismático indígena, compuesto de capas históricamente superpuestas, y como tal dinámicas, de valores socialmente reconocidos y reclamados por la gente, como también interpelados por los sectores hegemónicos de la sociedad nacional.

Según subrayamos en el apartado anterior, parte del carisma de las iglesias indígenas, transmitido por las enseñanzas de los misioneros y apropiado creativamente por los aborígenes, radicó en el prestigio de su ethos burocrático (aunque no necesariamente practicados de acuerdo a nuestros cánones), con sus libros, sus tiempos prefijados, sus cargos y credenciales, sus comisiones directivas y sus elecciones representativas (en algunos casos, como el de la hegemónica IEU, estas suelen desencadenar auténticos dramas sociales con fuertes antagonismos, acusaciones, fisiones e impugnaciones de listas y/o comicios). Pero este ethos no alcanza por sí mismo, pues debe ponerse en correlación positiva con las prácticas ceremoniales locales y concretas de cada congregación, auténticas usinas del poder trascendental desde la concepción indígena (y pentecostal), que encuentran su legitimidad y expresión cultural a través de los cantos, las alabanzas y las danzas. Retomando lo señalado en el apartado anterior, dentro de las experiencias sociorreligiosas indígenas surgidas del contacto con las diversas agencias misioneras, la apropiación del pentecostalismo generada por los grupos qom en el centro y este del territorio chaqueño durante los años 40 tuvo una influencia notable en la articulación cosmológica y ritual del mensaje cristiano (articulación abierta, indeterminada, a-sistemática). Hacia los años 80 estas expresiones se vieron acompañadas por una progresiva revitalización cultural y lingüística adquiriendo una dimensión regional e influenciando a otros grupos aborígenes chaqueños vinculados a las trayectorias misioneras de los anglicanos y los pentecostales escandinavos. Estos últimos, emocionalistas en sus expresiones cúlticas, pero ascéticos e iconoclastas ante los cantos con instrumentos y estilos mundanos (tema que produjo conflictos fuertes en el seno de sus congregaciones).

En efecto, como han marcado varios estudios antropológicos, uno de los rasgos característicos del pentecostalismo que presenta una afinidad electiva con la cosmovisión guaycurú y mataco se asienta en la comunicación directa con lo numinoso en pos de la obtención contractual de un poder (napishic o haloik en lengua toba, qapfwayaj en wichí). De esta manera, los llamados “dones carismáticos del Espíritu Santo” son ampliamente deseados para la cura de enfermedades y la fortaleza física para danzar o hacer música en el culto, y se interpenetran al poder oracular de los sueños y a las visiones y encuentros con poderosos seres celestiales. En este contexto, prácticas comunes en los ritos de curación shamánica, como el canto repetitivo e incesante, los soplidos y succiones, junto a símbolos dominantes como el fuego y el corazón (locus del poder sagrado), encontraron un espacio de resemantización en la cosmovisión pentecostal, donde aquellos símbolos también ocupan un lugar central (Wright, 2003). Asimismo, la “guerra espiritual” entre potencias no-humanas o extra-humanas, sea para curar, dañar o matar, fue incorporada en las concepciones indígenas con nuevos rasgos de orden moral en donde los antiguos espíritus protectores de los shamanes fueron o bien derrotados o bien subordinados al poder del Espíritu Santo.

Como expresamos párrafo arriba, desde los años ‘80 en adelante se dio un proceso de conversión interna de numerosos grupos wichí y qom del oeste, evangelizados y tutelados por los anglicanos y escandinavos entre 1914 y 1985, hacia una progresiva (neo) pentecostalización indigenista de las formas ceremoniales y experienciales bajo la influencia de las iglesias autónomas tobas, vinculadas a la Iglesia Evangélica Unida especialmente (García, 2002; Bergallo, 2004). Los cultos religiosos conforman un género performático, en el sentido y análisis realizado por Citro (2009, p. 186), con momentos previos, y luego alternados, de numerosos canciones, distintas formas de danzas (en algunas iglesias y corrientes más que en otras), oraciones colectivas, prédicas y testimonios de fieles y pastores que incluyen lecturas bíblicas. Las experiencias de glosolalia son usuales y los cultos finalizan programáticamente con la llamada “a aquellos que necesitan oración”, para efectuar allí la sesión final de sanación y presencia del espíritu. En esta última práctica es común observar técnicas emparentadas con el shamanismo guaycurú y wichí, expresadas en los énfasis e inflexiones de voz, en la imposición de manos y en las operaciones de succión y expulsión del “bicho” de la enfermedad. El canto, la danza y la oración pública (individual y colectiva a la vez) conforman los medios privilegiados para vivenciar el estado de emoción intensa más deseado y enfatizado por los fieles: el gozo (ntonaGaq en toba), donde estos se sienten en contacto con el Espíritu y se “llenan de su poder”. Estas ‘formas sensacionales’ (sensational forms), entendida como los “modos autorizados de invocar y organizar el acceso a lo transcendental” (Meyer, 2006, p. 9), son claves en la experiencia pentecostal y en el campo de las iglesias indígenas chaqueñas contemporáneas en casi toda su extensión geográfica y variabilidad en sus trayectorias históricas.

Es en este tejido cultural en donde los especialistas rituales, cantantes, “jefes” o “administradores” de alabanzas, dancistas, encarnan un carisma particular siendo su función central demostrar su competencia en aquellas prácticas que canalizan el acceso a la experiencia emotiva y extática del culto pentecostal. El carisma de estos especialistas redunda así en sus dotes corporales y performáticos, en el cantar bien, en administrar la ceremonia con “palabra linda”, en danzar con entusiasmo y dirigir a los grupos, pues de ellos dependen en buena medida tanto a la concurrencia a los cultos como la presencia del Espíritu en los mismos. De allí que estos cantantes, grupos musicales y dancistas establezcan una ‘reciprocidad carismática’ con los pastores de las iglesias en la medida en que ambos usufructúan dichos capitales simbólicos para consolidar, reproducir o expandir su prestigio y reconocimiento social. Pero esta relación es especialmente positiva en el circuito de presentaciones que realizan estos cantantes y grupos, donde los pastores y dirigentes deben poner en escena su hospitalidad (en la recepción, la comida y el hospedaje) y los invitados demostrar el entusiasmo que generan en la audiencia, donde la duración de los cultos se posiciona como vara de medida. En las iglesias indígenas chaqueñas un culto exitoso, sobre todo en una situación especial de aniversario de iglesia o fiesta religiosa, es aquel que más dura, a veces pasando las cuatro horas, pues devela la fuerza, el entusiasmo, en definitiva, el poder manifiesto del Espíritu. Tengamos en cuenta, como analizó Citro (2009) detalladamente, que nos referimos a producciones culturales iniciadas en los años 70 –los conjuntos musicales tobas concretamente- y 90 –los grupos de danzas de alabanza- que presentan fuerte dinamismo y heterogeneidad en un circuito religioso y comercial cada vez más ampliado donde son fundamentales los rasgos espectacularizados de las performances y la creativa adaptación de nuevos ritmos musicales con letras también novedosas.

Habiendo delimitado los rasgos clave de este tipo de liderazgo carismático vinculados a la acción performática en tanto mediación cosmológica con los poderes espirituales culturalmente valorados, podemos profundizar sus características a través de un ejemplo particular que también nos ilumina –como en el señalado caso de Esisejuaz y a su vez ligado al mismo contexto sociorreligioso- las variedades del carisma y las continuidades y rupturas que el mismo transita entre diversos agentes, o entre los mismos agentes a lo largo de su recorrido biográfico. Aquí ubicamos el caso de Armando[8], qom’lec promediando sus cuarta década y perteneciente a las familias más antiguas provenientes de Monte Carmelo (Noreste de Salta) en instaladas en la antigua misión organizada por Johnsen. Armando fue educado formalmente hasta mitad de la escuela secundaria, donde adquirió sus amplias competencias en la escritura y el idioma castellano. Al igual Santos Aparicio, el primer y afamado evangelista indígena de esta corriente, pero sesenta años después, Armando trabajó en el ferrocarril durante varios años, hecho que recuerda con sumo aprecio pues le permitió “conocer muchas personas, distintos lugares  y muchas cosas que no sabía”. Con la instalación de las nuevas leyes indígenas durante los años ’90, se dedicó a “la política” –según sus propios términos- encaminando la comisión toba de Misión La Loma y llegando a ser en el 2004 “delegado nacional de los pueblos indígenas de la provincia de Salta”, motivo por el cual visitó varias veces Buenos Aires y otras importantes ciudades. Las causas que guiaban su trabajo se centraban en los derechos territoriales y educativos, gestionando asimismo –como todo líder político indígena- la posibilidad de obtener pensiones para la gente mayor y planes sociales de viviendas[9]. Pero con el tiempo Armando empezó a notar que la “actividad política” y la “actividad espiritual” eran incompatibles. ¿Y cómo noto esto?: a partir de la lectura de su experiencia y la de sus semejantes, algo común a las formas aborígenes y pentecostales de reflexividad: “en todo me iba mal, cada vez peor, mi viejo se enfermó, los familiares estaban mal”. Entonces, continuó narrando, “tuve una visión que se me apareció en un sueño, donde yo estaba yendo a la iglesia de La Loma y cuando estaba por entrar me saqué una máscara y me puse otra y luego del culto volví a ponerme la otra máscara”. Fue allí donde descubrió que debía elegir entre esos caminos. Entonces dio por finalizada su actividad en la política y –seguro de estar haciendo lo que la divinidad reclamaba de él- se volcó de lleno al “trabajo espiritual”.

Hombre afable, locuaz e inteligente, con marcadas cualidades para el canto, la predicación y la organización de los cultos, Armando representa al líder carismático que encuentra una legitimidad al interior de la comunidad y entre muchos otros asentamientos indígenas de Salta, Formosa y sur de Bolivia que visita con frecuencia con un grupo musical o con jóvenes de la misión. En sus funciones religiosas cumple el rol del evangelista contemporáneo, siendo un reputado cantante y maestro de ceremonias. Pero sin embargo la relación con el actual pastor principal de la misión es tensa, hecho que engloba a otros líderes religiosos de La Loma, otros barrios periféricos de Embarcación y algunas congregaciones indígenas sobre las bandas norte y sur del Río Bermejo. La raíz de esta tensión estructural que transita la antigua misión pentecostal noruega se debe, precisamente, al conflictivo proceso de autonomía y nacionalización del liderazgo iniciado en 1999 luego de que la Comisión Directiva de la institución interviniera la dirección general de la misma para asegurar un cambio de liderazgo y separarse del tutelaje noruego. Uno de los temas que han emergido con más fuerza a partir del liderazgo de este joven pastor criollo, descendiente por línea materna del pionero evangelista Santos Aparicio y criado en la cercana ciudad de San Pedro (Jujuy), es el relativo al deseo de descentralizar el trabajo evangélico en pos de lograr un reforzamiento local de las congregaciones indígenas y también mixtas (compuestas en general por aborígenes, criollos chaqueños y bolivianos). Según nos comentaba él mismo:

La iglesia viene de una época misional, fijate que fueron 80 años en que los misioneros hacían y deshacían lo que querían. Al principio era necesario, después ya no. En los años 60 comenzó a extenderse la obra entre las poblaciones criollas y también se institucionalizó más con la creación en 1968 de la Asociación Civil para resguardar legalmente el patrimonio de la misión. Hasta 1986 el centro seguía siendo Embarcación, en el 94 terminó el tiempo de la misión, a partir de una mezcla de decisiones conjuntas de varios pastores locales, los problemas económicos para las misiones noruegas en el país y por último el tema de que había pasado 80 años de misión dirigida por los noruegos.

 

Pero a diferencia de otros líderes actuales donde la enemistad con el pastor principal es más marcada, en el caso de la relación con Armando esta necesita una instancia de “tregua simbólica”, pues como el propio pastor advierte “todos en La Loma lo quieren y lo siguen en el culto”. Por este motivo, aunque detenta el cargo de “administrador de alabanzas”, menor en la estructura de autoridad al que sus funciones y capacidades podrían calificarlo (siendo él mismo consciente pero hábilmente respetuoso de su posición), su poder de convocatoria religiosa y prestigio espiritual es socialmente reconocido en La Loma, siendo en la práctica el dirigente de los cultos más activo.

 

Consideraciones finales

Con probabilidad no exista un liderazgo social que resulte exitoso en algún aspecto, sobre todo en la arena política y/o religiosa, y no dé cuenta de una relación carismática. Las formas organizativas tenderán a rutinizar esta relación a partir de mecanismos discursivos y rituales orientados a la reproducción del carisma, como también a su coagulación simbólica en espacios institucionales que condensan memorias, experiencias, sentimientos e identidades, inscriptas asimismo en los diversos roles de los agentes y el poder que ellos ejercen. En un movimiento religioso como el pentecostalismo donde la producción social del entusiasmo es seminal, las prácticas de corroboración del carisma de los líderes pasados o vigentes, de la iglesia, de la historia o tradición étnica o misionera y de los ritos particulares se incorporan a esa producción.

                 En las iglesias indígenas del Chaco argentino, el liderazgo religioso adquirió una de las modalidades de acción del denominado liderazgo transaccional. En esta variedad, donde lo político y lo religioso continúan interpenetrados, las funciones del pastor o evangelista se diversifican en la negociación de recursos materiales, la mediación social con agencias y representantes de la sociedad dominante y las traducciones cosmológicas del cristianismo en base a la visión shamánica del poder y la compasión. Las diferencias en las variedades del carisma repasadas, asentadas en los espacios significativos y en los liderazgos discriminados, abrevan en esta dimensión de vasta importancia: la mediación social y cultural. En efecto, las misiones e iglesias protestantes, los evangelistas y pastores indígenas y los especialistas de las perfomances rituales han encarnado históricamente estilos de mediación entre la cultura protestante euroamericana y las poblaciones indígenas chaqueñas, entre los seres sobrenaturales y los seres humanos, entre los pueblos indígenas y la sociedad envolvente y entre las diferentes parcialidades indígenas del territorio chaqueño. Estas formas de mediación, asimismo, no han sido homogéneas ni lineales, sino parciales y fragmentadas, donde se enfatizaron algunos rasgos más que otros, como la escritura, la educación, el canto, la danza o el éxtasis ritual.

                 En tanto demostración objetiva de las cualidades del líder, el hecho que mancomuna a los liderazgos religiosos indígenas chaqueños que hemos revisado es que, en palabras de Braunstein (2008, p. 31), “la representatividad deriva directamente del éxito de la acción”. Con sus propias particularidades, las misiones e iglesias indígenas chaqueñas constituyen locus carismáticos de la historia y actualidad de la experiencia cultural de estos pueblos. Como centros simbólicos, sintetizan valores, emociones, sentidos e historias que son vividos y recordados de manera especial. Unido a esto, las iglesias confieren prestigio no solo a sus dirigentes sino a todos aquellos que se identifican como Evangelio, más allá de su participación activa en los cultos. En la percepción de los actores allí no solo se han condensado los valores y acontecimientos que produjeron un cambio positivo único en su historia sino que también implican instituciones que permiten obtener beneficios concretos, como bienes, vestimentas, servicios y –siendo el objeto más preciado por los sujetos- cargos regulares rentados. Es entonces la adhesión y participación compartida en una iglesia, aquello que extiende el carisma de las mismas a sus participantes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Notas



* Doctor en Antropología (UBA). CONICET – FLACSO. Programa en Antropología Social y Política. Correo electrónico: cesar.ceriani@gmail.com

Artículo recibido: 10-10-13 Artículo aceptado: 04-01-14

 



[1] Geográficamente, el Chaco Argentino comprende las provincias de Chaco, Formosa, Santiago del Estero, norte de Santa Fe y noreste de Salta. Se integra al denominado Gran Chaco Sudamericano que abarca tres regiones: la boreal (localizada al norte del río Pilcomayo en el occidente paraguayo), la central (entre los ríos Pilcomayo y Bermejo en el suroeste de Bolivia y norte argentino) y la austral (al sur del Bermejo, en las provincias mencionadas de Chaco, Santiago del Estero, Santa Fe).

[2] Desde el año 2000 he desarrollado investigaciones etnográficas e históricas sobre el proceso de cambio sociorreligioso indígena en el Chaco y la conformación del campo evangélico en dicho contexto regional y cultural (Ceriani Cernadas, 2003; 2011a). Entre los años 2000 y 2007, los estudios de campo se centraron en comunidades qom del oriente y centro de Formosa. Desde el 2009 hasta el presente, las indagaciones se desplazaron al extremo occidental del territorio, en la provincia de Salta, explorando las vicisitudes históricas y contemporáneas de un movimiento misionero organizado por pentecostales escandinavos en 1920 y de extensa influencia en comunidades wichí y qom del oeste chaqueño (Ceriani Cernadas, 2011b; Ceriani Cernadas & Lavazza, 2012).

[3] Archivo Misión Evangélica Asamblea de Dios, Embarcación, Salta.

[4] En el foco de los debates recientes en el marco de la llamada antropología del cristianismo, Robbins (2007) ha problematizado con sutileza la tensión estructural (y las dificultades epistemológicas que acarrea) entre el pensamiento cristiano de la discontinuidad, el cambio, la conversión individual o colectiva, y el pensamiento antropológico que enfatiza la continuidad cultural, más allá de los posibles reacomodaciones religiosas producidas por las misiones cristianas en los pueblos indígenas.

[5] Esto no implica, desde ya, que el rasgo más distintivo sobre los misioneros protestantes euroamericanos desde la percepción indígena chaqueña haya sido la ambivalencia, presente en sus valoraciones positivas y negativas, en sus sentimientos de confianza y sospecha, en sus cambios estratégicos de códigos y prácticas en presencia o ausencia de los mismos (Ceriani Cernadas, 2013).

[6] Aunque en el caso de la pionera e influyente Iglesia Evangélica Unida suele conmemorarse su fecha fundacional, donde nuevamente las articulaciones entre carisma y mito es puesta en evidencia, como así también los conflictos de poder que envuelven a las distintas facciones dirigentes de manera inter o intraétnica (sean qom, mocoví, pilagá o wichí).

[7] Estas tensiones fueron admirablemente representadas en la novela Eisejuaz de la escritora argentina Sara Gallardo (1971), que paso una temporada en Embarcación hacia fines de los ’60 y conoció a don Lisandro mientras trabajaba en el Hotel Universal, único de la ciudad (Desalín Gómez, 2003, p. 17). Narrada desde el punto de vista de Vega, la novela ficcionaliza a partir de elementos de su vida y la imaginación poética de la autora, donde misioneros noruegos, luego muertos en un accidente vial como consecuencia de una maldición ejecutada por el protagonista, evangelistas indígenas que fuman cebil para acceder al sabiduría espiritual, curas franciscanos que dan consejos libertarios, un alter-ego blanco y tullido con poderes mágicos, “turcos y finqueros”, suspicaces políticos y espíritus shamánicos que “cuelgan hamacas” en su corazón tienen lugar.

[8] Se utiliza aquí un seudónimo para proteger la identidad del actor.

[9] La edificación de un nuevo entramado de poder sobre los “asuntos indígenas”, correlativo a las políticas democráticas neoliberales y multiculturalistas de la década de 1990, implicó una nueva inflexión en las dinámicas del liderazgo religioso y político indígena (y aquí la suplantación del quión que los conectaba no es azarosa). La creación de agencias nacionales y provinciales de asuntos indígenas hacia mediados y fines de 1980, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), el Instituto de Comunidades Aborígenes (ICA) en la provincia de Formosa y el Instituto del Aborigen Chaqueño (IDACH), con jurisdicción en la Provincia de Chaco. En el espacio jurídico se remarcan  el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre “pueblos indígenas y tribales en países independientes” de 1989, la sanción de las nuevas leyes aborígenes en la reforma constitucional de 1994 y la implementación del Programa Nacional de Educación Intercultural Bilingüe en el 2004 (Lenton & Lorenzetti, 2005).