Jean Jacques Rousseau: reflexiones
a 300 años de su nacimiento
Constanza Mazzina*
Alejandro Gunsberg**
* Licenciada en Relaciones internacionales (USAL), magíster en economía y ciencias políticas (ESEADE), doctora en ciencias políticas (UCA). Docente UADE y USAL. Correo electrónico:
** Licenciado en Gobierno y Relaciones Internacionales (UADE), magíster en economía y ciencias políticas (ESEADE). Docente UADE –UB. Correo electrónico: gunsberg@fibertel.com.ar
Artículo recibido: 04-06-12 Artículo aceptado: 30-08-12
Resumen
El artículo pretende reflexionar sobre el aporte de
Rousseau al pensamiento político, a 300 años de su nacimiento y a 250 años del Contrato Social, focalizando en sus
ideas principales no solo este último escrito sino en sus otras obras.
Palabras clave: Escritos de Rousseau; Contrato Social; Ciencias
y artes; Corrupción;
Sociedad política; Sociedad virtuosa
Abstract
Rousseau’s
political thought has always been the bull’s eye of scholar’s attention. Many
of them see him as the father of modern republicanism, while others consider
the author of The Social Contract to
be the corner stone of contemporary participatory democracy. And then, there
are those who find his political ideas to be fragmentary or even contradictory.
In any case, far from taking sides in this academic discussion, this paper
tries to reproduce Rousseau’s political project as it emerges from his major
writings.
Keywords: Social Contract;
Arts and Sciences; Corruption; Political society; Virtuous society
Jean Jacques
Rousseau: reflexiones a 300 años de su
nacimiento
El pensamiento político de Rousseau no puede definirse
con una simple recopilación de algunas ideas extraídas del Contrato Social. Su
pensamiento es algo más complejo o bien, como señala Diderot, “es el vasto abismo entre el cielo y el
infierno” (Sabine, 1972, p. 423).
Su
proyecto se encuentra diseminado entre varias obras comprendidas entre los años
1750 (Discurso sobre las ciencias y las
artes) y 1762 (El Contrato Social y
Emilio o de la educación). El presente trabajo busca reflexionar sobre el
proyecto roussoniano a tres cientos años de su nacimiento y dos cientos
cincuenta de la publicación de su obra más reconocida, El Contrato Social. Comenzaremos
analizando su visión del hombre y la sociedad de su época, para luego dar paso
a las posibles alternativas frente al oscuro porvenir. Entonces se examinará por
qué el hombre se encuentra en todas partes encadenado y cuáles son los caminos
que Rousseau propone para librarlo de sus cadenas.
El siglo
XVIII francés es un siglo marcado por el culto a la razón y las luces.
Rousseau, al decir de
Hampsher-Monk (1996):
(…)
como pensador de la ilustración, subvierte y niega los valores y las propiedades que tan a menudo se le
atribuían, oponiendo a su pesimismo, el sentimiento y la voluntad de su
racionalismo, y el rechazo particular a la idea ilustrada de progreso (Hampsher-Monk,
1996, p. 187).
La
crítica al progreso producido por la razón será el eje del discurso pronunciado
en
El
renacimiento removió parte de la oscuridad medieval. El redescubrimiento de la
antigüedad clásica provocó un reverdecer de las letras y con ellas, florecieron
las ciencias y las artes. No obstante, tal florecimiento no habría de mejorar
al hombre en cuanto hombre. Por el contrario, en lugar de liberarlo le confirió
nuevas cadenas.
Mientras
que el gobierno y las leyes proveen a la seguridad y el bienestar de los
hombres reunidos, las ciencias, las letras y las artes, acaso menos despóticas
y más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro que
los hombres cargan, ahogan en ellos el sentimiento de la libertad original para
la que parecen haber nacido, los hacen amar su esclavitud y forman lo que
llaman pueblos civilizados. La necesidad elevó los tronos, las ciencias y las artes
los han afirmado (Rousseau, 2005, p. 16).
Las ciencias y las artes han introducido al hombre en un
mundo de apariencias donde la virtud se ha perdido y el hombre se ha
desnaturalizado, se ha vuelto un extraño para sí mismo y sus congéneres
sumergido en un plano de recíproca afabilidad llamado sociedad. Esta sociedad tan segura del producto de la
razón y sus refinadas costumbres no lograría, para Jean-Jacques, más que una
mueca de asombro y perplejidad en un simple campesino.
La ruina provocada por el advenimiento de las ciencias y
las artes no es algo nuevo para la historia de la humanidad: Egipto, Grecia y
Roma ya han sucumbido bajo sus luces. Sin embargo, Rousseau destaca un pueblo
cuyos habitantes asemejaban a dioses, una
ciudad que mientras su coetánea Atenas albergaba filósofos y artistas, ella los
expulsaba de sus murallas. Es en Esparta, pueblo hostil hacia los gustos
delicados, donde la virtud parecía flotar en el aire inspirando las más dulces
acciones.
Para resaltar el carácter perjudicial de las ciencias y
las artes, Rousseau, ingeniosamente acudió al hombre más ilustre de la
antigüedad y quizá el único verdadero filósofo: Sócrates. Para Sócrates, todos
los artistas y poetas eran hombres de un gran talento pero tal condición los
hace pensar que se encuentran por encima de los demás. La presunción de saber,
la vanidad resultante de sentirse sabio termina por evidenciar su propia
ignorancia. Rousseau (2005) cita a
Sócrates para terminar de zanjar la cuestión:
Nosotros
no sabemos, ni los sofistas, ni los poetas, ni los oradores, ni los artistas,
ni yo, qué es lo verdadero, lo bueno y lo bello. Pero hay entre nosotros esta
diferencia: que, pese a que esas personas no saben todas las cosas creen saber
algo, mientras que yo, si no sé nada, por lo menos estoy seguro de ello. De
modo que esta superioridad de sabiduría que me concede el Oráculo, se reduce
tan solo a estar bien convencido de que ignoro lo que no sé (Rousseau, 2005, p.
25).
La sabiduría y la presunción de ella han sido la perdición
de los pueblos, ellas han sacado al
hombre de su feliz ignorancia, han sido el castigo por los vicios humanos, han
enajenado al hombre de sí mismo y de sus conciudadanos. Queda claro cuáles son
algunos de sus nocivos efectos, pero ¿cuál es su origen?
Para responder a tamaño interrogante es conveniente tomar
en consideración un elemento clave del pensamiento de Rousseau: la fisiocracia.
Poco después de su nacimiento en 1712, Jean Jacques es
enviado al campo con unos familiares quienes se encargaron de su crianza. Quizá
esta etapa haya sido decisiva en su pensamiento y su afición por el trabajo
agrícola y la vida campestre. No es una casualidad que su discípulo imaginario,
Emilio, sea criado en un escenario similar, alejado del ocio y los vicios de las
ciudades. Precisamente, es allí en el campo donde es difícil encontrar largos períodos
sin tareas que realizar a menos que estos sean
destinados a reponer energías para la siguiente jornada laboral. En contraposición con esta realidad, Rousseau
consideraba que las ciencias y las artes son frutos del ocio que a su vez las
retroalimenta. A su juicio forman un círculo vicioso que aniquila la virtud. En
palabras del ginebrino, En política, como
en moral, es un gran mal no hacer el bien, y todo ciudadano inútil puede ser
considerado un pernicioso (Rousseau, 2005, p. 31). Estos individuos perniciosos son los oscuros pensadores que a
través de su obra desprecian la simple
labor del campesino y del ciudadano. Asimismo
con su arte introducen una vana apreciación del tiempo, y peor aún, las ciencias y las artes traen consigo el lujo
y la vanidad. Con el lujo se crea una falsa percepción del esplendor de los
Estados, todo se mide por las riquezas. Mientras que
Los
antiguos políticos hablaban sin cesar de costumbres y virtud; los nuestros
hablan tan solo de comercio y de dinero. […] Evalúan a los hombres como a
rebaños de animales […] Dígnense nuestros políticos suspender sus cálculos para
reflexionar en estos ejemplos (Esparta) y aprendan definitivamente que con el
dinero se tiene todo, excepto las costumbres y los ciudadanos (Rousseau, 2005,
pp. 32-33).
Rousseau va más allá y ubica a las artes y las ciencias
en el epicentro de la corrupción moral desde el momento que la educación es
dirigida según sus preceptos. En lugar de inculcar en los jóvenes cualidades
ciudadanas, prepararlos para lo que deben ser, les enseña un montón de
fruslerías que no hacen más que alejar al hombre del ciudadano, incluso al
hombre de su propia naturaleza. Es más, si se sigue esta línea argumental y nos
trasladamos al Emilio se ve
claramente cómo Rousseau (2007) marca el resultado de esta educación en el
hombre de su época:
Aquel
que en el orden civil quiere conservar la primacía de los sentimientos de la
naturaleza, sabe lo que quiere. Siempre en contradicción consigo mismo, siempre
oscilando entre sus inclinaciones y sus deberes, no será nunca ni hombre ni ciudadano; no será bueno para él ni
para los demás. Será uno de esos hombres de nuestros días, un francés, un
inglés, un burgués; no será nada. (Rousseau, 2007, p. 39).
Finalmente el autor nos conduce al
peor resultado del resurgimiento de las artes y las ciencias: la desigualdad
producto de la distinción de los hombres a partir del talento artístico y no
por su virtud. Es en este escenario en
el cual los pocos filósofos que se atrevan a descubrir la verdad y llevarla hasta
sus últimas consecuencias se verán forzados a adecuar sus discursos a los
gustos de la época o bien languidecer en la oscuridad.
He
aquí lo que a la larga debe producir por todas partes la preferencia por los
talentos agradables sobre los talentos útiles, y lo que la experiencia ha
confirmado demasiado después de la renovación de las ciencias y las artes.
Tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos, pintores;
pero ya no tenemos ciudadanos. (Rousseau, 2005, pp. 40-41).
No obstante, a pesar de tan sombrío
panorama, la naturaleza no hace nada en vano y suele disponer algún tipo de
remedio natural junto a las plantas venenosas. Por ello frente a la corrupción moral traída por las
ciencias y las artes se encuentra el elíxir de las costumbres que servirán de
freno a los hombres de letras. En estas
costumbres se encuentran contenidas prácticas puras de la antigua sabiduría que
a los ojos de las artes y las ciencias no son otra cosa que pura ignorancia.
¡Dichosa ignorancia! Exclamará Rousseau, que junto con la pobreza son los
únicos medios para recobrar la felicidad. Esta felicidad se encuentra
replegándose internamente, escuchando al
propio corazón en el silencio de las pasiones, haciendo solo aquello que un
buen ciudadano debe hacer y siguiendo el camino de la virtud, o como la
denomina Jean Jacques, la ciencia de las
almas sencillas.
La pregunta necesaria que subyace a la propuesta de Rousseau
podría expresarse en estos términos: ¿es realmente posible escuchar la voz del
propio corazón en medio de una sociedad corrompida por el lujo, la ociosidad y
la inmoralidad? ¿Es posible una reversibilidad del estado de
corrupción? Hampsher-Monk (1996)
considera que en el pensamiento de Rousseau existen dos razones implícitas a
favor de un no retorno al estado previo a la corrupción.
La
primera de ellas es geopolítica. Al igual que su coetáneo Gibbon, Rousseau da
cuenta de la renovación de la virtud y la destrucción de las sociedades
imperiales corruptas por la conquista de bárbaros procedentes de los límites
exteriores de la civilización. Casi todos los pensadores del siglo XVIII tenían
presente que no existía una reserva de barbarie que realizara esta labor en el
mundo moderno. […] La segunda razón a favor de la supuesta irreversibilidad de
la corrupción se encuentra en la forma en la que Rousseau personaliza el
proceso de desarrollo social. […]Al igual que los historiadores romanos en los
que se apoya, Rousseau contempla la historia en términos morales. Describe el
cambio social utilizando el vocabulario moral apropiado para describir la
corrupción de un individuo. Pero tiene un aspecto moderno, y en realidad
religioso. Porque el movimiento que lleva de la virtud a la corrupción describe
no solo a la sustitución del interés egoísta por el espíritu público, como
sucedía en el caso de los romanos, sino también un movimiento que lleva de la
inocencia al conocimiento. […] El aspecto moderno de su exposición es la noción
de desarrollo personal como un proceso de autocognición y, por consiguiente,
irreversible: no se puede recobrar la inocencia perdida. (Hampsher Monk, pp.
194-195).
La
presunción de una inocencia perdida implica la idea de un estado natural. Es
precisamente ese estado natural el que nos llevará hacia otro discurso
pronunciado en 1754 en la misma Academia de Dijón: “El discurso sobre el origen de las desigualdades entre los hombres.”
Si
la posición de Hampsher-Monk es correcta y la irreversibilidad de la corrupción
es un hecho, no existirían más alternativas que esperar el fin de los tiempos a
menos que se retome la primera pregunta
y se intente dar con un camino que haga posible escuchar con claridad el
corazón en el silencio de las pasiones.
El buen salvaje
Entre
el siglo XVII y el siglo XVIII varios autores como Locke y Hobbes partieron de un estado de naturaleza con
el fin de intentar explicar el origen de la sociedad. Rousseau sigue los pasos
de los filósofos ingleses pero a diferencia de ellos buscará dar con el
verdadero hombre natural, uno que no tenga en su construcción características
propias de la sociedad ya formada, el verdadero hombre pre-social.
Algunos autores consideran que la dicotomía hombre
natural-hombre social es una búsqueda de una alternativa al modelo de ciudadano
burgués propio de las sociedades del siglo XVIII (Bloom, 1999). El burgués es
el hombre que piensa primero en sí mismo y luego en los demás. Si por
casualidad, piensa en los demás, lo hace porque los otros son necesarios para
la consecución de sus planes. Este modelo de hombre, como veremos, está en las
antípodas de lo que Rousseau considera como un buen ciudadano. Dejemos esta discusión para retomarla más
adelante y volvamos al Estado de naturaleza.
Allan Bloom explica con gran
claridad el derrotero roussoniano para dar con el hombre natural. Según Bloom
(1992):
Su
investigación procede de dos maneras: la primera, por medio de lo que hoy
llamaríamos antropología. El primitivo que antes fuese despreciado,
considerándolo inferior e imperfecto, hoy parece arrojar luz sobre aquel
período anterior y, por ello, se vuelve objeto de un serio interés científico.
Pero dado que los hombres salvajes o primitivos ya viven en sociedades, no son
más que señales en el camino hacia el pasado. Más importante es el segundo
modo: la introspección para descubrir los primeros y más sencillos movimientos
del alma humana (Bloom, 1992, p. 533).
Este hombre primitivo es tímido y perezoso, se basta a sí
mismo solo con extender su brazo para obtener alimento del mismo árbol que le
sirve de refugio. Para calmar su sed
apenas debe levantarse y caminar unos pasos hasta el lecho de un río. Rousseau
idealiza de tal forma a este buen salvaje que Voltaire llegó a comentar que
luego de leer la descripción del ginebrino sobre el hombre natural, dan ganas de andar en cuatro patas.
El hombre natural de Rousseau difiere del zoon politikon aristotélico por la
sencilla razón que no posee logos ni
razón. Para ser un hombre racional se necesita del lenguaje y el lenguaje es
concebido como un hecho social. En este sentido Rousseau se acerca a Thomas
Hobbes en tanto y en cuanto ambos consideran al hombre natural como no social en contraposición a la
tradición filosófica que desde Aristóteles en adelante concibió al hombre como un ser sociable por
naturaleza. Para el ginebrino:
Hobbes
no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de razón, como
pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus
facultades, como él mismo reconoce. De manera que podría decirse de los
salvajes que no son malos precisamente porque no saben lo que es ser bueno; ya
que no es el progreso de la ilustración ni el freno de la ley, sino la calma de
las pasiones y la ignorancia del vicio lo que les impide hacer mal (Rousseau,
2001a, p. 91).
La idea de que el hombre es incapaz de ser malo porque no
sabe ser bueno, permite deducir otra de las características del buen salvaje de
Rousseau: su amoralidad. Sin embargo, este ser amoral además de conservar su
instinto de autoconservación posee un sentimiento de conmiseración o piedad
hacia sus congéneres. Aparentemente la conmiseración solo se hace imposible si
la autoconservación se encuentra en peligro.
Retomando la concepción
del hombre como un ser no racional y no social, ¿cómo es posible distinguirlo
del resto de las criaturas vivientes? En primer lugar el hombre posee además de
ideas, voluntad. Es decir una facultad que le permite según la circunstancia
actuar o no actuar. Como segunda característica distintiva Rousseau identifica:
(…)
la facultad de perfeccionarse, facultad
que, con la ayuda de las circunstancias, desenvuelve sucesivamente a las
restantes y reside en nosotros, tanto como especie como en el individuo;
mientras que un animal es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, y
su especie al cabo de mil años es lo que era el primer año de esos mil años (Rousseau,
2001a, p. 69)
Como
bien señala Bloom (1992),
(...)
con base a estas dos características fundamentales del hombre, puede decirse
que el hombre natural se distingue por no tener casi ninguna naturaleza, siendo
pura potencialidad. No hay fines, solo posibilidades. El hombre no tiene
determinación; es el animal libre. Esta constitución lo aparta de su original
contentamiento hacia la miseria de la
vida civil, pero también lo hace capaz de dominarse a sí mismo y de dominar la
naturaleza (Bloom, 1992, p. 534).
A partir de esta capacidad de dominar a la naturaleza puede
decirse que Rousseau encuentra el principio de la corrupción del hombre puesto
que al utilizar hachas en lugar de sus propias manos, el hombre pierde
capacidad física. A su vez, la capacidad de dominar al medio natural en algún
momento hizo que el hombre dejase de ver a los árboles como refugio y
construyera una choza. Aquí nace la familia y con ello un primer sentido de
propiedad y sociedad entre los hombres.
La utilización de
herramientas para obtener aquello que él y su incipiente familia necesitan
dejará un tiempo libre en el cual el hombre adquirirá nuevos objetos y
comodidades que sus ancestros desconocían.
Este
fue el primer día de sujeción y el primer origen de los males que prepararon
para sus descendientes. Porque además de que continuaron viviendo así
debilitando el cuerpo y el espíritu, estas comodidades perdieron por su
repetición casi todo su agrado, y degeneraron al mismo tiempo en verdaderas
necesidades, de manera que la privación llegó a ser mucho más cruel que dulce
había sido la posesión, y sin hallar felicidad en poseerlas, en perderlas se
hallaba la desgracia. (Rousseau, 2001a, p. 105)
Junto al apego por cosas materiales y la vida en conjunto con
seres semejantes, el hombre natural experimentó un nuevo sentimiento: la
vanidad. Luego de consagrarse como la mejor especie de todas las especies que
habitan la tierra por su capacidad de dominar la naturaleza, la vida en
sociedad provocó que cada hombre buscase ser el mejor de toda la especie. Así
cada uno buscó ser mirado y admirado por los demás. Como hemos visto este mundo
pervertido descripto en el Discurso sobre
el origen de las desigualdades entre los hombres coincide con la denuncia
social que hace el autor en el Discurso
sobre las Ciencias y las Artes. En
este sentido, es posible afirmar que la vanidad y el orgullo son condición
necesaria para el surgimiento de la inequidad (Howard Campbell & Scott,
2005).
` Con
los cambios introducidos por la vanidad y el orgullo, surgieron nuevos
sentimientos negativos como la ira y la venganza, pasando de un estado natural
feliz y sin enfrentamiento a un primitivo estado social con guerras internas,
venganza y dolor. De aquí que los nuevos
hombres necesitaran leyes y magistrados para garantizar su cumplimiento.
El descubrimiento de la
agricultura y la metalurgia condujeron a los hombres hacia una gran revolución.
Aquí las desigualdades físico naturales, que en el estado de naturaleza no
producían desigualdad alguna, condujeron a diferencias entre los hombres. En
primer término existió una división del trabajo entre quienes forjaron los
hierros y labraron los campos, y un cierto equilibrio entre ambas
actividades.
En algún punto la
proporción entre la agricultura y la metalurgia se desplomó:
El
más fuerte produjo la obra, el más hábil sacó mejor partido de la suya, el más
ingenioso halló medios de abreviar el trabajo. El labrador necesitó mayor
cantidad de trigo, y trabajando lo mismo el uno ganaba mucho, mientras que el
otro apenas tenía para vivir. Así es como la desigualdad natural se despliega
insensiblemente con la desigualdad de combinación. (Rousseau, 2001a, p. 111)
De este modo, los ricos conocieron el placer de dominar y no
tardaron en conseguir esclavos para luego, utilizar sus esclavos en la
consecución de nuevos esclavos. Finalmente, el rico comprendió que su propiedad,
producto de la usurpación y del derecho del más fuerte, necesitaba de algún
instrumento que brindase seguridad frente a los otros; después de todo, no
existen garantías que entre los ricos y fuertes un hombre no pretenda
proclamarse como el más fuerte entre los fuertes o el más rico entre los ricos
y con ello poner en riesgo la propiedad y seguridad de los demás usurpadores.
A
este propósito, después de haber expuesto a sus vecinos el horror de una
situación que armaba a los unos contra los otros, que hacía a la posesión tan
onerosa como la necesidad, y en la cual no hallaba seguridad ni riqueza ni en
la pobreza, fácilmente inventó espaciosas razones para conducirlos a dicho fin.
«Unámonos –les dijo- para proteger a los débiles contra la opresión, contener a
los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de aquello que le pertenece.
Establezcamos leyes de justicia y de paz, a cuya conformidad se obliguen todos,
sin excepción de nadie, sometiendo por igual al poderoso y al débil al
cumplimiento de recíprocos deberes. En
una palabra, en lugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos,
reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne según sabias leyes, que
proteja y defienda a los asociados, rechace a los comunes enemigos y nos
mantenga en constante armonía.» (Rousseau, 2001a, p. 114)
Así nació la sociedad política, todos
corrieron al encuentro de sus cadenas, creyendo asegurar su libertad. Por
su parte, las sociedades se multiplicaron a lo largo y ancho del mapa dejando
prácticamente ningún lugar donde el hombre se encontrase libre de este yugo.
Los gobiernos con el
tiempo fueron adquiriendo experiencia y organizándose en forma distinta según
las circunstancias geográficas y poblacionales. Empero, en algún momento y
lugar los ricos y poderosos que anteriormente necesitaron de la sociedad civil
para mantener sus posesiones vieron la posibilidad de acceder a los cargos
públicos y a su vez, perpetuar a sus familias en ellos. De esta forma la
desigualdad no conforme con fundar la sociedad, llegó a manejar sus hilos.
De esta forma Rousseau nos relata la
historia de la desigualdad política:
(…)
si seguimos el progreso de la desigualdad en estas diferentes evoluciones,
hallaremos su primera causa fue la constitución de la ley y del derecho de
propiedad; la institución de la magistratura, la segunda; y la tercera y
última, el cambio de poder legítimo en arbitrario. De manera que la condición
de rico o pobre fue autorizada por la primera época; la de poderoso o débil,
por la segunda; y por la tercera, la de señor y esclavo, que es el último grado
de desigualdad y término a que llegan los demás, hasta que nuevas revoluciones
disuelven de repente el gobierno y le aproximan a la institución legítima (Rousseau,
2001a, p. 122).
Para
Rousseau la sociedad, la propiedad privada, las ciencias y las artes corrompen
al hombre, lo degradan. De aquella igualdad natural solo les deja la igualdad
en la nada. El hombre nace libre y por
todas partes se encuentra encadenado (Rousseau, 2001b, p. 157). Esta es la sociedad que denuncia
Rousseau. La solución que él considera posible se haya contenida en dos
caminos: uno colectivo y el otro individual.
La
propiedad privada corrompe la sociedad y genera desigualdades. Frente a esta situación
anteriormente planteada cabe preguntarse si es posible borrar su pasado
tormentoso y legitimarla. En tal caso, una sociedad legítimamente constituida
podría actuar como elemento inmunizante, por lo que la pregunta válida pasaría
a ser ¿Qué tipo de sociedad política está legítimamente constituida? O bien,
¿Cómo se constituye una sociedad legítima? Tal respuesta es ofrecida por
Rousseau en el primer libro del Contrato
Social.
Jean-Jacques argumenta
que el orden social no proviene de la naturaleza, es decir de la familia. En
este sentido Rousseau se acerca al inglés John Locke desestimando el poder
paternal como elemento fundador de la sociedad política. Según el ginebrino, la relación familiar
entre padre-hijo dura mientras este último no pueda valerse por sí mismo y al
extinguirse tal impedimento desaparece la necesidad del vínculo. Es así que la
continuidad del lazo filial depende de un acto voluntario entre las partes.
Una vez desechado el
poder paternal, llega el turno de analizar el derecho del más fuerte: “El más
fuerte no es nunca lo bastante fuerte para ser siempre el amo, sino transforma
su fuerza en derecho y la obediencia en deber” (Rousseau, 2001b, p. 159).
La fuerza es un poder físico y como tal carece de moralidad para obligar
a los hombres. Ceder ante la fuerza no es un acto de obediencia sino de
prudencia. Jean-Jacques añade,
(…)
pues desde el momento en que es la fuerza la que hace el derecho, el efecto
cambia con la causa: toda fuerza que supera a la primera, sucede a su derecho.
Desde el momento en que se puede desobedecer impunemente, se puede legítimamente, y puesto que el más fuerte
siempre tiene razón, solo se trata de procurar ser el más fuerte. Ahora bien
¿qué derecho es ese que prescribe cuando la fuerza cesa? Si hay que obedecer
por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber, y si no se es forzado a
obedecer, ya no se está obligado a hacerlo. Se ve, pues, que esta palabra
derecho no añade nada a la fuerza; no significa aquí absolutamente nada
(Rousseau, 2001b, p. 160).
Sin la fuerza quedan tan
solo las convenciones hechas entre los hombres como única posibilidad de fundar
un orden social legítimo. En este
sentido Rousseau ataca la concepción de Hugo Grocio según la cual un pueblo
puede darse legítimamente a un monarca o jefe. Semejante acción lleva implícita
la idea de pueblo sin considerar con antelación cuál es el acto que forma a un
pueblo.
Un pueblo nace de los
obstáculos presentes en la naturaleza para la autoconservación del individuo.
Esta situación pone a la raza humana en la diyuntiva de perecer o transformar
su forma de actuar. El cambio en la
forma de actuar conlleva a la creación de una nueva fuerza a partir de la unión
de las fuerzas individuales actuando en simultaneidad y de consuno. El problema con esta nueva fuerza estriba en
la amenaza que la misma representa para la libertad de cada individuo. La
solución está en
(…)
encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza
común a la persona y los bienes de cada asociado, por la cual, uniéndose cada
uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan
libre como antes (Rousseau, 2001b, p. 165).
El individuo al darse a todos sin ninguna condición termina
por no entregarse a nadie por la sencilla razón que la enajenación total es de
todos los asociados junto con sus bienes. Nadie se reservará ningún derecho ni
bien al ingresar a la sociedad, la entrega es completa y se traduce, según
Rousseau, en la siguiente fórmula: “Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y
recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo” (Rousseau, 2001b, p. 166).
A partir de la fórmula
contractual se infiere que a diferencia de los autores liberales del siglo
XVIII, Rousseau invierte la relación individuo-sociedad dando preeminencia a lo
colectivo por sobre lo individual. Es interesante destacar el comentario que
ofrece Pierre Manent (1990) del Contrato
Social:
¿Cuál
es la esencia del Contrato Social? La sociedad está corrompida y el hombre es
desdichado cuando el individuo está dividido: el hombre de la naturaleza es
feliz y bueno porque es uno, porque se basta a sí mismo. Una buena entidad
política debería preservar esa unidad, esa integridad, esa autarquía
individual. Pero esto es evidentemente imposible. Lo que dicha entidad puede
hacer, si está bien construida, es lograr que cada individuo se identifique con
el nuevo todo del que va a formar parte, que cada individuo se identifique con
ella misma: de esa manera, ningún miembro del cuerpo distinguirá ya su ser del
ser común del que forma parte o, en sentido inverso, no distinguirá ya el ser
común del propio ser (pp. 171-172).
La identificación del individuo con el todo puede derivar en
que este al actuar para sí lo haga pensando en el todo. Esta forma de proceder
no es otra cosa que la voluntad general,
un lazo moral que ata al individuo al la sociedad y en consecuencia lo obliga a
obrar moralmente.
La voluntad general es inalienable puesto que nadie puede
renunciar a ella; es indivisible
puesto que es general o no lo es; es infalible
por la sencilla razón que sus fallos siempre son rectos y buscan el bien común;
es absoluta ya que sus mandatos
recaen sobre todo los asociados; y es quien dirige las fuerzas de la nueva
sociedad. De aquí es posible inferir que las leyes, expresión por excelencia
del orden social, son un producto de la voluntad general. De esta forma podría
decirse que “la ley es producto de la voluntad de cada quien, pensando en
términos de todos” (Bloom, 1992, p. 538).
Si
la ley es producto de todos y todos nos debemos a ella es claro que todo
ciudadano es un súbdito frente a la ley, pero en el momento en el que la ley se
gesta y se adopta en conformidad a la voluntad general, cada hombre se sitúa en
un rol activo, en el papel de ciudadano. Esta dualidad también se hace patente
en la sociedad política puesto que cuando ésta se encuentra activa recibirá el
nombre de soberano, y en los momentos en los que el soberano este inactivo
recibirá el nombre de Estado.
Rousseau en el cuarto y último
libro del Contrato Social agrega otro
atributo a los antes mencionados: la indestructibilidad. En este sentido el
ginebrino alega que aún cuando por un breve lapso predominen en los juicios
públicos las voluntades particulares, esto no implica que la voluntad general
haya desaparecido o bien perecido. Ésta se mantiene inmutable, inalterable y
pura, pero subordinada a otras voluntades particulares que en ese momento
pueden más. Es así que el ciudadano termina por eludirla.
El problema respecto al conflicto entre intereses
particulares y la voluntad general se presenta también a la hora de la misma
manifestación de la voluntad general, precisamente cuando la voluntad
particular de un ciudadano difiere de lo que ha manifestado la voluntad
general. Incluso, puede llevarlo a no querer cumplir con los compromisos que
esta decisión de la voluntad general le ha contraído.
En
efecto, cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular
contraria o diferente a la voluntad general que tiene como ciudadano, Su
interés particular puede hablarle de manera muy distinta que el interés común;
su existencia absoluta y naturalmente independiente puede hacerle considerar lo
que debe a la causa común como una contribución gratuita, cuya pérdida sería
menos perjudicial para los demás que oneroso es para él el pago de la misma, y
juzgando la persona moral que constituye el Estado como un ser de razón porque
no es un hombre, gozaría de los derechos sin querer cumplir los deberes de
súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político
(Rousseau, 2001b, p. 168).
Frente a este individuo que con su actitud perjudica al
cuerpo político existe una alternativa: obligarlo a cumplir la ley que no es
otra cosa que obligarlo a ser libre. Este concepto de libertad en las leyes que
ofrece Rousseau es un concepto ya presente en la obra de Montesquieu, pero a
diferencia del francés, Rousseau deja muy en claro que la libertad del
individuo en el Contrato Social es
una libertad en el Estado y no una libertad frente al Estado que pregonada el pensamiento liberal. No
obstante, podría eliminarse tal contraposición puesto que el ciudadano de
Rousseau actuará siempre moralmente, actuará para sí pensando en todos y de
esta forma, su libertad de acción contemplará al todo, sin pensar únicamente en
su bienestar personal.
La sociedad moral así conformada es la alternativa que Jean
Jacques Rousseau propone como salvación de los hombres. Empero, él mismo reconoce
la limitación que su proyecto posee dados los amplios requerimientos que una
sociedad bien constituida y sus leyes requieren. Por esta razón Rousseau concluye:
¿Qué
pueblo es, pues, propio para la legislación? El que encontrándose ya unido por
algún vínculo de origen, de interés o de convenio, no ha llevado aún el
verdadero yugo de las leyes; el que no tiene ni costumbres ni supersticiones
muy arraigadas, el que no teme ser dominado por una invasión súbita, y, sin
entrar en querella con sus vecinos, puede resistir solo a cada uno de ellos o
ayudarse de uno para rechazar a otro; aquel en que cada miembro puede ser
conocido de todos y no es necesario
cargar a un hombre con un fardo más pesado que el que un hombre puede llevar;
el que puede pasar sin los otros pueblos y sin el que pueden pasar todos los
demás pueblos; el que no es ni rico ni pobre y puede bastarse a sí mismo; en
fin, el que reúne la consistencia de un pueblo antiguo con la docilidad de un
pueblo nuevo. (…) Ciertamente, todas estas condiciones se encuentran
difícilmente reunidas. Por eso se ven tan pocos Estados bien constituidos
(Rousseau, 2001b, pp. 192-193).
No obstante, existe una excepción en Europa. Allí queda una
isla capaz de revivir la antigüedad y sus virtudes: Córcega.
Todavía queda un punto sobre el
proyecto político de Rousseau en el Contrato
Social que convendría aclarar y es la forma en la cual la sociedad ha de
gobernarse. En este sentido y partiendo del origen democrático del contrato
cabría pensar que la sociedad se gobernase en forma democrática. ¡Error!
Rousseau supone tal forma de gobierno solo para los dioses. En un mundo de
hombres el gobierno será creado por una ley y depositado en una aristocracia
electiva preferentemente, sino en una aristocracia hereditaria o bien en una
monarquía. El gobierno creado por una ley del soberano, es decir de la voluntad
general, debe responder siempre a ésta y en caso contrario puede pedirse su
revocatoria. En este sentido Rousseau reconoce que existe una tendencia en el
gobierno de usurpar al soberano y en algunos casos de actuar contra él.
Una vez más, el hombre dividido entre sus deberes de
ciudadano y su propia pasión aparece en escena.
Entonces, la solución parecería estar en educar al hombre para luego
poder disponer de buenos ciudadanos. Es así que Rousseau remarca la importancia
de la educación en su artículo enciclopédico titulado Discursos sobre economía política. A su vez, la educación puede reforzarse con lo
que el ginebrino ha de llamar Religión Civil. Esta a diferencia de la religión
católica tradicional que genera conflicto de autoridad al interior del Estado,
ofrece “sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser un buen
ciudadano ni un súbdito fiel” (Rousseau,
2001b, p. 260). En empleo político de
la religión en Rousseau se asemeja mucho a lo expuesto por Maquiavelo en los Discursos sobre la primera década de Tito
Livio (Ghislain, 2008). La
diferencia entre ambos estriba en que la religión civil propuesta por Rousseau
pareciera ser más tolerante y no necesariamente conducir a una guerra entre
distintas ciudades con religiones diversas.
En fin, podría decirse que todos los
caminos para crear y mantener una buena sociedad legítima y moral es disponer
de buenos ciudadanos. El problema podría suscitarse si la materia prima para
esta buena organización social es escasa.
Antes de adentrarnos en lo referente al hombre y su rol de
ciudadano cabe señalar un elemento adicional respecto del proyecto político de
Jean Jacques Rousseau: la representación política. Para
algunos autores el proyecto roussoniano implícitamente exalta la democracia
directa (Bloom, 1999). Asimismo, y como hemos señalado, el propio Rousseau se
manifiesta incrédulo sobre la posibilidad de realizar semejante forma de
gobierno. En este sentido cabe preguntarse si no es posible pensar en otras
alternativas de participación popular en aras de lograr un ciudadano más
comprometido con el proceso político y por extensión, más involucrado en las
decisiones soberanas. Frente a esta cuestión la representación aparece como una
posible salida. Empero, la posición del filósofo ginebrino respecto de la
representación es ambigua. En el Contrato
Social considera que la representación política trae aparejadas nuevas
cadenas a los hombres. Asimismo, la representación política contradice la
inalienabilidad de
Regresemos al
material humano con el cual construir una sociedad bien ordenada.
Emilio o la salvación del
individuo
Algunos meses después de la
publicación del Contrato Social en
1762 aparece otra obra de J. J. Rousseau con un título poco sugestivo pero que
le valdría el exilio de París en 1765: Emilio
o sobre la educación.
Si la sociedad actual no
presenta alternativas para la salvación del individuo, si los lujos, las
riquezas y la educación conspiran contra el hombre dejándolo sin la posibilidad
de ser hombre ni ciudadano, ¿Qué puede esperar un hombre en tales
circunstancias?
La
alternativa de Rousseau frente a tamaña diyuntiva es la de volver a los
orígenes y hacer de Emilio, su discípulo imaginario, un hombre que sepa valerse
por sí mismo. En este sentido Hampsher-Monk (1996) señala:
La
educación de Emilio ha de consistir en
alejarle de la influencia de la sociedad –sacarle del tráfico de la autovía
social, y disponer a su alrededor un muro de protección- hasta que sea
suficientemente fuerte para oponer resistencia a los valores de la sociedad.
Emilio no podrá nunca ser un hombre natural, o estar plenamente integrado desde
el punto de vista social, pero puede ser independiente (p. 208).
Algo Similar plantea Bloom (1999) al concebir el Emilio como “un experimento para devolver
la armonía a ese mundo reordenando las adquisiciones humanas de manera tal que
puedan evitarse los desequilibrios creados por ellas y puedan realizarse
plenamente las potencialidades del hombre” (p. 234).
En otras palabras, Emilio trata de compatibilizar al hombre
puro y natural con la sociedad corrompida. Trata de hacer el hombre natural un
ciudadano en la sociedad contemporánea a Rousseau sin mermar su independencia.
La independencia es uno de los puntos fuertes para la salvación del hombre.
Parte de los preceptos más
importantes para lograr la independencia pueden apreciarse en el Libro IV de
Emilio, más exactamente la formidable “Profesión de fe del Vicario de
Saboya”. Esta consiste en un diálogo que
Emilio tiene con un religioso, el Vicario de Saboya, quien entre otras
cuestiones le inculca un espíritu independentista e instintivo, que por
momentos se asemeja a las Meditaciones de
Descartes.
Un interesante ejemplo
de ello resulta el siguiente comentario a cargo del Vicario:
Sé
solamente que la verdad está en las cosas y no en mi espíritu que las
considera, y que cuanto menos ponga yo de lo mío en los juicios que realizo,
más seguro estoy de acercarme a la verdad; de este modo mi regla de entregarme
al sentimiento más que a la razón está confirmada por la razón misma. Al estar,
por así decirlo, asegurado de mí mismo, yo comienzo a mirar fuera de mi y me
considero con una especie de estremecimiento, lanzado, perdido en este vasto
universo, y como asfixiado en la inmensidad de los seres sin saber nada de lo que
ellos son, ni entre sí, ni por relación conmigo. (Rousseau,
2007, p. 312.)
El comentario de Rousseau en boca del Vicario continúa de
alguna forma la línea argumentada en el Discurso
sobre las ciencias y las artes puesto que frente a la razón, la bendita razón
que promete llevar al hombre a un progreso indefinido, el ginebrino antepone
viejos resabios del buen salvaje: corazón e instinto.
El corazón y el instinto
se hayan contemplados en un tipo de educación particular, distinta a la ofrecida por la sociedad y los hombres: la
educación de la naturaleza, y en segunda instancia en las cosas mismas. El problema con la educación natural se
encuentra en el pequeño detalle de quién será el hombre que la imparta. Bajo un
razonamiento lógico, el preceptor deberá a su vez no estar contaminado por los
vicios que se pretende erradicar o bien tener un control suficiente sobre su
alma para no traspasar al educando aquellos males sociales que le impedirían
ser un hombre independiente. El problema de la educación y la salvación
individual parece llevarnos a una paradoja: para ser un hombre independiente y
salvarlo de los males que la sociedad actual posee, se requiere de otro hombre puro que lo guié.
El nuevo interrogante se plantea en el sentido de que ¿Quién ha de educar al
educador de Emilio?
Reflexiones
Finales
El pensamiento político
de Jean-Jacques Rousseau es intrincado y con varios callejones de los cuales es
difícil salir. Ejemplo de estos callejones es el interrogante anteriormente
enunciado sobre quién ha de educar al educador de Emilio, o bien respecto al Contrato Social, si este es solo posible
en Córcega u otra ciudad con alma de antigua ¿significa que el resto de las
sociedades contemporáneas a Rousseau están condenadas?
En su obra de 1773 Consideraciones sobre el gobierno de Polonia intenta adaptar el proyecto contenido en el Contrato Social a un territorio más
extenso. Para ello suaviza su pensamiento respecto a la extensión geográfica y
recurre a una idea similar a la del federalismo.
El cambio más importante
es la adhesión a un cierto tipo de representación, cuando en el Contrato, esto suponía poner cadenas
sobre el individuo. La forma de suscribir a la idea de la representación sin
una contradicción aparente surge de la representación
por mandatos en la cual el representante esta ceñido y limitado por la
voluntad de sus electores.
Este cambio importante
en el pensamiento de Rousseau es quizá otra muestra de las contradicciones y
giros inesperados que se encuentran en su prolífica obra. Para muchos autores
esto es señal de una personalidad dividida entre dos mundos: el racional y el
pasional.
Quizá un atisbo de luz
para terminar de entender a Rousseau hombre y al Rousseau escritor, es su
propia personalidad dividida entre lo que su corazón le pedía y lo que su razón
le ordenaba. Este hombre dividido se ve reflejado a lo largo de obra y de su
propia biografía. Tal es así que en el Contrato
Social puede apreciarse esta dicotomía entre el interés personal y el
interés de todo, sobre aquello que está en relación con la pasión y aquello que
atañe a la razón.
Respecto a Jean-Jacques
Rousseau puede destacarse un pequeño ejemplo que señale su dualidad: el
Rousseau filósofo que inició su camino a la fama criticando las ciencias y las
artes y sobre todo, el ocio que estas generaban; y por otro lado, ese mujeriego
de nombre Jean-Jacques que durante varios años vivió a la sombra de mujeres
adineradas como Madame D`Epinay o Madame de Warrens. En sus propias palabras: “parece que mi corazón y mi cabeza no pertenecen a un mismo
individuo…” (Rousseau, 1999, p. 100)
Referencias
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L. & Cropsey, J. (Comps.) Historia
de la filosofía política (pp. 39-176). México D.F: Fondo de Cultura Económica.
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(1999). Gigantes y enanos. La tradición
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México D.F: Fondo de Cultura Económica.