Lulismo, gobierno de Lula y
transformaciones de la sociedad brasileña: los términos del debate
interpretativo*
Vicente
Palermo**
Thiago Melamed de Menezes***
*Una versión inicial de este artículo fue
publicada en la revista Temas y Debates, núm. 23, de junio de 2012. Las opiniones
expresas en el artículo son de exclusiva responsabilidad de sus autores.
** Sociólogo por
*** Alumno de
Artículo recibido: 26-06-12 Artículo aceptado: 30-09-12
Resumen
Con el éxito que, en general, se le atribuye a las dos
gestiones de Lula, a partir del 2003, el debate acerca del llamado lulismo de a poco desplazó lo que era
hasta entonces una atención puesta en el Partido de los Trabajadores (PT), para
focalizarse en Lula y su liderazgo. Apoyándose en la literatura sobre el tema,
el artículo examina distintas interpretaciones existentes, con el cuidado de
distinguir entre las tesis respecto a las condiciones de posibilidad del
lulismo y su análisis como fenómeno político.
En relación a las primeras, son enfatizadas cuestiones como las distintas visiones acerca
del modelo de acumulación que estuvo en vigor y de las políticas de
redistribución de ingresos adoptadas durante sus dos administraciones. Se
observan divergencias a la hora de determinar en qué medida el gobierno Lula
siguió el modelo implantado por la administración que lo antecedió y a qué se
debería su mayor éxito político.
En lo que atañe al segundo, las perspectivas divergen
entre considerar el lulismo un nuevo ropaje para prácticas
de ocupación y loteamento del gobierno y verlo como un fenómeno de liderazgo
que aportaría importantes contenidos de política. Los autores también presentan
su propia hipótesis.
Palabras clave: Lulismo; Partido dos
Trabalhadores; Brasil; Liderazgo político
Abstract
Along with the success that is
generally attributed to the two Lula’s administrations starting in 2003, the
debate about the so called lulism has gradually displaced what was until then
an attention to the Worker's Party (PT), to focus on Lula and its leadership.
Resting on the Literature on the subject, the article examines different
existing interpretations, distinguishing between thesis regarding the conditions
of possibility of lulism and its analysis as a political phenomenon.
In relation to first ones, issues
such as the different visions about the accumulation model that was in force
and the policies of redistribution of income adopted during its two administrations
are emphasized. Differences are observed at the time of determining to what
extent Lula’s government continued the model implanted by the preceding
administration and what would explain its greater political success.
With respect to the second,
perspectives diverge from considering lulism a new disguise for practices of
occupation and partisan partition of government to regarding it as a phenomenon
of leadership that adds important contents of politics. The authors also present their own hypothesis.
Keywords: Lulismo; Workers Party; Brasil; Political
leadership
Al final del 2010,
cuando Lula finalizó su segunda
gestión, muy a menudo se le atribuía
éxito a su gobierno. Señales que fundamentaban dicha percepción eran la
popularidad record en las encuestas de opinión y la elección de su delfín,
Dilma Rousseff. Se podría afirmar que lo
que experimentaba el país en materia de
avance económico e inclusión social sin grandes conflictos con el capital generaba curiosidad de parte de la
comunidad internacional, como si se hubiera logrado urdir un golpe de magia
cuya receta es de interés universal conocer. Asimismo, Brasil, en las décadas
anteriores siempre muy vulnerable a las inestabilidades económicas
internacionales, había atravesado la crisis que tuvo inicio en el 2008 con
daños relativamente modestos. Y para magnificar esa sensación de optimismo, en
poco más de un año, el país salió vencedor en las disputas por recibir los
juegos olímpicos y el mundial de fútbol, los dos más importantes eventos
deportivos internacionales.
Al principio de su
mandato, sin embargo, Lula – primer obrero en llegar al poder en Brasil, de las
manos de su Partido de los Trabajadores - era portador de expectativas de
cambios sociales profundos, que no se operaron - por lo menos no inmediatamente y con la
inflexión esperada por la parte de la sociedad que había apoyado la
construcción política de su partido. El flamante gobierno tuvo que verse con la
crítica acerba de parte de su base de apoyo histórico, que se sentía
traicionada. Entre esos respaldos tradicionales, no fueron pocos los
cuestionamientos sobre la política macroeconómica del gobierno. Las crisis
políticas, igualmente, fueron severas, en especial aquella enfrentada por el
gobierno en el 2005. Por qué sendero Lula y su gobierno lograron superar estos
retos importantes para terminar el mandato bajo un clima consagratorio es una
cuestión que evidentemente suscitó curiosidad general.
Un análisis preliminar
de la bibliografía sobre el período alcanza para darse cuenta de que el gran
interés antes puesto en la experiencia del Partido
dos Trabalhadores de a poco se traslada a la figura de Lula, su liderazgo,
los logros y contradicciones de su gobierno. Muchos de los comentaristas
asocian esa transferencia de interés a un
progresivo debilitamiento del partido y a un fortalecimiento de la
autoridad de Lula, y es en ese sentido que de a poco se empezó a hablar de
“lulismo”. El propósito de nuestro artículo es el de examinar distintas
interpretaciones sobre el lulismo, abordajes que combinan elementos económicos,
sociológicos y politológicos. A tal efecto, el artículo está dividido en dos
partes; primeramente discutiremos las condiciones de posibilidad del lulismo
según diversas interpretaciones centradas especialmente en las vicisitudes del
modelo de acumulación y las políticas de redistribución de ingresos; en la
segunda parte, lo analizaremos como fenómeno político, y desplegaremos nuestra
propia interpretación sobre el mismo.
Interpretaciones sobre las condiciones de posibilidad del
lulismo
El
lulismo se construye en el contexto de una transformación modernizadora -
básicamente los años FHC (Fernando Henrique Cardoso) - que lo hace posible. Al
mismo tiempo, este proporciona a aquel proceso de transformación lo que no
consiguió FHC: su legitimación social y democrática. Las tres interpretaciones
que presentaremos parten de un presupuesto básico común: entienden que el
lulismo se desarrolla sobre un nuevo patrón de acumulación del capital que, en
un comienzo, fue establecido por el gobierno FHC y luego se extendió y
consolidó durante la administración Lula. Esta mutación liberó al Estado y a la
economía de las principales llagas que los afectaban desde la década del 70 y,
particularmente en los 80, sentando las bases para un largo período de
estabilidad con (más o menos modesto según los años) crecimiento económico.
El
punto de inflexión lo constituye el Plan Real. Este ha proporcionado, desde
1994, condiciones macroeconómicas estables posibilitando el incremento del ingreso
de los estratos más bajos, bien como una expansión continua del mercado
crediticio, incluido allí -más recientemente- un boom del crédito popular.[1]
A su vez, todo ello fue la condición de posibilidad de los ocho años de Lula
que culminaron tan exitosamente con un nuevo triunfo y Dilma Rousseff en
Las
tres interpretaciones que se presentarán a continuación versan sobre algunas
condiciones de posibilidad del lulismo. No sobre el lulismo en cuanto fenómeno
político, que será discutido en la segunda parte del artículo, sino sobre las
orientaciones del gobierno de Lula que permitieron que el fenómeno ocurriera.
Las divergencias aquí residen en la tentativa de determinar en qué medida el
gobierno Lula siguió el modelo implantado por la administración que lo
antecedió y a qué se debe su mayor éxito político.
La interpretación de la
continuidad esencial del modelo, complementado con más política social.
La
primera línea interpretativa sostiene que el gobierno Lula siguió
fundamentalmente el modelo implantado a partir del gobierno Collor y
consolidado en el gobierno posterior, de FHC, y lo complementó, en el margen,
con un incremento de política social. De acuerdo con esa interpretación, Lula y
su gobierno representarían, en lo esencial, una continuidad en lo que se
refiere al modelo de acumulación y política distributiva. Lula habría dado
seguimiento al proceso de apertura y liberalización, caracterizado por las
privatizaciones, la quiebra de monopolios del Estado en la economía
(hidrocarburos y minerías, entre otros), la desregulación de los mercados de
trabajo y financiero y el repliegue de la presencia del Estado en las
actividades de producción directa. En teoría, se buscaba una mayor competitividad, que provendría de la
apertura a la competencia internacional de una economía antes cerrada - la
economía del modelo de sustitución de importaciones.
Esa
línea interpretativa enfatiza una transición programática abrupta y radical que
habría sido realizada por Lula y el PT. Partiendo de propuestas de cambios
profundos e inmediatos en el modelo económico, respaldadas hasta poco antes de
la llegada al poder, ambos habrían virado, a partir de la célebre “Carta ao Povo Brasileiro”[2],
hacia la defensa de los contratos y las reglas del juego establecidas.
Programas anteriores del Partido, esbozados en documentos como “Concepções e diretrizes do programa de
governo do PT para o Brasil: a ruptura necessária”, de 2001, prometían una
ruptura con el “modelo neoliberal”, denunciando asimismo los acuerdos con el
FMI. Proponían, en ese sentido, una alteración profunda centrada en el fortalecimiento
del mercado interno - “mercado de consumo de masas” – y medidas de fuerte cuño
redistributivo, tales como la reforma del sistema tributario con orientación
progresiva y la siempre postergada reforma agraria. Ampliamente tomada como
punto de inflexión, la “Carta”, en cambio, aunque mantenga la promesa de operar
un “cambio del modelo”, introduce el compromiso de “respeto a los contratos y
obligaciones del país” y rechaza salidas “voluntaristas” para la crisis
económica y social que atribuía al modelo entonces vigente.
La
interpretación que privilegia el supuesto “continuismo” subraya el
mantenimiento, bajo Lula, de la tríada de la política macroeconómica heredada
de FHC: metas de inflación, cambio flotante, y superávits primarios (antes del
pago de intereses). Los autores que sostienen el continuismo son tanto críticos
como defensores del mismo. Para los críticos de ese modelo macroeconómico, él significaba, en la práctica, el
control de la inflación ejercido por una política monetaria que conducía a
elevadas tasas reales de interés y, en consecuencia, a una política cambiaria
de sobrevalorización del real. Otro corolario de la misma fórmula, para sus
críticos, sería la necesidad de disciplina fiscal, siempre redoblada, a fin de
impedir la explosión de la deuda pública, ya que su remuneración está vinculada
también a la tasa de interés, el instrumento utilizado para el control
inflacionario. Así, la
contrapartida de las presiones fiscales creadas por la necesidad de
remuneración de la deuda sería una continua expansión de la carga tributaria,
con lo que se cierra el círculo - generando una tendencia a la financierización
de la economía, apoyada especialmente en la deuda pública.
En
verdad, esta interpretación incorpora una visión de largo plazo sobre los
rumbos del capitalismo brasileño. Las cadenas industriales cuya competitividad
se mantiene más allá del cambio sobrevalorado, principalmente aquellas
intensivas en recursos naturales de que dispone hartamente el país (sectores de
minería y siderurgia, papel y celulosa, petróleo y gas) o basadas en la escala
permitida por la atención a mercados tradicionales, como el nacional y el
regional (caso de la industria automotriz), logran incrementar, bajo este
modelo, el nivel de inversión y expanden la producción. En cambio, los sectores
anclados en productos de mayor valor agregado, y más intensivos en ciencia y
tecnología son afectados por el cambio poco competitivo y experimentan un
descenso continuo de su participación en las exportaciones e incluso en el
mercado interno. Es la llamada especialización regresiva, que tiende a afectar
el nivel de empleo y renta del trabajo, puesto que las ramas de mayor valor
agregado, en general, emplean más y pagan mejor (Bruno, 2010).
Según
esta primera posición, no se trata, por lo tanto, de un modelo en el que la
redistribución sea endógena al crecimiento. Las mejoras, según esa
interpretación, ocurrirían gracias a las políticas sociales, que compensarían
parcialmente el modelo excluyente. La interpretación que privilegia la
continuidad subraya la incorporación, por el Gobierno Lula, de una concepción
de política social basada en las recetas defendidas por el Banco Mundial en las
últimas dos décadas, que prescriben la focalización de los gastos. Subyace a
ese entendimiento la creencia de que los gastos convencionales del gobierno
serían poco efectivos en reducir la pobreza y principalmente la desigualdad por
estar, en gran medida, destinados a los no pobres (Novelli, 2010).
Las
políticas sociales, relativamente baratas, conferirían al modelo de acumulación
respaldo popular y legitimidad. Los intérpretes de la continuidad pero que
alientan una interpretación menos crítica ponen el acento en ellas. Tales políticas, surgidas con Cardoso
y expandidas con Lula, significarían, además, el triunfo de una pragmatic market orientation que ha
venido a ocupar una suerte de posición de consenso centrista, constituido, como
ya ha sido apuntado por Kingstone y Ponce (2010), por tres cruciales elementos:
firme compromiso con la estabilidad monetaria, abordaje flexible de la market reform agenda y compromiso para
encarar la pobreza y la inequidad. Ello estaría inscripto en un implícito
consenso cross-party, en que las
innovaciones de una fuerza – la coalición anterior nucleada por el PSDB – ganan
el respaldo de la otra y viceversa. En
esta visión, se reconoce que hay diferencias entre ambas fuerzas, pero se cree
que las similitudes las superan. La administración Cardoso habría implantado en
el gobierno federal innovadoras reformas en salud y educación, algunas
originadas en gobiernos estaduales o municipales del PT. La popularidad de
algunos de estos programas habría disparado un proceso de competencia de credit claiming entre el PT y el PSDB.
El ejemplo más claro sería el programa Bolsa Familia en que el PSDB se inspira
en el PT de Brasilia, y luego el gobierno de Lula retoma el programa (Power,
2010).
En
manos de sus críticos más fuertes, la interpretación admite, desde luego, que
hubo mejorías absolutas de sustancial importancia en los sectores de menores
ingresos, pero, tomando el indicador más importante, el índice de Gini, la
mejora es poco significativa. Eso porque las políticas sociales implantadas no
pasarían de un tímido paliativo frente a las enormes trabas a la reducción de
la pobreza generadas por la política macroeconómica. Sin duda, el control de
precios – objetivo principal de esta última - funciona, dado que la tasa de
inflación oficial del país se mantuvo, en los ocho años del gobierno Lula, en
un promedio anual de 5,78% y dentro de la meta establecida en siete
oportunidades (la excepción fue el primer año de su mandato, 2003). Sin
embargo, el crecimiento económico presenta el patrón de “stop-and-go” y se queda bastante abajo del promedio internacional
de los demás países emergentes en el periodo y de los promedios históricos del
país, aunque, como veremos en la interpretación siguiente, con importante
aceleración en los últimos años.
Los
partidarios de la interpretación del continuismo como trazo predominante del
gobierno Lula se dividen a la hora de apuntar las razones de lo que consideran
un débil desempeño económico del país en el periodo. Hay quienes, como Leda
Paulani y Reinaldo Gonçalves, lo
atribuyen a características inherentes al modelo, expresamente lo referido a la
financierización. Esa es también la
visión de Bruno:
Sob finanças liberalizadas e acumulação rentista, a
política monetária torna-se o instrumento por excelência da garantia da
estabilidade financeira e de preços num ambiente macroeconômico subordinado à
lógica e natureza da revalorização dos capitais na circulação bancária e
financeira. (Bruno, 2010, p. 99)
Hay
otros - como Edmar Bacha, Persio Arida y Andre Lara Resende - que, al
contrario, consideran que los problemas residirían en la interrupción de las “reformas
estructurales” de índole liberal con el gobierno Lula y en la falta de una
disciplina fiscal aún más rigurosa. Subyace a esa división una segunda, sobre
la naturaleza del sistema internacional y las posibilidades de integración
exitosa de los países de desarrollo retardatario. FHC defiende (lo ha hecho
teóricamente y ha intentado ponerlo en práctica) que el mejor sendero para el
país sería el de participar a fondo en el proceso de internacionalización y
globalización, confiando en las oportunidades que surgirían de una adecuada
adaptación a él. Bajo esta perspectiva, los constreñimientos de una economía
globalizada son encarados mediante una integración activa, involucrando un
proceso de preparación. Es cierto que Lula no
revierte esa dirección. Por su parte, los críticos
llaman la atención para el potencial destructivo de la libre fluctuación de las
fuerzas de mercado bajo la influencia de las ventajas comparativas “naturales”
y para la inestabilidad estructural del sistema, sin que, como contrapartida a
las fuerzas de mercado, la actuación estatal redefina incentivos (para
estimular la inversión en sectores a los que el mercado, dejado bajo su libre
actuación, no llegaría), escoja vencedores, privilegie la formación de un
capital nacional, etc. Evidentemente, los primeros, teóricos, “globalistas”,
ven esa crítica con desconfianza,
apuntando el potencial de ineficacias, creación de privilegios e incluso
refuerzo a la desigualdad que presuntamente contiene la intervención estatal en
las relaciones de mercado y evocando experiencias fracasadas de la utilización
de esos instrumentos en el pasado.
De
un modo u otro, el problema que tiene esta interpretación, ya sea en su
vertiente favorable al modelo anterior o en su vertiente crítica, es que hace
descansar el éxito político de Lula en la mera continuidad, y no captura lo que
Lula aporta de novedoso. Asimismo las dos vertientes tienen, al final,
problemas de coherencia lógica. Por ejemplo, los críticos: ¿Cómo explican que
Lula gobernara ocho años con un modelo tan defectuoso y llegara al fin del
mandato en las condiciones en que llegó? Confrontados a esta realidad caen en
una condición casi de “disonancia cognitiva”. A menudo, cuestionan el “éxito”
del gobierno Lula, afirmando que los
avances son muy modestos, que los datos son falseados (por ejemplo, los datos
de ascensión de millones a la clase media, ya que los criterios para esa
clasificación son los del Banco Mundial, los menos ambiciosos, que no
garantizan efectivamente condiciones de bien estar mínimas, etc.). Como no se
puede negar el hecho del éxito político expreso en la popularidad del
presidente, en su reelección y en la elección de Dilma, sostienen
construcciones como la de la “hegemonia
às avessas” (hegemonía al revés) propuesta por Chico (Francisco) de
Oliveira, que si bien es sumamente elegante, no da cuenta de la mejora en las
condiciones materiales tanto como simbólicas de los sectores populares:
O consentimento sempre foi o produto de um conflito de
classes em que os dominantes, ao elaborarem sua ideologia, que se converte na
ideologia dominante, trabalham a construção das classes dominadas a sua imagem
e semelhança. (...) Estamos em face de uma nova dominação: os dominados
realizam a ‘revolução moral’ – derrota do apartheid na África do Sul e eleição
de Lula e Bolsa Família no Brasil – que se transforma, e se deforma, em
capitulação ante a exploração desenfreada. (...) E o consentimento se
transforma em seu avesso: não são mais os dominados que consentem em sua
própria exploração; são os dominantes – os capitalistas e o capital,
explicite-se – que consentem em ser politicamente conduzidos pelos dominados,
com a condição de que a ‘direção moral’ não questione a forma da exploração
capitalista (De Oliveira, 2010; pp. 26-27).
Los
entusiastas de lo que sería la continuidad con el modelo anteriormente vigente
parecen padecer de iguales inconsistencias a la
hora de explicar el mayor éxito político obtenido por Lula. Lo debitaban,
comúnmente, a la suerte de contar con un escenario económico externo benigno.
Sin embargo, esta argumentación se debilitó con la llegada de la crisis
económica, que se inició en el 2008, y que no derrumbó el prestigio de su
gobierno. Tenemos así una popularidad que no se altera, en el marco de una
continuidad en la gestión pero que debe enfrentar una crisis (con buenos
resultados, dígase de pasada). El modelo, esencialmente, no sufrió cambios,
pero ¿el éxito político de Lula dependió meramente de esta continuidad? Nadie
ignora que entre la alicaída popularidad de FHC a su salida, y la sólida
popularidad de Lula hay un salto, y es un salto que no puede ser explicado en
esos términos.
La interpretación de
la redefinición significativa del modelo.
La
segunda interpretación sostiene que Lula, al incorporar novedades en términos
neodesarrollistas y redistributivos que apuntan a mejoras en las condiciones de
vida de las capas pobres, no se sale del modelo pero lo redefine parcial aunque
significativamente. Esa visión privilegia en su análisis elementos de
continuidad y de ruptura con el gobierno anterior, pero tiende a atribuir la
responsabilidad por el éxito a las correcciones de rumbo y las innovaciones
traídas al modelo.
Esa
corriente interpretativa enfatiza una serie de condicionantes negativos con los
que tuvo que enfrentarse el nuevo gobierno a partir de la asunción en 2003. En
ese sentido, es comúnmente mencionada la fragilidad externa que había llevado
al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, por el cual fue garantizado el
aporte de recursos a las reservas internacionales del país, a cambio de la
aceptación de una serie de condicionalidades que limitaban la soberanía en el
campo económico. Los problemas derivados de esa situación son legados al nuevo
gobierno, como el salto en la deuda líquida del sector público, el bajo
crecimiento del PIB, las altas tasas de desempleo y la reducción del poder de
compra del salario mínimo (había caído de US$ 110 en 1995 para US$ 80 en 2002)
(De Paula, 2011). El endeudamiento público, que había saltado de un 29% del PIB
para casi un 56% durante el mandato de Cardoso, generaba gran fragilidad, no solo
por su montante, como también por su plazo corto y por el hecho de que esa
deuda estaba vinculada, en gran medida, o a la tasa básica de intereses o al
cambio (Novelli, 2010; Mineiro, 2010).
Aquel
pasivo económico permitió al entonces flamante gobierno construir una narrativa
de diferenciación política que destacaba la carga heredada de la administración
anterior: la llamada “herencia maldita”. Bajo el peso de esos severos
condicionantes negativos, el nuevo gobierno habría optado por no romper con el
modelo vigente a fin de evitar una crisis económica aún mayor, que podría
desdoblarse en una crisis política capaz de amenazar incluso la conclusión del
mandato. Parte de la izquierda que siempre había apoyado a Lula y al PT se
desilusionó y muchos militantes llegaron a romper con el partido. Consideraron
que en lo esencial el nuevo gobierno daba continuidad al modelo “neoliberal”. Otra parte de la base tradicional de apoyo al petismo, más sensible a los dictámenes
exigidos para la garantía de la gobernabilidad, buscaba creer que una vez que
la confianza del mercado financiero fuera conquistada, el gobierno podría
alterar progresivamente su agenda, aproximándola a lo que había defendido
tradicionalmente el partido.
Sorpresivamente
el tiempo pasó y esa división, en vez de disiparse, por fuerza de la
comprobación de una u otra tesis, se solidificó: una parte de la antigua
militancia no perdonó al partido por la adaptación amplia del programa una vez que
ganó las elecciones, acuñando la expresión “estelionato
electoral” (estafa electoral) y afirmando que se trataba del “tercer
mandato de FHC”; mientras otros entrevieron en el transcurrir del mandato una
redefinición significativa del modelo. Estos últimos son aquellos que dan
cuerpo a la segunda visión a la que se dedica este apartado. Ellos sostienen
que el gobierno Lula, después de la conquista de la confianza del mercado
financiero, realmente implementó de a poco una agenda propia. Defienden, igualmente,
que una importante distinción del modelo implementado, observada entre los dos
gobiernos de Lula, estaría directamente relacionada al cambio de equipos en el
área económica del Gobierno.
Como
es sabido, en marzo de 2006, en medio a un escándalo político, Antonio Palocci
fue sustituido en el Ministerio de Hacienda por Guido Mantega. Palocci, desde
la campaña presidencial e inmediatamente como coordinador del equipo de
transición, habría funcionado como el principal puente entre el nuevo gobierno,
el empresariado y el sistema financiero. Como ministro de Hacienda, armó un
equipo con nombres como Marcos Lisboa y Murilo Portugal, defensores de
propuestas que, para muchos, representaban no solo la continuidad del modelo
anterior, sino además su profundización. Es el caso de la autonomía del Banco
Central y de las reformas tributaria y de la previsión social (Novelli, 2010; De Paula, 2011). Con el
cambio de Palocci por Mantega en 2006, hubo una amplia modificación en el
equipo económico, con la llegada al gobierno de nombres como Bernard Appy y
Julio Gomes de Almeida (que posteriormente dio lugar a Nelson Machado). El
propio ascenso de Dilma Rousseff a la jefatura de
Lo
que se vio en los años siguientes fue un ejemplo de la apuesta desenvolvimentista de conjunción entre
inversión y consumo. Basado en la noción keynesiana de la mayor propensión
marginal al consumo de los segmentos de bajos ingresos, el gobierno partió de
los programas de complementación de la renta y del fomento del crédito dirigido
a los segmentos de la base de la pirámide, para generar un impulso de consumo
con fuerte multiplicador económico en áreas estructuralmente deprimidas,
instaurando un círculo virtuoso de inversiones de las empresas para atender al
consumo creciente. Así, para esta segunda interpretación, los elementos de
redefinición del modelo y los sociales redistributivos, interactúan entre sí
virtuosamente.
Esta
interpretación destaca también el importante impulso de la inversión privada
con subsidio estatal, que a su vez habría representado un factor de
discontinuidad respecto al periodo anterior. Aunque haya trabajos, notablemente
el de Lazzarini (2011), que demostrarían la presencia de actores del Estado,
principalmente los fondos de pensión, en el proceso de privatizaciones (lo que
en última instancia relativiza el concepto mismo de desestatización), la
dimensión del activismo estatal bajo la administración Lula habría sido mucho
más amplia. De hecho, en el ámbito del BNDES, banco de desarrollo que durante
el gobierno FHC había funcionado irónicamente como gestor del proceso de
privatizaciones, se pone progresivamente en marcha una ambiciosa – en valores –
política industrial. El banco actúa en el sentido de capitalización de los
grandes grupos empresariales nacionales y, en el contexto de la incipiente
internacionalización de estos conglomerados, impulsa y parcialmente direcciona
este proceso (Ribeiro & Kfouri, 2010).
Asimismo,
el gobierno lanzó, en 2006-2007, el Programa de Aceleración del Crecimiento
(PAC), que de a poco ha promovido una lenta recuperación de la capacidad
estatal de invertir. El foco del programa es la creación de la infraestructura
necesaria para apoyar la ampliación de la capacidad instalada direccionada
hacia la atención del consumo en ascenso, o sea, la reanudación de la antigua
propuesta del PT de basar el modelo económico en la creación y fortalecimiento
de un amplio mercado de masas. Partiendo de un nivel extremadamente bajo, el
Gobierno hace un esfuerzo para reactivar la inversión estatal, sea por la vía
de la ejecución directa, sea por la vía de las empresas públicas, que llegan a
equipararse al conjunto del Estado en términos de capacidad de inversión (este
es el caso de
Ni
el más ardoroso defensor de la interpretación de redefinición significativa del
modelo suele negar, sin embargo, que en paralelo a esa nueva orientación
continuó en vigor una lógica de acumulación basada en la financierización,
principalmente aquella vinculada a la dinámica de la deuda pública, y
capitaneada por el Banco Central, el cual se mantuvo durante todo el periodo
con el mismo equipo y practicando elevadas tasas de interés. El PAC, por su
parte, habría funcionado, en oposición a esa tendencia, como una especie de
carta-programa de ese ensayo de coalición anti-rentista, en que los bancos estatales
actúan para proveer la economía del crédito no canalizado por el sistema
financiero absorbido con los títulos públicos. De esa manera, el gobierno
fuerza una ampliación del crédito en la economía, que en el segundo mandato
pasó del 25% al 40% del PIB (Barros Silva et al.,
2010), en un proceso en el que el BNDES amplía su carta
de créditos exponencialmente, prestando a intereses más bajos. Todo eso
ocurrió, por lo tanto, en tensión con el Banco Central. La propia convivencia
entre el ala del gobierno de perfil más “desarrollista” y el BC “financista”,
en el periodo, generó críticas de desarticulación e incluso contradicción
(“esquizofrenia”) entre la política fiscal y la monetaria.
Independientemente
de esa tensión, los defensores de la interpretación exhiben una serie de
indicadores que demostrarían una sensible mejora en el desempeño socioeconómico
del país en el periodo, atribuida a los cambios progresivamente realizados en
el modelo. Apuntan, por ejemplo, al aumento del gasto social (hasta el inicio
de la crisis internacional), que salta un 11,9% del PIB, en 2002, para un
13,45%, en 2008. El Programa Bolsa Familia, que ya existía desde 1998, tuvo el
universo de beneficiarios enormemente ampliado (a once millones de familias) y
el valor de la transferencia aumentado. Sumándose el PBF a otros beneficios,
jubilatorios o asistenciales, el Brasil tenía, al final de 2010, un 34,1% de la
población - principalmente aquellos estratos más necesitados - atendidos por
algún tipo de beneficio (Pochmann, 2010a). Se registra también un crecimiento
de la formalización en el mercado de trabajo, que alcanza, en 2009, un 52% de
El crecimiento, en las estadísticas oficiales, de la
clase C en detrimento de las clases D y E, impulsó un debate sobre el
significado y el sentido de ese cambio. Mientras que técnicos como Marcelo Neri
sostuvieron que se estaría gestando una “nueva clase média”, otros como
Pochmann (2010a) y Souza (2010) defendieron
que este segmento emergente no compartiría con la clase media tradicional toda
una serie de rasgos fundamentales que le confiere estabilidad en su situación
socioeconómica. La nueva clase C sería distinguida exclusivamente por una
subida en su nivel de ingreso, pero ese criterio sería demasiado simplista para
caracterizarla como clase media, por lo que serían, en las palabras de Souza, “batalhadores” (luchadores) o, en las de
Pochman, una nueva clase trabajadora (ya que este segmento habría vivido antes
en condiciones inferiores a la reproducción normal de su fuerza de trabajo).
Souza, por su parte, enfatiza en la carencia de capital económico y capital
cultural de este sector emergente, carencia cuyos miembros deben compensar con
una vida sacrificada. Ese debate sigue abierto y promete ser de gran
importancia para los destinos de la política brasileña, ya que de la naturaleza
de esa nueva clase C derivará su comportamiento político, y se trata de un
segmento que es numéricamente decisivo.
Si
no hay controversia sobre la reducción de la pobreza independientemente de la
categorización utilizada, lo mismo no se puede decir sobre la evolución de la
desigualdad. Las estadísticas oficiales reflejan una reducción continua, a un
ritmo del 1,2% al año, entre 2001 y 2007. Por su parte, el descenso del
coeficiente de Gini fue de
Aunque
los técnicos más prominentes[4]
garanticen que las distorsiones en la estimativa de los ingresos de ricos y
pobres se anularían mutuamente y que la caída registrada por el índice de Gini
se refleja en todas las demás mediciones de la desigualdad existentes, el
conocimiento de que tres cuartos de los títulos de la deuda pública se
encuentran en manos de cerca de veinte mil familias (y que esta misma deuda
representó una transferencia directa del Estado de, en promedio, cerca del 7%
del PIB en el periodo) lleva a algunos observadores a mirar con escepticismo la
caída de la desigualdad[5]. La visión hegemónica, incluso entre aquellos técnicos
de orientación más a la izquierda (véase Pochmann, 2010b y Sicsú, 2010),
sostiene que a partir del 2005 la parcela del ingreso apropiada por el trabajo
en relación a la apropiada por el capital empieza a recuperarse, retornando a
los umbrales de 1995, luego de diez años
de caída. Ello concurriría para demostrar que tiene lugar una efectiva
disminución de la desigualdad, más allá de las limitaciones técnicas de los
índices.
Al
final del mandato, el gobierno Lula tuvo que verse con el deterioro del
ambiente económico internacional. El escenario benigno que había auxiliado en
la reducción de la vulnerabilidad externa, caracterizado por términos de
intercambio favorables y harta disponibilidad de crédito internacional,
súbitamente se revierte. La interpretación que enfatiza la redefinición
significativa del modelo suele señalar el relativo éxito del país, que sale
entre los menos afectados por la turbulencia, al enfrentarse con la crisis,
explicándolo por la actuación del gobierno al implementar políticas
anticíclicas - sobre todo en el área fiscal, pero sin relajamiento monetario de
igual magnitud (lo que a posteriori
fue señalado por muchos como una oportunidad perdida para bajar
significativamente las tasas de interés). El Tesoro
Nacional hace significativos aportes al BNDES – 180 mil millones de reales en
total – con el objetivo de sostener el nivel de inversión tan costosamente
alcanzado. También habrían contribuido la existencia de los
programas de garantía de ingresos, que funcionaron como colchón para los más
pobres, auxiliando en el mantenimiento de un cierto nivel de consumo y,
consecuentemente, del nivel de actividad económica. Otro factor que habría
colaborado para esta reacción positiva del Brasil a la crisis mundial habría
sido la diversificación de los destinos de sus exportaciones, ocurrida durante el
gobierno Lula debido, tanto a alteraciones en el orden económico mundial con el
ascenso de China y los demás emergentes, como en razón de la política externa,
que apostó a la intensificación de las relaciones políticas y comerciales con
países del entorno geográfico sudamericano, de Asia y de África.
Por
ende, las novedades en términos neodesarrollistas y redistributivos claramente
autorizarían, en esta visión, a sostener la existencia de un cambio
significativo en el modelo. La muy relevante ampliación de los programas
sociales y de complementación de los ingresos (Bolsa Familia al frente), bien como el fomento al crédito dirigido
a los segmentos de la base de la pirámide, confluirían hacia una apuesta
desarrollista de conjunción entre inversión y consumo. El resultado sería un
efectivo fortalecimiento y ampliación de un mercado de consumo de masas, en una
dinámica virtuosa de mutuo refuerzo. Este nuevo impulso provendrá de los
grandes grupos económicos volcados no apenas al mercado de consumo interno, como
también a la exportación y a grandes proyectos infraestructurales, hasta el
importante impulso a la inversión privada oriundo de las obras del PAC y de los
fondos de subsidios públicos de fuentes tan distintas como el BNDES, los demás
bancos públicos y las previsionales. Todo ello, para esa visión, contrastaría
nítidamente con la orientación del gobierno anterior, lo suficiente como para
postular una redefinición de la orientación previa.
La interpretación más
radicalmente crítica: los cambios oligarquizadores.
La tercera interpretación reúne elementos de las
dos anteriores, pero a fin de ser fuertemente crítica. Esa crítica se puede denominar
la de los “cambios oligarquizadores”. La perspectiva incorpora y profundiza el tema de la dinámica del
capitalismo brasileño en la actualidad en lo que concierne a su nuevo patrón de
acumulación. Asimismo, incorpora críticas hacia las relaciones entre Estado y
capas empresariales, que serían opacas y marcadas por acentuados conflictos de
interés.
Esta interpretación destaca el descenso de la
participación relativa de la industria de transformación en la economía
nacional, que pasa del 32,4%, en 1980, (en la época una de las más altas del
mundo) para un 16,9%, en 2002, y un 15,5%, en 2009 (Cano; Gonçalves Da Silva, 2010). El
país atraviesa la coyuntura internacional de valorización de las commodities, estirada por el crecimiento
de la demanda global, con China al frente, sin lograr evitar que su
inserción en la nueva división
internacional del trabajo presente la clara tendencia hacia una especialización
exportadora de bajo contenido tecnológico, centrada en el agrobusiness, las actividades extractivas y en la industria de bajo
valor agregado. Más y más las exportaciones industriales se concentran en los
mercados del entorno geográfico (aún así lentamente declinantes) y algunos
sectores típicos de
Esa
tendencia general puede afectar la estabilidad de las cuentas externas en caso
de reversión del actual ciclo de valorización de los términos de intercambio,
además de impactar negativamente en el nivel de ocupación y de ingreso, por no
mencionar la extracción de recursos naturales no siempre renovables y la
degradación ambiental. La interpretación más crítica también señala problemas
en la orientación del activismo estatal: la acción del BNDES, volcada al
fomento no de los sectores de alta tecnología, sino de los productores de
bienes primarios, “globaliza” empresas en sectores que están muy lejos de la
vanguardia tecnológica. Observa, por ejemplo, que
la política de infraestructura consubstanciada en el PAC tiende a reforzar las
tendencias de especialización ya observadas en la economía. En
relación a la política industrial, destaca que, aunque el gobierno tenga como
directriz privilegiar las inversiones en sectores más intensivos en ciencia y
tecnología, en la práctica la amplia mayoría de los recursos termina siendo
direccionada para los grandes grupos productores de bienes intensivos en
recursos naturales (sectores de minería y siderurgia, etanol, papel y celulosa,
petróleo y gas, hidroeléctrico y de la agropecuaria), con lo que el gobierno
también ahí termina por reforzar las tendencias ya existentes. De
acuerdo con Barros de Castro:
Estamos optando por fortalecer uma indústria do
passado. A impressão é que há muito dinheiro para emprestar, mas faltam
projetos. Não há um planejamento que nos permita pensar que o Brasil dará um
grande salto industrial. (Dieguez, 2010, p. 33)
Eso
estaría expresado en el pequeño volumen de recursos destinados, en 2009, por el
BNDES para los sectores intensivos en ciencia y tecnología - solo un 5% - así
como en la inexistencia de cláusulas contractuales con exigencias, por parte
del Banco, que obliguen a las empresas que reciben préstamos a invertir en la
agregación de valor. (Tautz et al., 2010)
Además,
el Gobierno Lula habría profundizado la concentración de capitales observada
entre los grandes grupos empresariales brasileños, ahora tendientes a la
multinacionalización. El meollo de la crítica está en cómo se articula, por
medio del Estado, ese proceso de concentración, y qué rol es desempeñado por
las instituciones financieras oficiales, en particular los fondos de pensión.
La hipótesis sostenida por esta visión es que el gobierno Lula habría
continuado y profundizado un proceso de centralización y concentración de
capitales, a través del fundamental apoyo financiero a grandes procesos de
fusiones y adquisiciones (casos como el de
No período a partir de 2006, fica cada vez mais
evidente um processo de reconcentração empresarial no país, com a criação de
enormes conglomerados setoriais e multissetoriais. Essa concentração é
estimulada por uma visão que prevalece no BNDES, bastante otimista a respeito
dos impactos positivos das grandes empresas, por seu potencial financeiro,
tecnológico, gerencial e de mercado, entre outros, e suas sinergias não apenas
internas, mas também na articulação com uma cadeia de fornecedores,
distribuidores e prestadores de serviços variados (p. 157).
Sin
embargo, es sobre las intrincadas relaciones de propiedad que involucran el
sector público y el privado donde reposan las críticas más agudas. La
interpretación corriente de la historia brasileña reciente identifica los años
FHC con las privatizaciones, mientras que los años Lula estarían marcados por
el activismo en la consolidación del nuevo papel del estado. Empero, bajando a
un nivel mayor de detalles, hay quienes concluyen que, una vez completada la
fase privatizadora en los años de FHC, la participación del estado en la
economía – por medio de los bancos públicos, de los fondos de pensión y de
otras entidades, y de las participaciones accionarias en los directorios de
empresas privadas, además por supuesto de empresas como Petrobras – no solo se
mantuvo sino que se amplió. O sea, el sector público habría sido reestructurado
para acompañar la fase privatizadora (véase Lazzarinni, 2011, por
ejemplo). El BNDES, en particular, al
jugar un papel clave en el proceso de privatización – trabajó como el gestor
del programa de desestatización -, habría logrado consolidar su presencia en
una multitud de empresas privatizadas, a través de su brazo en el mercado
bursátil, el BNDESPar. El resultado es que el BNDESPar tiene hoy participación
accionaria en 22 de las 30 mayores empresas multinacionales brasileñas (Tautz et al., 2010). Proceso
semejante ocurrió con los fondos de pensión estatales o paraestatales (como el
Previ, de los empleados del Banco do Brasil; Petros, de los de
Chico
de Oliveira destaca lo que considera haber sido una transformación en la
posición de clase de un amplio sector que domina el PT. Sugiere que las capas
más altas del antiguo proletariado habrían conformado una fracción de clase
significativamente diferenciada al alcanzar la posición privilegiada de
gestores de las fuentes más importantes de recursos públicos en Brasil, desde
la estabilización económica: los fondos de providencia complementaria ya
mencionados, el FGTS (Fundo de Garantia
por Tempo de Serviço) y el FAT (Fundo
de Amparo do Trabajador) y que
funcionó durante prácticamente toda la década de 2000, hasta la crisis
internacional de 2008 y la capitalización por el Tesouro Nacional como el origen primario de capitalización del
BNDES , constituyendo la mayor fuente de financiación de largo plazo en el
país. Esa clase o fracción de clase estaría dotada de “unidad de objetivos”,
por haber sido formada en medio del consenso ideológico alcanzado sobre la
nueva función del Estado, y estaría estratégicamente situada en esas posiciones
de control de los recursos estatales y paraestatales, realizando una conexión
con el sistema financiero. De Oliveira (2003), desde una perspectiva crítica de
extracción marxista, va más allá:
É isso que explica recentes convergências
programáticas entre o PT e o PSDB, o aparente paradoxo de que o governo de Lula
realiza o programa de FHC, radicalizando-o: não se trata de equívoco, nem de
tomada de empréstimo de programa, mas de uma verdadeira nova classe social, que
se estrutura sobre, de um lado técnicos e economistas doublés de banqueiros,
núcleo duro do PSDB, e trabalhadores transformados em operadores de fundos de
previdência, núcleo duro do PT. A identidade dos dois casos reside no controle
do acesso aos fundos públicos, no conhecimento do “mapa da mina”. (...) é a luta de classes que faz a classe,
vale dizer, seu movimento se dá na apropriação de parcelas importantes do fundo
público, e sua especificidade se marca exatamente aqui (p. 147).
Otros
comentaristas cuestionan la opacidad y la falta de debate con que las abultadas
transferencias financieras hechas por el BNDES son realizadas. Son cuestionadas
las ventajas traídas a los consumidores por los procesos de fusión de compañías
financiados por el Banco y el impacto que esas transferencias – en especial
aquellas costeadas por los préstamos del Tesouro
Nacional al Banco – tienen sobre la deuda pública. Como el banco presta a
una tasa de intereses especial,
Fernando
Henrique Cardoso, desde una matriz
ideológica hoy bastante diferente de la de Oliveira, llega curiosamente a
conclusiones semejantes. Sostiene que el gobierno actúa de esa manera para
crear un “bloque de poder capitalista-burocrático”, en lo que consistiría una
reedición de las conocidas configuraciones en la relación entre la burguesía y
el Estado, como el trípode empresa nacional-empresa transnacional-Estado, los
“anillos burocráticos” típicos del desarrollismo del régimen militar. Las
implicaciones para la democracia serían claras, con una concentración económica
que sofoca las empresas medias y pequeñas y lleva a la concentración de los
ingresos. La población costearía, por la vía de los impuestos (y los afiliados
a los fondos de pensión por vía de los diferenciales en las tasas de interés),
los favores concedidos al gran capital: “O
lulopetismo não está fortalecendo o capitalismo em uma sociedade democrática,
mas sim o capitalismo monopolista e burocrático que fortalece privilégios e
corporativismos” (Cardoso, 2011, p. 23).
Independientemente
de la posición política desde donde se realiza la crítica, la interpretación de
los cambios oligarquizadores coloca en primer plano lo que considera ser un
fuerte proceso de concentración económica (así como de poder) en curso,
antidemocrático bajo varios aspectos, posibilitado por la legitimación frente a
los sectores subalternos de la sociedad por el fenómeno político del lulismo.
El lulismo como fenómeno político
¿Cómo entender al lulismo como fenómeno político?
Presentaremos aquí tres posiciones. La primera
interpretación reduce al lulismo a un nuevo ropaje para las prácticas de
fisiologismo y de la ocupación y loteamento del gobierno, cuyo mayor interés es
su perpetuación en el poder. La segunda
sostiene que el lulismo es básicamente un fenómeno de liderazgo
político, supra/extra partidario que, lejos de constituir un mero ejercicio
fisiologista del gobierno, aportaría importantes contenidos de política, aunque
se observen señales de una relación directa entre el liderazgo político de Lula
y las masas en prejuicio de la movilización social. La tercera es nuestra propia hipótesis.
La primera interpretación de esta parte II se puede
coadunar tanto con la interpretación de condición de posibilidad número uno de
la parte I (continuidad esencial del modelo complementado con más política
social) como con la tercera (los cambios oligarquizadores). Ya la segunda
interpretación de esta parte II puede estar vinculada a la primera
interpretación de condiciones de posibilidad, pero normalmente se articula con
la segunda (redefinición significativa del modelo). Nuestra propia
interpretación extrae elementos de todas las tres condiciones de posibilidad de
la parte I, pero posiblemente esté más próxima a la segunda de ellas.
La interpretación más abiertamente crítica: del énfasis
en la rendición ante la lógica de la política tradicional, en el fisiologismo y
en la ocupación (“aparelhamento”) del
Estado
La
primera interpretación reduce al lulismo básicamente al juego interpartidario
de la ocupación y la administración del gobierno. Las gestiones de Lula y el
propio Lula representarían una nueva forma de fisiologismo, una adaptación a la
política partidaria tradicional y a las prácticas de acomodación de intereses
sin mayor propósito que mantenerse en el poder gubernamental. Partiendo de
trabajos hoy ya clásicos sobre la morfología política brasileña (Abranches,
1988; Nunes, 2003), esta primera línea interpretativa sostiene que el lulismo
representa un impulso regresivo por reafirmar aspectos patrimonialistas de la
cultura política del país.
El
telón de fondo son las agudas desigualdades regionales, de clase y raciales que
se expresan entre culturas políticas radicalmente dispares como, por un lado,
las “formas más atrasadas de clientelismo” y, por otro, los “patrones de
comportamiento ideológicamente estructurados” (Abranches, 1988). Esa
heterogeneidad estructural de la sociedad brasileña, que remite a la
esclavitud, sería resultado de una modernización incompleta del orden tradicional,
ya que “las nuevas instituciones se mezclaron con las antiguas, en vez de
sustituirlas”, generando una “combinación sincrética de trazos aparentemente
contradictorios” porque están vinculados a gramáticas políticas distintas
(Nunes, 2003). El sistema político se vería frente a la difícil tarea de la
construcción de instituciones capaces de agregar y procesar la extremada
fragmentación de intereses derivada de la heterogeneidad social, si es posible
proveyendo la estabilidad necesaria para la reducción de las disparidades.
Son
características de lo que Abranches identificó como “presidencialismo de
coalición”, la acentuada fragmentación de las fuerzas políticas representadas
en el Congreso Nacional que, asociada a una saturación de las demandas impuestas
al Ejecutivo, llevaría a constantes conflictos entre el Legislativo y el
Ejecutivo. Además, la legislación electoral que desestimula la coincidencia
entre el voto mayoritario y el proporcional haría que ningún partido logre
conquistar individualmente una mayoría en el Congreso. En confirmación de esa
característica, desde 1990, nunca el partido del presidente obtuvo más del 25%
de las sillas en
Esta
primera interpretación sostiene que, si bien es verdad que el lulismo no
inventó el presidencialismo de coalición – en su texto, escrito en 1988
Abranches lo identifica en todos los gobiernos democráticos brasileños desde
El
Gobierno sufría la insatisfacción de sus bases en razón de la agenda de
reformas pro mercado, propuestas por el equipo económico. Para aventar peligros
de rebeldía entre los diferentes sectores del PT, Lula les otorgó cargos
ministeriales en un número que no le permitió aplicar el manual del
“presidencialismo de coalición”. En tanto, a pesar de no contar con la mayoría,
consiguió aprobar la reforma de la seguridad social, con ayuda de partidos de
la oposición (PSDB y PFL). En la secuencia de manifestaciones públicas de
desacuerdo con el rumbo tomado, el PT expulsó a parlamentarios (en número muy
poco significativo) vinculados a los sectores más a la izquierda del partido
(que fundaron entonces el PSOL), en lo que fue interpretado por muchos como un
mensaje de que no se admitiría el disenso parlamentario. El PDT dejó la alianza.
Pero a mediados de 2004, Lula volvió atrás y se selló finalmente un acuerdo
formal con el PMDB, por medio del cual el gobierno alcanzó la mayoría
parlamentaria con un margen teóricamente confortable. Siguieron, sin embargo,
las quejas de los demás partidos acerca de lo que consideraban una sobre-representación
del PT en la máquina pública y manifestaciones de insatisfacción en relación a
la distribución de ministerios y de los nombramientos para los cargos públicos
en general.
Como
prueba de que el ensamble gubernativo-partidario presentaba serias fisuras,
sobrevino entonces la crisis del mensalão,
esquema de corrupción (denunciado por el diputado Roberto Jefferson, entonces
presidente nacional del PTB) consistente en la utilización de recursos de
origen público y privado para la compra de apoyo parlamentario en el Congreso.
El escándalo representó la mayor crisis interna de la historia del PT, alejó
(en algunos casos, definitivamente) parte de su militancia, enajenó importantes
apoyos en la sociedad, y llevó al gobierno a reevaluar su relación con el
Congreso y, en particular, con el PMDB. Cabe aquí una contextualización sobre
este partido. Para muchos comentaristas, este sería aquel que mejor
simbolizaría un tipo de agrupación común en la política brasileña, que ya fue
llamado de “centrão político”. O sea,
agrupaciones formadas por políticos de
perfil ideológico bastante desdibujado, siendo pro gobierno, no importando las
orientaciones de la administración de turno, y siempre consagrados a la
ocupación de espacios en la máquina pública y a la reproducción de las
estructuras políticas tradicionales, muchas veces claramente clientelistas, en
sus bases.
Marcos
Nobre desarrolló una interesante interpretación sobre lo que llamó de
“peemedebismo”, que es tomado como un trazo más amplio de la política
brasileña, englobando otras fuerzas y yendo más allá inclusive del propio PMDB.
Localiza la consolidación del fenómeno en la redemocratización brasileña,
cuando la enorme efervescencia participativa verificada en la década de 1980 no
fue acompañada por una democratización institucional equivalente. Al contrario,
habría sido desarrollado un sistema que buscaba obstaculizar la aceleración de
la democratización social, a través de un mecanismo de vetos que impide la emergencia
de bloques hegemónicos suficientemente poderosos para imponer pérdidas
definitivas a terceros: “la respuesta pemedebista canónica es el aplazamiento
permanente de soluciones definitivas” (Nobre, 2010, p. 14). Ese sistema tendría
tendencia inherente a la parálisis, además de establecer enormes dificultades
para la producción de “polarizaciones consistentes y duraderas” (Nobre, 2010).
Al
sentir temblar el suelo bajo sus pies con el mensalão, Lula se volvió hacia la consolidación de la alianza con
el PMDB. Para esa línea interpretativa, se habría completado, así, el proceso
de flexibilización de la política de alianzas del PT, comenzado durante las
elecciones de 2002 con el acuerdo con el Partido Liberal, organización de
centro-derecha que indicó el vice de Lula, José de Alencar. El petismo, que antes propugnaba por la
ruptura de la lógica política tradicional del país, se volvía entonces a la
construcción de consensos con esas fuerzas tradicionales a las que antes se
oponía. Por medio de prácticas fisiológicas y de los instrumentos de cooptación
de que dispone el Estado, el gobierno del PT habría consolidado su política de
alianzas. Y lo habría hecho con más éxito que sus antecesores, ya que, en 2006,
Lula logra unificar el PMDB en torno a su nombre, objetivo que había sido
perseguido con ahínco, pero sin éxito, por sus antecesores inmediatos, FHC e
Itamar Franco.
El
paroxismo de esa alianza para esta interpretación estaría representada en la
defensa que Lula hace del ex-Presidente de
Para
esa interpretación, el lulismo es resultado, por lo tanto, de la progresiva
pérdida de substancia ideológica vivida por el petismo. El partido, que había nacido empuñando las banderas de la
intransigencia frente a un orden político que reproduce las agudas
desigualdades del país, una vez en el gobierno se habría inclinado a un
“realismo” político que justificaría la alianza con las oligarquías que
originalmente se proponía combatir, diluyendo así su propuesta de cambio
social. Aunque la interpretación pueda reconocer que el lulismo imprime una
marca humanizadora al orden político, a partir de las políticas de refuerzo del
sistema de protección social y de resultados moderados en términos
redistributivos, relativiza ese impacto, ya que esas mismas políticas se verían
perjudicadas por la coalición gobernante, pues muchas veces cupo a los partidos
“fisiológicos” la gestión local de las políticas concebidas por los cuadros del
PT.
La
versión más radical de esa línea interpretativa[6]
va más allá y apela para la denuncia de la erosión institucional y de la total
degeneración del PT, que habría llevado, con la conquista del poder, a una
disolución de las fronteras entre partido, gobierno y Estado. El Partido habría
empleado expedientes muchas veces ilegales, que ya habrían sido utilizados en
sus gobiernos locales y también en sus conexiones con
Pela primeira vez na história deste país, uma
organização partidária que de fato estrutura as bases materiais e simbólicas da
vida de um amplo contingente de quadros e militantes, e não apenas de um
restrito conjunto de dirigentes, ingressa em cheio no Estado brasileiro
(Fausto, 2010, p. 8).
Pero
esta interpretación es problemática en diversos sentidos. La corrupción es, por
naturaleza, un fenómeno de difícil medición y, más allá del calor de la disputa
política, no parece haber pruebas convincentes que el Gobierno Lula haya sido
más corrupto que sus antecesores.[7]
Los gobiernos anteriores también necesitaron emplear medios semejantes para la
gestión del presidencialismo de coalición. La excepción es el gobierno Collor
de Mello, muy corrupto pero enfrentado a los partidos y al Congreso, que
terminó con su juicio político. Como es sabido, el buen gobernante necesita,
muy a menudo, templar la “ética de la convicción” con la “ética de la
responsabilidad”. Es posible que si Lula hubiera adoptado una estrategia
totalmente diferente en relación al Congreso y a las élites políticas
tradicionales, apelando al anti-institucionalismo y al gobierno plebiscitario,
hubiera sido clasificado por buena parte de esos mismos críticos como
“chavista”.
Otro
punto débil de esta interpretación es que no da cuenta del siguiente problema:
¿cómo habría hecho una fuerza política en el gobierno, con medios exclusiva o
centralmente fisiologistas y clientelares (tal lo que es aquí alegado), para
dar cuenta de una democracia de masas y de audiencia? Es en esta dimensión
donde los desempeños del liderazgo político (no ya apenas la distribución de
prebendas a los séquitos partidarios) ocupan un papel primordial, y otro tanto
puede decirse de las mutaciones efectivas, no particularistas ni clientelares,
de la distribución del ingreso. Estos puntos permanecen en la oscuridad, así
como otros que surgen más claramente en las dos interpretaciones siguientes.
La interpretación del fenómeno político supra/extra
partidario, de representación de los pobres pelo
alto (desde la cúspide)
La
segunda interpretación sostiene que el lulismo es básicamente un fenómeno de
liderazgo político, supra/extra partidario, que hasta ahora se ha expresado
sobre todo electoralmente y ha proporcionado consenso a las gestiones de
gobierno en torno a ciertos valores. Para esa interpretación, lejos de un
ejercicio fisiologista del gobierno, habría contenidos de política, en arreglo a
determinados valores, que habrían configurado una nueva mayoría electoral,
parcialmente diferente de aquella con la que Lula ganó sus primeras elecciones
presidenciales en 2002. Esta interpretación destaca, no obstante, una amplia
desmovilización de los movimientos sociales y organismos de la sociedad civil
organizada y la construcción de una relación directa entre el liderazgo
político de Lula y las masas.
El
fenómeno del cambio de base de apoyo social, o realineamiento electoral, es
notable en las elecciones de 2006 – de hecho, es a partir de ese momento que el
término “lulismo” comienza a ser empleado. En medio del escándalo del mensalão, Lula y el PT, que hasta
entonces tenían en la ética en la política una de sus principales banderas, se
habían desgastado de manera significativa en una parte importante de su base de
apoyo tradicional: los sectores medios. El escándalo transcurre durante
prácticamente todo el año de 2005, y los medios de comunicación entran en 2006,
año de elecciones presidenciales, explorando los despliegues de las denuncias.
Hasta entonces, exponentes del marketing
político defendían tesis, como la de los “círculos concéntricos” y la de los
“formadores de opinión” en el país, que sostenían que los sectores medios,
cuyas posiciones tienden a coincidir con la visión de los grandes medios, se
encargarían de construir la opinión de las clases subordinadas. La elección de
2006 provoca un cortocircuito entre los creyentes de semejantes teorías, cuando
Lula logra ser reelecto a pesar de todo el desgaste enfrentado por su gobierno
en los dos años anteriores.
A
partir del examen a posteriori del
mapa electoral de 2006, se constata que el voto en Lula se concentra en los
estratos más bajos de la población y en las regiones más postergadas, como Norte
y Nordeste, donde estos están más presentes. Se trata de lo que André Singer
llamó de “realineamiento electoral”, es decir, un desprendimiento entre las
preferencias electorales de los segmentos de clase media y de aquellos de baja
o bajísima renta (Singer, 2009). El fenómeno es aún más estimulante si
observamos que, por primera vez desde la redemocratización, esos estratos
populares- que en el pasado habían sido decisivos para la elección de Collor
frente al mismo Lula- se habían posicionado a favor de un candidato ubicado a
la izquierda en el espectro ideológico. Analizando los resultados electorales
del 2010, el mismo Singer (2012) observa que se sedimenta la ruptura entre
“conservadores y masa” y afirma: “(…) o realinhamento eleitoral de 2006 significa
a mudança de um padrão histórico de comportamento político das camadas
populares no Brasil, em especial no Nordeste” (p. 77).
Después
de la identificación del fenómeno, emergen distintos intentos de explicarlo. Surgió,
por ejemplo, una vertiente más marcadamente resentida de los sectores que se
descubren sin la centralidad política que creían poseer, que enfatiza una
supuesta relación demagógica del lulismo con sectores “atrasados”, sin acceso a
la información ni discernimiento crítico, fácilmente convertidos en clientela
por los programas descritos como “asistencialistas” – Bolsa Familia al frente. Esa
masa, para esta vertiente, habría sido envuelta por el liderazgo carismático de
Lula, con su habla accesible, caracterizada por el uso
constante de metáforas futboleras y otras referencias del universo popular (Souza, 2010).
La
interpretación que ahora desarrollamos tiene una explicación distinta para el
mencionado fenómeno del desprendimiento entre las preferencias electorales de
clases medias y de aquellos segmentos de bajo ingreso. Esta interpretación, tal
vez mejor ejemplificada en los trabajos de Singer, sostiene, al contrario, que
al tiempo en que actores políticos y opinión pública se ocupaban de los
desdoblamientos del escándalo del mensalão,
el gobierno de Lula operaba una revolución silenciosa en las periferias de las
metrópolis y en los rincones postergados del país, a través de la valorización
del salario mínimo, de la expansión y democratización del crédito y del Bolsa Familia y otros programas específicos
(Luz para Todos, Brasil Sonridente, Pro
Uni etc.). Así, la disminución de la pobreza y del desempleo explicaría, de
manera menos mistificada, la adhesión popular (Singer, 2009). Según esa línea,
el gobierno habría logrado, por lo tanto, un impacto sustancial con sus
políticas. Singer defenderá posteriormente que el lulismo, creador de políticas
públicas que se habrían transformado en parametrales, sería iniciador de un
ciclo largo, independientemente de quién esté en el gobierno. Después del lulismo,
habría emergido una nueva y posiblemente duradera hegemonía, con todos los
competidores necesariamente envueltos en un clima rooseveltiano de creación en
Brasil, en un “corto espacio de algunos años” de una sociedad con base en la
clase media (Singer, 2010).
Sobrevienen
dos temas interrelacionados: las transformaciones vividas por los movimientos
sociales en Brasil y la relación directa establecida por el lulismo con los
estratos más pobres de la sociedad. El gobierno promovió inequívocamente cierto
grado de participación social. El mejor ejemplo fueron las 60 conferencias
nacionales de derechos con las que se incentivó la participación sobre los más
variados temas de la vida social. De dichas conferencias tomaron parte más de 4
millones de personas. El gobierno también aprobó la creación de 18 consejos
para hacer frente a demandas históricas de los movimientos sociales. Se
cuestiona, sin embargo, la efectividad de esos canales de participación, ya que
no existía ningún mecanismo formal que garantizara que las deliberaciones
emanadas de las Conferencias fueran plasmadas en políticas públicas o
contempladas en los presupuestos gubernamentales. Se cuestiona, igualmente, si
no fue registrada, en el periodo, una tendencia de aumento del control de las
acciones sociales por el Estado, por medio de vínculos económicos establecidos
con las organizaciones sociales[8].
La
cuestión remite a los cambios operados en el interior del PT, ya que el partido
contó, desde su creación, con una importante base en los movimientos sociales.
En su origen, el PT, además de socialista, era identificado también por un
ideario anti-estatal. Esa característica tenía origen en dos de los grupos
principales que conformaban el partido. Por un lado, el llamado “nuevo
sindicalismo”, que había surgido con la propuesta de procesar sus demandas y
mediar en el conflicto capital-trabajo no a través de las estructuras estatales
corporativas instituidas en la era Vargas (y nunca reformadas en lo
fundamental), sino a través de la lógica impersonal del mercado. Otro grupo
importante para la conformación del partido fue la izquierda anti-stalinista,
que desconfiaba de las relaciones con el Estado, así como de la burocratización
del aparato partidario, y apostaba por eso a la construcción de base en el seno
de la sociedad civil.
Para
varios comentaristas, el lulismo alteró fundamentalmente ese proyecto
originario del PT[9]. Es
preciso observar, sin embargo, que los cambios en la orientación del partido
datan de antes de la llegada de Lula al gobierno. La dirección que gana el
control a mediados de los años 1990 pone en marcha un proceso que acercará la
estructura interna a la propuesta de organización partidaria clásica, en
detrimento del participacionismo (Ricci, 2010). Aunque se preocupe en mantener
alguna dinámica participativa – el PT es el único de los grandes partidos
brasileños que elige por voto directo de sus militantes a su dirección
partidaria – el sentido general de la trayectoria del partido percibido por la
amplia mayoría de los observadores es el de progresiva profesionalización de
sus dirigentes, en un contexto de participación en disputas electorales cada
vez más caras, a un punto tal que, para los críticos, el partido hace mucho que
dejó de lado la centralidad atribuida al debate interno y se convirtió en una
"máquina de ganar las elecciones".
El
proceso refleja fielmente el dilema, tal como descrito por Adam Przeworski
(1985), enfrentado por los partidos socialistas de cara a la decisión de tomar
parte en la disputa electoral en el marco de una democracia representativa.
Durante los años de formación, el PT cultivó el respeto a la autonomía de los
movimientos sociales como un trazo fundamental de su actuación. En paralelo, su
dirección sentía la necesidad de reforzar aquello que Marcos Novaes califica “a
razão de ser dos partidos de massa: buscar a hegemonia da representação e a
direção do processo político” (Novaes, 1993, p. 220). Esa indefinición
contribuyó por mucho tiempo para que las divisiones internas fueran evitadas, o
postergadas. Poco a poco, sin embargo, la real perspectiva de conquista del
gobierno federal actuó como fuerte incentivo para que el partido concentrara
sus fuerzas en la disputa electoral, abrazándola sin reservas y sepultando
cualquier vestigio de su carácter anti-institucionalista original. El partido
se hace más catch-all, lo que ocurre
en detrimento de la participación y movilización de base. Novaes observa que,
aunque la militancia del PT no se diera cuenta, tal proceso no es exactamente
nuevo:
(...) a base do partido parece não atentar para... o
exemplo de partidos operários europeus — cujo fervor revolucionário esmaeceu à
medida que as burocracias partidárias descobriram na rigidez da ideologia de
classe estorvo à realização das amplas possibilidades abertas pelo bom
desempenho eleitoral (Novaes, 1993, p. 236)[10].
Ricci
observa que la emergencia del lulismo coincide con el momento en que no solo el
PT, sino los propios movimientos sociales surgidos en los años 1980 “caminaban
hacia su institucionalización, alterando, en la práctica, el ideario
anti-institucionalista que los caracterizaba”. A partir del marco jurídico
creado por
Los sindicatos siguieron sendero semejante. Es cierto que
tuvieron, bajo Lula, la preeminencia esperada de un gobierno liderado por un
ex-sindicalista y formado por muchos ex-sindicalistas, aunque el balance de su
actuación sea motivo de controversia. La crítica principal que se hace al
lulismo desde el área laboral es que las políticas desarrolladas
progresivamente por el Gobierno van en la dirección opuesta a las posiciones
históricas del PT. El PT, junto a
Durante el primer mandato de Lula, además de la
tolerancia inicial de que gozaba por el efecto simbólico de su elección, las
altas tasas de desempleo generaban un ambiente muy poco propicio para la
movilización laborista. Conforme la economía vuelve a crecer, el sindicalismo
empieza a vivir una reafirmación, con la ampliación del número de sindicatos,
número de trabajadores afiliados y, por supuesto, aumentos salariales. Los
observadores se dividen entre aquellos que atribuyen lo que fue, en general,
una época de relativa calma en el mundo del trabajo a la satisfacción de sus
demandas y a un acceso sin precedentes por parte de cuadros sindicales a las altas
posiciones del Estado; y otros que subrayan la existencia de un flujo de
recursos financieros públicos de inédita dimensión dirigido hacia los
sindicatos, generando un ambiente de complacencia y prácticamente ninguna
oposición en relación a las políticas del gobierno.
La
creación de diversas instancias tripartitas de diálogo, como el Foro Nacional
del Trabajo, las Conferencias Nacionales del Trabajo y el Consejo de Desarrollo
Económico y Social, dividen igualmente opiniones. Están los que entrevén democratización
social, y también aquellos que enfatizan los aspectos negativos de lo que sería
una guiñada neocorporativista, en contradicción con lo que siempre había
predicado el PT.
Rudá
Ricci destaca que la articulación entre los diversos intereses tiene como eje
el Estado, que asume el papel de protagonista de la acción pública. Subraya
que, aunque se mantengan instancias de diálogo institucional con los
movimientos sociales y los sindicatos, estos tienen su autonomía frente al
Estado afectada, ya que la relación, en las más de las veces, deriva hacia el
establecimiento de asociaciones y convenios, mediante la remuneración
pecuniaria del Estado, sin que esos actores sean de hecho incluidos en los
procesos de toma de decisiones. El autor identifica una tradición en la
izquierda brasileña de tener al Estado como “demiurgo” del desarrollo nacional
y llega a hablar de una “estatalización de la sociedad”:
(...) o lulismo dá continuidade a esta leitura
tradicional da esquerda brasileira e rompe com o que havia de mais inovador no
petismo. Neste sentido, reaproxima a prática das esquerdas às práticas das
elites políticas do país. Assume, assim, contornos conservadores em relação à
prática política. E torna-se refém da busca permanente de popularidade,
justamente porque os canais de contato direto do governo com a base social do
país são obstruídos pela gestão altamente centralizada. (Ricci, 2010; p.45).
La
excepción más notable de ese proceso de “estatización” de los movimientos
sociales tal vez sea el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST), que
mantuvo gran independencia durante todo el periodo. En tanto, ese Movimiento
pasa por un visible debilitamiento durante el gobierno Lula. Muchos observadores atribuyen a Bolsa Familia, en particular, y a la mejora relativa de la
situación que enfrentan los sectores más pobres, en general, un movimiento de
deserción de parte de las posibles reservas de excluidos para la ampliación del
MST. Aunque absolutamente insatisfechos con los resultados de la política
oficial de reforma agraria, los directivos del movimiento tuvieron que mantener
relaciones ambivalentes con el gobierno por necesitarlo para avanzar con la
agenda de los asentamientos y las políticas públicas volcadas a devenir
económicamente viables a los agricultores ya asentados.
La observación de la desmovilización de los movimientos
sociales se coaduna con la idea de que Lula habría construido una relación
directa con las masas. En ese sentido, una de las
interpretaciones más interesantes es la de Singer, que ve a Lula constituyendo
la representación de los amplísimos sectores que no pueden representarse a sí
mismos, mediante una conjugación de orden y distribución. Este punto es
central, pues para el autor el lulismo supera resistencias duraderas de la
población más pobre en relación al PT y a
Nuestra interpretación: el lulismo como expresión de la
escisión entre la sociedad y el sistema político, y, a la vez, de su
recomposición
La tercera interpretación es nuestra propia hipótesis,
que está más próxima de la segunda que de la primera. La hipótesis es que el
lulismo expresa (emerge en) la escisión entre la sociedad y el sistema
político, al mismo tiempo que constituye su recomposición. Si bien expresa esta
escisión de un modo muy especial, no populista - no la expresa oponiendo discursivamente
el pueblo al palacio, la gente común a las élites. El momento crítico, el
divisor de aguas de este proceso, fue por supuesto la crisis del mensalão de 2005. Ahí la escisión se
consolida porque, en tanto Lula fue preservado de toda sospecha y del desprestigio
(tal vez por un mecanismo del tipo “si el zar lo supiera”), el sistema político
no lo fue. En verdad, con el mensalão,
el PT, que era la excepción hasta ese momento, queda maculado a los ojos de una parcela significativa de la
sociedad. Como siempre tuvo parte de su diferencial en la bandera ética, se
convierte en ese momento en más de lo mismo. Pero ¿por qué la separación
sociedad y sistema político no resulta explosiva? En parte porque Lula llena la
brecha. Lula es institucional (Couto, 2011) y no se enfrenta a la clase
política, no explota ese descontento para ganar apoyos. En rigor, Lula
reestablece el nexo entre la política convencional y la sociedad, por lo que
sustentamos que el lulismo es precisamente eso, el filamento incandescente que reconecta
sociedad y política convencional.
El
lulismo no es adversativo. Para gobernar la morfología política brasileña, en
el marco de la cultura política brasileña, conflicto fóbica y acomodaticia,
Lula no necesitaba para nada de adversatividad.
La relación de Lula con la clase política tradicional, con los empresarios, con
el establishment, en suma, fue de
composición. También porque el cambio de orientaciones, de políticas y de
aliados impedía esa adversatividad,
so pena de caída en el ridículo. El lulismo
se desprendió de los blancos de adversatividad
tradicionales del petismo, y no los
reemplazó por otros. Así Lula, pai dos
pobres, los protege pero ¿de qué o de quiénes? Juan Lucca (2011) observa
que Lula en los momentos álgidos ni siquiera les ponía nombre a los
adversarios. Esto constituye una diferencia con relación a
Además,
el petismo es una identidad, el
lulismo no. Y Lula no es un liderazgo del PT mayor que el PT; es un liderazgo
diferente al PT mayor que el PT. La adversatividad tan distinta presentada por
lulismo y petismo es central, ya que
permite diferenciar a ambos. Incide ahí una cuestión discursiva relevante.
Mientras que en el PT, sea por convicción, sea por hábito vacío, todavía se
sigue apelando a la noción de lucha de clases para su formulación de la
realidad política, Lula opera en el ámbito de la concertación pluriclasista
(Ricci, 2011) y tiene discursivamente a los desposeídos como pobres, no como el
proletariado. El Lula de 1989 (y el de antes), claro está, no tenía esa
adversatividad tan tibia. Lula realiza una transición bastante amplia en ese
sentido, primero convenciéndose, en 1989, de que podría realmente llegar al
poder por la vía electoral y luego incorporando la noción de la importancia de
la conquista del centro en la disputa de elecciones mayoritarias, hasta llegar
al “Lula paz y amor” de los comicios del 2002, en la elección que lo consagra
presidente (y que consagra la transformación de Lula) por un margen de votos
muy superior al del PT.
El
partido camina en la misma dirección, pero en el marco de un proceso con
importantes distinciones. La alianza con fuerzas partidarias de centro y
derecha, a partir de la elección de 2002, y la adopción de medidas, una vez en
el gobierno, que divergían del histórico programático del partido, habían sido
precedidas por la conquista del liderazgo partidario por parte de los sectores
moderados. El partido tiene que lidiar, sin embargo, con un dilema. Si, de un
lado, ve aumentar su apoyo electoral a medida que se acerca al centro, de otro,
es presionado por la militancia histórica, que le confiere diferencial de
partido programático, a mantener una ideología de izquierda. La solución
encontrada – a pesar de los esfuerzos de actualización programática – es el
mantenimiento de una carta de principios en la cual, comenzando por la
propuesta de transición para el socialismo, muy pocos son los que aún creen.
Así, el PT hace su propia transición rumbo a la moderación, pero Lula va más
allá de ella. Y lo hace, por las razones indicadas, con un gran margen de
maniobra en relación al partido.[11]
Evidentemente,
puede haber determinadas coyunturas que exijan adversatividad (y algo de populismo). En 2006 Lula había sufrido un
golpe al no ganar en la primera vuelta; para reponerse y no entrar debilitado
en la segunda Presidencia necesitaba algo más que ganar, necesitaba una
victoria concluyente. Se apela entonces a una súbita ideologización del debate
(no en el sentido de un registro de izquierda, sino de una suerte de
nacionalismo estatista), que va en contra de toda la tendencia anterior de su
actuación, desde la campaña del 2002. ¿Algo semejante había ocurrido en la
crisis del mensalão? Lula tuvo
un impulso de apelar a las calles y a la sociedad civil organizada apostando en
la división de la sociedad, pero lo refrenó.
¿Podemos
hablar del lulismo como de una identidad no adversativa? Nos parece que hasta
ahora no. Lula no ha hecho un esfuerzo de interpelación identitaria, el lulismo
no es una identidad, es un liderazgo popular. El experimento clave de este
liderazgo de Lula fue la proyección y el triunfo de Dilma. La inobservancia de
una interpelación identitaria por el lulismo se conjuga con la característica
histórica del país de que los sectores populares tienen extrema dificultad para
desarrollar identidades horizontales. O’Donnell (1984)
apunta a la serialización de la sociedad brasileña y observa:
(…) simplemente, ha habido poco a re-presentar en la
política de una sociedad en la cual “los de abajo” no han logrado formas de
organización ni identidades políticas relativamente autónomas de las clases y
sectores dominantes. (O’Donnell, 1984, p.33)
En
ese sentido, el lulismo debe ser visto bajo la perspectiva de la trayectoria
histórica de la sociedad brasileña desde la redemocratización. La recuperación
de la democracia por la sociedad, que tuvo como marco jurídico y político
principal
Lo que desarrolla Lula en el
gobierno no consiste en un modelo redistributivo ni de poder político ni de
poder social. Al lado de la desmovilización que representó su gobierno, tampoco
cualquier reforma estructural fue implementada. Sin embargo, tiene un elevado
potencial de creación de condiciones para la redistribución social y política,
al incluir, entendemos que irreversiblemente, a las masas a la ciudadanía tanto
política como social. O sea, va en la tradición brasileña de acomodación de
intereses, más que en la del conflicto. No obstante todas las limitaciones, se
trata de una novedad extraordinaria, porque los intereses que se acomodan, aún
constituidos desde arriba, son los de las masas antes excluidas.
El
desafío nunca superado de la incorporación de la vasta mayoría de la población
a la comunidad política tiene como uno de los obstáculos principales,
evidentemente, la pobreza material que dificulta enormemente la movilización y
la propia representación política. La ampliación de la agenda pública con el
lulismo y la introducción de un conjunto básico de derechos efectivamente
garantizados puede contribuir para el “empoderamento” (empowerment) de las
masas de Brasil, en el sentido de dotarlas de las condiciones preliminares de
organizarse para a exigir la completa ciudadanía social. Por otro lado, ese
proceso es conducido nuevamente “desde lo alto” y desde el interior del Estado,
que, como se sabe, actuó históricamente – corporativismo y clientelismo
mediante – en el sentido del bloqueo y ocupación del espacio social.
El
lulismo en el gobierno, ¿combinó las cuatro gramáticas políticas brasileñas de
Edson Nunes (2003) (clientelismo, universalismo de procedimientos, aislamiento
burocrático, corporativismo)? Sí, como otros gobernantes en el pasado, sobre
todo los más exitosos, como Getúlio Vargas o Juscelino Kubitschek, y también su
antecesor y blanco de comparación más frecuente, FHC. La corrupción puede ser
rampante, como insiste la opinión pública, pero es acotada en el sentido de que
áreas clave quedan bien preservadas. Sí está en vigor un capitalismo de lazos
(Lazzarini, 2011), densas redes accionarias público-privadas. Pero a
diferencia, por ejemplo, de los nexos argentinos, los lazos brasileños están
más institucionalizados y son menos particularistas. Y en general se puede
decir que la burocracia brasileña, por debajo de la capa que es loteada,
presenta niveles razonables de eficiencia y honestidad (Nunes, 2003). La
sempiterna tradición de las burocracias brasileñas, bifurcadas en áreas de
eficiencia aisladas y cotos clientelares de caza, parece gozar de buena salud
hasta ahora. Para Edson Nunes:
(...) é curioso que os períodos politicamente mais
tensos do Brasil contemporâneo tenham sido aqueles em que o equilíbrio entre as
gramáticas esteve comprometido por governos que enfatizaram uma ou duas
gramáticas particulares. (...) Os grandes malabaristas do passado, Getúlio e
Juscelino, mantiveram o sistema em certo equilíbrio. (Nunes,
2003; p. 161)
Lula,
así como FHC, no hay duda, figuran entre esos grandes malabaristas. La
heterogeneidad estructural y el presidencialismo de coalición (Abranches[12]),
y la coexistencia de las diferentes gramáticas políticas, de Nunes, son
construcciones teóricas que se aproximan en su caracterización de la morfología
política brasileña, cuando traen al primer plano la oposición entre capas y
prácticas “tradicionales” y “modernas” que coexisten.[13]
La pregunta que se coloca es, evidentemente, sobre los
límites que la preservación de un sistema político de naturaleza clientelista y
patrimonialista impone a la reducción de las disparidades en un orden
democrático y al propio desarrollo del país. El lulismo suma a ella nuevos
interrogantes: ¿en qué medida la garantía del nivel mínimo de derechos sociales
a la población, que parece consolidarse, altera ese status quo, llevándola a buscar activamente la afirmación de su
ciudadanía? Y ¿qué consecuencias son traídas para el extravagante equilibrio
sincrético de “gramáticas” aparentemente incompatibles, tal como propuesto por
Nunes (2003), de la emergencia de ese actor? Si
el lulismo es inseparable del dinamismo socioeconómico de los sectores
populares brasileños en la última década, lo más importante es colocarlo en el
marco de las culturas y de los imaginarios de las clases populares. Como ya hemos
mencionado, entre 2003 y 2008, cerca de 32 millones de personas dejaron las
clases D y E (Neri et al., 2010; Barros, et al.,
2009). Son personas que indudablemente tienen lazos de
profunda identificación con Lula y con su trayectoria de vida. No son personas
politizadas o que profesen cualquier ideología, sino absolutamente pragmáticas,
como la propia obra política de Lula en el gobierno. Su llegada a la ciudadanía
no fue determinada por una construcción colectiva volcada a la garantía de
derechos, sino por un incremento en los niveles de consumo (Ricci, 2010). No
disponiendo de capital cultural, dependen exclusivamente de la fuerza de su
trabajo para mantenerse en el umbral recientemente alcanzado – y de eso no
tienen ninguna garantía (v.g. los batalhadores
de Souza, 2010).
Consideraciones finales
De
las discusiones anteriores, tal vez la
conclusión más importante que se pueda desprender tiene que ver con la
morfología social histórica brasileña y con los imaginarios populares. En la
sociedad brasileña el progreso individual tiene prevalencia sobre la lucha de
clases y es fuerte la idea de ascenso social individual, más que la de conflicto
social (Brasil es una sociedad excluyente pero a la vez la movilidad social es
intensa). El éxito del lulismo está en que
“realiza” el imaginario de movilidad social popular, el de un cambio no
conflictivo. Por otra parte, la historia del mismo Lula, del nordestino migrante, facilita esta
identificación, de luchador que logra ascender desde muy abajo y por su propio
esfuerzo. El lulismo expresa y vehiculiza la realización de ese ascenso social,
lo “hace posible” y se identifica con él. La gestión de Lula ha sido una
gestión de muy intensa movilidad social, y es importante tener claro que lo que
ocurrió en esos años fue ascenso social
y no la consolidación de una clase, ya que, en general, los que mejoraron
sus condiciones de vida no consolidaron su posición social, sino que
“ascendieron”. Tanto es así que se “inventó” la clase C y se discuten sus
formas.
Ya
se notan las profundas conmociones sísmicas sociales, políticas y – no menos
estrepitosas - culturales de la emergencia de esa “nueva C”. Se discute, por
ejemplo, si, una vez consolidado y mayoritario, este extracto reforzaría su
supuesto conservadurismo innato. Y la
ironía es que algunos de los involucrados en los movimientos políticos que
propugnaran, en la historia reciente del país, por la conquista para los
sectores populares de las mínimas condiciones para definir sus intereses e
identidades, siendo capaces, finalmente, de tener voz en la discusión sobre qué
tipo de sociedad sería posible y deseable construir, ahora – aunque por motivos
opuestos a los defensores del status quo
- no aprueban lo que ven y escuchan. Abundan las acusaciones de que Lula
despolitiza la cuestión de la desigualdad, de que no respetó el mandato
recibido de las urnas o que – en síntesis – el lulismo es regresivo para la
constitución de una identidad popular horizontal. Pero, ¿Lula no sería, antes
de todo, un inigualable intérprete de la voluntad popular?
Tal
vez en algunas de las políticas de su gobierno se pueda encontrar una
respuesta. El Bolsa Familia conquistó
alguna fama internacional y es tomado muy a menudo como el programa símbolo de
las administraciones Lula y de su éxito. Sin embargo, proponemos aquí que el Pro
Uni tal vez lo represente aún más fidedignamente, por incorporar una serie de
contradicciones, sus superaciones y, al final, conquistar el éxito (que la
sociedad brasileña podría esperar honesta y razonablemente en ese campo en
aquel momento). El Pro Uni, como se sabe, subsidia el acceso de alumnos de
familias de bajo ingreso a las universidades privadas, por medio de la
introducción de la exigencia de contrapartidas por renuncias fiscales para la
rama de la educación privada que desde hace mucho ya estaban en vigor. Para ser
implementado Lula tuvo que vencer, de entrada, la convicción ideológica de su
partido que no admitía la idea de la privatización de la educación y de que
esta no fuera garantizada como un derecho universal.
Las
universidades públicas, que tradicionalmente sirven a las clases medias, en lo
que es generalmente considerada una enorme distorsión social, doblaron su
oferta de vacantes durante los dos gobiernos de Lula. Asimismo, en un intento
de democratización algo polémico, fueron introducidos cupos raciales y, en
algunos casos, de nivel de renta. Aun así, la oferta de vacantes es muy inferior
a la demanda. Además, hay fortísimos intereses privados, sin lugar a dudas, por
detrás del programa – basta recordar que el ministro de relaciones institucionales
de gran parte del segundo mandato es un exitoso empresario del ramo de la
educación privada. De una manera u otra, el programa posibilita que 600 mil
jóvenes tengan acceso a un curso de nivel superior – de mala calidad en la amplia mayoría de los
casos, es verdad, pero al fin y al cabo, un curso superior. Desde el punto de
vista del desarrollo social de mediano y largo plazo tal vez sea uno de los
mayores éxitos de su administración. Aunque la frase de Otto Von Bismarck - “la
política es el arte de lo posible” – fuera comúnmente citada por FHC, fue Lula
quien la llevó hasta las últimas consecuencias.
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NOTAS
[1] Esta evaluación es más o
menos consensual entre las tres interpretaciones; lo que ellas no comparten es
en qué grado el nuevo modelo trajo nuevos constreñimientos al desarrollo,
particularmente en lo que se refiere a la supuesta explosión del endeudamiento
público y la “adicción” de la economía brasileña a las altas tasas de interés.
Aunque la deuda no sea tomada como un factor de desestabilización económica, parte
de las interpretaciones si la considera un fuerte factor de restricción al crecimiento.
[2] La llamada Carta ao Povo Brasileiro fue un
documento divulgado por la cúspide petista
durante la campaña presidencial del 2002, con el objetivo de tranquilizar a los
mercados financieros que, temiendo el
éxito electoral próximo de Lula, promovían una fuga de capitales del país.
[3] Brasil adopta oficialmente,
para la definición de pobreza y pobreza extrema, el criterio del Banco Mundial,
que caracteriza como pertenecientes a las dos categorías los individuos con
ingresos menores que US$ 2 y US$ 1 por día, respectivamente.
[4] Ver Barros et al. 2009; Neri
et al., 2010
[5] Ver Anderson, 2011
[6] Ver Cardoso, 2009; Fausto,
2010.
[7] En trabajo específico sobre
la corrupción en el Partido dos
Trabalhadores, Wendy Hunter (2007) afirma: “O apoio financeiro empresarial é considerado o mais decisivo nas
campanhas presidenciais. A
falta de recursos econômicos sugere o porquê de o PT ter se sentido pressionado
a recorrer aos esquemas de ‘caixa dois’ nos municípios onde controlava a
prefeitura. (...) é inegável
que os outros partidos se comprometeram com a prática do caixa dois. Porém, meu
argumento é que o PT estava sob pressão excepcional para planejar tais esquemas
e participar deles, já que não desfrutou do influxo de fundos legais dos
grandes empresários disponíveis aos seus concorrentes.” (Hunter, 2007).
Con la llegada al gobierno federal, el Partido vive la continuidad de los
mismos dilemas oriundos de su posición singular en el sistema político: “o PT queria montar um governo sem
respeitar as regras informais do presidencialismo de coalizão.”.
Sobre
si el gobierno Lula habría sido más o menos corrupto que los anteriores, es muy
incierta cualquier afirmación. Lo que hay de “científico” al respecto- son los
rankings de Transparencia Brasil y Transparencia Internacional, que no apuntan
cambios importantes durante el gobierno Lula. Pero incluso estos rankings
padecen, por la propia naturaleza del fenómeno que buscan mensurar, de
debilidades metodológicas de difícil superación.
[8] Ver Ricci, 2010
[9] Ver Ricci, 2010.
[10] Acerca de la dilución
ideológica de los partidos socialistas y de los incentivos para el progresivo
abandono de la organización de los trabajadores como clase, en el contexto del
acuerdo social amplio de la social-democracia, véase también Esping-Andersen
(1990).
[11] Definir
programaticamente el lulismo es tarea difícil y los resultados son muchas veces
borrosos debido a su sincretismo. Se puede argumentar que lulismo presenta
algunos rasgos básicos socialdemócratas (Pinho, 2011). (Ver Ricci, 2010). En líneas bastante generales, él comparte con
la social-democracia el llamamiento a la reforma democrática del capitalismo en
la búsqueda de mayor justicia social y equidad, en línea con lo que fue
defendido por Kenneth Roberts (2008) para caracterizar parte de la izquierda latino-americana
que alcanza el poder a partir de la década de 1990. Ricci (2010), por su parte,
entrevé en el lulismo trazos de social liberalismo, que él describe como la
articulación entre “a herança liberal
clássica e a proposta programática socialista (mais declaradamente
social-democrata)”. Según el autor, el social liberalismo se distingue del
neoliberalismo al enfatizar la regulación estatal aunque esta signifique
confrontación con los intereses del capital, incorporando la teoría de las
fallas de mercado para evitar la acción predatoria y la competencia desleal.
Lastrado en autores tan dispares como John Meynard Keynes y Norberto Bobbio, el
social-liberalismo representaría, sin embargo, una tentativa de superación de
la dicotomía presentada por el segundo, entre libertad e igualdad, como las
características que distinguen contemporáneamente izquierda y derecha. El
propio Ricci admite, no obstante, que “tal
aproximação, contudo, não é absolutamente fiel ao lulismo, dada a peculiaridade
de matrizes políticas que o forjou” (Ricci, 2010; p. 19).
[12] Abranches asocia la heterogeneidad estructural de su
presidencialismo de coalición a un cuadro en que “acumulam-se insatisfações e frustrações de todos os setores, mesmo
daqueles que visivelmente têm se beneficiado da ação estatal” con la “multiplicação
de demanda e a proliferação dos incentivos e subsídios” y el “resultado, aparentemente contraditório, de
limitar progressivamente a capacidade de ação governamental”. El
texto de 1988, como se sabe, abre el camino al ciclo de diagnósticos sobre la
ingobernabilidad. Aunque su teorización sobre el presidencialismo de coalición
permanezca en boga, está en ese otro sentido hoy datado, como el propio éxito
político del gobierno Lula ahora lo reafirma.
[13] Aquí nos parece necesario registrar que uno de los méritos del texto de Nunes (2003) sea el de romper con dicotomías, como la de atraso – modernidad, e proponer una interpretación de Brasil a partir de un sincretismo múltiple y no binario.