Lulismo, gobierno de Lula y transformaciones de la sociedad brasileña: los términos del debate interpretativo*

Vicente Palermo**

 Thiago Melamed de Menezes***

*Una versión inicial de este artículo fue publicada en la revista Temas y Debates, núm. 23, de junio de 2012.  Las opiniones expresas en el artículo son de exclusiva responsabilidad de sus autores.

** Sociólogo por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid. Correo electrónico: vicentepalermo@gmail.com

***  Alumno de la Maestría en Investigación en Ciencias Sociales de la UBA y funcionario del Ministerio de las Relaciones Exteriores del Brasil. Correo electrónico: thiago@brasil.org.ar

Artículo recibido: 26-06-12  Artículo aceptado: 30-09-12

 

Resumen

Con el éxito que, en general, se le atribuye a las dos gestiones de Lula, a partir del 2003, el debate acerca del llamado lulismo de a poco desplazó lo que era hasta entonces una atención puesta en el Partido de los Trabajadores (PT), para focalizarse en Lula y su liderazgo. Apoyándose en la literatura sobre el tema, el artículo examina distintas interpretaciones existentes, con el cuidado de distinguir entre las tesis respecto a las condiciones de posibilidad del lulismo y su análisis como fenómeno político.

En relación a las primeras, son enfatizadas  cuestiones como las distintas visiones acerca del modelo de acumulación que estuvo en vigor y de las políticas de redistribución de ingresos adoptadas durante sus dos administraciones. Se observan divergencias a la hora de determinar en qué medida el gobierno Lula siguió el modelo implantado por la administración que lo antecedió y a qué se debería su mayor éxito político.

En lo que atañe al segundo, las perspectivas divergen entre considerar el lulismo un nuevo ropaje para prácticas de ocupación y loteamento del gobierno y verlo como un fenómeno de liderazgo que aportaría importantes contenidos de política. Los autores también presentan su propia hipótesis.

Palabras clave: Lulismo; Partido dos Trabalhadores; Brasil; Liderazgo político

 

Abstract

Along with the success that is generally attributed to the two Lula’s administrations starting in 2003, the debate about the so called lulism has gradually displaced what was until then an attention to the Worker's Party (PT), to focus on Lula and its leadership. Resting on the Literature on the subject, the article examines different existing interpretations, distinguishing between thesis regarding the conditions of possibility of lulism and its analysis as a political phenomenon.

In relation to first ones, issues such as the different visions about the accumulation model that was in force and the policies of redistribution of income adopted during its two administrations are emphasized. Differences are observed at the time of determining to what extent Lula’s government continued the model implanted by the preceding administration and what would explain its greater political success.

With respect to the second, perspectives diverge from considering lulism a new disguise for practices of occupation and partisan partition of government to regarding it as a phenomenon of leadership that adds important contents of politics. The authors also present their own hypothesis.

Keywords: Lulismo; Workers Party; Brasil; Political leadership

 

Al final del 2010, cuando Lula finalizó su  segunda gestión,  muy a menudo se le atribuía éxito a su gobierno. Señales que fundamentaban dicha percepción eran la popularidad record en las encuestas de opinión y la elección de su delfín, Dilma Rousseff.  Se podría afirmar que lo que  experimentaba el país en materia de avance económico e inclusión social sin grandes conflictos con el  capital generaba curiosidad de parte de la comunidad internacional, como si se hubiera logrado urdir un golpe de magia cuya receta es de interés universal conocer. Asimismo, Brasil, en las décadas anteriores siempre muy vulnerable a las inestabilidades económicas internacionales, había atravesado la crisis que tuvo inicio en el 2008 con daños relativamente modestos. Y para magnificar esa sensación de optimismo, en poco más de un año, el país salió vencedor en las disputas por recibir los juegos olímpicos y el mundial de fútbol, los dos más importantes eventos deportivos internacionales.   

Al principio de su mandato, sin embargo, Lula – primer obrero en llegar al poder en Brasil, de las manos de su Partido de los Trabajadores - era portador de expectativas de cambios sociales profundos, que no se operaron -  por lo menos no inmediatamente y con la inflexión esperada por la parte de la sociedad que había apoyado la construcción política de su partido. El flamante gobierno tuvo que verse con la crítica acerba de parte de su base de apoyo histórico, que se sentía traicionada. Entre esos respaldos tradicionales, no fueron pocos los cuestionamientos sobre la política macroeconómica del gobierno. Las crisis políticas, igualmente, fueron severas, en especial aquella enfrentada por el gobierno en el 2005. Por qué sendero Lula y su gobierno lograron superar estos retos importantes para terminar el mandato bajo un clima consagratorio es una cuestión que evidentemente suscitó curiosidad general.

Un análisis preliminar de la bibliografía sobre el período alcanza para darse cuenta de que el gran interés antes puesto en la experiencia del Partido dos Trabalhadores de a poco se traslada a la figura de Lula, su liderazgo, los logros y contradicciones de su gobierno. Muchos de los comentaristas asocian esa transferencia de interés a un  progresivo debilitamiento del partido y a un fortalecimiento de la autoridad de Lula, y es en ese sentido que de a poco se empezó a hablar de “lulismo”. El propósito de nuestro artículo es el de examinar distintas interpretaciones sobre el lulismo, abordajes que combinan elementos económicos, sociológicos y politológicos. A tal efecto, el artículo está dividido en dos partes; primeramente discutiremos las condiciones de posibilidad del lulismo según diversas interpretaciones centradas especialmente en las vicisitudes del modelo de acumulación y las políticas de redistribución de ingresos; en la segunda parte, lo analizaremos como fenómeno político, y desplegaremos nuestra propia interpretación sobre el mismo.

 

Interpretaciones sobre las condiciones de posibilidad del lulismo

El lulismo se construye en el contexto de una transformación modernizadora - básicamente los años FHC (Fernando Henrique Cardoso) - que lo hace posible. Al mismo tiempo, este proporciona a aquel proceso de transformación lo que no consiguió FHC: su legitimación social y democrática. Las tres interpretaciones que presentaremos parten de un presupuesto básico común: entienden que el lulismo se desarrolla sobre un nuevo patrón de acumulación del capital que, en un comienzo, fue establecido por el gobierno FHC y luego se extendió y consolidó durante la administración Lula. Esta mutación liberó al Estado y a la economía de las principales llagas que los afectaban desde la década del 70 y, particularmente en los 80, sentando las bases para un largo período de estabilidad con (más o menos modesto según los años) crecimiento económico.

El punto de inflexión lo constituye el Plan Real. Este ha proporcionado, desde 1994, condiciones macroeconómicas estables posibilitando el incremento del ingreso de los estratos más bajos, bien como una expansión continua del mercado crediticio, incluido allí -más recientemente- un boom del crédito popular.[1] A su vez, todo ello fue la condición de posibilidad de los ocho años de Lula que culminaron tan exitosamente con un nuevo triunfo y Dilma Rousseff en la Presidencia. Sin embargo, como lo diremos en la segunda parte, este proceso que arranca en 1994 ha sido también condición de posibilidad del margen de maniobra de la presidencia de Lula frente al PT.

Las tres interpretaciones que se presentarán a continuación versan sobre algunas condiciones de posibilidad del lulismo. No sobre el lulismo en cuanto fenómeno político, que será discutido en la segunda parte del artículo, sino sobre las orientaciones del gobierno de Lula que permitieron que el fenómeno ocurriera. Las divergencias aquí residen en la tentativa de determinar en qué medida el gobierno Lula siguió el modelo implantado por la administración que lo antecedió y a qué se debe su mayor éxito político.

 

La interpretación de la continuidad esencial del modelo, complementado con más política social.

La primera línea interpretativa sostiene que el gobierno Lula siguió fundamentalmente el modelo implantado a partir del gobierno Collor y consolidado en el gobierno posterior, de FHC, y lo complementó, en el margen, con un incremento de política social. De acuerdo con esa interpretación, Lula y su gobierno representarían, en lo esencial, una continuidad en lo que se refiere al modelo de acumulación y política distributiva. Lula habría dado seguimiento al proceso de apertura y liberalización, caracterizado por las privatizaciones, la quiebra de monopolios del Estado en la economía (hidrocarburos y minerías, entre otros), la desregulación de los mercados de trabajo y financiero y el repliegue de la presencia del Estado en las actividades de producción directa. En teoría, se buscaba una  mayor competitividad, que provendría de la apertura a la competencia internacional de una economía antes cerrada - la economía del modelo de sustitución de importaciones.

Esa línea interpretativa enfatiza una transición programática abrupta y radical que habría sido realizada por Lula y el PT. Partiendo de propuestas de cambios profundos e inmediatos en el modelo económico, respaldadas hasta poco antes de la llegada al poder, ambos habrían virado, a partir de la célebre “Carta ao Povo Brasileiro[2], hacia la defensa de los contratos y las reglas del juego establecidas. Programas anteriores del Partido, esbozados en documentos como “Concepções e diretrizes do programa de governo do PT para o Brasil: a ruptura necessária”, de 2001, prometían una ruptura con el “modelo neoliberal”, denunciando asimismo los acuerdos con el FMI. Proponían, en ese sentido, una alteración profunda centrada en el fortalecimiento del mercado interno - “mercado de consumo de masas” – y medidas de fuerte cuño redistributivo, tales como la reforma del sistema tributario con orientación progresiva y la siempre postergada reforma agraria. Ampliamente tomada como punto de inflexión, la “Carta”, en cambio, aunque mantenga la promesa de operar un “cambio del modelo”, introduce el compromiso de “respeto a los contratos y obligaciones del país” y rechaza salidas “voluntaristas” para la crisis económica y social que atribuía al modelo entonces vigente.

La interpretación que privilegia el supuesto “continuismo” subraya el mantenimiento, bajo Lula, de la tríada de la política macroeconómica heredada de FHC: metas de inflación, cambio flotante, y superávits primarios (antes del pago de intereses). Los autores que sostienen el continuismo son tanto críticos como defensores del mismo. Para los críticos de ese modelo macroeconómico, él significaba, en la práctica, el control de la inflación ejercido por una política monetaria que conducía a elevadas tasas reales de interés y, en consecuencia, a una política cambiaria de sobrevalorización del real. Otro corolario de la misma fórmula, para sus críticos, sería la necesidad de disciplina fiscal, siempre redoblada, a fin de impedir la explosión de la deuda pública, ya que su remuneración está vinculada también a la tasa de interés, el instrumento utilizado para el control inflacionario. Así, la contrapartida de las presiones fiscales creadas por la necesidad de remuneración de la deuda sería una continua expansión de la carga tributaria, con lo que se cierra el círculo - generando una tendencia a la financierización de la economía, apoyada especialmente en la deuda pública.

En verdad, esta interpretación incorpora una visión de largo plazo sobre los rumbos del capitalismo brasileño. Las cadenas industriales cuya competitividad se mantiene más allá del cambio sobrevalorado, principalmente aquellas intensivas en recursos naturales de que dispone hartamente el país (sectores de minería y siderurgia, papel y celulosa, petróleo y gas) o basadas en la escala permitida por la atención a mercados tradicionales, como el nacional y el regional (caso de la industria automotriz), logran incrementar, bajo este modelo, el nivel de inversión y expanden la producción. En cambio, los sectores anclados en productos de mayor valor agregado, y más intensivos en ciencia y tecnología son afectados por el cambio poco competitivo y experimentan un descenso continuo de su participación en las exportaciones e incluso en el mercado interno. Es la llamada especialización regresiva, que tiende a afectar el nivel de empleo y renta del trabajo, puesto que las ramas de mayor valor agregado, en general, emplean más y pagan mejor (Bruno, 2010).

Según esta primera posición, no se trata, por lo tanto, de un modelo en el que la redistribución sea endógena al crecimiento. Las mejoras, según esa interpretación, ocurrirían gracias a las políticas sociales, que compensarían parcialmente el modelo excluyente. La interpretación que privilegia la continuidad subraya la incorporación, por el Gobierno Lula, de una concepción de política social basada en las recetas defendidas por el Banco Mundial en las últimas dos décadas, que prescriben la focalización de los gastos. Subyace a ese entendimiento la creencia de que los gastos convencionales del gobierno serían poco efectivos en reducir la pobreza y principalmente la desigualdad por estar, en gran medida, destinados a los no pobres (Novelli, 2010).

Las políticas sociales, relativamente baratas, conferirían al modelo de acumulación respaldo popular y legitimidad. Los intérpretes de la continuidad pero que alientan una interpretación menos crítica ponen el acento en ellas. Tales políticas, surgidas con Cardoso y expandidas con Lula, significarían, además, el triunfo de una pragmatic market orientation que ha venido a ocupar una suerte de posición de consenso centrista, constituido, como ya ha sido apuntado por Kingstone y Ponce (2010), por tres cruciales elementos: firme compromiso con la estabilidad monetaria, abordaje flexible de la market reform agenda y compromiso para encarar la pobreza y la inequidad. Ello estaría inscripto en un implícito consenso cross-party, en que las innovaciones de una fuerza – la coalición anterior nucleada por el PSDB – ganan el respaldo de la otra y viceversa.  En esta visión, se reconoce que hay diferencias entre ambas fuerzas, pero se cree que las similitudes las superan. La administración Cardoso habría implantado en el gobierno federal innovadoras reformas en salud y educación, algunas originadas en gobiernos estaduales o municipales del PT. La popularidad de algunos de estos programas habría disparado un proceso de competencia de credit claiming entre el PT y el PSDB. El ejemplo más claro sería el programa Bolsa Familia en que el PSDB se inspira en el PT de Brasilia, y luego el gobierno de Lula retoma el programa (Power, 2010).

En manos de sus críticos más fuertes, la interpretación admite, desde luego, que hubo mejorías absolutas de sustancial importancia en los sectores de menores ingresos, pero, tomando el indicador más importante, el índice de Gini, la mejora es poco significativa. Eso porque las políticas sociales implantadas no pasarían de un tímido paliativo frente a las enormes trabas a la reducción de la pobreza generadas por la política macroeconómica. Sin duda, el control de precios – objetivo principal de esta última - funciona, dado que la tasa de inflación oficial del país se mantuvo, en los ocho años del gobierno Lula, en un promedio anual de 5,78% y dentro de la meta establecida en siete oportunidades (la excepción fue el primer año de su mandato, 2003). Sin embargo, el crecimiento económico presenta el patrón de “stop-and-go” y se queda bastante abajo del promedio internacional de los demás países emergentes en el periodo y de los promedios históricos del país, aunque, como veremos en la interpretación siguiente, con importante aceleración en los últimos años.

Los partidarios de la interpretación del continuismo como trazo predominante del gobierno Lula se dividen a la hora de apuntar las razones de lo que consideran un débil desempeño económico del país en el periodo. Hay quienes, como Leda Paulani y Reinaldo Gonçalves,  lo atribuyen a características inherentes al modelo, expresamente lo referido a la financierización. Esa es también la visión de Bruno:

Sob finanças liberalizadas e acumulação rentista, a política monetária torna-se o instrumento por excelência da garantia da estabilidade financeira e de preços num ambiente macroeconômico subordinado à lógica e natureza da revalorização dos capitais na circulação bancária e financeira. (Bruno, 2010, p. 99)  

Hay otros - como Edmar Bacha, Persio Arida y Andre Lara Resende - que, al contrario, consideran que los problemas residirían en la interrupción de las “reformas estructurales” de índole liberal con el gobierno Lula y en la falta de una disciplina fiscal aún más rigurosa. Subyace a esa división una segunda, sobre la naturaleza del sistema internacional y las posibilidades de integración exitosa de los países de desarrollo retardatario. FHC defiende (lo ha hecho teóricamente y ha intentado ponerlo en práctica) que el mejor sendero para el país sería el de participar a fondo en el proceso de internacionalización y globalización, confiando en las oportunidades que surgirían de una adecuada adaptación a él. Bajo esta perspectiva, los constreñimientos de una economía globalizada son encarados mediante una integración activa, involucrando un proceso de preparación. Es cierto que Lula no revierte esa dirección. Por su parte, los críticos llaman la atención para el potencial destructivo de la libre fluctuación de las fuerzas de mercado bajo la influencia de las ventajas comparativas “naturales” y para la inestabilidad estructural del sistema, sin que, como contrapartida a las fuerzas de mercado, la actuación estatal redefina incentivos (para estimular la inversión en sectores a los que el mercado, dejado bajo su libre actuación, no llegaría), escoja vencedores, privilegie la formación de un capital nacional, etc. Evidentemente, los primeros, teóricos, “globalistas”, ven  esa crítica con desconfianza, apuntando el potencial de ineficacias, creación de privilegios e incluso refuerzo a la desigualdad que presuntamente contiene la intervención estatal en las relaciones de mercado y evocando experiencias fracasadas de la utilización de esos instrumentos en el pasado.

De un modo u otro, el problema que tiene esta interpretación, ya sea en su vertiente favorable al modelo anterior o en su vertiente crítica, es que hace descansar el éxito político de Lula en la mera continuidad, y no captura lo que Lula aporta de novedoso. Asimismo las dos vertientes tienen, al final, problemas de coherencia lógica. Por ejemplo, los críticos: ¿Cómo explican que Lula gobernara ocho años con un modelo tan defectuoso y llegara al fin del mandato en las condiciones en que llegó? Confrontados a esta realidad caen en una condición casi de “disonancia cognitiva”. A menudo, cuestionan el “éxito” del gobierno  Lula, afirmando que los avances son muy modestos, que los datos son falseados (por ejemplo, los datos de ascensión de millones a la clase media, ya que los criterios para esa clasificación son los del Banco Mundial, los menos ambiciosos, que no garantizan efectivamente condiciones de bien estar mínimas, etc.). Como no se puede negar el hecho del éxito político expreso en la popularidad del presidente, en su reelección y en la elección de Dilma, sostienen construcciones como la de la “hegemonia às avessas” (hegemonía al revés) propuesta por Chico (Francisco) de Oliveira, que si bien es sumamente elegante, no da cuenta de la mejora en las condiciones materiales tanto como simbólicas de los sectores populares:

O consentimento sempre foi o produto de um conflito de classes em que os dominantes, ao elaborarem sua ideologia, que se converte na ideologia dominante, trabalham a construção das classes dominadas a sua imagem e semelhança. (...) Estamos em face de uma nova dominação: os dominados realizam a ‘revolução moral’ – derrota do apartheid na África do Sul e eleição de Lula e Bolsa Família no Brasil – que se transforma, e se deforma, em capitulação ante a exploração desenfreada. (...) E o consentimento se transforma em seu avesso: não são mais os dominados que consentem em sua própria exploração; são os dominantes – os capitalistas e o capital, explicite-se – que consentem em ser politicamente conduzidos pelos dominados, com a condição de que a ‘direção moral’ não questione a forma da exploração capitalista (De Oliveira, 2010; pp. 26-27).

Los entusiastas de lo que sería la continuidad con el modelo anteriormente vigente parecen padecer de iguales inconsistencias a la hora de explicar el mayor éxito político obtenido por Lula. Lo debitaban, comúnmente, a la suerte de contar con un escenario económico externo benigno. Sin embargo, esta argumentación se debilitó con la llegada de la crisis económica, que se inició en el 2008, y que no derrumbó el prestigio de su gobierno. Tenemos así una popularidad que no se altera, en el marco de una continuidad en la gestión pero que debe enfrentar una crisis (con buenos resultados, dígase de pasada). El modelo, esencialmente, no sufrió cambios, pero ¿el éxito político de Lula dependió meramente de esta continuidad? Nadie ignora que entre la alicaída popularidad de FHC a su salida, y la sólida popularidad de Lula hay un salto, y es un salto que no puede ser explicado en esos términos.

 

La interpretación de la redefinición significativa del modelo.

La segunda interpretación sostiene que Lula, al incorporar novedades en términos neodesarrollistas y redistributivos que apuntan a mejoras en las condiciones de vida de las capas pobres, no se sale del modelo pero lo redefine parcial aunque significativamente. Esa visión privilegia en su análisis elementos de continuidad y de ruptura con el gobierno anterior, pero tiende a atribuir la responsabilidad por el éxito a las correcciones de rumbo y las innovaciones traídas al modelo.

Esa corriente interpretativa enfatiza una serie de condicionantes negativos con los que tuvo que enfrentarse el nuevo gobierno a partir de la asunción en 2003. En ese sentido, es comúnmente mencionada la fragilidad externa que había llevado al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, por el cual fue garantizado el aporte de recursos a las reservas internacionales del país, a cambio de la aceptación de una serie de condicionalidades que limitaban la soberanía en el campo económico. Los problemas derivados de esa situación son legados al nuevo gobierno, como el salto en la deuda líquida del sector público, el bajo crecimiento del PIB, las altas tasas de desempleo y la reducción del poder de compra del salario mínimo (había caído de US$ 110 en 1995 para US$ 80 en 2002) (De Paula, 2011). El endeudamiento público, que había saltado de un 29% del PIB para casi un 56% durante el mandato de Cardoso, generaba gran fragilidad, no solo por su montante, como también por su plazo corto y por el hecho de que esa deuda estaba vinculada, en gran medida, o a la tasa básica de intereses o al cambio (Novelli, 2010; Mineiro, 2010).

Aquel pasivo económico permitió al entonces flamante gobierno construir una narrativa de diferenciación política que destacaba la carga heredada de la administración anterior: la llamada “herencia maldita”. Bajo el peso de esos severos condicionantes negativos, el nuevo gobierno habría optado por no romper con el modelo vigente a fin de evitar una crisis económica aún mayor, que podría desdoblarse en una crisis política capaz de amenazar incluso la conclusión del mandato. Parte de la izquierda que siempre había apoyado a Lula y al PT se desilusionó y muchos militantes llegaron a romper con el partido. Consideraron que en lo esencial el nuevo gobierno daba continuidad al modelo “neoliberal”. Otra parte de la base tradicional de apoyo al petismo, más sensible a los dictámenes exigidos para la garantía de la gobernabilidad, buscaba creer que una vez que la confianza del mercado financiero fuera conquistada, el gobierno podría alterar progresivamente su agenda, aproximándola a lo que había defendido tradicionalmente el partido.

Sorpresivamente el tiempo pasó y esa división, en vez de disiparse, por fuerza de la comprobación de una u otra tesis, se solidificó: una parte de la antigua militancia no perdonó al partido por la adaptación amplia del programa una vez que ganó las elecciones, acuñando la expresión “estelionato electoral” (estafa electoral) y afirmando que se trataba del “tercer mandato de FHC”; mientras otros entrevieron en el transcurrir del mandato una redefinición significativa del modelo. Estos últimos son aquellos que dan cuerpo a la segunda visión a la que se dedica este apartado. Ellos sostienen que el gobierno Lula, después de la conquista de la confianza del mercado financiero, realmente implementó de a poco una agenda propia. Defienden, igualmente, que una importante distinción del modelo implementado, observada entre los dos gobiernos de Lula, estaría directamente relacionada al cambio de equipos en el área económica del Gobierno.

Como es sabido, en marzo de 2006, en medio a un escándalo político, Antonio Palocci fue sustituido en el Ministerio de Hacienda por Guido Mantega. Palocci, desde la campaña presidencial e inmediatamente como coordinador del equipo de transición, habría funcionado como el principal puente entre el nuevo gobierno, el empresariado y el sistema financiero. Como ministro de Hacienda, armó un equipo con nombres como Marcos Lisboa y Murilo Portugal, defensores de propuestas que, para muchos, representaban no solo la continuidad del modelo anterior, sino además su profundización. Es el caso de la autonomía del Banco Central y de las reformas tributaria y de la previsión social (Novelli, 2010; De Paula, 2011). Con el cambio de Palocci por Mantega en 2006, hubo una amplia modificación en el equipo económico, con la llegada al gobierno de nombres como Bernard Appy y Julio Gomes de Almeida (que posteriormente dio lugar a Nelson Machado). El propio ascenso de Dilma Rousseff a la jefatura de la Casa Civil, en 2005, puede ser analizado a la luz de ese proceso. Esos economistas de perfil neo y post-keynesiano provenían de la facultad de economía de la Unicamp, centro “desenvolvimentista” (desarrollista), mientras que, en el equipo anterior, la predominancia eran cuadros formados en la PUC/RJ (cuyo departamento de economía tiene notoria orientación neoclásica) y con tránsito por el sistema financiero y/o instituciones multilaterales. Por ende, bajo esa nueva hegemonía teórica, para esa línea interpretativa, el gobierno alteró significativamente su orientación.

Lo que se vio en los años siguientes fue un ejemplo de la apuesta desenvolvimentista de conjunción entre inversión y consumo. Basado en la noción keynesiana de la mayor propensión marginal al consumo de los segmentos de bajos ingresos, el gobierno partió de los programas de complementación de la renta y del fomento del crédito dirigido a los segmentos de la base de la pirámide, para generar un impulso de consumo con fuerte multiplicador económico en áreas estructuralmente deprimidas, instaurando un círculo virtuoso de inversiones de las empresas para atender al consumo creciente. Así, para esta segunda interpretación, los elementos de redefinición del modelo y los sociales redistributivos, interactúan entre sí virtuosamente.

Esta interpretación destaca también el importante impulso de la inversión privada con subsidio estatal, que a su vez habría representado un factor de discontinuidad respecto al periodo anterior. Aunque haya trabajos, notablemente el de Lazzarini (2011), que demostrarían la presencia de actores del Estado, principalmente los fondos de pensión, en el proceso de privatizaciones (lo que en última instancia relativiza el concepto mismo de desestatización), la dimensión del activismo estatal bajo la administración Lula habría sido mucho más amplia. De hecho, en el ámbito del BNDES, banco de desarrollo que durante el gobierno FHC había funcionado irónicamente como gestor del proceso de privatizaciones, se pone progresivamente en marcha una ambiciosa – en valores – política industrial. El banco actúa en el sentido de capitalización de los grandes grupos empresariales nacionales y, en el contexto de la incipiente internacionalización de estos conglomerados, impulsa y parcialmente direcciona este proceso (Ribeiro & Kfouri, 2010).

Asimismo, el gobierno lanzó, en 2006-2007, el Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC), que de a poco ha promovido una lenta recuperación de la capacidad estatal de invertir. El foco del programa es la creación de la infraestructura necesaria para apoyar la ampliación de la capacidad instalada direccionada hacia la atención del consumo en ascenso, o sea, la reanudación de la antigua propuesta del PT de basar el modelo económico en la creación y fortalecimiento de un amplio mercado de masas. Partiendo de un nivel extremadamente bajo, el Gobierno hace un esfuerzo para reactivar la inversión estatal, sea por la vía de la ejecución directa, sea por la vía de las empresas públicas, que llegan a equipararse al conjunto del Estado en términos de capacidad de inversión (este es el caso de la Petrobrás).

Ni el más ardoroso defensor de la interpretación de redefinición significativa del modelo suele negar, sin embargo, que en paralelo a esa nueva orientación continuó en vigor una lógica de acumulación basada en la financierización, principalmente aquella vinculada a la dinámica de la deuda pública, y capitaneada por el Banco Central, el cual se mantuvo durante todo el periodo con el mismo equipo y practicando elevadas tasas de interés. El PAC, por su parte, habría funcionado, en oposición a esa tendencia, como una especie de carta-programa de ese ensayo de coalición anti-rentista, en que los bancos estatales actúan para proveer la economía del crédito no canalizado por el sistema financiero absorbido con los títulos públicos. De esa manera, el gobierno fuerza una ampliación del crédito en la economía, que en el segundo mandato pasó del 25% al 40% del PIB (Barros Silva et al., 2010), en un proceso en el que el BNDES amplía su carta de créditos exponencialmente, prestando a intereses más bajos. Todo eso ocurrió, por lo tanto, en tensión con el Banco Central. La propia convivencia entre el ala del gobierno de perfil más “desarrollista” y el BC “financista”, en el periodo, generó críticas de desarticulación e incluso contradicción (“esquizofrenia”) entre la política fiscal y la monetaria.

Independientemente de esa tensión, los defensores de la interpretación exhiben una serie de indicadores que demostrarían una sensible mejora en el desempeño socioeconómico del país en el periodo, atribuida a los cambios progresivamente realizados en el modelo. Apuntan, por ejemplo, al aumento del gasto social (hasta el inicio de la crisis internacional), que salta un 11,9% del PIB, en 2002, para un 13,45%, en 2008. El Programa Bolsa Familia, que ya existía desde 1998, tuvo el universo de beneficiarios enormemente ampliado (a once millones de familias) y el valor de la transferencia aumentado. Sumándose el PBF a otros beneficios, jubilatorios o asistenciales, el Brasil tenía, al final de 2010, un 34,1% de la población - principalmente aquellos estratos más necesitados - atendidos por algún tipo de beneficio (Pochmann, 2010a). Se registra también un crecimiento de la formalización en el mercado de trabajo, que alcanza, en 2009, un 52% de la Población Económicamente Activa (PEA), ante una tasa de 44% en el año de 2001, con la creación de más de 12 millones de empleos formales entre 2005 y 2008 (promedio de 1,5 millones por año), aunque estos empleos sean, en su amplísima mayoría de baja calidad y remuneración (menos de 2 salarios mínimos). No obstante, en paralelo fue registrado un importante crecimiento real del salario mínimo (24,25% en términos reales – descontada la inflación – durante el periodo) y de la participación de los salarios en el ingreso nacional. Pese las limitaciones de un criterio exclusivamente basado en el ingreso, como es la división por estrato de ingreso en Brasil[3], y, además, con niveles iniciales tan bajos, en el periodo de 2003 y 2008, cerca de 32 millones de personas ascendieron a las clases A, B y C y fue registrada una reducción del 43% de la pobreza (Neri et al., 2010; De Paula, 2011). Pochmann analiza la evolución de la pobreza y concluye que la tasa, que era de un 42,5% en el mes de marzo de 2002, había caído para un 30,7% del total de la población en las seis principales regiones metropolitanas (Pochmann, 2010a).

El crecimiento, en las estadísticas oficiales, de la clase C en detrimento de las clases D y E, impulsó un debate sobre el significado y el sentido de ese cambio. Mientras que técnicos como Marcelo Neri sostuvieron que se estaría gestando una “nueva clase média”, otros como Pochmann (2010a) y Souza (2010)  defendieron que este segmento emergente no compartiría con la clase media tradicional toda una serie de rasgos fundamentales que le confiere estabilidad en su situación socioeconómica. La nueva clase C sería distinguida exclusivamente por una subida en su nivel de ingreso, pero ese criterio sería demasiado simplista para caracterizarla como clase media, por lo que serían, en las palabras de Souza, “batalhadores” (luchadores) o, en las de Pochman, una nueva clase trabajadora (ya que este segmento habría vivido antes en condiciones inferiores a la reproducción normal de su fuerza de trabajo). Souza, por su parte, enfatiza en la carencia de capital económico y capital cultural de este sector emergente, carencia cuyos miembros deben compensar con una vida sacrificada. Ese debate sigue abierto y promete ser de gran importancia para los destinos de la política brasileña, ya que de la naturaleza de esa nueva clase C derivará su comportamiento político, y se trata de un segmento que es numéricamente decisivo.

Si no hay controversia sobre la reducción de la pobreza independientemente de la categorización utilizada, lo mismo no se puede decir sobre la evolución de la desigualdad. Las estadísticas oficiales reflejan una reducción continua, a un ritmo del 1,2% al año, entre 2001 y 2007. Por su parte, el descenso del coeficiente de Gini fue de 0.593 a 0.552 en el periodo, lo cual, aunque no retira al país del grupo de naciones más desiguales del planeta, al menos llevó la desigualdad de ingresos a su nivel más bajo en 30 años (Barros et al., 2009). Esos datos demostrarían que, a pesar de la remuneración muy generosa al capital en Brasil en el periodo, los pobres habrían mejorado su condición en mayor proporción. Esa conclusión no está, sin embargo, completamente libre de controversias. Si bien nadie cuestiona la idoneidad de los datos oficiales, entre los especialistas se registran observaciones sobre posibles limitaciones técnicas de los sondeos (en este caso, de la Pesquisa Nacional por Amostra de Domicílios, conducida por el Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística) relacionadas a la incapacidad de captar con exactitud tanto fuentes no-monetarias de la renta, como retornos de activos (alquileres y principalmente intereses).

Aunque los técnicos más prominentes[4] garanticen que las distorsiones en la estimativa de los ingresos de ricos y pobres se anularían mutuamente y que la caída registrada por el índice de Gini se refleja  en todas las demás  mediciones de la desigualdad existentes, el conocimiento de que tres cuartos de los títulos de la deuda pública se encuentran en manos de cerca de veinte mil familias (y que esta misma deuda representó una transferencia directa del Estado de, en promedio, cerca del 7% del PIB en el periodo) lleva a algunos observadores a mirar con escepticismo la caída de la desigualdad[5]. La visión hegemónica, incluso entre aquellos técnicos de orientación más a la izquierda (véase Pochmann, 2010b y Sicsú, 2010), sostiene que a partir del 2005 la parcela del ingreso apropiada por el trabajo en relación a la apropiada por el capital empieza a recuperarse, retornando a los umbrales de  1995, luego de diez años de caída. Ello concurriría para demostrar que tiene lugar una efectiva disminución de la desigualdad, más allá de las limitaciones técnicas de los índices. 

Al final del mandato, el gobierno Lula tuvo que verse con el deterioro del ambiente económico internacional. El escenario benigno que había auxiliado en la reducción de la vulnerabilidad externa, caracterizado por términos de intercambio favorables y harta disponibilidad de crédito internacional, súbitamente se revierte. La interpretación que enfatiza la redefinición significativa del modelo suele señalar el relativo éxito del país, que sale entre los menos afectados por la turbulencia, al enfrentarse con la crisis, explicándolo por la actuación del gobierno al implementar políticas anticíclicas - sobre todo en el área fiscal, pero sin relajamiento monetario de igual magnitud (lo que a posteriori fue señalado por muchos como una oportunidad perdida para bajar significativamente las tasas de interés). El Tesoro Nacional hace significativos aportes al BNDES – 180 mil millones de reales en total – con el objetivo de sostener el nivel de inversión tan costosamente alcanzado. También habrían contribuido la existencia de los programas de garantía de ingresos, que funcionaron como colchón para los más pobres, auxiliando en el mantenimiento de un cierto nivel de consumo y, consecuentemente, del nivel de actividad económica. Otro factor que habría colaborado para esta reacción positiva del Brasil a la crisis mundial habría sido la diversificación de los destinos de sus exportaciones, ocurrida durante el gobierno Lula debido, tanto a alteraciones en el orden económico mundial con el ascenso de China y los demás emergentes, como en razón de la política externa, que apostó a la intensificación de las relaciones políticas y comerciales con países del entorno geográfico sudamericano, de Asia y de África.

Por ende, las novedades en términos neodesarrollistas y redistributivos claramente autorizarían, en esta visión, a sostener la existencia de un cambio significativo en el modelo. La muy relevante ampliación de los programas sociales y de complementación de los ingresos (Bolsa Familia al frente), bien como el fomento al crédito dirigido a los segmentos de la base de la pirámide, confluirían hacia una apuesta desarrollista de conjunción entre inversión y consumo. El resultado sería un efectivo fortalecimiento y ampliación de un mercado de consumo de masas, en una dinámica virtuosa de mutuo refuerzo. Este nuevo impulso provendrá de los grandes grupos económicos volcados no apenas al mercado de consumo interno, como también a la exportación y a grandes proyectos infraestructurales, hasta el importante impulso a la inversión privada oriundo de las obras del PAC y de los fondos de subsidios públicos de fuentes tan distintas como el BNDES, los demás bancos públicos y las previsionales. Todo ello, para esa visión, contrastaría nítidamente con la orientación del gobierno anterior, lo suficiente como para postular una redefinición de la orientación previa.

 

La interpretación más radicalmente crítica: los cambios oligarquizadores.

La tercera interpretación reúne elementos de las dos anteriores, pero a fin de ser fuertemente crítica. Esa crítica se puede denominar la de los “cambios oligarquizadores”. La perspectiva incorpora y profundiza el tema de la dinámica del capitalismo brasileño en la actualidad en lo que concierne a su nuevo patrón de acumulación. Asimismo, incorpora críticas hacia las relaciones entre Estado y capas empresariales, que serían opacas y marcadas por acentuados conflictos de interés. 

Esta interpretación destaca el descenso de la participación relativa de la industria de transformación en la economía nacional, que pasa del 32,4%, en 1980, (en la época una de las más altas del mundo) para un 16,9%, en 2002, y un 15,5%, en 2009 (Cano; Gonçalves Da Silva, 2010). El país atraviesa la coyuntura internacional de valorización de las commodities, estirada por el crecimiento de la demanda global, con China al frente, sin lograr evitar que su inserción  en la nueva división internacional del trabajo presente la clara tendencia hacia una especialización exportadora de bajo contenido tecnológico, centrada en el agrobusiness, las actividades extractivas y en la industria de bajo valor agregado. Más y más las exportaciones industriales se concentran en los mercados del entorno geográfico (aún así lentamente declinantes) y algunos sectores típicos de la Segunda Revolución Industrial, en los que hay fuerte y tradicional presencia de multinacionales o en que el país ocupó algún nicho de mercado, como automóviles, petroquímica y - la excepción que confirma la regla - aviones (Filgueras et al., 2010).

Esa tendencia general puede afectar la estabilidad de las cuentas externas en caso de reversión del actual ciclo de valorización de los términos de intercambio, además de impactar negativamente en el nivel de ocupación y de ingreso, por no mencionar la extracción de recursos naturales no siempre renovables y la degradación ambiental. La interpretación más crítica también señala problemas en la orientación del activismo estatal: la acción del BNDES, volcada al fomento no de los sectores de alta tecnología, sino de los productores de bienes primarios, “globaliza” empresas en sectores que están muy lejos de la vanguardia tecnológica. Observa, por ejemplo, que la política de infraestructura consubstanciada en el PAC tiende a reforzar las tendencias de especialización ya observadas en la economía. En relación a la política industrial, destaca que, aunque el gobierno tenga como directriz privilegiar las inversiones en sectores más intensivos en ciencia y tecnología, en la práctica la amplia mayoría de los recursos termina siendo direccionada para los grandes grupos productores de bienes intensivos en recursos naturales (sectores de minería y siderurgia, etanol, papel y celulosa, petróleo y gas, hidroeléctrico y de la agropecuaria), con lo que el gobierno también ahí termina por reforzar las tendencias ya existentes. De acuerdo con Barros de Castro:

Estamos optando por fortalecer uma indústria do passado. A impressão é que há muito dinheiro para emprestar, mas faltam projetos. Não há um planejamento que nos permita pensar que o Brasil dará um grande salto industrial. (Dieguez, 2010, p. 33)

Eso estaría expresado en el pequeño volumen de recursos destinados, en 2009, por el BNDES para los sectores intensivos en ciencia y tecnología - solo un 5% - así como en la inexistencia de cláusulas contractuales con exigencias, por parte del Banco, que obliguen a las empresas que reciben préstamos a invertir en la agregación de valor. (Tautz et al., 2010)

Además, el Gobierno Lula habría profundizado la concentración de capitales observada entre los grandes grupos empresariales brasileños, ahora tendientes a la multinacionalización. El meollo de la crítica está en cómo se articula, por medio del Estado, ese proceso de concentración, y qué rol es desempeñado por las instituciones financieras oficiales, en particular los fondos de pensión. La hipótesis sostenida por esta visión es que el gobierno Lula habría continuado y profundizado un proceso de centralización y concentración de capitales, a través del fundamental apoyo financiero a grandes procesos de fusiones y adquisiciones (casos como el de la JBS y Bertim, Oi y Brasil Telecom, Perdigão y Sadia, Votorantim y Aracruz, Itaú y Unibanco, entre otros) (Tautz et al. 2010). Se cuestiona la visión acerca de los impactos positivos de las grandes empresas creadas a partir del proceso de pick up the winners (elección de vencedores). Como observa Mineiro (2010):

No período a partir de 2006, fica cada vez mais evidente um processo de reconcentração empresarial no país, com a criação de enormes conglomerados setoriais e multissetoriais. Essa concentração é estimulada por uma visão que prevalece no BNDES, bastante otimista a respeito dos impactos positivos das grandes empresas, por seu potencial financeiro, tecnológico, gerencial e de mercado, entre outros, e suas sinergias não apenas internas, mas também na articulação com uma cadeia de fornecedores, distribuidores e prestadores de serviços variados (p. 157).

Sin embargo, es sobre las intrincadas relaciones de propiedad que involucran el sector público y el privado donde reposan las críticas más agudas. La interpretación corriente de la historia brasileña reciente identifica los años FHC con las privatizaciones, mientras que los años Lula estarían marcados por el activismo en la consolidación del nuevo papel del estado. Empero, bajando a un nivel mayor de detalles, hay quienes concluyen que, una vez completada la fase privatizadora en los años de FHC, la participación del estado en la economía – por medio de los bancos públicos, de los fondos de pensión y de otras entidades, y de las participaciones accionarias en los directorios de empresas privadas, además por supuesto de empresas como Petrobras – no solo se mantuvo sino que se amplió. O sea, el sector público habría sido reestructurado para acompañar la fase privatizadora (véase Lazzarinni, 2011, por ejemplo).  El BNDES, en particular, al jugar un papel clave en el proceso de privatización – trabajó como el gestor del programa de desestatización -, habría logrado consolidar su presencia en una multitud de empresas privatizadas, a través de su brazo en el mercado bursátil, el BNDESPar. El resultado es que el BNDESPar tiene hoy participación accionaria en 22 de las 30 mayores empresas multinacionales brasileñas (Tautz et al., 2010). Proceso semejante ocurrió con los fondos de pensión estatales o paraestatales (como el Previ, de los empleados del Banco do Brasil; Petros, de los de la Petrobras; y Funcef, de los de Caixa Econômica Federal), que, llamados a financiar las privatizaciones, se convirtieron en propietarios de parcelas significativas de las acciones de las empresas negociadas.

Chico de Oliveira destaca lo que considera haber sido una transformación en la posición de clase de un amplio sector que domina el PT. Sugiere que las capas más altas del antiguo proletariado habrían conformado una fracción de clase significativamente diferenciada al alcanzar la posición privilegiada de gestores de las fuentes más importantes de recursos públicos en Brasil, desde la estabilización económica: los fondos de providencia complementaria ya mencionados, el FGTS (Fundo de Garantia por Tempo de Serviço) y el FAT (Fundo de Amparo do Trabajador) y que  funcionó durante prácticamente toda la década de 2000, hasta la crisis internacional de 2008 y la capitalización por el Tesouro Nacional como el origen primario de capitalización del BNDES , constituyendo la mayor fuente de financiación de largo plazo en el país. Esa clase o fracción de clase estaría dotada de “unidad de objetivos”, por haber sido formada en medio del consenso ideológico alcanzado sobre la nueva función del Estado, y estaría estratégicamente situada en esas posiciones de control de los recursos estatales y paraestatales, realizando una conexión con el sistema financiero. De Oliveira (2003), desde una perspectiva crítica de extracción marxista, va más allá:

É isso que explica recentes convergências programáticas entre o PT e o PSDB, o aparente paradoxo de que o governo de Lula realiza o programa de FHC, radicalizando-o: não se trata de equívoco, nem de tomada de empréstimo de programa, mas de uma verdadeira nova classe social, que se estrutura sobre, de um lado técnicos e economistas doublés de banqueiros, núcleo duro do PSDB, e trabalhadores transformados em operadores de fundos de previdência, núcleo duro do PT. A identidade dos dois casos reside no controle do acesso aos fundos públicos, no conhecimento do “mapa da mina”.  (...) é a luta de classes que faz a classe, vale dizer, seu movimento se dá na apropriação de parcelas importantes do fundo público, e sua especificidade se marca exatamente aqui (p. 147).

Otros comentaristas cuestionan la opacidad y la falta de debate con que las abultadas transferencias financieras hechas por el BNDES son realizadas. Son cuestionadas las ventajas traídas a los consumidores por los procesos de fusión de compañías financiados por el Banco y el impacto que esas transferencias – en especial aquellas costeadas por los préstamos del Tesouro Nacional al Banco – tienen sobre la deuda pública. Como el banco presta a una tasa de intereses especial, la Taxa de Juros de Longo Prazo (TJLP), que los últimos años se ha situado hasta un 10% abajo de la tasa de referencia del Banco Central (Selic) puede legítimamente considerarse que son intereses “subsidiados”. El direccionamiento privilegiado de recursos públicos para algunos grupos empresariales “electos” genera, al final, cuestionamientos ineludibles sobre la transparencia y el carácter democrático del proceso. Se instaura el ambiente propicio para la proliferación de insinuaciones sobre relaciones “incestuosas” entre dirigentes políticos y grandes empresarios. La cuestión que se coloca es si, al final, el Estado dirige el proceso o si, al contrario, se somete a las determinaciones de los grandes grupos empresariales - o sea, si no se estaría tomando equivocadamente por activismo estatal lo que en realidad consistiría en una interacción en la que los grupos empresariales más fuertes fijan el rumbo.

Fernando Henrique Cardoso, desde una matriz ideológica hoy bastante diferente de la de Oliveira, llega curiosamente a conclusiones semejantes. Sostiene que el gobierno actúa de esa manera para crear un “bloque de poder capitalista-burocrático”, en lo que consistiría una reedición de las conocidas configuraciones en la relación entre la burguesía y el Estado, como el trípode empresa nacional-empresa transnacional-Estado, los “anillos burocráticos” típicos del desarrollismo del régimen militar. Las implicaciones para la democracia serían claras, con una concentración económica que sofoca las empresas medias y pequeñas y lleva a la concentración de los ingresos. La población costearía, por la vía de los impuestos (y los afiliados a los fondos de pensión por vía de los diferenciales en las tasas de interés), los favores concedidos al gran capital: “O lulopetismo não está fortalecendo o capitalismo em uma sociedade democrática, mas sim o capitalismo monopolista e burocrático que fortalece privilégios e corporativismos” (Cardoso, 2011, p. 23).

Independientemente de la posición política desde donde se realiza la crítica, la interpretación de los cambios oligarquizadores coloca en primer plano lo que considera ser un fuerte proceso de concentración económica (así como de poder) en curso, antidemocrático bajo varios aspectos, posibilitado por la legitimación frente a los sectores subalternos de la sociedad por el fenómeno político del lulismo.

 

El lulismo como fenómeno político

¿Cómo entender al lulismo como fenómeno político? Presentaremos aquí tres posiciones. La primera interpretación reduce al lulismo a un nuevo ropaje para las prácticas de fisiologismo y de la ocupación y loteamento del gobierno, cuyo mayor interés es su perpetuación en el poder. La segunda  sostiene que el lulismo es básicamente un fenómeno de liderazgo político, supra/extra partidario que, lejos de constituir un mero ejercicio fisiologista del gobierno, aportaría importantes contenidos de política, aunque se observen señales de una relación directa entre el liderazgo político de Lula y las masas en prejuicio de la movilización social. La tercera es nuestra propia hipótesis.

La primera interpretación de esta parte II se puede coadunar tanto con la interpretación de condición de posibilidad número uno de la parte I (continuidad esencial del modelo complementado con más política social) como con la tercera (los cambios oligarquizadores). Ya la segunda interpretación de esta parte II puede estar vinculada a la primera interpretación de condiciones de posibilidad, pero normalmente se articula con la segunda (redefinición significativa del modelo). Nuestra propia interpretación extrae elementos de todas las tres condiciones de posibilidad de la parte I, pero posiblemente esté más próxima a la segunda de ellas.

 

La interpretación más abiertamente crítica: del énfasis en la rendición ante la lógica de la política tradicional, en el fisiologismo y en la ocupación (“aparelhamento”) del Estado

La primera interpretación reduce al lulismo básicamente al juego interpartidario de la ocupación y la administración del gobierno. Las gestiones de Lula y el propio Lula representarían una nueva forma de fisiologismo, una adaptación a la política partidaria tradicional y a las prácticas de acomodación de intereses sin mayor propósito que mantenerse en el poder gubernamental. Partiendo de trabajos hoy ya clásicos sobre la morfología política brasileña (Abranches, 1988; Nunes, 2003), esta primera línea interpretativa sostiene que el lulismo representa un impulso regresivo por reafirmar aspectos patrimonialistas de la cultura política del país.

El telón de fondo son las agudas desigualdades regionales, de clase y raciales que se expresan entre culturas políticas radicalmente dispares como, por un lado, las “formas más atrasadas de clientelismo” y, por otro, los “patrones de comportamiento ideológicamente estructurados” (Abranches, 1988). Esa heterogeneidad estructural de la sociedad brasileña, que remite a la esclavitud, sería resultado de una modernización incompleta del orden tradicional, ya que “las nuevas instituciones se mezclaron con las antiguas, en vez de sustituirlas”, generando una “combinación sincrética de trazos aparentemente contradictorios” porque están vinculados a gramáticas políticas distintas (Nunes, 2003). El sistema político se vería frente a la difícil tarea de la construcción de instituciones capaces de agregar y procesar la extremada fragmentación de intereses derivada de la heterogeneidad social, si es posible proveyendo la estabilidad necesaria para la reducción de las disparidades.

Son características de lo que Abranches identificó como “presidencialismo de coalición”, la acentuada fragmentación de las fuerzas políticas representadas en el Congreso Nacional que, asociada a una saturación de las demandas impuestas al Ejecutivo, llevaría a constantes conflictos entre el Legislativo y el Ejecutivo. Además, la legislación electoral que desestimula la coincidencia entre el voto mayoritario y el proporcional haría que ningún partido logre conquistar individualmente una mayoría en el Congreso. En confirmación de esa característica, desde 1990, nunca el partido del presidente obtuvo más del 25% de las sillas en la Cámara de los Diputados. Así pues, los gobiernos tienen que valerse del loteo político del gabinete para reunir apoyos en el Congreso. Las coaliciones, aunque imprescindibles para gobernar, suelen constituirse como estructuras programáticamente heterogéneas e hinchadas, tendiendo por eso a la inestabilidad (Abranches, 1988).

Esta primera interpretación sostiene que, si bien es verdad que el lulismo no inventó el presidencialismo de coalición – en su texto, escrito en 1988 Abranches lo identifica en todos los gobiernos democráticos brasileños desde la República Velha – también es correcto que se amoldó a él a la perfección. A rigor de verdad, la primera estrategia adoptada por Lula no fue esa sino gobernar con un gabinete minoritario. La cronología de los hechos comienza con la elección de Lula, en 2002, encabezando una formula compuesta por el PT con partidos medios y pequeños (PL, PC de B, PMN y PCB). Antes de la pose, otros siete partidos (PSB, PDT, PPS, PC de la B, PV, PL y PTB) fueron incorporados a la alianza, que, sin embargo, no llegaba a contar con un 50% de las bancas en la Cámara de los Diputados (granjeaba un 49,3%). También en la fase de transición, José Dirceu (entonces el principal operador político del gobierno) llega a negociar la adhesión del PMDB, pero es desautorizado por Lula.

El Gobierno sufría la insatisfacción de sus bases en razón de la agenda de reformas pro mercado, propuestas por el equipo económico. Para aventar peligros de rebeldía entre los diferentes sectores del PT, Lula les otorgó cargos ministeriales en un número que no le permitió aplicar el manual del “presidencialismo de coalición”. En tanto, a pesar de no contar con la mayoría, consiguió aprobar la reforma de la seguridad social, con ayuda de partidos de la oposición (PSDB y PFL). En la secuencia de manifestaciones públicas de desacuerdo con el rumbo tomado, el PT expulsó a parlamentarios (en número muy poco significativo) vinculados a los sectores más a la izquierda del partido (que fundaron entonces el PSOL), en lo que fue interpretado por muchos como un mensaje de que no se admitiría el disenso parlamentario. El PDT dejó la alianza. Pero a mediados de 2004, Lula volvió atrás y se selló finalmente un acuerdo formal con el PMDB, por medio del cual el gobierno alcanzó la mayoría parlamentaria con un margen teóricamente confortable. Siguieron, sin embargo, las quejas de los demás partidos acerca de lo que consideraban una sobre-representación del PT en la máquina pública y manifestaciones de insatisfacción en relación a la distribución de ministerios y de los nombramientos para los cargos públicos en general.

Como prueba de que el ensamble gubernativo-partidario presentaba serias fisuras, sobrevino entonces la crisis del mensalão, esquema de corrupción (denunciado por el diputado Roberto Jefferson, entonces presidente nacional del PTB) consistente en la utilización de recursos de origen público y privado para la compra de apoyo parlamentario en el Congreso. El escándalo representó la mayor crisis interna de la historia del PT, alejó (en algunos casos, definitivamente) parte de su militancia, enajenó importantes apoyos en la sociedad, y llevó al gobierno a reevaluar su relación con el Congreso y, en particular, con el PMDB. Cabe aquí una contextualización sobre este partido. Para muchos comentaristas, este sería aquel que mejor simbolizaría un tipo de agrupación común en la política brasileña, que ya fue llamado de “centrão político”. O sea, agrupaciones formadas por políticos  de perfil ideológico bastante desdibujado, siendo pro gobierno, no importando las orientaciones de la administración de turno, y siempre consagrados a la ocupación de espacios en la máquina pública y a la reproducción de las estructuras políticas tradicionales, muchas veces claramente clientelistas, en sus bases.

Marcos Nobre desarrolló una interesante interpretación sobre lo que llamó de “peemedebismo”, que es tomado como un trazo más amplio de la política brasileña, englobando otras fuerzas y yendo más allá inclusive del propio PMDB. Localiza la consolidación del fenómeno en la redemocratización brasileña, cuando la enorme efervescencia participativa verificada en la década de 1980 no fue acompañada por una democratización institucional equivalente. Al contrario, habría sido desarrollado un sistema que buscaba obstaculizar la aceleración de la democratización social, a través de un mecanismo de vetos que impide la emergencia de bloques hegemónicos suficientemente poderosos para imponer pérdidas definitivas a terceros: “la respuesta pemedebista canónica es el aplazamiento permanente de soluciones definitivas” (Nobre, 2010, p. 14). Ese sistema tendría tendencia inherente a la parálisis, además de establecer enormes dificultades para la producción de “polarizaciones consistentes y duraderas” (Nobre, 2010).

Al sentir temblar el suelo bajo sus pies con el mensalão, Lula se volvió hacia la consolidación de la alianza con el PMDB. Para esa línea interpretativa, se habría completado, así, el proceso de flexibilización de la política de alianzas del PT, comenzado durante las elecciones de 2002 con el acuerdo con el Partido Liberal, organización de centro-derecha que indicó el vice de Lula, José de Alencar. El petismo, que antes propugnaba por la ruptura de la lógica política tradicional del país, se volvía entonces a la construcción de consensos con esas fuerzas tradicionales a las que antes se oponía. Por medio de prácticas fisiológicas y de los instrumentos de cooptación de que dispone el Estado, el gobierno del PT habría consolidado su política de alianzas. Y lo habría hecho con más éxito que sus antecesores, ya que, en 2006, Lula logra unificar el PMDB en torno a su nombre, objetivo que había sido perseguido con ahínco, pero sin éxito, por sus antecesores inmediatos, FHC e Itamar Franco.

El paroxismo de esa alianza para esta interpretación estaría representada en la defensa que Lula hace del ex-Presidente de la República y Presidente del Senado, José Sarney, político de Maranhão ampliamente asociado por la opinión pública a las costumbres políticas más “atrasadas” y entonces blanco de una serie de denuncias vehiculadas por los medios de comunicación. Ya a finales de su mandato, Lula emplea su enorme popularidad en favor de Sarney, facilitando de manera fundamental su resistencia contra una campaña pública que pedía por su cabeza – al final, el veterano político no renunció a la Presidencia del Senado y mucho menos a su mandato, como le era exigido.

Para esa interpretación, el lulismo es resultado, por lo tanto, de la progresiva pérdida de substancia ideológica vivida por el petismo. El partido, que había nacido empuñando las banderas de la intransigencia frente a un orden político que reproduce las agudas desigualdades del país, una vez en el gobierno se habría inclinado a un “realismo” político que justificaría la alianza con las oligarquías que originalmente se proponía combatir, diluyendo así su propuesta de cambio social. Aunque la interpretación pueda reconocer que el lulismo imprime una marca humanizadora al orden político, a partir de las políticas de refuerzo del sistema de protección social y de resultados moderados en términos redistributivos, relativiza ese impacto, ya que esas mismas políticas se verían perjudicadas por la coalición gobernante, pues muchas veces cupo a los partidos “fisiológicos” la gestión local de las políticas concebidas por los cuadros del PT.

La versión más radical de esa línea interpretativa[6] va más allá y apela para la denuncia de la erosión institucional y de la total degeneración del PT, que habría llevado, con la conquista del poder, a una disolución de las fronteras entre partido, gobierno y Estado. El Partido habría empleado expedientes muchas veces ilegales, que ya habrían sido utilizados en sus gobiernos locales y también en sus conexiones con la Central Única de los Trabajadores (CUT), para financiar campañas políticas cada vez más costosas. Además de eso, sería un partido cuyos militantes estarían fundamentalmente vueltos al “aparelhamento” del Estado, o sea, en las palabras de Fausto:

Pela primeira vez na história deste país, uma organização partidária que de fato estrutura as bases materiais e simbólicas da vida de um amplo contingente de quadros e militantes, e não apenas de um restrito conjunto de dirigentes, ingressa em cheio no Estado brasileiro (Fausto, 2010, p. 8).

Pero esta interpretación es problemática en diversos sentidos. La corrupción es, por naturaleza, un fenómeno de difícil medición y, más allá del calor de la disputa política, no parece haber pruebas convincentes que el Gobierno Lula haya sido más corrupto que sus antecesores.[7] Los gobiernos anteriores también necesitaron emplear medios semejantes para la gestión del presidencialismo de coalición. La excepción es el gobierno Collor de Mello, muy corrupto pero enfrentado a los partidos y al Congreso, que terminó con su juicio político. Como es sabido, el buen gobernante necesita, muy a menudo, templar la “ética de la convicción” con la “ética de la responsabilidad”. Es posible que si Lula hubiera adoptado una estrategia totalmente diferente en relación al Congreso y a las élites políticas tradicionales, apelando al anti-institucionalismo y al gobierno plebiscitario, hubiera sido clasificado por buena parte de esos mismos críticos como “chavista”.

Otro punto débil de esta interpretación es que no da cuenta del siguiente problema: ¿cómo habría hecho una fuerza política en el gobierno, con medios exclusiva o centralmente fisiologistas y clientelares (tal lo que es aquí alegado), para dar cuenta de una democracia de masas y de audiencia? Es en esta dimensión donde los desempeños del liderazgo político (no ya apenas la distribución de prebendas a los séquitos partidarios) ocupan un papel primordial, y otro tanto puede decirse de las mutaciones efectivas, no particularistas ni clientelares, de la distribución del ingreso. Estos puntos permanecen en la oscuridad, así como otros que surgen más claramente en las dos interpretaciones siguientes.

 

La interpretación del fenómeno político supra/extra partidario, de representación de los pobres pelo alto (desde la cúspide)

La segunda interpretación sostiene que el lulismo es básicamente un fenómeno de liderazgo político, supra/extra partidario, que hasta ahora se ha expresado sobre todo electoralmente y ha proporcionado consenso a las gestiones de gobierno en torno a ciertos valores. Para esa interpretación, lejos de un ejercicio fisiologista del gobierno, habría contenidos de política, en arreglo a determinados valores, que habrían configurado una nueva mayoría electoral, parcialmente diferente de aquella con la que Lula ganó sus primeras elecciones presidenciales en 2002. Esta interpretación destaca, no obstante, una amplia desmovilización de los movimientos sociales y organismos de la sociedad civil organizada y la construcción de una relación directa entre el liderazgo político de Lula y las masas.

El fenómeno del cambio de base de apoyo social, o realineamiento electoral, es notable en las elecciones de 2006 – de hecho, es a partir de ese momento que el término “lulismo” comienza a ser empleado. En medio del escándalo del mensalão, Lula y el PT, que hasta entonces tenían en la ética en la política una de sus principales banderas, se habían desgastado de manera significativa en una parte importante de su base de apoyo tradicional: los sectores medios. El escándalo transcurre durante prácticamente todo el año de 2005, y los medios de comunicación entran en 2006, año de elecciones presidenciales, explorando los despliegues de las denuncias. Hasta entonces, exponentes del marketing político defendían tesis, como la de los “círculos concéntricos” y la de los “formadores de opinión” en el país, que sostenían que los sectores medios, cuyas posiciones tienden a coincidir con la visión de los grandes medios, se encargarían de construir la opinión de las clases subordinadas. La elección de 2006 provoca un cortocircuito entre los creyentes de semejantes teorías, cuando Lula logra ser reelecto a pesar de todo el desgaste enfrentado por su gobierno en los dos años anteriores.

A partir del examen a posteriori del mapa electoral de 2006, se constata que el voto en Lula se concentra en los estratos más bajos de la población y en las regiones más postergadas, como Norte y Nordeste, donde estos están más presentes. Se trata de lo que André Singer llamó de “realineamiento electoral”, es decir, un desprendimiento entre las preferencias electorales de los segmentos de clase media y de aquellos de baja o bajísima renta (Singer, 2009). El fenómeno es aún más estimulante si observamos que, por primera vez desde la redemocratización, esos estratos populares- que en el pasado habían sido decisivos para la elección de Collor frente al mismo Lula- se habían posicionado a favor de un candidato ubicado a la izquierda en el espectro ideológico. Analizando los resultados electorales del 2010, el mismo Singer (2012) observa que se sedimenta la ruptura entre “conservadores y masa” y afirma: “(…) o realinhamento eleitoral de 2006 significa a mudança de um padrão histórico de comportamento político das camadas populares no Brasil, em especial no Nordeste” (p. 77).

Después de la identificación del fenómeno, emergen distintos intentos de explicarlo. Surgió, por ejemplo, una vertiente más marcadamente resentida de los sectores que se descubren sin la centralidad política que creían poseer, que enfatiza una supuesta relación demagógica del lulismo con sectores “atrasados”, sin acceso a la información ni discernimiento crítico, fácilmente convertidos en clientela por los programas descritos como “asistencialistas” – Bolsa Familia al frente. Esa masa, para esta vertiente, habría sido envuelta por el liderazgo carismático de Lula, con su habla accesible, caracterizada por el uso constante de metáforas futboleras y otras referencias del universo popular (Souza, 2010).

La interpretación que ahora desarrollamos tiene una explicación distinta para el mencionado fenómeno del desprendimiento entre las preferencias electorales de clases medias y de aquellos segmentos de bajo ingreso. Esta interpretación, tal vez mejor ejemplificada en los trabajos de Singer, sostiene, al contrario, que al tiempo en que actores políticos y opinión pública se ocupaban de los desdoblamientos del escándalo del mensalão, el gobierno de Lula operaba una revolución silenciosa en las periferias de las metrópolis y en los rincones postergados del país, a través de la valorización del salario mínimo, de la expansión y democratización del crédito y del Bolsa Familia y otros programas específicos (Luz para Todos, Brasil Sonridente, Pro Uni etc.). Así, la disminución de la pobreza y del desempleo explicaría, de manera menos mistificada, la adhesión popular (Singer, 2009). Según esa línea, el gobierno habría logrado, por lo tanto, un impacto sustancial con sus políticas. Singer defenderá posteriormente que el lulismo, creador de políticas públicas que se habrían transformado en parametrales, sería iniciador de un ciclo largo, independientemente de quién esté en el gobierno. Después del lulismo, habría emergido una nueva y posiblemente duradera hegemonía, con todos los competidores necesariamente envueltos en un clima rooseveltiano de creación en Brasil, en un “corto espacio de algunos años” de una sociedad con base en la clase media (Singer, 2010).

Sobrevienen dos temas interrelacionados: las transformaciones vividas por los movimientos sociales en Brasil y la relación directa establecida por el lulismo con los estratos más pobres de la sociedad. El gobierno promovió inequívocamente cierto grado de participación social. El mejor ejemplo fueron las 60 conferencias nacionales de derechos con las que se incentivó la participación sobre los más variados temas de la vida social. De dichas conferencias tomaron parte más de 4 millones de personas. El gobierno también aprobó la creación de 18 consejos para hacer frente a demandas históricas de los movimientos sociales. Se cuestiona, sin embargo, la efectividad de esos canales de participación, ya que no existía ningún mecanismo formal que garantizara que las deliberaciones emanadas de las Conferencias fueran plasmadas en políticas públicas o contempladas en los presupuestos gubernamentales. Se cuestiona, igualmente, si no fue registrada, en el periodo, una tendencia de aumento del control de las acciones sociales por el Estado, por medio de vínculos económicos establecidos con las organizaciones sociales[8].

La cuestión remite a los cambios operados en el interior del PT, ya que el partido contó, desde su creación, con una importante base en los movimientos sociales. En su origen, el PT, además de socialista, era identificado también por un ideario anti-estatal. Esa característica tenía origen en dos de los grupos principales que conformaban el partido. Por un lado, el llamado “nuevo sindicalismo”, que había surgido con la propuesta de procesar sus demandas y mediar en el conflicto capital-trabajo no a través de las estructuras estatales corporativas instituidas en la era Vargas (y nunca reformadas en lo fundamental), sino a través de la lógica impersonal del mercado. Otro grupo importante para la conformación del partido fue la izquierda anti-stalinista, que desconfiaba de las relaciones con el Estado, así como de la burocratización del aparato partidario, y apostaba por eso a la construcción de base en el seno de la sociedad civil.

Para varios comentaristas, el lulismo alteró fundamentalmente ese proyecto originario del PT[9]. Es preciso observar, sin embargo, que los cambios en la orientación del partido datan de antes de la llegada de Lula al gobierno. La dirección que gana el control a mediados de los años 1990 pone en marcha un proceso que acercará la estructura interna a la propuesta de organización partidaria clásica, en detrimento del participacionismo (Ricci, 2010). Aunque se preocupe en mantener alguna dinámica participativa – el PT es el único de los grandes partidos brasileños que elige por voto directo de sus militantes a su dirección partidaria – el sentido general de la trayectoria del partido percibido por la amplia mayoría de los observadores es el de progresiva profesionalización de sus dirigentes, en un contexto de participación en disputas electorales cada vez más caras, a un punto tal que, para los críticos, el partido hace mucho que dejó de lado la centralidad atribuida al debate interno y se convirtió en una "máquina de ganar las elecciones".

El proceso refleja fielmente el dilema, tal como descrito por Adam Przeworski (1985), enfrentado por los partidos socialistas de cara a la decisión de tomar parte en la disputa electoral en el marco de una democracia representativa. Durante los años de formación, el PT cultivó el respeto a la autonomía de los movimientos sociales como un trazo fundamental de su actuación. En paralelo, su dirección sentía la necesidad de reforzar aquello que Marcos Novaes califica “a razão de ser dos partidos de massa: buscar a hegemonia da representação e a direção do processo político” (Novaes, 1993, p. 220). Esa indefinición contribuyó por mucho tiempo para que las divisiones internas fueran evitadas, o postergadas. Poco a poco, sin embargo, la real perspectiva de conquista del gobierno federal actuó como fuerte incentivo para que el partido concentrara sus fuerzas en la disputa electoral, abrazándola sin reservas y sepultando cualquier vestigio de su carácter anti-institucionalista original. El partido se hace más catch-all, lo que ocurre en detrimento de la participación y movilización de base. Novaes observa que, aunque la militancia del PT no se diera cuenta, tal proceso no es exactamente nuevo:

(...) a base do partido parece não atentar para... o exemplo de partidos operários europeus — cujo fervor revolucionário esmaeceu à medida que as burocracias partidárias descobriram na rigidez da ideologia de classe estorvo à realização das amplas possibilidades abertas pelo bom desempenho eleitoral (Novaes, 1993, p. 236)[10].

Ricci observa que la emergencia del lulismo coincide con el momento en que no solo el PT, sino los propios movimientos sociales surgidos en los años 1980 “caminaban hacia su institucionalización, alterando, en la práctica, el ideario anti-institucionalista que los caracterizaba”. A partir del marco jurídico creado por la Constitución de 1988, que prevé diferentes consejos ciudadanos y otras instancias de participación social, y de las experiencias de gestión participativa de gobiernos locales, progresivamente los movimientos sociales fueron relativizando su anti institucionalismo (Ricci, 2010). Durante el gobierno Lula, con la incorporación (para los críticos, cooptación) de varios de los más destacados cuadros de la sociedad civil al gobierno, ese proceso se acentuó.

Los sindicatos siguieron sendero semejante. Es cierto que tuvieron, bajo Lula, la preeminencia esperada de un gobierno liderado por un ex-sindicalista y formado por muchos ex-sindicalistas, aunque el balance de su actuación sea motivo de controversia. La crítica principal que se hace al lulismo desde el área laboral es que las políticas desarrolladas progresivamente por el Gobierno van en la dirección opuesta a las posiciones históricas del PT. El PT, junto a la Central Única dos Trabalhadores (CUT), ha defendido durante toda su historia el pluralismo sindical y el fin del impuesto sindical, resquicio del modelo corporativista de control estatal implementado por Vargas. En 2004, el Gobierno Lula  convocó un foro sindical, a fin de diseñar una reforma en la legislación laborista. El foro terminó con resultados no concluyentes y el Gobierno adoptó progresivamente medidas que fortalecen el modelo sindical en vigencia. El pluralismo sindical fue garantizado, pero el impuesto sindical siguió en vigencia y sus recursos Viana son dirigidos a las centrales, que luego se encargan de transferirlos a los sindicatos. Esa reforma reveló el poder mágico de traer la paz entre la CUT y su mayor rival, Força Sindical. Y como resultado, las burocracias sindicales han sido fortificadas en lugar de sus bases  (Viana, 2011).

Durante el primer mandato de Lula, además de la tolerancia inicial de que gozaba por el efecto simbólico de su elección, las altas tasas de desempleo generaban un ambiente muy poco propicio para la movilización laborista. Conforme la economía vuelve a crecer, el sindicalismo empieza a vivir una reafirmación, con la ampliación del número de sindicatos, número de trabajadores afiliados y, por supuesto, aumentos salariales. Los observadores se dividen entre aquellos que atribuyen lo que fue, en general, una época de relativa calma en el mundo del trabajo a la satisfacción de sus demandas y a un acceso sin precedentes por parte de cuadros sindicales a las altas posiciones del Estado; y otros que subrayan la existencia de un flujo de recursos financieros públicos de inédita dimensión dirigido hacia los sindicatos, generando un ambiente de complacencia y prácticamente ninguna oposición en relación a las políticas del gobierno.

La creación de diversas instancias tripartitas de diálogo, como el Foro Nacional del Trabajo, las Conferencias Nacionales del Trabajo y el Consejo de Desarrollo Económico y Social, dividen igualmente opiniones. Están los que entrevén democratización social, y también aquellos que enfatizan los aspectos negativos de lo que sería una guiñada neocorporativista, en contradicción con lo que siempre había predicado el PT.

Rudá Ricci destaca que la articulación entre los diversos intereses tiene como eje el Estado, que asume el papel de protagonista de la acción pública. Subraya que, aunque se mantengan instancias de diálogo institucional con los movimientos sociales y los sindicatos, estos tienen su autonomía frente al Estado afectada, ya que la relación, en las más de las veces, deriva hacia el establecimiento de asociaciones y convenios, mediante la remuneración pecuniaria del Estado, sin que esos actores sean de hecho incluidos en los procesos de toma de decisiones. El autor identifica una tradición en la izquierda brasileña de tener al Estado como “demiurgo” del desarrollo nacional y llega a hablar de una “estatalización de la sociedad”:

(...) o lulismo dá continuidade a esta leitura tradicional da esquerda brasileira e rompe com o que havia de mais inovador no petismo. Neste sentido, reaproxima a prática das esquerdas às práticas das elites políticas do país. Assume, assim, contornos conservadores em relação à prática política. E torna-se refém da busca permanente de popularidade, justamente porque os canais de contato direto do governo com a base social do país são obstruídos pela gestão altamente centralizada. (Ricci, 2010; p.45).

La excepción más notable de ese proceso de “estatización” de los movimientos sociales tal vez sea el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST), que mantuvo gran independencia durante todo el periodo. En tanto, ese Movimiento pasa por un visible debilitamiento durante el gobierno Lula. Muchos observadores atribuyen a Bolsa Familia, en particular, y a la mejora relativa de la situación que enfrentan los sectores más pobres, en general, un movimiento de deserción de parte de las posibles reservas de excluidos para la ampliación del MST. Aunque absolutamente insatisfechos con los resultados de la política oficial de reforma agraria, los directivos del movimiento tuvieron que mantener relaciones ambivalentes con el gobierno por necesitarlo para avanzar con la agenda de los asentamientos y las políticas públicas volcadas a devenir económicamente viables a los agricultores ya asentados.

La observación de la desmovilización de los movimientos sociales se coaduna con la idea de que Lula habría construido una relación directa con las masas. En ese sentido, una de las interpretaciones más interesantes es la de Singer, que ve a Lula constituyendo la representación de los amplísimos sectores que no pueden representarse a sí mismos, mediante una conjugación de orden y distribución. Este punto es central, pues para el autor el lulismo supera resistencias duraderas de la población más pobre en relación al PT y a la CUT, siempre asociados por ese segmento a las huelgas y al “desorden”. El lulismo viene a atender el anhelo popular por una autoridad capaz de reducir la desigualdad sin constituirse en amenaza de inestabilidad. El subproletariado, recuerda el autor, es una clase (o fracción de clase) particularmente difícil de organizarse: “Atomizados pela sua inserção no sistema produtivo, necessitam de alguém que possa, desde o alto, receber a projeção de suas aspirações” (Singer, 2009; p. 79). El lulismo habría construido ese puente, al precio de la desmovilización de sindicatos, de organizaciones sociales y de la militancia de un partido que se había constituido casi en un movimiento (en poca sintonía con las tradiciones políticas del país).

 

Nuestra interpretación: el lulismo como expresión de la escisión entre la sociedad y el sistema político, y, a la vez, de su recomposición 

La tercera interpretación es nuestra propia hipótesis, que está más próxima de la segunda que de la primera. La hipótesis es que el lulismo expresa (emerge en) la escisión entre la sociedad y el sistema político, al mismo tiempo que constituye su recomposición. Si bien expresa esta escisión de un modo muy especial, no populista - no la expresa oponiendo discursivamente el pueblo al palacio, la gente común a las élites. El momento crítico, el divisor de aguas de este proceso, fue por supuesto la crisis del mensalão de 2005. Ahí la escisión se consolida porque, en tanto Lula fue preservado de toda sospecha y del desprestigio (tal vez por un mecanismo del tipo “si el zar lo supiera”), el sistema político no lo fue. En verdad, con el mensalão, el PT, que era la excepción hasta ese momento, queda maculado a los ojos de una parcela significativa de la sociedad. Como siempre tuvo parte de su diferencial en la bandera ética, se convierte en ese momento en más de lo mismo. Pero ¿por qué la separación sociedad y sistema político no resulta explosiva? En parte porque Lula llena la brecha. Lula es institucional (Couto, 2011) y no se enfrenta a la clase política, no explota ese descontento para ganar apoyos. En rigor, Lula reestablece el nexo entre la política convencional y la sociedad, por lo que sustentamos que el lulismo es precisamente eso, el filamento incandescente que reconecta sociedad y política convencional.

El lulismo no es adversativo. Para gobernar la morfología política brasileña, en el marco de la cultura política brasileña, conflicto fóbica y acomodaticia, Lula no necesitaba para nada de adversatividad. La relación de Lula con la clase política tradicional, con los empresarios, con el establishment, en suma, fue de composición. También porque el cambio de orientaciones, de políticas y de aliados impedía esa adversatividad, so pena de  caída en el ridículo. El lulismo se desprendió de los blancos de adversatividad tradicionales del petismo, y no los reemplazó por otros. Así Lula, pai dos pobres, los protege pero ¿de qué o de quiénes? Juan Lucca (2011) observa que Lula en los momentos álgidos ni siquiera les ponía nombre a los adversarios. Esto constituye una diferencia con relación a la CUT y el PT, quienes tienen un adversario bien claro, muy adjetivado y bien identificado. Lula es un gran ambivalente que pocas veces le pone nombre a las cosas en sus discursos (y con eso logra sumar apoyos de sectores que parecerían en principio muy antagónicos). Hay excepciones, es cierto, como luego del mensalão, cuando su discurso se vuelve más irascible, pero aún ahí nunca pasa de la denominación de "opositores" a quienes lo inculpaban, mientras desde el PT ya hablaban de la "derecha desestabilizadora" (Lucca, 2011).

Además, el petismo es una identidad, el lulismo no. Y Lula no es un liderazgo del PT mayor que el PT; es un liderazgo diferente al PT mayor que el PT. La adversatividad tan distinta presentada por lulismo y petismo es central, ya que permite diferenciar a ambos. Incide ahí una cuestión discursiva relevante. Mientras que en el PT, sea por convicción, sea por hábito vacío, todavía se sigue apelando a la noción de lucha de clases para su formulación de la realidad política, Lula opera en el ámbito de la concertación pluriclasista (Ricci, 2011) y tiene discursivamente a los desposeídos como pobres, no como el proletariado. El Lula de 1989 (y el de antes), claro está, no tenía esa adversatividad tan tibia. Lula realiza una transición bastante amplia en ese sentido, primero convenciéndose, en 1989, de que podría realmente llegar al poder por la vía electoral y luego incorporando la noción de la importancia de la conquista del centro en la disputa de elecciones mayoritarias, hasta llegar al “Lula paz y amor” de los comicios del 2002, en la elección que lo consagra presidente (y que consagra la transformación de Lula) por un margen de votos muy superior al del PT.

El partido camina en la misma dirección, pero en el marco de un proceso con importantes distinciones. La alianza con fuerzas partidarias de centro y derecha, a partir de la elección de 2002, y la adopción de medidas, una vez en el gobierno, que divergían del histórico programático del partido, habían sido precedidas por la conquista del liderazgo partidario por parte de los sectores moderados. El partido tiene que lidiar, sin embargo, con un dilema. Si, de un lado, ve aumentar su apoyo electoral a medida que se acerca al centro, de otro, es presionado por la militancia histórica, que le confiere diferencial de partido programático, a mantener una ideología de izquierda. La solución encontrada – a pesar de los esfuerzos de actualización programática – es el mantenimiento de una carta de principios en la cual, comenzando por la propuesta de transición para el socialismo, muy pocos son los que aún creen. Así, el PT hace su propia transición rumbo a la moderación, pero Lula va más allá de ella. Y lo hace, por las razones indicadas, con un gran margen de maniobra en relación al partido.[11]

Evidentemente, puede haber determinadas coyunturas que exijan adversatividad (y algo de populismo). En 2006 Lula había sufrido un golpe al no ganar en la primera vuelta; para reponerse y no entrar debilitado en la segunda Presidencia necesitaba algo más que ganar, necesitaba una victoria concluyente. Se apela entonces a una súbita ideologización del debate (no en el sentido de un registro de izquierda, sino de una suerte de nacionalismo estatista), que va en contra de toda la tendencia anterior de su actuación, desde la campaña del 2002. ¿Algo semejante había ocurrido en la crisis del mensalão?  Lula tuvo un impulso de apelar a las calles y a la sociedad civil organizada apostando en la división de la sociedad, pero lo refrenó.

¿Podemos hablar del lulismo como de una identidad no adversativa? Nos parece que hasta ahora no. Lula no ha hecho un esfuerzo de interpelación identitaria, el lulismo no es una identidad, es un liderazgo popular. El experimento clave de este liderazgo de Lula fue la proyección y el triunfo de Dilma. La inobservancia de una interpelación identitaria por el lulismo se conjuga con la característica histórica del país de que los sectores populares tienen extrema dificultad para desarrollar identidades horizontales. O’Donnell (1984) apunta a la serialización de la sociedad brasileña y observa:

(…) simplemente, ha habido poco a re-presentar en la política de una sociedad en la cual “los de abajo” no han logrado formas de organización ni identidades políticas relativamente autónomas de las clases y sectores dominantes. (O’Donnell, 1984, p.33)

En ese sentido, el lulismo debe ser visto bajo la perspectiva de la trayectoria histórica de la sociedad brasileña desde la redemocratización. La recuperación de la democracia por la sociedad, que tuvo como marco jurídico y político principal la Constitución de 1988, no fue enteramente capaz de romper con la ciudadanía regulada (Santos, 1979) y garantizar que los derechos asignados a los sectores populares, en la letra de la ley, fueran dotados de exigibilidad y efectivamente implementados. En síntesis, la vuelta del régimen democrático no se tradujo automáticamente en democratización de Estado y sociedad.

Lo que desarrolla Lula en el gobierno no consiste en un modelo redistributivo ni de poder político ni de poder social. Al lado de la desmovilización que representó su gobierno, tampoco cualquier reforma estructural fue implementada. Sin embargo, tiene un elevado potencial de creación de condiciones para la redistribución social y política, al incluir, entendemos que irreversiblemente, a las masas a la ciudadanía tanto política como social. O sea, va en la tradición brasileña de acomodación de intereses, más que en la del conflicto. No obstante todas las limitaciones, se trata de una novedad extraordinaria, porque los intereses que se acomodan, aún constituidos desde arriba, son los de las masas antes excluidas.

El desafío nunca superado de la incorporación de la vasta mayoría de la población a la comunidad política tiene como uno de los obstáculos principales, evidentemente, la pobreza material que dificulta enormemente la movilización y la propia representación política. La ampliación de la agenda pública con el lulismo y la introducción de un conjunto básico de derechos efectivamente garantizados puede contribuir para el “empoderamento” (empowerment) de las masas de Brasil, en el sentido de dotarlas de las condiciones preliminares de organizarse para a exigir la completa ciudadanía social. Por otro lado, ese proceso es conducido nuevamente “desde lo alto” y desde el interior del Estado, que, como se sabe, actuó históricamente – corporativismo y clientelismo mediante – en el sentido del bloqueo y ocupación del espacio social.

El lulismo en el gobierno, ¿combinó las cuatro gramáticas políticas brasileñas de Edson Nunes (2003) (clientelismo, universalismo de procedimientos, aislamiento burocrático, corporativismo)? Sí, como otros gobernantes en el pasado, sobre todo los más exitosos, como Getúlio Vargas o Juscelino Kubitschek, y también su antecesor y blanco de comparación más frecuente, FHC. La corrupción puede ser rampante, como insiste la opinión pública, pero es acotada en el sentido de que áreas clave quedan bien preservadas. Sí está en vigor un capitalismo de lazos (Lazzarini, 2011), densas redes accionarias público-privadas. Pero a diferencia, por ejemplo, de los nexos argentinos, los lazos brasileños están más institucionalizados y son menos particularistas. Y en general se puede decir que la burocracia brasileña, por debajo de la capa que es loteada, presenta niveles razonables de eficiencia y honestidad (Nunes, 2003). La sempiterna tradición de las burocracias brasileñas, bifurcadas en áreas de eficiencia aisladas y cotos clientelares de caza, parece gozar de buena salud hasta ahora. Para Edson Nunes:

(...) é curioso que os períodos politicamente mais tensos do Brasil contemporâneo tenham sido aqueles em que o equilíbrio entre as gramáticas esteve comprometido por governos que enfatizaram uma ou duas gramáticas particulares. (...) Os grandes malabaristas do passado, Getúlio e Juscelino, mantiveram o sistema em certo equilíbrio. (Nunes, 2003; p. 161)

Lula, así como FHC, no hay duda, figuran entre esos grandes malabaristas. La heterogeneidad estructural y el presidencialismo de coalición (Abranches[12]), y la coexistencia de las diferentes gramáticas políticas, de Nunes, son construcciones teóricas que se aproximan en su caracterización de la morfología política brasileña, cuando traen al primer plano la oposición entre capas y prácticas “tradicionales” y “modernas” que coexisten.[13] La pregunta que se coloca es, evidentemente, sobre los límites que la preservación de un sistema político de naturaleza clientelista y patrimonialista impone a la reducción de las disparidades en un orden democrático y al propio desarrollo del país. El lulismo suma a ella nuevos interrogantes: ¿en qué medida la garantía del nivel mínimo de derechos sociales a la población, que parece consolidarse, altera ese status quo, llevándola a buscar activamente la afirmación de su ciudadanía? Y ¿qué consecuencias son traídas para el extravagante equilibrio sincrético de “gramáticas” aparentemente incompatibles, tal como propuesto por Nunes (2003), de la emergencia de ese actor? Si el lulismo es inseparable del dinamismo socioeconómico de los sectores populares brasileños en la última década, lo más importante es colocarlo en el marco de las culturas y de los imaginarios de las clases populares. Como ya hemos mencionado, entre 2003 y 2008, cerca de 32 millones de personas dejaron las clases D y E (Neri et al., 2010; Barros, et al., 2009). Son personas que indudablemente tienen lazos de profunda identificación con Lula y con su trayectoria de vida. No son personas politizadas o que profesen cualquier ideología, sino absolutamente pragmáticas, como la propia obra política de Lula en el gobierno. Su llegada a la ciudadanía no fue determinada por una construcción colectiva volcada a la garantía de derechos, sino por un incremento en los niveles de consumo (Ricci, 2010). No disponiendo de capital cultural, dependen exclusivamente de la fuerza de su trabajo para mantenerse en el umbral recientemente alcanzado – y de eso no tienen ninguna garantía (v.g. los batalhadores de Souza, 2010).

 

Consideraciones finales

De las discusiones anteriores,  tal vez la conclusión más importante que se pueda desprender tiene que ver con la morfología social histórica brasileña y con los imaginarios populares. En la sociedad brasileña el progreso individual tiene prevalencia sobre la lucha de clases y es fuerte la idea de ascenso social individual, más que la de conflicto social (Brasil es una sociedad excluyente pero a la vez la movilidad social es intensa). El éxito del lulismo está en que  “realiza” el imaginario de movilidad social popular, el de un cambio no conflictivo. Por otra parte, la historia del mismo Lula, del nordestino migrante, facilita esta identificación, de luchador que logra ascender desde muy abajo y por su propio esfuerzo. El lulismo expresa y vehiculiza la realización de ese ascenso social, lo “hace posible” y se identifica con él. La gestión de Lula ha sido una gestión de muy intensa movilidad social, y es importante tener claro que lo que ocurrió en esos años fue ascenso social  y no la consolidación de una clase, ya que, en general, los que mejoraron sus condiciones de vida no consolidaron su posición social, sino que “ascendieron”. Tanto es así que se “inventó” la clase C y se discuten sus formas.

Ya se notan las profundas conmociones sísmicas sociales, políticas y – no menos estrepitosas - culturales de la emergencia de esa “nueva C”. Se discute, por ejemplo, si, una vez consolidado y mayoritario, este extracto reforzaría su supuesto conservadurismo innato.  Y la ironía es que algunos de los involucrados en los movimientos políticos que propugnaran, en la historia reciente del país, por la conquista para los sectores populares de las mínimas condiciones para definir sus intereses e identidades, siendo capaces, finalmente, de tener voz en la discusión sobre qué tipo de sociedad sería posible y deseable construir, ahora – aunque por motivos opuestos a los defensores del status quo - no aprueban lo que ven y escuchan. Abundan las acusaciones de que Lula despolitiza la cuestión de la desigualdad, de que no respetó el mandato recibido de las urnas o que – en síntesis – el lulismo es regresivo para la constitución de una identidad popular horizontal. Pero, ¿Lula no sería, antes de todo, un inigualable intérprete de la voluntad popular?

Tal vez en algunas de las políticas de su gobierno se pueda encontrar una respuesta. El Bolsa Familia conquistó alguna fama internacional y es tomado muy a menudo como el programa símbolo de las administraciones Lula y de su éxito. Sin embargo, proponemos aquí que el Pro Uni tal vez lo represente aún más fidedignamente, por incorporar una serie de contradicciones, sus superaciones y, al final, conquistar el éxito (que la sociedad brasileña podría esperar honesta y razonablemente en ese campo en aquel momento). El Pro Uni, como se sabe, subsidia el acceso de alumnos de familias de bajo ingreso a las universidades privadas, por medio de la introducción de la exigencia de contrapartidas por renuncias fiscales para la rama de la educación privada que desde hace mucho ya estaban en vigor. Para ser implementado Lula tuvo que vencer, de entrada, la convicción ideológica de su partido que no admitía la idea de la privatización de la educación y de que esta no fuera garantizada como un derecho universal.

Las universidades públicas, que tradicionalmente sirven a las clases medias, en lo que es generalmente considerada una enorme distorsión social, doblaron su oferta de vacantes durante los dos gobiernos de Lula. Asimismo, en un intento de democratización algo polémico, fueron introducidos cupos raciales y, en algunos casos, de nivel de renta. Aun así, la oferta de vacantes es muy inferior a la demanda. Además, hay fortísimos intereses privados, sin lugar a dudas, por detrás del programa – basta recordar que el ministro de relaciones institucionales de gran parte del segundo mandato es un exitoso empresario del ramo de la educación privada. De una manera u otra, el programa posibilita que 600 mil jóvenes tengan acceso a un curso de nivel superior  – de mala calidad en la amplia mayoría de los casos, es verdad, pero al fin y al cabo, un curso superior. Desde el punto de vista del desarrollo social de mediano y largo plazo tal vez sea uno de los mayores éxitos de su administración. Aunque la frase de Otto Von Bismarck - “la política es el arte de lo posible” – fuera comúnmente citada por FHC, fue Lula quien la llevó hasta las últimas consecuencias.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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NOTAS



[1] Esta evaluación es más o menos consensual entre las tres interpretaciones; lo que ellas no comparten es en qué grado el nuevo modelo trajo nuevos constreñimientos al desarrollo, particularmente en lo que se refiere a la supuesta explosión del endeudamiento público y la “adicción” de la economía brasileña a las altas tasas de interés. Aunque la deuda no sea tomada como un factor de desestabilización económica, parte de las interpretaciones si la considera un fuerte factor de  restricción al crecimiento.

[2] La llamada Carta ao Povo Brasileiro fue un documento divulgado por la cúspide petista durante la campaña presidencial del 2002, con el objetivo de tranquilizar a los mercados financieros que,  temiendo el éxito electoral próximo de Lula, promovían una fuga de capitales del país. La Carta afirmaba el compromiso con el cumplimiento de los contratos previamente firmados y prometía equilibrio y prudencia en la conducción de la política macroeconómica, por lo que es ampliamente tomada como un marco de la transición realizada por el partido desde las posturas rupturistas defendidas en su historia previa hacia una actitud  de no confrontación con los mercados, adoptada una vez en el poder.   

[3] Brasil adopta oficialmente, para la definición de pobreza y pobreza extrema, el criterio del Banco Mundial, que caracteriza como pertenecientes a las dos categorías los individuos con ingresos menores que US$ 2 y US$ 1 por día, respectivamente.

[4] Ver Barros et al. 2009; Neri et al., 2010

[5] Ver Anderson, 2011

[6] Ver Cardoso, 2009; Fausto, 2010.

[7] En trabajo específico sobre la corrupción en el Partido dos Trabalhadores, Wendy Hunter (2007) afirma: “O apoio financeiro empresarial é considerado o mais decisivo nas campanhas presidenciais. A falta de recursos econômicos sugere o porquê de o PT ter se sentido pressionado a recorrer aos esquemas de ‘caixa dois’ nos municípios onde controlava a prefeitura. (...) é inegável que os outros partidos se comprometeram com a prática do caixa dois. Porém, meu argumento é que o PT estava sob pressão excepcional para planejar tais esquemas e participar deles, já que não desfrutou do influxo de fundos legais dos grandes empresários disponíveis aos seus concorrentes. (Hunter, 2007).

Con la llegada al gobierno federal, el Partido vive la continuidad de los mismos dilemas oriundos de su posición singular en el sistema político: “o PT queria montar um governo sem respeitar as regras informais do presidencialismo de coalizão.”.

Sobre si el gobierno Lula habría sido más o menos corrupto que los anteriores, es muy incierta cualquier afirmación. Lo que hay de “científico” al respecto- son los rankings de Transparencia Brasil y Transparencia Internacional, que no apuntan cambios importantes durante el gobierno Lula. Pero incluso estos rankings padecen, por la propia naturaleza del fenómeno que buscan mensurar, de debilidades metodológicas de difícil superación.

[8] Ver Ricci, 2010

[9] Ver Ricci, 2010.

[10] Acerca de la dilución ideológica de los partidos socialistas y de los incentivos para el progresivo abandono de la organización de los trabajadores como clase, en el contexto del acuerdo social amplio de la social-democracia, véase también Esping-Andersen (1990).

[11] Definir programaticamente el lulismo es tarea difícil y los resultados son muchas veces borrosos debido a su sincretismo. Se puede argumentar que lulismo presenta algunos rasgos básicos socialdemócratas (Pinho, 2011). (Ver Ricci, 2010).  En líneas bastante generales, él comparte con la social-democracia el llamamiento a la reforma democrática del capitalismo en la búsqueda de mayor justicia social y equidad, en línea con lo que fue defendido por Kenneth Roberts (2008) para caracterizar parte de la izquierda latino-americana que alcanza el poder a partir de la década de 1990. Ricci (2010), por su parte, entrevé en el lulismo trazos de social liberalismo, que él describe como la articulación entre “a herança liberal clássica e a proposta programática socialista (mais declaradamente social-democrata)”. Según el autor, el social liberalismo se distingue del neoliberalismo al enfatizar la regulación estatal aunque esta signifique confrontación con los intereses del capital, incorporando la teoría de las fallas de mercado para evitar la acción predatoria y la competencia desleal. Lastrado en autores tan dispares como John Meynard Keynes y Norberto Bobbio, el social-liberalismo representaría, sin embargo, una tentativa de superación de la dicotomía presentada por el segundo, entre libertad e igualdad, como las características que distinguen contemporáneamente izquierda y derecha. El propio Ricci admite, no obstante, que “tal aproximação, contudo, não é absolutamente fiel ao lulismo, dada a peculiaridade de matrizes políticas que o forjou” (Ricci, 2010; p. 19).

[12] Abranches asocia la heterogeneidad estructural de su presidencialismo de coalición a un cuadro en que “acumulam-se insatisfações e frustrações de todos os setores, mesmo daqueles que visivelmente têm se beneficiado da ação estatal” con la “multiplicação de demanda e a proliferação dos incentivos e subsídios” y el “resultado, aparentemente contraditório, de limitar progressivamente a capacidade de ação governamental”. El texto de 1988, como se sabe, abre el camino al ciclo de diagnósticos sobre la ingobernabilidad. Aunque su teorización sobre el presidencialismo de coalición permanezca en boga, está en ese otro sentido hoy datado, como el propio éxito político del gobierno Lula ahora lo reafirma.  

[13] Aquí nos parece necesario registrar que uno de los méritos del texto de Nunes (2003) sea el de romper con dicotomías, como la de atraso – modernidad,  e proponer una interpretación de Brasil a partir de un sincretismo múltiple y no binario.