MIRIADA.
Año 3, No. 6 (2010)
©
Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales.
Instituto
de Investigaciones en Ciencias Sociales (IDICSO), ISSN: 1851-9431
Prácticas de ciudadanía y gobernanza en las ciudades
Marisol García[*]
Resumen
Esta contribución presenta el marco teórico sobre el cual se
puede explorar la relación entre la gobernanza y la ciudadanía en las ciudades
europeas. El artículo reflexiona sobre la conexión entre las dimensiones
políticas y sociales de la ciudadanía y la esfera pública, enfatizando el
paradigma participativo. Argumenta que la práctica de la ciudadanía ha sido
desafiada en Europa no sólo a causa de las fuerzas de la globalización que han
contribuido al número mayor de habitantes sin derechos políticos, inmigrantes
explotados y pobres, sino también por los cambios implícitos en la
interpretación colectiva de la justicia social. Finalmente, examina de forma
crítica el término “ciudadanía urbana” que enfatiza la participación local de
ciudadanos en defensa del bienestar social y la búsqueda del reconocimiento
de los inmigrantes como ciudadanos. Por el contrario, se propone el término
“formas urbanas y regionales de ciudadanía” para denominar la continua
relevancia de la ciudadanía territorial en el contexto de la gobernanza
multi.-nivel[†].
Palabras
clave: Ciudades; Ciudadanía;
Gobernanza; Justicia Social; Ciudadanía Urbana; Ciudadanía Regionales
Abstract
This contribution presents the
theoretical framework that can be used to explore the relationship between
governance and citizenship in European cities. The article reflects on the link
between the political and social dimensions of citizenship and the public
sphere with special emphasis on the participation paradigm. It holds that the
practice of citizenship has been challenged in Europe not only by the forces of
globalisation that have exposed increasing numbers of denizens, exploited
immigrants and the poor, but also by the implicit changes in the collective
understanding of social justice. The article concludes with a discussion of the
term “urban citizenship” as focusing on local citizens’ participation in their
pursuit of social welfare and on the recognition of immigrants as citizens.
Against this, the term “urban and regional form of citizenship” is proposed to
indicate the continuing relevance of territorial citizenship in the context of
multi-level governance.
Key words: Cities; Citizenship; Governance; Social Justice;
Urban Citizenship; Regional Citizenship
La gobernanza es un mecanismo de
negociación para formular e implementar políticas que busca activamente la
participación de las organizaciones de la sociedad civil, además de las
instituciones y los expertos gubernamentales. Es un modelo de toma de
decisiones que enfatiza el consenso y los resultados e intenta ser
participativo. “Un proceso global de toma de decisiones en la esfera pública”
(Hooghe & Marks, 2003, p. 233). En
el ámbito europeo, se ve como una nueva forma de gestión política. La
gobernanza de múltiples niveles incluye, además, otros niveles de gobierno e
institucionales, tanto nacionales como subnacionales, y ha sido formalmente
reconocido en un Acta Blanca publicada por
El
importante papel que juega el Estado-Nación en proveer la ciudadanía política y
diseñar e implementar la ciudadanía social a través de los derechos no ha
podido prevenir la expansión de mecanismos descentralizados de toma de
decisiones políticas en la mayoría de las naciones occidentales. Como resultado
de ello, los gobiernos urbanos y regionales han visto incrementada su
implicación en el diseño y supervisión de las políticas sociales. En Europa,
muchos modelos de descentralización cristalizaron en la segunda mitad del siglo
XX, algunos más equitativos que otros. El modelo social democrático, exhibido
en los países nórdicos con bienestar social universal, no solo entraña
políticas más generosas a nivel nacional, sino también un amplio entramado de
instituciones que se encargan de la redistribución social a nivel local. En
otros modelos más federales –Alemania, Bélgica, Austria y, más recientemente, España
se ha dado un margen muy amplio a las tomas de decisiones locales. Alemania es
un buen ejemplo, con consecuencias importantes, tales como mostraremos más
adelante en este mismo artículo. Otros regímenes de bienestar han desarrollado
prácticas similares. El rasgo común es que las prácticas de ciudadanía
(relacionadas con la redistribución de los recursos que promueven el bienestar)
en la esfera social han ido ganando preponderancia en las ciudades. Como
resultado, se ha discutido mucho sobre las dimensiones locales de la ciudadanía
(García y otros, 1996; Isin, 2000; Rogers &Tillie, 2001; Purcell, 2003).
Estos trabajos han subrayado el rol de las instituciones locales y sus actores.
Incluso si la mayor parte de la responsabilidad acerca de la provisión social
recae sobre los gobiernos nacionales, en la mayoría de los países miembros de
En
paralelo a la expansión de prácticas de ciudadanía social y política a nivel
local, la organización supranacional constituida por los Estados miembros de
La
creciente responsabilidad de las instituciones locales en la política social
requiere nuevas prácticas institucionales para poder incorporar más cantidad de
actores que sean más heterogéneos. La llegada de nuevas oleadas de inmigrantes
a las ciudades europeas pone a prueba los marcos culturales e institucionales
existentes. Este proceso de integración de los recién llegados y la
reestructuración de las políticas sociales como resultado de tendencias
demográficas internas contribuyen a la emergencia de nuevas formas de gobierno
local. Se da un efecto negativo en este modelo emergente de gobierno local: la
fragmentación de los derechos de ciudadanía, lo que puede conducir a nuevas
desigualdades interregionales e interurbanas. La incorporación de gobernanza
multinivel y su promoción por parte de
Las prácticas de ciudadanía:
igualdad de merecimiento y de participación en un gobierno de múltiples niveles
Las prácticas de ciudadanía están
condicionadas y, a menudo, vienen facilitadas por estructuras preexistentes y
por normas y valores integrados en estas estructuras institucionales. A la
inversa, las normas y prácticas pueden ser desafiadas por los ciudadanos y los
residentes que aspiran a convertirse en ciudadanos. De hecho, la práctica de la
ciudadanía es dinámica, ya que los derechos históricos se han conseguido como
resultado de las movilizaciones cívicas y políticas. En este sentido, las
prácticas de ciudadanía surgen de procesos reflexivos, con los ciudadanos
reinterpretando las bases de su vida colectiva por nuevas vías que se
correspondan con sus ideas e ideales en desarrollo (Bellamy, 2001, p.65). El carácter dinámico de la ciudadanía
fue retratado por T.H. Marshall (1950). En su conocido trabajo, relacionaba la
ciudadanía civil con el bienestar social. En su análisis, la provisión
universal de educación y los beneficios sociales conducían al desarrollo del
ciudadano de pleno derecho. Así como los derechos civiles protegen a las
personas del tratamiento arbitrario o discriminatorio, y los derechos políticos
aseguran que el poder no se limite a unos pocos, los derechos sociales
compensan los caprichos del mercado libre y corrigen su desigualdad inherente.
Cuando los estados responden a las necesidades básicas de los ciudadanos con
mayores desventajas , y cuando lo hacen universalmente, sin estigmatizar a
aquellos que tienen carencias, consiguen –a través de la provisión de bienestar
social- que los más desafortunados adquieran la mínima competencia requerida
para que así puedan participar –plena y dignamente– en sus comunidades
políticas como iguales
El
énfasis en este análisis lo encontramos en la competencia y participación
mínimas en la sociedad. Desde esta perspectiva, los derechos al bienestar no solo
protegen a los ciudadanos, sino que también les permiten ser agentes activos
del cambio. Uno de los aspectos de la teoría de Marshall más sujeto a una
revisión es su conexión histórica con identidad nacional y soberanía del Estado.
En las sociedades urbanas actuales, esta conceptualización ha sido desafiada
desde las esferas culturales, ya que se ha dado un incremento en la variedad de
culturas y moralidades que requieren nuevas políticas y perspectivas teóricas
(Soysal, 1994; Rogers y Tillie, 2001). En la esfera económica, la prominencia
de ciudades –especialmente ciudades globales- también ha fortalecido el
cuestionamiento del Estado soberano como recipiente de la lealtad política
(Sassen, 2000; Purcell, 2003). El debate acerca de la resistencia del Estado-Nación
versus otros regímenes potenciales continúa abierto (Joppje, 1998; Koopmans y
Statham, 1999; Morris, 2002). Este debate puede pasar por alto la cuestión de
la transformación cualitativa de las políticas y de la toma de decisiones
incitada por la reestructuración del capitalismo mundial desde los años 80 (Brenner,
1999, p. 435-439). De acuerdo con su interpretación, el estado incipiente es
una estrategia de la crisis de gestión. El principal objetivo del Estado en la
presente situación es permitir la competitividad de las regiones y las ciudades,
amenazadas por la pérdida de la ventaja comparativa que conduce a la
decadencia. Como resultado, “Las nuevas geografías de gobierno urbano están
cristalizando actualmente en un interfaz a múltiples niveles entre los procesos
de reestructuración urbana y la reestructuración territorial del Estado”
(Brenner, 1999, p.443).
Los
líderes de las ciudades y regiones alcanzan acuerdos con los gobiernos
nacionales para atraer la inversión, que cambia las prioridades del gobierno
urbano. El análisis de Brenner coincide con los datos empíricos de Swyngedouw.
Estos muestran de qué manera las formas emergentes de gobernanza en Bélgica
significaron un reemplazo de “el estado del ciudadano” por uno “tecnócrata,
directivo y emprendedor”, que amenaza la cohesión urbana y regional (Swyngedouw,
1996). Acordamos con este análisis, cuya conclusión es que al gobierno urbano
ya no se lo puede explicar solamente desde el nivel local (“escala local” en
los análisis de Brenner y de Swyngedouw). No obstante, mientras que estos dos
analistas asumen el impacto negativo para las prácticas de la ciudadanía que
causa el nuevo marco neoliberal, el presente artículo pretende explorar la
resistencia de la naturaleza sustancial de la ciudadanía para encontrar nuevas
oportunidades de participación social y política en las ciudades en el contexto
de la gobernanza de múltiples niveles. Mi propuesta es que la ciudadanía
sustancial se encuentra, en cualquier caso, fragmentada por las diferentes
prioridades que las sociedades otorgan a las políticas específicas de acuerdo
con sus valores y maneras de entender la justicia social y la solidaridad.
La
naturaleza sustancial de la ciudadanía implica las definiciones de justicia
social. Las prácticas de la ciudadanía están estrechamente relacionadas con la
justicia social, ya que la ciudadanía importa una “concepción de valores
igualitarios”. Se trata a la población con justicia cuando todos reciben la
misma consideración por parte de cualquier organismo o institución que asigne
recursos para los ciudadanos, o cuando cada uno recibe lo que se merece
(Miller, 1995). El hecho de que las instituciones públicas deban otorgan una
serie de derechos a la población, así como ser responsables de mantener unos
estándares definidos de valores igualitarios remarca el paradigma distributivo.
Asimismo, los debates de política social,la búsqueda de la justicia social y la
igualdad de oportunidades deben tener en cuenta el paradigma participativo. Por
lo tanto, trataré dos dimensiones interrelacionadas, que son: las dimensiones
política y social de la ciudadanía.
La
realización de la ciudadanía social precisa una cierta redistribución de la
riqueza para poder incluir a todos los miembros de la sociedad y conseguir que
sean participantes competentes en el sistema de vida prevaleciente en la sociedad
en cuestión. Esto implica discusiones acerca de la distribución de bienes, su
asignación, a quién serán entregados estos bienes y con qué medios. Estas
discusiones, que se daban usualmente a nivel nacional en el período Fordista,
se dan cada vez más a nivel local, así como a otros niveles de gobierno
(regional y supranacional). Además, la ciudadanía política requiere un contexto
institucional que facilite mecanismos de participación para todos los
ciudadanos. Requiere, también, una esfera pública como cauce de las discusiones
sobre los estándares de ciudadanía. Para averiguar si las instituciones proveen
de tales mecanismos, es necesario considerar el proceso de formación política y
el de implementación política. Como argumenta Iris Marian Young (1990)
“despolitizar el proceso de formación política obscurece la carencia de toma de
decisiones democrática”. La posición defendida en este artículo es que la
gobernanza democrática debe ser el objetivo, pero no solo cualquier tipo de
gobernanza. La práctica de la ciudadanía se ha visto desafiada en las ciudades
europeas, no solamente por las fuerzas globalizadoras que han contribuido al
número creciente de habitantes, inmigrantes explotados y pobres, sino también
por los cambios implícitos en el entendimiento colectivo de la justicia social
(García, 2005).
Los debates acerca de los derechos
sociales se han multiplicado en los últimos años aunque no han prestado mucha
atención al concepto subyacente de justicia social. Como las decisiones
necesitan ser tomadas en base a la redistribución de recursos, cada sociedad
debe discutir qué criterios guiarán su política de asignación de recursos.
Los
análisis pluralistas de Walzer (1983) sobre las esferas de justicia ofrecen un
punto de partida que vale la pena repasar. En su estudio, no existe una
definición universal de justicia, sino creaciones de políticas comunitarias
particulares. Así, “la justicia se relaciona con su significado social”
(Walzer, 1983, 12). Las sociedades pueden facilitar un marco para desarrollar
la igualdad manteniendo la autonomía entre las diferentes esferas de
distribución de recursos. De esta manera, opera una constelación de esferas de
justicia, tales como las de seguridad, bienestar, trabajo, reconocimiento y
poder político. En cada esfera existe un cierto nivel de distribución de
recursos para que los individuos y los grupos sociales puedan obtener una
posición de ventaja en general. Esto ocurre cuando un grupo acumula grandes
cantidades de un bien en particular, lo que actúa como una palanca para obtener
más cantidad de la que tiene derecho de otro bien. Para impedir que ciertos
grupos adquieran ventaja sistemática sobre otros en cada esfera, se deben
conservar las fronteras. Si es responsabilidad de cada gobierno mantener los
límites entre las “esferas”, entonces no habrá abuso de poder por parte de un
grupo en particular. Dado que “las fronteras son vulnerables a los cambios en
el significado social” (Walzer, 1983, p. 319), Walzer recomienda una práctica
de alerta de los cambios, por ejemplo, sobre el grado en que la educación
formal y el conocimiento técnico se convierten en bienes dominantes y otorgan
posiciones ventajosas en la sociedad. En la misma línea, Miller argumenta que:
Cada uno dentro de la
comunidad debe ser considerado un miembro pleno, con derecho a tomar parte en
todas las esferas de la justicia. No puede haber más que una clase de
ciudadanos: las personas en posición de metics en
Las
contribuciones de Walzer y Miller son particularmente relevantes en
La
existencia de jerarquías rígidas, que conducen a la exclusión social, no solo
crea un sentido de discriminación y puede ser causa de violencia y tensión
social entre grupos minoritarios –como ocurre en algunas zonas urbanas- sino
que, también, constituye un obstáculo para la diversidad y la igualdad
compleja. Si damos por hecho que los talentos y las cualidades no se concentran
en grupos particulares, “las políticas de igualdad compleja son una apuesta por
los efectos antijerárquicos de las distribuciones autónomas” (Walzer, 1995, p. 290-292).
Para promover “las comunidades de ciudadanos
iguales”, las sociedades europeas han implementado programas que presuponen la
redistribución de los recursos, así como políticas activas de contratación de
ciudadanos que han quedado fuera del mercado laboral (Gallie & Paugam,
2000; van Berkel y Moller, 2002). Algunos de estos programas han sido
cuestionados por sus resultados. Además, existen puntos de vista diferentes y
conflictivos acerca de las cantidades, los métodos, los canales y los objetivos
intencionados de los recursos a distribuir. Un ejemplo obvio son los debates
entre posiciones neoliberales y socialdemócratas sobre los gastos de bienestar
público. La confrontación política clarifica a menudo las opciones votadas por
la mayoría de ciudadanos acerca de las cuestiones sobre la redistribución de
los recursos colectivos; en cuanto a los métodos, es remarcable que los
recipientes de estas políticas ni siquiera son consultados ni se les da
oportunidad de participar. ¿Cómo podemos discernir qué opción es la mejor para
crear una sociedad más justa? Se necesita un principio básico para guiar a las
sociedades y para que puedan resolver sus diferencias sobre los criterios de
distribución a fin de preservar la justicia social. Una manera de trabajar en
esa dirección es preguntar: “¿En qué medida la implementación de las diferentes
políticas a problemas específicos influencia nuestro común status de
ciudadanos?
Las
sociedades de “ciudadanos iguales” se ven fracturadas cuando sectores de la
población no están en posición de participar plenamente en la comunidad
política a la que pertenecen. Dos ejemplos son los desocupados y los pobres. En
ambos casos, no solo hay una carencia de recursos (empleo e ingresos) sino
también dificultades para poder participar en disposiciones institucionales y
para tener acceso a los recursos que les permitan cambiar su situación. Una
acumulación de eventos en sus vidas provoca una acumulación de desventajas que
conducen a la exclusión social
(García & Kazepov,
2002). Los debates sobre la asignación de recursos para los desocupados a largo
plazo y los pobres se dirigen a menudo a otros ciudadanos, tales como
políticos, tributantes, legisladores y trabajadores sociales, pero casi nunca a
los desocupados y a los pobres. Un claro signo de que no se les considera
ciudadanos de la misma categoría. Además, hay menos consenso acerca de cómo abordar
el desempleo y la pobreza que, por ejemplo, sobre la sanidad, a la hora de la
distribución de recursos para “todos los ciudadanos iguales”. Una explicación
para el cambio en la redistribución de las políticas referentes al desempleo y
la pobreza es que a la cultura de la protección no se la considera básica; y como asimismo existen concepciones opuestas,
finalmente se deben tomar decisiones políticas (García, 2005). Sin embargo,
algunas provisiones son políticamente más defendibles que otras, como las dirigidas
a la salud, seguridad social y pensiones a la vejez, dado que estas reciben más
apoyo de la mayoría de los ciudadanos que otros aportes destinados al desempleo
y la pobreza. Esto ocurre porque estos dos problemas pueden ser aislados e,
incluso, culpar de esa situación a las propias víctimas, quienes, además, no
están íntimamente relacionados con la comunidad política (Walzer, 1983, 80-81).
Existen,
por otra parte, diferentes concepciones de justicia estrechamente relacionadas
con los debates sobre la igualdad en los derechos de ciudadanía. La diagnosis
del problema y las elecciones políticas nos dan información sobre estas nociones
(Sen, 1992). Sen, como Walzer, indica que el análisis de la pobreza no se puede
hacer independientemente de la sociedad donde se da esta pobreza (Sen, 1992, p.108). Teniendo en cuenta el contexto social
local donde se da la pobreza, nos vemos forzados a mirar en el espacio
funcional antes que en los ingresos. De esta manera, tenemos un conocimiento
sociológico de las carencias de la ciudadanía examinando las oportunidades
reales que las personas tienen de participar en sus sociedades (Saraceno,
2002). Más tarde volveré sobre este tema con casos específicos.
La dimensión política de la ciudadanía
El contexto institucional y las
estructuras de oportunidad que estos ofrecen a los ciudadanos para poder
participar en las políticas concernientes a sus posibilidades requieren un
examen del espacio funcional de la gobernanza democrática y de la esfera
pública. El concepto de gobernanza está lleno de complejidad. De acuerdo con
Así,
la gobernanza implica la movilización de los grupos sociales, instituciones,
actores privados y públicos que forman alianzas y ponen en marcha proyectos
colectivos para adaptarse a los cambios económicos globales (Le Galès, 2000).
La gobernanza promete, además, hacer más participativos los procesos de toma de
decisiones, así como también fortalecer la democracia. En este sentido, la
gobernanza constituye una extensión de los procesos de toma de decisiones
basados en la representación. No obstante, la realización de la democracia
participativa es más difícil de lo que parece. Los grupos sociales difieren en
su habilidad organizativa, en la capacidad colectiva de procesar información,
en comunicarse con los otros ciudadanos en las mismas circunstancias. La
literatura urbana muestra la fragmentación de los potenciales movimientos
sociales y las discontinuidades resultantes a la hora de hacer oír sus
reivindicaciones y llegar a las instituciones. Así, en la ausencia de la
representación del (adecuado) interés corporativo, la democracia participativa
puede llevar a la democracia elitista o tecnocracia. Solo se escuchan algunas
demandas en los debates públicos, mientras que otras se pierden en el proceso
de competición política. Como consecuencia, aquellos con la voz más fuerte y
con participación activa en los procesos de toma de decisiones representan solo
parcialmente los intereses colectivos. Isin ha remarcado que, por ejemplo, en
el marco político -que denomina liberalismo avanzado– se da una nueva
polarización en la distribución del capital económico, social y cultural. Esta
amplia polarización se manifiesta en la libertad que tienen algunos ciudadanos
para crear opciones, según sean su residencia, trabajo, educación, salud y
ocio, mientras que otros ven cada vez más limitadas sus opciones (Isin, 2000,
p.162). No está solo en su cuestionamiento de la posibilidad de mejorar la
democracia local. De hecho -argumenta Isin- existen problemas de
responsabilidad ligados a la nueva cuestión regional. Cuando las ciudades
metropolitanas se desarrollan como ciudades-región, el sector privado tiene más
posibilidades de jugar con ventaja.
Las
transformaciones en los modelos de gobernanza se han extendido por ciudades y
regiones metropolitanas poniendo en práctica nuevas formas de regulación y
desregulación. En estas áreas se están haciendo más patentes las tensiones que
traen consigo las reestructuraciones en el mercado laboral y las políticas
sociales. Los gobiernos centrales han optado por la descentralización de
responsabilidades en las esferas de bienestar social, planificación y trabajo.
Los gobiernos locales y regionales y las llamadas coaliciones pueden conseguir
un rol preeminente como socios de intereses locales privados y, también, de
intereses privados internacionales (Jessop, 2003).
En
el marco de la nueva gobernanza, se escogen actores adicionales para participar
en la toma de decisiones. En el proceso deliberativo, por ejemplo, entran
organizaciones no gubernamentales, organizaciones comunitarias y fundaciones.
Estos actores justifican la proliferación de poderes de gobierno y substituyen
a los estatales que solían encargarse de las instituciones del bienestar. En
otras palabras, las ciudades y las regiones metropolitanas están experimentando
un proceso de reestructuración entre el gobierno, el mercado y la sociedad
civil. Las fronteras entre los tres sectores se debilitan. No obstante, se ha
argumentado que las mismas prácticas del gobierno urbano y metropolitano no
siempre han incorporado los ideales democráticos implicados en un “gobierno
democrático”. No solo existen defectos para conseguir responsabilidades y
transparencia, sino que, también, un fuerte énfasis en las sociedades y en el
desarrollo económico está creando mecanismos exclusivistas en las nuevas
prácticas gubernamentales de Europa (Geddes, 2000).
Contra
esto, y desde un punto de vista normativo, los gobierno democráticos requieren
ideales democráticos e instituciones gubernamentales que asuman la
responsabilidad “de crear y dar soporte a las instituciones civiles y a los
procesos que faciliten la construcción, mantenimiento y desarrollo de las
identidades democráticas” (March y Olsen, 1995-p.4). En este sentido, los
análisis empíricos muestran que los mecanismos han sido introducidos en algunas
ciudades europeas para preparar la implicación de los ciudadanos. En
Escandinavia, se ha puesto en marcha un experimento de “gobernanza local libre”
con sus comités de barrio, y en Gran Bretaña algunos ayuntamientos han delegado
algunas de las tareas municipales a las asociaciones de vecinos de acuerdo con el
principio de “autoridad que sustentadora” (Le Galès, 2002-p.238). Debemos
resaltar que la práctica de la gobernanza democrática puede dar forma a las
instituciones e identidades de la sociedad civil.
Después
de esta breve consideración sobre las oportunidades y limitaciones de las
prácticas de la ciudadanía y de la gobernanza, la pregunta que nos debemos
hacer es: ¿Cómo se combinan? Sugiero que el enlace principal es la esfera
pública. La esfera pública entendida aquí como el área social definida en términos
de procesos y dinámicas, y no solo de instituciones o fronteras geográficas,
donde los ciudadanos encuentran un incentivo para dejar a un lado los intereses
“particulares” y adoptar una perspectiva de “interés público”. Es, en otras
palabras, un “espacio” que se caracteriza por conducir al ciudadano. Es un
campo político abierto en el cual no se excluye a nadie y donde todas las
cuestiones pueden ser debatidas (Crowley y otros, 2001). Una manera de evaluar
el grado de gobernanza democrática sería considerar la medida en que las
instituciones favorecen una esfera pública donde los ciudadanos puedan
argumentar y presentar propuestas innovadoras para prácticas locales de la
ciudadanía.
Ciudadanía y esfera pública
La esfera pública implica tanto respuesta
como participación de los ciudadanos que deben involucrarse en una variedad de
prácticas. Históricamente, los modelos de la formación del ciudadano dependían
de la esfera pública. Somers (1993, p.589)
ha demostrado que las oportunidades
ofrecidas por el marco
social local permitían la formación de los ciudadanos en el siglo XVIII en
Inglaterra. Así, los diferentes modelos de gobierno local en combinación con
las prácticas comunitarias locales resultaron en diversas formas de
“apropiación” de las leyes nacionales como derechos de los ciudadanos. Como
teoriza Somers, es el proceso de construcción de la ciudadanía lo que informa
al observador si una esfera pública se está desarrollando y qué dirección toma.
En este contexto, la especificidad es de considerable importancia porque puede
abrir o cerrar la esfera pública a los ciudadanos, así como a los potenciales
(Somers, 1993). En esta sección, parto del análisis de Somers para desarrollar
mi marco, que será la guía de los casos empíricos que presentaré más adelante.
Las
sociedades urbanas actuales son considerablemente más heterogéneas que las
comunidades locales europeas del siglo XVIII, y esto complica la eficiencia de
la esfera pública como medio hacia la “apropiación” de derechos. La ciudad
comprime e intensifica la vida social y, al mismo tiempo, crea diferencias, lo
que no es garantía del reconocimiento de “los otros”. Además, las ciudades generan
espacios diferenciados donde difícilmente se encuentran los privilegiados y quienes
no lo son para discutir las condiciones de estos últimos, según argumenta Iris
Marion Young. Los privilegiados piensan que su condición es la normal, y no
tienen en cuenta las necesidades de los otros, al menos que una crisis exponga
de repente las condiciones de injusticia, como ocurrió, por ejemplo, cuando se
produjeron las inundaciones de Nueva Orleáns. De esta manera, es una
idealización pretender que la mayoría de ciudadanos compartan una esfera
pública común, dadas las desigualdades sociales. Como señala Young, la
segregación impide la comunicación política dentro de la ciudad y entre
ciudades y, también, dentro de los espacios regionales y metropolitanos. Por lo
tanto, “los compromisos de los ciudadanos y el diseño institucional” son
necesarios para que la esfera pública reconozca las demandas de ciudadanos y
residentes (Young, 1999, p.245). Desde un punto de vista normativo, el objetivo
final - estoy de acuerdo con Young – debería ser crear un sentido de la
justicia. Más concretamente, se requiere el diseño de programas que ofrezcan
más igualdad y democracia y que no produzca un juego de suma cero entre los
diferentes grupos sociales (Fainstein, 1995,
p.38-39).
Como
he señalado anteriormente, la respuesta y participación de los ciudadanos en
las ciudades europeas contemporáneas se integra en un contexto institucional
enmarcado por la gobernanza en múltiples niveles. Esto significa que las
demandas de los ciudadanos a las instituciones se verán a menudo satisfechas a
través de la intervención no solo de los poderes locales, sino también de otros
actores institucionales territoriales. Este factor puede limitar la
organización de la participación efectiva y los canales de respuesta o,
alternativamente, puede crear oportunidades para la acción social dispuesta a desarrollar
los derechos de los ciudadanos. Brenner señala al respecto que: “Este nuevo
sistema de escalas también desalienta los desafíos a las fuerzas progresivas
que pretenden forjar un orden institucional europeo basado en prioridades
sustanciales, tales como la democracia, la igualdad y la justicia social”
(2004, p.450).
De
acuerdo con esto, el marco competitivo para el crecimiento y la eficiencia
impuesto por las agendas neoliberales del estado del bienestar postkeynesiano
se convierte en un obstáculo para el desarrollo de las prácticas de la
ciudadanía.
Algunos
autores ven el origen urbano de las reivindicaciones grupales como las
prácticas ciudadanas capaces de influenciar en los resultados de la política de
la ciudad (Isin & Siemiatycky, 1999). Estas contribuciones nos llevan a la
conclusión de que el contexto urbano es, de hecho, el lugar donde cristaliza
“la ciudadanía urbana” de diferentes maneras. En esta línea de investigación,
se resalta el desarrollo de las esferas públicas como una manera de neutralizar
la agenda neoliberal introducida por el Estado y una forma de permitir que las
autoridades estatales puedan oír las voces que vienen de abajo. Isin (2000) y
otros definen la “ciudadanía urbana” como un proceso dinámico. En las ciudades,
los individuos y los grupos se movilizan para pedir nuevos derechos. La
“ciudadanía urbana” se desarrolla cuando “gente de diversas procedencias se
encuentra con los demás en actividades y asociaciones diversas” y cuando “se
ejercen los derechos y responsabilidades de la ciudadanía, todo lo cual conforma
los sentimientos cívicos y las identidades” (Beauregard & Bounds, 2000, p.248-
249). En este enfoque, los ciudadanos y residentes se implican en acciones
colectivas para mejorar su medio y sus condiciones de vida en la ciudad. Pienso
que esta línea de investigación es extremadamente fructífera, ya que facilita
un cuerpo de conocimiento empírico sobre las variaciones locales de las
prácticas de la ciudadanía.
Aunque
comparto estos análisis que resaltan las prácticas de la ciudadanía antes que
el cuerpo de derechos, quiero puntualizar que los ciudadanos organizados y los
movimientos sociales, si reclaman recursos urbanos o reconocimiento, están,
directa o indirectamente, reclamando participación en el diseño de las
políticas redistributivas que contendrá el cuerpo de derechos resultante.
Además, como las políticas sociales y las intervenciones urbanas requieren
asignación de recursos fiscales, es probable que otros niveles de gobierno estén
involucrados. En este sentido, el término “ciudadanía urbana” parece implicar que
las ciudades pueden crear derechos por sí mismas, que no es precisamente lo que
está pasando en las ciudades europeas. Desde mi punto de vista, el término “la
ciudadanía urbana” carece de una base institucional porque carece de conexión
entre los objetivos de los ciudadanos (mejorar su medio o alcanzar
reconocimiento, voz y derecho a la participación) y las instituciones que
tienen el poder de garantizar estos derechos con base institucional estable.
Mis dos objeciones son, primero, que el término “ciudadanía urbana” reduce el
alcance de la esfera pública al ámbito local; y, en segundo lugar, que el marco analítico,
si bien refleja el contexto anglosajón, no se ajusta necesariamente al europeo
continental.
Para
empezar, la esfera pública es evasiva y difícil de territorializar porque las
decisiones que conciernen a los ciudadanos y residentes tienen lugar a menudo
en diferentes niveles de gobierno. De hecho, se puede argumentar que ninguna o,
al menos, pocas de las luchas sociales por los objetivos de la ciudadanía se
resuelven solo a nivel local sin intervención del nivel nacional de gobernanza
(como una demanda de vivienda social); asimismo, es posible argüir que tampoco
las reivindicaciones para la ciudadanía que se garantizan a nivel nacional son
propuestas solo en el área nacional. Por el contrario, la movilización local
puede ser mucho más efectiva en algunas circunstancias. Como resultado, mi
propuesta es que nos debemos centrar en las prácticas locales de la ciudadanía
teniendo presente que la comunidad política opera también a nivel nacional y
regional.
Las
ciudades europeas tienen estructuras políticas y sociales que continúan
integradas en Estados-Nación generosos capaces de estructurar el bienestar de
los ciudadanos, aunque a distintos niveles, según las variaciones del régimen
de bienestar. Además, en las ciudades europeas, los servicios públicos, las
infraestructuras y las planificaciones siguen estando fuertemente reguladas por
el estado, tanto a nivel nacional como regional y local (Kazepov, 2005, p.13). Para
dotar de sentido a las prácticas de los ciudadanos y las políticas sociales que
se están desarrollando en las ciudades europeas, utilizo el término “formas
regionales y urbanas de ciudadanía”.
“Las
formas regionales y urbanas de ciudadanía” se desarrollan cuando los
instrumentos políticos se presentan local y regionalmente para mantener y/o
crear derechos sociales como resultado de las demandas de los ciudadanos o de
las prácticas innovadores de las instituciones locales; también se desarrollan cuando
los mecanismos para la integración política facilitan una esfera abierta a la
participación y las reivindicaciones no solo para los ciudadanos establecidos,
sino para todos los habitantes. Son modalidades de ciudadanía porque “resultan
en diversas formas de apropiación de leyes nacionales como derechos
ciudadanos”. En contextos federales, las leyes nacionales deben ser
consideradas como “regionales” antes que nacionales. Sin embargo, el resultado
final es una variación en las definiciones institucionales del Estado, que
tendrá que modificar sus regulaciones o descentralizar sus competencias a
gobiernos subnacionales o, como sucede cada vez más en Europa, adoptar
prácticas innovadoras en formas de gobierno de múltiples niveles.
Las
formas regionales y urbanas de ciudadanía son también expresión de concepciones
específicas de justicia social. Por ejemplo, en el caso de la intervención de
la política social, cuyo objetivo es prevenir que los habitantes caigan bajo el
umbral de la pobreza, o rescatar a aquellos que padecen necesidades. Ya he
argumentado que las definiciones de justicia social son locales y relativas
según su significado social. Sin embargo, dado que este significado ha sido
fuertemente delimitado por los contratos del Estado keynesiano (período
1950-1980), las grandes esperanzas, hábitos y valores establecieron cómo
definir la dignidad humana. Aquí, el análisis del régimen de bienestar es útil
porque facilita el marco de los valores de bienestar con los que han sido
socializadas las poblaciones actuales. En Europa, GB experimentó una ruptura de
la dependencia en este sentido, y la población sufrió una reducción de sus
derechos sociales basados en la intervención pública desde finales de los años
70. En
En
la esfera pública, los debates sobre ciudadanía política y social requieren
perspicacia para encontrar la manera en que las políticas apropiadas deben ser
designadas para hacer frente a los riesgos sociales, y cómo la acción social se
desarrolla en diferentes formas espaciales. Los riesgos sociales –viejos y nuevos-
desafían la realización de la ciudadanía social, ya que pueden hacer
vulnerables a los individuos y a las familias en los contextos dinámicos
urbanos. En la primera parte de este artículo, señalaba que los riesgos de
desempleo a largo plazo y de la pobreza no están necesariamente incluidos en
los debates públicos. Con todo, la cuestión de la pobreza está incrementando su
presencia en la agenda internacional de las organizaciones transnacionales, así
como los debates en algunos partidos políticos y foros sociales. La condición
de ser pobre es, con frecuencia, el resultado final de una trayectoria de
precariedad económica que convierte en
vulnerables a los individuos y a las familias como miembros de una
sociedad en la que ya pueden participar como ciudadanos dignos. Las sociedades
postindustriales tienen cada vez más ciudadanos pobres a causa de la
combinación de los bajos rendimientos educativos, falta de empleo –lo que
afecta a los ingresos- y la carencia de
lazos sociales fuertes y de acceso a la protección social. He seleccionado
políticas antipobreza y de alojamiento como prioridades de la ciudadanía
social.
Las
cuestiones de la vivienda y la pobreza son esferas potenciales para la acción
social, para defender estándares adquiridos de justicia social y para promover
nuevos en respuesta a los riesgos emergentes. Constituyen problemas urbanos
históricos sin resolver, aunque parcialmente escondidos, que emergen como desafíos a la idea ciudadana
de “valores igualitarios”. Los casos examinados aquí ilustran variaciones
específicas sobre cómo han sido abordadas estas cuestiones en las ciudades
europeas. Las políticas dirigidas a los pobres y las de la vivienda
ejemplifican dos procesos urbanos: uno, en el que los recipientes de bienestar
son tratados como clientes; y otro, en el cual pueden ser agentes activos
organizados para reivindicar derechos a la ciudad –en el mundo de Henry
Lefebvre. Ambas políticas están sujetas tanto
a contratos nacionales como regionales. El análisis empírico que yo presento
demuestra que ambas políticas conllevan tomas de decisiones y financiaciones a
múltiples niveles.
Para
ilustrar los efectos de las políticas de lucha contra la pobreza, me remito a
un análisis comparativo extenso de las ciudades en varios países de
Para
examinar la cuestión de la vivienda, solo he comparado tres ciudades que
muestran los dos extremos: una representa la fuerte intervención corporativa y
pública, mientras que las otras exhiben casos de débil intervención pública. Se
pueden ver como dos polos de intervención institucional a nivel de protección
social. También ilustran la importancia de la acción social para cambiar las
decisiones políticas. El caso de Ámsterdam representa la acción social
desarrollada en el contexto del capitalismo del bienestar pleno y democracia
participativa consolidada. Barcelona y Lisboa ilustran la acción social en el
contexto del capitalismo postindustrial y una democracia participativa
emergente, después de un largo período de regímenes dictatoriales.
Prácticas de ciudadanía social y política relacionadas con
cuestiones de política social
Aunque la política social continúa bajo la
responsabilidad de los Estados miembros, los debates acerca de las políticas de
inclusión social basadas en prácticas ciudadanas específicas han tenido a
En
esta sección, se examina la relevancia de un acercamiento a la justicia social
para entender las formas de ciudadanía regional y urbana en dos áreas de
política social: las rentas políticas mínimas contra la pobreza, en primer
lugar, y la política de la vivienda, en segundo lugar.
Pobreza.
En esta área de política social, me remito al estudio de las dinámicas de la
asistencia social en 13 ciudades de 6 países europeos que permite la
comparación local en contextos nacionales (Saraceno, 2002). Los países
estudiados son Suecia, Alemania, Francia, Italia, Portugal y España. Un
análisis sistemáticamente comparativo de los marcos de actuación y los procesos
de formulación política e implementación muestra que la constitución de la
justicia social europea parece más robusta cuando las instituciones locales y
nacionales se implican en la asunción de responsabilidades respecto a la
organización de los programas antipobreza. En este sentido, los sistemas de
asistencia social suecos y, en menor medida, los franceses y alemanes tienden a
mejorar la integración urbana de los pobres asistidos en un marco de gobierno
de múltiples niveles. No obstante, se dan variaciones significativas entre la
manera en que dos ciudades alemanas – Bremen y Halle- organizan los programas
de asistencia social, y cómo lo hacen dos ciudades francesas –Rennes y St.
Etienne-. En tanto, las dos ciudades suecas –Gotemburgo y Helsingborg– siguen
las regulaciones burocráticas nacionales y, además, muestran menos variedad de
formas urbanas. Por otra parte, las ciudades españolas e italianas incluidas en
el análisis –Milán, Turín, Barcelona y Vitoria– ejemplifican los sistemas de
asistencia social que se desarrollaron localmente o dentro de las regulaciones
regionales.
Las
variaciones locales aparecen porque las dinámicas específicas de las economías
locales facilitan una variedad de posibilidades de vida a ciudadanos y
residentes en general, y a aquellos que se encuentran debajo del umbral de la
pobreza, en particular. Así por ejemplo, las economías locales de Milán y Barcelona han ofrecido oportunidades
de ingresos (en los sectores informales y formales) incluso a los sectores más
vulnerables de la sociedad. Las variaciones locales también existen porque las
trayectorias de las instituciones locales han sido más autónomas en lo
referente a la organización e implementación de los programas de asistencia
social, o son más o menos reacias a la cooperación entre actores locales para
poder facilitar programas coordinados antipobreza, incluyendo la reinserción en
el mercado laboral. Cuanto más institucionalizados están los programas de
asistencia social y de bienestar social a nivel nacional, menos relevantes
resultan los niveles locales. ¿Qué implican estas diferencias en términos de
justicia social?
En
Helsinborg y Gotemburgo, los beneficios otorgados a los beneficiarios de la
asistencia social constituyen un derecho universal. Además, la generosidad del
programa es coherente con el sistema de valores en que se basa, ya que opera
por el principio de facilitar “un nivel razonable de vida”. Esto significa que
los beneficiarios pueden permanecer en el programa tanto tiempo como lo
necesiten. Sin embargo, están poco tiempo con los ingresos mínimos debido a la
existencia de un amplio espectro de programas formativos y de reinserción
laboral, además de subsidios al desempleo. Este factor y el relativamente alto
umbral de recursos da como resultado una gran heterogeneidad de demandantes
(muchos de ellos refugiados). Aquí encontramos un ejemplo de un modelo de
solidaridad colectiva fuerte basado en una ciudadanía social fuerte. Este
modelo facilita soluciones a necesidades individuales y muestra una práctica
enérgica de justicia redistributiva con políticas de ingresos mínimos.
El
sistema de asistencia social Alemán también muestra un alto nivel de
generosidad, pero no ofrece tanto soporte financiero ni programas de empleo.
Opera según el principio de subsidiaridad y se basa en la responsabilidad de
las familias en cuanto al bienestar de sus miembros. Esto comporta que los
beneficiarios deban buscar trabajo por ellos mismos. En términos de justicia
redistributiva, Bremen es más favorable, ya que estos principios se aplican
menos estrictamente y los programas de empleo son más eficientes. En Halle, en
tanto, se aplica más rígidamente. Además, esta ciudad se encuentra en
transición, con un entorno de condiciones de vida relativamente bajos donde las
desigualdades sociales y la segregación se incrementan, una ciudad que demanda nuevas habilidades y en
la cual algunos de sus miembros salen adelante y otros son dejados atrás. La
constitución de la justicia social es, no obstante, fuerte en ambas ciudades,
en tanto que las instituciones responden a las necesidades de la población, incluidos
los inmigrantes y refugiados.
También
existen diferencias entre Rennes y St. Étienne a pesar del sistema universal
Francés. Ambas ciudades aplican el principio de derechos individuales y
responsabilidad nacional. El programa RMI también es generoso –incluso si los
beneficiarios deben ser mayores de 25 años, con las excepciones de embarazo o
hijos a su cargo. En Rennes, pueden utilizar los transportes públicos gratis.
En esta ciudad, las políticas de integración son más comprensivas y dinámicas y
existe un personal especializado para las relaciones con los beneficiarios de
la asistencia social. Globalmente, en Rennes hay un nivel más alto de
coordinación entre instituciones comparado con St. Étienne. Este caso presenta
una cuestión interesante en el debate sobre justicia social concerniente a la
relevancia de la eficiencia, así como del gobierno horizontal para alcanzar
mejores resultados. De este modo, nos podríamos preguntar si una gobernanza
horizontal más eficiente facilita no solo un mejor servicio, sino también un
espacio mayor para entrar en la esfera pública. Desde la perspectiva de una
gobernanza horizontal, Rennes ofrece amplios mecanismos para la integración
social para todos aquellos que han caído en la pobreza mediante programas de
reinserción que satisfacen subjetivamente, también, a los beneficiarios de la
política social y favorecen, por otra parte, un nivel más alto de justicia
social. (Bonny & Bosco, 2002, 103-107).
Al
trasladarnos a las ciudades del sur de Europa, se incrementa la importancia del
contexto urbano. En España, los programas de asistencia social se han introducido
regionalmente. En algunas CC.AA (Comunidades Autónomas), la ayuda con ingresos
mínimos es un derecho social; en otras no. El derecho formal a una renta
mínima, establecida por el gobierno Catalán, no ofrece suficientes recursos
para sobrevivir, ya que son ayudas poco generosas. Sin embargo, una vez dentro
del programa, los beneficiarios pueden reclamar ayuda tanto tiempo como lo
necesiten. No obstante, la ciudad de Barcelona ha desarrollado un sentido
colectivo de solidaridad para activar los recursos, mediante el compromiso de barrios
y asociaciones comunitarias formales o informales. Generalmente, los
trabajadores sociales tienen una visión comprensiva de tales situaciones y,
para ayudar tanto como sea posible, ofrecen “consejo sobre puestos vacantes en
la economía formal y en la informal”. Se puede decir que es “intención de los
trabajadores sociales practicar una especie de justicia social al enfrentar medidas
que juzgan insuficientes” (Bonny & Bosco, 2002, pp. 109-110).
En
esta ciudad, emerge un nuevo concepto de justicia social que plantea esfuerzos
combinados de múltiples recursos para conseguir que la persona se sienta
integrada y ayudarla a conseguir autonomía. De este modelo, emergen dos
problemas: el primero es la discreción en la toma de decisiones de las
instituciones, cuyos favores se dividen entre “los que lo merecen y los que no”
(en este caso, la gente joven); el segundo es el tiempo prolongado que los
beneficiarios permanecen en un programa, así como los presupuestos y la
eficiencia limitados de los cursos de preparación, lo que no favorece la
autonomía personal. En contraste con el programa Catalán, el Vasco ofrece
suficientes recursos para vivir en condiciones decentes. En el caso de Vitoria,
el ayuntamiento ha reservado algunos puestos de trabajo de baja cualificación
para beneficiarios de ingresos mínimos que están completando cursos de
preparación. En esta ciudad, la supervisión de los cursos, así como de otros
criterios de beneficios es más estrecha, y el programa más burocrático. Desde
una perspectiva de justicia social, el modelo institucional Vasco ofrece mayores
posibilidades de integración social formal con fuerte énfasis en las
obligaciones, mientras que el modelo de Barcelona es más difuso.
En
las ciudades italianas, también se observan variaciones en el contexto urbano y
en el contenido de los programas. Milán y Turín ofrecen dos casos diferentes,
aunque ambas ciudades se encuentran en el área industrial del norte de Italia.
En el primer caso, los programas de ingresos mínimos constituyen, en principio,
un derecho social, pero, en la práctica, no opera de esa manera , no sólo
porque existe un gran nivel de discreción referente a quién es “ merecedor”,
sino también porque los beneficiarios están sujetos a recibir aportes bajo
condición de disponer de fondos. El sector de servicio social de Milán solo
ofrece recursos escasos a los beneficiarios y ninguna posibilidad de formación.
De hecho, el ayuntamiento tiene un papel residual en servicios sociales y deja a
las asociaciones de la iglesia católica y a las innovaciones del sector
terciario mucho margen de actuación. El hecho de que la asistencia social se
entienda como un parche temporal, a asumir por la caridad y con apoyo del
sector terciario, significa que el ayuntamiento no busca una inclusiva
definición de la justicia social en la ciudad. Además, la gobernanza horizontal
requerida para mantener la cooperación entre el sector civil y las
organizaciones de la iglesia no es estable. Este modelo deja al beneficiario en
una situación de vulnerabilidad. Turín, una ciudad menos activa económicamente,
tiene un programa más generoso, aunque no se considera un derecho social. Como
en Milán y Barcelona, el total que reciben los beneficiarios es insuficiente, y
debe ser complementado con otros ingresos de la economía formal o informal junto
con ayudas de la familia y de organizaciones caritativas. Sin embargo, el
período de beneficio del programa es de un año que se pueda prorrogar en caso
de necesidad. Turín también ofrece una lista de trabajos sociales para el desocupado,
que son una fuente de ingresos potenciales para los pobres. Existe más apoyo
institucional en esta ciudad que en Milán; en este sentido, se parece más a
Barcelona en su búsqueda de un consenso para el tratamiento justo de los
pobres.
Volvemos
a la pregunta de Miller: “¿Cómo el dar diferentes respuestas a una cuestión
particular influye en nuestra categoría de ciudadanos iguales?” (Miller, 1995, p.12).
El resultado de comparar los diferentes programas de asistencia social
demuestra que la generosidad y la universalidad ofrecen una mayor posibilidad
de equidad. A la inversa, los presupuestos escasos llevan a la dependencia de
los criterios del trabajador social acerca de los merecimientos o no de la
ayuda. En los casos que presento en este artículo, Barcelona, Milán y Turín no
muestran una práctica fuerte de justicia social redistributiva; Vitoria y St.
Etienne se encuentran en un nivel intermedio, mientras que las ciudades Suecas
ofrecen las mejores prácticas, seguidas por las ciudades Alemanas. Las mejores
prácticas corresponden a los modelos de gobernanza más generosos y más
eficientes en su combinación de estructuras de organización vertical
(Helsingborg, Goteborg, Bremen) y horizontal (Bremen y Rennes).
Vivienda.
La política social que implica a los ciudadanos ha sido particularmente
relevante en los proyectos de desarrollo de la vivienda para prevenir la
formación y consolidación de guetos urbanos. Las instituciones locales han sido
activas o reactivas en tales políticas. Por ejemplo, en Barcelona, el plan de
mejora del casco antiguo se empezó (aunque ya existía por escrito antes)
durante la preparación de los Juegos Olímpicos ante la presión de las
asociaciones de vecinos que amenazaban con hacer pública la existencia de
pobreza entre sus habitantes cuando la ciudad estaba adquiriendo resonancia
internacional. En este caso, las organizaciones de vecinos obligaron al
gobierno de la ciudad a preparar un programa cuyos principales objetivos fuesen
la mejora física del distrito, optimizar las condiciones de vida de sus
residentes y transformar esta área deprimida en parte atractiva de la ciudad.
Se mejoraron las viviendas, se crearon puestos de trabajo en actividades
turísticas para reducir actividades marginales, como la droga y la
prostitución. Se introdujo el sistema de partenariado, en 1998, como una fórmula
de gobernanza que facilitara el proceso de restauración del centro tradicional
de la ciudad. La implicación económica de la sociedad civil local (tiendas,
bancos, sector de servicios, etc.) también fue un elemento clave del plan. Otra
gestión innovadora clave para dar apoyo a la restauración del distrito fue
crear una estructura coordinada para la acción autónoma dentro del gobierno de
la ciudad (García, 2004). La participación de los ciudadanos fue decisiva en la
organización de consultas y de comités gestionados por oficiales de
departamentos del ayuntamiento para que los líderes de las asociaciones
vecinales pudieran hacer públicas sus demandas. Además, participaron varios
niveles de gobierno en la realización de programas para mejorar esta parte de
la ciudad. Así, el caso de Barcelona ilustra la cooperación dentro de un marco
de consenso hegemónico con un resultado mixto porque, si bien se ha promovido la
participación, no se han podido detener las consecuencias negativas de la
gentifricación ante la ausencia de un programa de vivienda social amplio.
Proyectos
similares han tenido lugar en otras ciudades. En el área metropolitana de
Lisboa, donde las asociaciones de la sociedad civil están muy fragmentadas, y
donde operan a nivel de barrio en la ausencia de estructuras de oportunidad
para la participación a nivel ciudadano, “las políticas locales de bienestar y
los movimientos sociales que se han generado han sido estratégicos para ayudar
a la inclusión política” de los inmigrantes (Marques & Santos, 2001, 166).
De hecho, en esta ciudad, los proyectos de reestructuración han resultado más
efectivos a la hora de movilizar los sectores más desfavorecidos de la
población que el programa URBAN, que intentó establecer un partenariado de
cooperación con poco éxito. No obstante, no existe un modelo general de
movilización exitoso en los barrios pobres; por el contrario, hay barreras
internas y externas con las cuales topa la “capacidad” de los residentes de
participar, incluso para demandar las necesidades básicas, como la vivienda.
Cuanto más dirigido está un programa desde la administración, menor es la
participación de los ciudadanos (Manadipour et al., 1998, pp. 279-288).
Amsterdam
ofrece un interesante contrapunto. En esta ciudad, el movimiento ocupa
organizado en los barrios contra los planes de renovación que planeó el
gobierno de la ciudad en la posguerra tuvo una considerable resonancia. El
movimiento ganó fuerza durante los años 70 en el conjunto de la ciudad y se
propagó, en cierta medida, a nivel nacional, pero experimentó un proceso de
fragmentación en la década siguiente. Sin entrar en la cuestión de si el
movimiento, o parte de éste, fue captado por las autoridades de la ciudad
recientemente (Uitemark, 2004), lo que nos interesa ahora es que la respuesta a
las políticas locales de vivienda dieron lugar a viviendas sociales y a un
programa de alquileres que, aunque tenía una financiación nacional, ofrecía
estructuras para la participación a nivel de barrios y de ciudad. Estas
estructuras de oportunidad fueron utilizadas por sectores del movimiento. El
resultado fue un reemplazo de la tecnocracia por una planificación democrática
y, por consiguiente, el movimiento (o movimientos) pudo influir en la política
municipal (Pruijt, 2004). Otros grupos
minoritarios han expresado sus demandas y contribuido a los debates en la
esfera pública. Así, en este contexto político, ha emergido una cultura
participativa que anima futuras participaciones de nuevos grupos, tales como
las minorías étnicas. Como ha remarcado Fainstein: “El Estado holandés continua
utilizando los instrumentos de la planificación física, gasto de bienestar
social y una extensa nómina para mantener un nivel sorprendentemente alto de
igualdad de condiciones entre los residentes de Amsterdam.” (Fianstein, 2000, p.106).
Este
es un buen ejemplo de cómo las prácticas de ciudadanía social y política han
conducido a una mayor igualdad entre los ciudadanos y les ha permitido tomar
parte en las decisiones de la sociedad. Aunque el modelo de Amsterdam ha sido
puesto a prueba por los recientes disturbios religiosos y culturales, se
mantiene la particular forma urbana de ciudadanía basada en una redistribución
financiera extensiva. Esto ha sido posible como resultado de un programa amplio,
sostenido durante décadas, de vivienda social que ha facilitado la creación de
un consenso sobre el modelo de renovación del centro de la ciudad desde finales
de los años 60 en adelante. Este consenso emergió después de agrias
confrontaciones entre las autoridades locales y los movimientos sociales
(Uitemark, 2004; Priemus, 1998). La expresión de movimientos sociales
reivindicativos y los procesos de creación de consenso sugieren la existencia de
una esfera pública. Así, el caso de Amsterdam ilustra, como ejemplo de gobierno
de múltiples niveles, la importancia de las prácticas institucionales
nacionales en el diseño e implantación de los programas sociales de vivienda
que han favorecido la participación ciudadana. Mayer propone un análisis
crítico que ve estas estructuras de oportunidad de participación como un
mecanismo para neutralizar. Esta autora ha señalado este aspecto remarcando las
consecuencias negativas de las políticas del gobierno Alemán en las ciudades, ya
que ha discriminado entre grupos sociales que actúan como clientes y aquellos
que han sido críticos, a los que se ha ignorado en sus reivindicaciones. La
primera categoría ha sido el objetivo de las iniciativas sobre empleo y antipobreza,
tales como los programas de “gestión del barrio”. Según esta autora, el serio
defecto de estas iniciativas es su efecto estigmatizador (Mayer, 2003, p.120). En este caso, no hay mejoras en la
igualdad: ni los ciudadanos ni los residentes (inmigrantes) encuentran una
oportunidad real de tomar parte en decisiones que afectan a sus vidas.
Prácticas sociales y políticas sobre las cuestiones de
integración política
Si bien en la sección previa mostraba un
análisis comparativo de las implicaciones de la política social para justicia
social en las ciudades, en esta sección, la ciudadanía ocupa una posición
central como política de integración. En un trabajo clarificador, Koormans
argumenta que: “La ciudadanía y los regímenes de integración actúan como una
estructura de oportunidades en el campo político que remarca las identidades de
los inmigrantes y su modelo de organización y participación política.” (2004, p.452).
En
su comparación entre las ciudades de Alemania, GB y Holanda, ha mostrado que las
ciudades más liberales ofrecen más oportunidades de incorporación a los
inmigrantes, tanto a nivel local como nacional. Existen diferencias, tanto
entre países como entre ciudades. En Alemania, ciudades como Berlín y Frankfurt
muestran un mayor porcentaje de demandas de inmigrantes relacionadas con la
integración y derechos ciudadanos que en ciudades como Munich, Stuttgart y
Colonia. Sin embargo, cuando se realiza el mismo análisis comparándolo con
ciudades de los otros dos países –Utrecht, Leeds, Gran Londres, Rotterdam y Amsterdam–
muestran porcentajes más altos. ¿Cómo se desarrollan estas prácticas? Según Koopmans, “Ofreciendo un acceso
favorable al proceso político, y resonancia pública y legitimidad discursiva
hacia algunas reivindicaciones, mientras que se crean estímulos negativos para
otras formas de demandas” (2004, p.451).
Se
anima a participar a algunos colectivos y tipos de demandas. Este análisis
refuerza los análisis previos referentes a Alemania y otras ciudades del norte
de Europa sobre las oportunidades para la expresión de los movimientos
sociales, a los que nos referíamos más arriba (Mayer, 2003). La tesis defendida
por Koopmans es que, incluso si hay campo para variaciones locales, el factor
preponderante en las prácticas de ciudadanía política ejercidas por minorías
étnicas sigue siendo una variación nacional. Está conclusión concuerda con la
defendida en este artículo, es decir: debemos ver de qué manera las prácticas
políticas y sociales de la ciudadanía tienen eco en la esfera pública que
presenta una articulación multinivel antes que localizada. Así, sería más
apropiado investigar las vías por las cuales se construye la gobernanza de
múltiples niveles y qué espacios abre a los ciudadanos en los procesos de
diseño e implantación.
Bruselas
es un caso particularmente interesante. Allí, un contexto político complejo ha
evolucionado con las características de una gobernanza de múltiples niveles. En
esta ciudad hay dos enfoques distintos con respecto a la integración de los
inmigrantes. Están dirigidos por dos comunidades antagónicas (flamenca y la francófona)
que han creado estructuras de oportunidad específicas para las reivindicaciones
de derechos sociales de los inmigrantes (Jacobs, 2001; Jacobs et al., 2004).
Mientras que los flamencos han promovido la movilización y el apoyo a la auto-organización
de las minorías étnicas, los francófonos han seguido políticas individuales de
asimilación. Este criterio ha permitido a los inmigrantes participar en
sindicatos y organizaciones antirracistas. Por otro lado, las asociaciones de
inmigrantes son gestionadas casi exclusivamente por las instituciones flamencas
(Jacobs, 2001). Ambas políticas han llegado a ser complementarias y han abierto
estructuras de oportunidades para las prácticas ciudadanas, reforzadas por la
legislación nacional que ha cedido derechos políticos a los inmigrantes.
Similar al caso de Bruselas, Amsterdam ha ofrecido una variedad de políticas de
integración social y política a los inmigrantes. En esta ciudad, las opciones
políticas han pasado de la dedicación a asuntos grupales a centrase en
problemáticas. Un muestra del primer tipo son las políticas para superar las
privaciones de los inmigrantes que facilitan, por ejemplo, el acceso a la
educación; y una demostración del segundo tipo son las políticas para prevenir
el abandono escolar y laboral activando políticas dirigidas a individuos antes
que a grupos. Además, se han otorgado derechos sociales a los inmigrantes para
favorecerles su integración en la esfera pública. Mientras que algunos grupos inmigratorios
son más activos que otros, lo importante es que la ciudad ofrece una variedad
de estructuras en las cuales pueden participar los inmigrantes, por ejemplo,
los grupos municipales de opinión (Fenneman & Tillie, 2004, pp.89-93).
Desde 1999, con la descentralización del gobierno local en distritos, estas
oportunidades pueden ser menos igualitarias a nivel de barrio, pero las
políticas nacionales y de la ciudad sobre inmigrantes son una fuerte garantía
de participación (Kraal, 2001).
Finalmente,
el caso contrastante de Barcelona muestra un contexto con una influencia más
reciente de la inmigración. Solo en 1997, el gobierno de la ciudad reconoció la
necesidad de crear estructuras intermedias para la participación de los
inmigrantes. Sin embargo, estas estructuras de consulta sobre problemas
específicos e integración política y social son aún muy débiles. Los actores
más activos son civiles locales y organizaciones religiosas caritativas que
ayudan a los inmigrantes, pero no ofrecen estructuras abiertas a la
participación política (Morén-Alegret, 2001). Las autoridades locales de
Barcelona han expresado públicamente su intención de garantizar los derechos
políticos durante las elecciones locales, pero durante los ocho años de gobierno
conservador se frustró esta opción. La ley nacional de inmigración era
altamente restrictiva y criminalizó a un gran número de inmigrantes, a los que
denegaba el status de residentes. Con el nuevo gobierno socialista, la ley
nacional de inmigración ha sido revisada y se ha llevado a cabo un amplio
programa de regularización que dio al gobierno catalán la opción de crear
oportunidades para la participación. Las nuevas estructuras participativas
tendrán consecuencias relevantes para los inmigrantes de Barcelona. Esto nos
demuestra una vez más la importancia de la gobernanza vertical de múltiples
niveles donde las prácticas institucionales nacionales marcan el camino para la
apertura o no a la esfera pública.
Lo
que podrá parecer paradójico, no obstante, es la crisis reciente del modelo de
integración social de Amsterdam en relación a otros contextos urbanos como
Barcelona. En el caso de aquella se ha planteado el tema de cómo conseguir un
consenso de valores sociales, así como un acuerdo sobre el nivel deseado de
justicia social. Como ha remarcado Fainstein, “el concepto de la ciudad justa
implica un reconocimiento de la necesidad de dar explícitamente fórmulas de
valores sociales” (Fainstein, 2001, 885). En la terminología actual dentro de
El análisis desarrollado en este artículo
se ha centrado en las prácticas de la ciudadanía en una gobernanza urbana europea de múltiples
niveles. Al concentrar el argumento en aspectos sustanciales de las prácticas
de la ciudadanía, tales como la manera en que estas prácticas conducen a la
justicia social y la gobernanza democrática, encontramos que algunos contextos
urbanos ofrecen amplias estructuras de oportunidad para las reivindicaciones de
derechos sociales y políticos. En contraste, otros contextos urbanos no animan
a los ciudadanos a expresar sus demandas para participar en la sociedad como
miembros de pleno derecho. Hemos visto que existen variaciones locales y
nacionales que pueden ser agrupadas como regímenes de bienestar. Y que existe
una conexión entre la apertura a la participación ciudadanía, basada en previas
experiencias de prácticas ciudadanas, y la extensión de la esfera pública a
nuevos miembros, especialmente inmigrantes. Alternativamente, cuando esta base
no está consolidada, como en los países del sur de Europa, las estructuras de
oportunidad para la participación en las ciudades vienen guiadas por políticas
locales, proyectos ad hoc, o dependen de un líder específico. Así, se puede ver
la correlación entre derechos sociales y ciudadanía política.
En
los contextos urbanos y nacionales, las estructuras de oportunidad también
cambian con el tiempo, y las investigaciones llevadas a cabo con sociedades
cívicas consolidadas y grupos corporativos muestran que, con el tiempo, ha
habido una inclinación por parte de las autoridades locales a promover a algunos
grupos y marginar a otros. Las autoridades de las ciudades han animado el
consenso político local y la cooperación y, al mismo tiempo, han evitado el debate.
Este tipo de gobernanza puede carecer de democratización, especialmente si se
incrementa el número de ciudadanos marginados, tal como demuestran algunas
investigaciones sobre la situación de los pobres de las ciudades. Finalmente,
la ciudad y el barrio son los campos más inmediatos para la participación, pero
las estructuras de oportunidad para tal participación deben contar con el
soporte de las estructuras y políticas regionales y nacionales a fin de ser más
que intervenciones ad hoc. En este
sentido, el artículo ha defendido la importancia de la gobernanza de múltiples
niveles y ha ofrecido un concepto alternativo de “ciudadanía urbana”.
El
término “formas regionales y urbanas de ciudadanía” que se ha sugerido captura
la acción social que, aunque fragmentada en su forma, tiene lugar en los
procesos de gobernanza europea de múltiples niveles. Los residentes y
ciudadanos organizados están proponiendo una variedad de quejas sobre su medio
y el bienestar, políticas y cívicas. Las formas regionales y urbanas de
ciudadanía también captan una variedad de políticas sociales e instrumentos
políticos diseñados para ofrecer respuestas a las preguntas de la gente, tales
como los ingresos mínimos y los programas de vivienda. A pesar de la agenda
neoliberal, ha penetrado en las políticas europeas la intervención estatal en
forma de políticas sociales nacionales y sub-nacionales, lo que continua
garantizando la redistribución, aunque a diferentes niveles. Estas políticas
siguen jugando un importante papel en las esperanzas de la gente y sus
oportunidades en las ciudades europeas, y son un incentivo para los inmigrantes
potenciales de países en vías de desarrollo. Sin embargo, desde el momento en que
el bienestar social se construye sobre la concepción de justicia social, y se
relaciona con el significado social, hasta dónde llega el estado como
institución permisiva depende del sentido de la justicia forjado por el diseño
institucional y con el apoyo de los ciudadanos. La resistencia estatal a dar
apoyo a la justicia no puede ser fuerte en la ausencia de compromisos
ciudadanos para defender la igualdad y la democracia. Al mismo tiempo, los
análisis urbanos demuestran que la desigualdad social y política se esconde con
facilidad en espacios urbanos diferenciados, y que incluir nuevos ciudadanos en
la esfera pública no solo es difícil, sino también conflictivo. Lo que se
observa ahora en Europa es una geometría variable de compromisos de los
ciudadanos a solidarizarse más allá de su barrio, ciudad o región. No obstante,
esto no obvia la continua relevancia de la territorialidad ciudadana. Después
de todo, con la excepción de los derechos humanos, todos los derechos y
prácticas de la ciudadanía se integran territorialmente.
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[*] Departamento
de Teoría Sociológica, Facultad de Ciencias Económicas, University of
Barcelona, Barcelona, España, marisolgarcia@ub.edu
[†] Este trabajo es una versión castellana
del artículo: Citizenship practices and urban governance in european cities
(2006). Urban studies, 43(4),
745-765. doi:10.1080/00420980600597491 Agradezco la traducción del inglés al
castellano realizada por Virginia Matulic Domandzic.
[‡] Los datos se han tomado de la
investigación ESOPO financiada por