MIRIADA. Año 3, No. 6 (2010)

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales.

Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales (IDICSO), ISSN: 1851-9431

 

Democracia, sociedad civil y participación popular en América Latina[*]

Miguel Carter[†]

Resumen

 

Este ensayo presenta un marco conceptual para comprender la relación multifacética, versátil y ambivalente de la democracia y la sociedad civil. Luego de definir ambos conceptos, el texto examina distintas modalidades de interacción entre la democracia y la sociedad civil, con ilustraciones puntuales de la historia contemporánea de América Latina. La última sección propone cinco corolarios para esbozar una estrategia favorable al desarrollo democrático y popular de la sociedad civil latinoamericana. Este artículo plantea que la democracia y la sociedad civil ofrecen un medio habilitante para emprender las luchas, negociaciones y concertaciones necesarias para extender el proceso de democratización. La sociedad civil es un espacio cacofónico, con ambigüedades naturales y muchas contradicciones. Aún así, es indispensable para la democracia, así como la democracia proporciona un marco político vital para el desarrollo de la sociedad civil. Ambas precisan ser resguardas y mejoradas de manera conjunta – con un pie, siempre, en la promoción de la organización, movilización y creatividad popular.

Palabras clave: Democracia; Sociedad civil; Participación popular; Estado; Sociedad política;  Pluralismo;  Luchas hegemónicas; Agenda pública; Activismo público; Democratización; América Latina

 

Abstract

This essay presents a conceptual framework for understanding the multifaceted, versatile and ambiguous relations between democracy and civil society. After defining both concepts, the text examines the different modes of interaction between democracy and civil society, with illustrations based on the contemporary history of Latin America. The final section proposes five corollaries outlining a strategy favorable to the democratic and popular development of Latin American civil society. This article argues that democracy and civil society offer an enabling institutional milieu to carry out the struggles, negotiations and arrangements necessary to extend the process of democratization. Civil society is a cacophonous space, with natural ambiguities, and many contradictions. Still, it is an indispensable arena for democracy, just as democracy provides a vital political framework for civil society development. Both need to be protected and enhanced together – with one foot, always, in the promotion of popular organizations, mobilizations and creativity.

 

Keywords: Democracy; Civil society;  Popular participation; State; Political society; Pluralism; Hegemonic struggles; Public agenda; Public activism; Democratization; Latin America

 

Pocas palabras son empleadas en el debate público actual con tanto ardor y discrepancia como la ‘democracia’ y la ‘sociedad civil’. Este ensayo busca dilucidar ambos conceptos de una manera didáctica, para luego examinar sus distintas modalidades de interacción e implicancias para la participación popular en América Latina. Nuestra reflexión no fue concebida en el vacío. Ella refleja antes que nada una inquietud por el destino de este continente, en especial, la de su población más pobre y marginada. Cabe aquí, por tanto, ofrecer un pincelazo del contexto en el cual fueron engendradas las ideas desarrolladas en este artículo.

En la alborada del segundo decenio del siglo XXI, América Latina continúa siendo el continente más desigual del mundo en la distribución de la riqueza. La región ostenta los más altos niveles de criminalidad en el planeta, en cuanto un tercio de su población vive sumergida en la pobreza. No obstante, en las últimas décadas, el continente ha dado muestras de un progreso significativo en varias dimensiones del desarrollo humano – ya sea en la longevidad de su población, el acceso a la educación o la reducción de la indigencia. Desde los años 1980, América Latina ha visto un avance democrático inédito, con la institucionalización de importantes libertades públicas y procesos electorales competitivos. Aún así, la calidad de los derechos ciudadanos y la efectividad de los mecanismos de rendición de cuenta exhiben notables deficiencias, sobretodo dado la precaria existencia de un Estado de Derecho democrático, eficaz y confiable. En medio de estas transformaciones y lagunas, la sociedad civil latinoamericana ha experimentado un auge singular, influido en buena parte por las luchas emprendidas por ampliar y diversificar este espacio social, e incluir nuevas identidades y pautas en la agenda pública. Todo ello se enmarca en la continuidad de un modelo de desarrollo excluyente – que margina a un amplio segmento de la población y fomenta la destrucción del medio ambiente.

En la América Latina de hoy no se estilan ni vislumbran fórmulas de legitimidad política que puedan sustituir a la democracia y la sociedad civil. Los esfuerzos constructivos por transformar el modelo de desarrollo, reducir la desigualdad social, la pobreza e inseguridad pública y mejorar la calidad de los derechos de ciudadanía tendrán que hacerse – de alguna forma u otra – a partir de la democracia y la sociedad civil, no prescindiéndolas. De ahí la importancia de comprender sus posibilidades y limitaciones, así como la complejidad de sus interacciones.

 Este artículo plantea que la democracia y la sociedad civil ofrecen un medio habilitante para emprender las luchas, negociaciones y concertaciones necesarias para extender el proceso de democratización, y enfrentar otros grandes retos. Promover la organización autónoma, la movilización y creatividad de los sectores populares – los estamentos menos favorecidos y relegados de la sociedad – es crucial para este proceso. 

Las primeras dos secciones de este ensayo ofrecen un análisis conceptual de la democracia y la sociedad civil. A continuación se examinan los efectos del uno sobre el otro. Esto permite resaltar el carácter multifacético, versátil y ambivalente de esta relación. Ambas, se concluye, pueden fortalecerse o debilitarse mutuamente. La última sección propone cinco corolarios para esbozar una estrategia favorable al desarrollo democrático y popular de la sociedad civil latinoamericana.

            Ambos conceptos, la democracia y sociedad civil, precisan ser tratados con cuidado, considerando los significados dispares e incluso contradictorios en el uso de estas palabras. Al fin de cuentas, los conceptos son instrumentos imprescindibles para el desarrollo del conocimiento humano. Ellos son el cristal a través del cual percibimos y comprendemos la realidad. Es esencial, por tanto, desarrollar los conceptos clave de cualquier análisis de manera rigurosa. Así como ha subrayado Giovanni Sartori (1984):


Todo lo que sabemos está mediado por un lenguaje, o el lenguaje a través del cual lo conocemos. Y si el lenguaje es un instrumento sine qua non para el saber, el que busca el saber tendría que controlar ese instrumento. El mal uso del lenguaje genera la reflexión mal formulada; y la reflexión mal formulada es mala para todo lo que el que busca el saber quiera hacer después (p. 15)[1]. 

 

¿Qué es la Democracia?

            La democracia es un concepto dinámico y discutible. Esta idea y su desarrollo práctico son fruto de una construcción social e histórica de larga data. Sus versiones contemporáneas son una invención colectiva, forjada en el transcurso de décadas - sino siglos - de lucha, reflexión, debate y acuerdos políticos. Ella ha evolucionado con el correr del tiempo y continuará haciéndolo en el futuro. La democracia es un concepto descriptivo y prescriptivo, real e ideal. Ella denota un tipo de régimen político y connota anhelos de libertad, igualdad y soberanía popular. Sartori (1987) ha observado con sagacidad, “lo que la democracia es no puede ser separado de lo que la democracia debería ser.  La democracia existe sólo en la medida en que sus ideales y valores la hacen existir” (p. 7). De ahí la importancia de reconocer y apreciar su horizonte utópico, sin el cual la democracia se empobrece y corrompe.

            La democracia ha sido utilizada como un concepto político desde el siglo V AC. En tiempos más recientes han surgido otras acepciones a esta palabra, tales como la ‘democracia social’ y la ‘democracia económica.’ Estos usos son plausibles pero no pueden sustituir la dimensión política de la democracia. Salvo circunstancias extremas, la falta de equidad social y económica[2] no restringiría la posibilidad de instituir una democracia política. La desigualdad social afectaría la calidad del proceso democrático, pero no la anularía de por sí. Sin embargo, la ausencia de un marco macro-político democrático pondría en serio peligro la sobrevivencia y posibilidad de desarrollo de la democracia en su acepción social y  económica.

            La democratización, como bien señala Whitehead (2002, p. 27), es un proceso relativamente abierto, de largo plazo y complejo.”.En términos analíticos, se pueden distinguir tres dimensiones de este proceso: la instauración, consolidación y profundización de la democracia. La instauración de una democracia tiene lugar cuando un régimen de transición cruza un umbral democrático mínimo. La consolidación se establece al lograr condiciones que impiden el quiebre y la erosión de un régimen democrático (Schedler, 2001). La profundización de una democracia implica un proceso de mejora en la calidad de sus instituciones y la extensión de los derechos ciudadanos.

Siguiendo reconocidas apreciaciones elaboradas desde la ciencia política, la democracia es definida aquí como un régimen político anclado en el principio de la soberanía popular. Este régimen se establece por medio de procedimientos constitucionales que permiten la libre competición y periódica participación de los ciudadanos en la elección de sus representantes públicos, y la promoción de sus intereses por medio de la libertad de asociación y expresión[3].

La instauración de una democracia supone el cumplimiento elemental de las siguientes características:

(1) La realización periódica de elecciones limpias y justas, mediante la cual compiten en forma libre líderes y grupos políticos que buscan acceder a las principales funciones de gobierno.

(2) La participación electoral de ciudadanos basada en el sufragio universal y garantías de libertad de expresión y asociación.

(3) La transmisión representativa del poder conferido por los ciudadanos a las autoridades elegidas.

(4) El derecho ciudadano a libre expresión y movilización para influenciar las decisiones tomadas por las autoridades públicas, en forma independiente del proceso electoral.

(5) La instauración de un gobierno de la mayoría limitada, basado en el imperio de la ley y la protección de los derechos de la minoría.

(6) La responsabilidad del aparato del estado a las autoridades constituidas a través del proceso electoral – definido en lo mínimo por la ausencia de un poder de veto (tanto de jure y de facto) sobre los representantes elegidos por el pueblo. En la práctica, esto implica un control civil sobre las fuerzas armadas, una separación funcional entre las autoridades políticas y religiosas, una dispersión básica de la riqueza, y un marco de soberanía territorial y autonomía institucional para el ejercicio del poder estatal[4].

 

La democracia no es un fenómeno aislado. Ella necesita de una serie de instituciones y espacios de mediación, en particular, una sociedad civil libre y robusta, un estado de derecho, una sociedad política con relativa autonomía, una burocracia estatal útil, y una sociedad económica funcional (Linz & Stepan, 1996, p. 7-15). Dicho de otro modo, las reglas del juego democrático dependen de la capacidad y la voluntad de la gente que las utiliza y reclama; de las instancias que las prescriben y las hacen cumplir; y de las condiciones que puedan generar los recursos necesarios para tornarlas viables. 

La consolidación de la democracia sólo puede ser completada luego de la instauración de este régimen. Según Linz y Stepan (1996), un régimen democrático se halla consolidado cuando se convierte en the only game in town (el único juego posible). Es decir, cuando: (1) “ningún grupo importante intenta seriamente derrocar el régimen democrático,” (2) “una abrumadora mayoría cree que todo futuro cambio debe surgir dentro de los parámetros de las fórmulas democráticas”, y (3) “todos los actores del sistema político se habitúan al hecho de que el conflicto político será resuelto mediante normas establecidas y que la violación de dichas normas será infructuosa y costosa” (p. 5).

La profundización de la democracia nos remite un proceso más amplio y abierto, fundado en la extensión de libertad, igualdad y participación política de la ciudadanía. Aquí entran a tallar aspectos cualitativos del marco institucional de una democracia, como son la eficacia, equidad e integridad del Estado de Derecho; la plena garantía a la participación ciudadana, en especial a través de la protección al derecho a la protesta – “el primer derecho” (Gargarella, 2005); la autenticidad y representatividad de la competición política, incluyendo la transparencia y equidad en el acceso a recursos para financiar las campañas electorales. A ello se agregan elementos que hacen a los mecanismos verticales y horizontales de accountability (rendición de cuentas), mediante el ejercicio del derecho a obtener informaciones y justificaciones por los actos emprendidos por las autoridades públicas, así como el derecho a punir o premiarlos en base a las acciones realizadas (Schedler, 1999; O’Donnell, 2007). En suma, la democracia se profundiza a través del fortalecimiento y uso efectivo de los derechos civiles, políticos y sociales de la población[5]. Este proceso genera condiciones esenciales para garantizar la amplia y libre participación ciudadana en la vida pública y en el ejercicio pleno de la soberanía popular.

El desarrollo de democracias de alta calidad en América Latina se encuentra obstaculizado en muchos aspectos por un contexto de extrema desigualdad social. Reducir esta brecha es uno de los principales desafíos democráticos en este continente. La democracia ofrece un instrumento para ello, al proporcionar, en las palabras de O’Donnell (2004), “un espacio institucional habilitante” que permite a las personas luchar “por establecer sus reclamos-necesidades como derechos efectivos” e influir en la formación de la agenda pública (p. 11). La democracia, por tanto, es a la vez un fin e instrumento para lograr su avance cualitativo.

 

¿Qué es la Sociedad Civil?

            La sociedad civil es una idea hermosa y problemática. Como ideal político, ha encendido corazones e iluminado mentes para resistir la tiranía y luchar por la democracia.  Es posible recordar: Gdansk 1981, Buenos Aires 1983, Río de Janeiro 1984, Manila 1986, México 1988, Praga 1989, Guatemala 1993, Asunción 1999, Belgrado 2000, Kiev 2004 y Cairo 2011. Aún con toda la inspiración que la sociedad civil es capaz de suscitar, el uso común de este concepto se encuentra plagado de significados distintos e incluso contradictorios. Algunos definen la sociedad civil como todo aquello que no es parte del estado. Otros la reducen a algunos de sus actores más conocidos, como las ONGs (organizaciones no gubernamentales). Hay quienes consideran a los partidos políticos, grupos armados, bancos de inversión y a las familias como protagonistas de la sociedad civil. Otros no. Este ensayo propone una salida práctica a este laberinto formulando una definición de la sociedad civil basada en planteamientos hechos desde la ciencia política comparada[6].

            Aquí, la sociedad civil es conceptualizada como un espacio público, pluralista y moderno de interacción social. El mismo es constituido por grupos, redes e instituciones que se distinguen en términos analíticos del estado, la sociedad política, la sociedad mercantil, la familia y la vida individual. La sociedad civil es susceptible a su contexto y la dinámica que la envuelve. Sus acciones, por lo general, buscan influir en estos otros ámbitos, antes que controlarlos. Ellas pueden incluir actos de cooperación, competición y formas no violentas de conflicto. Sus actores son visibles y sus actividades no son de naturaleza comercial.

            La sociedad civil es más que la suma de sus partes. Esta apreciación se torna más nítida al visualizarla como un espacio o esfera analítica, abierta a una gran diversidad de actores e interacciones. Una metáfora que logra captar esta cualidad es la de un escenario teatral. Pero antes de abordar esta comparación es necesario aclarar tres aspectos de esta definición de la sociedad civil: su alcance conceptual, gama de actores y propiedades básicas. 

           

Alcance conceptual

             Los mejores análisis de la sociedad civil la diferencian no sólo del estado sino también de la sociedad política y la esfera privada del mercado, la familia y la vida individual. El amplio consenso a favor de la distinción entre la sociedad civil y el estado se deshace, sin embargo, a la hora de considerar las formas en que estos dos ámbitos se relacionan. La sociedad civil no es un antagonista inherente del estado. Las interacciones entre ambas esferas son por lo general complejas y multifacéticas. El estado puede estructurar muchos aspectos de la sociedad civil. A su vez, desde la sociedad civil se pueden propiciar cambios en la composición de las autoridades, las orientaciones políticas y la estructura institucional del estado, así como se pueden legitimar y reforzarlas.

            La sociedad política es un espacio de mediación entre la sociedad civil y el estado, susceptible a la influencia de otros ámbitos. Ella emerge del seno de la sociedad civil y por desprendimiento del estado en un proceso de transición a la democracia, y se convierte en un rasgo permanente de este régimen político. Esta esfera está formada por los partidos y movimientos políticos, y la competición electoral engendrada entre éstos. También incluye al parlamento nacional, y a los escenarios legislativos subnacionales. En otras palabras, la sociedad política, es un ámbito formado por asociaciones, instituciones y decisiones que reglamentan al estado, y espacios en donde toman lugar las negociaciones y confrontaciones “para obtener el control del poder público y el aparato del estado” (Stepan, 1988, p. 4).

            La sociedad civil es diferente de la sociedad mercantil, que comprende las empresas relacionadas con el ámbito de la producción, el comercio y las finanzas. Esta esfera abarca instituciones como las sociedades empresariales, industrias, tiendas de comercio, bolsas de valores, entidades bancarias y compañías de seguro. A diferencia de la sociedad civil, la sociedad mercantil tiene como presupuesto básico la búsqueda del lucro, es decir, ganancias económicas de índole privada o individual[7]. Los intereses y valores predominantes de la sociedad civil no pueden ser pautados por este afán so pena de una grave desfiguración – e incluso extinción - de este espacio social.

            La sociedad civil no es una categoría residual. Ella no incluye todos los fenómenos sociales que puedan surgir al margen del estado y la economía de mercado. Al contrario, la sociedad civil interpreta y delinea un campo específico de la sociedad –a saber, el ámbito donde se constituyen y movilizan asociaciones y acciones colectivas, y en donde se establecen redes formales e informales de socialización y comunicación pública. De ahí que las relaciones de familia y la vida individual no sean parte de la sociedad civil en sí, sino elementos constitutivos del ámbito privado de la sociedad. Estos distintos espacios se pueden visualizar en el siguiente cuadro.

 

Gama de actores

             Entre los actores de la sociedad civil suelen encontrarse los movimientos sociales (formados por grupos vecinales, de mujeres, estudiantiles, campesinos, defensores del medio ambiente, y una variedad de movilizaciones cívicas); gremios profesionales de todos los estratos sociales (incluyendo los sindicatos de trabajadores urbanos y rurales, sociedades empresariales, asociaciones de abogados, periodistas, médicos, académicos); iglesias y otras comunidades religiosas; centros educativos y medios de comunicación social (en especial, las universidades, institutos de investigación, medios independientes de prensa, y los sitios noticiosos y de comentario público en la Internet); los espacios culturales (entre ellos, los círculos de intelectuales, grupos musicales y artísticos, y asociaciones étnicas); los clubes deportivos y recreativos (en particular, aquellos de carácter participativo y sin fines de lucro); las fundaciones filantrópicas y ONGs dedicadas a la prestación de una multiplicidad de servicios. En muchas partes de América Latina los sectores más institucionalizados de la sociedad civil representan apenas “la punta del iceberg” (Fernandes, 1994, p. 106). Ello nos sugiere que a esta lista podrían agregarse muchísimas asociaciones de carácter informal. Todo esto permite establecer con firmeza la diversidad de los protagonistas en juego.

            La sociedad civil supone una gama de actores y escenarios producidos por estos al generar movimiento, comunicación, entrar en confrontaciones o formar coaliciones. Al mismo tiempo, la sociedad civil incluye un amplio conjunto de movilizaciones públicas y eventos que no recaen sólo en estos participantes más organizados. Una protesta cívica espontánea o una celebración religiosa ad hoc que comprendan alguna forma de acción colectiva podría, en la mayoría de las circunstancias, calificar como un episodio de la sociedad civil.

            Los actores de la sociedad civil pueden variar de manera extensa en cuanto al grado de participación y tipo de influencia que puedan ejercer en esta esfera. Bajo determinada circunstancias algunos actores pueden convertirse en protagonistas centrales, mientras otros asumen un rol menos visible. Algunos están plenamente integrados a este campo social. Otros sólo participan de ella de manera parcial o circunstancial. De hecho, muchas organizaciones típicas de la sociedad civil operan en más de un ámbito de acción. Un periódico comercial, por ejemplo, es una sociedad empresarial y al mismo tiempo un medio que congrega a un grupo de periodistas dedicados a la comunicación social. Un sindicato, por su parte, puede obrar al interior de la sociedad civil e incursionar en la arena de la sociedad política para promover a sus candidatos en un proceso electoral.

            Ningún actor de la sociedad civil es inherente a ella. Cada uno de sus participantes tiene una historia propia de cómo pasaron a tomar parte de ella. Y así como la integraron, también podrían desvanecer e incluso abandonar este campo social. De hecho, este sería el caso con la mayoría de los equipos profesionales de fútbol, que en el transcurso del siglo XX pasaron de ser asociaciones voluntarias, sin finalidad de lucro, a constituirse en empresas de entretenimiento deportivo, administradas bajo criterios comerciales.

 

Propiedades básicas

             La sociedad civil no es un rasgo tangible de la realidad sino un concepto interpretativo –una herramienta analítica que ayuda a conectar y dar sentido a un amplio y diverso conjunto de situaciones de la vida real. Aún cuando ella se caracterice por incluir múltiples actores, la sociedad civil puede comprenderse mejor como un ámbito de acción marcado por determinadas pautas de conducta. Su calidad y función básica, por tanto, es la de representar un campo interactivo. La sociedad civil, en otras palabras, no es un actor, ni una sucesión miscelánea de actores, sino un espacio de acción social. Es un campo construido y delineado por la interacción, razón por la cual su contorno y topografía nunca es fija ni estática. Además, en su interior, la sociedad civil funciona con varios niveles y ámbitos de interacción. Como tal, supone un “escenario de escenarios” (Walzer, 1991, p. 16). En él, diferentes grupos pueden actuar en forma simultánea en distintas actividades. 

            La sociedad civil es un ámbito pluralista. Esto es así en la medida en que sus instituciones y asociaciones son formadas por personas que se adhieren a ellas en forma voluntaria - sin ser adscriptas u obligadas a tomar parte de ella –, al tiempo de admitir miembros que puedan tener afiliaciones y lealtades múltiples. De tal forma, una nación indígena no sería parte de la sociedad civil, pero una asociación de indígenas que representase a esa nación sí lo sería. Esta definición de la sociedad civil presupone la existencia de cierto nivel de complejidad y diferenciación social, un elemento importante de auto-movilización, y la tolerancia – o, en lo mínimo, la aceptación mutua - entre sus distintos protagonistas. Es por ello que grupos orientados a utilizar métodos violentos para alcanzar sus objetivos no pueden ser considerados como partícipes de la sociedad civil. Siendo así, las fuerzas paramilitares y la guerrilla de Colombia, Sendero Luminoso de Perú y las pandillas criminales de México y América Central no forman parte de la sociedad civil. De igual manera, las definiciones de sociedad civil basadas en conceptos de clase – equiparándola a nociones como “el pueblo”, “el sector popular” o “los movimientos populares” - resultan problemáticas, pues prescinden del carácter heterogéneo e incluyente de esta esfera. La sociedad civil no es un actor o instrumento en la lucha de clases, sino un espacio para el desarrollo de esta disputa.

            Los conflictos de poder y dominación que suceden en la sociedad civil demuestran que la misma no ofrece un campo de juego nivelado, o un ámbito restringido a contiendas templadas. Por el contrario, la sociedad civil es un lugar de luchas hegemónicas. Las luchas hegemónicas buscan infundir, perpetuar o impugnar un consenso dominante. Estas disputas pueden abarcar una variedad de temas, de alcance e impacto diferenciado. Estas podrían incluir contiendas en torno al modelo de desarrollo económico, la consolidación democrática, la inclusión política de grupos subalternos, la legalización del aborto y la prohibición de fumar en recintos públicos. En un conflicto hegemónico, el objetivo no es eliminar o intimidar al adversario a través de la fuerza física, sino derrotar su posición, vaciándolo de contenido, sentido propósito, conciencia y voluntad. Esto se produce por medio de la imposición de intereses, valores y percepciones de lo que es ‘realista,’ ‘posible’ y ‘deseable.’ Las disputas hegemónicas, en otras palabras, involucran esfuerzos por influir, configurar y controlar la agenda pública. La concepción de la sociedad civil como una arena conflictiva y asimétrica ofrece un contrapeso a la tendencia liberal-pluralista de tratarla como un campo de juego “nivelado,” proclive a la cooperación cívica[8]. 

            La sociedad civil es una esfera pública - un espacio abierto, visible e incluyente, donde los actores persiguen fines públicos perceptibles y no el lucro privado. Como regla general, sus actores y actividades no son secretas, sino expresivas y de público conocimiento. Esta condición excluye de la sociedad civil a las asociaciones herméticas y ocultas, como las logias secretas, sectas esotéricas, redes mafiosas y grupos de resistencia clandestina.

            La sociedad civil es una construcción histórica moderna. Apareció por primera vez en el Atlántico Norte alrededor del siglo XVIII como resultado de un proceso de modernización anclado en el desarrollo del capitalismo, la diferenciación de la esfera privada de la economía y la esfera pública del estado, y la despersonalización del poder político. De hecho, una serie de elementos cruciales para sociedad civil, tales como los conceptos de pluralismo y derechos individuales, la prensa independiente, la separación entre la Iglesia y Estado y consiguiente pluralización del campo religioso, las asociaciones basadas en adhesiones voluntarias – incluyendo los movimientos sociales y las organizaciones de trabajadores, mujeres, derechos humanos y ecológicas, por mencionar algunos ejemplos - son todos fenómenos modernos, tanto en sus atributos como en su desarrollo histórico.

            La sociedad civil es susceptible a su contexto y ecológica en la cualidad de sus interacciones. Sus actores y prácticas se ven afectados de manera substancial por el medio ambiente en el cual se desenvuelven, incluidas sus condiciones geográficas y naturales; el estado, el régimen político y la economía; su contexto y vínculos internacionales; y su entorno histórico y cultural. Algunas ilustraciones de ello pueden ser útiles. Un terremoto o huracán pueden tener un impacto dramático sobre las actividades de una sociedad civil, en cuanto que determinadas características rurales la pueden afectar de una forma más sutil. Un estado patrimonialista puede dejar profundas secuelas sobre el comportamiento de diversos actores sociales, en tanto que la formación de un enclave minero o industrial facilitaría el desarrollo de un movimiento sindical. Instituciones religiosas como la Iglesia Católica operan como parte de una extensa estructura transnacional que determina la composición de sus obispos y el flujo de ideas y recursos materiales y humanos; en cuanto que muchas ONGs latinoamericanas dependen de aportes financieros del exterior. Una sociedad marcada por fuertes diferencias étnicas y lingüísticas tendría mayores dificultades para crear asociaciones pluri-étnicas. Todos estos ejemplos dan muestra de cómo la sociedad civil es susceptible a y amoldada por su contexto.

            La situación al interior de esta esfera social no es menos compleja vista la extensa red de interconexiones que la caracteriza. Esta dinámica interna denota su constitución ‘ecológica’. Dicho atributo define en muchos aspectos el modo por el cual la sociedad civil ejerce su influencia sobre otros ámbitos. Antes que producir impactos ‘mecánicos’ – como supone la contabilización de los votos de una elección – la sociedad civil tiende a engendrar efectos ‘climáticos’. Aún siendo más difusos, estos efectos crean un determinado ‘ambiente,’ ‘zeitgeist’ o ‘clima de opinión,’ capaz de facilitar u obstaculizar acciones emprendidas en otros ámbitos.


 

Una metáfora teatral

            La sociedad civil podría visualizarse como un escenario teatral. De este espacio abierto e incluyente participan una variedad de actores, con libertad de entrar y salir del mismo. Pero solo podrán ingresar a este recinto aquellos que aceptan permanecer visibles, evitar el uso o la amenaza de recurrir a la violencia física para alcanzar sus objetivos, y abstenerse del afán de lucro comercial. Puestos sobre este escenario, los actores pueden unir fuerzas, competir o tomar parte de fuertes altercados; al tiempo de componer su propio libreto, dado el carácter experimental de toda sociedad civil. Esto, sin embargo, deberá hacerse bajo condiciones e interacciones con los directores de la obra, productores ejecutivos, críticos, el público e infraestructura proporcionada para su función. Ciertos actores suelen ocupar el centro del escenario. Otros permanecen cerca de los bastidores, ya sea para integrarse al público, asumir un cargo ejecutivo o levantar un arma y luchar. Algunos actores son más ‘estrellas’ que otros. Además de acaparar la atención y acceso al dinero, estos pueden ascender a puestos gerenciales. Otros actores son más modestos. Con la ayuda del público, el director y productor pueden clausurar el espectáculo. Aun así, es difícil que esto suceda sin el desarrollo de varias escenas dramáticas de resistencia, represión y derramamiento de sangre.

            En suma, esta analogía nos permite apreciar el carácter contextualizado, espacial, dinámico y complejo de la sociedad civil.

 

La Democracia y Sociedad Civil: modalidades de interacción

            La democracia y la sociedad civil comparten muchas cualidades y afinidades. Ambas se afirman en los ideales de la libertad, igualdad y participación ciudadana. Aún con todas las guerras y violencia que puedan haber facilitado su desarrollo, la democracia y sociedad civil sólo pueden florecer en un contexto de paz. Ambos fenómenos son construcciones históricas que han evolucionado con el tiempo. Ellas pueden innovarse y progresar, como también pueden entrar en decadencia y desintegrarse. La democracia y sociedad civil son valores universales. Aunque no todos las aprecien, “personas de todas partes tendrían razones para considerarlas valiosas.”[9] A pesar de sus promesas, la democracia y la sociedad civil pueden generar resultados decepcionantes. Sus consecuencias desfavorables, no obstante, deben ser evaluadas a la luz de las alternativas que ofrece la historia. En la expresión cáustica de Churchill (1974):

Muchas formas de gobierno han sido probadas y se probarán en este mundo de pecado e infortunio. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno excepto todas las demás formas que han sido probadas en su oportunidad (p. 7566).

            Lo mismo podría decirse de la sociedad civil. 

 

Los efectos de la Democracia sobre la Sociedad Civil

            Una democracia puede propiciar una variedad de impactos sobre la sociedad civil. Aquí se ofrece una sinopsis de esta ecuación, en la cual se subrayan tres dimensiones del proceso democrático: el estado, el régimen y el sistema electoral-partidario.

            El estado – sus acciones políticas y efectos estructurales de largo plazo – juegan un papel preponderante en el desarrollo de la sociedad civil. Las decisiones políticas tomadas desde el estado pueden promover el crecimiento de la sociedad civil de manera activa, al apoyar la sindicalización de los trabajadores, la creación de asociaciones vecinales y la formación de cooperativas campesinas. El estado también puede obstaculizar actividades de la sociedad civil, al criminalizar a los líderes de movimientos populares, reprimir actos de protesta, ocultar informaciones de interés público o restringir el acceso a recursos financieros para la promoción de diversas iniciativas en este campo social. Por otro lado, la política económica nacional asumida por el estado puede ocasionar diversas consecuencias para la sociedad civil. Estas se tornan más perceptibles en la medida en que haya un mal manejo de la economía. A modo de ilustración, una crisis de hiperinflación puede desbaratar a muchas ONGs y sociedades de ayuda mutua, como se dio en Bolivia, en 1985. En tanto, una medida drástica de austeridad fiscal podría provocar manifestaciones y huelgas, como en el Caracazo venezolano de 1989.

            El estado gerencia el marco jurídico dentro del cual se constituye la sociedad civil. Este puede utilizar normas legales para configurar varias actividades de este ámbito, al conferir estatus legal a sus asociaciones, regular sus mecanismos de financiación, y otorgar licencias para la utilización de las frecuencias de radio y televisión. En varios países de América del Sur se han dado importantes disputas en torno a estas concesiones mediáticas y los anuncios publicitarios pagos por el estado, pues estos tienden a configurar el espectro de ideas y la resonancia de determinadas voces dentro de este espacio. La estabilidad y el avance a largo plazo de una sociedad civil dependen en gran medida de la integridad y eficacia con la cual el estado pueda administrar la justicia y garantizar la seguridad pública de sus ciudadanos. En muchas regiones de América Latina la consolidación de este espacio social se encuentra trabada debido a la ausencia, debilidad o corrupción del estado de derecho (Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 1999).

            Los efectos estructurales de largo plazo desplegados por el estado influyen – de manera más sutil y duradera - sobre “la formación de grupos y generación de capacidades, ideas y demandas políticas de varios sectores de la sociedad” (Skocpol, 1985, p. 21). Los patrones históricos en la relación Iglesia-Estado, el modelo de desarrollo impulsado por el estado, o la forma por la cual la clase obrera fue incorporada a la dinámica política nacional, sugieren procesos capaces de generar legados de largo y profundo alcance.
A modo de ilustración, la separación Iglesia y Estado ha permitido la plena incorporación de esta institución religiosa al ámbito de la sociedad civil, hecho que ha ayudado a propulsar la extensión de este espacio social. A su vez, la adopción de un modelo de desarrollo rural basado en la agricultura industrial, de gran escala, orientado a la exportación de commodities agrícolas, ha generado condiciones desfavorables para la expansión de la sociedad civil  en el medio agrario; a diferencia del estímulo positivo propiciado bajo un modelo de desarrollo rural anclado en la agricultura familiar y la elaboración local de alimentos.

            El estado, en suma, puede fortalecer o debilitar a la sociedad civil como un todo. En la práctica esta acaba casi siempre privilegiando a algunos sectores sobre otros. Desde el estado, la aplicación de normas legales, la concesión de subsidios o contratos públicos, el reconocimiento de ciertos interlocutores, y la transmisión de gestos simbólicos, pueden afianzar tanto como debilitar a determinados actores de la sociedad civil.

            La naturaleza de un régimen político define en gran medida las posibilidades de sobrevivencia y alcance de la sociedad civil. Un régimen totalitario la puede suprimir por completo. Un régimen autoritario la tiende a reprimir parcialmente (Linz, 2000). La introducción de nuevas libertades de expresión y asociación, propiciadas en un contexto de transición democrática, genera condiciones auspiciosas para la expansión de este campo social. Este hecho que se observó de manera palpable en América Latina con la caída de diversos regímenes autoritarios en las décadas de 1980 y 1990. Aún así, la democratización puede producir ciertas contracciones al interior de la sociedad civil debido al desplazamiento de los partidos y movimientos políticos opositores, que con la transición pasan a convertirse en actores de la sociedad política. A esto podría sumarse el traspaso de cuadros de la sociedad civil a la administración pública como resultado de un cambio de gobierno propiciado bajo una transición democrática. El caso de Chile, tras la derrota del General Pinochet en el referéndum de 1988 y la victoria electoral de la opositora Concertación de Partidos por la Democracia en 1989, ofrece un ejemplo emblemático de este escenario.  

            Finalmente, el régimen jurisdiccional de un estado imprime muchas veces un efecto crucial sobre la dinámica territorial de las asociaciones que toman parte de la sociedad civil, sobre todo en países con sistemas federalistas, como en la Argentina, Brasil y México; o aquellos con fuertes gobiernos locales, como lo demuestra la experiencia brasileña. 

            En un régimen democrático, el sistema electoral-partidario incide de diversas formas en la configuración de la sociedad civil. Las contiendas electorales, en particular, suelen politizar a muchas organizaciones sociales, al tiempo que otros grupos promueven actividades destinadas a resguardar la integridad de los comicios. El procedimiento adoptado para elegir a las autoridades públicas puede ejercer efectos sutiles sobre la actuación de varios grupos sociales. Un sistema electoral de representación proporcional con listas abiertas tiende a politizar a los sectores más organizados de la sociedad civil, pues, como se ha visto en el Brasil, estas reglas de juego facilitan la elección al Poder Legislativo de candidatos promovidos por estas asociaciones. A su vez, los sistemas electorales de representación mayoritaria dificultan la elección de candidatos vinculados de manera orgánica a una determinada agrupación social. Este hecho genera incentivos a los grupos de la sociedad civil para fortalecer su capacidad de lobby y negociación política, como se ha observado en los Estados Unidos.

            Los sistemas de partidos influyen sobre este ámbito social de manera similar. Un sistema partidario polarizado, como se dio en Chile durante el gobierno de Allende, fomenta la radicalización de posiciones al interior de la sociedad civil. Un sistema institucionalizado, como el del Uruguay, es más proclive a exhibir vínculos estrechos entre determinados partidos y movimientos políticos y ciertas colectividades gremiales, sobre todo del ámbito laboral. Por otro lado, un sistema de partidos no institucionalizados puede aumentar la inestabilidad dentro de la sociedad civil y, en ciertos casos, favorecer la incursión política de grupos sociales más organizados, como se dio con el movimiento de campesinos cocaleros en Bolivia y la Confederación de Naciones Indígenas de Ecuador (CONAIE).

            Por último, vale resaltar que en determinadas circunstancias ciertos eventos políticos pueden desatar movilizaciones sociales de fuerte impacto nacional. Durante el último cuarto de siglo se han dado varias situaciones de este tipo en América Latina, entre ellas, la concentración masiva en contra de la insurrección militar de 1987 en la Argentina; la protesta estudiantil en el Brasil a favor del juicio político al Presidente Collor en 1992; los actos masivos por la paz en Colombia en 1998; las manifestaciones en el Perú en repudio al fraude electoral y corrupción del régimen de Fujimori en el 2000;  y las movilizaciones populares en Bolivia para destituir a los presidentes Sánchez Losada y Mesa en 2003 y 2004.

 

Los efectos de la Sociedad Civil sobre la Democracia

            La sociedad civil actúa sobre la democracia de manera ambigua, compleja y heterogénea. Esta sección ofrece un marco analítico para escudriñar esta relación, en la cual se examinan seis variables: el nivel de observación; la transición, consolidación y profundización de la democracia; la estructura de representación de intereses sociales y la formación de la agenda pública. La presentación de argumentos contrapuestos con relación a cada una de estas variables ayuda a iluminar los variados mecanismos y procesos que delimitan este campo social.

            (1) El nivel de observación. Grosso modo, los efectos de la sociedad civil sobre la democracia pueden ser abordados desde dos perspectivas: una histórica y la otra cotidiana. El marco histórico permite una retrospectiva amplia que destaca las afinidades mutuas entre ambos procesos. En contraste, el enfoque cotidiano expone una relación multifacética, intricada y vacilante. 

            Las nociones contemporáneas de la democracia y la sociedad civil comparten el mismo origen histórico. Ambas surgieron con el desarrollo del capitalismo, la instauración de derechos constitucionales, la formación de una esfera pública, el surgimiento de la política de masas y la participación de un amplio segmento de la población en la elección de sus autoridades gubernamentales[10]. En contraste, la perspectiva cotidiana observa una miríada de interacciones entre los múltiples niveles y espacios de poder en una democracia y la multitud de actores y actividades de la sociedad civil. Esto le permite resaltar los efectos variables y versátiles que pueden surgir de esta compleja relación. Ambas apreciaciones – la histórica y la cotidiana - son importantes. El enfoque de largo plazo otorga un margen de esperanza en cuanto al alcance de esta relación. Por otro lado, la visión de corto plazo subraya la necesidad de ser cautos y precisos a la hora de examinar coyunturas específicas, de modo de evitar generalizaciones que ignoren los impactos ambiguos de la sociedad civil sobre la cotidianidad del proceso democrático.

            (2) La transición hacia la democracia. La sociedad civil puede catalizar la caída de un régimen autocrático y propiciar una transición democrática. Pero ella no puede emprender las diligencias políticas necesarias para establecer el marco institucional de este régimen político.

            Bajo regímenes autocráticos, los partidos y activistas políticos disidentes suelen buscar refugio en la sociedad civil, colaborando muchas veces con instituciones religiosas u otros espacios de resistencia política. El inicio de un proceso de democratización permite la formación de una sociedad política. “A lo sumo” - asegura Stepan (1988) - “la sociedad civil puede destruir  un régimen autoritario. Sin embargo, una transición democrática plena debe involucrar a la sociedad política” (p. 4). De hecho, la instauración de este régimen exige la participación activa de líderes políticos a fin de forjar los acuerdos necesarios para instalar el andamiaje institucional mínimo, a decir, los cotejos electorales, el marco constitucional, parlamento y poder judicial. Dicho en otras palabras, “La democratización involucra a la sociedad civil, pero corresponde en lo fundamental a la sociedad política” (Stepan, 1988, p. 6).

            En un contexto de democratización el impacto principal de la sociedad civil tiende a ser de carácter climático y diluido, antes que mecánico y puntual. Esta imprecisión se debe a su condición multifacética y sus disputas internas. La sociedad civil influye en la formación de la opinión y la agenda pública, al generar presiones y forjar consensos con relación a la transición democrática. En situaciones excepcionales pueden crearse constelaciones expresivas – de alto valor simbólico – propulsadas por fuerzas sociales favorables a la democratización. Ejemplos de estos gestos dramáticos pueden observarse en el caso de la marcha por los derechos civiles de 1964 en Washington, DC; la campaña Diretas Já para promover elecciones presidenciales directas en el Brasil en 1984; las movilizaciones sociales en Guatemala para revertir el autogolpe presidencial de 1993, y las de Venezuela para derrotar el golpe cívico-militar de 2002. La masacre Tiananmen de 1989 en Beijing y las protestas en contra del golpe de estado en Honduras de 2009 muestran que estas insurrecciones populares pueden ser reprimidas y derrotadas.

            (3) La consolidación de la democracia. Asociaciones y actividades promovidas desde la sociedad civil pueden ayudar a prevenir la erosión de la democracia y afirmar su proceso institucional. Pero también pueden engendrar actitudes anti-políticas y otras disposiciones perjudiciales para la estabilidad democrática.  

            Asociaciones de la sociedad civil pueden facilitar una experiencia pedagógica vital para la democracia, al mejorar la auto-confianza y las “capacidades políticas” de sus participantes (Whitehead y Molina-Gray, 2003). Algunos grupos buscan difundir y socializar los valores democráticos de forma explícita. Otros lo hacen de manera más indirecta, como derivado de otras actividades que podrían ser de signo gremial, religioso, estudiantil, deportivo, vinculado a un movimiento social o alguna otra entidad cívica. En ambas situaciones, la sociedad civil puede propiciar verdaderas escuelas de ciudadanía y capacitar a futuros líderes políticos. En este espacio social, los esfuerzos más visibles por estabilizar una democracia son protagonizados frecuentemente por el periodismo independiente, las organizaciones de derechos humanos, diversos movimientos sociales, los centros de investigación orientados a fomentar el debate público, las redes a-partidarias de observación electoral y las ONGs dedicadas a promover la educación cívica y/o fiscalizar a las autoridades públicas, entre otros cometidos. Este abanico de actividades muestra cómo la sociedad civil puede contribuir al empeño por hacer de la democracia “el único juego posible.”

            No obstante, la sociedad civil también puede incluir actores con creencias y actitudes que desdeñan los principios operativos de la democracia, al menoscabar las libertades de expresión y asociación, y otros derechos civiles; al facilitar la corrupción del proceso electoral; y deslegitimar el estado y las instituciones de representación política. Los grupos dispuestos a derrocar a un régimen democrático con la violencia y atentar contra la integridad física de los agentes del estado y sus adversarios políticos no calificarían – por los criterios antepuestos – como partícipes de la sociedad civil. Existen asociaciones, sin embargo, que operan de manera no violenta pero son intolerantes con sus contrarios y mantienen un fuerte rechazo al ámbito formal de la política. Elementos de esta postura “anti-política” llegaron a manifestarse en varias organizaciones populares de América Latina – sobretodo en la década de 1980 e inicio de los años 1990 – con la toma de una posición conocida como el “basismo.” Esta orientación política se caracterizó por una creencia desmesurada en el poder de las organizaciones de base y su capacidad exclusiva en promover grandes cambios sociales.

            Existen otros actores, sin embargo, que exhiben conductas que rayan el borde de lo permisible en la sociedad civil, adoptando posturas ambiguas y vacilantes con relación a la democracia y el respeto a las normas elementales del pluralismo. En ciertas coyunturas, estos grupos pueden facilitar la erosión o colapso de una democracia. A modo de ilustración, en el Brasil, la Unión Democrática Ruralista (UDR) – una sociedad de terratenientes creada a mediados de la década de 1980 – alentó la violación de los derechos humanos de campesinos y activistas sociales involucrados en la movilización por la reforma agraria. En Chile y en Argentina los principales gremios empresariales apoyaron los golpes militares y la represión política desatada en sus respectivos países durante la década de 1970. Todo esto sugiere que algunos sectores de la sociedad civil también pueden exhibir un “lado oscuro,” capaz de subvertir - en determinadas circunstancias - el proceso democrático y subyugar a sus adversarios (Armony, 2004; Payne, 2000; Berman, 1997).

            (4) La profundización de la democracia. Sectores de la sociedad civil pueden apoyar innovaciones cualitativas del sistema democrático y ayudar a extender los derechos de ciudadanía a los sectores marginados de la población. Al mismo tiempo, grupos que operan en este ámbito pueden oponerse a estas medidas y trabar su implementación.   

            Organizaciones de la sociedad civil pueden impulsar reformas políticas destinadas a fortalecer los mecanismos de accountability (rendición de cuentas) y estimular la participación democrática. Estas iniciativas abarcarían esfuerzos por ejercer mayor control ciudadano sobre el poder ejecutivo, legislativo y judicial, con actividades destinadas a tornar estas instituciones más transparentes, integras, eficientes y accesibles. Varios son los emprendimientos creativos que se han desarrollado en este sentido, entre ellos, la Auditoría Ciudadana de la calidad de la democracia llevada a cabo en Costa Rica; el presupuesto participativo de Porto Alegre, adoptado con posterioridad por varios otros municipios del Brasil; y la Red de Contraloría Ciudadanas creadas para fiscalizar el gasto público de los gobiernos locales en el Paraguay.

            Además de ello, algunos actores de la sociedad civil – en especial, los movimientos sociales, ciertas ONGs y grupos eclesiales – pueden desempeñar un papel significativo en la democratización de este espacio social, ayudando a incorporar a los sectores marginados de la sociedad al ámbito de la sociedad civil, mediante la organización y movilización de esta población subalterna. Motivados por una teología de liberación, sectores de la Iglesia Católica se empeñaron en esta tarea con relativo éxito, sobre todo durante las décadas de 1970 y 1980, promoviendo la organización de pobladores de las villas miserias en ciudades como Lima, Santiago y São Paulo; fortaleciendo las comunidades indígenas en la sierra del Ecuador, la región amazónica de Bolivia y el sur de México; y ayudando a constituir movimientos campesinos en el Brasil y Paraguay.

            Otros sectores de la sociedad civil - en especial, la prensa conservadora, los think tanks (o institutos dedicados a la formulación de políticas públicas) y las sociedades que representan los intereses de la élite económica y social - pueden socavar el empeño por promover la igualdad de acceso a los derechos de ciudadanía y restar bríos a la participación popular en el proceso democrático. La oposición a estos y otros esfuerzos por profundizar la calidad de la democracia tiende a emplear argumentos basados en lo que Albert O. Hirschman (1991) bien describió como una “retórica de intransigencia.” Desde esta postura, el ímpetu por ahondar el proceso de democratización acarrearía consecuencias “riesgosas,” produciría efectos “perversos,” o acabaría, cuanto menos, en iniciativas “fútiles.” A estas formas de argumentación se suman otras tácticas de frecuente uso entre los detractores de una reforma progresista, tales como la de adoptar medidas que busquen: (i) cooptar a los propulsores de esta reforma; (ii) empañar su reputación; (iii) criminalizarlos; o (iv) auspiciar cambios cosméticos, al tiempo de frenar las acciones concretas destinadas a efectivizar los cambios de fondo.

            Las pugnas en torno al alcance cualitativo de un proceso democrático precisan ser comprendidas en su contexto – a decir, los conflictos sociales existentes y las disputas políticas por definir el modelo de democracia en juego, pudiendo esta ser más restrictiva o más amplia en su representación, participación, eficacia e impacto social (Held, 1987). Dos manifestaciones claras de esta pugna pueden vislumbrarse en los conflictos relacionados a la estructura de representación de intereses sociales y la formación de la agenda pública. Ambos son examinados a continuación.

 (5) La estructura de representación de intereses sociales. Entidades y actividades de la sociedad civil pueden desafiar los intereses, valores y creencias dominantes de modo a alterar o ampliar la estructura de representación de intereses de la sociedad. Asimismo, las acciones estimuladas en este campo pueden reforzar un statu quo desigual, en detrimento de la población más pobre y marginada.

Los sectores excluidos de la sociedad pueden hacer uso de las libertades de asociación y de expresión para promover sus intereses, desarrollar sus capacidades políticas y crear condiciones que puedan cambiar la correlación de fuerzas sociales y percepciones públicas con relación a sus demandas. De esa forma, la sociedad civil puede constituirse en la principal plataforma para grupos de mujeres, jóvenes, minorías sexuales y étnicas, campesinos, trabajadores – del sector formal o informal de la economía, o desempleados – así como otros estratos menos favorecidos. Estas asociaciones pueden articularse con otras entidades de la sociedad civil, de modo a forjar redes de solidaridad nacional e internacional y suscitar la atención de los medios de comunicación. Estas vinculaciones al interior de este ámbito social pueden ofrecer un sustento vital a la hora de movilizar a estos grupos subalternos, diseminar sus ideas y reforzar sus demandas. El Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) del Brasil ofrece un ejemplo sofisticado de esta capacidad de articulación popular. Desde sus orígenes a inicios de la década de 1980, el MST se ha convertido en uno de los movimientos sociales más importantes de la historia contemporánea de América Latina. A través de sus movilizaciones ha logrado incluir la reforma agraria en la agenda pública del Brasil, y convertirse en uno de los principales detractores del modelo de desarrollo excluyente y predatorio que ha permeado la historia de ese país (Carter 2010a, 2010c).

Existen dos modalidades básicas de combatir la desigualdad social desde la sociedad civil. Una comprende una dinámica de abierta confrontación. La otra supone una inversión más discreta y de largo plazo en actividades que promuevan el desarrollo de base. Ambas pueden auspiciar la transformación del statu quo. La disposición más combativa implica la adopción del “activismo público,” una forma de encarar el conflicto social de manera organizada y no violenta, promoviendo actos de presión popular para negociar con las autoridades públicas. El enfoque más discreto pone énfasis en la concientización política, la educación formal y capacitación técnica de los integrantes del movimiento popular; en el desarrollo de diversas cooperativas vinculadas a estas asociaciones; en el acceso al crédito, tecnologías apropiadas, y apoyo a la comercialización; y en la creación de centros de investigación allegadas a estas iniciativas[11]. Organizaciones populares exitosas, como el MST, han aprendido a combinar ambas líneas de acción.

            Los sectores sociales marginados son los que tienen mayor necesidad de recurrir a la acción colectiva para defender sus intereses. Esta población, sin embargo, enfrenta enormes dificultades a la hora de asumir los costos de organización y sobreponerse al problema del free-rider (o polizón)[12]. Esto explica la necesidad de estos grupos en recurrir a fuentes de apoyo externo para crear y mantener sus asociaciones. Un estado democrático puede brindar un respaldo crucial a estas iniciativas. Las autoridades públicas pueden otorgar reconocimiento legal a estos grupos, legitimarlos como interlocutores de sus categorías sociales, contratar sus servicios, o canalizar recursos públicos a través de los mismos para fomentar diversas actividades de desarrollo de base. Al legitimar, proteger y promover estas actividades populares, el estado puede ayudar a reforzar las capacidades políticas de los sectores menos favorecidos de la población. Dado este potencial, no es de extrañar que muchos movimientos populares sean favorables al desarrollo de redes de cooperación con el estado, en sintonía con elementos del modelo de corporativismo social trazado por Schmitter (1974). Este sistema de intermediación de intereses, adoptado en los países del norte de Europa, permitiría a los grupos sociales mantener relaciones horizontales con el estado – o sea, no sumisas a éste – de modo a acceder a diversos beneficios públicos.

            Las políticas neoliberales asumidas por diversos gobiernos de América Latina, en especial durante la década de 1990, obstaculizaron el desarrollo de un sistema de representación social favorable a los intereses populares. Al auspiciar la contracción del estado y concentración del poder económico en manos de grandes conglomerados empresariales, el modelo neoliberal ha debilitado el principal instrumento para la reducción de las inequidades de clase, al tiempo de inducir una correlación de fuerzas sociales reacia a estas iniciativas públicas. Las sociedades empresariales, medios de comunicación, think tanks y espacios académicos que respaldaron y continúan defendiendo esta política económica han desfavorecido la reducción de las graves asimetrías sociales que asolan este continente y cercenan las posibilidades de democratizar la sociedad civil. 

            (6) La formación de la agenda pública. La sociedad civil refleja, genera y difunde ideas orientadas a configurar la agenda pública. Al mismo tiempo, ella elabora, filtra y condiciona las informaciones, opiniones y valores que amoldan esta agenda. 

            La sociedad civil ofrece la principal caja de resonancia de los debates públicos que puedan aflorar en un país. Los medios de comunicación cumplen una función privilegiada en todo ello, seguidos por las voces de personas y entidades influyentes en la sociedad civil, sean del ámbito religioso, gremial, intelectual o algún otro espacio cívico. Además de esta capacidad, la sociedad civil ofrece un medio vital para la generación de nuevas ideas y el desarrollo de la creatividad humana – a través de los institutos y las fundaciones dedicadas a la investigación, formulación de políticas públicas y promoción cultural; los grupos artísticos, galerías, museos, organizaciones literarias y casas editoriales; junto con las ONGs, redes de activismo transnacional y movimientos sociales empeñados en plantear las grandes cuestiones que hacen al destino nacional y planetario.

            Las ideas y acciones engendradas en estos escenarios múltiples de la sociedad civil influyen – a veces de manera decisiva – en la constitución de la agenda pública. Dependiendo de la correlación de fuerzas en la sociedad civil, y la calidad de los debates generados al interior de este espacio, los sectores más influyentes pueden fomentar o restringir la democracia, impulsar o minar reformas del estado, incluir o excluir discusiones sobre el medio ambiente en la agenda nacional, incitar o frustrar el juicio político a un presidente, y favorecer o impedir la distribución de la riqueza, entre otras acciones. En suma, la gama de ideas posible en la sociedad civil es tan amplia como la imaginación de sus participantes, la capacidad de estos grupos en expresarlas con inteligencia y convicción, y la posibilidad de difundir estas ideas a través de los medios de comunicación.

            Al tiempo de difundir las ideas, informaciones y valores provenientes de diversos ámbitos del quehacer nacional, la sociedad civil también las reelabora, filtra y condiciona. Esto le permite incidir con fuerza sobre la formación de la opinión pública y agenda política de un país. Esta dimensión de la sociedad civil presenta diversas luchas hegemónicas por definir aquello que debería ser considerado ‘verdadero,’ ‘factible,’ ‘bueno’ y digno de ‘apoyo, protección, rechazo o modificación.’ Por dar un ejemplo concreto, a principios del siglo XXI una de las grandes disputas hegemónicas se ha dado entorno al tema ambiental. Esta contienda supone respuestas contrarias a las siguientes preguntas: ¿El calentamiento global es un fenómeno real? ¿Hay políticas que puedan atenuarlo? ¿Estas políticas son buenas e importantes para nuestra sociedad? ¿Qué deberíamos hacer con el Protocolo de Kyoto: respaldarlo, rechazarlo, atenuarlo o imprimirle más fuerza? En esta y otras disputas análogas, una posición hegemónica se construye al forjar un consenso entorno a las respuestas dadas a interrogaciones similares.   

            Los medios de comunicación juegan un papel central en la configuración de la agenda pública. En América Latina esta amplia red de vehículos de comunicación tienden a operar tanto en la sociedad civil como en la sociedad mercantil, debido al modelo empresarial utilizado para solventar estos emprendimientos. De manera general, el modo de producción de informaciones y opiniones políticas a través de estos medios depende de: (1) la estructura y propiedad de los vehículos de comunicación de masas - determinada por el número de medios disponibles, el grado de concentración de estos medios, y su dominio público o privado; (2) el rol de los periodistas y otros trabajadores de la prensa, su capacidad, ética y autonomía profesional; (3) el marco reglamentario del estado; y, (4) el notable impacto de la televisión y la videopolítica en la reconfiguración de la cultura de noticias, de una transmitida por medio de la palabra escrita a un medio basado en el poder de la imagen (Sartori, 1998, 1992b). En América Latina se impone la necesidad de comprender mejor el rol de los medios de comunicación en la formación de la opinión pública. Aún en países con grandes imperios mediáticos -como el grupo Televisa, en México, y la Red Globo, en Brasil- se vislumbran escenarios muy complejos. Una mejor comprensión del impacto de estos vehículos de comunicación daría respaldo a las iniciativas en curso por democratizar este aspecto de la sociedad civil.

 

Concluyendo, este análisis sobre las interacciones entre la democracia y la sociedad civil subraya la importancia de: (1) distinguir entre los efectos de la sociedad civil a largo y corto plazo; (2) reconocer las posibilidades y limitaciones políticas de este campo social, su influencia sobre la sociedad política e incapacidad de sustituir este espacio de disputas y componendas por el control y la reglamentación del poder del estado; (3) resaltar el peso de las desigualdades económicas y sociales en la configuración y calidad de la sociedad civil y sus perspectivas de democratización; (4) valorar el potencial creativo e innovador de esta arena social, y a la vez profundizar la comprensión de los mecanismos utilizados para pautar la agenda pública, mediante la construcción y desarticulación de sus consensos hegemónicos. 

La complejidad institucional del proceso democrático y la heterogeneidad de actores y actividades que se desarrollan en el campo de la sociedad civil permiten que la interacción entre ambos fenómenos genere resultados múltiples, desordenados y ambiguos. Ambas pueden fortalecerse o debilitarse mutuamente. En otras palabras, lo que es bueno para la democracia es bueno para la sociedad civil y viceversa. Esta apreciación tiene asidero en la perspectiva histórica de esta relación y en los ideales compartidos por ambos procesos: la libertad, igualdad y participación popular.

Por otro lado, todo ello supone que el deterioro o colapso de una democracia y sociedad civil pasarían por un proceso similar de restricción a las libertades de expresión, asociación y acceso a la información; la concentración del poder económico, mediático y político; así como la criminalización de iniciativas populares para ejercer y extender los derechos de ciudadanía. En suma, lo que es nocivo para la democracia también lo es para la sociedad civil, y viceversa. 

 

Consecuencias para la Participación Popular en América Latina

A pesar del avance democrático en las últimas tres décadas, América Latina continúa siendo un continente azotado por graves brechas sociales; niveles extendidos de pobreza; acceso precario a empleos dignos; síntomas de creciente inseguridad pública; recurrentes violaciones de los derechos humanos, sobre todo con relación a los segmentos sociales más postergados; estados con mecanismos débiles de justicia y accountability; y un perceptible deterioro ambiental. Estos dilemas son de carácter sistémico. Para resolverlos es preciso impulsar acciones sostenidas, de largo plazo e impacto estructural. Aún siendo útiles, las intervenciones puntuales serían pocos proclives a atacar estos problemas en su raíz.

 La democracia y sociedad civil ofrecen un medio para generar procesos de largo alcance, capaces de emprender soluciones participativas y duraderas, sin recurrir a la violencia armada. Este potencial no puede darse por sentado. Desarrollarlo exigiría, cuanto menos, la participación activa de una generación o más de actores políticos y sociales comprometidos con la construcción de iniciativas que busquen alterar este cuadro. Para propulsar este cometido sería imprescindible promover una amplia gama de actividades y movilizaciones populares de manera vigorosa, estratégica y persistente. La democracia y sociedad civil no son una bala mágica. Ellas solo auspician condiciones que permitirían a sus protagonistas forjar los cambios necesarios a través de un proceso que Hirschman (1982, p. 85) bien definió como de striving and attaining. Esta realidad fue bien captada en la frase poética de Antonio Machado que reza: “caminante, no hay camino, se hace camino al andar.” La democracia y sociedad civil, en otras palabras, permiten que el caminante se desplace. El resto se hace al andar. 

            Partiendo de esta orientación, este ensayo ofrece cinco corolarios para el esbozo de una estrategia – u hoja de ruta - que auspicie el desarrollo democrático y popular de la sociedad civil latinoamericana.

            (1) Fortalecer la sociedad civil ‘por fuera,’ facilitando las condiciones para su democratización. La sociedad civil es más que la suma de sus partes visibles. Ella existe, crece y se democratiza en la medida en que su contexto lo permita. De esto se desprende que la participación popular en este ámbito pueda ser afianzada tanto ‘por dentro’ como ‘por fuera.’ La principal condición externa para el desarrollo de la sociedad civil es el estado. Sin alguna semblanza del estado - su aparato burocrático, administración judicial y organismos de seguridad – no habría condiciones para la existencia de una democracia o sociedad civil. El auge neoliberal de los años 1990 y sus secuelas en la década posterior debilitaron en varios aspectos la capacidad de intervención del estado, y con ello las posibilidades de democratizar la sociedad civil. Para desarrollar la participación popular en América Latina se precisa de un estado fuerte y democrático. Esto implica un aparato estatal bien estructurado, efectivo y responsable - capaz de recabar impuestos de una forma justa y eficiente; asegurar la estabilidad monetaria y el crecimiento económico con inclusión social; proveer servicios básicos a toda la población y una red de seguridad social para los habitantes más pobres; impartir justicia con ecuanimidad; y garantizar la vigencia de los derechos humanos.

            El estado es la principal organización de un país moderno o en vías de modernización. Su estructura, actividades y ausencias marcan profundas pautas en el ordenamiento de estas sociedades. Los estados patrimonialistas, de modo particular, producen efectos nocivos para el desarrollo de la sociedad civil. Al obviar la distinción entre lo público y privado, el estado patrimonial emplea patrones discrecionales de autoridad que socavan la previsibilidad de las reglas, promueven acuerdos impromptu, al tiempo que suscitan un sentido de desconcierto ante la inestabilidad de los procesos decisorios. Tales escenarios obstaculizan los esfuerzos por constituir movimientos populares, asociaciones cívicas, gremios u otras entidades sociales, tornándolas menos eficaces y resistentes. Además, los estados con altos niveles de corrupción engendran un ethos oportunista que corroe las normas sociales de confianza y cooperación. Todo ello genera un círculo vicioso que perpetúa el problema de la descomposición estatal. En tales circunstancias, la sociedad civil tiende a reproducir los patrones de conducta exhibidos por el estado – entre ellos, la informalidad e improvisión; el liderazgo personalista; las facciones internas; el nepotismo (en base a vínculos familiares, de amistad y partidarios); la malversación de bienes; y una disposición a emprender acciones improvisadas, reactivas y de corta duración, antes que actividades planificadas, proactivas y de largo aliento (Carter, 2012a). 

            El estado también puede asumir políticas que acaben – en forma indirecta e involuntaria – restringiendo su capacidad de mantener el orden público, y con ello resguardar la seguridad ciudadana y facilitar el avance de la sociedad civil. El establecimiento de una economía de prohibición con relación a la producción y tráfico de drogas ilustra esta contradicción de manera palpable. Junto con la demanda mundial por estupefacientes, esta política de prohibición ha engendrado un auge de criminalidad y violencia, y facilitado la expansión de una economía mafiosa. Este hecho que ha favorecido la corrupción del estado y el proceso electoral. Este contexto y el elevado consumo de narcóticos en muchas comunidades pobres han sido perniciosos para el desarrollo de la participación popular.

            Todo esto sugiere la necesidad de prestar mucha atención a los elementos condicionantes de la sociedad civil, en especial, el estado - su estructura, composición, disposiciones y efectos de largo plazo.

            (2) Incorporar a los sectores marginalizados de la sociedad al ámbito de la sociedad civil. Este cometido supone un abanico amplio de actividades destinadas a organizar a los sectores más pobres de la población en asociaciones que puedan representar sus intereses y aspiraciones en el seno de la sociedad civil. La experiencia histórica muestra que este empeño exige un extenso trabajo de concientización y promoción popular orientado a: (i) la creación de sindicatos, movimientos sociales, grupos religiosos, cooperativas, asociaciones culturales y cívicas; (ii) la articulación de estos grupos en redes; y (iii) el fortalecimiento de su capacidad de acción. Esta labor permite a los sectores populares la posibilidad de ser protagonistas en la lucha democrática por conquistar, ejercer y ampliar sus derechos de ciudadanía. A lo largo de la historia mundial, estos derechos - como bien lo ha subrayado Tilly (2002) - nunca fueron creados por concesiones bondadosas de la elite dominante o la iluminación gradual de la sociedad en su conjunto. Al contrario, los derechos de ciudadanía son el resultado histórico de años de resistencia y lucha popular, y recurrentes negociaciones con las autoridades nacionales.

            En la primera mitad del siglo XX de América Latina, el movimiento obrero y distintos partidos políticos vinculados a este sector impulsaron la instauración de varios derechos de ciudadanía en el medio popular, sobre todo en el medio urbano (Collier & Collier, 1991). En la segunda mitad del siglo XX, el protagonismo más decisivo para incorporar a la población más excluida a la sociedad civil lo tuvieron sectores influyentes de la Iglesia Católica, inspirados por las innovaciones del  Concilio Vaticano II y la “opción por los pobres” asumida en la conferencia de obispos latinoamericanos en Medellín, en 1968. Los ataques a la teología de la liberación bajo el papado de Juan Pablo II disminuyeron el ímpetu eclesiástico en favor de la promoción popular. En las últimas dos décadas, el principal esfuerzo por organizar a este sector social ha sido impulsado por diversos movimientos sociales y una variedad de ONGs progresistas que forman parte de su red de apoyo.

            La inclusión de sectores marginados de la población al ámbito de la sociedad civil es crucial para la reducción de las graves desigualdades sociales que asolan el continente latinoamericano, y por ello de fundamental importancia en el empeño por mejorar la calidad de sus regímenes democráticos. Altos niveles de inequidad social condicionan la estructura de poder en una sociedad. Ellas distorsionan las reglas del juego político y producen distribuciones asimétricas de representación política (Karl 2003). En este contexto, las políticas públicas, decisiones del poder judicial y cobertura de los grandes medios de comunicación tienden a favorecer los intereses de una minoría privilegiada. Esta situación de ‘Apartheid social’ genera un círculo vicioso que facilita la corrupción e impunidad de la elite dominante; suscita un ethos de negligencia con relación a la violación de los derechos humanos de la población más pobre; constriñe las inversiones públicas que puedan beneficiar a este estrato social; y perjudica el desarrollo de la democracia, generando una “ciudadanía de baja intensidad” (O’Donnell, 1994, p. 116) y serios problemas de legitimidad política (Przeworski et al, 2001).

            Revertir este cuadro exige una variedad de acciones impulsadas ‘por dentro’ y ‘por fuera’ de la sociedad civil. ‘Por fuera’ se pueden instituir una serie de políticas redistributivas relacionadas al sistema de tributación, el acceso al crédito, al empleo, la tierra, salud, educación, vivienda y seguro social. ‘Por dentro’, el ímpetu clave pasa necesariamente por la promoción de la organización y la participación popular.         

            (3) Fomentar las disposiciones creativas, éticas y utópicas de la sociedad civil. Todo esfuerzo por alentar la movilización popular en apoyo al desarrollo democrático deberá cuidar de la dimensión subjetiva de esta experiencia, vale decir, su proceso pedagógico, su lenguaje y representación simbólica, su sentido de compromiso e integridad, y sus grandes anhelos y sueños. En América Latina el trabajo educativo impulsado por Paulo Freire y sus seguidores ha generado valiosos aprendizajes en cuanto a la capacidad creativa de la población más pobre, la importancia de su concientización política y el alcance de las innovaciones que puedan derivar de su acceso al conocimiento científico e intelectual (Kane 2001). También existe gran potencial en el uso de un lenguaje que enlace de manera más explicita la representación de sus intereses de clase con los conceptos de derechos humanos, democracia y ecología. De hecho, con relación a estos temas, varios grupos populares latinoamericanos son más avanzados en la práctica que en el discurso. La adopción de estos principios universales fortalecería la reivindicación de sus derechos, mejorando su capacidad de argumentación y posibilidad de persuadir a terceros, y con ello ampliar el espectro de posibles aliados.

            Los grupos subalternos deben tener un cuidado especial con los valores éticos. No hay nada que pueda corroer la credibilidad y dinámica interna de una organización popular como la imputación de graves escándalos de corrupción y la ostentación de riquezas mal habidas por parte de sus líderes. El apego a principios éticos por parte de esta dirigencia social brinda solvencia a la causa popular, anima la unidad del grupo y refuerza el compromiso de sus adherentes. Por lo común, las asociaciones populares más duraderas son aquellas que tienden a inculcar estos valores, forjar cierta disciplina interna y suscitar un sentido de mística entre sus miembros.  

            Pugnar por grandes transformaciones sociales requiere de un vigor especial. Los grupos orientados a ello precisan cultivar un sentido de utopía y esperanza. El trajín de una larga lucha se hace insostenible sin esta motivación. Creer que “otro mundo es posible,” como dice el lema del Foro Social Mundial, ayuda a promover la resistencia y alienta la búsqueda de soluciones alternativas. Los ideales democráticos – la libertad, la igualdad, la participación y soberanía popular – proporcionan un horizonte utópico sobre el cual se pueden articular y propulsar las demandas populares, a sabiendas de que, en la observación sagaz de Weber (1958),          

en este mundo no se consigue nunca lo posible, si no se intenta lo imposible una y otra vez … Incluso aquellos que no son líderes ni héroes deben armarse … de esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas … sin la cual no podrán realizar incluso lo que es posible hoy (p. 128).

Una sociedad civil que no fomenta la creatividad y búsqueda de nuevos horizontes es un ámbito social estanco y lánguido. Su vigor sólo podrá reproducirse a través de la energía social que emanan de sus intereses ideales – el sentido de compromiso, la pasión, la osadía y el empeño tenaz por alcanzar sus grandes anhelos (Carter 2012b, 2003).

            (4) Facilitar alianzas programáticas al tiempo de preservar la autonomía de la sociedad civil. La sociedad civil ofrece condiciones propicias para la formación de innúmeras redes, coaliciones, foros de discusión y espacios de cooperación con el estado y otros ámbitos de acción. La colaboración con el estado puede abarcar desde consultas informales a sofisticados acuerdos institucionales, como aquellos establecidos en un régimen de corporativismo social. La cooperación con actores de la sociedad mercantil puede pasar por actos de responsabilidad social empresarial y llegar a la cogestión de una firma industrial con la participación del sindicato de obreros. Actores de la sociedad civil y política pueden aunar fuerzas en favor de un determinado proyecto de ley o  construir una alianza duradera y programática. A su vez, el ámbito internacional ofrece un campo fértil para el acceso a recursos financieros y el desarrollo de redes de activismo transnacional relacionado con la protección ambiental, los derechos humanos, de la mujer, de las minorías étnicas y sexuales, entre otros tantos temas (Keck y Sikkink, 1998).

            El protagonismo de los sectores subalternos puede fortalecerse a través de estas múltiples instancias de cooperación, siempre y cuando se respete la autonomía de estas organizaciones populares. Sin esta consideración, la sociedad se vería disminuida por la presencia de redes clientelistas y el surgimiento de asociaciones fantoches, anexadas a alguna dependencia estatal, controladas por un sector empresarial (como los sindicatos amarillos u ONGs de alquiler), arreadas por algún partido político, o sumisas a alguna agencia de cooperación internacional. Dicho en otras palabras, los grupos populares deben tomar precauciones para no ser cooptados por el estado, dominados por la lógica del mercado o conducidos por partidos políticos y organismos internacionales.

            Asociaciones con identidades bien cimentadas y buena capacidad de discernimiento tendrían mejores condiciones de atenuar estos riesgos, sopesando de manera estratégica los costos, beneficios y posibles efectos secundarios de cada alianza. A modo de ilustración, un movimiento popular corre mayores peligros de sufrir escisiones internas al apoyar a determinados candidatos políticos en contextos de alta fragmentación partidaria o listas electorales abiertas. Además, la conducción interna de estos grupos también puede verse deteriorada con la elección o nombramiento a cargos públicos de sus lideres más experimentados (Yashar, 2005). En América Latina la sociedad civil ha sido utilizada muchas veces como un mero trampolín para alcanzar el poder del estado. Esta postura resta méritos al valor intrínseco de este campo social para el proceso democrático. En el medio popular, los riesgos de someterse a los acomodos del poder estatal y la sociedad política precisan ser bien comprendidos.

            (5) Reconocer la importancia del activismo público y la legitimidad democrática de sus conflictos sociales. El activismo público es una modalidad particular de conflicto social, diferente a las insurgencias armadas, revueltas dispersas, y lo que James Scott define como “formas cotidianas de resistencia,” para describir actos informales, discretos y camuflados de agresión popular[13]. El activismo público se caracteriza por encarar la lucha social de una manera organizada, politizada, visible, autónoma, periódica y no violenta. Las acciones impulsadas por este buscan llamar la atención pública y configurar su agenda, e influir en las políticas de estado a través de la presión social, peticiones y negociaciones (Carter, 2010b, 2010c). Normalmente, las movilizaciones de este tipo emplean una variedad de instrumentos modernos de acción colectiva; entre ellos, las manifestaciones, marchas, reuniones de discusión, peticiones, huelgas de hambre, campamentos de protesta, boicots económicos, y campañas electorales, además de recurrir a actos de desobediencia civil, como los piquetes, cortes de ruta, ocupaciones organizadas de tierra, edificios públicos, fábricas u otras instalaciones (Tilly, 2004; Tarrow, 1998). A diferencia de las otras modalidades de conflicto social, el activismo público necesita negociar con las autoridades del estado y construir alianzas con otros actores de la sociedad civil y política, hecho que condiciona su orientación a la no violencia. Esto hace que el activismo público sea compatible con la sociedad civil y un instrumento legítimo para promover cambios en un régimen democrático.

            En un régimen democrático o en vías de democratización, el recurso a la violencia armada para canalizar reclamos populares genera efectos contraproducentes para el desarrollo de la sociedad civil. La historia latinoamericana contemporánea presenta varios casos de insurgencias armadas que incitaron la brutal reacción del estado y/o el surgimiento de grupos paramilitares que ocasionaron graves violaciones de los derechos humanos y provocaron la restricción o el quiebre de la institucionalidad democrática. La experiencia histórica, por tanto, obliga a reconocer que el medio por el cual se encara un conflicto social puede ser tan importante para la democratización de un país como el objetivo final de esta lucha.

 

            Este ensayo ha planteado que la democracia y sociedad civil habilitan procesos y espacios a través de los cuales se puede impulsar la democratización de las sociedades latinoamericanas. Las mismas no ofrecen soluciones fáciles ni rápidas. Pero permiten impulsar acciones audaces, vigorosas y creativas para reducir la pobreza y desigualdad social, consolidar y profundizar la democracia, garantizar la seguridad pública y la vigencia de los derechos humanos, y frenar el deterioro ambiental. Una propuesta democrática y popular para la sociedad civil buscaría fortalecer las condiciones externas para su democratización; promover actividades que ayuden a organizar a los pobres y otros sectores marginados; concientizar y motivar a esta población a luchar por sus derechos de ciudadanía; facilitar la formación de alianzas programáticas; y tomar parte de los conflictos políticos necesarios para adelantar este proyecto de transformación social.  

            La sociedad civil es un espacio cacofónico, con ambigüedades naturales y muchas contradicciones. Aún así, es indispensable para la democracia, así como la democracia proporciona un marco político vital para el desarrollo de la sociedad civil. Ambas precisan ser resguardas y mejoradas de manera conjunta – con un pie, siempre, en la promoción de la organización, movilización y creatividad popular.

 

Figuras


Referencias

 

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Notas



[*] Este ensayo está dedicado a mi profesor Giovanni Sartori, en agradecimiento por el celo inculcado en la formación y uso de los conceptos.

 

[†] Dr. en Ciencia Política por la Columbia University de Nueva York. Profesor Asistente de la School of International Service, American University. Correo electrónico: carter@american.edu

Artículo recibido: 04-25-2011; Aceptado: 06-04-2011

MIRÍADA. Año 3, No. 6 (2010) p.  7-45

© Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales (IDICSO), ISSN: 1851-9431

 



[1] La disposición formulado aquí de tratar los conceptos de manera rigurosa es inspirada en las enseñanzas y obra de Sartori (en especial, 1992a, 1984, 1970); véase también, Collier y Gerring (2009).

 

[2] Así como explica Sartori (1987), sin la protección del marco macro-político de una democracia, el ethos igualitario y las redes comunitarias y asociativas de una democracia social tendrían poca autenticidad y escasa posibilidad de subsistencia. A su vez, la distribución equitativa de la riqueza comprendida en la democracia económica correría el riesgo de no ser diferente a la igualdad de los esclavos (p. 8-12).

 

[3] Esta definición de la democracia política recurre a la obra de Dahl (1989, 1971), Karl (1990), Linz y Stepan (1996), Sartori (1987), Schmitter y Karl (1991).

 

[4] Los criterios presentados aquí están abiertos al debate dado que es imposible establecer estándares mínimos y absolutos de democracia. La democracia, al final de cuentas, es una idea esencialmente dinámica. Aún así, estas áncoras conceptuales ofrecidas aquí deben ser tratadas con cuidado, pues sin ellas se corre el riesgo de ver la democracia convertida en una idea digna de la Torre de Babel.

 

[5] Esta apreciación de la profundización de la democracia recurre a Diamond y Morlino (2005), O’Donnell (2004) y O’Donnell, Vargas Cullell y Iazzetta (2004). En la visión de O’Donnell (2004), la calidad de la democracia está vinculada de manera estrecha a dos escuelas de pensamiento, una basada en la noción de los derechos humanos y la otra en la idea del desarrollo humano, inspirada en la obra de Sen (1999). Junto con la teoría democrática, estas dos corrientes intelectuales comparten un perspectiva analítica y moral que destaca la importancia de la agencia humana. La distinción clásica de los derechos de ciudadanía en derechos civiles, políticos y sociales es de T.H. Marshall, ver Bottomore (1992).

 

[6] Esta definición de la sociedad civil comparte ideas formuladas por Stepan (1988), Cohen y Arato (1992), Linz y Stepan (1996), Diamond (1999), Whitehead (2002), Varshney (2003), Edwards (2004).

 

[7]Siendo así, una empresa comercial no es parte de la sociedad civil, pero un gremio empresarial – es decir, una asociación sin fines de lucro formado por empresarios – si lo es. De igual forma, las relaciones de trabajo y venta de productos por entidades privadas pero no orientadas a la obtención de rentas individuales pueden ser consideradas parte del ámbito de la sociedad civil. Una venta de comida en una iglesia es un evento de la sociedad civil, un restaurante comercial no lo es. La sociedad civil, vale anotar, puede influenciar el desarrollo de muchas actividades en la esfera mercantil, incluso las relaciones laborales, a través de los sindicatos, gremios empresariales, y grupos de protección al consumidor y medio ambiente.

 

[8] Si bien útil, el contrapeso ofrecido por la noción de luchas hegemónicas no debería ser excedido. El pluralismo es una propiedad definitoria y un rasgo necesario de la sociedad civil. En cambio, las luchas hegemónicas son un rasgo adjunto y de facto, y por tanto no lógicamente necesarias para la idea de sociedad civil. La tendencia exhibida en ciertos círculos académicos – influenciados en especial por Putnam (2003) - de equiparar a la sociedad civil a una “comunidad cívica”, y acentuar las relaciones basadas en la cooperación y confianza social, tornan el concepto de luchas hegemónicas aún más relevante, pues éste permite resaltar las conquistas obtenidas a través de movilizaciones contenciosas al interior de la sociedad civil.

 

[9]Siguiendo a Sen (1999) se puede argumentar que tanto la democracia como la sociedad civil tienen: (1) un valor intrínseco, al fomentar libertades políticas de valor esencial para las vidas de las personas como seres sociales; (2) un valor instrumental, al permitir que las personas manifiesten sus inquietudes y así evitar catástrofes como la hambruna; (3) un valor constructivo, al configurar la formación de valores, y establecer un medio para realizar reclamos, reivindicar derechos y establecer las necesidades humanas (p. 146-159).

 

[10] Esta posición coincide en términos generales con los teóricos de la modernización, como Lipset (1959), quien plantea una relación positiva entre el desarrollo socio-económico y el surgimiento de la democracia. Al mismo tiempo, comparte afinidades con estudios que resaltan la importancia de la correlación de clases sociales, y sus alteraciones, para explicar los orígenes de las democracias contemporáneas. Autores como Moore (1966) afirman que sin la emergencia de la burguesía no habría democracia. Lipset, por su vez, resalta el papel progresista de las clases medias. Rueschemeyer, Stephens y Stephens (1992) hacen hincapié en la contribución vital de la clase trabajadora para el desarrollo de la democracia. Concebida como un ámbito pluralista, proclive a las disputas de clase y las negociaciones en torno a estos intereses, es posible entender a la sociedad civil como un espacio en el cual puedan confluir estas tres líneas de pensamiento. Aquí, la clave analítica no estaría centrada en la clase en si,,sino en la capacidad organizativa de cada segmento social. La preponderancia de asociaciones representando los intereses de una clase sobre otras tendría seria implicancias sobre la calidad de la sociedad civil y cualquier proceso democrático engendrado en este contexto. Vista desde una perspectiva histórica, todo ello permite concluir: “sin sociedad civil, no hay democracia.”

 

[11] Un valioso estudio sobre este modelo de desarrollo de base puede encontrarse en Healy (2001).

 

[12] El dilema del free rider, formulado por Mancur Olson (1965), sugiere que las acciones colectivas para obtener un bien público encontrarían serios obstáculos a la hora de organizar a los beneficiarios, pues, partiendo de un cálculo individual, estos evitarían los costos de participación sabiendo que podrían acceder a éste bien en forma gratuita. 

 

[13]Según Scott (1990, 1985), las formas cotidianas de resistencia incluyen agresiones como la caza y pesca furtiva, la evasión fiscal y del servicio militar, formas discretas de ocupación de tierras, amenazas anónimas, sabotajes e incendios provocados.