CONSIDERACIONES SOBRE INVESTIGACION EN HISTORIA DEL DERECHO

 

Abelardo Levaggi[1]

 

Objeto reducido o  integral

 

      El objeto de la Historia del Derecho y, por lo tanto, los temas que el historiador del Derecho ha de investigar, así como el método que ha de seguir en sus investigaciones, fueron y son materia de controversia. Lo siguen siendo, aun descartada hoy día la vieja idea positivista legal de reducir el estudio de los sistemas jurídicos del pasado –como se hacía con los del presente- a la legislación y hasta a solamente los códigos, si es que los había, sin encontrar respuestas para las épocas carentes de leyes, como son los casos de la alta edad media y de la mayoría de las culturas indígenas, entre otros.

      Con distintos fundamentos y en contextos culturales diferentes, el mismo reparo puede hacerse también a las posturas no menos reduccionistas o monistas que hacen de los libros de Derecho, de los textos escritos o de la ciencia jurídica, incluida la teoría presuntamente ínsita en la práctica jurídica institucional y no institucional, el objeto único de la historiografía jurídica. La cuestión tiene que ver, en parte, con el concepto de Derecho que se emplee, en sentido objetivo o subjetivo, y en el de ordenamiento o ciencia, sosteniéndose, p. ej., que si la historiografía jurídica ha de ser entendida como una actividad científica, razonadora y no meramente descriptiva su objeto no puede ser otro que la ciencia jurídica. La validez de la premisa es indudable, pero de ella no se desprende necesariamente tal conclusión.

      La objeción que hago a las teorías antedichas se dirige a su pretensión de reducir la tarea del historiador del Derecho al estudio de esos solos objetos. El juicio crítico que formulo no significa desconocer la relevancia que tiene, v.gr., analizar las proposiciones constitutivas del sistema jurídico que se intenta reconstruir o indagar su legitimidad desde el punto de vista normativo así como del fáctico. El valor y aun la necesidad de esos análisis están fuera de discusión. La controversia radica en otra cuestión: si la historiografía jurídica se ha de limitar a esa clase de problemas o ha de ir más allá de ese límite. En el otro extremo del arco metodológico está la tesis, tan reduccionista como las anteriores, que identifica al Derecho con el Derecho cotidiano, tesis que, en su irreflexibilidad, niega a la historiografía la posibilidad del estudio de ciencia del Derecho alguna, dado que, según sus postulados, se trataría de una irrelevante abstracción.     

      Frente a tales reduccionismos, me inclino a una teoría integral, que no prescinda a priori, dogmáticamente, de nada que se relacione con el Derecho, que esté al servicio de la reconstrucción, con el mayor grado de fidelidad y de amplitud posible, de los sistemas jurídicos pretéritos, con sus peculiares características. Me cuesta aceptar los argumentos aducidos por los teóricos del reduccionismo y resignarme al cercenamiento de la disciplina en aras de una conceptualización que va en sentido contrario al del más pleno conocimiento del pasado jurídico con todas sus manifestaciones y antecedentes. Concibo que sea tarea del iushistoriador reunir toda la información posible acerca de dicho pasado, desde el origen de las normas constitutivas del sistema hasta su sanción y puesta en práctica, la ingeniería del sistema y el espíritu que lo anima, sin renunciar a ninguno de los abordajes susceptibles de enriquecer ese conocimiento y de responder a cuanta pregunta se pueda formular sobre el Derecho, desde la Historia del Derecho o desde otras disciplinas.

    Coincido, en principio, con los tres círculos de problemas que indica Helmut Coing como de atención necesaria para comprender un sistema jurídico[2]. A saber: 1º) el propio sistema, o sea su reconstrucción y el contenido de sus principios, instituciones y normas; 2º) las condiciones fácticas e ideales que gestaron el sistema. Se puede decir, también, el contexto cultural en que nació y el que impulsó sus mutaciones y reformas. Incluiremos en el contexto las influencias recibidas desde el exterior por parte de modelos doctrinales y normativos. No menos indispensable será estudiar la doctrina de los juristas; y 3º) el cumplimiento del Derecho, es decir, la efectividad del ordenamiento jurídico, con las diferentes posibilidades afirmativas y negativas que supone, desde la observancia puntual hasta el desconocimiento y aun el desprecio de la norma.

      Este último problema no es de fácil solución cuando se está frente a sistemas complejos o cuerpos de Derecho -como lo fueron los anteriores a la codificación moderna, entre ellos los nuestros- sistemas que exigen del intérprete prestar fina atención a la pluralidad y heterogeneidad de fuentes que los constituyen, en los que la ley es sólo una de ellas y no siempre la norma más importante. Téngase presente las interpretaciones disparatadas que se hicieron de la fórmula castellano-indiana “se obedece o se acata pero no se cumple” por falta de esa atención.

      A dichos círculos de problemas cabe todavía añadir el estudio de la organización institucional –judicial, notarial y administrativa- encargada de aplicar el Derecho y, asimismo, el estudio del perfil intelectual y social de sus agentes, estudio que puede ser clave para explicar mentalidades, ideas y conductas. Además, no ha de desconocerse que todo hecho –incluido el jurídico- tiene un entorno, con el cual interactúa y que hace posible su realización. Dicho entorno está estructurado de acuerdo a unas relaciones ya establecidas y a una lógica de funcionamiento y regulación que el historiador del Derecho intentará descubrir valido de la producción historiográfica auxiliar.

      Los problemas, como señala Coing, han de ser planteados de una doble manera: sincrónicamente, intentando comprender el ordenamiento jurídico del pasado en cada uno de esos círculos, y diacrónicamente, procurando explicar su desenvolvimiento en el tiempo[3]. Es probable que los problemas relativos al contexto y al cumplimiento del Derecho sean los que deparen al investigador las mayores dificultades de índole metodológica.

 

Historia Social del Derecho e Historia Social

 

      Actualmente, triunfa en la historiografía la Historia Social del Derecho, casi siempre entendida como historia de la práctica jurídica o del Derecho vivo, tanto en su génesis como en su aplicación. Ella se propone contextualizar el Derecho desde varios puntos de vista: cultural en el sentido más amplio, sociológico, antropológico, moral, político, económico, etc. Para interpretar, p. ej., el porqué de determinadas normas se remite a los contenidos de la enseñanza del Derecho, a la mentalidad de los juristas, jueces y legisladores, al impacto producido en ellos por las creencias religiosas, las doctrinas filosóficas y científicas en general, por los movimientos sociales y las estructuras económicas. Para ello rinde culto a la multidisciplina, apela sobre todo a la sociología y la antropología.

      Pero una cosa es la Historia Social del Derecho y otra distinta la mirada que del Derecho puede tener la Historia Social, especialidad que para colmo de males arrastra en varios de sus cultores el prejuicio de negarle valor al Derecho, considerado una ficción de la cual no vale la pena ocuparse. El desprecio al Derecho, en cuyo origen mucho tuvo que ver el positivismo legalista, lo trasladan a su historia. Para la Historia Social del Derecho, el Derecho es la materia objeto del conocimiento y el eje alrededor del cual ha de girar la reconstrucción del pasado. Para la Historia Social, en cambio, el Derecho -según la visión más favorable- es uno de los varios fenómenos que se observan en la sociedad, que no interesa conocer en sí mismo sino en la medida de su influencia en las relaciones sociales, las cuales constituyen el verdadero objeto de conocimiento.

      Veamos un ejemplo: la criminalidad presente en una sociedad, abordada desde la Historia Social del Derecho interesa como fuente material, en cuanto puede ser uno de los factores determinantes de la creación y aplicación de las normas penales, además de índice de la mayor o menor eficacia del sistema punitivo. En cambio, a la Historia Social le interesa sólo como patología de esa sociedad y no únicamente desde el punto de vista estadístico sino hasta en los pormenores de los hechos criminales, a cuyo través intenta descubrir tendencias, necesidades o vicios propios de esa sociedad.

      El riesgo al cual se expone la Historia Social del Derecho, si no adopta los recaudos indispensables, es imitar a la Historia Social y relegar al Derecho a un segundo plano, priorizando en la reconstrucción histórica el marco social y diluyendo en éste lo jurídico. Este enfoque lo encontramos en varios trabajos de historiadores sociales sobre temas jurídicos, temas que abordan desde su perspectiva y con su equipaje intelectual, los cuales, obviamente, no son los del historiador jurista. Yerran dichos trabajos en la interpretación de los fenómenos por desconocimiento de datos fundamentales de los sistemas jurídicos y suponer posible el estudio de aquéllos fuera del sistema, de desentrañar su significado de forma aislada, sin darse cuenta de que las normas jurídicas, aun en ordenamientos extraños a la sistemática racionalista, no existen aisladas sino en relación con las demás. Pese a tales defectos, no siempre son despreciables esos trabajos. Un iushistoriador precavido puede descubrir en algunos de ellos enfoques o datos de interés. El requisito es que extreme la crítica y reexamine los hechos con su particular visión.

      Evitar que se confundan los objetos y los métodos de ambas historias no impide reconocer que un diálogo con la Historia Social, del mismo modo que con otras disciplinas, salvada la identidad de cada una, arrojaría resultados beneficiosos para todas. Marc Bloch alertó del peligro que corre “cada cantón del saber cuando se cree una patria” en vez de descomponer lo real para mejor observarlo, gracias a un juego de luces cruzadas, cuyos rasgos se combinen y se interpenetren constantemente, como lo reclama la ciencia[4].

      Las consideraciones que dejo hechas acerca de la Historia Social no se dirigen, obviamente, a los historiadores sociales que investigan temas jurídicos conscientes de la necesidad de capacitarse en el conocimiento del Derecho pretérito –lecturas y asesoramiento mediante- y que se colocan en condiciones de  hacerlo con total idoneidad.    

      Volviendo a la Historia Social del Derecho, lo que parece incuestionable en el estado actual de la historiografía es, como se ha dicho para la historia general, que si nunca puede asegurarse plenamente que la explicación de una realidad sea suficiente y exhaustiva, sí se puede pretender que una situación histórica sea inteligible como un todo, que la explicación busque alguna forma de “contextualismo” que relacione las partes y los todos por su recíproca implicación[5].

 

El historiador del Derecho como historiador: fuentes y método

 

      Para alcanzar los fines apetecidos el historiador del Derecho será siempre consciente de su papel de historiador, necesitado de los instrumentos que le proporcionan la epistemología y metodología de la historia, ya que de otro modo no podría conocer el pasado jurídico, irrepetible en el presente. El papel de jurista, irreemplazable para la reconstrucción e interpretación del Derecho, se subordinará sin embargo al papel de historiador.

      En cuanto historiador, se pondrá en contacto con la gama más completa y variada de testimonios que le sea posible, sin abdicar, por supuesto, del comportamiento crítico que debe tener siempre frente a ellos. Buscará la información tanto en las fuentes jurídicas como en las no jurídicas (científicas, literarias, artísticas, proverbios, símbolos, etc.) sometidas todas a las críticas de autenticidad, veracidad y objetividad que prescribe la metodología científica -o, como también se dice, al análisis documental dirigido a la depuración de los datos- y, además, a la determinación de la autoridad o el valor del cual gozaron en su tiempo. Determinadas obras literarias y artísticas –pensemos en un Cervantes o un Lope de Vega y en un Goya o un Daumier- están dotadas de mayor elocuencia testimonial que fríos textos jurídicos.

      Tan exhaustiva será la exploración bibliográfica como la investigación de archivo. En cuanto a ésta, aunque hay bastante documentación édita, pocas veces podrá limitarse a los archivos generales de nuestras naciones y de las ex metrópolis, creyendo que con esa búsqueda se ha completado la tarea. Con frecuencia, los temas de investigación nos obligan a extender la pesquisa a los archivos locales –provinciales y municipales- (en su caso, también, a los de naciones extranjeras), donde quizá se halle documentación de la mayor importancia, reveladora de la cara oculta de una realidad que nos pone a cubierto de falsas teorizaciones. Sobre todo en las naciones de estructura federal, hay que tomar conciencia de que no existe ningún “panóptico” de la observación histórica. De allí, la necesidad de ampliar el campo de investigación a esos repositorios locales. Aunque no siempre sea indispensable acopiar hasta el último papel, debe combatirse el error, basado en un absurdo centralismo heurístico, de suponer que la información más importante esté en los archivos de mayor jerarquía burocrática, cuando la experiencia nos demuestra que, lejos de ser así, puede suceder lo contrario.

      Hecho el acopio de materiales –jurídicos y no jurídicos- sigue la etapa de análisis, con la selección, relación, ensamble, “problematización” e interpretación, que derivarán en la reconstrucción de los hechos históricos, incluyendo en esta denominación objetos tan abstractos como pueden serlo los conceptos jurídicos: capacidad, obligación, contrato, dominio, sucesión, etc. Un riguroso análisis de contenidos, o sea del lenguaje, permitirá develar el mensaje que encierran las fuentes directas escritas, obtener a partir del análisis una información adicional y más precisa de los documentos.

      Por su parte, la historia de los conceptos jurídicos, dotados con frecuencia de una historicidad propia -piénsese en los conceptos constitución, república, testamento, propiedad, jurisprudencia y muchos más, y en sus cambios de significado a través del tiempo-, es un método especial de la crítica de fuentes y un aspecto fundamental del análisis semántico. Ilumina el camino del iushistoriador, lo previene contra el traslado irreflexivo de conceptos y expresiones actuales al análisis del pasado y lo habilita para hacer una lectura más correcta de las fuentes, lectura distinta de la que resultaría a simple vista, hecha de modo acrítico.

 

Relación entre el pasado y el presente

 

      Estas consideraciones nos llevan a reflexionar sobre la relación que hay entre el presente del historiador y el pasado que investiga. El presente nos sugiere, normalmente, los temas de investigación, temas que, constituyendo interrogantes de la sociedad actual, esperan orientaciones o respuestas de las experiencias del pasado. A esto obedece la idea de la historia como “pasado presente” o como “presente de las cosas pasadas”. Pero, además de esa presencia del presente en el quehacer iushistoriográfico, las vivencias personales del iushistoriador, su experiencia jurídica, trasladada al pasado con conciencia tanto de las diferencias como de las semejanzas, le permitirán –y sólo así- reconstruir con buenas probabilidades de éxito el sistema jurídico que estudie, con sus fuentes, método, instituciones, doctrina, etc., o alguna institución en particular. Como decía Bloch, “siempre tomamos de nuestras experiencias cotidianas, matizadas, donde es preciso, con nuevos tintes, los elementos que nos sirven para reconstruir el pasado”. Para interpretar los documentos y plantear correctamente los problemas de épocas lejanas una primera condición es observar y analizar el presente[6]. 

      De ahí la importancia que tiene para el historiador del Derecho mantenerse en contacto intelectual con la teoría y la práctica del Derecho contemporáneo. Pero tendrá el cuidado de no caer en la ilusión de la existencia de relaciones lineales entre las instituciones de distintas épocas ni en la tentación de hallar conexiones directas entre ellas. Sumergirse en el pasado demanda flexibilidad mental, una flexibilidad que esté en razón directa con la lejanía de ese pasado.

      Tampoco pretenderá utilizar el pasado como ariete para demoler las instituciones actuales y, a ese efecto, construir una nueva historia del Derecho. El conocimiento del pasado está en constante transformación y perfeccionamiento, como sucede con todo conocimiento científico, a partir de nuestra falibilidad y gracias al desarrollo de nuevas investigaciones capaces de revelar las debilidades de esas “verdades científicas”. Pero si el conocimiento es susceptible de correcciones y, por consiguiente, de modificaciones, no lo son los hechos que constituyen su objeto y sería un proceder censurable desde el punto de vista ético instrumentarlos con fines extracientíficos.

      No es de la competencia del historiador actuar sobre el presente, como lo hacen el sociólogo y el político, sino sólo poner a su disposición el caudal de experiencia que pueda recoger. El peligro que acecha al historiador, lo mismo que cuando pretende interpretar el pasado con la mentalidad actual, es el de acostarlo en el “lecho de Procusto” de hogaño, concluyendo así por mutilarlo y desfigurarlo, tornándolo irreconocible.

 

Reflexiones finales

 

      Si bien el proceso histórico-jurídico iberoamericano se desarrolló, por lo general, sin cambios demasiados bruscos, inclusive en la época de la revolución por la independencia, no cabe duda que registra diferencias esenciales en materia de ideas jurídicas, fuentes formales y método, además de varias instituciones. Esto lo observamos si comparamos, p. ej., el sistema jurídico indiano con el sistema jurídico republicano codificado. Una abundante producción bibliográfica estudia desde diferentes ángulos ese proceso, sin que ello signifique que no haya espacio para nuevas investigaciones. El historiador del Derecho ha de ser consciente de las diferencias apuntadas para no incurrir en anacronismos. Pero me mantengo en la opinión de que, tanto en el derecho privado como en el público (el derecho político fue, a todas luces, el que experimentó la más pronta transformación) el cambio fue gradual y paulatino, y eso desde la misma época tardocolonial. Nuestras sociedades fueron, por lo común, impermeables a los proyectos iconoclastas y valoraron positivamente la cultura tradicional. Las ideas francamente revolucionarias permanecieron acantonadas en grupos minoritarios, no compartidas por la generalidad de la población ni siquiera por la mayor parte de la élite.

      Sea que esta opinión concite adhesión o rechazo, lo que no admite duda es la obligación de fundamentar nuestros juicios históricos en fuentes objetivas y de identificarlas con precisión para permitir su verificación. En esto consiste, en última instancia, la cientificidad del quehacer historiográfico. Solo bajo esta condición escapará a la nota de subjetividad y podrá merecer el reconocimiento de la comunidad científica. La recomendación tiene su razón de ser en vista de aparentes trabajos científicos que, en realidad, son simples ensayos por faltarles el aparato erudito que los respalde.

      Concluyendo con estas consideraciones, no voy a incurrir en la puerilidad de presentar una lista de temas de investigaciones vacantes, siempre arbitrarias e incompletas, mas sí señalar el interés que tiene intensificar las pesquisas sobre el pasado jurídico común. Pienso en la presencia en nuestros sistemas jurídicos nacionales de fuentes e instituciones de la época monárquica –medievales y modernas, castellanas y lusitanas- como un factor positivo de relación entre nuestras culturas en general y nuestros ordenamientos jurídicos en particular. Un par de ejemplos podrían ser la aplicación de las Siete Partidas de Alfonso el Sabio en ambas monarquías y su recepción por los derechos nacionales, y la relación existente entre dos producciones del reinado de Felipe II de España y I de Portugal: la Nueva Recopilación de las Leyes de Castilla y las Ordenações Filipinas. Sería ésa una manera eficaz de contribuir a la creación de una cultura histórico-jurídica propiamente iberoamericana y, a través de ella, a un mejor conocimiento mutuo.

      Para alcanzar semejante resultado no han de imponerse límites temporales a las investigaciones, respetando las necesidades propias de cada tema, sin descartar el que pueda remitirnos a un pasado muy lejano. Los límites los dictará la naturaleza del tema y no serán establecidos arbitrariamente. Está en juego nada menos que la fortaleza del conocimiento. 


 

 



[1] Investigador Superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas (CONICET) de la Argentina y catedrático de Historia del Derecho de las Universidades de Buenos Aires (UBA) y del Salvador (USAL).

[2] Las tareas del historiador del Derecho (Reflexiones metodológicas), traducción de Antonio Merchán, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1977, p. 40.

[3] Ibídem, p. 41.

[4] Introducción a la Historia, 1ª reimpresión en Argentina, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 117.

[5] Aróstegui, Julio, La investigación histórica: teoría y método, Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1995, p. 245.

[6] Introducción..., cit., ps. 39 y 41.