Huellas en Papel VII/ No.12 (2019)


Las máscaras de Pandora

Los dramas que conforman el ciclo de Lulú, Erdgeist y Die Büchse der Pandora, de Frank Wedekind, suelen ser considerados como su máxima creación literaria, y mucho de ello deben a su polifacética protagonista. Lulú ha sido descripta, en efecto, como mujer fatal, como prostituta de la alta sociedad, como creatura de la naturaleza, como víctima de la sociedad burguesa o como símbolo de los instintos animales que persisten en la conciencia humana. Tanta diversidad muestra a las claras que la discusión lejos está de haber alcanzado un consenso. A partir de la reconstrucción de los papeles manuscritos y su posterior publicación en 1980 – casi un siglo después de la versión original de la obra, Die Büchse der Pandora: eine Monstretragödie–, se suma al debate la posibilidad, sugerida por diversos críticos, de rastrear en ella las claves interpretativas de la definitiva51.

Caben, por lo tanto, dos aproximaciones. La primera es asumir que el valor fundamental de la Monstretagödie reside en ser la etapa embrionaria de una obra cuyo completo desarrollo se alcanza recién con la versión desdoblada y definitiva. La segunda, que la versión final es una escritura condicionada, en la que ha intervenido si no la mano, al menos la sombra del censor, y que ha debido apartarse, contra su voluntad, del curso original. Esta es la perspectiva que adoptaremos en el presente trabajo, en el que analizaremos la trayectoria de su protagonista a partir de uno de los elementos característicos de la obra: un retrato de Lulú en traje de Pierrot, que los personajes se empeñan en llevar consigo a donde vayan y que los acompañará a lo largo de toda su peripecia. Consideramos a este retrato, con sus persistencias y variaciones, como clave de una posible lectura y como una aproximación alternativa a su inagotable protagonista.

La obra se abre, sin ir más lejos, con una escena en el estudio del pintor Schwarz, en el que se halla la pintura pronta a ser finalizada. Es, por lo tanto, antes el retrato que la figura retratada. El retrato inconcluso es descubierto accidentalmente en el estudio del artista por el Dr. Schöning, quien, al retroceder para apreciar mejor un encargo, tropieza con un caballete y hace caer la tela depositada sobre él al suelo. Aunque inicialmente finja no reconocerla, la modelo es la misma Lulú que, muchos años atrás, él había rescatado de las calles de Berlín para convertirse en una suerte de protector.

El matrimonio con el Dr. Goll, su actual esposo, había sido el resultado de una de sus gestiones. Goll, un hombre que tiene a Lulú permanentemente bajo vigilancia y que, hacia el final del primer acto, muere de un infarto producto de su indignación al descubrir una relación entre el pintor y la modelo, es su primer esposo. El segundo es el pintor Schwarz, en cuya compañía Lulú experimenta una profunda insatisfacción que la mueve a recibir en su propia casa a múltiples amantes, hasta que es descubierta por su esposo y este se suicida. En el tercer acto, su esposo es ya el Dr. Schöning, su antiguo protector y, por lo que se revela, su amante desde los tiempos en los que había abandonado las calles. Su casa se llena nuevamente de amantes que se ocultan bajo la mesa, en una escena grotesca al final de la cual Lulú asesina a su esposo con una pistola. En el cuarto, Lulú se encuentra en París, perseguida por la justicia y chantajeada por una multitud de oportunistas que sacan provecho de su debilidad; en tanto que en el quinto la encontramos en las calles de Londres, convertida en prostituta por quien parece ser su propio padre y por su último amante, Alwa Schöning, hijo de quien fuera su esposo. En la escena final Jack, el implacable asesino de prostitutas, le da finalmente muerte de una puñalada. En la versión definitiva se inserta un tercer acto en la primera parte, en el que Lulú se convierte en bailarina e inicia una suerte de danza ritual en la que finalmente somete a su esposo; y un primer acto adicional en la segunda parte, en la que prepara su huida a París tras haberlo matado.

La importancia del retrato de Lulú resulta evidente si se tiene en cuenta que aparece mencionado, sin excepción alguna, en los cinco actos que componen la obra. En el primero, está aún en proceso de ejecución en el estudio del artista. En los siguientes, se menciona en las didascalias iniciales, presidiendo los espacios en los que se desarrollan los hechos, ya sean los elegantes salones de los primeros actos, ya la oscura buhardilla del último, cada vez adornado con un distinto marco; o lo mencionan explícitamente los diversos personajes, en su empeño por acarrearlo, colgarlo o descifrar su misterio. Emparentado con las sombras y con los espejos, dice Frazerque (1994), con frecuencia “se considera que los retratos contienen el alma de la persona retratada” (p. 129). El alma de Lulú se despliega ante nuestros ojos con marcos cada vez diferentes, que dan cuenta de su progresiva evolución hasta mostrar un claro deterioro en la escena final, en el que la pintura aparece oscurecida y ajada, y el marco se ha perdido por completo.

Del caballete en el que se encuentra en el primer acto, el retrato pasa al elegante salón del segundo, donde es exhibido sobre el hogar “in prachtvollen Brokkatrahmen [enmarcado en un soberbio brocado]” (Wedekind, 1988, p. 60), y de allí a la espléndida sala de estilo Renacimiento que comparte con Schöning en el tercer acto. El retrato está aquí en el descanso de la escalera, “auf einer dekorativen Staffelei in antiquisierten Goldrahmen, der das Rot des untergrundes durchscheinen lät [sobre un caballete decorativo, en un marco de oro artísticamente envejecido, que dejaba entrever el rojo de la base]” (Wedekind, 1988, p. 121). Su situación en la escalera–un espacio que vincula los mundos superior e inferior y permite el intercambio entre ellos–, así como la alusión al color rojo que se entrevé bajo la pátina dorada, señala claramente el espacio en el que Lulú iniciará su caída. La escalera es, según Chevallier y Gheerbrant (1986), un símbolo ascensional clásico que –como todos los símbolos de este tipo– está impregnado también de su contrario: es el descenso, la caída, el retorno a la tierra o, en última instancia, al mundo subterráneo.

También la simbología asociada al color rojo es ambigua: es el “color recóndito condición de la vida, [pero que] cuando se derrama significa la muerte” (Chevallier & Gheerbrant, 1986, p. 889). El rojo prefigura la sangre derramada con la muerte de Schöning, quien es acribillado por Lulú mientras forcejea con sus amantes que han salido de detrás de las cortinas y pretenden, infructuosamente, inmovilizarlo. En medio de esa confusión nadie puede dar crédito a lo ocurrido, en tanto la sangre se derrama inapelable sobre el piso.

En el cuarto acto el cuadro está en París, adonde ha huido Lulú tras asesinar al Dr. Schöning; la rodea un grupo de especuladores y chantajistas dispuestos a sacar partido de la precariedad de su situación después del crimen. El lujo la ha abandonado: se encuentra en un salón de estuco blanco y, contra una de las paredes, sobre la chimenea, se yergue el retrato, “in schmalen goldrahmen in die Wand angelasen [en un pequeño marco dorado fijado a la pared]” (Wedekind, 1988, p. 170). En uno de los actos agregados a la versión definitiva, la presencia del retrato es enfatizada aún más por el hecho de que, mientras preparan su huida hacia París, Alwa, hijo del asesinado Dr. Schöning, sale de escena en busca del cuadro para llevarlo consigo en la huida. A su regreso advertimos los primeros signos de deterioro en la pintura, ya que, según su propia descripción, es “ist ganz vertaub [está completamente cubierto de polvo]” (Wedekind, 1920, p. 140). Lo ha tenido apoyado con la parte frontal hacia la chimenea.

En el último acto, hacia el final, la pintura llega (desprovista de su marco y en condiciones lamentables) hasta el infame ático londinense en el que se ha refugiado Lulú tras huir de la policía en París. Lo trae la condesa Geschwitz, también fugitiva, quien aparece como una figura fantasmal “mit eingefallenem hohlen Gesicht, in ärmlicher Kleidung, eine Leinwandrolle in der Hand [con el rostro hundido, vestida pobremente, una tela arrollada en su mano]” (Wedekind, 1988, p. 274). Al desenrollarla, Alwa advierte que la tela se ha oscurecido y que las condiciones de su traslado han hecho que la pintura se agriete notablemente. El fin de Lulú es inminente.

La evolución del retrato y de sus sucesivos marcos describe, por lo tanto, la trayectoria vital de Lulú. En él están inscriptas, desde el inicio del primer acto, muchas de las claves que habrán de signar su destino. Significativamente, en el acto final el retrato no es ya sino una tela enrollada, sin marco alguno, mientras que la pintura, y por lo tanto su alma, se han deteriorado irremediablemente. La caída de Lulú es anticipada simbólicamente por la caída del retrato, que apenas iniciada la obra es accidentalmente golpeado por el propio Schöning mientras esta se encuentra aún en proceso en el estudio del pintor.

La tela muestra a Lulú “als Pierrot verkleidet [vestida como Pierrot]” (Wedekind, 1988, p. 12). Según refiere el artista, el día en que inició la obra el Dr. Goll se presentó acompañado por su mujer y por un sirviente que traía el traje con el que debía ser pintada. Se tomó unos minutos para vestirse y salió entonces “in diesem Pierrot Kostüm heraus (…), ein leibhäftiges Zaubermärchen. Vom Scheitel bis zur Zehe im Einklang mit ihrem unmöglichen Kostüm, wie wenn sie darin geboren wäre… [en ese traje de Pierrot, un cuento de hadas hecho realidad (...) Desde el vértice hasta los pies en armonía con su absurdo disfraz, como si hubiera nacido en él]” (Wedekind, 1988, p. 13). Se lo describe como confeccionado en una sola pieza de seda blanca, con pompones negros que parecen cuervos en la nieve. El hecho de que no tenga botones y que, por lo tanto, la mujer deba introducirse en él por el extremo superior, sugiere la posibilidad de que el proceso se revierta, de que el traje se deslice hasta sus pies y exponga su cuerpo desnudo. Segunda piel de Lulú, de la que su cuerpo puede emerger renovado como el de una serpiente, es una opción extraña a la hora de pensar en un retrato, y la consternación de Schöning al verlo lo evidencia. Es una anomalía que refleja en gran medida otra: la de haber intentado reducir a Lulú, que encarna la energía inagotable de la tierra, a las rutinas castradoras de su esposo.

Los trajes son en la obra vehículos de sometimiento. Lulú está obligada a una rutina diaria por la cual baila para su esposo siguiendo sus expresas instrucciones de baile, cada día después de la cena, cada vez luciendo un disfraz distinto –que no se interrumpe siquiera durante sus frecuentes estancias en París–. Durante el día, en cambio, Lulú viste solamente una camisa y un moño en el pelo. “Lulu:Ich trage das Haar dann offen, und eine Schleife darin. Gestern hatte ich ein dunkelgrünes Hemd mit weißen Ballshuhe. Eine rosa Schleife im Haar und Strumpfbänder in ganz zartem Rosa…. Schwarz. Das ist ja das reinste Bordell! [Lulú: llevo entonces el pelo suelto, con un moño. Ayer tenía una camisa de color verde oscuro con zapatos de baile blancos. Un moño rosa para el pelo y ligas de un rosa pálido… Schwarz: ¡Eso es el más puro burdel!]” (Wedekind, 1988, p. 37).

El hecho de que, fuera de sus horas de baile, Lulú libere su pelo está relacionado con las ansias de libertad que afloran a la superficie. Los trajes, dice Cirlot (2011), contienen un simbolismo que dimana de la parte del cuerpo en la que se hallan, del material del que están hechos y de los valores estéticos que conciernen al simbolismo en general (colores, metales, piedras preciosas). Que se trate de un traje de Pierrot resulta significativo si se tiene en cuenta la notable evolución del personaje desde su creación (sobre todo a partir del Romanticismo), por la que se había vuelto una suerte de “máscara ideal, que revela una emoción que sería excesivamente extravagante si no fuera por la pintura de su rostro y su ondulante blusa” (Storey, 1978, p. 125). Ya no es solo el servidor golpeado por todos que “precisamente por su límpida simplicidad e inocencia, desenmascara, pone en ridículo y engaña incesantemente a sus señores, domina a los dominadores y se burla de ellos”, según afirma Emrich (1985, p. 163).

Pierrot es, desde su aparición en la comedia dell’arte, un personaje ambiguo en extremo, sus vestiduras, más que definir y expresar su carácter –según la norma inicial de la comedia italiana– le proveen una ocasión de ocultamiento, la posibilidad de moverse en el mundo sin que su verdadero rostro se manifieste. Es una figura que esconde un secreto, cuyo aspecto exterior sugiere una engañosa impasividad, mientras que su interior está plagado de pasiones.

Entre tales misterios se encuentra, evidentemente, el de su propia sexualidad, por cuanto las vestiduras de Pierrot otorgan a Lulú una manifiesta androginia. Son secretos cuya revelación, como en el caso de la caja de Pandora, no puede darse sino con el transcurrir del tiempo, cuando ya es demasiado tarde. El propio Goll es el primer engañando, por cuanto cree erróneamente que Lulú es incapaz de liberarse de su tutela. De ella, dice Goll, lo atrae “das Unfertige –das Hilfslose– dem ein väterliche Freund nocht nicht entbehrlich geworden… [lo inacabado, lo indefenso, para quien una figura paterna aún no se ha vuelto prescindible]” (Wedekind, 1988, p. 20). Adopta esa figura de padre y su atenta vigilancia asfixia a los restantes personajes que necesitan una bocanada de aire fresco. Esta es, también, su perdición. Ante el sofocamiento del pintor Schwarz, el mismo Goll lo invita a abrir la ventana del estudio, que simbólicamente prefigura la apertura al mundo: la posibilidad de que aquello que ha sido reprimido aflore a la superficie. Segundos después, a solas con Lulú, el pintor ya no puede resistir su atracción, inicia su cacería por todo el estudio y es finalmente descubierto por el Dr. Goll, que regresa inesperadamente al estudio.

Ninguno de sus esposos la nombra, explícitamente, como Pandora. Los nombres que le atribuye (Ellie, Mignon, Lulú) son solamente postergaciones de su nombre último, la suma de todos los dones, o de todos los males, entregados a los hombres. Es un avatar de Pandora y, como tal, existen marcas textuales que permiten identificarla.

Según refiere el mito, Zeus, lleno de cólera al descubrir que Prometeo había robado el fuego para beneficio de los hombres, decide enviarles un mal que pueda infiltrarse entre ellos sin que lo adviertan. Para ello ordena a Hefesto hacer una figura femenina en barro e infundirle vida, y a Hermes proveerle de una mente cínica y un carácter voluble. El mensajero de los dioses le confiere su nombre, reflejando el hecho de que cada uno de los Olímpicos le había concedido un don para perdición de los hombres. Pandora fue llevada a la tierra por el propio Hermes a Epimeteo; este, desoyendo las advertencias de Prometeo, su hermano, la aceptó. No advirtió su error sino cuando ya era demasiado tarde: ella había quitado la tapa de una jarra y los males allí encerrados se habían diseminado por el mundo. Sólo permaneció la esperanza, “...se quedó en el interior de la infranqueable prisión, sin rebasar los bordes de la jarra, porque Pandora había puesto nuevamente la tapa...” (Hesíodo, trad. 1984).

Hesíodo afirma que contiene todos los males; Babrio, en otra versión, concibe el mito como representación trágica de la elección que enfrenta el hombre, quien debe optar entre el conocimiento y la aceptación de su sino. La vasija, en su interpretación, contenía la suma de los bienes, no los males, pero el hombre –incapaz de refrenar sus ansias de saber– los liberó y éstos retornaron a la casa de los dioses dejando solamente la esperanza en su interior (en Panofsky, 1975).

La versión de Hesíodo es, cabe decir, menos coherente, puesto que es poco razonable que una jarra contenga una multitud de males y que, mezclada entre ellos, esté la esperanza. Además, si lo que afecta al mundo es aquello que ha sido liberado de la jarra, poco sentido tiene guardar a la esperanza en su interior, porque jamás podrá ser aprovechada. En la de Babrio, por el contrario, los bienes que son liberados se desvanecen, mientras que los que son conservados en su interior sí pueden ser de provecho para los hombres. Las distintas versiones, si bien se estructuran en torno de la idea de que el mal gobierna irrazonablemente el mundo, asignan culpas y proponen visiones del mundo diferentes.

Igual ambigüedad rodea a Lulú. Emrich (1985) –en su análisis de la versión finalmente publicada en la que Lulú se impone por momentos sobre los demás personajes en una forma que no se encuentra en la Monstretragödie– afirma que Lulú irrumpe en medio de una realidad social claramente vertebrada, como si se tratara de un animal salvaje. Encarna no solo la naturaleza elemental, sino que manifiesta y vive una exigencia moral incondicionada, al igual que Pandora. Parece no ser otra cosa que la encarnación corporal de un inmoralismo extremo, que desafía la moral construida por una sociedad cuya base fundamental es la hipocresía. Su moral individualista, su exigencia de ser amada por sí misma “es un mandamiento objetivo […] que debe ser aceptado y vivido como el mandamiento propiamente verdadero que si es que ha de realizarse el verdadero amor” (Emrich, 1985, p. 159).

El conflicto trágico, cabría concluir, sobreviene porque se contrapone esta exigencia de tipo universal de Lulú a la relatividad propia de la moral socialmente aceptada, que poco tiene que ver con la esencia del ser humano. Este valor incondicional no puede ser formulado, pese a su obligatoriedad general, porque toda formulación y toda codificación contradice su esencia. De ahí que se vea forzada a expresarlo de manera negativa: el valor incondicionado es expresado en términos negativos, como lo contrario de la moral burguesa; la permanente transgresión a las normas de una sociedad que se presentan como portadoras del orden y la seguridad, en tanto que lo que hacen no es otra cosa que domesticar a los seres humanos.

No es simplemente un animal salvaje al que se pretende contener, sino un animal que ha sido instruido en las prácticas propias de la sociedad en la que vive y al que luego no puede tolerarse, porque no es capaz del disimulo y la hipocresía que se le exige. Su energía primigenia se desborda, horroriza a sus diversos amantes, que se ven expuestos a la resurrección o la muerte. Terminan por confinarla a un rol marginal, el de prostituta, transfiriendo su horror a quien no porta sino un espejo en el que se revela su ser, enviándola a la muerte para apaciguar sus conciencias. Es así como el retrato de Lulú, traído por la condesa y desenrollado y clavado en la pared por Alwa Schöning en el quinto acto, le permite observar con claridad lo profundo de su caída, en tanto afirma que “das Bild erklärt mir mein ganzes Verhängnis! [¡El retrato explica toda mi fatalidad!]” (Wedekind, 1988, p. 279).

De todos los nombres que le son asignados uno solo es el que la protagonista elige para designarse a sí misma, el único que sus labios pronuncian con nostalgia: el que le confirió aquel que ella identifica como su padre, Schigolch. Este ya es viejo cuando aparece por primera vez en escena: al final de la obra, cuando todos los demás muestran claros signos de decadencia, él mantiene, sin embargo, una vitalidad inusitada. Comete crímenes en nombre de Lulú, pero sus actos tienen otras motivaciones; no se ve arrastrado, como los demás, por la potencia transgresora de su protagonista. Por el contrario, sus palabras sugieren que hay un cierto plan que ha concebido en algún momento para Lulú y que sus repentinas reapariciones tienen como objetivo constatar su efectivo progreso. Lulú es, en cierto sentido, una creatura suya, un animal, “ein elegantes Tier! Ein Prachtier Tier! [¡un elegante animal! ¡Un soberbio animal!]” (Wedekind, 1988, p. 78).

La educación de Lulú, que ella califica de amaestramiento, muestra uno de los aspectos que resultan claves para la comprensión de la obra: la violencia que la sociedad patriarcal ejerce sobre las mujeres, que llegará a su clímax con su muerte a manos de Jack, en la última escena de la obra. Antes de despedirse, Lulú le asegura a su padre que hasta ese día recuerda “wie du mich an den Händen aufgehängt hast und mir mit den Hosenträgern den Hintern zerbläut [como tú me colgaste de las manos y me golpeaste con los tiradores de tu pantalón]” (Wedekind, 1988, p. 81).

La violencia está presente, también, en los sueños: cada dos o tres noches Lulú sueña con que el entierro de su esposo no había sido sino producto de un malentendido, que seguía vivo. Lo que le falta, interpreta Schöning, es la violencia que hasta ese momento había ejercido el muerto sobre ella y de la que el pintor, con su debilidad, es incapaz; “du sehnst dich nach der Peitsche züruck [tú ansías el látigo de nuevo]” (Wedekind, 1988, p. 88) dice, en clara alusión a Nietzsche. Algo similar acontece en el tercer acto, en el que Schöning descubre a los amantes de su esposa tras la cortina y la amenaza de muerte: “Wenn du noch deine Reitpeiche migebracht hättest… [si hubieras traído tu látigo de montar contigo…]” (Wedekind, 1988, p. 156).

Schigolch cumple con un rol similar al de Hermes en el mito de Pandora; es quien la ha educado, quien ha provisto los medios para que la creatura subversiva pueda ingresar en el mundo de los hombres. Y es, por sobre todas las cosas, el que la ha bautizado con el nombre de Lulú, con un nombre que no es un nombre, sino un espacio a ser llenado por los hombres con los que se relaciona. De sus manos acepta el Dr. Schöning, imprudente, el regalo de los dioses y le provee un sitio por medio de sus arreglos matrimoniales. El mundo que habita Schigolch es el mundo de lo oscuro, del que surge en algunos momentos y al que regresa según su conveniencia. Desde allí gobierna la voluntad de Lulú, la moldea y la guía hacia lo que en definitiva es su sentencia de muerte: la prostitución en las calles de Londres. Y es Schigolch quien, desde el ático, envía a Lulú hacia el mismo mundo del que él ha salido, el mundo infernal que suponen esas oscuras calles.

Nuevamente, como en la casa de Schöning, hay una escalera que comunica con el infierno y sobre ella resuenan los pasos de Lulú cada vez que sale y regresa con alguno de sus clientes. Los cuatro esposos que tiene en la obra hallan su reflejo en los cuatro clientes que la visitan el primer día, y que exacerban sus características identificatorias, hasta que encuentra la muerte a manos del último. El número cuatro, además de la idea de totalidad (tanto de lo creado como de lo perecedero), tiene una connotación demoníaca: sus cuatro visitantes son otros tantos vengadores que silencian, humillan, y finalmente matan a Lulú.

Es claro que la muerte de Lulú no es sino una consecuencia natural de la progresión de la obra. En diversas ocasiones la propia protagonista la preanuncia. Inesperadamente, mientras Schwarz elogia su belleza, que lo distrae de su trabajo, dice que será mutilada a causa de ella (Wedekind, 1988). Schigolch advierte que la muerte está también escrita en el retrato que ha acompañado a Lulú desde el principio de la obra, ahora ajado y clavado contra una de las paredes del ático. Cumplida su tarea de mensajero, castigados todos los que osaron rebelarse contra los dioses, desaparece en la oscuridad.

Jack, el último de sus clientes, es también el verdugo de Lulú. El cuarto vengador es el reflejo especular del cuarto marido, a quien ya no le queda mucho tiempo de vida, debilitado y enfermo en una habitación vecina. También él, como Alwa, la reconoce como Pandora. Jack negocia con ella como si efectivamente hubiera venido en busca de sexo, alude a su atractivo cuerpo y, especialmente, a sus labios. Pero su actitud es fría y distante, y no tiene otro objeto que el de asesinarla. El homicidio que perpetra es, en definitiva, una forma no sexual de violación, a través de su mutilación. Jack es lo diametralmente opuesto a Lulú: si ella es deseo y deseo de ser deseada, él es la muerte. Jack la mata y extrae de su cuerpo algo que, cabe conjeturar, es su útero. El órgano adquiere dimensiones claramente míticas; es una pieza jamás vista por la humanidad, una auténtica caja de Pandora, digno origen de todos los males, o todos los bienes, del mundo.

Conclusiones

Die Büchse der Pandora, de Frank Wedekind, presenta una trama que se estructura en torno de una idea general: la del clásico mito de Pandora entrelazado con conceptos derivados del pensamiento nietzscheano para dar lugar a una compleja reflexión sobre las relaciones humanas y la sociedad moderna, sobre la vida y la muerte.

Lulú es una mujer dotada de una energía primigenia que no sabe de límites, y cuya relación con sus sucesivos esposos se va tornando cada vez más destructiva. Cada uno proyecta sobre ella sus propias expectativas e intenta imponérselas sin advertir que tal sometimiento es imposible. Lulú es, para cada uno, una mujer distinta; solo para uno, el cuarto, es, efectivamente, Pandora. El retrato en el que luce en traje de Pierrot constituye, por un lado, un elemento que aporta la ambigüedad requerida para una figura tan proteica, a la vez que le confiere una cierta estabilidad. A diferencia del retrato de Dorian Gray, que se deteriora en tanto su modelo conserva la belleza juvenil, el retrato de Lulú perdura hasta que finalmente pierde su marco y se resquebraja en el último acto de la tragedia.

A través de una relación que simbólicamente se aproxima al incesto, Alwa Schöning es arrastrado de su situación de exitoso escritor, en el primer acto de la obra, hasta convertirse en un ser completamente devastado, tanto moral como físicamente, en el último. Lulú es educada desde un primer momento bajo el signo de la violencia, es asignada a sus esposos como si de una mercancía se tratara, tan solo para que perpetúen su ejercicio sobre ella. Se identifica con Pierrot, es decir, con un personaje cubierto por una máscara que le confiere un aire impasible pero que, a diferencia de sus contrapartes de la comedia italiana, no hace sino ocultar unas pasiones volcánicas, que pueden estallar en cualquier momento. Así es representada en el retrato que de ella realiza el pintor Schwarz en el primer acto y que preside, sin excepción, el desarrollo de la obra y anticipa su desenlace. Hacia el final, el cuadro está ajado y sus grietas son claro reflejo de la condición de mujer caída de la protagonista.

El hecho de que, tras su muerte, el criminal se apropie de su útero extirpado muestra, sin embargo, que lo que está en juego no es solamente el castigo de una mujer por su conducta descarriada: es la violación del secreto, de la vasija de Pandora, último albergue de la esperanza.

Referencias

Chevallier, J. & Gheerbrant, A. (1986). Diccionario de los símbolos. Barcelona, España: Herder.

Cirlot, J. E. (2011). Diccionario de símbolos. Madrid, España: Siruela.

Emrich, W. (1985). Protesta y promesa. Barcelona, España: Editorial Alfa.

Panofsky, D. & E. (1975). La caja de Pandora. Aspectos cambiantes de un símbolo mítico. Barcelona, España: Barral.

Storey, R. F. (1978). Pierrot. A Critical History of a Mask. Aspectos Princeton, Inglaterra: Princeton University Press.

Wedekind, F. (1920). Gesammelte Werke. Dritter Band. München, Alemania: Georg Müller Verlag.

Wedekind, F. (1988). Die Büchse der Pandora. Eine Monstretragödie. Hamburg, Alemania: Deutsches Schauspielhauses.


51En partes mutilada por el propio autor para hacerla representable ante el público de su tiempo y para evitar la censura que hubiera considerado el último acto simplemente inaceptable.