Huellas en Papel VII/ No.12 (2019)


La vida y lo sagrado

Lecturas y escrituras de Werner Hoffmann


Quizás sean dos las lecturas que más han influenciado nuestro modo de leer a Franz Kafka. La primera es, por supuesto, la que escribe Borges en “Kafka y sus precursores”, ensayo que incluyó en Otras inquisiciones (1952). En esas líneas, Borges encuentra, construye, funda no solo un nuevo modo de pensar la obra de Kafka, sino también (y quizás sobre todo) una forma distinta, reversa, de pensar la literatura y el acto de la escritura: “El hecho es que cada escritor crea sus precursores” (p. 712), escribe Borges (1974) en su ensayo. En contra de todo historicismo, entiende las conexiones literarias como constelaciones: siluetas o trazos que no tienen ni pasado ni futuro, ni atrás ni adelante y que, además, cambian según quién mire, según quién lea, según cómo lea. En literatura, entiende entonces Borges, o en cualquier tradición artística, no hay madres o padres ni hijos ni hijas que sean tales por sí mismos; no hay, incluso, ni siquiera herencia literaria entre tíos y sobrinos, como quería el formalista ruso Víctor Shklovsky (Shklovsky, 1992). Para Borges, la existencia de los hijos determina la de los padres, y no al revés. Y más aún: es la lectura contemporánea que hacemos de los hijos e hijas la que determina una línea de antecesores que podría, además, ser cualquier otra si hubiéramos leído de otra manera. Es decir, y ya afuera de la analogía genealógica: el pasado literario se crea en el presente de la lectura. O, si es que podemos arriesgar una frase todavía más extrema: el pasado se crea en el presente. Hasta aquí, algo de lo que sugiere Borges.

La segunda lectura que más nos ha hecho de anteojos a la hora de acercarnos a Kafka probablemente sea la de Gilles Deleuze y Félix Guattari en Kafka, por una literatura menor. Una literatura menor es “literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor” (Deleuze & Guattari, 1990, p. 28), y es por eso que se define, en principio, a partir de lo que los autores denominan desterritorialización de la lengua. En las literaturas menores, agregan, “todo es político” (Deleuze & Guattari, 1990, p. 29) y la instancia de la enunciación se vuelve colectiva (Deleuze & Guattari, 1990). A partir de estas tres características, los autores desglosan la escritura de Kafka: su elección, habiendo nacido en una familia de tradición judía, del idioma alemán en Praga; sus personajes animales que se arrastran; la búsqueda que la escritura opera para encontrar sus voces, voces mínimas, casi susurros, y hasta nada más que silencio; el devenir animal del hombre, la renuncia a la humanidad en pos de algo mucho más pequeño, más humilde, algo que no trae consigo ningún trofeo, ninguna gloria: todo lo contrario.

¿Cómo entender, en este marco, o en otros, los aforismos que escribió Kafka? ¿Cómo entenderlos en tanto género, cómo entenderlos en tanto parte del resto de la escritura de Kafka? En Los aforismos de Kafka, Werner Hoffmann (1907- 1989), quien fue profesor titular de las Cátedras de Germanística en la Universidad del Salvador, novelista, traductor y académico, realiza una aproximación a la escritura aforística de Kafka, y la lee en relación (en contraposición, en verdad) con otras de sus obras. Hoffmann arroja una hipótesis que señala cierto optimismo en estos pequeños textos: según lee el profesor en sus aforismos, a diferencia de lo que ocurre en sus novelas y cuentos, Kafka intenta una escritura que va hacia la fe, o intenta la fe a través de la escritura. Una salida ya no por lo menor; una salida, o una entrada, por la puerta grande de la religiosidad. ¿O no tan grande? ¿Será, quizás, se preguntará Hoffmann, una puerta que no funciona más que como consuelo?

¿Qué otras cosas lee quien decide dedicar un libro entero al estudio no de las novelas, no de los cuentos, sino de los ciento nueve aforismos kafkianos? ¿Y cómo ejerce la lectura de otras textualidades? Y más aún: ¿qué otras cosas escribe quien, como Werner Hoffmann, escribe sobre Kafka? Todavía más: si, como quería Borges, la lectura se puede entender como una forma de crear el pasado, cierto pasado, en el presente, ¿de qué modo la lectura que en esta nota hagamos de los escritos de Werner Hoffmann puede armar para ellos una tradición, una línea, una realidad? Y, siguiendo a Deleuze y Guattari (1990), ¿cómo podemos entender la escritura alemana de Hoffmann en un entorno argentino, de habla hispana? ¿Cómo podemos pensar ese dislocamiento lingüístico y territorial que Hoffmann comparte con el autor que fue objeto de su estudio?

En la nota que sigue, intentaremos acercar posibles modos de abordar esas preguntas; preguntas que arman, a la vez, pequeños mundos de interés en torno a la escritura de Hoffmann. Así, recorreremos algunos de los distintos textos que, a lo largo de su vida, escribió el profesor y académico cuyos libros personales se encuentran en la Biblioteca Histórica de la USAL.

Dos intereses parecen aunar todas sus formas de escritura, desde las más rígidamente académicas, hasta su novela, desde sus ediciones críticas hasta sus traducciones: la vida, como motivo e impulso de la literatura, y la fe, la religiosidad, lo sagrado.

De su interés por la vida surgirá, por ejemplo, su detenimiento en los viajes, en la novedad de mundos nuevos: tema que investigará no solo en traducciones y ediciones críticas, sino también, y muy especialmente, en su escritura ficcional. De ese mismo interés surgirá también una forma de abordaje de la literatura, una forma de leer que, en Hoffmann, tiende a vincular estrechamente experiencia vital y escritura. Así, por ejemplo, en sus investigaciones analizará géneros discursivos que tienen que ver con la interioridad, con lo que, no hace mucho, se ha dado en llamar escrituras del yo: cartas y diarios.

Su interés por lo religioso se convertirá, por su parte, en un objeto de estudio: en sus escritos académicos, Hoffmann se detendrá especialmente en los modos en que autores y personajes se acercan o se alejan de un sentimiento de las cosas últimas, en las formas en que las distintas religiones dejan marcas en escritores y obras. Profundizará, también, en una pregunta que será fundamental: ¿de qué modo se vincula la escritura con lo abismal, con lo sagrado, con la creación?

“El hombre es el animal al que no le basta con que haya un mundo: necesita crear otros y es solo en esa creación donde descubre su propia condición humana” escribe Vicente Fatone (1955, p. 49), estudioso argentino de las religiones, uno de los primeros por nuestras tierras en abordar una investigación profunda de las religiosidades védicas. Es en este sentido que quizás podamos entender el interés de Hoffmann por la relación entre la escritura y lo sagrado: en vínculo con la divinidad, la escritura se convierte en creación. “La creación no se ha cumplido de una vez y para siempre en el pasado: es creación continua fuera del tiempo”, agrega Fatone (p. 50). Y en este punto, los dos intereses de Hoffmann llegan a tocarse: la creación se realiza en la vida presente. Empecemos.

Hoffmann y la tarea del traductor

Postulemos una escena. Corre el año 1691 en las tierras del Río de la Plata. Hay naturaleza, no mucho más que naturaleza. Hay barcos que se acercan, también. En uno de ellos, llega un padre jesuita instruido en música y en canto; trae consigo sus instrumentos. Se trata de Antonio Sepp, misionero de origen alemán que llega a territorio argentino en 1691, que se instalará en Yapeyú y que pasará el resto de su vida, hasta 1733, en las misiones jesuíticas guaraníes.

No resulta extraño que la escena cautivara a Werner Hoffmann: los orígenes culturales alemanes eran compartidos, como así también los destinos en tierras de Sudamérica y el dislocamiento lingüístico. Media también, claro, el interés por la religiosidad como motivo e impulso de vida. Quizás sea por eso que Hoffmann emprendió la tarea de realizar las traducciones y ediciones críticas de la obra de Sepp, en el marco del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). En tres tomos, las obras de Sepp, en edición y traducción de Hoffmann y publicadas por editorial EUDEBA, se conservan en la Colección Hoffmann de la Biblioteca Histórica de la USAL.

En el primer tomo, Hoffmann (1971a) recoge la Relación de viaje a las misiones jesuíticas antecedida por una extensa introducción. El segundo, también traducido y anotado por Hoffmann, fue publicado en 1973 por la misma casa editorial. Se trata del título Continuación de las labores apostólicas e incluye, igual que el primero, una introducción a cargo del profesor. Está dividido en dos partes, de nueve capítulos la Primera y de treinta y seis la Segunda. Por último, el tercer tomo, Jardín de flores paracuario, se publicó también por EUDEBA, en 1974. Para este volumen, además de una introducción, Hoffmann preparó una selección de cartas del padre Sepp: epístolas que van desde 1694 hasta 1721: algunas de ellas dirigidas a sus familiares; otras, a autoridades religiosas.

En la introducción de Hoffmann al primero de los tomos encontramos una clave para entender qué de los textos del padre Sepp le interesaba tanto al profesor. Allí, Hoffmann rescata especialmente la importancia de la labor de Sepp para la historia de la Argentina colonial, junto con la de otros dos padres de origen alemán: Florian Baucke y Martin Dobrizhoffer. A la vez, Hoffmann (1971a) aporta una detallada entrada biográfica sobre Sepp y su formación artística: música, literatura, escultura y arquitectura forman parte de su instrucción, nos cuenta el profesor: “Sepp es artista nato: poeta, músico, escultor, arquitecto, hombre delicado, de fina sensibilidad, pero al mismo tiempo un excelente organizador” (p. 10).

Por la introducción de Hoffmann sabemos también que Sepp desciende de una familia de origen aristocrático de la zona de Tirol y que se educa en artes en el Imperio Alemán posterior a la Guerra de los Treinta Años. Añade Hoffmann (1971a):

Seguramente no fue un ambiente muy sano el que el muchacho tirolés encontró en la corte imperial, pero sin duda aprendió mucho, cultivando su voz y estudiando la técnica de los instrumentos más diferentes: viola, tiorba, flauta, trompeta, chirimía, órgano, clavicordio. Todavía no adivinaba que los tocaría un día en la selva americana (p. 13).

Este primer tomo consta de cinco capítulos, a los que Hoffmann suma, además, sus notas y una exhaustiva bibliografía. El trabajo, en este caso como en el de los otros dos tomos, es de rescate: es que la suya es la primera traducción completa de estas obras de Sepp al español.

La traducción, decía Walter Benjamin, es, ante todo y sobre todo, una forma. También, un modo de investigar qué hay de nuclear en cada lengua.

La traducción, que siempre en todo caso es posterior al original, en aquellas obras importantes que no pudieron tener buen traductor en la época de su redacción, marca el estadio de su supervivencia (Benjamin, 2010, p. 11).

Supervivencia, entonces, más que rescate. Escritas hacia fines del 1600 y principios del 1700, las obras de Sepp solo llegan al español siglos después, y de la mano de Hoffmann. Hay allí, pensamos, algo que también debe haberle interesado: una escena, o una pregunta por el pasado. ¿Qué ha sido de esos textos de Sepp durante todos esos años? ¿Dónde han estado? ¿Quién ha podido leerlos? Y, sobre todo: ¿quién no?

A la supervivencia que señala Benjamin para los textos que no encuentran traductor contemporáneo se suma otro estado: el de la latencia. Algo se ha conservado, algo del pasado ha quedado ahí casi intacto, algo que Hoffmann pudo, con su traducción, volver a sacar a la luz. La traducción del profesor funciona también del modo que quería Borges: al traducir a Sepp, Hoffmann lo lee, lo vincula, le construye una constelación de antecedentes y descendentes. Sus traducciones, al igual que su ficción, tal como veremos hacia el final de esta nota, operan en el presente y sobre el pasado. En clave benjaminiana, y dado su interés por la religiosidad, se podría hablar incluso de una operación mesiánica de la escritura y la traducción: traduciendo o escribiendo desde el presente, se redime el pasado.

Pero al traducir, Hoffmann también suma otra tarea: una de interpretación, de marcación de aquello que, para él, resulta clave en la obra y la vida de Sepp. Escribe Hoffmann (1971a):

Como en el mundo utópico de 2200 que Hermann Hesse representa en su novela El juego de los abalorios –mundo devastado por terribles guerras– los sobrevivientes de la Guerra de los Treinta Años buscaban consuelo en la religión y la música. (…) También en los escritos de Sepp encontramos este profundo sentimiento religioso, lo que en el lenguaje del pietismo alemán se llama “Herzensfroemmigkeilt”, una especie de unio mystica affectiva (p. 15).

Comienza a ser claro aquí aquello que busca rescatar de la obra: esa fusión de religiosidad e ímpetu artístico que leerá, también, como veremos más adelante, en los aforismos de Kafka. La búsqueda de una salida de fe a través de la escritura. Pero no solo eso: las escenas del pasado colonial serán también parte de la escritura ficcional que Hoffmann encarará, como decíamos más arriba, en su novela: El reino de Dios en el Perú. Grandeza y Conquista del Imperio de los Incas.

Kafka, escritura y vida

“¡Qué cosa hay más alegre que la fe en un dios doméstico!”, dirá Kafka en su aforismo número 68 (Hoffmann, 2014, p. 156). La intención de lectura que Hoffmann ejerce en Los aforismos de Kafka, libro publicado por primera vez en alemán en 1975, es clara desde el principio: se trata de “un intento por exponer la concepción de Kafka sobre ‘las cosas últimas’ basado en los aforismos, pero también en las reflexiones de cartas, diarios, conversaciones y fragmentos” (Hoffmann, 2014, p. 16).

No se puede dejar de volver a George Bataille si de abordar el vínculo entre religión, o religiosidad, y literatura se trata. Para él, hay en este vínculo un tema central: el de los límites. Dice así, en “Lo sagrado”:

Aquel que crea, que pinta o que escribe ya no puede admitir ningún límite para la representación o para la escritura: dispone de pronto por sí solo de todas las convulsiones humanas posibles y no puede sustraerse a esa herencia del poder divino, que le pertenece. Tampoco puede intentar saber si esa herencia consumirá y destruirá aquello que consagra. Pero se niega ahora a dejar “aquello que lo posee” bajo el peso de los juicios dependientes a los cuales el arte se plegaba (Bataille, 2008, p. 266).

Para Bataille, el arte quiere compartir terreno con lo sagrado; ambos campos son parte de lo que él entiende como dimensiones heterogéneas del mundo, en donde las reglas fijas de, por ejemplo, la ciencia, se doblan y pueden trastocarse. Son, para él, representaciones humanas de ese otro lado que nos estará siempre vedado; son intentos por acercarnos a esa otra parte, modos de intentar asir eso que no podemos asir.

Es ese mismo impulso de acercamiento siempre imposible, pero acercamiento al fin, el punto nuclear que Werner Hoffmann estudia en su libro sobre Kafka. Compuesto de siete capítulos y un Apéndice, que incluye las Consideraciones sobre pecado, sufrimiento, esperanza y el verdadero camino (la producción aforística de Kafka), el libro de Hoffmann investiga el vínculo entre aquellas dos instancias que interesaron siempre al profesor: la vida y la religiosidad. Así, Hoffmann estudia no solo los aforismos, sino también las cartas, los cuadernos en octavos y los diarios, para acercar una idea del modo en que Kafka se fue acercando, paulatinamente, a la mística judía.

Todo comienza, señala Hoffmann, con un hecho de la vida. O, más bien, con un hecho que la amenaza: la enfermedad.

Los aforismos son el resultado de una toma de conciencia de Kafka en medio de la difícil crisis que experimentó hacia el final del verano de 1917. El médico (…) descubrió un catarro del vértice de los pulmones que podía llevarlo a la tuberculosis (Hoffmann, 2014, p. 18).

Y agrega: “Busca el fundamento de una fe para su vida amenazada, desde afuera y desde adentro, por la enfermedad y la desesperación” (Hoffmann, 2014, p. 18). Así, y desde las primeras páginas de su libro, Hoffmann pone en acción un modo de lectura que vuelve continuamente sobre la relación entre vida y escritura. Será, a los ojos de Hoffmann, una relación de motivación, de impulso: es la vida, la vivencia misma, la que motiva la escritura. Y, en el caso específico de los aforismos, Hoffmann entenderá que en la escritura Kafka busca un suplemento, algo que compense esa vida ahora amenazada: la fe religiosa.

Así, nos brinda una síntesis de la evolución religiosa de Kafka, que, siguiendo los recuerdos de Max Brod y Hugo Bergmann, va del vacío religioso a la vivencia del judaísmo. En el medio, siempre está la escritura:

Escribir significaba para él representar su vida interior hecha de sueños (…) Así, escribiendo, podía dar expresión a preguntas que lo urgían desde el fondo de su conciencia, antes de que ellas penetraran en su vida consciente y requirieran una solución (Hoffmann, 2014, p. 21).

¿Qué preguntas son estas, en el caso de los aforismos? No otras que las preguntas por los sentidos últimos, nos dirá Hoffmann: “La temática de los aforismos es, pues, en el más verdadero sentido, universal en la medida en que comprende al microcosmos y al macrocosmos” (p. 23). Y también: “Los aforismos de Kafka tratan de Dios, del origen del alma humana y de su vida en el tiempo y la eternidad” (p. 24).

Pero no solo en su interpretación de la escritura de Kafka volvemos a ver cuánto interesaba a Hoffmann el vínculo entre la religión, la vida y la obra. También, y muy especialmente, lo vemos en el modo que tiene de analizar su escritura. En este sentido, es ejemplar su análisis del aforismo 50:

El hombre no puede vivir sin una confianza duradera de que hay algo indestructible en él; tanto lo indestructible como también la confianza en ello pueden permanecer constantemente ocultos. Una de las posibilidades de que se exprese este permanecer oculto es la fe en un Dios personal (Hoffmann, 2014, p. 153). Analiza Hoffmann:

…hay en [Kafka] ciertamente una tendencia al escepticismo; pero no es un agnóstico (…) Como Descartes, tiene que dudar de todo para encontrar su punto de apoyo arquimédico. Este punto arquimédico es el aforismo 50 (…) La sentencia contiene menos elementos positivos de lo que se puede suponer al leerla por primera vez. Ni siquiera lo indestructible que hay en el hombre (…) es más que un postulado, una necesidad moral. La fe en un Dios personal no es un postulado, sólo una de las posibilidades de expresar esa confianza en algo indestructible (…) Pero ¿tiene que tratarse de un Dios personal cuando surge la pregunta de si hay algo indestructible por encima del hombre? (p. 25)

El primer impulso analítico de Hoffmann lo lleva a hacer foco no tanto en la forma con la que escribe Kafka, sino más bien en los asuntos universales que toca. Se trata de un análisis por conceptos, un análisis de ideas que busca ser corroborado en distintos escritos. Por eso, más tarde, Hoffmann toma los diarios de Kafka y las cartas que intercambia con Milena y Felice para continuar con su estudio. Así, analiza hilando ideas con escritura, hechos de la vida con hitos de la obra.

Cinco motivos kafkianos

A lo largo del libro, son cinco los motivos que Hoffmann marca, subraya y destaca en los aforismos de Kafka, como así también en los diarios y cuadernos en octavo que incorpora al análisis. Los primeros dos que, como hemos visto, analiza en los capítulos iniciales, son “lo indestructible que hay sobre nosotros” y “lo indestructible que hay en nosotros” (Hoffmann, 2014, p. 51).

El tercer tema que lo convoca es el sentimiento de culpa: “la oprimente conciencia del pecado acompañada por una necesidad de pureza igualmente fuerte” (p. 76). Para el análisis de este motivo en particular, Hoffmann se vale también de las novelas y cuentos de Kafka, donde lee con claridad los “tribunales inferiores y superiores ante los cuales el hombre tiene que justificarse” (p. 78).

En cuarto lugar, le interesa analizar qué es la escritura para Kafka. Es, dirá por ejemplo, “una forma de defenderse a sí mismo” (p. 99). Escribir “como un destino, como la más productiva tendencia de su ser, y escribir como curación de anormalidades psíquicas, como proceso de sublimación y maduración” (p. 103). En el análisis de este cuarto motivo ahonda en reflexiones acerca de la relación entre vida y creación artística; entre interioridad y exterioridad. Y es aquí donde el profesor acerca una respuesta a una pregunta central en su libro: ¿cuál es la relación entre el arte y la vida de Kafka? “En los aforismos [Kafka] se rinde cuenta a sí mismo respecto a que el artista es una especie de parásito que echa a perder a su portador, es decir, al hombre viviente” (p. 106) El arte, entonces, será por momentos sublimación, búsqueda y salvación, pero también, advierte Hoffmann, un peligro para la vida.

En quinto lugar, hacia el final de su libro, detalla la relación de los aforismos con la mística judía. Dice, así, que hay “sorprendentes coincidencias entre la imagen del mundo de los aforismos (…) y la Cábala” (p. 122). En esta sección profundiza en el paulatino acercamiento de Kafka a la religión. Empezando su vida adulta lejos de la fe judía, aunque a la vez nacido en el núcleo mismo de esa tradición, “hacia 1922 algo ha cambiado en su distanciamiento de la fe judía: ahora comprende la significación de la ley y de la Escritura para su pueblo” (p. 126). Se da en Kafka, postula Hoffmann, un “retorno a la religión de su pueblo” (p. 128). En su análisis retoma la línea de lo estudiado también por Walter Benjamin en relación a la tradición judía en el mismo escritor:

La puerta de la justicia es el estudio. Y sin embargo Kafka no se atreve a asociar a este estudio las promesas que la tradición asociaba al estudio de la Thora (…) Pero Kafka ha encontrado la ley de su viaje: por lo menos una vez, logró adecuar su ritmo afanoso a una cadencia épica, tal como lo buscó durante toda su vida (Benjamin, 1986, p. 237).

La escritura como lectura

Pero, además del análisis de esos cinco motivos, por momentos encontramos otros modos de estudio en Hoffmann. Así, aparece en el texto su impulso poético o ficcional, que encontraremos, más tarde, en su novela. Quizás sea esta, en su libro sobre los aforismos, una de las formas más importantes de análisis: ya no desde las ideas, ya no desde la vinculación de vida y obra, ya no desde constelaciones temáticas, sino desde la puesta en escritura poética de las mismas problemáticas que encaraba Kafka. La ficción, o la poesía, entonces, también aparecen como un modo, tal vez el mejor, de volver a pensar la literatura. Escribir para leer.

Se trata, a veces, de una forma poética de parafrasear los textos de Kafka. Escribe Hoffmann, por ejemplo, en su análisis de un pasaje del tercer cuaderno en octavo de Kafka:

Cuando el hombre se acerca a lo sagrado tiene que quitarse los zapatos con los que ha andado por la vida, quitarse el vestido que ha dado expresión a su persona, despojarse de toda propiedad que haya llevado consigo, y renunciar a todo lo que en él era “vapor y apariencia” (Hoffmann, 2014, p. 26).

El original de Kafka no queda lejos: “antes de entrar en el recinto de lo sagrado tienes que quitarte los zapatos” (en Hoffmann, 2014, p. 26). Sin embargo, hay una diferencia. O, sobre todo, hay una acción. Aquí Hoffmann parece decirnos que analizar un texto es también volver a escribirlo, casi como si de una traducción se tratara: volver a escribir, en nuestros propios términos, en nuestra propia lengua literaria, lo que ya estaba escrito en el objeto de estudio, para, como quería Benjamin en el caso de las traducciones, descubrir el núcleo del lenguaje. Hay aquí, en esta herramienta de Hoffmann, un gusto por la escritura: ese placer del escritor que, dice Ronald Barthes (2003) en El placer del texto, el lector siente como deseo cuando lee. Hay en este giro de Hoffmann un salto: el texto va del deslizamiento del análisis puntilloso a la demora en la repetición gustosa de las palabras.

Otras veces, y de las más interesantes, la acción analítica de Hoffmann se convierte en reflexión directa sobre los temas que está analizando en Kafka. Así, por momentos el profesor escribe sus propias reflexiones sobre la relación entre lo humano y lo indestructible. Y lo hace, a la vez, poniendo en juego un impulso poético propio “El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura”, decía Barthes (2003, p. 14). Así lo prueba Hoffmann (2014):

Pero, ¿qué sabe el hombre que lleva ropa de viaje y maletas y se dedica a los negocios de la vida, qué sabe del fuego, de lo enigmático indestructible que hay en él mismo? ¿Qué sabe de lo sagrado que requiere el fuego que hay en él? Cuando se siente cansado y abandonado por todos los auxilios terrenales, levanta la vista hacia el cielo e invoca el nombre de Dios (…) Pero el cielo, del cual espera consuelo y ayuda, permanece mudo. También Kafka le ha hecho preguntas y ha esperado respuestas (p. 28).

Relación entre vida y obra; relación entre lo humano y lo divino; vínculos entre lo sagrado y la escritura. Y, además, el propio impulso escritural como modo de leer textos ajenos. En sus artículos, volveremos a encontrar mucho de lo que Hoffmann ha puesto en acción en Los aforismos de Kafka.

Vidas, obras y creación

Werner Hoffmann escribió dos largos artículos que nos interesarán especialmente en esta nota. Se trata de “La relación entre Hölderlin y Schiller según la correspondencia de Hölderlin” y de “Las cuatro vidas de Joseph Knecht”. Ambos fueron publicados en ediciones de la Universidad Nacional de La Plata (1971b y 1977). Las ocasiones son las mismas. El primero integra el mismo tipo de homenaje, pero a Friedrich Hölderlin (1770-1970); el segundo forma parte de un conjunto de publicaciones en homenaje al centenario de Hermann Hesse (1877-1977).

Lo que nos interesa rescatar en especial es que, en ellos, verificamos ese mismo impulso que, como ya hemos visto, guió a Hoffmann en sus ediciones críticas de Sepp y en su análisis de la obra de Kafka: la relevancia de la vida para la escritura, la lectura en clave vital, biográfica, de una obra. También volveremos a encontrar una selección de corpus que insiste sobre esta impronta vivencial: la correspondencia como género literario que conecta la vida y la escritura.

En el artículo sobre Hesse, Hoffmann realiza un análisis de Joseph Knecht, el personaje principal de El juego de los abalorios, novela que, como vimos, el profesor referirá también en su introducción a la obra de Sepp. Publicada en Suiza en 1943, pocos años antes de que le fuera otorgado el Premio Nobel de Literatura, ha sido leída tanto como novela utópica, pues trascurre en un futuro distante, y a la vez como novela de formación, ya que sigue el derrotero vital del personaje a lo largo de los años.

Ya desde las primeras líneas del texto, la orientación biográfica de la lectura de Hoffmann se hace notar: “Demian o Haller, en El lobo estepario, reflejan el estado de crisis por el cual Hesse pasa durante la Primera Guerra Mundial y los años siguientes” (Hoffmann, 1977, p. 90). Dice también: “Para los personajes de estas novelas, así como para su creador, no existe más que la posibilidad de consolarse de un fracaso en la vida por medio de la creación de un mundo de belleza y armonía” (p. 90).

Más adelante, el mismo interés por la vida se vuelve metatextual: Hoffmann analiza en detalle el estudio que de las autobiografías históricas realiza el personaje Knecht. El profesor de la USAL las entiende como “tentativas de reconstruir el pasado personal mediante la compresión de la esencia del propio ser” (p. 92) y, en este punto, nota también la relación existente en el personaje entre la búsqueda de ese propio ser y la conexión con una entidad superior: “El joven tiene así su primera vivencia de Dios”, dice por ejemplo (p. 93) y describe la “orientación de la vida hacia un orden superior” (p. 97).

Resulta de nuevo claro que, para Hoffmann, las preocupaciones vitales están sí o sí ligadas a las preocupaciones por lo sagrado. La relación con lo divino es crucial en su modo de leer y de analizar.

Ya se trate del pensamiento, o del sentimiento, o de la voluntad del individuo o del grupo, la relación con Dios aparece siendo siempre un desafío a todos los esquemas de la vida común, y exige que nos perdamos y lo perdamos todo si queremos encontrarnos y encontrarlo todo” (Fatone, 1955, p. 20).

Es este mismo desafío el que atrae a Hoffmann: la misma búsqueda paradójica. En el artículo “La relación de Hölderlin y Schiller según la correspondencia de Hölderlin”, Hoffmann analiza cartas enviadas por Hölderlin a su maestro Schiller entre 1788 y 1797. Lo primero que nos interesa destacar es la elección del objeto de estudio. Hoffmann, como lo ha hecho ya en el caso de Kafka, analiza cartas, un género de escritura íntima. Si la relación entre discípulo y maestro puede también leerse como amorosa, las definiciones que da Barthes acerca de la carta, y especialmente acerca de la carta de amor, pueden echar luz sobre este particular corpus. Dice Barthes (1999): “Como deseo, la carta de amor espera su respuesta; obliga implícitamente al otro a responder, a falta de lo cual su imagen se altera, se vuelve otra” (p.52). Justamente, es este abandono de la reciprocidad epistolar uno de los ejes que irá guiando su análisis. Pocas veces Schiller responde a su discípulo, nos cuenta el profesor, hasta que, de a poco, se va produciendo un distanciamiento.

Los sentimientos cambiantes que rastrea en las cartas de Hölderlin, esa pura expresividad que Barthes (1999) también señala como propia de la carta de amor, Hoffmann los lee, una vez más, como motivados por el carácter casi religioso que el poeta otorgaba al vínculo con su maestro.

La ambivalencia de sus sentimientos frente a Schiller no sería una mezcla de atracción que su ideal ejercía sobre él con una aversión secreta, sino un complejo de sentimientos de admiración y de temor, de un carácter casi religioso, que destacan palabras como “heilig” (sagrado) que usa para calificar su apego al maestro. (Hoffmann, 1971, p. 116).

La vida y sus géneros textuales, la distancia siempre insalvable con aquello que consideramos sagrado, ya sea un dios o un maestro, la imposibilidad de conexión unívoca con un todo: son estos los núcleos de interés que motivan la lectura y la interpretación de los artículos académicos, así como en su libro sobre Kafka.

La escritura como consuelo

Pero, ¿qué lugar tiene la escritura entre estos dos polos que son el hombre y un dios? En las primeras líneas de su artículo en ocasión de Hesse, Hoffmann aproximaba ya una respuesta: “no existe más que la posibilidad de consolarse de un fracaso en la vida por medio de la creación de un mundo de belleza y armonía” (1977, p. 90). La creación, entonces, la escritura aparece como un modo de consuelo ante la distancia entre cielo y tierra, ante la imposibilidad de hacer hablar al cielo. No se trata, como en el modelo romántico clásico, de una invocación, de un estar el artista entusiasmado (invadido) por los dioses. Muy al contrario: entrado el siglo XX, entiende Hoffmann, después de las Guerras, después, incluso, de la misma literatura de Kafka, la escritura ya no puede decirse canal de nada, si es que alguna vez pudo hacerlo con razones verdaderas. Al contrario: el acto de escribir tanto en Kafka como en el personaje de Hesse, aparece como consuelo, como mero intento, como fragmento de una unidad perdida hace mucho tiempo. De los intentos por recuperar un pasado perdido tratará también, entre otras cosas, El reino de Dios en el Perú (1947), su novela.

El pasado en el presente

La escritura y la lectura que hacemos en el presente, como sugería Borges (1974) en Kafka y sus precursores, fundan una tradición hacia atrás: una de entre muchas posibles. Hay un vínculo poderoso entre la escritura y el tiempo; y uno especialmente fuerte entre la escritura y el pasado.Y, por supuesto, entre las ideas religiosas, el judaísmo más específicamente, y el pasado.

Es de nuevo Walter Benjamin (1989) quien, en el segundo parágrafo de sus Tesis de filosofía de la historia, postula paradigmáticamente este vínculo:

La imagen de la felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que de una vez por todas nos ha relegado el decurso de nuestra existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe solo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiéramos podido hablar (…) Con otras palabras, en la representación de la felicidad vibra inalienablemente la de la redención. Y lo mismo ocurre con la representación del pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige sus derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera (p. 178).

Quizás sea este el mejor modo para empezar a pensar qué tipo de novela es El reino de Dios en el Perú. Grandeza y conquista del Imperio de los Incas. Escrita originalmente en alemán y publicada en Buenos Aires por la editorial Claridad en el año 1947, la novela de Hoffmann se abre con un epígrafe que habla a las claras de la relevancia que el tiempo, y su final, tendrá en las páginas que seguirán: “Hijo del hombre… Que aquesto siembra. Surco es el mundo. La cosecha es el fin del mundo” (p. 5). La cita está tomada libremente de Mateo 13:36 4650, donde se lee la explicación que da Jesús de la parábola de la cizaña. Un mundo que se termina, un fin del mundo,es lo que Hoffmann representa en su novela: la conquista y destrucción del imperio Inca.

El reino de Dios en el Perú es muchas novelas. Relato en primera persona y en diecinueve capítulos, es, en primer lugar, la historia de una amistad: la que traban Antonio Altamirano, el narrador y también personaje histórico mencionado por el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales (1609/1829, p. 85), y Miguel Rufino: guía y compañero en el señalamiento de las injusticias. “No lo había buscado yo a Miguel Rufino; fue su espectro el que vino a mi encuentro y no me dejó. Ahora debía auxiliarte yo, para retornar al presente de los hombres” (Hoffmann, 1947, p. 14) “Pero por ti sí que he sentido cariño, como sólo un hombre puede sentirlo por otro; te amé como si fueras otro yo, ese yo al que aspiraba en mis horas secretas” (p. 17), dice el narrador de Rufino.

Es por eso que El reino de Dios en el Perú es también la historia del personaje Miguel Rufino. Y, a la vez, un gran relato referido ya que, en el primer capítulo, un segundo narrador presentador (que quizás, y dado el interés de Hoffmann por ligar vida y escritura, podamos asociar con su propia voz) anuncia que dejará hablar a Altamirano, cuya existencia ha descubierto a través de un momento de éxtasis en sus investigaciones para responder una pregunta: “Entre toda la soldadesca que acabó por aniquilar el magnífico reino del Atahuallpa, ¿no hubo siquiera un solo hombre que haya intuido la injusticia que estaba cometiéndose?” (Hoffmann, 1947, p. 9). Esta primera voz, que luego desaparecerá de la novela, copia las crónicas de Altamirano, que pasarán, anuncia, a formar parte de la novela.

Antonio Altamirano refería el sino de Miguel Rufino; había sido su amigo y había luchado con él y contra él. Así, pues, le dejaré hablar también aquí. (…) De aquellas frases sencillas, breves, que inician los capítulos de este libro ha de surgir la historia de Miguel Rufino, tan colorida y fabulosa y devota y osada como ocurrió hace cuatrocientos años (Hoffmann, 1947, p. 15).

Será el narrador Altamirano quien, ya de regreso en su España natal, escribirá la historia de Miguel. He aquí una de las herramientas narrativas que se desplegarán a lo largo de toda la novela. Cada uno de los diecinueve capítulos aparece encabezado, a la manera de las antiguas crónicas de Indias, por un resumen de los acontecimientos: son esas las “frases sencillas, breves” que aquel primer narrador/autor mencionaba. En este sentido, la novela de Hoffmann tiene un marco de referencia claro: las crónicas de viaje, las crónicas de la conquista. Pero también los relatos enmarcados, el patrón de cajas chinescas: la voz de un primer narrador/ autor le cede la voz al narrador Altamirano, quien, desde el presente, escribe la historia de su viaje ya pasado.

El reino de Dios en el Perú puede leerse, también, como una novela histórica que busca denunciar las injusticias de la conquista y realizar, desde el presente, una crítica a ese pasado. Situada en el año 1529, el narrador Altamirano despliega sus objeciones a lo largo de las páginas. Dice, por ejemplo, al ver a los nativos encadenados: “La vergüenza me hizo subir la sangre a la cara. ¿Eran esos actos de un español, un cristiano por añadidura?” (Hoffmann, 1947, p. 54). Y también, por ejemplo:

En una plaza amplia nos detuvimos. En un extremo advertimos un grupo de mujeres que nos miraban con ojos aterrados, arrojándose al suelo, bañadas en lágrimas, cuando nos acercamos. Érase luego, como si esas mujeres hubieran imaginado los dolores que ¡oh, pena de Dios! los blancos hemos traído sobre ellas, sobre sus hijos y sobre sus nietos (p. 108).

La novela de Hoffmann es, asimismo, un relato (ficticio) de viaje, y como tal reúne e imprime muchos de los tópicos de este género.

Desde la vida previa a la partida, en España, que el narrador relata en los primeros capítulos, hasta la invitación al viaje, a la aventura; desde la narración del trayecto, desde las fiebres de la sed y del mar, hasta las escenas de tinte exótico para describir lo desconocido: los tópicos de la literatura de viaje están presentes. Todos, hasta la espera: “La espera parecía no querer concluir. Durante meses estuvimos acuartelados en Panamá” (Hoffmann, 1947, p. 52). Y más tarde también, cuando los españoles adelantados aguardan la llegada de la comitiva incaica: “¡El Inca aún no había llegado! ¿Acaso imaginara nuestros planes, o habíase burlado de nosotros al aceptar la invitación? Nuestros camaradas, embotados por la espera, tenían la vista perdida en oquedad resignada” (Hoffmann, 1947, p. 118).

Además, El reino de Dios en el Perú es una novela sobre la relación del hombre con el espacio, con la naturaleza. A la manera de los Diarios de Colón, podemos leer la re-recreación de los imaginarios que los españoles tenían de las tierras americanas antes de haber llegado:

…corrían por el pueblo los rumores (…) Que había allí, en la Nueva Hispania, una ciudad en el medio de un lago, llamada Temixtitlán. Que allí florecían unos jardines bellísimos, aulas y palacios espléndidos se reflejaban en las aguas cristalinas del lago; en los salones relumbraban los adornos de oro y de plata, imágenes de dioses y de animales sagrados; artísticos tapices bordados cubrían las paredes, y comían los nobles indígenas de la vajilla más rica imaginable (Hoffmann, 1947, p. 22).

También podemos leer pasajes acerca de la relación entre naturaleza y hombre. Ya en América, y a partir del encuentro con una víbora, escribe el narrador:

Un par de ojos, por cuya retina podían haber pasado edades enteras, estaba fijo en nosotros; secretos y amenazas de la selva enemiga brillaban en las pupilas rojas (…) Pareció conocernos: es que habíamos estado juntos en edades pretéritas, en el Jardín de Dios y nos habíamos holgado con ella allí (Hoffmann, 1947, p. 61).

Con la referencia a la naturaleza entra el impulso de religiosidad sagrada que ya hemos señalado en otros textos de Hoffmann y que se anunciaba desde el epígrafe. Se trata aquí, como en el resto de los textos analizados, de una religiosidad que encuentra siempre su piedra de toque en la vida, una concepción de lo sagrado que hace pie en la naturaleza, en la vivencia, en los días presentes.

La vida, la escritura, la muerte

La vida, entonces. Es el impulso vital, empujado por el ansia de lo desconocido, de lo inconmensurable, el que recorre la novela de Hoffmann, convirtiéndose en escritura. Una vez más, lo que le interesa subrayar es la centralidad de la vida. Dice la voz narrador/autor, al principio: “los acontecimientos que relato fueron escritos por la vida; mías no son más que las palabras” (Hoffmann, 1947, p. 15).

El reino de Dios en el Perú también puede leerse como una novela de episodios. O, como quisiera Benjamin, como una novela de experiencias. Relata una vida entera, la de Altamirano, metonímicamente: captura una vida a partir de un fragmento, uno significativo: un viaje. Desde la partida de España, la despedida de los padres, hasta la llegada a América; desde el ingreso a la selva hasta el asesinato del Inca Atahualpa; desde la enfermedad hasta el deseo de retorno, el texto de Hoffmann, a la vez ficción histórica y crónica de viaje, pone la experiencia vital en el centro. Ese es el gesto que realiza con su narración, el gesto que viene buscando en sus otros escritos también: dar, a través de la escritura, con la esencia de una vida.

“Tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer”, dice Benjamin (1989) en el sexto parágrafo de sus Tesis (p. 181). De la acción en el presente depende la seguridad de los muertos. Y esa acción puede estar, por ejemplo, en la escritura. En su novela, Hoffmann piensa la escritura como modo de re-representar el pasado. Dice el narrador Altamirano, al principio:

Yo estoy ahora, como cuando chiquillo, en la patria, dibujando letras deformes: Tu historia quiero escribir, querido amigo Miguel, pues siento tu presencia en la inquietud que desde tiempo no me deja. (…) Sábeme a engaño que le hago a la vida. Volveré a experimentarlo todo nuevamente; todo lo que nos unió, lo hermoso y lo tenebroso, osadías y pavuras, sacrificio e interés egoísta, heroísmo y perfidia. Y tornaré a estar contigo, desde el primer día, en que nació nuestra amistad, hasta el fin terrible (Hoffmann, 1947, p. 18).

La escritura aparece aquí como duplicación de la vida, de modo que la experiencia vital se multiplica. Pero, como había señalado ya Hoffmann en su análisis de los aforismos de Kafka, puede ser también remedo de la vida, consuelo ante la imposibilidad de conexión con un sentido mayor. O, también, y en tono mesiánico, un modo de conectar con el pasado en el presente. Y, más importante, de conectar a los muertos con los vivos. La escritura como principio vital que puede levantar, redimir a los muertos de la humanidad. “Los muertos, más vivos son que nosotros” (p. 236), escribe Hoffmann al inicio del último capítulo de El reino de Dios en el Perú. Y en su frase parece resonar, casi en eco, la de Walter Benjamin. Una vez ya representado el horror, una vez probada por la escritura esa flaca potencia mesiánica, queda, al final, el impulso de retorno. La novela vuelve a su inicio; se termina el camino del héroe:

Yo he buscado la paz; por más de veinte años estoy viviendo aquí, he luchado por el amor de estas tierras ardiéndome el corazón (…) Pero, cuando a un indio le miro el rostro, cuando levanto los ojos hacia las alturas, allí donde las divinidades paganas reinan por la eternidad; cuando miro en torno, debo confesarme: mi patria es allende el mar, que no aquí (Hoffmann, 1947, p. 239).

Siguiendo la impronta analítica del mismo Hoffmann, vale arriesgar una última pregunta: ¿Qué parte de estas palabras que cierran la novela será de Antonio Altamirano, el narrador? ¿Y qué otra parte será del profesor Werner Hoffmann, nacido en Polonia, de madre suiza y padre alemán, educado en Alemania y exiliado, finalmente, en Buenos Aires?

Referencias

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50“El que sembró la semilla buena es este Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los súbditos del Maligno; el enemigo que la siembra es el Diablo; la cosecha es el fin del mundo”.