Comentarios críticos


por la Mg. Yamila Bêgné

Miguel de Cervantes, autor del Quijote.
Notas para un facsímil


“Preferiría no hacerlo”, dice y repite Bartleby cuando le proponen dejar de copiar, empezar a hacer cualquier otra cosa: trámites, revisiones, correcciones. “Preferiría no hacerlo”, vuelve a decir el gran personaje de Herman Melville. ¿Por qué quiere seguir copiando? ¿Por qué prefiere no pasar a otra cosa, a cosas nuevas, nunca hechas? ¿Por qué lo que prefiere es copiar, reescribir, volver a poner en tinta lo mismo que otro, antes que él, igual que él, había ya puesto en tinta, hasta que, al final, ni siquiera eso quiere? Su frase eterna se repite como se repiten las páginas que copia Bartleby, el escribiente. Se repite y se reafirma. “Preferiría no hacerlo”. Se trata de una negación, en primer lugar: no hacer otra cosa, no crear, no inventar, no hacer. Pero, detrás de la negación de Bartleby, hay también una afirmación que podemos deducir: preferiría seguir haciendo lo que estoy haciendo, preferiría seguir copiando. “Preferiría no hacer ningún cambio”, dice también. Lo único que Bartleby quiso hacer alguna vez es copiar. Hasta que también la copia cae en desgracia para él, y prefiere quedarse quieto, quietísimo, no hacer ningún cambio, dejar que lo que tenga que pasar pase sin que él le imprima al mundo movimiento ninguno. El personaje de Melville se convierte así en un personaje kafkiano y beckettiano, detenido para siempre adentro de su propia inmovilidad.
Pero antes de eso, antes de negarse a hacer trámites, antes de negarse a chequear documentos, antes de negarse a copiar, antes de negarse a moverse y antes de negarse a comer, Bartleby quería mucho una sola cosa: copiar: “al principio Bartleby realizó una extraordinaria cantidad de trabajo. Como si hubiera estado hambriento por copiar algo, parecía devorar mis documentos (…) Trabajaba de día y de noche, copiando a la luz del sol y a la del candil” (Melville, 1996, p. 19).
Antes de la negación absoluta de todo, hubo una afirmación: la del acto de copiar. La postura del personaje levanta varias preguntas que nos acompañarán a lo largo de este texto: ¿cuál podría ser la diferencia entre crear, o hacer, y copiar? Y, del mismo modo, ¿cuál la diferencia entre un original y su copia? Las líneas de Melville apuntan ya a una respuesta, y la convierten en una estética. Hay una postulación de la copia como forma de la creación en Bartleby, el escribiente. La copia, la repetición, como única forma posible, aceptable, humana, de la acción. “¡Ay, Bartleby! ¡Ay, humanidad!”, grita el narrador en el mismísimo final. (Melville, 1996, p. 65). En el texto de Melville, asistimos a un reposicionamiento del acto de copiar y de reescribir como uno que no necesariamente cae por debajo del acto de crear. El original y la copia no estarían en polos opuestos. Serían, muy al contrario, dos formas de la creación. Dos extremos de una cinta, que se tocan.
También el lenguaje mismo nos habla de la copia como algo positivo. Según detalla Corominas (1987), la palabra “copia” viene del latín cōpia, que se refería a la abundancia, a la riqueza, a las fuerzas. Nuestro adjetivo “copioso” todavía resguarda ese origen. La acepción de “reproducción escrita” se origina recién en 1511, e incluso en ese momento la connotación sigue siendo positiva, pues implica la posibilidad de poner a disposición de alguien un ejemplar de algún texto. De nuevo, entonces: hay algo en la copia que, desde su origen, implica un valor. Hay algo en el acto de copiar que funciona como un imán, como un modo de conexión, de intercambio, de comunicación.
Copiar es un modo de poner dos objetos lo más cerca posible. Es un intento por anular la diferencia, por lograr la identidad. En el esfuerzo está la clave y en el margen siempre infranqueable de la identidad imposible está también el misterio: la copia atrae en tanto y en cuanto se asemeja al original sin llegar a serlo nunca, aunque lo intente y lo intente. Y al revés: el original no podrá nunca llegar a ser la copia. Son objetos distintos. Son entidades con una historia diferente. La identidad es una ilusión. Pero una ilusión que vale la pena transitar. Y ese, justamente, es el camino del facsímil: un recorrido guiado por la ilusión de identidad y, a la vez, por el descubrimiento de las pequeñas diferencias.

El facsímil
¿Qué es un facsímil, una edición facsimilar? Para comenzar a entenderlo, es nuevamente esclarecedor revisar la etimología latina: fac: haz, simile: igual. Haz igual. Hay un imperativo detrás de la palabra, hay una orden: la de hacer igual, la de copiar, la de reproducir. Por otro lado, la palabra se encuentra estrechamente vinculada a una acción y al verbo de acción más extenso de la lengua castellana: hacer. Una orden, entonces, una orden de hacer. Más específicamente, Manfred Kramer define la edición facsimilar como

la reproducción foto-mecánica de un modelo único, de dos dimensiones; [un facsímil] elimina al máximo posible el trabajo de copia manual, refleja en el más alto grado los aspectos internos y externos del original, incorpora todos los medios técnicos disponibles, garantiza la protección y la preservación del original y resulta apropiado tanto para fines científicos como para fines artísticos. Un facsímil debe actuar como un verdadero sustituto del original para los bibliófilos y para fines de investigación1. (Kramer, 2006)

Un facsímil, entonces, funda una relación más que compleja con la edición original que está reproduciendo. En primer lugar, el facsímil está cumpliendo con la orden que su propia denominación lingüística le da: está haciendo igual. En segundo término, el facsímil debe funcionar como sustituto del original, como su doble: un doble más accesible pero que mantiene, en principio, los rasgos del original. Y, por último, el facsímil se erige como una suerte de guardián del original: no solo lo sustituye, sino que lo sustituye para cuidarlo y preservarlo. Un facsímil, así, dado por supuesto que las cosas sean como explica Kramer, puede pensarse como la cara visible de un original, como su gemelo más amable, el que puede salir a la noche y estar en contacto con la gente. Un facsímil cumple con la orden de “hacer igual”, luego sustituye y luego preserva. Copia, sustitución, preservación: tres acciones que definen una edición facsimilar. Pero, ¿hasta qué punto ocurren la copia y la sustitución? ¿Se dan de forma completa?
Para responder esta pregunta, quizás convenga acercar otro concepto, diferente del de sustitución. Se trata de la idea de suplemento, tal como la entiende Jacques Derrida a partir de los textos de Jean-Jacques Rousseau. Derrida, tal como nos tiene acostumbrados, usa muchas, demasiadas, palabras para empezar a pensar qué es el suplemento. Pero lo cierto es que el suplemento es una idea muy simple. Y genial. El suplemento es lo que, a la vez que reemplaza, suma (Derrida, 2005, p. 185). La noción de facsímil puede entonces también abordarse desde la idea derrideana de suplemento: una edición facsimilar sería, en estos términos, aquello que viene a suplir el original, a sustituirlo, como decía Kramer, pero que a la vez que lo sustituye también suma algo, algo que es solamente de él, algo que le es propio, que no viene del original: algo nuevo. Y aquí la idea a la que queremos ir llegando: la copia más perfecta, incluso la reproducción facsimilar más detallada, meditada y técnica, introducirá siempre una novedad pues, al menos, está arrojando al mundo algo que antes no existía. El facsímil afronta una paradoja: no se puede fundir con el original, tiene que forzosamente ser un objeto distinto. Idéntico, lo más idéntico posible, pero aun así distinto, pues sus páginas son otras páginas, su tinta es otra tinta y su año es otro año. Hay un texto de ficción que explica mucho mejor este asunto. Y es, como muchas veces, de Borges.

Pierre Menard, autor del Quijote
Como Bartleby, también Pierre Menard, el personaje que construye Borges para el segundo cuento de Ficciones, tiene un gusto por la repetición. O algo así. Dice el cuento que Pierre Menard es un novelista. Y también poeta. Y que su obra visible consta de diecinueve piezas. “Hasta aquí”, dice el narrador, “la obra visible de Menard” (Borges, 1998, p. 45). Y subraya la palabra visible en itálicas, como lo había hecho ya dos veces antes en el mismo cuento: en la primera línea: “La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración” (p. 41); y justo antes de comenzar a enumerar: “He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable” (p. 42). Algo del orden de la visibilidad comienza a ser importante. O al revés: empieza a ser clave algo del orden de la invisibilidad, pues lo que al narrador más le interesa de Menard es, justamente, su otra obra, “la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa” (p. 45). Esa obra a la que va a consagrarse el resto del cuento de Borges tiene un carácter particular, pues: está soterrada, parece hablar en voz baja, parece ser casi mero gesto inasible. ¿Cuál es esa obra transparente de Menard que el narrador que construye Borges quiere investigar en detalle?

Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota. (p. 46)

Curiosa obra, la obra invisible de Pierre Menard. Hasta aquí, podríamos pensar que lo que este personaje se propone es, justamente, copiar. Y entonces podríamos pensar que este cuento de Borges viene a reforzar un elogio de la copia. Pues bien: en un sentido sí, pero en otro no porque el cuento también detalla que el propósito de Menard no es copiar:

No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes. (p. 47)

El proyecto de Menard es llegar a escribir el Quijote, el mismo Quijote que Cervantes, pero sin ser Cervantes. Llega a esa conclusión después de intentar llegar a “ser Cervantes” y escribir el Quijote. Pero descarta el método “por fácil”. En cambio, se decide por un método más ambicioso: “seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard” (p. 48). Parecería que lo logra en parte, con los fragmentos antes enumerados. Sin embargo, en verdad, Menard lo logra por completo ya que ésta, recordemos, es su obra no visible, una que se realiza con el solo pensamiento, un gesto, una pieza de literatura abstracta. El solo hecho de pensar en escribir una pieza idéntica al Quijote siendo alguien que no es Cervantes, viviendo en otro siglo, realiza la obra. Aquí, como en el arte conceptual a la manera de Marcel Duchamp, no retiniano, no visible, el pensamiento es la obra. El pensamiento de Menard es performativo: es, en sí mismo, la enunciación de la acción y también la acción. Es el proyecto y la obra misma. Al pensar Menard “voy a escribir el Quijote”, ya lo está escribiendo.
Piglia (2000) señala que todo cuento contiene al menos dos historias: una, la más visible, y otra, más silenciosa; y que ambas entran siempre en diálogo. Esto mismo se constata de un modo particular en todos los cuentos de Borges que, como Pierre Menard, autor del Quijote, detrás de la historia tienen como núcleo una idea: una historia que entra en diálogo con una idea, de modo tal que no estaría mal pensar estos relatos como cuentos-ensayo. Así, en el momento en que la idea y la historia se tocan en Pierre Menard, autor del Quijote, leemos, hacia el final, por qué esta obra invisible de Menard es “tal vez la más significativa de nuestro tiempo”. Lo que importa es lo que el experimento de Mernard ejerce no tanto sobre la escritura, sino especialmente sobre la lectura.

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo y de las atribuciones erróneas. Esta técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida (…) Esta técnica colma de aventura los libros más calmosos. (Borges, 1998, p. 55)

La obra de Menard evidencia que un libro nunca es igual a sí mismo, que se va modificando con cada día que pasa, con cada página nueva que se imprime en el mundo y, más especialmente, con cada nueva lectura que se hace de él (y de todos los libros, en verdad). La lectura misma modifica el texto, de modo que el original queda perdido una vez que se lee. El Quijote no era el mismo libro en 1605 que hoy. Así lo aclara también el mismo Menard en una carta que el narrador de Borges cita:
Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.(Borges, 1998, p. 51)
La literatura toda, así, aparece en el cuento de Borges bajo la luz de Heráclito: nunca leemos dos veces el mismo libro. Por muchas razones: el tiempo, en principio, que nos ha cambiado tanto a nosotros como al libro. El espacio también, se puede conjeturar: el lugar de lectura determina la lectura y, así, modifica el libro. Y también el mundo de lecturas que ha ido creciendo en torno del libro y de nosotros a lo largo del tiempo: las lecturas ya hechas modifican el libro e influyen también en las lecturas futuras. Por eso, aunque un libro se repita “palabra por palabra y línea por línea”, nunca puede ser el mismo. La identidad absoluta, nuevamente, aparece como una línea utópica, irrealizable, paradojal: al no realizarse, la identidad incompleta devela un elemento clave acerca de la lectura y de la escritura: no se puede estar dos veces frente al mismo libro y cada lectura es única. En su análisis del cuento de Borges, Umberto Eco lo explica así:

Borges sugería leer La Odisea o La Imitación de Cristo como si las hubiese escrito Céline. Propuesta espléndida, estimulante y muy realizable. Y sobre todo creativa, porque, de hecho, supone la producción de un nuevo texto (así como el Quijote de Pierre Menard es muy distinto del de Cervantes, con el que accidentalmente concuerda palabra por palabra). Además, al escribir este otro texto (o este texto como Alteridad) se llega a criticar al texto original o a descubrirle posibilidades y valores ocultos. (Eco, 1993,p. 86)

La lectura escribe. Al leer, escribimos. Aquí el secreto de Menard, aquí la importancia capital de su obra invisible: su Quijote arroja un nuevo concepto de lectura, uno activo, que afirma que la lectura trabaja sobre el texto del mismo modo que trabajan el viento y el agua y los terremotos sobre los accidentes geográficos. La lectura reescribe el texto, lo reformula, lo modifica, y toda huella de una primera versión, de un supuesto original, está perdida desde el principio. Ni nos molestemos en buscarlo. Hasta aquí, entonces, el cuento de Borges. Pero, ¿cómo puede este relato ayudarnos a pensar lo que queremos pensar aquí: el facsímil?

Nunca el mismo río
Un facsímil del Quijote realiza materialmente el proyecto de obra invisible de Pierre Menard. Pero lo realiza de un modo extraño, no realizándolo. Un facsímil del Quijote como el que integra la Biblioteca Histórica de la USAL no realiza y sí realiza, a la vez, el proyecto de Menard. No lo realiza porque un facsímil del Quijote no ha sido escrito desde la metodología que Menard se había planteado para sí mismo; no lo realiza porque un facsímil como el de la Biblioteca Histórica quiere ser la copia más perfecta que pueda haber de ediciones del siglo XVII del Quijote.Y, recordemos: Menard no pretendía copiar. Pero, por otro lado, el facsímil del Quijote sí termina realizando una arista de la obra invisible de Menard: y la realiza porque un facsímil, cualquiera sea, nos pone nuevamente frente a la evidencia de que nunca podremos estar leyendo el original, de que la identidad de la copia y el original es algo que no puede ocurrir. Y lo realiza también, y especialmente, porque frente a un facsímil del Quijote, hoy, ahora, en 2017, en un escritorio de la Biblioteca Histórica, se nos hace muy claro lo siguiente: nunca leemos dos veces el mismo Quijote. Y más aún: incluso si parece que sí, si parece que podemos dejarnos llevar por la ilusión de identidad que postula todo facsímil, al final resulta que no: que hay diferencias, que hay pequeñas divergencias, sutiles, muy sutiles, que vamos a ir descubriendo entre el facsímil y el original. En cierto sentido, se puede decir del facsímil del Quijote que analizaremos lo mismo que dijo Michel Foucault sobre don Quijote, el personaje de Cervantes: que recorre su provincia “indefinidamente, sin traspasar jamás las claras fronteras de la diferencia, ni reunirse con el corazón de la identidad”, que “todo su ser no es otra cosa que lenguaje, texto, hojas impresas, historia ya transcrita” (Foucault, 2002, p. 53). El facsímil del Quijote no es el original del Quijote, aunque lo reproduce, lo acerca al lector actual. Puede entenderse, nuevamente, como su suplemento: reemplaza el original ante nuestros ojos, pero no sin sumar algo extra, algo nuevo, leve, sutil, pero muy real. Duchamp utilizaba el concepto de lo infraleve para pensar la pequeña diferencia entre dos objetos o dos conceptos similares; y quizás no estemos equivocados si pensamos a partir de esa misma idea el margen de diferencia entre un original y su facsímil. Es, entonces, al estudio de esa infra-leve pero sustancial distancia que nos dedicaremos de aquí en más.

El facsímil de la USAL2
El facsímil que integra la Biblioteca Histórica reproduce, en dos tomos, la edición de 1608 para la Primera Parte del Quijote, y la de 1615 para la Segunda Parte. Las tapas duras de color bordó, impresas en relieve, anuncian estos datos y suman los de la casa editorial que estuvo a cargo de la producción del facsímil: “Editada en 1897 en Barcelona, por Montaner y Simón Editores”. La edición de 1608 del Quijote es la tercera de la Primera Parte, ya que hubo dos durante 1605. De todas formas, las tres fueron publicadas por el mismo impresor, Juan de la Cuesta, para el librero Francisco de Robles, en la ciudad de Madrid. Se trata de una reedición de la primera, de 1605, que incluye variantes y modificaciones que se le adjudican al mismo Cervantes, por lo que es esta edición de 1608 la que sirvió como modelo para muchas publicaciones durante el siglo XIX. En principio, entonces, encontramos una primera infra-leve, o no tan leve, distancia entre nuestro facsímil y el original, ya que el facsímil de la Primera Parte del Quijote que estamos analizando ha sido realizado a partir de una tercera edición. Vale aclarar, de todas formas, que la edición de 1608 está basada en la de 1605: comparten tipografía (letra redonda de la familia Garamond en cuerpo catorce), el emblema en el centro de la portada (que identificaba a los impresores), las ilustraciones a inicio de capítulo y, por supuesto, muchos de los paratextos que figuran antes del primer capítulo: la Tasa, firmada por Juan Gallo de Andrada, la Dedicatoria, el Prólogo. El segundo tomo del facsímil de la USAL reproduce la primera edición de la Segunda Parte de 1615, también impresa por Juan de la Cuesta para la casa de Francisco de Robles3. En este caso, entonces, la distancia de nuestro facsímil con el original se acorta: ¿o no tanto, quizás?
Pero antes de seguir enumerando las singularidades que distinguen a nuestros facsímiles de los originales, vale la pena detenernos a observar qué elementos son los que los acercan, pues también son muchos y muy importantes. Un facsímil, como definía Kramer, tiene que poder funcionar como sustituto del original, de modo que los estudiosos y bibliófilos puedan investigar en él las mismas cuestiones que interesaría estudiar en el original. En este sentido, los tomos en facsímil de la Biblioteca Histórica, y en verdad todo facsímil, logran su cometido. Reproducen el tipo de letra, la paginación, las ilustraciones e incluso hasta las erratas y errores de las ediciones en las que se basan. Es decir, le presentan al lector una imagen muy clara y muy fiel de cómo eran esas ediciones originales. Por ejemplo, si uno quisiera estudiar la marca del impresor que aparece en la portada del original, podría hacerlo perfectamente desde el facsímil: un halcón, un león dormido y la cita bíblica “Post tenebras spero lucem” aparecen como emblema del impresor aunque se ha estudiado que fue utilizado también por otros impresores (Egoscozábal, 2012). En este sentido, los facsímiles de la Biblioteca Histórica suplen, para fines de investigación, los originales que reproducen: el de 1608 y el de 1615. Pero también hay otro curso de investigación que estos facsímiles pueden inaugurar: los de su propia historia. Porque si, como hemos ya discutido, cada facsímil tiene una vida propia, si cada facsímil suma algo nuevo además de reproducir los rasgos generales y detallados de un original, cabe también realizar al menos una pequeña investigación de cada una de sus historias, suponerla, intuirla, reconstruirla a partir de un estudio material detenido. Esta es la historia de las singularidades en el marco de la similitud, de la diferencia en el marco de la semejanza. Dando por hecho que los facsímiles que estudiamos vienen a suplir aquellos originales, interesa también estudiar qué es lo que suman. Y, como veremos a continuación, es mucho.

Una vida propia
Un libro, además de presentarse ante nuestros ojos para ser leído, también se presenta ante nuestros sentidos para que nos hagamos de él una representación sensible, para que lo olamos, lo miremos, lo toquemos, lo escuchemos. Y es a través de esta figura sensorial que nos hacemos de un libro que podemos realizar un análisis material y, quizás, suponerle una historia al ejemplar. En este sentido, así como es imposible que un facsímil logre la identidad perfecta con su original, también es imposible que dos libros distintos tengan la exacta misma historia. Nos interesa, entonces, ver qué singularidades tienen lugar en los facsímiles del Quijote que alberga la Biblioteca Histórica, qué infra-leves distancias los separan de los originales de 1608 y 16154.
Comencemos diciendo lo siguiente: un facsímil tiene vida más allá del original, tiene una vida particular, propia, que se hace más y más evidente a medida que uno se toma el tiempo de estudiarlo por lo que es, más allá de su coincidencia con el original. Es una vida en la que vale la pena detenernos. Pues, como señala Roger Chartier,

La significación de un texto no depende solamente de su letra. Ella es siempre construida por un doble contexto: el histórico, definido por las expectativas de sus lectores; y el material, dado por la presencia en el libro que lo publica de textos que no son la obra misma. (Chartier, 2016, p. 123)

Se refiere Chartier aquí a los paratextos: aquellos textos que modifican la obra sin ser la obra misma. Esta idea se puede hacer extensiva a todo elemento material que, en el libro, se hace presente y modifica la recepción sensorial que hacemos del mismo.Veamos.
Lo primero que nos llega frente a los facsímiles del Quijote de la Biblioteca Histórica es un olor particular: uno que muy difícilmente coincida con el aroma de los originales, uno que es de ellos y nada más que de ellos porque, además, es el mismo para los dos tomos. Se trata de un olor ahumado, como el aroma que queda después de un incendio, pasado el tiempo. Es, a la vez, un olor que tiene algo de alcohólico, algo de madera: parecido, se podría decir, al olor de un whisky. En cuanto a lo táctil, las páginas van dejando en los dedos de quien las estudia una sensación de aspereza que, sin embargo, se va diluyendo con los minutos. Las páginas dejan en los dedos una especie de pátina polvorosa pero muy fina, que va pasando de sentirse áspera a sentirse más sutil. El sonido de las hojas al pasar es compacto, como si no quisieran separase las unas de las otras. Finalmente, llegamos a apreciar los ejemplares con la vista. El corte de las hojas parece granulado, agrietado. En la parte inferior de los dos lomos, ambos de color bordó e impresos en relieve, aparecen dos etiquetas pegadas. Parecen antiguas: son rectangulares, blancas y contienen un recuadro en color azul, que delimita el espacio en donde se puede escribir. La del primer tomo está rota, y solo se llega a adivinar, dentro del recuadro azul, la silueta de un número. En el segundo tomo, la etiqueta está intacta y contiene el número diez, escrito a mano y en tinta negra. Es de suponer que el número perdido de la etiqueta del primer tomo se trate, entonces, de un nueve, del cual llega a verse solo la parte superior.
Estos detalles interesan particularmente pues nos hablan a las claras de un recorrido que estos dos ejemplares han realizado: las etiquetas son el índice de su pasado, antes de que comenzaran a formar parte de la Biblioteca Histórica. Aunque resulta ahora imposible reconstruir por entero esa historia, sí nos llega en fragmentos, en forma de destellos intuitivos, que iremos armando de a poco. ¿Quién habrá puesto estas etiquetas, de qué biblioteca provendrían? Y, todavía más: ¿quién se habrá detenido a leer estos facsímiles? Algo, al menos un detalle de esa pregunta, nos podremos responder más adelante.
El análisis visual de los ejemplares sigue arrojando singularidades. Varias puntas de páginas dobladas, por ejemplo, en ambos tomos; o una página del Prólogo suelta en el primer volumen; o una fibra de hilo que sobresale de la costura en la página 13 del segundo tomo, que deja marcadas con su silueta las hojas que siguen. Y, si miramos más de cerca, las diferencias siguen apareciendo. Por ejemplo, en los dos tomos hay errores en el número de páginas, que da saltos o se entrecorta. En el primero la paginación salta de la página 86 a la 89; y, en el segundo, pasa de la 92 a la 89 y vuelve a ascender. En ambos casos, se trata de errores de numeración (y solo de numeración: la continuidad del texto queda intacta) que no están presentes ni en la edición de 1608 ni en la de 1615. Se puede suponer, entonces, que se trata de una errata propia de estos facsímiles. Es un elemento particular, un error se podría decir, pero que, pasados los siglos, da identidad propia a los facsímiles: los distingue, los hace únicos.
Como bien explica y sintetiza Chartier, existen dos posiciones en la crítica literaria y la práctica editorial:

Para algunos (…) se trata de reconstruir un texto inicial, que existe más acá o más allá de sus múltiples materialidades. Para otros, todos los estados del texto, incluso los más inconsistentes y los más extravagantes, deben ser comprendidos y, eventualmente, editados (…) Editar una obra, pues, no es recuperar un texto ideal, sino explicitar la preferencia dada a uno u otro de los estados. (Chartier, 2016, p. 224)

Entonces, en lo que a los facsímiles que estamos examinando respecta, podríamos decir que más allá de si recuperan o no la experiencia de lectura de los originales en los que se basan, importa también revisar el estado concreto del texto que se da en sus páginas. Es un estado particular que solo puede surgir de ellos: ni siquiera surgiría el mismo estado del texto, postulamos, de otros ejemplares del mismo facsímil que podamos cruzarnos. Cada objeto libro construye un estado particular del texto y, así, una experiencia de lectura también única.

Más allá de la letra, la mancha
La experiencia material de lectura en la que nos sumerge un libro surge no solo de lo que está escrito en sus páginas. Como hemos visto, surge de sus aromas, de la textura de su papel, de todo lo que el objeto puede presentar ante nuestros sentidos. Pero también surge de aquello que conforma la obra desde lo que no es tinta. Fue Stéphane Mallarmé uno de los primeros en empezar a trabajar, en el ámbito de la poesía, con el espacio en blanco de la página. En muchos de sus poemas, las palabras se estiran sobre el espacio de la hoja de modo tal que lo que empieza a primar, y a significar, es el vacío, el blanco. Del mismo modo, las páginas en blanco de los facsímiles que estudiamos también significan: hablan de su posible historia y trayecto. La primera página del segundo tomo, antes de la portada, se encuentra muy manchada. El patrón de manchas amarillas se extiende por toda la página y va clareando desde el centro hacia los márgenes. Serán más de cien pequeñas marcas ocres que trazan una suerte de constelación en la entrada de este facsímil de la Segunda Parte del Quijote. Lo mismo pasa con distintas manchas que se van sucediendo a lo largo de las páginas y que, claro, no aparecen en los originales. Puede que estas manchas no modifiquen el texto de la edición que reproducen, pero seguramente sí modifican la experiencia de lectura actual del texto.
Las manchas remarcan una palabra o una frase entera, como ocurre sugerentemente con la siguiente afirmación que don Quijote le hace a Sancho en el Capítulo XXV de la Primera Parte, y que en el facsímil de la USAL aparece recorrida por una mancha de oxidación: “Digo así mismo, que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe”. Las manchas, en un libro que ya tiene 120 años, funcionan aquí como un subrayado espontáneo, el realizado por el tiempo mismo, y la química sobre el papel. Esta mancha, se puede conjeturar, probablemente no exista, igual, idéntica, en ningún otro ejemplar, edición, original o facsímil del Quijote. Y sin embargo aquí, en este escritorio de la USAL, hoy en 2017, nos está señalando algo muy importante. Viene a subrayar nuevamente la relación entre un original y una copia, viene de nuevo a poner este vínculo como materia central de discusión, de modo que se nos hace muy claro cuán sustancial puede ser una singularidad de este tipo, un detalle, para la construcción de una lectura. Este subrayado espontáneo viene a confirmarnos, también, que, tal como decía Foucault, y tal como tantos otros han estudiado, el Quijote está considerado como una de las primeras novelas modernas justamente por tratar la difícil relación entre los libros y la vida, y el modo en que la última puede, o no, copiar a los primeros. Así, algo que parece accesorio, algo que parece tangencial en el facsímil, un elemento que excede su cometido de ser sustituto del original puede, paradójicamente, mágicamente, sumar algo fundamental: una clave de lectura, un indicio, un lugar desde donde empezar.

Alguien que lee
Como señala Eco en Lector in fabula, ya que el texto debe ser actualizado por un lector, siempre está incompleto (Eco, 1993, p. 73).

El texto está plagado de espacios en blanco, de intersticios que hay que rellenar (…) Un texto es un mecanismo perezoso (o económico) que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él (…) Un texto quiere que alguien lo ayude a funcionar. (p. 76)

Un lector, entonces, siempre suma algo al texto que lee: hace de la lectura una experiencia de interpretación, de otorgamiento de sentido: deja su huella de signos en el texto, y con ella lo construye y lo completa, incluso. Pero, podemos pensar, un lector también suma otro tipo de materiales a un texto, elementos concretos, hasta físicos. Un lector, por ejemplo, da vuelta la página y deja algo de sus dedos en el papel, una impresión muy mínima de sí mismo. Otro lector deja caer una gota de café, por ejemplo, y así queda sobreimpreso algo de él en la página: el sujeto se integra al ejemplar, comienza a formar parte de la materialidad de la obra. Otro lector subraya, otro anota, otro dobla las puntas de las hojas. Son marcas humanas en los objetos que también hablan del modo en que un lector interviene en los libros. A su modo, constituyen también parte de la historia de ese objeto.
En el caso de los facsímiles del Quijote que forman parte de la Biblioteca Histórica, específicamente del primer tomo, podemos conjeturar, a la distancia, la presencia de un lector a través de los rastros que dejó en el ejemplar. El examen, en este caso, lo realiza la vista en detalle: se trata de tres cabellos cortos, rojizos, como de barba, que aparecen en las páginas 45, 56 y 57. Parece un detalle sin importancia, y en parte lo es. Pero, por otro lado, ya que nos hemos propuesto rastrear las singularidades que distancian a nuestros facsímiles de las ediciones que reproducen, no dejan de ser llamativas esas tres pequeñas huellas de un lector. Hay alguien que estuvo allí antes que nosotros; alguien se interesó en leer lo mismo que nosotros estamos leyendo ahora. Aunque el lector en cuestión quede, por supuesto, inidentificado, imposible de identificar, forma parte de la cadena de humanos por las que pasó el ejemplar. Todos, de una forma u otra, dejaron su impronta en el texto: ya en términos ininteligibles, con sus interpretaciones y experiencias de lecturas, ya en términos más concretos, como en este caso: una marca humana en una hoja de papel.
Los tres cabellos importan no tanto en sí mismos (aunque no podemos dejar de pensar que, si pudiéramos someterlos a un estudio de ADN, hasta podríamos llegar a saber quién fue aquel lector); importan porque, de nuevo, vuelven a señalar algo que estimamos crucial para entender qué es y qué no es un facsímil. Un facsímil reproduce algo del original, copia muchos aspectos de una primera edición, pero no todos. Un facsímil, además, siempre suma algo a eso que está reproduciendo: suma años, al menos, y muchas otras veces suma historias de lecturas, historias de edición, elementos concretos, marcas, manchas. Un facsímil suma experiencias de lectura, y es por eso que importa no solo como copia, sino también en sí mismo.

Miguel de Cervantes, autor del Quijote
El estudio detenido y sensorial de un facsímil evidencia una cosa muy importante: la batalla por lograr la identidad con el original o con la edición que se elige reproducir está perdida. Y por suerte, porque un facsímil puede entonces empezar a ser mucho más que una simple copia. Puede ser un vehículo nuevo para una nueva, renovada, experiencia de lectura. Y para que pueda ser eso lo tenemos que valorar como objeto en sí mismo, más allá de su conexión con el original.
Un facsímil propone un pacto de lectura. Del mismo modo que un cuento policial o una novela de aventuras también lo proponen. El del facsímil se podría enunciar así: “Podrás encontrar aquí aquello que querrías encontrar en el original, aceptando que este no es el original”. Y hasta ahí el pacto de lectura para el objetivo “oficial” de un facsímil. Pero hay un lado b, un anexo, un apartado en letra chica para este pacto: algo que lo completa y lo mejora. “Pero aquí también podrás encontrar cosas que no están en el original, cosas que están solamente aquí”. De este pacto completo, tomaremos la porción que nos sirva de momento a momento. Si, por ejemplo, estamos investigando la historia de las tipografías del Quijote, nos guiaremos por la primera premisa del pacto. Si, en cambio, queremos estudiar la historia de las ediciones facsímiles del Quijote, tendremos que regirnos por la segunda. En todo caso, pensamos, cualquier lectura de un facsímil tendrá algo de los dos mundos: se realizará siempre rebotando desde la edición original hacia el futuro, hacia lo nuevo.
Si leemos un facsímil aceptando la diferencia y la distancia, abrazándola, el facsímil renueva el texto y su lectura del mismo modo que el Quijote de Menard renueva y resignifica el de Cervantes. En un facsímil como el que analizamos, Cervantes le hace al texto del Quijote lo mismo que Menard le hace al Quijote en el cuento de Borges. En un facsímil del Quijote, Cervantes se convierte en su propio Pierre Menard: se reescribe sin copiarse, se reformula, vuelve a existir, igual pero increíblemente distinto, distante, anacrónico. Cervantes ya no es el mismo Cervantes en un facsímil del Quijote: es otro, ocupa un nuevo lugar dentro de la función autoral. Leer de esta forma un facsímil es entenderlo desde la certeza de la muerte del autor, tal como la entiende Roland Barthes:

El escritor moderno nace a la vez que su texto; no está provisto en absoluto de un ser que preceda o exceda su escritura (…) no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está escrito eternamente aquí y ahora. (Barthes, 1987)

Al surgir de un original, copiarlo, pero no llegar nunca a la identidad con él, un facsímil nos pone frente a los ojos la evidencia de que solo hay aquí y ahora para los textos. Y más aún: toda lectura que se haga de un facsímil imprime y construye un nuevo aquí y un nuevo ahora, de modo que la relación con el presente, y no con el pasado, es lo que termina por definirlo.


1Traducción propia.
2 Registro no. 10 del Catálogo periódico impreso. (N. de la Ed.)
3Será recién en 1617 que verá la luz una edición íntegra del Quijote, de la mano de los libreros Miguel Gracián, Juan Simón y Rafael Vives, de Barcelona.
4Para llevar a cabo la comparación, estudiamos los facsímiles en contraste con las digitalizaciones, disponibles en línea en la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional de España.
Digitalización de la Primera Parte 3ª ed. (1608), disponible en: http://bdh-rd. bne.es/viewer.vm?id=0000136622&page=1
Digitalización de la Segunda Parte 1ª ed. (1615), disponible en: http://bdh-rd. bne.es/viewer.vm?id=0000047955