Luces sobre el Lodo: Visión de la San Petersburgo
Gogoliana en «La Avenida Nevski»
Pablo Scarpaci[1]
Nota del Editor
Trabajo presentado en la cátedra de Literatura Rusa y Escandinava a
cargo de la Licenciada Celia Clara Fischer.
Resumen: El presente trabajo se propone analizar
la perspectiva que de la ciudad de San Petersburgo ofrece Nikolái Gógol en «La
Avenida Nevski».
Fundada
con el propósito de incorporar en la Rusia zarista dentro del floreciente
mercado capitalista europeo, San Petersburgo recibió la influencia de la
Ilustración francesa en su fachada, mientras que su interior aún guardaba
costumbres medievales.
A
través del relato de las peripecias de dos protagonistas totalmente opuestos en
sus decisiones y personalidades, Gógol se mueve en un espectro de duplicidades,
y hace de la ciudad un actante en cuanto el día se torna noche, y la avenida
que da título a la novela deja emerger, por debajo de la piedra que
forja sus cimientos, lo más bajo de una ciudad de varios rostros, pero con dos
caras: la del bien y la del mal, que contrastan como la luz de la modernidad
reflejándose sobre el barro primordial.
Palabras clave: San Petersburgo,
Nikolái Gógol, Avenida Nevski, Novelas de San Petersburgo.
Abstract: The
aim of the following essay is to analyze the perspective on Saint Petersburg
portrayed on Nikolai Gogol’s «Nevski Avenue».
Founded
as a way to incorporate Czarist Russia into the growing European capitalist
market, Saint Petersburg was influenced by French Illustration only in its
façade; although its core continued to hold medieval costumes.
Through
the account of the adventures of the two protagonists, completely opposite to
one another in their decision and personalities, Gogol moves in a duplicity
halo, and transforms the city into another character in the story as the day
takes the night, and the avenue that gives title to the novel allows to emerge,
from below its cornerstone, the lowest of a city with many sides, but two
faces: Good and Evil, which contrasts like the light of Modernism flashing into
the primeval mud.
Keywords: Saint
Petersburg, Nikolai Gogol, Nevski Avenue, Novelas
de San Petersburgo.
Hace algunos
años, cuando del balance subjetivo de la asignatura quedó, en mí, la sensación
de una imponente San Petersburgo como algo más que un telón de fondo en todas
las obras del período literario ruso estudiado, me atreví a creer que el camino
más enriquecedor para encarar este ensayo sería traer al frente ese gran marco,
e indagar no tanto en la enunciación rousseauniana que advierte que «las
casas constituyen un espacio urbano, pero a una ciudad la hacen sus ciudadanos»
(Rousseau, 1999, p. 27), sino en esa especie de ente fantasmagórico
omnipresente que marca los destinos de los Akákievich y los Raskólnikov.
San Petersburgo es tanto la Ilustración
importada de Occidente como la tradición mágica que irrumpió, involuntaria, a
fuerza de aquellos migrantes rurales que fueron instados a encumbrarla; es
tanto el capricho erigido sobre el barro, como un ventanal de Oriente al
capitalismo. Estas duplicidades logran que una lectura mínimamente perspicaz
haga tomar conciencia de la influencia que ostenta sobre sus habitantes el
altivo índice de cobre del monumento a Pedro el Grande, de la hipocresía que
guardan esas grandilocuentes fachadas amarillentas que velan tugurios de mala
muerte.
La frustrada pretensión inicial
de abarcar la visión de la ciudad de cuatro autores fundacionales (Pushkin,
Gógol, Dostoievski y Tolstoi) en tan pocas páginas me hizo caer en la cuenta de
que toda la Petersburgo que habita mi imaginario, más que desplegando textos
cual mapa de guía turística, se halla en un solo autor, y en un conjunto de
relatos que brotaron de su pluma.
Así como, si intento llegar a
las entrañas de la Buenos Aires que sueño, me basta con recurrir a un par de
versos de Evaristo Carriego, para llegar al meollo de mi ciudad de
Pedro, me es suficiente con un análisis de Nikolái Gógol y sus Novelas de
Petersburgo. A continuación, me adentraré en la Petersburgo de este autor,
a partir del análisis de su relato «La Avenida Nevski».
Mi Ciudad de
Pedro
Importa poco no saber orientarse en una ciudad.
Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en un bosque, requiere
aprendizaje.
Benjamin, Infancia en Berlín hacia 1915.
A menudo, en la Literatura tropezamos con ciudades y
mundos aparentes. Desde la Santa María de Juan Carlos Onetti o la Coronel
Vallejos de Manuel Puig, lugares en los
cuales sus personajes ven pasar el tiempo en bares o fantasean vidas
folletinescas en cinematógrafos, hasta el Discworld de Terry Pratchett o la
Middle Earth de J. R. R. Tolkien, sobre cuyos terrenos se debaten orcos y
elfos. Asimismo, hay quienes toman la decisión de cobijar su relato en espacios
que pueden señalarse fácilmente en el mapa, ante lo cual el lector cree estar
en presencia de la ciudad misma de hierro y hormigón, antes que frente a una
urbe edificada con palabras.
No encontramos rastros de los
paisajes orilleros de Borges en la Buenos Aires por la que circulamos día a
día; pero si tras la lectura de uno de sus cuentos nos nombrasen el barrio de
Palermo, nos remontaríamos de manera inconsciente al espacio mítico al que
alude la segunda fundación de Buenos Aires. Un artificio literario puede más
que mil recuerdos, tiene más ímpetu que una visita al lugar en cuestión.
Y así me vinculo con San
Petersburgo. Acaso la encuentre más viva en la dualidad de la Avenida Nevski,
heroína y villana del relato de Gógol que lleva su nombre, acaso en todas esas
calles innominadas por las cuales Akaki Akákievich marcha ensimismado tras su
capote, o tal vez en ese encrespado Neva al cual el barbero Iván Yákovlevich
intenta arrojar la nariz del funcionario Kovaliov. Voy sorbiendo el espíritu
que Gógol infunde a esa ciudad, aura que acaso no me dé una visita guiada,
porque mi Petersburgo privada anida en tinta, sobre el papel, elevándose en
cada adjetivo.
El autor citado en el epígrafe,
Walter Benjamin, se refiere a esta sensación de propiedad en su ensayo Demasiado
cerca, luego de haber conocido París, de la siguiente manera:
Yo estaba subyugado ante
Notre-Dame. Y lo que me subyugaba era la nostalgia. Nostalgia precisamente del
París en el que, en sueños, me encontraba. ¿De dónde venía esa nostalgia? ¿Y de
dónde su objeto desplazado, irreconocible? Ya está: me acerqué demasiado a él
en mi sueño. La inaudita nostalgia, que me había sobrecogido en el corazón
mismo de lo que añoraba, no era esa que desde lejos apremia hacia la imagen.
Era la venturosa que ha traspasado ya el umbral de la imagen y de la posesión y
sólo sabe aún de la fuerza del nombre por el cual lo que vive se transforma,
envejece, se rejuvenece y, sin imagen, es el refugio de todas las imágenes
(Benjamin, 1989, p. 145).
Tal vez, la diferencia entre el
pueblito ficticio o el mundo imaginario y los relatos asentados sobre
metrópolis modernas sea que estas últimas representaciones nos entregan un
espíritu de espacio urbano, una imagen de la ciudad como devoradora de los
hombres, mientras que los primeros son el marco para centrar los conflictos en
las relaciones «de aldea», o desenvolver sucesos de índole feérica.
Así y todo, no puede compararse livianamente a San
Petersburgo con otras ciudades corpóreas sobre las cuales se ha escrito a lo
largo de la historia. Se sitúa en un punto intermedio entre el sueño y el
pragmatismo. El sueño de Pedro el Grande, quien estableció la piedra
fundacional y la elevó, contra todo pronóstico, en medio del pantano; la
practicidad de refundar una Nación medieval que mire hacia Europa, con ánimos
de absorber la Ilustración y un capitalismo que ya regía los destinos del mundo
occidental y «civilizado», frente a la «barbarie» de casas de madera y cúpulas
bulbosas de Moscú.
Toda ciudad nace con un objetivo, y es puramente
utilitaria, y la necesidad que materializa a San Petersburgo es la de un puerto
que conecte Rusia con el mercado europeo. Pero esta definición obvia no se
ajusta a mi ciudad de Pedro, donde el zar que emerge del lodo,
balbuceando un soliloquio con la mirada desafiante, perdida en el horizonte que
forman el Neva y las costas escandinavas.
Para Pushkin, y a partir de Pushkin para la Literatura Rusa y Universal, esa
urbe es la epifanía de un semidiós.
La gran parábola que establece el Autor Nacional en
el prólogo de su poema, es la madre de las ironías: no cabe, en la historia de
San Petersburgo, y a pesar de que el fundador haya recurrido a su santo
patrono, un ápice de religiosidad. Sus cimientos se afirman al lodo por medio
de la razón, de la ponderación del talento occidental, antes que avanzar sobre
el paradigma moscovita, encolumnado en la tradición cristiana ortodoxa y el
modelo agrario ancestral.
No debe haber, desde los tiempos de las Cruzadas,
otra ciudad que, en tres siglos, haya mudado de nombre en igual número de
ocasiones. Más allá de las coyunturas que han posibilitado estos cambios de
nominación, al destacar este fenómeno lo único que me interesa hacer notar es
que su carencia de alma la hace víctima de un desapego al nombre, mientras que,
al mismo tiempo, su importancia la vuelve codiciada como símbolo de bautismo
constante. San Petersburgo, piedra del zar; Leningrado, madre del Octubre; y,
finalmente, Petrogrado, escueta referencia al «todopoderoso».
Como bien señala Marshall Berman, durante los
primeros tres años de construcción «la nueva ciudad había devorado un ejército
de unos 150.000 trabajadores […] y el Estado hubo de acudir al interior de
Rusia en busca de más hombres» (Berman, 1989, p. 179). El Estado reclutaba, a
destajo, habitantes de las provincias como mano de obra. A la vez que los
extranjeros eran arquitectos del sueño del zar, los rusos dejaban la vida
transformando el barro en roca. Una babel moderna se encumbraba a costa del
resto de la nación.
No fue hasta la llegada
de un hombre que creció en medio de leyendas populares de su Ucrania natal que
esta falta de espíritu se puso en evidencia. Un hombre que quitó el velo de la
hipocresía imperante, que llegó al alma decadente que anidaba en los
intersticios de aquellos gigantes de piedra que alojaban huesos de
compatriotas. Porque toda ciudad tiene sus espíritus, los espíritus que merece.
Gógol, Pintor de la Vida Moderna
Alguna clase de presión debe
existir; el artista existe porque el mundo no es perfecto. El arte sería
innecesario si el mundo fuese perfecto, pues el hombre no buscaría la armonía,
sino que viviría en ella. El arte nace a causa de un mundo enfermizo.
Andréi
Tarkovski, Esculpir el tiempo.
No pocas veces, en reseñas
bibliográficas o Historias de la Literatura, nos encontramos con autores que
han logrado la posteridad siendo referidos, más que por el talento de su pluma,
por su gracia para rehuir de la censura impuesta por el aparato ideológico
dominante. Aquello que no debiera ser más que una nota al margen ha logrado
elevar mediocres al rango de maestros, así como reducir grandes nombres a pequeños
burladores del status quo.
Tal es el caso de Nikolái
Vasílievich Gógol, al cual se suele aludir, antes que como agudo observador de
los primeros fracasos del mundo moderno, como escritor fantástico o precursor
del absurdo, motes certeros y complementarios, pero derivados de sus ardides
por evadir la censura del Zar Nicolás i
y su política opresora. Pushkin mismo, contemporáneo y amigo personal de Gógol,
pese a ser considerado el Autor Nacional, sufrió más que nadie el veto de los
funcionarios del zar, en parte por su afinidad con la pléyade decembrista.
Pero la historia nos ha dado la
pauta de que, en épocas de mayor revisión oficial sobre la producción
artística, mayor ha sido la pusilanimidad con la que se han manejado quienes
tienen como tarea resguardar las apariencias. Asimismo, y aún si existiese toda
la libertad concebible para publicar, el autor siempre elegiría rebelarse
contra alguien, sujetándose de una figura contra la cual cifre sus mensajes.
Bien puede ser el Estado, o bien la cegadora autoridad paterna.
Precisamente, debemos remontarnos al seno familiar
para intentar comprender qué llevó a Gógol a una visión tan peculiar de San
Petersburgo. Llegado a los diecinueve años a la capital del Imperio, logra una
cierta popularidad por dos volúmenes de relatos acerca de la vida en su Ucrania
natal. Las veladas de Dikanka, sobre todo, conforma la irrupción de un
mundo de ritos solsticiales, ferias y mascaradas de aldea en la abstracta y
premeditada —como la definiera luego Dostoievski— ciudad de piedra. Gógol
vuelca sobre el papel aquellos relatos que, por las noches, narraban los obreros que levantaron el sueño del zar,
para olvidar como caían compañeros, día tras día, en la construcción del
gigante. A través del joven Gógol, esos relatos que lo acompañaban desde su
infancia llegaban, por vez primera, a los salones de lectura «estilo Versalles»
de la burguesía.
En un ensayo que constituye la quintaesencia de la flânerie,
Le Peintre de la vie moderne, Baudelaire hace referencia al artista como
sujeto de un estado de convalecencia espiritual, lo que constituye una suerte
de retorno a la infancia (1994, p. 5). Esta «convalecencia» le otorga la
facultad de interesarse vivamente por las cosas, algo que comparte con el niño.
Se expresa de la siguiente manera:
El hombre de genio tiene los nervios sólidos; el
niño los tiene débiles. En uno, la razón ha ocupado un lugar considerable; en
el otro, la sensibilidad ocupa casi todo el ser. Pero el genio no es más que la
infancia recuperada a voluntad, la infancia dotada ahora, para expresarse, de
órganos viriles y del espíritu analítico que le permite ordenar la suma de
materiales acumulados involuntariamente (Baudelaire, 1994, p. 7).
Gógol, a pesar de ser algunas décadas mayor que
Baudelaire, comparte espíritu de época. Esos personajes que deambulan por las
calles de San Petersburgo intentan apropiarse a cada paso perdido de una ciudad
a la que creen pertenecer, pero que les es totalmente ajena. Piskariov, el
artista, pierde el juicio y las ganas de vivir frente a la utopía del sueño;
Kovaliov pierde su nariz, y con ella sus aspiraciones sociales; Akákievich
pierde la dócil satisfacción de su rutina al tener que salir en busca de un
nuevo capote, del cual será despojado. En esta sociedad de jerarquías marcadas
con fuego, de empleos magros y profesiones grises, vivir es ir perdiendo cosas,
y la peor de las pérdidas es la de la fantasía, sustento de la inocencia.
Si comparamos la visión de San Petersburgo en los
relatos de Gógol con la de su compañero de época, Aleksandr Pushkin,
encontraremos diferencias varias —de ajuste político, por ejemplo—, pero un
hálito similar: toda la ciudad es un espejismo. El espectro de un espacio que
incita al sueño —la Avenida Nevski—, pero que estruja a quien se atreva a
querer vivirlo; un espacio que ofrece el cobijo de una aparente estabilidad
—trabajo administrativo, la esperanza de un hogar, una prometida—, pero que
ante la primera inclemencia de la naturaleza, muestra los colmillos de su
indiferencia y desnuda la miseria humana, como apreciamos en El jinete de
bronce.
Como mencioné antes, la Petersburgo que leemos en
estos relatos es, a la vez, una ciudad bajo la influencia política de la
Tercera Sección secreta, es decir, producto de políticas de opresión y
vigilancia que filtran la cotidianeidad, y una ciudad sufrida por un hombre que
no ve en ella rastros del locus amœnus de provincias. Por lo
tanto, San Petersburgo ha dejado de ser, a partir de la lectura de este autor,
un punto en el mapa, para convertirse en la San Petersburgo de Gógol, la San
Petersburgo gogoliana a la que hace referencia el título de este trabajo: un
espacio dentro del cual el bien y el mal baten sus fichas sobre un tablero que
se tambalea ante esa ráfaga irrefrenable de modernidad que arremete a través
del ventanal artificialmente abierto a Europa.
Avenida Nevski,
Mundo Aparente
Y sueño con un alma diferente, vestida de otra
manera, que arde, recorriendo siempre el camino entre la timidez y la espera,
como una llamada seca, sin reflejo, que corre al ras del suelo y, como un
recuerdo, nos deja el ramo de lilas en la mesa.
Arseny Tarkovski, Cuarto
Poema
Los sueños son el alimento de la Avenida Nevski.
Echa bocado de aquellos paseantes que atraviesan sus más de cuatro kilómetros
que van desde la plaza del Almirantazgo, hasta la estación que conecta San
Petersburgo con Moscú, sin discriminar edad, posición social o nacionalidad.
Sus bien pavimentadas veredas están selladas por las huellas de administrativos
o funcionarios que se trasladan desde sus apartamentos hasta alguna oficina o
ministerio, damas de la alta sociedad que buscan tras el reflejo de sus
vidrieras comerciales el próximo capricho a ser consentido, y artistas que, en
su andar ocioso y despreocupado, intentan desentrañar el misterio de la
modernidad, entre otros.
Reformada al estilo neoclásico durante el reinado
del Zar Alejandro i, a principios
del siglo xix, se ubica a la
vanguardia de las demás avenidas de la ciudad, no solo por la ligazón que
establece entre espacios fundamentales, sino porque simboliza una zona franca,
el «único lugar de San Petersburgo que se había desarrollado y estaba
desarrollándose independientemente del Estado» (Berman, 1989, p. 208).
Emancipado del ojo del zar, este espacio ofrece una
falsa sensación de pluralidad, dado que se confunden, sobre todo bajo la
artificial iluminación nocturna, el artista con el funcionario, la prostituta
con la hija del capitán. A eso se sujeta Gógol para insertar a sus personajes
en la escenografía de la Avenida Nevski.
Como señalé en el comienzo de este ensayo, sería de
lector inocente creer que la avenida es el mero espacio dentro del cual los
personajes dan punto de partida a sus peripecias. Desde su estructura, incluso,
el autor le otorga más párrafos a la «descripción» de la Nevski que al devenir
de Pirogov y Piskariov. Es consciente de que, al mismo tiempo que impele sangre
a esa arteria, que dimensiona su carácter de heroína y villana, la funda para
la Historia de la Literatura Moderna, y da a luz un mundo tan aparente como los
personajes que, furtiva o displicentemente, la transitan.
No debemos olvidar que Gógol forma parte de una
literatura tardía, y que su pintura de la ciudad moderna lo lleva a trascender,
a partir de este relato y de sus Novelas de Petersburgo, lo local, y, de
este modo, allana el camino a los autores posteriores como Tolstoi o
Dostoievski, quienes lograron la universalidad hurgando en las esferas más
oscuras de la psique humana.
A continuación, pasaré a desglosar el relato, sin
dejar de tener conciencia de la ligazón que se busca establecer entre los tres
personajes principales de «La Avenida Nevski»: Piskariov, el artista que es, a
su vez, víctima; Pirogov, el oficial
burlado; y la Avenida en cuestión, la instigadora.
Piskariov,
Víctima
Todo artista que se precie de serlo debe poseer una
cualidad, intrínseca de su naturaleza: la avidez. La voracidad por nuevos
relatos que vayan más allá de las «Poéticas de Oro» que persiguen al creador
desde las preceptivas helénicas, la ansiedad por descubrir nuevas imágenes y
perspectivas de la realidad que se le escapen a otros; todo ello es su sustento
esencial. El rehuir de los métodos establecidos, de los discursos oficiales y
de aquellas unidades inquebrantables lo llevan a enfrentarse con el ámbito
circundante, y se juega en cuerpo y alma ante un mundo que, en la mayoría de
los casos, le es hostil o ingrato.
Viene al caso retomar ese impacto que la ciudad,
entendida en su concepto innovador, produjo en el artista decimonónico. El
dejar de estar ligado al mecenazgo de la corte, a un círculo acotado de
personas, el surgimiento de una nueva burguesía que consumía sus relatos, que
podía adquirir sus pinturas o apreciar su música, lo ubica frente a un nuevo
receptor, en una coyuntura que nunca antes la historia había atravesado. Para
encontrarse con ese algo llamado modernismo, la extrema atención que el
artista debe registrar en lo real se confronta con la práctica de una libertad
que, simultáneamente, respeta y viola lo real.
En aquella burguesía derrochadora donde se ve
obligado a pedir limosna, tras incumplidas promesas de prosperidad, el artista
ve una oportunidad de hallar la piedra fundamental de un relato que lo ayude a
dominar al espacio, y a imponerse en una sociedad que solo parece necesitarlo
para afirmar su «yo» de impecable traje de domingo.
¡Dios mío, que magníficos cargos y empleos hay en el
mundo! ¡Cómo elevan y deleitan el espíritu! Pero yo, ¡ay!, no soy funcionario,
y me quedo sin el gusto de experimentar la amabilidad de los jefes (Gógol,
1979, p. 159).
La mordacidad del narrador, en este pasaje, pone de
manifiesto la conflictiva relación del artista con aquella bestia que lo
desafía agitando el tridente cívico «familia, empleo y bienestar económico».
Pero el artista petersburgués dista mucho del
artista flâneur parisino, sujeto que puede decir de sí mismo, a pesar de
ser incierto, que ocupa un rol en la sociedad, el rol que siglos antes ejerció,
por ejemplo, otro artista en la corte. El artista petersburgués pisa terreno
virgen, un terreno que no posee tradición ni temple histórico.
Era pintor. ¿No es, en verdad, un fenómeno extraño?
¡Un pintor petersburgués! Un pintor en la tierra de las nieves, un pintor en el
país de los fineses, donde todo es húmedo, liso, monótono, pálido, gris,
brumoso… Esos pintores nada tienen en común con los italianos, altivos y
ardientes como su patria y su cielo (Gógol, 1979, pp. 163-164).
Para Gógol, hijo del romanticismo, el artista es
producto del ambiente que lo rodea: así como los camellos desarrollan su giba
para autoabastecerse de líquido bajo el sol del desierto, el pintor de
Petersburgo desarrolla un carácter pálido y brumoso. En lugar de salir a buscar
a la multitud, de apropiarse de ella, se ensimisma en su habitación y retrata
su perspectiva; en lugar de pretender que su arte sea accesible para una
burguesía que entrega sus billetes con tal de lograr estatus social, se abstrae
con sus pares. Esta imagen nos acerca a Piskariov, epítome del artista angustiado, como indica vagamente su nombre[2].
Si San Petersburgo simboliza el
sueño del hombre más importante de la Rusia zarista, y la Avenida Nevski, la
devoradora de sueños, en Piskariov encontramos al mártir de esta maquinaria
onírica. Se sabe que Gógol mismo, como reseñan las biografías y como evidencia
su obra, fue víctima de sus sueños, de ese anhelo por hallarse, por encontrar
su espíritu, monomanía que lo llevó a adentrarse en pasajes oscuros que
desembocaron en la locura del final de sus días. El primer borrador de este
relato fue escrito al mismo tiempo que «Diario de un loco», en 1831, y en ambos
se gemina la espiral descendente que sufre el hombre sensible dentro de una
sociedad en la cual no hay un indicio de espiritualidad.
Ante la visión de la muchacha,
Piskariov adopta la actitud del sujeto romántico, frente al pragmatismo de Pirogov,
quien es incapaz de comprender la timidez de su compañero. Apartado de los
ritos sociales, el pintor no goza de la experiencia suficiente para ver más
allá de los rasgos segmentados de la muchacha, mientras que para el oficial, la
profesión de esta es evidente desde un principio. Es Piskariov el hombre
subyugado por la belleza, que busca amar no al Otro, sino algo que logre
despertar su inspiración. Cada rasgo, cada caída de párpados de la mujer, tiene
repercusión en su cuerpo. No solo la belleza de la dama en sí, sino la
aprobación que ella parece tener de una persona que cumple un rol social
destinado al rechazo, produce en él la elevación de su alma.
No experimentaba ningún
sentimiento terrenal; no era el fuego de una pasión terrena el que lo hacía arder;
en aquel instante era puro y casto como un mancebo a quien invade una necesidad
espiritual e indefinida de amor. Y, lo que en un hombre depravado despertaría
procaces deseos, santificó más los suyos (Gógol, 1979, p. 166).
Es la imagen de la donna angelicata
del Dolce Stil Novo lo que leemos aquí, heredera de la Beatrice de
Dante, de la Laura de Petrarca; la mujer que eleva el espíritu, la mensajera de
todas las perfecciones divinas[3].
El hombre que piensa con el
corazón, que se deja llevar por su sentimiento antes que por su poder de
raciocinio, a menudo, es víctima de los mayores desengaños. Tras penetrar en el mundo de
pesadilla a través de la escalera en espiral, símbolo que antagoniza con el
círculo cerrado del anillo (Chevalier, 1986, p. 100), a la vez que se vincula
con el simbolismo cósmico de la luna y con el erótico de la vulva (Chevalier,
1986, p. 479), lo reciben tres figuras femeninas que se disponen, cual rito
iniciático en las artes oscuras, en diferentes sitios de la habitación. Se
rompe la armonía del ser en Piskariov, mientras «una araña extendía sus redes
por la moldeada cornisa» (Gógol, 1979, p. 167). El caos[4] se
apodera de su existencia, y ya no volverá a ser el mismo. Mientras el mal teje
su red al borde de la cornisa, la Avenida Nevski toma como presa de su
encantamiento al hombre romántico.
Al perder su pureza ante la mirada de Piskariov,
aquella mujer deja de ser el ser inmaculado que su fantasía labró, para
transmutar en un envase de rasgos depurados, pero vacío de contenido. La sustancia,
entonces, la encontrará el artista en sus sueños, único lugar a resguardo de
los reveses del mundo tangible.
En la que denominaré «etapa del sueño» de Piskariov,
se da el aspecto más interesante del relato. La maldición de la Avenida Nevski
comienza a surtir efecto en él. Como la misma Avenida, Piskariov «tan solo al
llegar la noche se animaba» (Gógol, 1979, p. 178), aislándose en sus
ensoñaciones, al mismo tiempo que la necesidad de más sueños lo llevaba a tener
que salir a enfrentar la realidad. Lo ordinario «hería extrañamente su oído»
(Gógol, 1979, p. 178), convirtiendo su existencia en una espiral descendente.
En un ademán que se adivina más como intento de
volver la vida sueño antes que llevar el sueño a la realidad, Piskariov regresa
en busca de la prostituta, enfrentando, sin haber cruzado el umbral que deben
atravesar los héroes para librarse de sus demonios, el perfil más vil de la
Avenida Nevski, para volcarse, tras el fracaso, en un sinsentido que lo llevará
a una muerte tan absurda como su objetivo.
Pirogov, el
Burlador Burlado
En todo juego de cartas existe aquel participante
que cree, vanamente, poseer la combinación exacta para derrotar al casino,
aquel que ve a la suerte de su lado y se aventura sin pensar que, tanto en el
juego como en la vida, la casa siempre gana. San Petersburgo es la casa, la
Avenida Nevski el croupier, y el oficial Pirogov aquel jugador que
supone que, porque su soga fue desplegada algo más que la del resto, ha sido
liberado.
Su impronta es la de la
misoginia impuesta por una sociedad paternalista, regida bajo el poder del
dinero y la lógica de clases. Consciente de esto, el narrador se preocupa por
describirlo a partir de la sociedad estratificada a la que pertenece. Su
título, los años de servicio, las mujeres que lo siguen, todo lo extrínseco a
su ser lo define, en consonancia con Piskariov, hombre descripto desde dentro
hacia fuera. Pirogov es la sinopsis del «nuevo hombre» ruso, representante de
una sociedad subdesarrollada que, de pronto, se ha encontrado con una ciudad de
primer mundo ante sus barbas, aquellas barbas rusas que, «aunque huelan a coles
todavía, no se resignan de ningún modo a tener por yerno a nadie que no sea
general o, como mínimo, coronel» (Gógol, 1979, p. 184).
Persiguiendo a la rubia muchacha
—en oposición con la de cabellos negros que obsesionó a Piskariov—, Pirogov
muestra su descaro, se vanagloria de ese carácter dulzón[5] y atrevido que todo gentilhomme que se precie de tal debe
poseer.
Tras atravesar el umbral hacia
lo desconocido que simboliza la Puerta de Kazán, el oficial se adentra en los
barrios bajos, hasta llegar al caótico hogar de la muchacha. Así como el sueño
de Piskariov se derrumbó al ver el desorden reinante en casa de su
doncella, Pirogov le resta importancia al hecho, y lo excita más aún el
adivinar que la mujer está casada.
«Después de un instante de
vacilación, Pirogov, fiel a la regla rusa, decidió avanzar» (Gógol, 1979, p.
185). La oración citada, sumada a la posterior aparición de los alemanes dentro
del relato, es la síntesis del concepto que Gógol tenía del petersburgués
típico. Por esa misma razón, establece un relato especular entre los dos
individuos del relato. Allí donde Piskariov es poco fiel a la «regla rusa» y
retrocede, se abstrae, Pirogov avanza, como buen oficial adoctrinado en el
valor y con sus objetivos, aunque inmorales, claros. Ante ese espejo en donde
Pirogov alza su brazo derecho, se refleja el izquierdo de Piskariov. El hombre
romántico enfrentándose con la tradición rusa.
Schiller, que no es el Schiller
con mayúscula de la Literatura Germánica, y Hoffman, que no es el romántico E.
T. A. Hoffman, hacen su aparición. ¿Cabe alguna duda de que la elección de los
nombres remite a cómo trataría San Petersburgo a estos artistas si hubiesen
tenido la desgracia de nacer allí? El narrador los muestra como una suerte de
dueto cómico que atraviesa el relato entre copas, desplegando situaciones tan
inverosímiles como el intento de amputación de la nariz[6] de
Schiller por parte de Hoffman.
Schiller, «todo un alemán» (Gógol, 1979, p. 190),
responde al preconcepto que se tenía de los hijos de aquella cultura: preciso
en su trabajo, moderado en sus gastos, con el orden como imperativo en su vida,
a pesar de pronunciados deslices con el alcohol.
Así, la Avenida Nevski, ese gran titiritero, pone
frente a frente a dos de sus especímenes más tercos. Por un lado, Pirogov, el
fiel seguidor de la regla rusa; por el otro, Schiller, todo un alemán. Ni
siquiera podemos establecer que la causa de la disputa sea una mujer, pues la
rubia y anodina esposa de Schiller no posee en su configuración social la
capacidad de decidir. Menos cuando se la considera «aún con toda su belleza,
muy pazguata» (Gógol, 1979, p. 189).
La batalla concluye como concluirá Rusia a lo largo
de toda su historia frente a los germanos, con la vulneración de su honor.
Vejado, el representante local decide denunciar el hecho, pero, fiel a la regla
rusa, sucumbe ante los encantos de la Avenida Nevski, esa dama en la que nunca
se debe confiar, que hechiza con su llamada de sirena, volviendo nimia,
incluso, la pérdida de la «hombría» de un Don Juan.
Avenida Nevski,
la Victimaria
A lo largo de la jornada, la gente que circula por
la Avenida Nevski es reflejo de la intensidad de luz que ilumina sus calles y
veredas: a la palidez de sus mañanas la circulan quienes no reparan en ella, y
es utilizada como mera conexión entre un punto y otro; a partir del mediodía,
su tránsito es lo más cercano al ágora del que siempre careció San Petersburgo,
con pedagogos instruyendo a los pupilos en los quehaceres ciudadanos que
deberán afrontar dentro de algunos años. La tarde está destinada a las compras,
y con la salida de los funcionarios de los ministerios, comienza el desfile de
quienes sustentan San Petersburgo. A la Nevski no le interesa esa gente, al
menos a esa hora del día. Los observa, segmentados, los cosifica en barbas,
bigotes, capotes y cabelleras, porque para ella, hasta el momento en que cae el
sol y se encienden los faroles, no son más que autómatas.
Durante el día, la Avenida Nevski es la heroína del
relato, la gran benefactora que nos ofrece un fresco de la vida petersburguesa,
con sus administrativos, sus preceptores importados y su aroma a primer mundo.
Pero llega la noche, y la Perspectiva transmuta en coto de caza dentro del cual
cada viandante es presa de sus intereses. Berman interpreta, de manera muy
acertada, que es durante la noche cuando la Nevski se vuelve, al mismo tiempo,
más real e irreal: real porque las barbas y bigotes se tornan personas, real
porque la necesidad de sexo, alcohol y aventuras conforma el objetivo del cual
se careció durante el día; irreal, porque las luces que la iluminan
artificialmente, así como sacan a relucir los instintos básicos del ser humano,
amplifican las sombras, mostrando el contraste entre las diferentes especies
que salen a cazar y ser cazadas.
A la Nevski de tez pálida, al orgullo de todo
petersburgués, se le opone la madre del engaño, esa dama de la cual hay que
desconfiar, porque su fulgor artificial es producido por el propio demonio,
quien «enciende las luces con el único fin de que todo parezca distinto de cómo
es» (Gógol, 1979, p. 194).
En un ensayo que se ha establecido como esencial
para el estudio de la ciudad moderna, Justicia y políticas de diferencia,
la politóloga estadounidense Iris Marion Young critica el concepto de
«comunidad» como un ideal de interacción personal. Desde su punto de vista,
esto ha dependido tanto de la exclusión como de la inclusión, de modo que las
comunidades obedecen a la definición de ámbitos externos, que sitúan las ideas
categóricas fijas y dogmáticas de identidad por encima de las ideas
relacionales. Young, por el contrario, considera la vida urbana como una
convivencia de extranjeros. El rol que ocupa la Avenida Nevski, como epicentro de
civismo en el ámbito de la ciudad moderna, es más afín al concepto de
«erotismo», término que Young utiliza como reverso de «comunidad», refiriéndose
a las «profundas atracciones que ejercen los otros, al juego rayano en el miedo
y en la delectación que provoca la extraña impersonalidad de una ciudad»
(Young, 1990, p. 35).
El narrador de los últimos párrafos de la novela,
ese que rompe con la isotopía del lugar idílico del comienzo para quitar el
velo de una Nevski fatal, hace hincapié en la precaria iluminación de farol que
es capaz de revelarnos el verdadero carácter de ese pasaje. Los bajos
instintos, que todo el sol del día es incapaz de hacer salir a la luz, ven su
ámbito en la noche, en la magia y el erotismo de sus luces, lugares,
yuxtaposiciones y encuentros imprevistos. La noche de la ciudad moderna es el
ámbito indicado para que el halagador de oficio despliegue un intento de amor
cortés, la noche es el momento propicio para que el sujeto apartado pueda dar
rienda suelta a sus apetitos, la noche, esa mujer fatal, es la socia perfecta
de una Avenida Nevski que encuentra, entre las tinieblas, el bastidor perfecto
para refugiarse y efectuar la metamorfosis de ángel a demonio.
Conclusión
Como bien expresa Chevalier (1986, p. 179), el barro
como símbolo tiene una doble interpretación cósmica, al ser la confluencia de
dos elementos, Agua y Tierra. Tomando a la tierra como materia cardinal,
simboliza el nacimiento de una evolución, la tierra ya no como un elemento
estático, sino que recibiendo influencia e iniciando un movimiento. Si partimos
del agua, en cambio, aparece como un proceso de pérdida de la pureza esencial,
como corrupción, vinculado a menudo con todo aquello que remite a lo bajo.
Los cimientos de San Petersburgo se encuentran
asentados sobre fango, a pesar de las toneladas de piedra con las cuales Pedro
el Grande logró darle consistencia a su sueño. Su endeble coloración puebla
esas fachadas que conviven con los frentes de blanca e ilusoria pureza; el
barro simboliza el progreso que va desde un grupo de islotes y una ribera
inconsistente, hasta un gigante de piedra que desplazó a la mítica capital
rusa. A su vez, la pérdida de la pureza es retratada como pocas veces lo había
logrado otro autor hasta ese momento en «La Avenida Nevski».
El objetivo general de este trabajo ha sido intentar
desentrañar el revés de la trama de esa ciudad que me ha cautivado como lector.
No aquella tangible en la cual los Pushkin, Gógol y Dostoievski ostentan su
monumento de bronce, sino la que fue
estableciéndose desde sus plumas. Un espacio con varios rostros, pero de dos
caras: la del bien y la del mal, que contrastan como la luz de la modernidad
reflejándose sobre el barro primordial
Referencias
Bibliográficas
Baudelaire, C. (1994). El pintor de la vida moderna.
Murcia: Tecnic.
Benjamin, W. (1989). Discursos interrumpidos i. Buenos Aires: Taurus.
Berman, M. (1989). Todo lo sólido se desvanece en el aire: La
experiencia de la modernidad. Buenos Aires: Siglo xxi.
Chevalier, J. (1986). El Diccionario de los Símbolos.
Barcelona: Herder.
Gógol, N. (1979). Taras Bulbas. Novelas de Petersburgo.
Moscú: Progreso.
Jung, C. G. (1995). El hombre y sus símbolos. Buenos
Aires: Paidós.
Young, I. M. (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton: Princeton University.
[1] Estudiante de la Licenciatura en Letras en la Universidad del
Salvador y Realizador Integral de Cine y Televisión. Correo electrónico:
pabloscarpaci@gmail.com
Fecha de recepción: 04-11-2011.
Fecha de aceptación: 18-11-2011.
Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 372-387.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.
[2] El apellido Piskariov remite al término ruso «chillido».
[3] No hay que olvidar, cuando atravesamos tópicos como este, la estadía de
Gógol en Roma, lugar que caló hondo en su sentir y configuró gran parte de su
obra posterior, a pesar de su anhelo perenne por regresar a su nación.
[4] Tomado aquí en el sentido de Ovidio, como «confusión elemental», y no
como «hendidura», su sentido griego original.
[5] Su apellido remite al término ruso con el cual se denomina al pastel
(пирог; пирожок).
[6] La nariz, esta sinécdoque tan presente en Gógol, es vista por el autor
como un órgano fuera de lugar, como símbolo con una importante carga sexual, a
la vez que metáfora de las aspiraciones sociales del ser humano. Yendo más
allá, puede buscarse una razón de esta obsesión enfrentando algún retrato del
autor. En su prominencia encontraríamos gran parte de esa fijación con este
apéndice.