Enrique Solinas
De Ángeles, pero También de Insectos
Mariano Díaz[1]
Datos de la Obra
Solinas, E. (2011). El gruñido y otros poemas: antología poética.
Buenos Aires: Ruinas Circulares. ISBN: 9789871610228.
Por qué será
que cada vez que intento reconstruir el mundo,
el
lenguaje se infecta y me distrae.
Solinas, El Gruñido y otros poemas
Para Enrique Solinas, la
poesía no ordena el caos, no expresa verdades. Todo mundo que se pueda
construir desde la poesía es un mundo frágil que está a punto de caerse a pedazos.
¿Y entonces qué es lo que puede hacer el poeta? Solinas abre varias puertas,
plantea varias preguntas y, afortunadamente, no responde ninguna.
La antología que acaba de
publicar Ruinas Circulares reúne los cinco libros de poesía —el primero, de 1993,
y el último, de 2008—, de Enrique Solinas (nacido en 1969). Resulta curioso que
el poema que abre «Signos Oscuros», el primer libro de esta antología, adopte
la forma de una declaración, un Arte Poética: «Hacer cada día un altar de
visiones / para que la memoria no despierte» (Solinas, 2011, p. 31).
La poesía crea imágenes
similares a las de la religión, imágenes, sin embargo, que deben ser renovadas
cada día, son ídolos con pretensiones de absoluto, pero que no duran. Frente a
esto, las palabras cobran el valor de una cuchillada, y la poesía de Solinas es
así: violenta, perturbadora, lúcida, luminosa en momentos, pero luminosa en
forma de chispazos.
El poeta es consciente del
inminente fracaso de su labor, sabe que no se puede crear nada que perdure demasiado
frente al mundo que se desarrolla y cambia sin piedad ante sus ojos, la ventana
de su departamento, la ventana de una clínica psiquiátrica, la ventana de su
propio espejo le muestran que el tiempo hace estragos; sin embargo, a lo largo
de sus dos décadas de labor, Solinas no deja de buscar los fundamentos de esa
religión o filosofía que tendrá que derrumbarse apenas instituida: la infancia,
la inocencia, los padres. Esta búsqueda podría emparentarlo con los
neorrománticos, pero Solinas sabe desde dónde escribe, desde un ahora que hace
que estas figuras se vuelvan monstruosas a la distancia. Muchas veces el ahora
se confronta con lo que el tiempo ha dejado de esas figuras: el abuelo, la
madre, el padre, ante ellos solo es posible hablar del clima, o no decir nada.
La verdad es un territorio que la poesía no puede abarcar: «si la mujer
sonríe es porque sabe algo / que nunca terminó de decir» (Solinas, 2011, p.
105).
La belleza se torna violenta,
la belleza lacera la cotidianeidad —«y aunque los grillos canten su rutina /
nada más que para penetrarme el cerebro, / sus patas como agujas» (Solinas,
2011, p. 14). San Sebastián asesinado por las flechas del lenguaje, nosotros
nos arrastramos por el desierto que dejó el fracaso de los grandes proyectos,
sobrevivientes de una guerra perdida, y Dios es grotesco, lejano, Dios bosteza
y se trata de mantener despierto, Dios es el espejo del poeta obligado a dar
cuenta por las imágenes que creó.
Y ninguna de estas imágenes,
ninguno de estos exiliados en el desierto es tan poderoso como el de «El
Gruñido», el poema extraordinario que da título a la antología. Un alienado trata de reconstruir el lenguaje, el yo poético que
la institución mental considera locura. Cuando se mezcla el ensueño poético con
el padecimiento de la carne, el dolor de muelas, el corazón de piedra, la
terapia de electroshock y la perversión de reducir a un hombre hasta su
expresión mínima de gestualidad y gruñidos, el lector tiene la sensación de
haber leído un sueño, una pesadilla vívida.
En la nota preliminar, Paulina
Vinderman anota que: «(Solinas) busca también una respuesta a sus
poemas-interrogaciones, sabiendo perfectamente que no habrá respuestas cabales
salvo pequeñas epifanías que nos enlazan al Universo». En el camino hacia esas
epifanías que solo son posibles cuando ya no queda religión ni promesas de
salvación, Enrique Solinas nos hace desconfiar del recorrido: una segunda voz
en itálicas, un alter ego, una negación que a veces se muestra
autoritaria, otras cobra la apariencia, nunca inocente, de una plegaria
infantil (siempre cruzada por interferencias: «perdona los pecados que nunca
cometí»), desvíos necesarios hacia un instante feroz y luminoso que nunca será permanente.
¿De qué se trata esta epifanía? Quizás de las palabras como cuchillos, como flechas. Quizás del martirio. Quizás sea necesario ir cortando las capas de carne muerta de la verdad hasta comprobar que no hay hueso, que no hay médula, que todo es una herida abierta en donde el poeta echa sal y evita que se forme una costra, una infección que pueda llegar a dejarnos inválidos e inútiles, bostezando, como Dios.
[1] Estudiante
de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y de Realización Cinematográfica
en el CIEVYC. Correo electrónico: zaridehuella@hotmail.com.ar
Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 334-336.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.