Reflexiones sobre la Escritura Autobiográfica en las
Causeries, de Lucio V. Mansilla, y Juvenilia, de Miguel
Cané
Matías Lemo[1]
Nota del Editor
Trabajo presentado en la cátedra de Literatura Argentina a cargo de la
Licenciada María Laura Pérez Gras. El alumno cursa el segundo año de la
Licenciatura en Letras.
Resumen: Aproximación al género autobiográfico en
función de las teorías más recientes y posterior análisis de Entre-nos.
Causeries de los jueves y Juvenilia, obras de Lucio V. Mansilla y
Miguel Cané, respectivamente.
Palabras clave: autobiografía, autofiguración,
Mansilla, Causeries, Cané, Juvenilia.
Abstract: Approach to the
autobiographical
genre applying the most recent theories
and subsequent
analysis of Entre-nos.
Causeries
de los jueves and
Juvenilia,
written works by
Lucio
V.
Mansilla and Miguel Cané,
respectively.
Keywords: autobiography, autofiguration, Mansilla, Causeries, Cané, Juvenilia.
Moverse es vivir, decirse es sobrevivir.
No hay nada real en la vida que no lo sea
por el hecho de que ha sido bien descripto.
Pessoa, 2010
La Creatura
Habla de su Creador
La forma de estar en la vida es conflictiva. El
animal social es pura división; es un sistema en perpetuo desequilibrio, que
puede desbordarse. Cuenta con el olvido y el lenguaje. Sin embargo, ambas
herramientas exceden su voluntad; cree dominarlas, cuando, en realidad, son
ellas las que lo dominan a él.
Lo mismo le sucede con la memoria. Las impresiones
son relativas. La conciencia del ahora, la suma viva del pasado, es intermitente.
La Historia es un consenso de interpretaciones distraídas. La identidad, una
trampa retórica.
No obstante, y a pesar de todos los
condicionamientos de la existencia, se puede afirmar que la Literatura sirve
para darle forma a la vida. El escritor necesita de la escritura para
completarse, y el autobiógrafo, más que cualquier otro.
En adelante, me propongo demostrar la pertinencia de
lo antedicho, a partir de la comparación de dos obras autobiográficas: Causeries
de los jueves y Juvenilia.
La primera fue escrita por Lucio V. Mansilla;
publicada inicialmente como folletín todos los jueves, desde 1888 hasta 1890 en
el diario Sud América[2]. Después,
entre 1889 y 1890, el autor compiló ochenta y cinco de dichas causeries —el
término francés significa charla o conversación breve— y las editó bajo el
título Entre-nos. Causeries de los jueves. Los temas que trata van desde
recuerdos de infancia hasta polémicas de actualidad.
La segunda fue escrita en 1884. En ella, Miguel Cané
cuenta episodios de su vida como estudiante interno del Colegio Nacional de
Buenos Aires, durante los años 1863 y 1868.
Ambos escritores vivieron tiempos agitados.
Crecieron junto con la Patria y les tocó desempeñar diferentes roles:
ser políticos, periodistas, viajeros; ser hombres de letras y de armas; ser
hombres de campo y cosmopolitas. Les tocó vivir lo que fueron las grandes
aldeas y lo que serían las grandes ciudades. Hablar de ellos y hablar de la
formación de la Nación es todo uno. Por consiguiente, sus obras están minadas
de referencias al medio en el que vivieron, en otras palabras, de
referencias autobiográficas.
Aproximación al
Género Autobiográfico
En el siglo xviii
nace la subjetividad moderna como fenómeno que concuerda con el afianzamiento
del capitalismo y del orden burgués. Y en efecto, las Confesiones de
Rousseau aparecen entre 1766 y 1770 (Arfuch, 2007, p. 27).
El filósofo ilustrado siguió el modelo de las Confesiones
de San Agustín (354-430). Por lo tanto, el inicio del género se podría ubicar[3] en siglo iv (Amícola, 2007, pp. 37-43). Sin
embargo, eso no es posible, por la simple razón de que la obra de San Agustín
es, en esencia, distinta de la de Rousseau; aquel narró su evolución espiritual
con el fin de reconocer la grandeza de Dios, este, en cambio, tiene como
finalidad la autofiguración[4].
En el horizonte histórico del espacio biográfico,
marcado por el gesto fundante de las Confesiones de Rousseau, se dibuja
tanto la silueta del gran hombre, cuya vida aparece inextricablemente ligada al
mundo y a su época […], como la voz autoconcentrada que dialoga con sus
contemporáneos (lectores, pares) y/o su posteridad en las autobiografías que
aparecen como «modelo» del género, pero también la errancia, el desdoblamiento,
el desvío, la máscara, las perturbaciones de la identidad (Arfuch, 2007, p.
27).
Por consenso general, la primera entre las obras
autobiográficas es las Confesiones de Rousseau. ¿Pero cómo definirlas?
He aquí un problema que suscita discusiones que todavía no tienen punto final.
En la bibliografía sobre el tema, el primer hito es Le pacte
autobiographique de Philippe Lejeune (1975). El concepto fundamental
desarrollado por el teórico es, como lo dice el título de su obra, el pacto:
Es la promesa de decir la verdad sobre sí mismo. […]
Uno se compromete a decir la verdad de sí mismo tal como uno mismo la ve. Su
verdad. Esto provoca en el lector actitudes de recepción específicas, que yo
diría «conectadas», como en la vida cuando alguno nos cuenta su existencia. Uno
se pregunta si la persona dice la verdad o no, se equivoca sobre sí mismo, etc.
Uno se pregunta si le gusta. Lo compara con su propia vida, etc. (Lejeune,
2004, párr. 4).
Destaco que, a partir de esta idea, resulta
inconducente preguntarse por la identificación del autor con el narrador. Hay
una sola voz y es la del hombre comprometido a narrar su vida de acuerdo con lo
que él entiende por verdadero. El lector debe asumir el riesgo de ser inocente.
Solo después podría preguntarse por la verdad de la narración, aunque, para
ello, deba conocer la biografía del artista, e incluso el proceso de génesis
del texto.
Para el teórico francés, esta forma de escribir está
cerca de las narraciones históricas. Pero no es Historia, sino Literatura, por
los recursos utilizados en su elaboración. Para él, la autobiografía es, pues,
una forma de escribir caracterizada por el acuerdo entre el escritor y el
lector.
Con el pasar del tiempo, Lejeune fue abiertamente
acusado de «ingenuo»; y si él no lo fue, sí lo fue su propuesta de lectura
(¿Cómo distinguir la escritura de tipo autobiográfico de tantas otras en las
que se puede utilizar un narrador testigo o protagonista, como en la Novela
Histórica?).
Leonor Arfuch acepta el
concepto de pacto, pero solo en tanto herramienta discursiva del autor, con la
cual puede jugar con entera libertad. Hay una trama de referencias internas y
externas, dice, a la que denomina espacio biográfico. Es un rasgo que comparten
las autobiografías, las confesiones, las memorias, los diarios íntimos y las
correspondencias. Todas estas maneras de escritura tienen en sí un más allá que
las trasciende, al conectar la vivencia individual con la vida en general
(Arfuch, 2007, pp. 35-36). Para la investigadora argentina, la autobiografía es
un enunciado caracterizado como «esencialmente destinado, marcado por una
prefiguración del destinatario ―«tal como me lo imagino»― y, por lo tanto, por
una actitud respecto de él, que es, a su vez, una tensión a la respuesta»
(Arfuch, 2007, p. 55). Dicha concepción encuentra su respaldo en la teoría
sobre la polifonía de Bajtín. Pero, aquí, la tensión a la respuesta no tiene
que ver con una de las características de cualquier enunciado, sino con el
elemento pragmático intrínseco de la autobiografía. Asimismo, Arfuch retoma, de
la teoría bajtiniana, la noción de valor biográfico, propia de todos los
géneros «donde la vida, como cronotopo, tiene importancia» (Arfuch,
2007, p. 57). Esto implica un orden narrativo, que como tal, es una actitud
ética. El ordenamiento consta de dos instancias: qué cuento y cómo lo cuento.
Las dos están ligadas a la percepción que el escritor tiene de su propia
existencia como totalidad, de «lo que era y lo que ha llegado a ser»
(Arfuch, 2007, p. 47). Ambos momentos señalan, retóricamente, una interioridad
preparada para la aparición pública. Y este carácter del enunciado como destinado,
en tensión a la respuesta, lo hace paradójico, porque expresa una
individualidad, pero objetivizada:
El proceso es en sí mismo
contradictorio: el yo ―la conciencia de sí― que enuncia desde una absoluta
particularidad, busca ya, al hacerlo, la réplica y la identificación con los
otros, aquellos con quienes comparte un habitus social ―etnia, clan,
parentela, nacionalidad― (Arfuch, 2007, p. 43).
El espacio biográfico es, dicho
de otra forma, la enunciación de una cara oculta de la vida (el ocultamiento
surge en tanto el escritor está inmerso en una sociedad, y por ende, sujeto a
la represión propia de cualquier sistema axiológico). Es, también, un «hacer creer»
a través de estrategias del discurso tendientes a la verosimilitud (distinto de
la veracidad).
Hasta aquí hablé de dos
instancias: el qué y el cómo. También podría mencionar una tercera: para qué. Y
con ella, la enunciación se vuelve un acto performativo: «…contar la historia
de una vida es dar vida a esa historia» (Arfuch, 2007, p. 38). La narración
impone una forma a su materia, un pasaje en limpio de lo ya existente, una
transformación.
Yendo a la delimitación del espacio biográfico, como
coexistencia intertextual de diversos géneros discursivos en torno de
posiciones de sujeto autentificadas por una existencia «real», podría afirmarse
que, más allá de las diferencias formales, semánticas y de funcionamiento, esos
géneros ―que hemos enumerado en una lista siempre provisoria [en la que se
incluyen autobiografías, confesiones, memorias, diarios íntimos y
correspondencias]― comparten algunos rasgos ―temáticos, compositivos y/o
estilísticos, según la clásica distinción de Bajtín― así como ciertas formas de
recepción e interpretación en términos de sus respectivos pactos/acuerdos de
lectura. El espacio, como configuración mayor que el género, permite entonces
una lectura analítica transversal, atenta a las modulaciones de una trama
interdiscursiva […] Pero, además, esa visión articuladora hace posible apreciar
no solamente la eficacia simbólica de la producción/reproducción de los
cánones, sino también sus desvíos e infracciones, la novedad, «lo fuera de
género» (Arfuch, 2007, pp. 101-102).
La definición de espacio, como modelo de producción
y recepción amplio, responde a una exigencia natural de las autobiografías,
producto de la hibridación y de la variabilidad de recursos retóricos que
contienen:
[…] las habrá en primera, segunda, tercera persona,
elípticas, encubiertas; se las considerará, por un lado, como repetición de un
modelo ejemplar, pero sujeto a la trivialidad doméstica, por el otro, como
autojustificación, búsqueda trascendente del sentido de la vida, ejercicio de individualidad
que crea cada vez su propia forma (Arfuch, 2007, p. 103).
Y me detengo aquí: cada autobiografía representa su
modelo porque da cuenta de la individualidad de un solo sujeto. Esta forma
propia, o salida de género, es mayor cuando el enunciado tiene un estilo
personal; es decir, un tratamiento privativo de la lengua, que no es otra cosa
que cómo el escritor se vuelca en su texto, y le confiere calidad literaria.
La autobiografía, entonces, considerada como obra
literaria, no está exenta de la autoficción:
El relato de sí mismo que tiene trampas, juega con
las huellas referenciales, difumina los límites ―con la novela, por ejemplo―,
[…] que puede incluir también el trabajo del análisis, cuya función es,
justamente, la de perturbar la identidad, alterar la historia que el sujeto se
cuenta a sí mismo y la serena conformidad de ese autorreconocimiento (Arfuch,
2007, p. 105).
Arfuch pregunta:
¿Podríamos, así, pensar las autobiografías como una
especie de «palabra dada», pero no ya como garantía de mismidad, sino de cierta
permanencia en un trayecto, que estamos invitados a acompañar, de un posible
reencuentro con ese yo, después de atravesar la peripecia y el espacio de la
temporalidad? (2007, p. 97).
Sí, respondo, podríamos aceptar esa palabra dada
como una afirmación del autor, como expresión «propia» del artista, y, al mismo
tiempo, como promesa de una relativa permanencia. Es una maniobra del «yo»
sobre la realidad, la aseveración de experiencias vividas por un sujeto que
intenta articular «momentos» y la «totalidad».
Como se habrá podido ver en mayor o menor medida, la
autobiografía puede ser definida desde diversos enfoques. Me interesa,
particularmente, el que tiende a concebirla como un texto en el cual su autor
se desdobla en dos «yoes», uno público y otro privado, en busca de fusionarlos.
Agrego que enunciar la palabra «yo» es un fenómeno
psicológico, gramatical y sintáctico complejo. Y resulta aún más complejo
cuando se dice «yo» en un texto literario. Así, la autofiguración, llevada a
cabo a partir de la escritura, implica ficcionalización. Por tal motivo, se
puede hablar de verosimilitud y no de veracidad, como ya he dicho.
Ahora bien, la figura contenida en el relato
autobiográfico parece responder a una necesidad de representación de un
Yo-«personaje», escindido del Yo que narra en un proceso de objetivación. Ambos
«Yoes» estarían marcados por pautas ideológicas saturadas de intencionalidad
individual dentro de un gesto de afirmación social ante un campo cultural
determinado. Este Yo doble pudo afirmarse de ese modo solo a partir de una
condición de posibilidad, centrada en la importancia de su individualidad como
patrón de lectura subjetiva y moderna. Las A[utobiografías] serían por ello, en
definitiva, el esfuerzo por imponer un Yo, nacido exclusivamente en el espacio
de la escritura, haciendo de esa ausencia una presencia (Amícola, 2007, p. 17).
Esta manera de definir la autobiografía legitima la
libertad para jugar consigo mismo que tiene el escritor, y la libertad que
tiene el lector para cuestionar la pertinencia y verdad de lo referido.
En la Argentina, el género en cuestión aparece en un
ambiente distinto del europeo. Sin embargo, las condiciones de producción son
similares; en ambos casos, surge de la mano con el crecimiento precipitado de
las ciudades.
Adolfo Prieto explica que la característica
principal de nuestra autobiografía decimonónica es la actitud de justificación
del artista ante el público, que él denomina «opinión pública»: «…es decir,
opinión política, la forma de opinar que nació violentamente con las luchas de
la independencia y se proyectó hacia el futuro con poderosa exclusividad»
(Prieto, 2003, p. 21).
Los escritores pertenecían al grupo social
depositario del control económico y político. A tal punto fue así, que Prieto
dice: «…la historia de la literatura autobiográfica argentina condensa, en un
plano insospechado, la historia de la élite del poder en la Argentina»
(2003, p. 23). La opinión pública estuvo compuesta, salvo raras excepciones,
por los políticos, los periodistas, los militares, los hacendados, los hombres
y mujeres que frecuentaban los salones, las tertulias y los teatros. (Y quien
quisiera ser una persona respetada en ese medio debía reunir las aptitudes de
todos estos tipos en sí misma.)
La sociedad argentina, aún después de 1810, siguió
organizada de manera patriarcal[5]; herida,
hasta su más íntima fibra, por la colonización española. Se explica así, en
cierto grado, el interés de la élite por las genealogías. Pero no es un
tema simple; para entender el ambiente de las primeras generaciones, habría que
considerar los cambios políticos, la agitación propia de un país que pocos años
atrás se había independizado. Tierra cristiana y española por herencia; terreno
fértil para el Romanticismo y el Liberalismo.
Por estas razones, dos temas recurrentes en la
literatura nacional fueron el esclarecimiento sobre las estirpes y la
justificación de actitudes políticas.
Según Prieto (2003, p. 20), el primer escritor en
publicar un texto autobiográfico fue Sarmiento, en 1843. Mi defensa
significó para la Argentina lo que las Confesiones de Rousseau para
Europa. Sin embargo, la crítica local, todavía retrasada respecto del Viejo
Continente, creyó una inmodestia escandalosa el hecho de publicar un texto de
esas características. No obstante, para cuando Sarmiento lo dio a conocer,
otros personajes históricos ya habían escrito los suyos, como Pedro José
Agrelo, Cornelio Saavedra, Manuel Belgrano, Gervasio Antonio de Posadas y Juan
Cruz Varela.
Solo después de la publicación del sanjuanino,
muchos se atrevieron con el género y el público. Tal es el caso de Florencio
Varela, Bartolomé Mitre, Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, nuevamente
Sarmiento, Carlos Guido y Spano, Vicente Quesada, Santiago Calzadilla, y el
autor de las Causeries, Lucio V. Mansilla, entre otros. Las
justificaciones o temas de estas autobiografías eran, en especial, de índole
política. Hay otras, como las de Paz, Ferré, Iriarte, La Madrid, Pueyrredón, De
Elía, Villafañe, José de Moldes y Manuel Alejandro Pueyrredón, en las que, con
alusiones intercaladas a la vida privada, se relatan episodios militares.
Por último, hubo quienes escribieron con la excusa
de la evocación o entre las pausas de viajes, como Mariquita Sánchez y Eduarda
Mansilla[6], José
Antonio Wilde y el segundo escritor que aquí me interesa, Miguel Cané.
Análisis de Entre-nos.
Causeries de los Jueves y Juvenilia
La voz narrativa
En sus textos autobiográficos, Lucio V. Mansilla
utiliza la primera persona singular, interpela al lector (en ocasiones usa el
modo imperativo), hace referencias metatextuales, elabora una poética de la
oralidad[7], se muestra
temerario y hace juicios de valor en cada oportunidad. De hecho, el narrador
que se figura fuerte, parece autosuficiente. No solo interpela al lector, sino
que hasta se burla de él. El tratamiento que le da depende de lo que refiera en
cada texto, pero siempre lo tiene presente (cfr. Horfandad sin hache como
ejemplo del tratamiento del lector).
En algunas causeries, cuenta que le dicta a
un secretario, que escribe lo que él va diciendo. Este personaje toma entidad
por momentos; le sugiere cosas al escritor y llega a decir que resuelve no
reproducir determinadas oraciones por indecorosas. Puede citarse, como ejemplo,
la causerie «¿Si dicto o escribo…?», donde Mansilla dice:
Mi secretario me observa que lo que estoy dictando
es una contradicción […] General [dice el escribiente], usted dirá lo que
quiera; pero yo le aseguro que lo que está diciendo es una contradicción. (Por
poco no dice: una barbaridad…) […] Y ahora mi secretario se resiste a escribir
eso… (Mansilla, 1889, párr. 72).
Por tal motivo, el secretario, que es funcional para
el relato, representa la moral colectiva. A través de él, Mansilla se excusa
por las faltas de estilo propias de la oralidad y construye la identidad del
narrador como «raro», mediante el contraste. Además, le permite introducir
algunas digresiones y juegos: «¿Escribir no es un arte y un juego? Déjenme
entonces entretenerme y triunfar de ustedes» (Mansilla, 2000, p. 130).
Miguel Cané, a diferencia de Mansilla, vacila entre
la primera persona singular y plural. A aquella la utiliza en el prólogo, en el
cual reconoce la identificación narrador/autor; a esta, en la mayoría de los
recuerdos. Gracias a ella se produce un efecto que suaviza la exposición
pública; al mismo tiempo que legitima su voz y es coherente con lo que relata,
es decir, la vida del estudiante pupilo. Aquí el «nosotros» remite siempre a
sus compañeros y a él.
El tono del narrador es grave. Está tamizado por la
melancolía de lo perdido. Y no deja lugar para el humor ni la ironía, como sí
lo hace Mansilla.
Cané expresa en su prólogo que escribe para matar el
tedio; que le gustaría tender a lo universal, para llegar a la verdad;
procurará escribir de manera sencilla, pero solo la vida es simple y verdadera;
la escritura no. Por lo tanto, trata de comunicar la acción con palabras.
La primera parte del prefacio, una especie de
introducción, está firmada por «M. C.». Tiene, como cita, un escrito de
Sainte-Beuve[8], crítico
y preceptista francés. Según este, se podía explicar la obra de un escritor a
partir del conocimiento de su existencia. En conexión con lo dicho, Cané
señala:
Tal era el epígrafe que había puesto en la primera
hoja del cuaderno en que escribí las páginas que forman este pequeño volumen. Quería
tener presente el consejo del maestro del buen gusto […] Lo confieso y lo
afirmo con verdad; nunca pensé al trazar esos recuerdos de la vida de colegio
en otra cosa que en matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que
he pasado en el alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi
existencia […] Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la
impersonalidad, entendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías
íntimas y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano, que no
hace vacilar el rápido latir del corazón […] Cada uno debe seguir la vía que su
índole le impone, porque es la única en que puede desenvolver la fuerza
relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte y el trabajo pueden hacer un
versificador elegante y fluido; pero cada estrofa no será un pedazo de alma de
poeta, y el que así horada el ritmo rebelde para engastar una idea, tendrá que
descender de las alturas para elegir su símbolo, dejando al pelícano[9] cernirse
en el espacio, o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca (1967, p. 8;
la cursiva es mía).
Cané explicita su ideal
poético, que resumo así: simpleza, belleza, impersonalidad, verdad. No
obstante, dice no ser capaz de alcanzarlo. De todas formas, se manifiesta
orgulloso de su intento, con lo cual pareciera estar haciendo uso del tópico de
la falsa modestia. Es discutible. Por un lado, se podría afirmar que el
narrador consiguió parte de la simpleza buscada; por el otro, que su escritura
no es impersonal. Él mismo se acusa de transfigurar la verdad de lo sucedido
por no tener más pruebas que sus impresiones.
La búsqueda de sencillez es
constante entre los dos autobiógrafos. Cané leyó a Sainte-Beuve, y Mansilla,
también. Pero este menciona al preceptista en dos momentos: uno es claramente
paródico; en el otro, habla de la crítica literaria en relación con el género
histórico y la compara con el cilicio de un fraile que siente que nunca está
ajustado lo suficiente. Cito un fragmento:
Comprendo que Sainte-Beuve no
suelte jamás una opinión definitiva sobre sus personajes. Son temas literarios.
Puede ser envidia o temor de comprometerse. No hay cómo saberlo. Apenas cabe el
juicio inductivo. Pero el historiador tiene otros deberes. Sus hombres deben
tener un alma. O se les menta o se les suprime. Si lo primero, hay que
tratarlos psicológicamente y que resumirlos en una fórmula. Si lo segundo, su
epitafio será olvido. Deben valer o no valer. Deben servir para algo o no
servir para nada, en cualquier momento histórico, en cualquier latitud en que
se desenvuelvan. Wolseley, no digo al hablar de Napoleón, cuando habla de
Massena da su opinión concreta y dice: «era todo un general» (Mansilla, 2000,
p. 455).
Mansilla se mofa de
Sainte-Beuve. En la construcción de su personaje histórico ―es decir, de sí
mismo―, se compromete por completo, en evidente contraste con la escritura del
francés.
La
Elección Formal
Dije que la materia y la forma
constituyen una unidad. Y como los dos escritores trabajaron el recuerdo, sus
estructuras narrativas son fragmentarias.
Mansilla cuenta episodios
vividos por él o referidos por terceros, que van desde la década de los años
treinta hasta 1890. En tanto el lapso temporal es tan amplio, los espacios
físicos descriptos son igualmente numerosos. Voy a mencionar solo algunos:
París y Tierra Adentro; Santa Fe, Chaco, Córdoba y San Telmo (lugar donde nació
en 1831); Egipto, la India y Rusia; las estancias de sus tíos maternos Juan
Manuel Ortiz de Rosas y Gervasio Ortiz de Rosas.
Cané, por el contrario,
circunscribe sus episodios a un segmento temporal comprendido entre los años
1863 y 1868 (el tiempo que pasó en el Colegio Nacional). Y los espacios físicos
se reducen a tres: el colegio (claustros, dormitorios y aulas), rincones
anónimos de la ciudad porteña y la quinta de veraneo del Colegio (situada en la
actual Chacarita). La
elección de la forma limitó la libertad expresiva de ambos. Así, uno tuvo
posibilidades que el otro no, y viceversa.
Mansilla utilizó el recurso de
las digresiones, propio de la oralidad. Y no hay una sola causerie donde
no se encuentren. Aparentemente, el causeur no podía evitar hablar de
«todo», aunque nunca perdiera el hilo narrativo. Esto le permitía hacer de sus
recuerdos una red de opiniones e ideas, conectados con la vida en general.
Asimismo, las digresiones le
servían para detener el avance de la narración y crear suspenso. A la par, eran
un recurso para autolegitimarse. Al leer sus causeries, encuentro
referencias a los folletines pasados y futuros (anticipaciones de contenidos,
por ejemplo), al resto de su obra literaria y a producciones escritas de otros
autores, que funcionan, en cierta forma, como documentos. La inclusión de
cartas, notas, anónimos y respuestas que generaban sus textos en el público
puede ser interpretada de esta manera.
Las causeries aparecían
una vez por semana. El formato, como dije, era el del folletín. Las
narraciones, si bien podían estar relacionadas entre sí, empezaban y terminaban
el día de su publicación. Colaborar en un periódico le daba la oportunidad de
variar de temas e incluir reflexiones sobre la actualidad, exigiéndole un
estilo llano y conciso.
Cané narró episodios. Pero
respetó una cronología y una evolución espacio-temporal. Debido a esto, la
estructura es similar a la de la novela moderna. Desarrolló la evolución
psicológica de algunos personajes, aunque pocas veces: la vida de Amédée
Jacques, por ejemplo, a través de la cual cuenta las peripecias intelectuales y
políticas del maestro. El hecho de elaborar episodios también le permitió a
Cané trabajar con cierta facilidad la tensión narrativa. Utilizó las
digresiones, pero sin la extensión ni la frecuencia de las de Mansilla. De
todas maneras, eso no le impidió dejar clara su opinión sobre algunos temas,
avanzar o retroceder cronológicamente y hablar, por citar un ejemplo, del
futuro del Colegio.
Referencialidad,
Verismo y Memoria
Mansilla dice: «Vivimos en unos
tiempos experimentales, en los que es necesario presentar documentos auténticos
de todo, cuando algo se afirma, ¿no es así?» (2000, p. 171), y Cané pareciera
contestar: «Sin documentos a la vista […] me veo forzado a recurrir a mis
recuerdos» (1967, p. 24).
Podría hablar de un afán por las referencias en
ambos escritores. Y es entendible si se presta atención a tres cuestiones: por
un lado, el positivismo, y la exaltación romántica del individuo y la historia;
por el otro, las dificultades para decir «yo» y no resultar excéntrico en la
Argentina del siglo xix. En este
punto se diferencian las motivaciones personales de Mansilla y de Cané. Ser
considerados excéntricos ponía en peligro la credibilidad de lo referido. Sin
embargo, Mansilla juega con su imagen de «raro».
Ahora, independientemente de las motivaciones, por
tratarse de relatos autobiográficos, los dos debieron asegurar un elevado grado
de verosimilitud.
Un recurso utilizado es el panegírico. Este sirve
para marcar el momento de la enunciación, para definir al enunciador y para
garantizar la ilusión de realidad. Ejemplifico con un fragmento de Mansilla y
con uno de Cané, respectivamente:
Hace muchos años, recién se
había fundado la institución de crédito que la República Argentina debe a uno
de sus más nobles hijos.
Me refiero al señor don
Francisco Balbín, cuya efigie, en mármol imperecedero, debiera estar en el
frontispicio de todo Banco Hipotecario, para recordarles a los presentes, tan
olvidadizos como los venideros, que es a él a quien Buenos Aires debe, en gran
parte, sus progresos materiales.
Aprovecho de paso esta
coyuntura luctuosa, desgraciadamente, para rendir homenaje a la memoria de tan
ilustre ciudadano (2000, p. 96).
[…]Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre
amarilla, cuando era conocido ya por su inteligencia extraordinaria, unida ―lo
que no es común― a una laboriosidad perseverante y tenaz […] La muerte de
Sorondo fue una pérdida real para el país; habríamos tenido en él un hombre de
estado, liberal, lleno de ilustración y con un carácter firme y recto (1967, p.
37).
Mansilla contó con las dedicatorias que colocaba en
la mayoría de las causeries, las introducciones (donde solía
contextualizar los episodios y hacer reflexiones sobre su tiempo) y la fama de causeur,
más las fechas en la solapas de las hojas de los periódicos. Cané contó con la
existencia de sus compañeros de colegio (y las pequeñas biografías que hizo de
cada uno: «tal persona, procedente de tal lugar, que hoy trabaja en tal
sitio»), a quienes presenta como destinatarios, y con estrategias discursivas;
confesar su voluntad de no modificar la verdad de lo que cuenta es una de
ellas:
Si modificara una sola línea de estas páginas, las
más afortunadas de las que he escrito, creería destruir el encanto que envuelve
el mejor momento de la existencia, introduciendo, en la armonía de sus acordes
juveniles, la nota grave de las impresiones que acompañan el descenso de la
colina (1967, p. 7).
Como es natural, sitúan espacial y temporalmente
cada episodio. El lector puede, sino comprobar la veracidad de los hechos, sí
la de los lugares y los personajes. Los dos aspiran a una reconstrucción total
del pasado. Para ello tienen, en última instancia, una sola herramienta: la
memoria.
Mansilla, «un federal de
familia» (2000, p. 87) que había «padecido por defender a sus padres» (2000, p.
86), necesitó justificarse cuando los tiempos cambiaron políticamente. «Me
estoy ocupando de mí mismo» (2000, p. 109), dice, y después agrega sobre su
desempeño militar en la Guerra del Paraguay: «Todo esto era algo para que se me
respetara y nos respetaran. Pero no bastaba tener prestigio y ni mi estilo ni
el estilo del núcleo en el que yo me apoyaba era el que por entonces gustaba»
(2000, pp. 111-112). Por último, llevando al extremo la autofiguración: «Yo
había sido mejor que mi fama» (2000, p. 104).
¿Qué se deduce de estas
palabras? Que Mansilla sintió cómo su imagen pública no coincidía con la que él
tenía de sí mismo. Por eso escribe. Por eso increpa al lector.
[…] el
hombre es un animal crédulo y creyente.
Ahora; por qué es que con más
facilidad se inclina a creer en lo malo que en lo bueno, eso ya es un poco más
complicado, más metafísico, más abstracto. Dilucidarlo, me obligaría a
desvirtuar el carácter de estas charlas. Pretendo que se deduzca de ellas
alguna moraleja, y no hacer filosofía trascendental (2000, p. 101).
Defiende su posición, se vale
de la autorreferencia. Y la memoria, dice, «es independiente de la conciencia»
(2000, p. 43).
El caso de Cané, otra vez, es
distinto. A pesar de haber sido gestado en el exilio, su estilo no es combativo.
Pero el efecto legitimizador es el mismo. Cuenta la infancia interrumpida del
estudiante que debe ir a la Guerra del Paraguay. La infancia, hago notar, del
futuro profesor[10] (reemplazante de Amédée Jacques, que al igual que Cané se tuvo que
exiliar por «liberal y patriótico»). Asimismo, pone el acento sobre la
formación intelectual del futuro Intendente de Buenos Aires y diputado
nacional, que creció rodeado de las mejores mentes de su época. Es decir,
insiste sobre la formación de una personalidad fuerte, capaz de hacer lo que se
esperaba que hiciera (de hecho, no es un dato menor que la primera palabra de Juvenilia,
después del prólogo, sea «Debía» (1967, p. 15).
Reconfiguración
Lucio V. Mansilla y Miguel Cané
buscaron su identidad a partir de la escritura. Transfiguraron la vida
valiéndose del lenguaje, como estetas. Partieron de las mismas limitaciones
humanas. Sin embargo, sus textos solo tienen en común la autorreferencialidad.
Este hecho confirma que cada texto contiene en sí mismo su propio modelo. Y
demuestra diferencias lingüísticas, que también pueden ser rastreadas en un
plano psicológico: Mansilla se mostró enérgico, apasionado, vibrante, pero
contradictorio; Cané, entristecido por el exilio, apaciguado por los años,
completo, pero aún buscándose.
Siguieron las pistas de lo
perdido para reconstruir el presente. Investigaron sobre lo que fueron para
determinar lo que eran en el momento de la enunciación. Crearon un registro
histórico de un período determinado. Necesitaron escribir. Y lo hicieron con
una finalidad artística, pero también política. Dentro de todas las maneras de
escritura de que disponían, eligieron la autobiografía; porque, más que
cualquier otro género, este les permitía (re)afirmarse en el terreno del arte,
de la política y de lo personal, inmersos en el devenir del tiempo.
Debo agregar, por último, que
no existe otro testimonio más certero acerca de la identidad de un sujeto que
el que da él mismo sobre sí mismo. Si el lector logra olvidarse de lo relativas
que son las impresiones, las autobiografías descubren al individuo totalizado,
la identidad cambiante de cada sujeto, fija por un momento.
Referencias
Bibliográficas
Amícola, J. (2007). La autobiografía como autofiguración:
estrategias discursivas del yo y cuestiones de género. Buenos Aires:
Beatriz Viterbo.
Arfuch, L. (2007). El espacio biográfico. Dilemas de la
subjetividad contemporánea. Buenos Aires: FCE.
Cané, M. (1967). Juvenilia. Buenos Aires: Centro Editor de
América Latina.
Lejeune, P. (2004). La pasión por la autobiografía.
Recuperado el 19 de sept. de 2011 de http://autoficcion.es/?page_id=47
Lojo, M. R. (dir.) (en prensa). Introducción a Diario de
viaje a Oriente (1850-1851) y otras crónicas del viaje oriental de Lucio V.
Mansilla. Madrid-Frankfurt am Main: Iberoamericana-Vervuert.
Mansilla, L. (1889). ¿Si dicto o escribo? Entre-nos. Causeries
de los jueves. Recuperado el 13 sept. de 2011 de www.biblioteca.clarin.com/pbda/cuentos/entrenos3/b-372103.htm
Mansilla, L. (2000). Entre-nos. Causeries de los jueves.
Buenos Aires: El elefante blanco.
Pessoa, F. (2010). Libro del desasosiego. Buenos Aires:
Emecé.
Prieto, A. (2003). La literatura autobiográfica argentina.
Buenos Aires: Eudeba.
Rousseau, J. J. (1870). Las Confesiones. Obras de J. J.
Rousseau. El ciudadano de Ginebra. Barcelona: Obras del espíritu humano
libre.
San Agustín (2006). Confesiones.
México: Lectorum.
[1] Estudiante de la Licenciatura en Letras en la Universidad del
Salvador.
Correo electrónico:
matys20@hotmail.com
Fecha de recepción: 12-11-2011. Fecha de aceptación: 19-12-2011.
Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 357-371.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.
[2] Eventualmente escribió en otros días de la semana, y publicó en otros diarios, como colaborador.
[3] «La estricta separación entre la vida privada y pública, la paulatina toma de conciencia de la situación del hombre como ser solitario, la conciencia de sí, el valor de la introspección, la búsqueda identitaria y el robustecimiento de la idea de sujeto, son algunas de las condiciones de posibilidad que producen el verdadero florecimiento de un género escriturario intimista como la A[utobiografía], cuyo momento de eclosión más singular se da ―no por casualidad― en el siglo xviii» (Amícola, 2007, p. 15).
[4] «… el modo en que el género A juega en la mente de
autobiógrafos y autobiógrafas para lograr una imagen pública propia que
coincida con aquella que el individuo tiene para sí, esto que llamaremos aquí
la “autofiguración”» (Amícola, 2007, p. 14).
[5] No es casual que la gran mayoría de los textos literarios y políticos hayan sido producidos por varones.
[6] Mariquita Sánchez de Thompson escribió Recuerdos del Buenos Ayres virreynal, pero fue publicado casi un siglo después; Eduarda Mansilla publicó en 1882 Recuerdos de viaje.
[7] Por ejemplo: «Yo adoro el perfil (ustedes me permiten esta confidencia). Y también les ruego que me permitan seguir usando y abusando de los paréntesis. Este recurso gramatical es como las ‘guiñadas’ en la conversación» (Mansilla, 2000, p. 428). Véanse De cómo el hambre me hizo escritor, El famoso fusilamiento del caballo iii, iv y v, Bis, ¿Por qué…? i y iii para comprobar lo referente a la oralidad.
[8] «Toutes ces premières impressions… ne peuvent nous toucher que mediocrément; il y a du vrai, de la sincérité: mais ces peintures de l’enfance, recommencées sans cesse, n’ont de prix que lorsqu’elles ouvrent la vie d’un auteur original, d’un poète célèbre» (Cané, 1967, p. 7). [Todas estas primeras impresiones… no pueden tocarnos más que mediocremente; hay verdad, sinceridad: pero estas pinturas de la infancia no tienen valor más que el de abrir la vida de un autor original, de un poeta célebre.]
[9] Para el bestiario medieval, el pelícano simbolizaba el sacrificio. Se creía que alimentaba a sus crías con su propia sangre. Es una imagen poética de la eucaristía. En el prólogo de Cané, está utilizada con un sentido claro: el escritor es el pelícano y la obra, su cría.
[10] Juvenilia termina
con una escena en la cual Cané recorre los pasillos del Colegio Nacional
escuchando los ecos del pasado y la voz que le dice «Señor Doctor, lo están
esperando…» (p. 70): debía ir a presidir la mesa de exámenes de fin de año.