Onetti a las Seis
Liliana Díaz Mindurry[1]
Nota del Editor
En el
cuarto encuentro del ciclo, la autora leyó este cuento y lo ha cedido
gentilmente a nuestra revista. Apareció publicado anteriormente en Último
tango en Malos Ayres (1998), editado por Libros del Zahir y reeditado por
Ruinas Circulares, en 2008.
«Trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del
mundo»
Juan Carlos Onetti
«Para M. C. Querida Tantriste:
Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e innumerables que llegó el momento
de agradecernos la intimidad de los últimos meses y decirnos adiós. Todas las
ventajas serán tuyas. Creo que nunca nos entendimos de veras; acepto mi culpa,
la responsabilidad y el fracaso […] En todo caso, perdón. Nunca miré de frente
tu cara, nunca te mostré la mía.»
Juan
Carlos Onetti
Era la primera vez que yo había
ido al taller literario de Quesada y no para dedicarme a esbozar ambigüedades
sobre cuentitos de aprendices de escribidor, ni para leer mis propios
mamarrachos, ni siquiera porque el mismo Quesada, viejo amigo mío, me había
dicho: «Aparecete de vez en cuando, me hace bien verte, te divertís un rato con
las pavadas, lo ves a Giménez, después nos podemos ir a tomar una copa», sino
para mirar a María Calviño, Santa María Calviño como la llamaban, no sé quién
era María Calviño, pero Giménez siempre me recordaba: «Es justo para vos, tenés
que verla». Esa, susurró, es María Calviño y apenas contuve el ataque de risa.
No se trataba de un aspecto de loca de esas que andan por Corrientes vociferando,
caminando con las piernas torcidas, rascándose los piojos. Ni de esas locas
típicas de talleres con caras de Caperucita Roja o Blancanieves en el
geriátrico. Vestía con aire de monja, pero no era eso. Tendría algo más de
treinta, no era demasiado fea, los ojos grandes como platos de un gris azul
destinado a la opacidad, pero no era eso. Ni siquiera esos cuentos que leía con
aire de Alfonsina arrojándose al mar, llenos de rosas, estrellas, ángeles,
caramelos de miel, lejanías, atardeceres, pajaritos volando y cursilerías que
no superaba ni Corín Tellado. (Quesada, pese a que no estaba gratis, le hacía
mil discursos para que se fuera. Medios no muy sutiles: ¿Por qué no pone una
boutique o una peluquería? Medios absurdos: María, haga un análisis de la obra
completa de Onetti, describa todas las técnicas que utiliza y no me traiga más
sus propios cuentos hasta hacerme un informe detallado en por lo menos quince
hojas tamaño oficio). Ni siquiera esa vocecita declamatoria, ojos mojados,
manos de Santa Teresa en éxtasis por Bernini (le faltaba cruzarlas en el pecho,
ponerse una azucena cerca del nacimiento de los pezones, colocarse una rosa con
un alfiler de gancho en la cintura, un moño en las partes postreras). Era algo
más, un aire de metafísica para suplemento literario dominical, de cosa que no
existe, de petalito seco en un libro de horas titulado Jaculatorias para
alcanzar el cielo, de hojitas en manual de poemas completos de Amado Nervo.
Era ella, porque era más que todo eso, más que una fórmula.
Después vinieron las preguntas
a partir de Onetti, no entiendo por qué Onetti dice «el frenético aroma absurdo
que destila el amor», un aroma absurdo y frenético, no sé qué puede ser, el
amor huele a rosa y a jazmín, a esperanza, y por qué eso de «trataba de reorganizar
rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo», cómo imbecilidad del
mundo, acaso el mundo es imbécil, no lo hizo Dios, no hay gente inteligente,
genios, Mozart, Bécquer, Leonardo, Juana de Ibarbourou, Einstein, Julia
Prilutzky-Farny, pero seguro que hay gente imbécil, dijo alguien y reímos con
pocas ganas, casi hartos. Cómo se puede confiar en la imbecilidad, prosiguió
María Calviño, poniendo los ojos más redondos que nunca, platos redondos del
color de mi bandera, porque uno confía en la inteligencia ¿no es cierto?
Siempre concluía: «Onetti es muy extraño» y repetía sola: «confiar en la
imbecilidad, reorganizar la confianza en la imbecilidad».
Habrá sido una tarde en que
Giménez y yo tomábamos un whisky en el bar de enfrente del taller de Quesada
cuando apareció María Calviño, Santa María Calviño, envuelta en una nube
dorada, vestida de rosa, seguida por la brisa del paraíso terrenal. Empezó a
preguntarnos por Onetti, «yo no sé cómo hay que leerlo, es tan extraño».
―Mirá ―le habló Giménez sin
mirarla y, tal vez, con piedad―. Dejá todo eso. Onetti no es para vos.
En cambio yo enarqué las cejas,
la invité a sentarse a mi lado, puse mi mejor voz de caballero británico y
mientras me expulsaba el polvo dorado que caía sobre mi pantalón, le mostré un
vaso de whisky.
―Tenés que tomar mucho whisky
para entenderlo. Onetti es un destello ¿entendés? Un resplandor.
Sacó un cuadernito forrado con
vírgenes de Rafael y anotó: «Tomar whisky, Onetti es un destello, un
resplandor».
―Un resplandor, un destello, sí
―dijo ella olvidando el whisky y emocionada por las palabrejas―. Una
luz, quiere decir un brillo.
Sonreí con elegancia como se
puede sonreír frente a Oxford o en un club de gentleman. Y completé mi
pensamiento:
―Pero sobre la mierda.
Los platos azules se quedaron
inmóviles, estupefactos. Creyó oír mal. ¿Sobre qué?, preguntó. Lo repetí, gusté
de la palabra, ese néctar. La imaginé a ella desnuda, en cuatro patas,
hablándome de sus ruiseñores y de sus misales, mientras yo le contaba de
Juntacadáveres o de la tan triste que calentaba en la boca un caño de revólver
como lo haría con un sexo. Después fui más explícito dando cuenta de una
precisa escatología brillante situada en el fondo de una escupidera, cuyo
perfume era en terminología onettiana «el frenético aroma absurdo que destila
el amor».
―También olor a sexo usado
―proseguí― a intestinos, a descomposición.
Le veía el pecho sacudirse de
arriba hacia abajo, el vestido rosa a punto de recibir una metralla. Parecía
retener con desesperación sus pájaros, sus ángeles, sus jazmines. Giménez se
daba vuelta para no mostrar la risa creciendo en sus dientes desparejos.
―¿Te imaginás al pájaro patas
arriba y con las tripas afuera, al ángel defecando, al jazmín podrido en un
agua con olor a ciénaga? Bueno, todo eso lleno de resplandor, de pequeñas
lucecitas enceguecedoras. Pero tenés que beber, María. Tomarte varios vasos y
no de whisky, sino de tinto barato con gusto a vinagre en un bar
asqueroso. Entonces quizás entiendas algo.
Casi sin gestos, anotaba. Cuando
pidió vino tinto nos miramos con deseos de agonizar,
de morir allí mismo entre estertores y carcajadas. La hacíamos beber y beber
casi sin pausas hasta que no podía escribir y le bailaban los ojos.
―No puede ser
―decía y a lo mejor lloraba o a lo mejor llorábamos nosotros de risa―, habiendo
tantas cosas lindas en el mundo, por ejemplo cuando una alondra canta su primer
canto por la mañana, cuando una mujer le dice a un hombre que lo ama.
Y hasta nos daban ganas de
aplaudir y así seguimos indefinidamente no sé por cuánto tiempo, pero ella
preguntó de repente dónde vivía Onetti, con una voz que ya no era la de ella,
una voz de cansancio. Giménez me hizo un guiño y yo captando su pensamiento
expliqué:
―Vive por aquí, a la vuelta, en
una pensión de la calle Piedras― no sé por qué pensaba en Risso, el personaje
de «El infierno tan temido»: «Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una
pensión de la calle Piedras», aunque Risso hablaba de Santa María y yo de Malos
Ayres.
Lo inventamos amigo nuestro,
íntimo. En un chasquido se metía en nuestros portafolios, en el bolsillo de la
camisa, en el hueco de la mano. María ya era un desecho. No escribía, no
miraba. Había cierto peligro en esos ojos disueltos hasta el vacío, en esa
posibilidad de negro paraíso. Bruscamente sentí algo viscoso en la garganta que
puede haberse asemejado a una especie de lástima. Sería porque estaba tan
borracho como ella, sería porque estaba harto de reírme.
―¿Ves esta llave? ―le pregunté.
Saqué una llave cualquiera, una
llave de ninguna parte que no sé por qué razón tenía conmigo.
―No sé para qué sirve esta
llave, cuál es la puerta que le han destinado. Ni sé para qué la llevo. Cuando
tomo mucho me acuerdo de la llave. Y digo: puede ser que esta llave abra la
puerta de alguien. Pero la gente es una basura, una basura más chiquita,
mediana, más grande, gigantesca. Hay de todos los tamaños. Como no hay gente
solo me sirve para abrir puertas de los libros. Así leo por ejemplo que hay una
estrella azul o que tiembla el corazón de una montaña. Y veo que también los
libros son basura. Entonces abro las puertas de Onetti que no te habla de
estrellas azules ni de corazones que tiemblan. Te hace relumbrar la basura, pero
no deja de recordarte que es basura. Con esta llave que no sirve, entro en el
mundo onettiano, en Santa María o lo que fuere y me doy cuenta de que para
entenderlo del todo tendría que tragar la llave, sentir el gusto metálico en el
paladar, el gusto de lo que no abre ninguna puerta ¿entendés? Claro que no
entendés, ni vas a entender nunca. Seguí con tus pajaritos.
Giménez me oía entre divertido y espantado. La
cabeza me daba vueltas, tenía ganas de inclinarme para el aplauso, agitaba la
llave, pero María ya no estaba. El discurso fue seguramente mucho más largo. Se
habría escapado en la mitad: tal vez no lo había escuchado nunca.
Abandonó el taller, me contó Giménez. No dejó de
narrarme los acontecimientos de Quesada ni sus carcajadas cuando Giménez le relataba
con muecas y exageraciones nuestro diálogo en el bar. Sin embargo, un día la vi
en el mismo bar y me dijo que no había vuelto al taller porque estaba
preparando su «Informe sobre Onetti». Leyó con voz monótona y hasta destemplada
este fragmento de Matías el telegrafista: «Para mí, ya lo sabe, los hechos
desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que
cargan. Y después averiguar qué hay detrás de estos y detrás hasta el fondo que
no conoceremos nunca». Y luego preguntó:
―¿Qué quiere decir esto?
Me encogí de hombros.
―Porque es lo mismo que decir que no me importa lo
que me pasa con el Tipo, lo que él haga, sino saber qué hay en el fondo de todo
esto. Yo creía antes que había que soñar para olvidarse de él. Pero ahora
resulta que hay que revolver y revolver.
¿De qué me hablaba? ¿Qué Tipo era ese? Me leyó un
informe incomprensible y caótico donde la mierda con destellos se mezclaba con
el Tipo (lo ponía con mayúsculas) al vino, a la calle Piedras, a las
fotografías pardas de «El infierno tan temido» o la cara de tramposo de «Matías
el telegrafista», a los pájaros patas arriba, los ángeles con diarrea, la
basura de gente, los jazmines podridos, el gusto metálico de las llaves de
libros, esas que no abren ninguna puerta. El resultado parecía una especie de
poema surrealista entre interesante y espantoso, pero con ciertos matices de
belleza.
―Dame ese informe ―le dije estremecido y asqueado―.
Se lo voy a llevar a Onetti. Él te va a ayudar, no lo dudes.
María Calviño se abanicaba, hasta me parecía que
hablaba sola. El rosa del vestido seguía desprendiendo olor a pájaros muertos.
Le conté a Giménez y pensamos que pediríamos ayuda a Ricardo Olivieri para que
dijera llamarse Juan Carlos Onetti, para que le dictara incoherencias al
informe. Llamé por teléfono. Me atendió un pedazo de voz, un hilo.
―Onetti quiere conocerte. Le he dado tu dirección.
Irá el lunes a las seis a visitarte.
―¿Conocerme a mí? ―comenzó María Calviño― ¿Conocerme
a mí?
Creí que el «conocerme a mí» seguiría hasta el
infinito. Caminaba por calles y calles y seguía oyendo «¿conocerme a mí?». Con
Giménez nos imaginábamos la cara de Quesada, de la gente del taller, cuando
María Calviño dijera, sacudiendo su polvo dorado, con voz quebrada de poetisa
en trance de suicidio, de Pizarnik llorando con unas pastillitas en la mano,
que Onetti, el mismísimo Onetti había ido el lunes a las seis a visitarla.
Recordaba a una María roja, con ojos cerrados como si hubiese tragado
somníferos, atacada de paludismo y fiebre intermitente, que después de hablar
por teléfono, recorría calles y calles, ¿conocerme a mí?
Llegamos hasta el punto de escribirle y entregarle
nosotros mismos una misiva. La escribí yo, los otros miraban. Empezaba como la
carta del comienzo de «Tan triste como ella».
«Querida tan triste María:
Comprendo, a pesar de las ligaduras indecibles e
innumerables, que llegó el momento de conocernos. Todas las ventajas serán
tuyas. Creo que nos entenderemos. No conocernos sería mi culpa, la
responsabilidad y el fracaso. No intento excusarme invocando nada. Acepto los
futuros momentos dichosos. En todo caso, perdón. Aunque nunca mire de frente tu
cara, aunque nunca te muestre la mía.
J. C. O.»
La similitud de espejo al revés con el comienzo de
«Tan triste como ella» hacía más ridícula la voz de María:
―Me escribió a mí. Juan Carlos Onetti me escribió a
mí.
Llegó el lunes. Fui media hora antes a la casa de
María Calviño para efectuar la presentación. Entré en un zaguán viejo y me
recibió vestida de negro con estas raras palabras:
―Estoy de luto por mi anterior vida. Ahora pienso y
vivo en el mundo de Onetti.
Tenía una sonrisa muy rara, se desplegaba como un
abanico. Tenía unos ojos de leopardo que antes no tenía, dos leopardos muertos
en platos vacíos. Entré en un comedor mugriento y en desorden.
―Lo preparé todo especialmente para este encuentro
―murmuró y la voz era una especie de navaja, un cuchillo que cortaba rebanadas
de aire. Después subí a una pieza con una cama de matrimonio. La pared estaba
llena de estampitas, recortes de revistas con puestas de sol, almanaques con
pájaros, noches estrelladas, parejas besándose, cartones con acuarelas que
representaban ángeles y corazones, fotografías de actrices lánguidas de los
comienzos del cine, una biblioteca de novelas románticas. Poesía para
solteronas, libros de autoayuda, títulos como Aprenda a ser feliz o Te
amaré para siempre, Mía para la eternidad, vitrinas con estatuas
almibaradas y caracoles. Ante mi asombro empezó a romper todo, a hacer pedazos
los libros, las fotografías, los dibujos, los almanaques, las cajitas
musicales, las basuras de las vitrinas. Semejante hecatombe, la violencia de
sus gestos me empezaron a asustar y más cuando abrió un ropero y se dedicó a
arrojar ropa sucia con perfume a naftalina y sudor. Algunas prendas salían por
la ventana, otras se depositaban en cualquier parte.
―Gracias por todo esto, Juan Carlos Onetti ―exclamó
de golpe y me pareció que le hablaba al aire, a un posible Juan Carlos Onetti
que estaría por llegar.
―Ya son seis menos cinco ―susurré, deseando que esta
escena de locura terminase pronto, arrepentido de haberla fomentado, con ganas
de putear a Giménez, a Quesada, con ganas de que Olivieri no viniese, de que
alguna grieta en la pared me permitiese la huida―. Onetti debe estar por
llegar.
―Onetti ya ha llegado ―habló María Calviño
clavándome esos leopardos que se desperezaban en los platos vacíos―. Es para
vos que hago esto.
―¿Para mí? ―logré balbucear.
―Yo sé que cierto Onetti, premio Cervantes, vive en
España, y que vos me escribiste. ¿Qué me importa del otro? Vos sos Juan Carlos
Onetti, vos me mostraste la llave para abrir esos libros. Yo ya no puedo
encerrarme en esta pieza a soñar disparates. Mis pájaros tienen las tripas
afuera, mis jazmines están podridos. Hace diez años que vivo con alguien,
marido creo que se llama. Yo lo llamo «el Tipo». Viene, habla con el loro, con
el espejo, con cualquier cosa. Vomita en los rincones, escupe. Yo quería otro
mundo, pero no hay caso. Vos tenés razón, Onetti. Hay mierda y lo único bueno
es sacarle lustre a la mierda, verle los resplandores. Es bueno tomar la llave
de los libros, abrirlos, pero después tragar la llave. Yo la tragué. Hace
tiempo que necesitaba esto.
Oímos el timbre como si hubiéramos oído maullar a un
gato. Yo la miraba sin poder desprender mis ojos de esos platos grises vacíos,
de ese brillo a escombros, a mesa de póquer con fantasmas. El timbre seguía y
seguía.
―Gracias por haberme escrito, Onetti. Por haberme
llamado «tan triste María». Gracias a vos tengo confianza en la imbecilidad del
mundo. Quiero hacerte un regalo, mostrarte lo que soy capaz de hacer.
Hablar ya no tenía sentido. La locura era la pared,
el techo, el piso, los muebles, ella, el timbre, yo mismo. La seguí. Lo que vi
ya no será posible contarlo.
Porque después yo ya no estaba allí y quizás ya no
estaba en ninguna parte. A grandes lengüetazos lamía los bordes de todos los
objetos, de la misma locura, de cierta manera de ella tan feroz de clavarme los
ojos, ella, María, Santa María, ella la tan triste, diciéndome, mirá Onetti,
este es el Tipo, lo hice para vos, para que veas que soy capaz, para que veas
que como vos rompí el candado, me tragué la llave, tenía gusto metálico, al
principio creí que era más difícil, pero era fácil, era cuestión de averiguar
qué había detrás y así hasta el fondo que después de todo no conoceremos nunca,
y había un tipo en el suelo sobre una enorme mancha roja, un tipo muerto,
gracias Onetti, vos tenías razón, yo soy la tan triste, la de la enorme
tristeza, la de la tristeza que no tiene límites, y el timbre seguía sonando y
yo pensaba, son las seis de la tarde, yo soy Onetti, ella es la tan triste, he
abierto la llave de los libros, la tengo aquí, es la llave de ninguna parte,
los libros no sirven, son papel pegado o cosido, letras sobre papel pegado o
cosido, pero ella sí ha tragado la llave y ahora estoy yo aquí solo con el
gusto metálico en la lengua, sabiendo que la llave está en mi boca y que debo
tragarla.
[1] Narradora,
poeta y ensayista. Coordina talleres literarios desde 1984. Obtuvo numerosos
premios, entre ellos, el Primer Premio Fondo Nacional de las Artes 1993.
Correo electrónico:
lidimienator@gmail.com
Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 276-283.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.