Tahona Estuosa

 

                                                                                                                                    Jorge Aulicino[1]

 

Un patrón para medir, incluso definir, lo regional es cuánto tiempo puede permanecer un usuario frente a una página de Internet. He visto algunos que les conceden varios minutos a una misma página, otros que apenas lo hacen unos segundos y no se fijan en ninguna.

Esto puede tener variaciones territoriales, y si eso es así, se puede suponer que es debido a los ritmos distintos que todavía se atribuyen a las ciudades grandes y a las ciudades chicas, a los pueblos y a las casas solariegas. El efecto de estas variaciones en la poesía y el arte es menos apreciable. Y lo que, finalmente, une a los usuarios de todo un país, incluido este, es que casi todos recorren la red, y que, aunque no lo hagan, están incluidos en el mismo universo audiovisual.

Sabemos que el mundo virtual es global, y a la inversa. El efecto que produce vivir en este mundo es que sus contornos, iluminados por las mismas imágenes, se diluyen, y en muchos casos se distorsionan, de manera tal que se da por presente lo que está lejano y por lejano, lo que está presente.

De este modo, el concepto de literatura regional se amplía para hacerse casi nacional, para abarcar la nación, o el conjunto de culturas, que intentan preservar sus características ante una globalización de la cultura en su conjunto.

Antes de que este concepto de lo regional se divulgara se habían librado ya algunas batallas contra el carácter avasallador de la cultura global. Pier Paolo Pasolini, en los setenta, percibía en esa globalización una voluntad hegemónica: la de Estados Unidos. Pero no se trataba de la dominación de la cultura estadounidense, sino de las imágenes dictadas por el consumo de mercancías, que en opinión de Pasolini, moldeaba los cuerpos y las mentes. En este sentido, la predicción de Pasolini se cumplió, en tanto la circulación de mercancías moldeó la apariencia, determinó que las mismas ropas y las mismas modas y modos, las mismas marcas e incluso las mismas mercancías se consumieran y reprodujeran en todas las latitudes.

La enorme feria de mercancías de imitación que se extiende al sudoeste de la ciudad de Buenos Aires, llamada «La Salada», es un casi monstruoso resultado local y un emblema de esa globalización, de ese sistema de producción y reproducción global. Lo auténtico y lo «trucho» es allí indiferente. Pues se sabe que todas las prendas de marca que se venden son falsas. Y, a la vez, se sabe que difieren muy poco del original y hasta tienen la misma calidad del original. Lo falso, lo inauténtico del consumo global, que denunciaba Pasolini —el hecho de que un muchacho africano pudiese usar un pantalón típicamente estadounidense, como el jean—, se diluye, se banaliza, y de algún modo se legitima en «La Salada». A una distancia relativamente corta de «La Salada», en el barrio porteño de Mataderos, se abre todos los fines de semana la feria de tradiciones, que incluye comidas y prendas. Allí compra un vestigio de tradición —un cinturón de piel de carpincho, un poncho, una chalina— la clase media de la Capital Federal; allá, en «La Salada», compra prendas falsas la clase trabajadora, en gran parte conformada por inmigrantes internos, por gente venida del llamado Interior.

En estos y otros espacios, en villas y urbanizaciones, en los márgenes de la carretera, en los suburbios de cualquier ciudad del país, se mezcla no solo la gente, sino las ideas para el observador. La gente llegada a la villa no está en su sitio, pero mantiene en escasa medida su cultura de origen. En todo caso, las fiestas regionales o comarcales se reproducen en un ambiente donde se incorporan los usos y los atavíos de la gente de la ciudad capital. Y como toda capital es cosmopolita por vocación y por fatalidad de mercado, el provinciano se globaliza en esa aclimatación.

Pasolini veía la vigencia del mito antiguo en el subproletariado urbano. Allí percibía la existencia del gesto y el contenido arcaico. Hoy, un poeta urbano, un poeta argentino, todavía joven, como Juan Desiderio, titula Barrio trucho un libro suyo hablado en la marginalidad. Ya no encuentra Desiderio un rastro antiguo, una persistencia poética, lírica, la ritualidad, la vida dionisíaca en la multitud apiñada en la villa. El barrio entero es trucho, es falso. No es ni un barrio urbano ni un reducto de la tradición rural.

Todo, incluso los barrios bajos, ha sido absorbido por la globalidad y por la estética de la globalidad, que son la publicidad y el marketing. Los ambientes bajos son el escenario, muchas veces, de esa larga historia de aclimatación, de realización, de la mercancía que cuenta la publicidad. Ambientes ásperos pueden ser la utilería de, por ejemplo, una producción fotográfica de ropa o de zapatos, de autos o de motocicletas. Del mismo modo, lo son los paisajes no urbanos, el otrora dominio absoluto de lo regional, en el que se deslizan raudas y globales camionetas 4 x 4.

La poesía se desenvuelve en ese mundo ambiguo al que, cuando es honesta, se debe, en el sentido de que toda poesía tiene una voz arraigada en la materia, en el mundo circundante, ponga o no el foco en esto, y sea la materia concreta o virtual. Esa materia se expresa, sin embargo, en nombres.

¿Qué significa hoy, para un poeta, decir Argentina, o Jujuy, o América Latina? Desligada América Latina del concepto de emergencia en la que se la envolvió hace cuatro, cinco décadas, ¿cómo se la pronuncia actualmente? (Digo emergencia en el sentido de continente que emergía, nuevo, revolucionario y hasta violento). ¿Cuáles son las actuales preocupaciones de un poeta de Buenos Aires, de Tilcara o de Bogotá? ¿En qué difieren entre sí? ¿Dónde se cruzan? ¿Tiene, cada uno, una lengua materna?

Esta última pregunta es clave. El poeta establece un vínculo profundo con su lengua de cuna, en tanto su trabajo consiste en utilizar a fondo su principal bagaje cultural, el idioma de cuna. Si en él se mueve con aptitud, no hará falta que sus datos biográficos completen su obra. No hará falta ninguna nota al pie de sus poemas: la topografía es, diría, inevitable para el poeta y lo identifica. En la topografía, la parla materna, sea caduca o neococoliche, no puede fallar. El Paraná se llamará Paraná y evocará lo que el lector evoque, sea argentino o egipcio. «¿De qué habla este?», se podrá preguntar un extranjero lejano, pero el topónimo le dirá algo. Allí la poesía hace su nudo idiomático indestructible. Su contexto lingüístico inevitable. Hay colinas y pájaros que se dicen en el habla de la manera en que siempre se dijeron. Santiago Sylvester llama «chalchalero» a un pájaro que aquí creemos que es el zorzal. No puede evitarlo. No por afán pedagógico, sino porque un esqueleto de nombres persiste en toda lengua, y persistirá en tanto no se cambien los nombres de los ríos, de las montañas, de la flora y la fauna.

La vanguardia cosmopolita es hoy un patrimonio de la poesía en todas partes. Pero en su origen, libró, al menos en estas latitudes, una batalla íntima. Así Vallejo, que parece hacer estallar el idioma en Trilce, hace uso de términos que son andinos, en tanto fueron preservados en la región andina de Perú, en su significado remoto. «Tahona estuosa», dice, y no panadería caliente o calurosa, porque aquella tahona y aquel sentimiento de lo caliente, o simplemente lo cálido, como estuoso, pervivía tal vez en él, pero sobre todo, pervivía en la lengua que estaba haciendo, supuestamente, estallar.

Hay palabras que nos han dicho algo de una vez y para siempre. De ellas no se puede desprender el poeta, aventurero en su lengua, pero también entomólogo en su lengua. No es un acto de voluntad, es solo su trabajo cuando comprende que su materia prima es la lengua, toda la lengua, incluida la propia: la de su cartografía, la de su libro de pájaros locales. Al influjo de la lengua global, puede que una vez hablemos de lejía y otra de lavandina, y algunas veces usemos incluso palabras inglesas —también aprendidas ya desde la cuna—. Pero al Paraná le llamaremos siempre Paraná. Las calles cambian de nombre, los ríos no. Y aun así, la calle Corrientes será, me temo, siempre la misma, aunque es avenida desde hace ochenta años.

 



[1] Poeta, periodista, crítico y traductor argentino. Es subdirector y columnista de la Revista Ñ.

Correo electrónico: jorgeaulicino@gmail.com

Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 263-266.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.