La Diversidad en la Integración

 

                                            Santiago Sylvester[1]

 

El título de este trabajo propone dos términos complementarios:

                     «Diversidad, que es un hecho»

                     «Integración, que es un proyecto»

Hay que decir que ambas cosas se han ido reformulando de manera continua a través del tiempo, porque lógicamente ninguna es nueva, aunque ahora hayamos tomado conciencia de ellas y se hayan hecho más agudas, y por lo tanto, más actuales.

En la región del Noroeste, que es la mía, hubo sucesivas diversidades e integraciones, algunas preexistentes a la conformación de las provincias, incluso de los países, porque ya existían con características propias (algunas de las cuales subsisten hasta hoy), antes del descubrimiento de América. Y es probable que lo mismo se repita en muchos lugares de Latinoamérica.

La región amplia, supranacional, estuvo delimitada por el Imperio Incaico. Yo solo consignaré sobre el período precolombino que la integración, además de política, estuvo configurada por un cúmulo de costumbres, artesanías, creencias, música, gastronomía, formas de la diversión y del aburrimiento, y por la difusión del quechua que sirvió de «lingua franca», del mismo modo que el latín sirvió en Europa durante siglos. En el período incaico existió gran diversidad lingüística, pero el quechua era la lengua del comercio y la política; y dejó una base lingüística que perdura hasta hoy. Yo siempre digo que en el norte argentino hablamos quechua sin saberlo, por la gran cantidad de palabras de ese idioma que están incrustadas en el español.

He señalado entre los elementos que integran una identidad regional algunas cosas que pueden parecer accesorias, como las artesanías, la música o la gastronomía; quiero recordar que Eliot, en sus «Notas para la definición de la cultura», dice que una prueba de la decadencia de Inglaterra es la indiferencia inglesa por la cocina. Una indiferencia que al parecer es proverbial y antigua, puesto que Thomas De Quincey recoge el comentario de un francés que pasó por Londres a comienzos del siglo xix; aquel viajero no acababa de entender cómo una sociedad podía tener cincuenta y nueve religiones y una sola salsa. En el Norte, aquel francés no se hubiera asombrado por la falta de comidas regionales: hay una verdadera cultura gastronómica, especialmente la cultura del maíz que, además de su propia variedad de cocina, tuvo hasta una bebida sagrada que, ya sin el aspecto sacramental, se sigue fabricando hasta hoy: me refiero a la chicha.

La integración preexistente, y el hecho de que se haya mantenido la región cultural hasta hoy, me parece fundamental, porque la formación de una cultura, es algo que muy difícilmente se pueda conseguir a puro proyecto. No digo que sea imposible, pero sí señalo una extrema dificultad en lograr, a partir de un plan deliberado, la creación de una región, en la que cuajen los distintos elementos que la integran. De modo que la existencia de esta región es algo que debemos agradecer y cuidar.

El planteo de la diversidad en la integración toca de lleno el tema de la identidad; y me remite a la conversación que tuve hace algunos años, en Madrid, con el novelista español José Avello. Se asombraba mi amigo de la persistencia argentina, sobre todo porteña, en preguntarse por su identidad: obsesión por el origen, por saber quiénes somos, qué hacemos aquí, y qué explicación daremos a nuestros triunfos y fracasos. Es un asunto que, como se sabe, ha ocupado extensamente el pensamiento nacional; se han organizado simposios sobre el tema, se han escrito libros, monografías y se han elaborado teorías especiales para explicar en qué consiste ser argentino. Borges ha ido por el atajo y ha opinado que ser argentino es un acto de fe.

Tal vez convenga recordar que la palabra «argentina», referida a nuestro país, proviene de un poema y de un equívoco. El poema es Argentina y conquista del Río de la Plata, con otros acaescimientos de los Reynos del Perú, Tucumán y estado del Brasil, de Martín del Barco Centenera, un arcediano nacido en Logrosán, que escribió este poema a modo de crónica imaginativa, y muchas veces embustera, para deslumbrar a sus compatriotas contándoles lo que vio en su viaje por estas tierras. Y el equívoco está en que, como se sabe, argentum, en latín, significa plata; y las minas de plata a las que hace mención la denominación están al norte, en lo que nunca fue estrictamente Argentina, y ahora es Bolivia. Basándonos en estos datos, no es casual que una de nuestras preguntas reiteradas sea precisamente por la identidad. Sin embargo, mi amigo español llegaba a una conclusión distinta: si los argentinos ―decía― supieran cuán distintos y particulares resultan vistos desde fuera, se dejarían de fastidiar con su obsesiva pregunta por la identidad.

Por supuesto, esta es una pregunta que se seguirá haciendo, pero la opinión de Avello apunta a algo revelador: la identidad está dada, en gran medida, por la mirada del otro. Es decir, el reconocimiento ajeno a la identidad propia resulta, al menos, tranquilizador respecto de esta cuestión. No digo que calme la angustia acerca de qué haremos con nosotros mismos, pero, por lo menos, nos trae el alivio de comprobar que alguien sabe que existimos, y que somos reconocibles.

Pero tomo un aspecto más cercano y más concreto de este asunto. Me referiré rápidamente a la región que me implica, el noroeste argentino, y sobre todo a mi área de conocimiento, que es la literatura.

Durante muchos años, en Argentina ha existido, y todavía perdura, la conciencia de que, ante un poema, un cuadro, una expresión artística determinada que reuniera ciertos elementos, se estaba ante una obra del noroeste; que era como decir, ante un producto regional. La pregunta consiguiente es: ¿qué se veía para llegar a una conclusión como esa? O dicho de otro modo: ¿cuáles eran los elementos constitutivos de esa experiencia artística para que sea reconocida como norteña? Yo diría que básicamente dos: descripción del paisaje rural y celebración de lo que en él se da: fauna, flora, trabajos, sabiduría popular, tipos humanos, etc. Estos han sido los elementos específicos que, tanto para las manifestaciones folklóricas, como para la llamada literatura culta, han ayudado a caracterizar la producción regional.

Sin embargo, conviene preguntarse si siempre ha sido así, y sobre todo si continúa siendo hasta hoy. La pregunta no es mera curiosidad histórica, sino que indaga por el núcleo del asunto: por la identidad, por cómo se configura, por qué elementos se incorporan y qué elementos se abandonan en el transcurso histórico de una comunidad. En el fondo, esta pregunta procura descubrir la tradición de un pueblo.

Me parece importante recordar que la palabra tradición significa etimológicamente entrega. Traditio, del latín, entrega. La tradición es, pues, la entrega histórica que una generación, o una sucesión de generaciones, hace a la generación presente. Se trata, desde luego, de una entrega en bloque: un conjunto complejo, como un material de arrastre formado por modos, costumbres, rituales, acontecimientos, memoria y trabajos realizados. En esa entrega vienen, como no podía ser de otro modo, cosas útiles e inútiles, cosas que sirvieron para un momento determinado y que resultan inviables en otro, y también llegan las bases más sólidas sobre las que se construye la permanencia necesaria de un grupo humano. Desconocer la tradición, puede ser suicida; y respetarla a rajatabla, estéril. El problema, como siempre, es qué uso se hace de los dones recibidos. Albert Camus tiene una frase que, citada de memoria, y repitiendo un conocido formato, viene a decir que la tradición es algo demasiado importante como para dejarla en manos de los tradicionalistas. Además de la ironía, la frase apunta a una distinción tajante: la tradición, en manos de un tradicionalista, es un cuerpo muerto, un lastre que tiende a inmovilizar; mientras que, con una visión activa, la tradición sirve para trabajar con ella, hacerla útil y darle continuidad. La tradición, en manos de un tradicionalista, termina siendo un decorado, pomposo y no exento de belleza, pero sin vida adentro, habitada por sombras y fantasmas. Mientras que concebida con una intención de progreso, sirve para la vida actual. Entiendo que la diferencia se basa en el lugar en el que nos situemos: el tradicionalista está instalado en el pasado, y desde allí concibe la realidad actual; el progresista se sitúa en el presente y, desde aquí, analiza y selecciona aspectos del pasado. La consecuencia de una actitud y otra tiene rasgos radicalmente distintos: uno, recibe el bloque tradicional sin retaceos ni inventario previo; el otro analiza la entrega, discierne sobre el contenido y elige finalmente lo que le conviene. Para uno, la tradición adquiere un sesgo peligrosamente sacramental, la mira con veneración y suspende todo juicio sobre ella, como no sea la aceptación a libro cerrado; y el otro se permite la libertad de optar.

En este sentido, quisiera decir que los grandes hitos de la literatura del norte han estado marcados por una mirada atenta a la tradición, pero también al viento de la época; y esto ha permitido sumar a la realidad norteña, en esos momentos de más creatividad e importancia objetiva, una comprensión abierta del mundo. Un breve repaso por algunos de ellos nos permitirá, a través de los ejemplos, analizar sus contenidos.

Hay un primer período de consolidación de la literatura del norte que está marcado por la poesía de Joaquín Castellanos y la prosa de Joaquín V. González, entre otros. Es el de fines del siglo xix: Castellanos nació en 1861 y González en 1863; y en ese momento la región no es prioritaria para la literatura. Aun cuando Mis montañas, de González, y un largo poema de Castellanos, Tierra madre, se refieren específicamente a la región, el decorado de fondo es el romanticismo decimonónico. Sin embargo, sirvieron de fuertes antecedentes para que viniese poco después un grupo de escritores que se dedicaron, ya de un modo deliberado, a ocuparse de ella.

El primero de estos fue Juan Carlos Dávalos; y poco después llegó su cuñado Daniel Ovejero, que era unos años menor. Dávalos nació en 1887 y Ovejero en 1894. Ambos tratan la región y lo que en ella acontece de un modo deliberado y casi excluyente: se dan cuenta de que tiene suficiente prestigio como para darle jerarquía literaria; son los que por primera vez abordan los temas populares y territoriales. Esto ya lo había hecho, por supuesto, la poesía anónima y popular: señaladamente, la copla, que tiene un protagonismo impresionante en las recopilaciones de Juan Alfonso Carrizo, Orestes Di Lullo, etc. Pero en la literatura más elaborada, Dávalos, y luego Ovejero y Ricardo Rojas, son los primeros que se ocupan sistemáticamente de la zona.

El caso de Dávalos resulta sugerente porque se trata de un poeta que no vio, ni le interesó ver, la literatura de su contemporaneidad. No olvidemos que a principios del siglo xx hizo eclosión el movimiento literario que se conoce como vanguardia: el dadaísmo, el surrealismo, el ultraísmo, la incorporación del inconsciente, de la libre asociación, y la ruptura formal. En Argentina también este movimiento, «la belleza convulsa», como la nominó Breton, tuvo representantes importantes: Borges y su generación, y un poco antes Ricardo Güiraldes que había publicado poesía vanguardista, muy afincada en su momento. Dávalos no atendió a su época, mas bien la ignoró por sistema: estuvo formalmente asido al pasado, a la poesía española del siglo xix, al siglo de oro, e incluso a poetas anteriores, como Manrique y el Marqués de Santillana. Incluso dejó escrita su protesta en 1917: «Y si el público argentino entiende a ciertos provincianos que suelen pensar en francés, aunque versifiquen en español, ¿por qué ese público no le ha de entender a un provinciano que piensa en salteño y escribe en español?» Con la socarronería que usaba Dávalos, me parece ver que «esos ciertos provincianos» (de actitud provinciana, en realidad) eran los poetas rioplatenses, con su deslumbramiento un poco snob por todo lo que llega de afuera.

Ovejero, en cambio, tuvo una predisposición distinta, más abierta que su cuñado, hacia la época que le tocó vivir. Seguramente influyó su vida en Buenos Aires, fue buen abogado allí y Profesor de la Facultad de Derecho; dejó en su correspondencia una atención bastante fuerte a la literatura europea de ese tiempo: ahí están las cartas que se escribieron con Teodoro Sánchez de Bustamante, publicadas por la Universidad de Jujuy, en las que considera con nostalgia a la cultura europea y llega a lamentarse de vivir en un país donde, dice, lo más importante son las vacas. Lo expresa con más crudeza en El arte de envejecer: «…resulta una verdadera tragedia tener que vivir en un país de vacunos estúpidos, sórdidos e ignorantes». Pero también es cierto (literariamente más cierto todavía) que Ovejero no incorporó en su literatura los aportes europeos (formales) de la época.

Y, sin embargo, hay un hecho fundamental, que no es posible soslayar: cuando Dávalos y Ovejero empezaron a escribir, en Latinoamérica había comenzado a desarrollarse, años antes, un movimiento que tuvo amplia difusión y exponentes extraordinarios: la «literatura de la tierra». Se trataba, en un principio, de una corriente de nacionalismo romántico, que rápidamente se ramificó en varias direcciones, que se especializó en dar cuenta de la temática local, con fuerte presencia de lo rural. Desde México a la Patagonia se implantó la necesidad de dar testimonio, y estos escritores se incorporaron de una manera natural a esa corriente. De modo que, si bien en lo formal prescindieron del entorno mundial, no hicieron lo mismo en cuanto a los contenidos: los asuntos que fueron obsesión de estos autores eran los propios de buena parte del continente americano. Un repaso rápido nos recuerda a José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Mariano Azuela, y ya en la Argentina a Roberto J. Payró, Benito Lynch, Horacio Quiroga, Mateo Booz, Alfredo Bufano, Adán Quiroga, Carlos B. Quiroga, Ricardo Güiraldes y, específicamente en Salta, a Federico Gauffin.

La «literatura de la tierra» tuvo presencia definitiva en la conformación cultural de los años siguientes. Recordemos que el grupo La Carpa nació, por los años 40, con el propósito explícito de celebrar el paisaje, el hombre en su hábitat, y de dar testimonio de la región, eludiendo el folclorismo. (Esto es casi un extracto de su manifiesto). Los poetas de La Carpa, y otros poetas que no integraron este grupo, pero que se adhirieron a sus propuestas, sí estuvieron, contrariamente a la actitud de Dávalos, atentos a las renovaciones formales de su época. La influencia de Neruda, Vallejo, la generación española del ‛27 y, en general, los aportes de la poesía de vanguardia, estuvieron presentes de distinto modo en todos ellos. Además, este grupo nació, significativamente, con una intención que no se limitaba a lo local, sino que abarcaba la región. Su importancia consistió, no solo en el valor literario de buena parte de sus integrantes, sino en el hecho inédito hasta entonces de que un conjunto de escritores, por primera vez, y como base de su programa literario, dijo «somos una región». Sería necesario agregar que, hasta hoy, es el único grupo del país que abarcó programáticamente toda una región, lo que no ocurrió en ninguna otra zona, ni volvió a ocurrir en el Norte.

La adscripción evidente a la «literatura de la tierra», más la eclosión extraordinaria del folklore por esas fechas, fue determinante para que ocurriera ese fenómeno que señalé al comienzo: la identificación de un tipo de expresión (celebrante y referida al paisaje) como literatura arquetípica de esa región. Esto, desde luego, solo fue posible con el aporte de varias circunstancias; señalo dos: la calidad indudable de esos escritores y la necesidad social de los asuntos que trataban. La literatura que escribían fue recibida como algo con lo que era posible identificarse; es decir que, además de haber sido en muchos casos ejemplo de literatura (poesía) social, también fue una poesía que cumplió un papel importante en la sociedad.

La creación literaria posterior viró hacia otros rumbos. Creo, sin embargo, que La Carpa (con algunos otros grupos de distinta importancia, como Tarja y Calíbar), marcó un antes y un después en la literatura del Norte; y en buena medida, a partir de entonces, se escribió bajo esa estética que delimitaba el terreno, e incluso los que escribieron «en contra» de esa estética tuvieron que tenerla en cuenta para avanzar en la dirección que buscaban. No creo que la literatura se haya desligado del entorno, mas bien es evidente que éste se modificó, la vida cambió en la ciudad chica, y tenía que generar otros resultados. En primer lugar, hay menos proximidad rural, las tareas del campo son más técnicas y desprovistas de mística; y, por otra parte, los problemas generales de la gente, hoy por hoy (y desde hace varios años), son urbanos; todo ello ha tenido lógica consecuencia en la cultura local. Es decir, las ciudades han crecido.

Volviendo al comienzo, diría que si algo caracteriza al momento actual es precisamente la diversidad. Es el hecho más visible, y en cualquier lugar. Pero también me parece evidente otro hecho fundamental, que la propia época diversa está creando: la fusión, eso que se designa como integración. La época es integradora de variantes y diferencias: son dos caras de la misma moneda. Las minorías tienen conciencia de su presencia social y de su valor, y reclaman el lugar que les toca en el tablero. Y este hecho, el de la autoconciencia, y el reclamo consiguiente, forman parte también del hoy. Por eso creo que hablar de diversidad e integración expone uno de los proyectos de la actualidad, y en los debates consecuentes no se suele discutir su importancia sino, en todo caso, cómo conseguirlo.

Lo que en todo caso me parece una alarma actual, es la forma a veces arrolladora de la integración, que no incluye una cultura como dato de interés, de verdadero aporte, sino como parte de la cultura de masas, lista para ser mostrada en una decoración más o menos frívola y televisiva. Es una aplanadora que también pertenece a la época, y las regiones de cultura arraigada, como el Norte, tienen que tener, a pesar de su fortaleza siempre relativa, una respuesta para no desaparecer en el gran magma, o quedar como muestra insulsa para solaz de alguien cuya cara no veremos nunca.

Cómo hacer esa integración de modo que no desaparezcan los aspectos fundamentales de la diversidad, me parece que es el núcleo del proyecto contemporáneo.

Se puede ver que la identidad cultural en nuestra región, y posiblemente en cualquier otra, es algo que se ha ido trastocando, no solo por el devenir, sino también por la movilidad de quienes la conforman. La identidad de algo o de alguien no está fijada de una vez para siempre, está en gestación. Y si vuelvo al tema, es porque de ella salen los elementos diversos que hay que integrar. La identidad no es, sino que se está haciendo; es un largo proceso y, como tal, no nos permite confiar solamente en lo que ya está hecho; tenemos que tomarnos el trabajo de seguir haciéndolo. Porque el problema por resolver es, siempre, el presente; que es como decir, el problema de siempre es cómo haremos nuestra tarea. Sobre el pasado ya existe «cosa juzgada»: ya tenemos opinión, ya está hecho y, a lo sumo, cada cual lo maquilla a su gusto. El futuro, por su parte, no existe sino como proyecto que se disputa hoy. Mientras que el presente se mueve, no tiene orillas fijas, nos presenta todo mezclado, tenemos que ser nosotros quienes separemos lo válido de lo desechable, y, para más complicaciones, tenemos que hacerlo todo el tiempo.

Cuál es, pues, la identidad actual de la cultura del Norte, y por lo tanto qué diversidad debemos integrar, es una pregunta que puede tener una respuesta tentativa y arbitraria. Contamos, sin embargo, con algunos datos sólidos: las obras de los escritores y grupos que he venido nombrando más los que no he nombrado, las artesanías, que tienen cada vez más interés y difusión, la gastronomía, que se ha conservado con una calidad extraordinaria; los conocimientos populares que conviene preservar. Lo más complejo sería señalar la dirección, hacia dónde va, y cuáles son los nuevos aportes de las generaciones más recientes, el sentido de sus preocupaciones. Lo único que se me ocurre señalar, y que es consecuencia de todo lo que he venido diciendo, es que no podemos olvidar que los mejores momentos culturales que ha tenido el noroeste han provenido de la apertura. La endogamia ha sido siempre un mal proyecto; lo peor que podría pasar sería caer en el autoconformismo, en la alabanza recíproca, como si una cultura fuera una sociedad de socorros mutuos. La tradición cultural de la región es fuerte y de buena calidad, de modo que debemos usarla a favor: engarzándola en el viento de la época, dado que el viento, por su naturaleza, sirve para ventilar.

 



[1] Poeta y ensayista salteño. Ha recibido numerosos premios, entre ellos, del Fondo Nacional de las Artes; Nacional de Poesía; y Gran Premio Internacional Jorge Luis Borges. En España, el premio Ignacio Aldecoa (cuentos), y el Jaime Gil de Biedma (poesía).

Correo electrónico: santiagosylvester@gmail.com

Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 254-262.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.