Pueblo Sepia

 

Maridé Badano[1]

 

Nota del Editor

Este cuento inédito de la autora forma parte de un volumen titulado Galería de Sombras (Tercer Premio en el Concurso Nacional «Héctor Murena» de la Sociedad Argentina de Escritores), que incluye numerosos relatos, muchos de ellos premiados en concursos literarios municipales y nacionales.

 

…la sombra de un compás tendiéndose

sobre la esterilidad de la arena.

Rodó, Ariel.

 

Por eso llegamos hasta quinto grado nomás. El maestro de entonces, el nuestro, que era un hombre bastante joven, con una linda familia, una persona normal, ¿sabe señorita? como cualquiera de nosotros, un día, y a la vista de todo el pueblo, enloqueció.

Salió huyendo por el campo como si escapara de algo. Todavía me parece verlo corriendo por el campo, el saco de su traje marrón abierto y embolsado por el viento sur. No se detuvo. Y lo vimos desaparecer entre los pastizales, todos; los chicos, también. Cuando huyó el maestro, el pueblo lo esperó pensando que, de la locura, se vuelve y por qué no podría él volver algún día, ¿no?

Pero pasaron unos meses, un año y su mujer lo dio por muerto. Un día se vistió de luto, de la cabeza a los pies, y le puso a la hija un moño negro en la cabeza y al hijo un brazalete de seda negra. Fueron el comentario general por un tiempo, hasta que todos pensaron que, si la mujer —que era devota como madre y esposa— lo había enterrado, ¿por qué no dejarlo descansar en paz, nosotros también? No lo esperamos más y se pidió otro maestro a la Capital.

Tardaron en mandarlo, pero, de todas maneras, cuando llegó nadie quiso ir a la escuela. No era lo mismo que con el otro, el desaparecido, ¿sabe? Los que lo conocieron, porque a los de mi casa no nos dejaron conocerlo siquiera, dicen que era un poco amanerado, que usaba camisa rosa y esas cosas. Sabe cómo es el pueblo. Si a alguno le entra una idea en la cabeza, no se la sacan ni a palos. La verdad, señorita, es que el reemplazante se empeñaba de veras en llevarnos a clase. Un día hasta organizó un festival. Fue casa por casa invitando a la gente, pero en la mía no entró: mi mamá se plantó en la puerta a recibirlo, todo con tal de que no lo viera mi papá, que desconfiaba de los maestros y de los curas. La gente se retrae, siempre es la misma, ya ve. Hoy, sin ir más lejos, cuarenta años después.

Algunos volvieron a la escuela. Entre ellos, mi primo, que hoy es dentista en la Capital, pero le costó una pelea con mi tío. Como mi papá, mi tío pensaba que el maestro no le iba a enseñar nada bueno, pero mi primo, que era testarudo, se enfrentó a él diciéndole que el nuevo maestro sabía mucho, que no quería ser burro como nosotros y todas esas cosas que se dicen para convencer a otro. Así fue, ¿sabe señorita?, al final, mi primo continuó yendo a la escuela y, por eso mismo, durante años tuvo prohibida la entrada en la casa, no fuera cosa de que nos contagiara su obstinación y nosotros decidiéramos imitarlo, hasta que papá se enfermó de la cabeza y se le mezclaban las ideas, el pasado y el presente se le hacían uno y no estaba seguro ni de cómo se llamaba.

Para entonces, nosotros seguíamos sin estudiar y se nos había hecho una costumbre. A esa altura, ya estábamos crecidos para empezar de nuevo; pero mi primo sí, él no paró hasta ser dentista. Después del primer reemplazante, creo que vinieron otros a nuestra escuela. Pero todos, con poca suerte. Hicieron todo lo posible. Uno ofreció merienda a media mañana para los chicos que vivían lejos y venían sin desayunar, decía, pero el pueblo no picó el anzuelo. Es un pueblo fuerte el nuestro, no se deja convencer tan fácil. Al principio fueron algunos chicos, pero al tiempo, como pasa siempre por aquí, se unieron al resto que se empeñaba en no ir a la escuela.

Y llegaron otros maestros, hasta hubo una maestra. Pero como era jovencita y linda se pensó que no debía saber nada, como las chiquilinas, ¿vio? que solo se meten en líos porque justamente no saben nada.

Por eso le cuento, señorita, que a usted no le va a ser sencillo que la gente le mande los chicos a la escuela, si bien a usted se la ve seria y entendida. Perdone si la aburrí con tanta charla, pero es que usted me cae en gracia, ¿sabe?

 

 

 

 

Le agradecí la molestia que se había tomado en contarme la historia de su vida y la de tantos más. La vi levantarse de la silla donde se había apoltronado como una gallina, para hablar cómodamente.

Me levanté al verla decidida a irse. Nos dimos la mano, y sentí una mano flácida que apenas apretaba la mía, como al pasar. Esa costumbre de campo, pensé. Llegó hasta la puerta de la escuela, y salió a la calle polvorienta, para unirse al sepia del paisaje.

Acomodé las sillas, los bancos, las flores que había cortado para el jarrón del escritorio, con el ánimo de hacer más placentera mi mañana en ese pueblo donde los pocos alumnos la miran a una como si no estuviera allí. Guardé la lata de galletas que siempre llevaba con la ilusión de que algún día una bandada de chicos llegara a vaciarla. Barrí el piso del aula que siempre se cubría de polvo, porque el viento sur no paraba de soplar, y cerré la puerta de la escuela hasta la mañana siguiente.

De vuelta en  casa, por el camino de las afueras del pueblo, que lindaba con el campo abierto y verde, como un mar de esperanza, movido por el viento sur, me detuve un momento. Pensé que ese era el lugar donde el maestro había desaparecido, hacia lo desconocido, con su saco embolsando ráfagas de viento, sus ágiles pies y su carrera desordenada.

Sentí ganas de dejar el bolso con mis libros, el sacón de lana y hasta mis zapatos, y correr por el campo dejando atrás mis mediocres ambiciones, el silencio del pueblo en sepia y todo el polvo.

La inmensidad me atraía, y me envolvía, con un llamado irresistible.

 



[1] Escritora, Licenciada en Filosofía y Secretaria Académica de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad del Salvador. Correo electrónico: maria.badano@salvador.edu.ar

Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 243-245.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.