El Desierto
Adolfo Colombres[1]
Nota del Editor
Este
relato formará parte de un nuevo libro que el autor tiene en preparación y que
verá la luz a mediados de 2012. Nuestra revista lo presenta como adelanto
exclusivo.
Hacia el final de una pesadilla que tuvo en uno de
esos hoteles sin nombre de los valles, la sobresaltaba el mugido de la
locomotora de un tren que hendía la oscuridad eterna, colmado de pasajeros que
se marchaban al sur, abandonando sus caseríos desamparados. Ante el aviso
repentino de que en él viajaba su madre, se incorporaba de la cama de un salto
y corría hacia la estación en la que se había detenido. Se sumergió así en la
multitud de siluetas que se conglomeraban en el andén, procurando reconocerla
en ese tumulto o entre los rostros hieráticos que observaban la escena a través
de los vidrios sucios de las ventanillas, apenas delineados por la luz pálida
de los vagones. Despertó entonces en medio de la noche, agitada y al borde del
terror. Al rato, rompió en llanto, desconsolada como una huérfana. Compadecida
de ella, su bullente memoria la relevó de interpretar estas visiones,
trasladándola en un instante hacia un desierto de sal, en la última tarde del
milenio, cuando el mundo suspendía el aliento como si todo fuera a terminarse.
Con el permiso de Faustino, su amable anfitrión, se
afanaba en convertir uno de sus conos de sal, junto a la larga hilera de
piletas rectangulares, en la escultura de una niña, usando como modelo una foto
que su madre le tomara poco antes de morir. Desde ya, no el cuerpo entero, sino
tan solo el busto, con dos trenzas rematadas por una cinta celeste como detalle
realista. Vio pasar entonces por el costado de la carretera a doña Modesta
Calpanchay, la mujer de Faustino, llevando una carga de plantas leñosas sobre el
lomo de Lázaro, un burro pardo al que contaba entre sus amigos entrañables, al
igual que el Uriel, un perro flaco, puro cuero y de mirada triste, el que esta
vez no la seguía.
Suspendió el trabajo y fue a su encuentro, pues era
hora de volver a casa y prepararse para la solitaria despedida del milenio que
había urdido. Al llegar junto a Modesta, se quitó los gruesos guantes que le
prestara su marido para no arruinarse las manos, y caminó a su lado en
silencio. Había comenzado a soplar el viento vespertino, llevándose las pocas
palabras que ambas alcanzaron a pronunciar en esa ocasión, o sea, las más
humildes y trilladas, pues las otras, las que se originan al mirar el mundo con
afán de desentrañar sus secretos y llenan el pecho al pronunciarlas, se guardan
para momentos especiales y, en verdad, no pertenecen a nadie en particular,
tras haberse desgranado en millares de bocas que ya son polvo y hasta buscar
refugio en amarillentas y quebradizas páginas de libros que las engañaron con
su falsa promesa de inmortalidad.
Descansó media hora en su camastro y luego se lavó y
vistió con su mejor ropa, como si fuera a asistir a una fiesta y no a un acto
por demás excéntrico, cuyo sentido escapaba al sano entendimiento de sus
anfitriones. Ella misma se sentía extraña con su vistoso saco de terciopelo
color guinda, el que a pesar de los años de uso mantenía su nobleza. Antes de
partir, Faustino le acercó un plato de latón con un suculento guiso de charqui
de cordero y una rodaja de pan. Le prestó también un poncho de lana de llama,
advirtiéndole que el frío sería intenso, algo que (ya) había podido
experimentar en las noches anteriores, aunque sin exponerse demasiado a su
inclemencia.
Cuando salió al camino, vio el resplandor blanco del
desierto palpitar bajo un viento cargado de urticantes granos de arena, los que
crujían bajo sus pies. El crepúsculo empezaba ya a ensangrentar el cielo, por
encima de las montañas. El fuerte amor propio que experimentara momentos antes,
por su disposición a encarar tal aventura, se fue desvaneciendo ante el acoso
de esa soledad inmensa, y otra vez se sintió arrastrando su pobre pellejo como
un perro callejero. Pero al neutralizar así este atisbo de vanidad, pudo
comunicarse mejor con la historia íntima de aquella tierra, con las desdichas de
quienes padecieron sus soles y sus hielos. Y no solo con los que mantenían aún
su cuerpo erguido, sino también con las almas sin reposo, que habían olvidado
la razón de su peregrinaje sin rumbo.
Encaramada ya en la plataforma que acondicionara
sobre un gigantesco morro de sal para tener un mayor dominio del paisaje, clavó
la vista en las cumbres que se alzaban en el horizonte, teñidas con unos tonos
violetas y púrpuras nada excepcionales, como si se tratase de un atardecer
cualquiera. Cuando estos tonos pálidos se diluyeron, absorbidos por las sombras
negro azuladas de las montañas, se sintió de pronto envuelta por el aura de lo
sagrado. No temió entonces convocar a los
nombres antiguos que flotaban en el aire, tanto a los que eran ya sonidos puros
que se habían liberado de toda materia, como a los que sin haber completado aún
el proceso se paseaban como espectros desarrapados por un desierto de tolares y
pajonales secos. Estaba dispuesta a compartir con ellos esa noche mágica, que
bien podía significar el advenimiento de la tan esperada hora de la
resurrección, en que volverían a ser lo que fueron, ya para siempre y con
felicidad plena, o al menos sin las abundantes miserias de esta tierra.
Concentró ahora sus sentidos en
los últimos resplandores del milenio. Desde semejante atalaya, se sintió otra
vez una diosa de una religión abolida, cuya mirada era capaz de separarse de
sus ojos, en su afán de crear significados y repartirlos entre los seres y las
cosas. Enfocaba el salar con su cámara y estudiaba en el visor los caprichos de
las luces crepusculares, como si cada temblor o la más leve mutación del
paisaje albergara grandes revelaciones. Las fotos que tomó no fueron muchas,
pero sí, a su juicio, dignas de la exposición que proyectaba realizar, y, en
especial, las del naufragio del último sol del milenio tras la cordillera.
Embarcada en tal fascinación no
advirtió que ya se había instalado la noche, pues no restaba color alguno en el
cielo y era el turno de los astros. Se preguntó dónde estaría Alción, a la que
llamaban la estrella de las reencarnaciones, por la variedad de sus formas. De
pronto, en la agitación de las sombras circundantes, alcanzó a percibir figuras
indefinidas, e intuyó puños secos y vindicativos, cuencas vacías que la
escrutaban de un modo insultante, como si ella fuese la culpable de sus males,
y también otras cuencas tan llenas de humildad que ni siquiera la observaban,
pues parecían volcarse hacia adentro, hacia la poca materia que les restaba, ya
vecina a la redención piadosa de la nada. Aunque se había cubierto con el
poncho, los estremecimientos del frío surcaban su médula, mezclándose con un
oscuro temor que crecía traduciéndose en sonidos, en algo así como murmullos
que le paralizaban el corazón. Volvió a sentir la fragilidad de su carne, a
interrogarse sobre su identidad, y si alguien podía ser algo ante esa
noche infinita, colmada de constelaciones cuyos nombres desconocía. Nada
quedaba de la diosa olvidada de la tarde, y no sabía qué hacer con esos
fantasmas, cómo mitigar sus tristezas o hallar al menos palabras que entibiaran
su esperanza.
Como estaba helándose, se bajó de la plataforma para
tumbarse sobre el morro de sal, para reducir así su exposición al viento. Bastó
esta leve tregua para que su alma desertara del horror, guareciéndose otra vez
en los enmarañados rincones de la infancia. En esta dulce deriva atravesó la
barrera del milenio, sin que ningún estallido alterara la gravitación del
silencio ni el cielo le enviase señal alguna, indiferente a las pueriles
divisiones que los hombres hacen del tiempo, partiéndolo en minutos y segundos,
y no en miles y millones de años, como corresponde a la historia del universo.
Los fantasmas debieron dispersarse, desconsolados,
pues desaparecieron, de pronto, las señales de su presencia. Sin preguntarse
por este misterio, empezó a descender del morro con cuidado, alumbrándose con
una linterna que antes no se atreviera a encender, por temor a lo que el haz de
luz pudiera revelar. Caminó luego hacia la carretera, por la que ningún
vehículo había transitado en esas horas, y una vez sobre ella redobló el ritmo
de su marcha, como una manera de entrar en calor y no desvanecerse a causa del
frío, en cuyo caso moriría congelada.
Pero al tomar la huella que conducía al caserío de
Tres Pozos, una pequeña sombra se le aparejó, y no quiso encender la linterna
para no deshacerla, y menos aún apelar a la estridencia de las palabras. Dejó
nomás que la acompañase sin destinarle siquiera una mirada de soslayo, para no
violar su intimidad. Nada tenía de amenazadora, desde que se parecía más a una
niña tierna y triste que a un duende hostil. Y ella la tomó como si fuera una
hija, sin temor alguno. Desapareció al acercarse al caserío, cuando Uriel, que
la había estado esperando, salió a recibirla y ladró para avisar de su llegada.
Tras desvestirse sin hacer ruido, se tumbó en su yacija, echándose encima todo
abrigo que pudo encontrar, y apagó la vela de un soplido. Durmió luego como un
leño, sin soñar nada.
En la mañana siguiente, decidió fotografiar al burro
Lázaro como si fuera su hermano de infortunio y se dirigió al corral, donde lo
encontró ramoneando unas briznas de paja, a las que el viento se hubiera
llevado de no ser por el alto cerco de adobe. Al enfocarlo con la cámara, su
ser se expandió hasta adquirir un peso abrumador, por lo que después de tomar
su cuerpo entero lo partió en múltiples fragmentos, captando la resignación que
brillaba en sus ojos, sus largas orejas erectas, cual si percibieran sonidos
diferentes, su lomo curvado por las innumerables cargas y con costras de viejas
heridas, sus cascos astillados por los eriales, incluso sus cuartos traseros
con la cola inmóvil, que anulaban su presencia animal para acercarlo a la
naturaleza insensible de un cuero seco. En algún momento, vencida, afirmó la frente
en sus visibles costillas y lloró, sin saber exactamente por qué. El burro
Lázaro debió pensar, de ser capaz su cabeza de semejante proeza, que esa dicha
no estaba concebida para él, un despreciable cuadrúpedo.
Fue luego el turno de Uriel, el perro, lo que no
resultó algo fácil ni tan emotivo, pues no dejaba de moverse, como si todo en
la vida fuese juego, un correr detrás de las apariencias y bondades hasta que
lo comiese la tierra. Pero en algún momento se aquietó, mirándola como si le
preguntase a dónde quería llegar con eso. No eran ojos de alegría, sino de
resignación, como si al fin entendiera su insignificancia, o sospechase que su
materia no tardaría en disgregarse, algo que efectivamente ocurriría pocos días
después, antes de que ella partiera rumbo a Casabindo. Pero ahí quedaron esas
imágenes sólidas, despojadas, de falsa simpleza y con una luz especial, pues la
había medido cuidadosamente con su fotómetro manual.
Por la tarde, volvió a las piletas con el propósito
de terminar la escultura de la niña, que pensaba dejar a los salineros como un
recuerdo de su paso, pero se encontró con que alguien la había desarmado,
devolviendo al cono de sal su forma anterior. Se le estrujó el alma como si le
hubieran arrebatado una amiga entrañable, y algo de verdad debía haber en esto,
porque nada duele en vano: todo tiene su razón. Pero luego se preguntó si la
magia del cambio de milenio no habría convertido esa tosca escultura inconclusa
en la sombra que la acompañara en la noche anterior hasta el caserío, como una
niña abandonada en busca de un hogar y un regazo materno.
Estremecida por este misterio regresó al caserío,
donde ni Faustino ni Modesta pudieron darle una explicación. Las luces
excepcionales de aquel atardecer, que teñía los adobes de la choza de un
encendido tono cobrizo, la alentaron a poner en práctica una idea que venía
alimentando desde su llegada: la de hacerle a Modesta un estudio fotográfico.
Se lo propuso y ella rió, mostrando sus pocos dientes. Sin duda, esto le
pareció descabellado, acaso una broma, pero al comprobar que hablaba en serio
accedió, adosándose a la pared y exponiéndose ante la cámara sin temor ni
coquetería alguna, pues lo único que hizo para mejorar su imagen fue cerrar la
boca en un gesto de gran dignidad y sujetarse el pelo que el viento revolvía.
Cuando le había tomado (ya) varias fotos, apareció Faustino con un Cristo de
escayola al que le faltaban las manos y se lo entregó cuidadosamente a su
mujer, quien lo apretó contra su pecho en un acto rebosante de piedad.
Ya el sol se había hundido por completo y las
sombras se levantaban tambaleantes, como quien durmió de más, y bajo su amparo
debió venir la niña, a la que ella no vio esa noche, pero otros sí, y llenaron
el caserío de rumores dispares, que la presentaban como un ángel y también
―porque nunca faltan los que envenenan el juicio― como un espíritu maligno. En
eso murió Uriel, el perro, vaya a saber de qué, y algunos vieron a la niña
vestida de blanco y sin abrigo, indiferente al frío de la noche, abrazando ese
pequeño cadáver sin mundo y llorando por las callejas desiertas, como si
quisiera devolverle la vida. Hay quien dice que la acompañaba la música de un
violín, aunque nadie vio al violinista, empezando por el hecho de que no
quedaba en Tres Pozos quien tocase ese instrumento desde que murió Tomás
Quipildor, un nombre que el viento aún lleva y trae, con el respeto que su arte
merecía.
Abrumada por tantos decires, pues hasta mentaban que
esa niña era hija suya y se ocultaba en la casa de Faustino durante el día, salió
a buscarla con la linterna la noche anterior a su partida, y si bien escuchó un
llanto misterioso, solo halló la sombra escurridiza de un hombre alto,
corpulento y sin más cara que unas grandes gafas redondas de metal, que se alzó
junto a un cerco de adobe como una amenaza. Estuvo a punto de pegar un grito,
pero le volvió la espalda en silencio y echó a correr hasta quedarse sin
resuello rumbo a la casa de Faustino, buscando la protección de su sensatez.
Ese ha de ser el Valentín, un valentón que ya es finado, afirmó Modesta. Vino
del sur a rebuscarse con la sal, y andaba con revólver, mirándonos con sus ojos
torcidos, como si precisara defenderse de nosotros. Se alababa de su buena
puntería, pero una tarde, estando machado, le disparó dos tiros al Uriel para
demostrarlo, y no le acertó. El perrito movía la cola, burlándose de él. Debió
venir enfermo, pues se fue muriendo aquí de a poco.
Se cubrió entonces con mantas y pellones y se
refugió otra vez en el sueño, pero también allí fue a buscarla la niña. No
llevaba ya al perro en brazos. Vestida como un ángel bajo los remolinos de
polvo, indiferente al frío, alzó la mano a modo de despedida. Parecía llorar,
aunque el tiempo no pasaba por ella.
El desierto es una enorme espera de algo indefinido,
alcanzó a escribir en su cuaderno antes de que el salar se desvaneciera para
siempre, como unos trazos de tiza bajo la lluvia.
[1] Narrador y ensayista. Se graduó en la Universidad de Buenos Aires
(UBA) en Derecho y Ciencias Sociales. Realizó estudios de Filosofía, Literatura
y Antropología. Correo electrónico: adcolombres@yahoo.es
Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 237-242.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.